24

EL nombre de Stalin está inscrito para la eternidad en la historia de Rusia.

Mirando a Stalin, la Rusia posrevolucionaria se conoció a sí misma.

Los veintiocho volúmenes de las obras de Lenin —discursos, informes, programas, análisis económicos y filosóficos— no sirvieron a Rusia para conocerse a sí misma, para conocer su destino. La combinación de revolución occidental con la estructura específica del desarrollo ruso provocó un caos superior al babilónico.

No sólo los marineros y la caballería de Budioni, no sólo los campesinos y los obreros rusos sino también el propio Lenin había sido incapaz de comprender lo que verdaderamente pasaba. El rugido de la tormenta revolucionaria, las leyes de la dialéctica materialista, la lógica de El Capital se mezclaron con el sonido del acordeón, canciones como La manzana o El pollo frito[39], el zumbido de los aparatos para la destilación casera del vodka, la llamada de conferenciantes y propagandistas exhortando a los marineros y a los estudiantes de las universidades populares a no ceder a la herejía ponzoñosa de Kautsky, Cunow, Hilderfing.

El fuego, la revuelta, el desenfreno de los que Rusia fue presa levantaron del fondo del caldero ruso el fardo de ofensas y rencores acumulados durante siglos de sufrimiento de un pueblo esclavizado.

Del romanticismo de la Revolución, de la locura del Proletkult[40], de las verdes repúblicas del aguardiente casero, de la temeridad ebria y de las revueltas campesinas, de la furia de los marineros del Almaz surgió un nuevo y poderoso intendente de policía que Rusia nunca antes había visto.

El deseo apasionado del pueblo por hacerse dueño de la tierra cultivable, que Lenin había entendido y estimulado, era incompatible con el Estado que él había fundado. La vieja aspiración del pueblo a ser dueño de la tierra fue suprimida con firmeza.

En 1930 el Estado fundado por Lenin se convirtió en propietario absoluto de todas las tierras, aguas y bosques de la Unión Soviética, privando así a los campesinos del derecho a poseer la tierra cultivable.

La confusión, las contradicciones y la niebla no sólo reinaban en los nudos ferroviarios, los embarcaderos y los techos de los convoyes, no sólo en las aspiraciones de los campesinos y en las cabezas inflamadas de los poetas, sino también en la teoría revolucionaria que estaba en total contradicción con la práctica, con las nuevas construcciones, cristalinamente claras, del primer teórico del Partido.

El principal eslogan de Lenin era «Todo el poder para los sóviets», pero el curso posterior de la vida demostró que los sóviets creados por él no tenían ningún poder y nunca lo tendrían: son instancias puramente formales, simples órganos de ejecución burocrática.

Todo el entusiasmo teórico del joven Lenin se dirigió a la lucha contra el populismo, el socialismo revolucionario, a intentar probar que Rusia no podría evitar el proceso de desarrollo capitalista. En 1917 todo el empuje de Lenin se empleó en demostrar que Rusia podía y debía seguir el camino de la revolución proletaria evitando la vía capitalista ligada a las libertades democráticas.

¿Podía imaginarse Lenin que, fundando la Internacional Comunista y proclamando en el segundo congreso del Komintern el eslogan de la revolución mundial, «Proletarios del mundo, uníos», estaba abonando el terreno para un desarrollo del principio de la soberanía nacional sin precedentes en la historia?

La potencia del nacionalismo estatal y el nacionalismo desaforado de las masas privadas de libertad y dignidad humana se convirtieron en la principal palanca, en la cabeza termonuclear del nuevo orden, y decidieron el destino del siglo XX.

Stalin hizo sentar la cabeza a la Rusia posrevolucionaria, dio a cada hermana pendientes de plata[41], y a los que no consideraba dignos de llevar pendientes se los arrancó al mismo tiempo que las orejas o la cabeza.

El Partido bolchevique estaba destinado a ser el Partido del Estado nacional. La fusión del Partido y el Estado encontró su expresión en la persona de Stalin. En el carácter, en el espíritu, en la voluntad de Stalin el Estado manifestó su carácter, su voluntad, su inteligencia.

Stalin parecía construir a su propia imagen y semejanza el Estado fundado por Lenin. Pero no era así, naturalmente: era la imagen de Stalin la que estaba hecha a semejanza del Estado y precisamente por eso se convirtió en el amo.

Pero está claro que, a veces, especialmente al final de su vida, creyó que el Estado era su servidor.

En el carácter de Stalin, en el que el asiático se fundía con el marxista europeo, se expresaba el carácter del sistema estatal soviético. ¡Sí, el sistema estatal! Lenin encarnaba el principio nacional ruso histórico, Stalin, el sistema estatal ruso soviético. El sistema estatal ruso —nacido en Asia, pero vestido en Europa— no es histórico sino suprahistórico.

Su principio es universal, inquebrantable, aplicable a todos los regímenes de Rusia a lo largo de su historia milenaria. Con ayuda de Stalin, categorías revolucionarias tales como dictadura, terror, lucha contra las libertades burguesas —heredadas de Lenin y que éste consideraba categorías temporales y transitorias— se transformaron en la base, el fundamento y la esencia, se aliaron con la esclavitud rusa tradicional, nacional, milenaria. Con la ayuda de Stalin, esas categorías se convirtieron en la sustancia del Estado mientras que las reminiscencias socialdemocráticas quedaron relegadas a la forma, a decorado de teatro.

Stalin reunió en sí todos los rasgos de la Rusia de servidumbre que ignoraba la piedad hacia los seres humanos.

En su increíble crueldad, en su increíble perfidia, en su capacidad de fingir y aparentar, en su carácter rencoroso y vengativo, en su grosería y su humor, se vislumbraba al tirano asiático.

En sus conocimientos de las doctrinas revolucionarias, en el uso de la terminología del Occidente progresista, en el conocimiento de la literatura y el teatro, apreciado por la intelligentsia democrática rusa, en sus citas de Gógol y Schedrín, en su habilidad para utilizar los más refinados procedimientos de la conspiración, en su amoralidad se expresaba el revolucionario de tipo Necháyev para quien el fin justifica los medios. Pero Necháyev se habría estremecido al ver hasta qué monstruoso extremo Iósif Stalin había desarrollado el nechayevismo.

Su confianza en el burocratismo y en la fuerza policial, fuerza principal de la vida, su secreta pasión por los uniformes y las condecoraciones, su desprecio sin parangón hacia la dignidad humana, su divinización del funcionariado y la burocracia, su disposición a matar a un ser humano en nombre del texto sagrado de la ley para, inmediatamente después, despreciar la ley con una arbitrariedad monstruosa, todos estos aspectos componen un personaje policial, un gendarme.

El carácter de Stalin estaba compuesto por la unión de tres personajes.

Esos tres Stalin fueron los que crearon el sistema estatal estalinista, un sistema en el que la ley es sólo un instrumento de la arbitrariedad y la arbitrariedad es la ley; un sistema que hunde sus raíces milenarias en la servidumbre, que transformó a los mujiks en esclavos, sujetos al yugo tártaro; un sistema que transformó en esclavos a aquéllos que reinaban sobre los mujiks; un sistema estatal que limita por un lado con el Asia pérfida, vengativa, hipócrita y cruel, y por otro con la Europa ilustrada, democrática, mercantil y sobornable.

Ese asiático con botas de cabritilla —que cita Schedrín y que vivía según las leyes de la venganza sanguinaria, y que empleando el vocabulario de la Revolución, introdujo claridad en el caos de Octubre— realizó y expresó su propio carácter en el carácter del Estado.

Y el Estado que él construyó tuvo como principio elemental ser un Estado sin libertad.

En este país las fábricas gigantescas, los mares artificiales, los canales, las centrales hidroeléctricas no sirven al hombre sino al Estado sin libertad.

En este Estado el hombre no siembra lo que quiere sembrar, el hombre no es propietario de los campos que trabaja, no es dueño de los manzanos y la leche; la tierra da frutos siguiendo las instrucciones del Estado, sin libertad.

En este Estado, no sólo los pequeños pueblos, tampoco el pueblo ruso tiene libertad nacional. Allí donde no hay libertad humana no puede haber libertad nacional, ya que la libertad nacional es sobre todo libertad del hombre.

En este Estado no hay sociedad, puesto que la sociedad se basa en la libre intimidad y en el libre antagonismo de la gente, y en un Estado sin libertad, libertad de intimidad y libertad de antagonismo son inconcebibles.

El principio milenario según el cual el desarrollo de la cultura, la ciencia y la potencia industrial se obtenía a la par que crecía la ausencia de libertad —principio puesto en práctica por la Rusia de los boyardos, Iván el Terrible, Pedro el Grande y Catalina II— alcanzó su victoria plena con Stalin.

Y es verdaderamente sorprendente que Stalin, aun habiendo aniquilado por completo la libertad, siguiera teniéndole miedo. Tal vez fuese aquel miedo el que hizo que Stalin mostrara una hipocresía sin precedentes.

La hipocresía de Stalin expresaba claramente la hipocresía de su Estado. La expresaba sobre todo en su manera de jugar a la libertad. ¡El Estado no escupió sobre la libertad muerta! El contenido infinitamente precioso, vivo, radiactivo de la libertad y de la democracia fue asesinado y transformado en un animal disecado, en cáscara de palabras. Los salvajes a cuyas manos van a parar delicadísimos sextantes y cronómetros, ¿acaso no los utilizan como adornos?

Así pasó con la libertad. La libertad asesinada se convirtió en un ornamento para el Estado, pero un ornamento que no era inútil. La libertad muerta se convirtió en el primer actor de una gigantesca puesta en escena, de una representación teatral de unas dimensiones jamás antes vistas. El Estado sin libertad creó una maqueta del parlamento, las elecciones, los sindicatos, una maqueta de la sociedad y la vida pública. En aquel Estado sin libertad las maquetas de las direcciones de los koljoses, de las direcciones de las uniones de escritores y pintores, las maquetas de los presídiums de los comités ejecutivos regionales y de distrito, las maquetas de los despachos y las sesiones plenarias de los comités de distrito, regionales y centrales de los partidos comunistas nacionales, discutían las cuestiones y tomaban decisiones ya decididas de antemano en otro lugar. Incluso el presídium del Comité Central del Partido era un teatro.

Ese teatro estaba presente en el carácter de Stalin. Y estaba igualmente presente en el carácter de aquel Estado sin libertad. He aquí la razón por la cual el Estado necesitaba un Stalin que, a través de su propio carácter, realizara el carácter del Estado.

¿Qué era realidad y qué teatro? ¿Quién tomaba decisiones de verdad y no hacía como que las tomaba?

La fuerza real era Stalin. Era él quien decidía. Pero naturalmente, no podía decidir personalmente todos los problemas del Estado: ¿había que concederle unas vacaciones a la maestra Semiónova? ¿Qué había que sembrar en el koljós Aurora, guisantes o col?

Pues bien, el principio del Estado sin libertad exigía que fuese Stalin el que decidiera todas las cuestiones sin excepción. Pero era materialmente imposible, y eran los hombres de confianza de Stalin los que decidían las cuestiones secundarias y siempre de la misma manera: guiados por el espíritu de Stalin.

Sólo por esta razón eran los hombres de confianza de Stalin, o los hombres de confianza de sus hombres de confianza. Sus decisiones tenían un rasgo en común: fuera cual fuese la cuestión sobre la cual debían pronunciarse, ya se tratara de la construcción de una central hidroeléctrica en el curso inferior del Volga o del envío de la ordeñadora Aniuta Feoktistova a un curso de dos meses, todo se decidía según el espíritu de Stalin. Y lo esencial era que el espíritu de Stalin y el espíritu del Estado eran una sola cosa.

Los hombres de confianza de Stalinstado se reconocían al instante, en cualquier reunión, asamblea, sesión o congreso: nadie discutía nunca con ellos porque ellos hablaban en nombre de Stalinstado.

El hecho de que el Estado sin libertad actuara siempre en nombre de la libertad y de la democracia, que tuviese miedo de dar un paso sin mencionarla, atestigua la fuerza de la libertad. Stalin temía a poca gente pero constantemente, hasta el fin de sus días, le tuvo miedo a la libertad. Después de haberla matado, adulaba su cadáver.

Es errónea la opinión de que lo que ocurrió durante la colectivización total y bajo Yezhov fue la manifestación delirante de un poder sin límites ni control ejercido por un hombre cruel.

En realidad, la sangre derramada en 1930 y 1937 era indispensable para el Estado. Como decía Stalin, esa sangre no fue derramada en balde. Sin esa sangre el Estado no habría sobrevivido. La no libertad derramó esa sangre para vencer a la libertad. Es una vieja historia. Comenzó en tiempos de Lenin.

La libertad fue vencida no sólo en el terreno de la política y la actividad pública. La libertad fue aplastada en la agricultura: en el derecho a sembrar y cosechar libremente; fue vencida en la poesía o la filosofía, en el oficio de zapatero, en los círculos de lectura, en los cambios de domicilio, en el trabajo de los obreros cuyas normas de producción, condiciones de seguridad técnica y de salario se determinaban únicamente según la voluntad del Estado.

La ausencia de libertad triunfó plenamente, desde el océano Pacífico hasta el mar Negro. Estaba en todas partes y en todas las cosas. Y en todas partes y en todas las cosas la libertad había sido asesinada.

Fue una ofensiva victoriosa que era imposible llevar a cabo sin derramar mucha sangre: la libertad es vida y, matando la libertad, Stalin mataba la vida.

El carácter de Stalin se expresó en los gigantescos planes quinquenales; esas pirámides retumbantes del siglo XX que correspondían a los palacios y los monumentos suntuosos de la antigüedad asiática y que cautivaban el alma de Stalin. Esas gigantescas construcciones no servían al hombre, así como los gigantescos templos y las mezquitas tampoco servían a Dios.

El carácter de Stalin se manifestó con una fuerza particular en la actividad de los órganos de seguridad creados por él.

Las torturas durante los interrogatorios, la actividad destructora de la opríchnina[42] que tenía como misión aniquilar no sólo a las personas sino también las clases sociales, los métodos policiales que no dejaron de evolucionar desde Maliuta Skurátov[43] hasta el conde Benckendorff[44] encontraron sus equivalentes en el alma de Stalin, en las actividades del aparato represivo creado por él.

Pero sin duda esos equivalentes fueron particularmente funestos porque en la naturaleza de Stalin el principio revolucionario ruso iba estrechamente unido al principio de la policía secreta rusa, desenfrenada y todopoderosa.

Esa fusión de revolución y policía, que se había obrado en la naturaleza de Stalin y se había reflejado en los órganos de seguridad que él mismo creó, tenían su prototipo en el Estado ruso.

La asociación de Degáyev —intelectual, miembro de Naródnaya Volia y posteriormente agente de la Ojrana— con el entonces jefe de la policía, el coronel Sudeikin, tuvo lugar en los años en que Iósif Dzhugashvili[45] era aún un niño; éste fue el prototipo de aquella alianza monstruosa.

Sudeikin, hombre astuto, escéptico, que conocía bien y apreciaba la fuerza revolucionaria de Rusia y contemplaba con aire burlón la mezquindad del zar y sus ministros para los que trabajaba, utilizó a Degáyev con fines policiales. Degáyev, miembro de Naródnaya Volia, sirvió al mismo tiempo a la Revolución y a la policía.

Pero los planes de Sudeikin no estaban destinados a cumplirse. Quería aprovecharse de la Revolución, primero favoreciéndola, después propagando infundios, montando falsos complots; asustaría al zar, alcanzaría el poder, se convertiría en dictador. Y una vez llegara a la cabeza del Estado, destruiría por completo la Revolución. Pero sus sueños insolentes no se realizaron. Degáyev mató a Sudeikin.

Fue Stalin quien venció. Dentro de su victoria vivía, en un rinconcito, a escondidas de todo el mundo y de él mismo, la victoria que Sudeikin había soñado: atar al carro del Estado dos caballos, la Revolución y la policía secreta.

Stalin, que había nacido de la Revolución, ajustó cuentas con los revolucionarios y con la Revolución con ayuda del aparato policial.

Tal vez la manía persecutoria que tanto lo atormentaba provenía del miedo secreto de Sudeikin a Degáyev, oculto en su subconsciente. Aun domado y sujeto a la Tercera Sección, el revolucionario de Naródnaya Volia inspiraba terror al coronel de la policía. Y lo más espantoso es que los dos, Sudeikin y Degáyev —amigos, enemigos, traicionándose entre sí—, vivían juntos en las tinieblas estrechas del alma de Stalin.

Tal vez allí, o no muy lejos de allí, se halle la explicación a uno de los enigmas que más desconcertó a los hombres que vivieron los acontecimientos de 1937: ¿para qué hacía falta, al destruir a gente inocente, devota de la Revolución, elaborar detalladísimos guiones, falsos de principio a fin, sobre su participación en complots inventados, inexistentes?

Con atroces torturas, que se prolongaban durante días, semanas, meses y a veces años, los órganos de seguridad obligaban a desdichados contables, ingenieros o agrónomos al límite de sus fuerzas a participar en representaciones teatrales, a interpretar el papel de los malos, agentes del extranjero, terroristas, saboteadores.

¿Para qué hicieron todo eso? Millones de personas se lo han preguntado millones de veces.

Después de todo, Sudeikin, cuando preparaba sus puestas en escena, se proponía engañar al zar. Pero Stalin no tenía necesidad de engañar al zar porque él era el zar.

Sí, es cierto, y sin embargo Stalin aspiraba a engañar a aquel zar que, muy a su pesar, invisible, vivía en la secreta oscuridad de su alma.

El invisible señor y soberano de su alma continuaba viviendo en todas partes, allí donde aparentemente la ausencia de libertad triunfaba plenamente. Sólo él logró aterrorizar a Stalin hasta el fin de sus días.

Y hasta el fin de sus días Stalin fue incapaz, ni siquiera con su sanguinaria violencia, de acabar con la libertad, aquella libertad en nombre de la cual había empezado la Revolución rusa de Febrero.

Y el asiático que vivía en el alma de Stalin se esforzaba en engañar a la libertad, usaba astucias contra ella y se desesperaba por no poder liquidarla.