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Q extraño. Pensando en 1937, pensando en las mujeres enviadas a los campos de trabajos forzados a causa de sus maridos, recordando la colectivización total y la hambruna en el campo, pensando en las leyes que castigaban a los obreros con la prisión por un retraso de veinte minutos o a los campesinos con ocho años en un campo penitenciario por haber escondido alguna espiga de trigo, Iván Grigórievich no se acordaba del hombre bigotudo, con botas y guerrera militar.

¡Pensaba en Lenin! Como si su vida no se hubiese interrumpido el 21 de enero de 1924.

Iván Grigórievich anotaba a veces en un cuaderno escolar que había dejado Aliosha sus pensamientos sobre Lenin y Stalin.

Todas las victorias del Partido y del Estado estaban ligadas al nombre de Lenin. Pero también Vladímir Ilich cargaba a sus espaldas con todas las crueldades cometidas en el país.

Su pasión revolucionaria, sus discursos, sus artículos, sus llamadas explicaban todo cuanto había sucedido en el campo en 1937, la nueva clase de funcionarios, la nueva pequeña burguesía, los trabajos forzados de los detenidos.

Poco a poco, con los años, casi inadvertidamente, los rasgos de personalidad de Lenin cambiaron, cambió el aspecto del estudiante Volodia Uliánov, del joven marxista Tulin[34], del deportado en Siberia, del revolucionario emigrado, del periodista, del pensador Vladímir Ilich Lenin; cambió el semblante del hombre que proclamó la era de la revolución socialista mundial, el fundador de la dictadura revolucionaria en Rusia, que liquidó todos los partidos revolucionarios excepto uno —aquél que a él le parecía más revolucionario—, que liquidó la Asamblea constituyente, que representaba a todas las clases y los partidos de la Rusia posrevolucionaria, y que creó los sóviets donde según él sólo debían estar representados los obreros revolucionarios y los campesinos.

Los rasgos de Lenin, familiares por sus retratos, cambiaban; cambiaba la imagen del primer presidente del gobierno soviético, Vladímir Ilich Uliánov, Lenin.

La empresa leninista continuaba, y la imagen del difunto Lenin se enriquecía al mismo tiempo que la obra que había emprendido, con rasgos nuevos.

Era un intelectual, procedía de una familia de la intelligentsia activa. Sus hermanos y hermanas eran intelectuales revolucionarios: Aleksandr, el hermano mayor, miembro del partido Naródnaya Volia, se convirtió en un héroe, en un mártir santo de la Revolución.

Los memorialistas afirman que siendo ya guía de la Revolución, fundador del Partido, jefe del gobierno soviético, continuaba siendo sencillo. No fumaba ni bebía, y nunca en su vida injurió a nadie con palabras indecentes o blasfemias. Su tiempo libre era limpio, tenía placeres de estudiante: la música, el teatro, un libro, un paseo. Su vestimenta era siempre democrática, casi pobre.

¿Cómo era posible que él, que iba al teatro —al gallinero— con la corbata arrugada y una chaqueta vieja, que escuchaba la Appassionata, que leía y releía Guerra y paz, el hijo predilecto de su madre, el Volodia adorado por sus hermanas, se hubiese convertido en el fundador de aquel Estado que había condecorado con la orden suprema —la suya, la orden de Lenin— el pecho de Yagoda, Yezhov, Beria, Merkúlov, Abakúmov? La orden de Lenin fue concedida a Lidia Timashuk el día del aniversario de la muerte de Vladímir Ilich: ¿era una confirmación de que la obra de Lenin se había marchitado o, al contrario, de su triunfo?

Pasaron los años de los planes quinquenales, pasaron décadas; acontecimientos extraordinarios, llenos de incandescente actualidad, se congelaron como bloques atrapados en el cemento del tiempo, se transformaron en la historia del Estado soviético.

No se ven retratos de Lenin.

No los ha habido ni los hay.

Los siglos terminarán, al parecer;

el retrato inacabado.

¿Acaso comprendía el poeta el trágico sentido de lo que había escrito acerca de Lenin? Los rasgos de carácter destacados por los biógrafos y memorialistas, rasgos que parecían esenciales y que encantaron a millones de corazones y de mentes, resultaron casuales para el curso de la historia; la historia del Estado ruso no escogió los rasgos humanos, humanitarios del carácter de Lenin, sino que los arrojó como cachivaches inútiles. La historia del Estado no sabe qué hacer con el Lenin que, con las palmas apoyadas sobre los ojos, escucha la Appassionata, ni con su admiración por Guerra y paz, ni con la democrática modestia de Lenin, ni con su cordialidad y la atención que prestaba a la gente modesta como secretarios y chóferes, ni con sus conversaciones con los hijos de los campesinos, ni con su relación afectuosa con los animales domésticos, ni con su sincero dolor cuando Mártov de amigo pasó a convertirse en enemigo.

En cambio, todo lo que se solía poner entre paréntesis como rasgos de carácter pasajeros, contingentes, originados por las circunstancias particulares de la clandestinidad y del encarnizamiento de la lucha de los primeros años soviéticos, se reveló constante, determinante.

Precisamente ese rasgo del carácter de Lenin no mencionado por los memorialistas fue el que determinó su orden de efectuar un registro en casa de un Plejánov prácticamente agonizante; esos rasgos indican su total intolerancia hacia la democracia política.

Un industrial o un comerciante de origen campesino, aunque viva en un palacete y viaje en su propio yate, conserva siempre los rasgos del carácter campesino: el amor a las sopas de col agria, al kvas[35], al lenguaje popular, certero y rudo. El mariscal con el uniforme bordado de oro conserva el amor al cigarrillo de majorka, áspero y fuerte, liado con sus propias manos, y al humor sencillo de los chistes soldadescos.

Pero ¿acaso esos rasgos de carácter, esos recuerdos tienen alguna influencia en los destinos de las fábricas, en la vida de millones de personas que están ligadas a ellas por trabajo y por destino? ¿Acaso ejercen una influencia significativa en el movimiento de la Bolsa o en el movimiento de tropas?

No es con el amor a las sopas de col ni a los cigarrillos de majorka que se gana capital o que los generales conquistan la gloria.

Una mujer, que plasmó por escrito sus recuerdos de Lenin, describió un paseo dominical que dio con él en Suiza. Jadeando por la escarpada cuesta, llegaron a la cima y se sentaron sobre una piedra. Ella tiene la impresión de que la mirada de Vladímir Ilich se está impregnando de toda la belleza de los Alpes. Aquella mujer joven se imagina con emoción que la poesía llena el alma de Vladímir Ilich cuando éste de repente exclama, con un suspiro:

—Ah, cómo nos perjudican, los mencheviques.

Aquel gracioso episodio revela de alguna manera la naturaleza de Lenin: sobre un plato de la balanza el mundo de Dios, sobre el otro, la causa del Partido.

La Revolución de Octubre seleccionó los rasgos de carácter de Vladímir Ilich que le eran útiles; los otros, los rechazó.

En el curso de la historia del movimiento revolucionario ruso, los rasgos de amor al pueblo —presentes en muchos intelectuales revolucionarios rusos, cuya dulzura y disposición a los sufrimientos podría decirse que no encuentran parangón en los tiempos del primer cristianismo— se mezclaron con otros rasgos diametralmente opuestos, también presentes en muchos revolucionarios reformadores rusos: el desprecio y la inflexibilidad hacia el sufrimiento humano, la admiración por el principio abstracto, la firme voluntad de aniquilar no sólo a los enemigos sino también a los compañeros de causa apenas se desviasen un poco en la interpretación de aquellos principios abstractos. La sectaria dedicación a alcanzar el fin propuesto, la disposición a aplastar la libertad viva, la libertad presente, en nombre de una libertad imaginaria, a destruir los principios morales cotidianos por los del futuro, se manifiestan con claridad en el carácter de Pestel, Bakunin, Nekáyev, en algunos actos y en algunas declaraciones de los miembros de Naródnaya Volia.

No, no sólo el amor, no sólo la compasión encauzó a estos hombres por el camino de la Revolución. Las fuentes, los orígenes de esos caracteres son lejanos; se pierden en las entrañas milenarias de Rusia.

Caracteres parecidos existían ya en siglos precedentes, pero el siglo XX los empujó fuera de las bambalinas al escenario de la vida.

Un carácter así se comporta en medio de la humanidad como el cirujano en las salas de una clínica. El interés que muestra por los enfermos, por sus padres, por las mujeres, las madres, sus bromas y sus discusiones, su lucha a favor de los niños abandonados y su preocupación por los obreros que han alcanzado la edad de jubilación, todo eso no es nada, tonterías, cosas superficiales. Su alma está en el bisturí.

La esencia de estos hombres reside en su fanática fe en la omnipotencia del bisturí. Aquel bisturí es el gran teórico, el líder filosófico del siglo XX.

A lo largo de sus cincuenta y cuatro años de vida, Lenin no sólo escuchó la Appassionata, releyó Guerra y paz, mantuvo conversaciones sinceras con los delegados de los campesinos, se preocupó por saber si su secretario tenía un abrigo para el invierno, admiró la naturaleza rusa. Claro, es natural, al lado de la imagen está también la persona.

Y se pueden imaginar una multitud de rasgos y particularidades de Lenin, que se manifestaban en su vida cotidiana, aquella vida que nadie rehúye, ni los guías del pueblo ni los médicos estomatólogos ni los sastres en un taller de confección para señoras.

Aquellos rasgos se manifiestan en momentos diferentes del día y la noche: cuando por la mañana el hombre se lava la cara, cuando come la kasha[36], cuando mira por la ventana a una mujer bonita cuya falda ha sido levantada por el viento, cuando se monda los dientes con una cerilla, cuando está celoso de su mujer o despierta los celos de ella, cuando en la sauna se examina las piernas desnudas y se rasca las axilas, cuando lee fragmentos de periódico en el baño tratando de juntar los trozos rotos, cuando emite un sonido inconveniente y, para enmascararlo, tose o canturrea.

Ese tipo de cosas, que se encuentran en todas las vidas, las grandes y las pequeñas, también existían en la vida de Lenin.

Tal vez la barriga de Lenin obedeciera al hecho de que se atiborraba de macarrones con mantequilla, que prefería a las verduras.

Tal vez, a escondidas de todos, discutía con su mujer, Nadiezhda Konstantínovna, porque no se lavaba los pies ni se cepillaba los dientes, porque tampoco quería cambiarse la camisa con el cuello sucio.

Pero al penetrar más allá de las fortificaciones, que sólo dejan ver una imagen aparentemente humana pero sumamente convencional e idealizada del jefe, es posible, avanzando a saltos y arrastrándose por el suelo, llegar a la esencia auténtica y despojada de adornos de Lenin, la que ninguno de sus biógrafos ha mencionado nunca.

Pero ¿qué aportaría el conocimiento de los rasgos auténticos, secretos —que la historia ha ignorado— de la conducta de Lenin en el cuarto de baño, el dormitorio, el comedor? ¿Acaso nos ayudaría a comprender en profundidad al líder de la nueva Rusia, al fundador de un nuevo orden mundial? ¿Nos permitiría establecer un nexo verdadero entre el carácter de Lenin y el carácter del Estado que fundó? Para hacer eso, habría que suponer que los rasgos distintivos del Lenin líder político son iguales a las cualidades del Lenin de la vida cotidiana. Pero una suposición semejante sería del todo arbitraria y no es posible hacerla. En efecto, ese tipo de nexo tiene un sentido tanto positivo como negativo.

Digamos entonces que en sus relaciones personales, cuando se quedaba a pasar la noche en casa de un amigo o daba paseos con ellos, cuando prestaba ayuda a sus camaradas, Lenin se mostraba siempre delicado, dulce, amable. Pero al mismo tiempo se distinguía por la falta de piedad, la dureza y la brutalidad para con sus adversarios políticos. Nunca admitía que éstos pudiesen tener razón, ni siquiera parcialmente, o que él se había equivocado.

«Vendido», «lacayo», «rastrero», «mercenario», «agente», «Judas», «comprado por treinta denarios»: con estas palabras Lenin definía a menudo a sus oponentes.

En una discusión Lenin no se esforzaba en convencer a su adversario. Nunca se dirigía a él, sino a los testigos de la discusión. Su objetivo era mofarse y comprometer a su oponente. Los testigos podían ser unos pocos íntimos, miles de delegados en un congreso o bien la masa de millones de lectores de un periódico.

En la discusión Lenin no buscaba la verdad, buscaba la victoria. Tenía que ganar a toda costa y, para conseguirlo, muchos medios eran buenos: la zancadilla inesperada, la bofetada simbólica, atizar un mamporro en la cabeza.

Es evidente que los rasgos cotidianos, habituales y familiares de Lenin no tenían ninguna relación con los rasgos del líder del nuevo orden mundial.

Luego, cuando la discusión pasaba de las páginas de las revistas y los periódicos a la calle, a los campos de centeno y a los campos de batalla, también ahí los métodos más crueles demostraban ser buenos.

La intolerancia de Lenin, su perseverancia inquebrantable para alcanzar el objetivo, el desprecio a la libertad, la crueldad hacia los que pensaban diferente a él y la capacidad para borrar de la faz de la Tierra, sin que le temblara el pulso, no sólo las fortalezas sino también las administraciones rurales, de distrito, de provincias que se permitían cuestionar la justicia de sus tesis: todas esas características no se manifestaron en Lenin después de Octubre. Existían ya en Volodia Uliánov. Tenían raíces profundas.

Todas sus capacidades, su voluntad, su pasión estaban subordinadas a un único objetivo: hacerse con el poder.

Para ello lo sacrificó todo; para alcanzar el poder inmoló, mató lo más sagrado que Rusia poseía: la libertad. Pero ¿qué experiencia podía tener la libertad, una criatura de sólo ocho meses, nacida en un país de esclavitud milenaria?

Las cualidades del intelectual, que parecían ser el contenido verdadero del alma y el carácter de Lenin, asumieron una forma exterior, insignificante, mientras se revelaba su auténtico carácter: una voluntad férrea, inflexible, frenética.

¿Qué condujo a Lenin por el camino de la Revolución? ¿El amor a la humanidad? ¿El deseo de acabar con los desastres de los campesinos, la miseria y la ausencia de derechos de los obreros? ¿La confianza en la verdad del marxismo, en la justicia de su Partido?

Para él la Revolución rusa no significaba la libertad de Rusia. Pero ese poder que aspiraba alcanzar con tanto ardor no lo quería para su uso personal.

Aquí también aparece una de las particularidades de Lenin: la complejidad de un personaje derivada de la propia sencillez.

Para ambicionar el poder con tanta fuerza hay que tener una ambición política enorme, una inmensa avidez de poder. Son atributos rudos, primitivos. Sin embargo, ese político ambicioso, capaz de todo con tal de satisfacer su sed de poder, era un hombre extraordinariamente modesto y no buscó conquistar el poder para sí mismo. Ahí termina la simplicidad y comienza la complejidad.

Si imaginamos al hombre Lenin idéntico al Lenin político, se dibuja un carácter primitivo y grosero: prepotente, autoritario, despiadado, frenéticamente ambicioso, dogmático y pendenciero.

Si trasladáramos esos rasgos a su vida cotidiana, a sus relaciones con la mujer, la madre, los hijos, el amigo y el vecino de piso, sería terrible.

Pero las cosas eran completamente diferentes. El hombre en la arena pública era el opuesto del hombre en la vida privada. Con sus virtudes y sus defectos, con sus defectos y sus virtudes. Y el resultado es una imagen completamente diferente, compleja, a veces trágica.

Una ambición política desenfrenada combinada con una vieja chaqueta, un vaso de té claro, una buhardilla estudiantil.

La capacidad para pisotear en el fango al adversario sin vacilar, para ensordecer a un oponente en la discusión iba ligada de manera incomprensible a una sonrisa amable, a una delicadeza tímida.

La despiadada crueldad, el desprecio a lo más sagrado de la Revolución rusa: la libertad, y allí al lado, en el pecho del mismo hombre, el puro entusiasmo juvenil hacia una música hermosa, un buen libro.

Lenin… una imagen divinizada. Otro Lenin: el bonachón monolítico creado por sus enemigos y en el que aparecen unidos y fundidos los rasgos atroces del líder del nuevo orden mundial con los rasgos de un individuo burdo y primitivo en su vida privada. Ésos eran los únicos rasgos que sus enemigos vieron en él. Y por último, aquel Lenin que a mí me parece el más cercano a la realidad, un Lenin que no es fácil comprender.