PASARON los años; la niebla y el polvo que impedían ver lo que había pasado se disiparon. Lo que parecía caos, locura, autodestrucción, confluencia de absurdas casualidades, aquello que con su misteriosa y trágica insensatez hacía enloquecer a la gente, comenzó a perfilarse poco a poco con los trazos precisos, claros y distintos de una nueva vida, de una nueva actividad.
El destino de la generación de la Revolución comenzó a revelarse de un modo nuevo, lógico y no místico. Sólo ahora Iván Grigórievich comenzaba a abarcar con la mente el nuevo destino del país, un destino nacido sobre los huesos de la generación perdida.
Aquella generación bolchevique se había formado en los días de la Revolución, en los tiempos de la hegemonía de las ideas de la Comuna mundial, en la época del trabajo voluntario y entusiasta de los famosos sábados comunistas. Había aceptado la herencia de la guerra mundial y la guerra civil: la ruina, el hambre, el tifus, la anarquía, el bandolerismo. Por boca de Lenin había declarado que había un Partido capaz de conducir a Rusia por una nueva vía. Había aceptado, sin vacilar, la herencia de siglos de gobierno despótico en Rusia bajo el cual habían nacido y desaparecido decenas de generaciones sin conocer más que un único derecho: la servidumbre.
La generación bolchevique de los tiempos de la guerra civil había participado bajo el liderazgo de Lenin en la disolución de la Asamblea constituyente y en la supresión de los partidos revolucionarios democráticos que habían luchado contra el absolutismo ruso.
La generación bolchevique de la guerra civil no creía en el valor de la libertad del individuo, en la libertad de palabra, en la libertad de prensa en el contexto de la Rusia burguesa.
Como Lenin, consideraba estúpidas e insignificantes las libertades con las que soñaban muchos obreros revolucionarios y la intelligentsia.
El joven Estado destruyó los partidos democráticos, limpiando el camino para la construcción soviética. A finales de los años veinte, aquellos partidos habían sido liquidados por completo. La gente que había estado en la cárcel bajo el reinado del zar volvió a la cárcel o fue enviada a los campos de trabajo forzado.
En 1930 se levantó el hacha de la colectivización general.
Pero el hacha se levantaría de nuevo poco tiempo después. Aquella vez el golpe recayó sobre la generación de la guerra civil. Una pequeña parte de aquella generación se salvó, pero su alma, su fe en una Comuna mundial y su romántica fuerza revolucionaria se habían ido con los que fueron aniquilados en 1937. Los que quedaron continuaron viviendo y trabajando y se adaptaron a una época nueva, a los hombres nuevos.
Los hombres nuevos no creían en la Revolución, no eran hijos de la Revolución sino del Estado creado por ella.
El nuevo Estado no necesitaba santos apóstoles, constructores frenéticos, obsesos, discípulos rebosantes de fe. Ni siquiera de esclavos tenía necesidad el nuevo Estado: sólo necesitaba funcionarios, empleados. La preocupación del Estado consistía en que sus empleados se revelaban a veces como gente demasiado mediocre, y tramposa, por añadidura.
El terror y la dictadura devoraron a aquéllos que habían puesto los cimientos. Y el Estado, que parecía ser un medio, resultó ser un fin.
Los hombres que crearon aquel Estado pensaron que éste sería el medio para realizar sus ideales. Pero fueron sus sueños y sus ideales los que sirvieron de medio para el Estado grande y terrible. El Estado se transformó de servidor del pueblo en autócrata sombrío. No era el pueblo el que necesitaba el terror en 1919, no era el pueblo el que había abolido la libertad de prensa y de palabra, no era el pueblo el que necesitaba la muerte de millones de campesinos, de esos campesinos que constituían la mayor parte del pueblo, no era el pueblo el que había llenado las cárceles y los campos en 1937, no era el pueblo el que necesitaba el exterminio por deportación a la taiga de los tártaros de Crimea, los calmucos, los bálcaros, los búlgaros y los griegos rusificados, los chechenos y los alemanes del Volga, no fue el pueblo el que abolió la libertad de sembrar, el derecho a la huelga de los trabajadores, no fue el pueblo el que gravó con impuestos monstruosos el precio de coste de las mercancías.
El Estado se convirtió en el amo. El elemento nacional pasó de la forma a la sustancia y acabó siendo esencial, mientras se relegaba el elemento socialista a un segundo plano: a la fraseología, a la cáscara, a la forma externa.
La ley sagrada de la vida se formuló con una evidencia trágica: la libertad del hombre está por encima de todo; no hay en el mundo objetivo por el cual se pueda sacrificar la libertad del hombre.