ESTABA solo en la habitación, pero formulaba sus pensamientos como si conversara con Anna Serguéyevna.
… ¿Sabes? En los momentos más duros me imaginaba los abrazos de una mujer, pensaba en lo buenos que son, que en esos abrazos encuentras el olvido, no te acuerdas de los sufrimientos, como si no hubieran existido. Y ves, es a ti justamente a quien debo contarte lo que más me ha pesado, y tú también has hablado conmigo, toda la noche. Sí, felicidad es compartir contigo este peso que con nadie más podría compartir. Cuando vuelvas del hospital te contaré el momento más terrible de mi vida: la conversación que tuve en una celda, al amanecer, poco después de un interrogatorio. A mi lado dormía alguien que ya no está entre nosotros, murió entonces, Alekséi Samóilovich. Creo que es la persona más inteligente que nunca he conocido. Pero su inteligencia me daba miedo. No digo que fuese una inteligencia mala: la maldad en sí misma no da miedo… Su inteligencia no era mala, sino cínica, muy burlona para con los que tenían fe. Me daba miedo, pero a la vez me atraía, no podía dominarlo. No logré hacer que compartiera mi fe en la libertad.
Su vida había tomado un mal rumbo. Por lo demás, era una vida como cualquier otra, nada en particular. Lo habían arrestado y condenado por el artículo 58-10, como a la mayoría de los presos.
Pero tenía una mente potente. Su pensamiento te arrastraba como una ola, y yo incluso me estremecía como se estremece la tierra cuando la embiste una ola del océano.
Había vuelto a la celda después de un interrogatorio. Qué larga es la lista de la violencia: hogueras, prisiones, técnicas de exterminio, fortalezas carcelarias de varias plantas, campos de concentración enormes como ciudades. Al principio la pena máxima se ejecutaba con una maza, que te hundía el cráneo, y con la soga. Hoy el verdugo acciona un interruptor y ejecuta a cien, mil, diez mil hombres. Ya no necesita blandir un hacha. Nuestro siglo es el siglo en que la violencia que el Estado ejerce sobre el hombre ha alcanzado su cota más alta. Pero en esto reside precisamente la fuerza y la esperanza del ser humano: es el siglo XX el que ha hecho tambalearse el principio hegeliano del proceso histórico mundial: «Todo lo real es racional», principio arduamente debatido durante décadas y que finalmente fue aceptado por los pensadores rusos del siglo XX. Pero es precisamente ahora, en la época del triunfo de la potencia del Estado sobre la libertad del hombre, es ahora cuando, volcando la ley hegeliana, los pensadores rusos, embutidos en sus chaquetones de los campos de prisioneros, enuncian el principio supremo de la historia mundial: «Todo lo inhumano es absurdo e inútil».
Sí, sí, sí, en el momento del triunfo más completo de la inhumanidad se ha hecho evidente que todo lo creado por medio de la violencia resulta finalmente absurdo e inútil, no tiene futuro, desaparecerá sin dejar rastro.
Ésta es mi fe, y con dicha fe había vuelto a la celda. Como de costumbre, me dijo mi vecino:
—¿Para qué defender la libertad? Ha pasado el tiempo en que la gente veía en ella la ley y la razón del progreso. Pero ahora —dice— todo está claro: en general, no hay progreso histórico, la historia es un proceso molecular, el hombre es siempre idéntico, no hay nada que hacer, no hay desarrollo. Pero existe una ley sencilla: la ley de la conservación de la violencia. Sencilla como la ley de la conservación de la energía. La violencia es eterna; por mucho que se haga para destruirla no desaparece, no disminuye, sólo se transforma. Ahora toma la forma de esclavitud, ahora de invasión mongola. Salta de un continente a otro, se transforma en lucha de clases y de lucha de clases en lucha de razas, ahora de la esfera material se traslada a la religiosidad medieval, ahora la emprende con la gente de color, ahora con los escritores y los artistas; pero en general sobre la Tierra siempre hay la misma cantidad de violencia. El caos de sus transformaciones es interpretado por los pensadores como una evolución, motivo por el cual buscan sus leyes. Pero el caos no tiene leyes ni desarrollo, ni significado ni objetivo. He aquí a Gógol, genio de Rusia, que cantó al «pájaro-troika». En su carrera presagiaba el futuro; pero no es en la troika que Gógol presagiaba donde se hallaba el futuro sino en otra troika: el destino burocrático de Rusia, la troika sin rostro que formaban los tres jueces de las comisiones especiales. La troika que condenaba al fusilamiento, confeccionaba las listas de los campesinos que tenían que ser deskulakizados, expulsaba a un joven de la universidad, privaba de cupones para el pan a una anciana de origen noble.
Y ahí está en su litera, mi compañero, amenazando a Gógol con el dedo:
—Usted está equivocado, Nikolái Vasílievich, no lo ha entendido, no ha visto con claridad nuestro pájaro-troika. La historia de los hombres no está en la carrera de la troika sino en el caos, en el eterno paso de una forma de violencia a otra. Vuela, el pájaro-troika, y todo permanece inmóvil, todo está estático; y sobre todo permanece inmóvil el hombre, permanece inmóvil su destino. La violencia es eterna, se haga lo que se haga para destruirla. Y la troika vuela, no le importa el sufrimiento ruso. Y a la inversa, ¿qué le importa al sufrimiento de Rusia si aquélla vuela o permanece inmóvil?
Está claro que no es la troika de Gógol sino la otra troika la que firma las sentencias a la pena capital…
Y ahí estoy, acostado en la litera, medio muerto, y siento que en mí sólo queda viva mi fe: la historia de los hombres es la historia de la libertad, de la más pequeña a la más grande; la historia de toda la vida, desde la ameba hasta el género humano, es la historia de la libertad, es el paso de una libertad menor a otra libertad mayor; que la vida en sí misma es libertad. Esa fe me da fuerzas, palpo la preciosa, espléndida, luminosa idea escondida en mis andrajos carcelarios: «Todo lo que es inhumano es absurdo e inútil».
Y Alekséi Samóilovich me escucha a mí, medio muerto, y me dice:
—La tuya es una mentira confortante; la historia de la vida no es más que una historia de invencible violencia, eterna e indestructible, que se transforma pero no desaparece ni disminuye. La palabra «historia» es una invención de los hombres: la historia no existe, la historia es como moler agua en un mortero, el hombre no evoluciona de lo ínfimo a lo supremo, el hombre está inmóvil como un bloque de granito; su bondad, su inteligencia, su libertad son inamovibles; lo humano no crece en el hombre. ¿Qué clase de historia es la del hombre si su bondad no puede crecer?
¿Sabes?, entonces sentí que no podía haber nada más duro que aquellos minutos. Estaba allí, acostado en la litera, y pensaba: «Dios mío, cómo es posible; precisamente de un hombre inteligente me viene este dolor insoportable: una condena a muerte, eso es». Respirar se me hacía insoportable. Sólo tenía un deseo: no ver, no oír, no respirar. Morir. Pero el alivio me llegó del lugar más insospechado: me arrastraron de nuevo al interrogatorio, no me dejaron cobrar aliento siquiera. Y me sentí aliviado. Creo que la libertad es ineludible. Al diablo el pájaro-troika, que vuela, truena y firma sentencias… Un día, libertad y Rusia serán una misma cosa.
Tú no me escuchas… ¿Cuándo, cuándo volverás del hospital? ¿Cuándo volverás a mí?
Un día de invierno, Iván Grigórievich acompañó a Anna Serguéyevna al cementerio. No le fue dado compartir con ella todo lo que había recordado, meditado, escrito durante los meses de su enfermedad.
Llevó al pueblo las pertenencias de la difunta, pasó el día con Aliosha y después volvió a su trabajo en el artel.