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No recuerdo exactamente cuándo decidí que Konradin tenía que ser mi amigo, pero de lo que no dudé fue de que algún día lo sería. Hasta su llegada yo había carecido de amigos. En mi clase no había un solo chico capaz de satisfacer mi ideal romántico de la amistad, ninguno que yo admirara realmente, ninguno por el cual hubiera estado dispuesto a dar la vida, ninguno capaz de entender mi exigencia de confianza, lealtad y abnegación totales. Todos ellos me parecían suabos más o menos torpes, bastante ordinarios, robustos y poco imaginativos, y ni siquiera el grupo del «Caviar» me impresionaba como una excepción. La mayoría de los chicos eran simpáticos y me entendía bien con ellos. Pero lo cierto era que así como no sentía un aprecio particularmente fervoroso por ellos, ellos tampoco lo sentían por mí. Nunca visitaba sus casas y tampoco ellos venían a la nuestra. Quizás otra de las razones de mi frialdad consistía en que todos parecían tener un desmesurado espíritu práctico, y ya habían decidido su orientación para el futuro: abogados, oficiales, maestros, pastores y banqueros. Sólo yo no tenía ideas claras… únicamente sueños vagos y anhelos aún más vagos. Lo único que sabía era que deseaba viajar, y pensaba que algún día sería un gran poeta.

Titubeé antes de escribir «un amigo por el cual yo hubiera estado dispuesto a dar la vida». Pero incluso después de treinta años creo que no se trataba de una exageración y que habría aceptado morir por un amigo… casi alegremente. Al igual que daba por supuesto que era dulce et decorum pro Germania mori, también habría aceptado que morir pro amico era igualmente dulce et decorum. Entre los dieciséis y los dieciocho años, los jóvenes combinan a veces una cándida inocencia, una pureza radiante de cuerpo y mente, con un anhelo exasperado de devoción absoluta y desinteresada. Generalmente, esa etapa sólo abarca un breve lapso, pero por su intensidad y singularidad perdura como una de las experiencias más preciosas de la vida.