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PARA comprender a Lenin no basta con observar atentamente los rasgos humanos y cotidianos del Lenin político; en primer lugar, es preciso establecer la relación entre el carácter de Lenin y el mito del carácter nacional ruso, y luego con el destino, el carácter de la historia rusa.

El ascetismo de Lenin y su modestia natural son típicos de los peregrinos rusos; su honestidad y su fe responden al ideal popular del maestro de la vida; su apego a la naturaleza rusa, a sus prados y bosques está ligado con el sentimiento campesino. Su apertura al mundo del pensamiento occidental, a Hegel y Marx, su capacidad de asimilar y de expresar el espíritu de Occidente es la manifestación de un rasgo profundamente ruso enunciado por Chaadáyev, es esa simpatía universal, la sorprendente capacidad rusa de entrar en el espíritu de otros pueblos, que Dostoyevski veía en Pushkin. Ese rasgo emparienta a Lenin con Pushkin. Y también era una característica de Pedro el Grande.

La obsesión y convicción de Lenin recuerdan el frenesí de Awakum, su fe. Awakum es un fenómeno propio de Rusia, nativo.

En el siglo XIX los pensadores nacionales buscaban en las particularidades del carácter nacional ruso, en el alma rusa, en la religiosidad rusa, una explicación a la vía histórica de Rusia.

Chaadáyev, uno de los hombres más inteligentes del siglo XIX, subrayó el espíritu ascético y de sacrificio del cristianismo ruso, su naturaleza bizantina que nada extraño había enturbiado.

Dostoyevski consideraba que la humanidad total, la aspiración a la fusión con toda la humanidad, era la verdadera base del alma rusa.

Al siglo XX ruso le gusta repetir las predicciones que hicieron los pensadores y los profetas de la Rusia decimonónica: Gógol, Chaadáyev, Belinski, Dostoyevski.

¿Y a quién no le gustaría repetir semejantes cosas dichas sobre uno mismo…?

Los profetas del siglo XIX predijeron que en el futuro Rusia se pondría a la cabeza del desarrollo espiritual de los pueblos, no sólo de Europa, sino del mundo entero.

De lo que hablaban los profetas no era de la gloria militar de los rusos sino de la gloria del corazón ruso, de la fe rusa, del ejemplo ruso.

«El pájaro troika…» «Es el alma rusa, universal y panhumanista, la que acogerá dentro de sí, en amor fraternal, a todos nuestros hermanos, y al final, tal vez pronunciará la palabra definitiva de la gran armonía universal, del acuerdo fraternal definitivo de todos los pueblos según la ley evangélica de Cristo…» «Cuando ocupemos nuestro puesto natural entre los pueblos destinados a influir sobre la humanidad no sólo con la tiranía sino también con las ideas…». «¿No es así como tú, Rusia, corres ágil e inalcanzable como una troika? A tu paso, los caminos humean, los puentes retumban…[37]».

También aquí Chaadáyev distinguió con genialidad un rasgo sorprendente de la historia rusa: «El hecho colosal de la esclavización gradual de nuestro campesinado no representa más que la consecuencia rigurosamente lógica de nuestra historia».

El aplastamiento implacable de la personalidad, la subordinación servil de la persona al soberano y al Estado acompaña de forma obsesiva la historia milenaria de Rusia. Sí, y esos rasgos también los vieron y los reconocieron los profetas rusos.

Pero al lado de la supresión del ser humano por parte del príncipe, del soberano y el Estado, los profetas de Rusia reconocieron una pureza, una profundidad, una claridad desconocidas en el mundo occidental: la fuerza cristiana del alma rusa. A ella, al alma rusa, los profetas le pronosticaron un futuro grandioso y radiante. Todos estaban de acuerdo en afirmar que en el alma de los rusos la idea del cristianismo se había encarnado en una forma no estatal, ascética, bizantina, antioccidental, y que las fuerzas inherentes al alma popular rusa se expresarían en la poderosa influencia que ejercerían sobre los pueblos europeos. Ellas purificarían, transformarían y alumbrarían dentro de un espíritu de fraternidad la vida del mundo occidental; y el mundo occidental seguiría al hombre ruso con confianza y alegría. Esas profecías de las inteligencias más potentes y de los corazones más nobles de Rusia tenían en común un rasgo fatal: todos ellos vieron la fuerza del alma rusa y pronosticaron el significado que tendría en el mundo pero ¿no vieron que las particularidades del alma rusa no nacían de la libertad, que el alma rusa es esclava desde hace miles de años? ¿Qué podía dar al mundo una esclava milenaria, incluso una vez convertida en todopoderosa?

Parecía que el siglo XIX por fin se había acercado a ese tiempo anunciado por los profetas de Rusia, el tiempo en el que Rusia, tan receptiva y dispuesta a absorber las influencias espirituales de otras naciones, se disponía a influir al mundo.

Durante cien años Rusia se impregnó de una idea de libertad importada del extranjero. Durante cien años Rusia bebió de los labios de Pestel, Riléyev, Chernishevski, Lavrov, Bakunin; de los labios de sus escritores; de los labios de sus mártires: Zheliábov, Sofia Peróvskaya, Timoféi Mijáilov, Kibálchich, de los labios de Plejánov, Kropotkin, Mijailovski, de la boca de Sazónov y Kaliáyev, de la boca de Lenin, Mártov, Chernov, de la boca de su intelligentsia, sus estudiantes y sus obreros progresistas: el pensamiento de filósofos y pensadores de la libertad occidental. Un pensamiento traído por libros, cátedras universitarias, estudiantes de Heidelberg y de París, traído por las botas de los soldados de Bonaparte, por ingenieros y comerciantes instruidos, traído por occidentales sin recursos que iban a servir a Rusia y que tenían un sentido de la dignidad humana que suscitaba el asombro y la envidia de los príncipes rusos.

Y así fue como, fecundada por las ideas de libertad y de dignidad del hombre, se hizo la Revolución rusa.

¿Qué iba a hacer el alma rusa con las ideas del mundo occidental, cómo las iba a transformar dentro de sí misma, en qué forma las cristalizaría, qué germen se preparaba a hacer brotar en el subconsciente de la historia?

… Rusia, ¿adónde corres? No hay respuesta…

Ante la joven Rusia, liberada de las cadenas del zarismo, desfilaron, como si se tratara de pretendientes, decenas, tal vez centenares de doctrinas revolucionarias, creencias, líderes de Partido, profecías, programas… Con qué pasión y avidez, con qué súplica, los jefes del progreso ruso miraban la cara de la joven.

Moderados, fanáticos, trudoviki, populistas, amigos de los obreros, defensores de los campesinos, industriales instruidos, clérigos ilustrados, anarquistas furiosos formaban un gran círculo a su alrededor.

Hilos invisibles, que a menudo no percibían, ligaban a esos hombres con las ideas de las monarquías constitucionales occidentales, los parlamentos, los cardenales y los obispos más cultos, los industriales, los propietarios de tierras instruidos, los líderes de los sindicatos obreros, los predicadores y los profesores universitarios.

La gran esclava detuvo su mirada —una mirada indagadora, dubitativa— sobre Lenin. Él fue el elegido.

Como en las viejas fábulas, él adivinó su pensamiento secreto, la sacó de su sueño indeciso.

Pero ¿fue de veras así?

Él fue elegido porque él la había escogido a ella y porque ella lo había escogido a él.

Ella lo siguió —él le había prometido montañas de oro y ríos de vino—, lo siguió primero de buena gana, llena de confianza, por un sendero alegre y embriagante, iluminado por las casas de los grandes propietarios, luego empezó a dar traspiés, a mirar hacia atrás, horrorizada por el camino que se abría ante ella, pero sintiendo cada vez con más fuerza la mano de hierro que la conducía.

Y él avanzaba, lleno de una fe apostólica, arrastrando a Rusia tras de sí, sin comprender que era víctima de una prodigiosa alucinación. En la marcha dócil de ella, en su nueva sumisión después del derrocamiento del zar, en aquella complacencia que hacía perder el juicio, se hundía, se extinguía, se transformaba todo aquello que él había llevado a Rusia del Occidente revolucionario y amante de la libertad.

Tenía la sensación de que su inquebrantable poder dictatorial era el garante de la pureza y la conservación de todo en lo que él creía, de todo lo que había aportado a su país.

Era feliz de tener aquel poder, que identificaba con la justicia de su propia fe; pero de repente, en un instante, vio con horror que la firmeza inquebrantable que utilizaba con la sumisa y dulce Rusia era el signo de su propia impotencia.

Y cuanto más riguroso se hacía su avance, cuanto más pesada era su mano, más se sometía Rusia a la violencia revolucionaria y científica, menor era su energía para luchar contra la fuerza verdaderamente satánica de los antiguos tiempos de servidumbre.

Como un licor viejo de miles de años, el principio de servidumbre se fortaleció en el alma rusa. Como el agua regia, que es fumante por fuerza propia, aquel principio disolvió el metal y la sal de la dignidad humana y transformó la vida espiritual del hombre ruso.

Durante novecientos años las vastas extensiones de Rusia, que proporcionan —a quien tenga una visión superficial de las cosas— una sensación de excitación espiritual, de ardor, de libertad, fueron el alambique mudo de la esclavitud.

Hicieron falta novecientos años para que Rusia saliese de las salvajes zonas forestales, de las isbas sin chimeneas, humeantes, de las casas hechas de troncos y se dirigiese a las fábricas de los Urales, las minas de carbón del Donets, los palacios de San Petersburgo, el Hermitage, las fragatas y las calderas.

Bajo una mirada superficial, a muchos les daba la impresión de un creciente progreso, de que se estaba produciendo un acercamiento a Occidente.

Pero cuanto más se parecía superficialmente la vida a la vida de Occidente, cuanto más recordaban el fragor de sus fábricas, el ruido de las ruedas de las calesas y de los trenes, el chasquido de las velas de sus barcos, la luz cristalina de las ventanas de sus palacios a la vida occidental, más crecía el abismo misterioso que separaba a la vida rusa de la europea.

Aquel abismo consistía en que el desarrollo de Occidente estaba fecundado por el crecimiento de la libertad, mientras que el desarrollo de Rusia estaba fecundado por el crecimiento de la esclavitud.

La historia de la humanidad es la historia de su libertad. El crecimiento de la potencia del hombre se expresa sobre todo en el crecimiento de la libertad. La libertad no es necesidad convertida en conciencia, como pensaba Engels. La libertad es diametralmente opuesta a la necesidad, la libertad es la necesidad superada. El progreso es, en esencia, progreso de la libertad humana. Ya que la vida misma es libertad, la evolución de la vida es la evolución de la libertad.

El desarrollo ruso ha revelado una extraña naturaleza: se ha confundido con el desarrollo de la falta de libertad. Año tras año, la esclavitud de los campesinos se ha vuelto más dura y cruel, cada vez ha ido menguando más su derecho a la tierra; al mismo tiempo, la ciencia rusa, la técnica y la educación estaban en continuo crecimiento, paralelamente al crecimiento de la esclavitud rusa.

El nacimiento del sistema estatal ruso estuvo marcado por la esclavización definitiva de los campesinos, por la supresión del último día de libertad que le quedaba al campesino: el 26 de noviembre, día de San Jorge.

Cada vez disminuía más el número de hombres «libres», «errantes», cada vez aumentaba más el número de siervos, y Rusia comenzaba a avanzar por el ancho camino de la historia europea. El campesino ligado primero a la tierra, luego resultó ligado al propietario de la tierra, después al funcionario que representaba al Estado y al ejército; y el propietario recibió el derecho a juzgar a sus siervos, y luego el derecho a someterlos a la tortura de Moscú (así la llamaban hace cuatro siglos): a colgarlos con las manos atadas a la espalda y a fustigarles con un látigo. Entretanto crecía la metalurgia rusa, se ensanchaban los depósitos de cereales, el Estado y el ejército se fortalecían, se inflamaba la aurora de la gloria militar rusa, el alfabetismo se extendía.

La potente actividad de Pedro el Grande, fundador del progreso científico e industrial de Rusia, estaba ligada también a un potente progreso de la servidumbre. Pedro el Grande equiparó a los siervos de la gleba que trabajaban la tierra con los siervos domésticos, y redujo a la condición de siervos a los campesinos no censados. Sometió a servidumbre a los ciudadanos libres del norte y a los odnodvortsi[38] en el sur. Bajo el reinado de Pedro, a la servidumbre de los terratenientes, se unió la servidumbre del Estado, que favoreció la educación y el progreso. Pedro creía que aproximaba Rusia a Occidente y, en efecto, así fue, pero el abismo entre la libertad y la no libertad cada vez se hacía más profundo.

Así se llegó al espléndido siglo de Catalina II, el siglo del maravilloso florecimiento del arte y la cultura de Rusia, el siglo en que la esclavitud alcanzó su mayor desarrollo.

Fue así, con una cadena milenaria, como el progreso ruso y la esclavitud rusa estaban ligados el uno al otro. Cada escalada hacia la luz ahondaba aún más el negro foso de la esclavitud.

El siglo XIX ocupa un lugar aparte en la historia de Rusia.

En este siglo vaciló el principio básico de la vida rusa: la relación entre progreso y esclavitud.

Los pensadores revolucionarios rusos no midieron la importancia de la emancipación de los siervos en el siglo XIX. Ese acontecimiento, como se demostró en el siglo siguiente, era más revolucionario que el acontecimiento de la gran Revolución de Octubre. Ese acontecimiento sacudió los fundamentos milenarios de la vida rusa, fundamentos que ni Pedro ni Lenin tocaron: la dependencia del progreso respecto de la esclavitud.

Después de la liberación de los campesinos, los líderes revolucionarios, la intelligentsia, los estudiantes lucharon tempestuosamente, con una fuerza terrible, con abnegación, por aquella dignidad humana desconocida para Rusia, por el progreso sin esclavitud. Esa nueva ley era completamente extraña al pasado ruso, y nadie sabía qué sería de Rusia si renunciaba al vínculo milenario entre progreso y esclavitud.

En febrero de 1917 se abrió ante Rusia el camino de la libertad. Rusia escogió a Lenin.

Fue enorme la fractura que produjo Lenin en la vida rusa: destruyó por completo el sistema de la propiedad de la tierra, eliminó a los industriales y a los comerciantes.

Y sin embargo toda la historia de Rusia obligó a Lenin, por extraño y grotesco que esto pueda parecer, a conservar la maldición de Rusia, el vínculo entre desarrollo y esclavitud.

Los únicos verdaderos revolucionarios son los que atentan contra los fundamentos de la vieja Rusia, contra su alma de esclava.

Y así fue como la obsesión revolucionaria, la fe fanática en la autenticidad del marxismo, la total intolerancia hacia aquéllos que pensasen de forma diferente llevó a Lenin a favorecer el desarrollo de aquella Rusia que él odiaba con todas las fuerzas de su fanático espíritu.

En efecto, es trágico que un hombre que se deleitaba con los libros de Tolstói y la música de Beethoven contribuyera a una nueva esclavización de campesinos y obreros, a transformar a destacados hombres de la cultura, como Alekséi Tolstói, el químico Semiónov y el músico Shostakóvich, en lacayos del Estado.

La disputa iniciada por los partidarios de la libertad rusa llegó a su fin: la esclavitud rusa, una vez más, se reveló invencible.

La victoria de Lenin acabó siendo su derrota.

Pero la tragedia de Lenin no fue sólo una tragedia rusa, fue una tragedia mundial.

¿Había pensado alguna vez Lenin mientras hacía la Revolución que no sólo Rusia no iba a seguir los pasos de la Europa socialista sino que además la esclavitud rusa escondida en ella iba a traspasar las fronteras y a convertirse en la antorcha que iluminara las nuevas vías de la humanidad?

Ahora ya no era Rusia la que se embebía del espíritu libre de Occidente. Era Occidente el que miraba con ojos fascinados el espectáculo del desarrollo ruso avanzando por el penoso sendero de la esclavitud.

El mundo vio la mágica sencillez de aquella vía. El mundo comprendió la fuerza del Estado popular construido sobre la esclavitud.

Parecía que se hubiera cumplido lo que habían predicho los profetas de Rusia ciento cincuenta años antes.

Pero de qué manera tan extraña, espantosa…

La síntesis leninista entre la ausencia de libertad y el socialismo aturdió más al mundo que el descubrimiento de la energía atómica.

Los apóstoles europeos de las revoluciones nacionales vieron la llama que venía del Este. Los italianos, y después los alemanes, empezaron a desarrollar, cada cual a su manera, la idea de un socialismo nacional.

Y la llama se propagó por todos lados: Asia y África se la apropiaron.

Naciones y Estados podían desarrollarse en nombre de la fuerza y contra la libertad.

No era éste alimento para la gente sana; era un narcótico para los desdichados, los enfermos y los débiles, para los atrasados o los vencidos.

La milenaria ley rusa del desarrollo se convirtió, gracias a la voluntad, la pasión y el genio de Lenin, en una ley universal.

Ése fue el destino de la historia.

La intolerancia de Lenin, su perseverancia, su implacabilidad hacia todos aquéllos que pensaban diferente a él, su desprecio por la libertad, el fanatismo de su fe, la crueldad para con sus enemigos, todo aquello que dio la victoria a la causa de Lenin, había nacido y se había forjado en los abismos milenarios de la esclavitud rusa, de la no libertad rusa. Por eso la victoria de Lenin sirvió a la no libertad. Y al lado, al mismo tiempo, incorpóreamente, carente de significado, continuaban viviendo aquellos rasgos de un Lenin amable, modesto, de un intelectual ruso dedicado al trabajo que había seducido a millones de personas.

Y ¿entonces? ¿Se trata de la siempre enigmática alma rusa? No, no hay ningún enigma.

Pero ¿lo hubo alguna vez? ¿Qué clase de enigma puede haber en la esclavitud?

Y además, ¿es ésta una ley de desarrollo exclusivamente rusa? ¿Fue sólo el alma rusa la que estuvo condenada a desarrollarse a la par que la esclavitud y no que la libertad?

No, claro que no.

Esa ley está determinada por los parámetros —hay decenas de ellos, tal vez centenares— de la historia de Rusia.

No se trata del alma. Si los franceses, los alemanes, los italianos o los ingleses hubiesen echado raíces hace miles de años en estos mismos parámetros —en los bosques y en la estepa, en los cenagales y en las llanuras, en el campo de fuerzas entre Europa y Asia, en la trágica inmensidad rusa—, el curso de la historia se habría desarrollado según las mismas leyes. Por otra parte, los rusos no fueron los únicos que conocieron ese camino. No son pocos los pueblos en todos los continentes que han conocido —de cerca y claramente, o de lejos y vagamente— lo amargo de la vida rusa en toda su crudeza.

Ha llegado el momento de que los adivinos que predijeron el futuro de Rusia comprendan que sólo la esclavitud milenaria ha creado la mística del alma rusa.

En la admiración de la ascética pureza bizantina y de la docilidad cristiana del alma rusa vive el reconocimiento involuntario del carácter inquebrantable de la esclavitud rusa. Esa docilidad cristiana, esa ascética pureza bizantina —al igual que la pasión, la intolerancia, la fanática fe de Lenin— tienen un mismo origen: la milenaria ausencia de libertad del pueblo ruso.

Aquí está el trágico error de los profetas rusos. Pero ¿dónde está el alma rusa «universal y panhumanista» sobre la cual Dostoyevski había predicho que «pronunciaría las palabras definitivas de la gran armonía general, de la concordia fraternal definitiva de todos los pueblos según la ley evangélica de Cristo»?

Pero ¿dónde está, Señor, esa alma universal y panhumanista? ¿Acaso pensaban los profetas de Rusia que combinando el rechinamiento de las alambradas de la taiga siberiana y del campo de Auschwitz se cumplirían sus profecías sobre el futuro y el triunfo sagrado del alma rusa?

Lenin es, en muchos aspectos, opuesto a los profetas rusos. Está infinitamente alejado de sus ideas, de la docilidad y la pureza del cristianismo bizantino, de la ley evangélica. Pero al mismo tiempo, por extraño que pueda parecer, está cerca de ellos. Aun recorriendo un camino completamente diferente, el suyo propio, Lenin no trató de proteger a Rusia de los milenarios cenagales insondables de la esclavitud; como ellos, reconoció el carácter inquebrantable de la esclavitud rusa. Como ellos, él nació de nuestra esclavitud.

El alma esclava que se esconde en el alma rusa vive en la fe rusa y en la ausencia de fe rusa, en el dulce humanitarismo, en la temeridad, el vandalismo, la audacia, en la tacañería y la mezquindad, en la paciente capacidad para el trabajo, en la pureza ascética, en el talento para defraudar, en el temible arrojo de los guerreros rusos, en la ausencia de dignidad humana, en la revuelta desesperada de los rebeldes rusos, en el frenesí de los sectarios. Y esta alma esclava se encuentra también en la revolución de Lenin, en la apasionada receptividad de Lenin de las doctrinas revolucionarias de Occidente, en la obsesión, en la violencia de Lenin y en las victorias del Estado leninista.

Dondequiera que exista esclavitud en el mundo, allí nacen almas parecidas.

¿Qué esperanza le queda a Rusia si ni siquiera sus profetas distinguen la libertad de la esclavitud?

¿Qué esperanza le queda si el genio de Rusia ve la belleza dulce y luminosa del alma rusa en su obediente esclavitud?

¿Qué esperanza le queda a Rusia si el más grande de sus reformadores, Lenin, no destruyó sino que reforzó el lazo entre progreso y esclavitud?

¿Cuándo será libre y humana el alma de Rusia? ¿Cuándo llegará ese día?

Tal vez ese momento nunca llegue.