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Ingresó en mi vida en febrero de 1932 y ya no ha salido de ella. Desde entonces ha transcurrido más de un cuarto de siglo, han pasado más de nueve mil días, inconexos y tediosos, vacíos por la sensación del esfuerzo o el trabajo inútil… días y años, muchos de ellos tan muertos como las hojas mustias de un árbol seco.

Recuerdo el día y la hora en que fijé los ojos por primera vez en este muchacho que habría de ser la fuente de mi mayor dicha y de mi mayor desesperación. Ocurrió dos días después de que yo cumpliera dieciséis años, a las tres de la tarde de un día gris y oscuro del invierno alemán. Me encontraba en el Karl Alexander Gymnasium de Stuttgart, la escuela de enseñanza media más famosa de Württemberg, fundada en 1521, el año en que Lutero compareció ante Carlos V, santo emperador y rey de España.

Recuerdo todos los detalles: el aula con sus bancos y mesas sólidos, el olor agrio y rancio de cuarenta abrigos invernales húmedos, los charcos de nieve derretida, las líneas pardo amarillentas de las paredes grises donde en otra época, antes de la revolución, habían colgado los retratos del kaiser Guillermo y del rey de Württemberg. Si cierro los ojos aún puedo ver las espaldas de mis condiscípulos, muchos de los cuales murieron después en las estepas rusas o entre las arenas del Alamein. Estoy oyendo la voz cansada y desilusionada de Herr Zimmermann, quien, condenado a enseñar a perpetuidad, había aceptado su destino con triste resignación. Era un hombre de rostro cetrino, cuyo cabello, bigote y perilla puntiaguda estaban completamente teñidos de gris. Miraba el mundo a través de unos quevedos montados sobre la punta de su nariz, con la expresión de un perro vagabundo en busca de comida. Aunque probablemente no pasaba de los cincuenta años, a nosotros nos parecía que tenía ochenta. Le despreciábamos porque era afable y bondadoso, y porque olía a pobreza —tal vez su apartamento de dos habitaciones carecía de cuarto de baño—, y vestía un traje muy remendado, lleno de brillos, verdoso, que usaba durante el otoño y los largos meses de invierno (tenía otro traje para la primavera y el verano). Le tratábamos con desdén y ocasionalmente con crueldad, esa crueldad cobarde de la que tantos jóvenes sanos hacen gala en su trato con los débiles, los viejos y los indefensos.

Oscurecía, pero no tanto como para que encendieran las luces, y a través de las ventanas aún veía nítidamente la iglesia de la guarnición, un feo edificio de fines del XIX, embellecido, ahora, por la nieve que cubría las torres gemelas cuyas agujas perforaban el cielo plomizo. También eran hermosas las colinas blancas que circundaban mi ciudad, con las cuales parecía terminar el mundo para dejar paso al misterio. Yo estaba semialetargado, garabateando, soñando, arrancándome de cuando en cuando un pelo de la cabeza para mantenerme despierto, cuando alguien golpeó la puerta, y antes de que Herr Zimmermann pudiera decir Herein entró el profesor Klett, el director. Pero nadie miró al hombrecillo vivaracho, porque todos los ojos se volvieron hacia el desconocido que le seguía como Fedro debió de seguir a Sócrates.

Le miramos como si estuviéramos viendo un fantasma. Lo que me impresionó, y probablemente impresionó a todos los otros más que cualquier otra cosa, más que su porte aplomado, su aire aristocrático y su tenue sonrisa ligeramente altanera, fue su elegancia. Por lo que concernía a nuestra forma de vestir, éramos un modelo de vulgaridad. Las madres de la mayoría de nosotros pensaban que cualquier prenda era buena para ir a la escuela con tal de que estuviese confeccionada con un tejido fuerte y duradero. Todavía no nos interesaban mucho las chicas, de modo que aceptábamos que nos vistieran con un surtido heterogéneo de chaquetas y pantalones cortos o bombachos, funcionales y resistentes, comprados con la esperanza de que aguantaran hasta que ya no cupiéramos en ellos.

Pero todo eso no se aplicaba a este joven. Llevaba pantalones largos, pulcramente cortados y planchados, y que obviamente no habían sido descolgados de un gancho como los nuestros. Su traje parecía caro: era de color gris claro, de punto espigado, y casi con certeza de un tejido cuyo origen inglés estaba «garantizado». Usaba, asimismo, una camisa celeste y una corbata azul oscuro con pequeños lunares blancos. Por el contrario, nuestras corbatas estaban sucias y grasientas y parecían cordeles. Y aunque considerábamos una «mariconada» eso de vestir elegantemente, no pudimos dejar de mirar con envidia esa imagen de desenvoltura y distinción.

El profesor Klett se encaminó directamente hacia Herr Zimmermann, le susurró algo en el oído y desapareció sin siquiera despertar nuestra atención porque teníamos los ojos clavados en el Recién Llegado. Éste permanecía inmóvil y sereno, sin dar ninguna muestra de nerviosismo o timidez. Por alguna razón parecía mayor y más maduro que nosotros, y era difícil convencerse de que se trataba sencillamente de otro nuevo condiscípulo. No nos habría sorprendido verle desaparecer tan silenciosa y misteriosamente como había entrado.

Herr Zimmermann desplazó sus quevedos hasta un punto más alto de su nariz, inspeccionó la clase con ojos cansados, descubrió un asiento vacío precisamente frente a mí, bajó de su tarima y —ante el asombro de los alumnos— acompañó al Recién Llegado hasta el lugar elegido. Luego, con una ligera inclinación de cabeza, como si tuviera la vaga intención de hacer una reverencia pero no se atreviese a tanto, retrocedió lentamente, sin volverle la espalda en ningún momento al extraño. De nuevo instalado en su asiento, le habló.

—¿Quiere tener la amabilidad de decirme su apellido, su nombre de pila y la fecha y lugar de nacimiento?

El joven se puso en pie.

—Conde von Hohenfels, Konradin —proclamó—, nacido el 19 de enero de 1916, castillo de Hohenfels, Württemberg.

A continuación se sentó.