Miré al extraño joven, que tenía exactamente mi edad, como si viniera de otro mundo. No porque fuese conde. En mi clase había varios «von», pero no parecían distintos de todos nosotros, que éramos hijos de comerciantes, banqueros, pastores de la Iglesia, sastres o funcionarios del ferrocarril. Allí estaba Freiherr von Gall, un pobre chiquillo, hijo de un oficial retirado del Ejército que sólo podía comprar margarina para sus hijos. Asimismo, el barón von Waldeslust, cuyo padre tenía un castillo cerca de Wimpfen-am-Neckar, y cuyo antepasado había recibido el título nobiliario por haber prestado servicios de dudosa naturaleza al duque Eberhard Ludwig. Teníamos incluso un príncipe, Hubertus Schleim-Gleim-Lichtenstein, pero era tan estúpido que ni siquiera su linaje principesco le salvaba de ser un hazmerreír.
Pero éste era un caso muy distinto. Los Hohenfels formaban parte de nuestra historia. Era cierto que su castillo, situado entre Hohenstaufen, el Teck y Hohenzollern, se hallaba en ruinas, con las torres destruidas, hasta el punto de que dejaba desnuda la cima de la montaña, pero su fama aún se conservaba fresca. Conocía tan bien sus hazañas como las de Escipión el Africano o Aníbal o César. Hildebrandt von Hohenfels murió en 1190 mientras intentaba rescatar a Federico I de Hohenstaufen, el gran Barbarroja, de las aguas torrentosas del río Calicadno, en Asia Menor. Anno von Hohenfels fue amigo de Federico II, el más prodigioso de los Hohenstaufen, Stupor Mundi, cuyo libro De arte venandi cum avibus él ayudó a escribir y que murió en Salerno en el año 1247, en brazos del emperador. (Su cuerpo aún descansa en Catania, en un sarcófago de pórfido sostenido por cuatro leones). A Frederick von Hohenfels, sepultado en Kloster Hirschau, lo mataron en Pavía después de que hubo tomado prisionero a Francisco I de Francia. Waldemar von Hohenfels cayó en Leipzig. Dos hermanos, Fritz y Ulrich, perdieron la vida en Champigny, en 1871, el más joven primero y el mayor mientras intentaba transportarlo a un lugar seguro. A otro Frederick von Hohenfels lo mataron en Verdún.
Y allí, a poco menos de medio metro, se hallaba sentado un miembro de esta ilustre familia suaba, compartiendo la misma estancia conmigo, bajo mis ojos atentos, fascinados. Cada uno de sus movimientos me interesaba: cómo abría su lustrosa cartera, cómo, con sus manos blancas e inmaculadamente limpias (tan diferentes de las mías, cortas, torpes y manchadas de tinta), depositaba su estilográfica y sus lápices bien afilados, y cómo abría y cerraba su cuaderno de anotaciones. Todo lo suyo despertaba mi curiosidad: el esmero con que escogía su lápiz, la forma en que se sentaba —erguido, como si pensara que en cualquier momento podría tener que levantarse para dar una orden a un ejército invisible— y la forma en que acariciaba su cabello rubio. Sólo me relajaba cuando él, como todos los demás, se hastiaba y se movía inquieto a la espera de que sonara la campana anunciando el recreo. Estudiaba su rostro altivo, delicadamente cincelado, y con toda seguridad ningún amante habría contemplado con más fijeza a Helena de Troya, ni se habría sentido más persuadido, ante ella, de su propia inferioridad. ¿Quién era yo para atreverme a hablarle? ¿En cuál de los ghettos de Europa habían estado hacinados mis mayores cuando Federico de Hohenstaufen le tendía a Anno von Hohenfels su mano enjoyada? ¿Qué podía ofrecerle yo, hijo de un médico judío, nieto y bisnieto de rabinos, y descendiente de un linaje de pequeños mercaderes y traficantes de ganado, qué podía ofrecerle yo, a ese muchacho rubio cuyo solo nombre me llenaba de temor reverencial?
¿Cómo podía entender él, con toda su gloria, mi apocamiento, mi orgullo receloso y mi temor a ser herido? ¿Qué tenía en común él, Konradin von Hohenfels, conmigo, Hans Schwarz, tan escaso de aplomo y de savoir faire?
Lo curioso, es que yo no era el único que estaba demasiado nervioso para abordarlo. Casi todos los muchachos parecían eludirle. Habitualmente bruscos y groseros, de hecho y de palabra, siempre propensos a adjudicarse mutuamente apodos malsonantes, como Apestoso, Hediondo, Salchicha, Cara de Cerdo o Cochino, y a embestirse incluso sin que mediara provocación, permanecían todos callados y turbados en presencia de él, abriéndole paso cada vez que se levantaba y en cualquier lugar hacia el que se encaminara. Ellos también parecían subyugados por su hechizo. Si yo o cualquier otro se hubiera atrevido a presentarse vestido como Hohenfels, habría estado expuesto a burlas despiadadas. Incluso Herr Zimmermann parecía temeroso de importunarle.
Y esto no era todo. Sus deberes escolares eran corregidos con la mayor escrupulosidad. En tanto que Zimmermann se limitaba a escribir sobre el margen de mis composiciones breves comentarios como «Sintaxis incorrecta», «¿Qué significa esto?», o «No demasiado mal», «Más esmero, por favor», sus deberes eran corregidos con una plétora de observaciones y explicaciones que, sin duda, exigían de nuestro profesor muchos minutos de trabajo adicional.
Aparentemente, no le molestaba que le dejaran solo. Quizás estaba acostumbrado a ello. Pero nunca daba ninguna prueba de orgullo o vanidad ni demostraba alimentar el deseo de ser distinto de los demás. Aunque, a diferencia de nosotros, era siempre extraordinariamente cortés, sonreía cuando le hablaban y llegaba al extremo de mantener la puerta abierta cuando alguien quería salir. Sin embargo, por alguna razón, los muchachos parecían temerle. No se me ocurre sino que era la leyenda de los Hohenfels lo que hacía que se sintieran tan tímidos y afectados como yo.
Al principio, incluso el príncipe y el barón le dejaron en paz, pero una semana después de su llegada vi que los «von» se acercaban a él durante el recreo que siguió a la segunda hora de clase. El príncipe le habló y luego le imitaron el barón y el Freiherr. Sólo oí unas pocas palabras: «Mi tía Hohenlohe», «Maxie dijo», (¿quién era «Maxie»?). Barajaron más nombres, con los que era obvio que todos ellos estaban familiarizados. Algunos provocaban la hilaridad general; otros los pronunciaban con grandes muestras de respeto y casi los susurraban como si estuviera presente la realeza. Pero esta rencontre no pareció conducir a ninguna parte. Cuando volvieron a cruzarse se saludaron con inclinaciones de cabeza y sonrieron y cambiaron unas pocas palabras, pero Konradin pareció tan retirado como antes.
Pocos días más tarde le llegó el turno al «Caviar de la Clase». A tres muchachos, Reutter, Müller y Frank, se les conocía por este apodo porque no alternaban con nadie. Tenían la certidumbre de que ellos, y sólo ellos entre todos nosotros, estaban destinados a triunfar en el mundo. Iban al teatro y la ópera, leían a Baudelaire, Rimbaud y Rilke, hablaban de la paranoia y del Ello, admiraban Dorian Gray y La saga de los Forsyte, y por supuesto se admiraban recíprocamente. El padre de Frank era un rico industrial y se reunían regularmente en su casa, donde trataban con algunos actores y actrices, con un pintor que de tiempo en tiempo iba a París para visitar a «mi amigo Pablo», y a varios señores con ambiciones y contactos literarios. Les permitían fumar y se referían a las actrices utilizando sus nombres de pila.
Después de resolver por unanimidad que un von Hohenfels sería una adquisición valiosa para su cenáculo, le abordaron… aunque con alguna vacilación. Frank, el menos nervioso de los tres, le detuvo cuando salía de la clase y balbució algo acerca de «nuestro pequeño salón», acerca de lecturas de poemas, de la necesidad de defenderse del profanum vulgus, y agregó que se sentirían halagados si él se incorporaba a su Litteraturbund. Hohenfels, quien nunca había oído hablar del «Caviar», sonrió afablemente, dijo más o menos que en ese «preciso momento» estaba terriblemente ocupado, y dejó a los tres hombres sabios sumidos en la frustración.