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LIOVA[33] Mekler, Lev Naúmovich… En libertad llevaba zapatos del número cuarenta y cinco y un traje moscovita de la talla cincuenta y ocho, y ahora le habían detenido por el artículo 58: traición a la patria, terrorismo, sabotaje y otras naderías.

No lo habían fusilado, probablemente porque había sido uno de los primeros en ser arrestado, cuando aún no había tanta libertad en la aplicación de las penas de muerte.

Entornando sus ojos miopes de mirada distraída, tropezando, había recorrido todos los círculos del infierno de las prisiones y todos los campos, y no había muerto porque el fuego de la fe, que desde la adolescencia ardía en sus entrañas, lo había protegido de los cuarenta grados bajo cero, del intenso frío nocturno y del viento despiadado, de la distrofia y del escorbuto; no había muerto cuando la barcaza atestada de presos se hundió en el Yeniséi; no murió de disentería.

Los presos comunes no le habían apuñalado; no le habían torturado en la celda de castigo, el delegado operativo no lo había golpeado hasta la muerte durante el interrogatorio. No lo habían fusilado durante las grandes purgas, cuando fusilaban a uno de cada diez hombres.

¿De dónde le venía a él —hijo de un melancólico y astuto tendero de la localidad de Fástov, alumno de una escuela de comercio, lector de la «Biblioteca dorada» y de Louis Boussenard—, de dónde le venía a él aquella potente llama de fanatismo? Ni él ni su padre habían albergado odio hacia el capitalismo en las minerías o en los humeantes y polvorientos talleres de las fábricas.

¿Quién le había dado un alma de luchador? ¿El ejemplo de Zheliábov y Kaliáyev, la sabiduría del Manifiesto comunista, los sufrimientos de los pobres que vivían junto a él?

¿O tal vez aquel fuego interior, aquellos carbones ardientes se ocultaban en el abismo milenario de la herencia, dispuestos a inflamarse en la lucha contra los soldados del César de Roma, contra las hogueras de la Inquisición española, contra el hambriento frenesí del estudio de la Tora, en los grupos de autodefensa local contra los pogromos?

¿Quizá la secular cadena de humillaciones, la nostalgia del cautiverio de Babilonia, las humillaciones del gueto y las miserias de las zonas de residencia obligatoria para los judíos habían originado y forjado aquella sed insaciable de justicia que encandecía el alma de bolchevique de Lev Mekler?

Su incapacidad de adaptarse a la vida de este mundo suscitaba ironía y admiración. Algunos consideraban un santo a aquel jefe komsomol que llevaba las sandalias agujereadas, una camisa de percal con el cuello abierto, una cazadora de cuero rota y que, en lugar de gorro, se cubría la cabeza con una budiónovka con una estrella roja descolorida, pálida, como desangrada. Y aquel hombre harapiento, mal afeitado, sin otra cosa que ponerse en invierno que un impermeable desprovisto de botones, y que era el responsable de justicia en Ucrania, se bajaba del automóvil para ir a su despacho en el Comisariado del pueblo.

Daba la impresión de estar desarmado ante la vida, de no ser de este mundo, pero la gente se acordaba de cómo lo habían escuchado en religioso silencio durante los tempestuosos mítines en el frente, cómo lo habían seguido bajo el fuego de las ametralladoras de Wrangel.

Era un predicador, un apóstol y un combatiente de la Revolución socialista mundial. Por amor a la Revolución estaba dispuesto, sin dudarlo, a sacrificar la vida, el amor de una mujer, a toda su familia. Sólo había una cosa que no podía sacrificar: la felicidad. Porque sacrificando por la Revolución todo aquello que el hombre aprecia en la Tierra, marchando directo a la hoguera por ella, él habría sido feliz.

El futuro reino mundial le parecía infinitamente bello, y por eso Mekler estaba dispuesto a utilizar la más despiadada violencia.

Era bueno por naturaleza, nunca habría aplastado con la palma de la mano a un mosquito que le chupara la sangre, sino que lo habría apartado con un delicado golpecito de la mano. Si sorprendía a una chinche en la escena del delito, la envolvía con un trozo de papel y la sacaba fuera, a la calle.

Su dedicación al bien y a la Revolución estuvo marcada por la sangre, la ausencia de piedad hacia el sufrimiento.

Coherente con los principios revolucionarios, había enviado a la cárcel a su propio padre, había testificado contra él en el tribunal de la Cheká regional. Cruel y sombrío, le había dado la espalda a su hermana cuando fue a suplicarle que intercediera por su marido, acusado de saboteador.

Dulce como era, se había mostrado despiadado con aquéllos que tenían ideas y opiniones diferentes. La Revolución le parecía un ser indefenso, infantilmente confiado, rodeado de traiciones, de la crueldad de los malhechores, del lodo de los corruptores.

Y él era despiadado con los enemigos de la Revolución.

En su conciencia revolucionaria sólo había una mancha: a escondidas del Partido había ayudado a su anciana madre, la viuda de un hombre fusilado por los órganos represivos, y cuando murió dio dinero para su funeral religioso: aquélla había sido su última y lamentable voluntad.

Su vocabulario, su manera de pensar, sus actos tenían una única fuente: los libros escritos en nombre de la Revolución, del derecho revolucionario, la moral revolucionaria, la poesía de la Revolución y su estrategia, la marcha de sus soldados, sus visiones de futuro, sus cantos.

Con los ojos de la Revolución miraba el cielo estrellado y el follaje primaveral de los abedules; de su dulcísima copa encantada había bebido la pócima del primer amor; a través de su sabiduría conoció la lucha de los patricios y de los esclavos, los señores feudales y los siervos, las luchas de clase entre industriales y proletarios. Ella era su madre, su tierna amante, su sol, su destino.

Y mira por dónde la Revolución le había metido en una celda de la prisión interna, le había roto ocho dientes; pisoteándolo con sus botas de oficial, insultándole, cubriéndole de injurias, había pretendido que él, su hijo, el apóstol predilecto, confesase haberla envenenado secretamente, se reconociera su enemigo mortal.

No renegó de ella, naturalmente; su fe no vaciló ni siquiera un instante en aquellos interrogatorios que se prolongaban durante cientos de horas; no vaciló cuando, tumbado en el suelo, vio la punta de una bota bien limpia y brillante al lado de su boca ensangrentada.

Ruda, torpe, cruel fue la Revolución en esos interrogatorios y aquellas torturas de días y días, cuando la fidelidad y la sumisión dócil del bolchevique Lev Mekler suscitaban en ella una rabia frenética.

De la misma manera monta en cólera el amo que quiere alejar a su viejo perro bastardo, que se obstina en seguirlo. Primero aprieta el paso, luego le grita, pisotea contra el suelo, después levanta el brazo amenazadoramente, le tira piedras. El perro se aleja corriendo, luego se para, pero cuando el dueño, después de haber dado un centenar de pasos, se vuelve a mirarlo, ve al perro cojeando y renqueante apresurándose detrás de él, con invariable persistencia.

Y lo que para el dueño resulta más repugnante y odioso es su mirada perruna: dulce, triste, amorosa, fanáticamente devota.

Aquel amor desata la ira del amo, y el perro se da cuenta de ello sin lograr comprender por qué. No puede entender que, cometiendo aquella inconcebible injusticia, el amo quiera tranquilizar un poco la propia conciencia. La dulzura, la fidelidad del perro le han ofuscado la razón hasta el punto de que lo odia más de lo que nunca ha odiado a los lobos, los lobos de los que el mismo perro ha defendido el hogar de su juventud. Con brutalidad quiere sofocar el amor del perro.

El perro le sigue, confuso por la súbita e inexplicable crueldad del amo. ¿Por qué? ¿Por qué?

No puede comprender que en aquel repentino odio hacia él no hay nada absurdo: todo es real y racional.

Aquel odio es normal, comprensible, de una lógica matemática. Pero al perro le parece que todo aquello no es más que una alucinación, una absurdidad disparatada, incluso está inquieto por su amo, le gustaría salvarlo de su ofuscamiento no por sí mismo sino por él. No puede abandonarlo, lo ama.

Pero ahora el amo ha comprendido que el perro no lo dejará, que sólo le queda una cosa por hacer: estrangularlo, pegarle un tiro.

Y para que la ejecución de aquel perro que lo venera y le implora no le pese en la conciencia, no provoque la reprobación de los vecinos, el amo decide transformarlo, mediante un hábil artificio, en su enemigo: antes de morirse el perro tendrá que confesar que quería morder a su amo.

Matar a un enemigo es más fácil que matar a un amigo.

Después de todo, en la que fue su primera casa —que había construido sobre lúgubres y deshabitadas ruinas—, en la casa de su juventud, en la casa de sus oraciones puras, el perro había sido su amigo, su guardián, su compañero inseparable.

Que reconozca entonces ahora, el perro, que se había conchabado con los lobos.

Y en sus últimos estertores de agonía, estrangulado con una cuerda, el perro mira al amo con dulzura y amor, con aquella fe que condujo a la muerte a los primeros mártires cristianos.

Pero el perro no había comprendido algo sencillo: que el amo había abandonado su casa de entusiasmo juvenil y de oración para trasladarse a una casa de granito y cristal donde aquel perro de corral se había convertido en una carga absurda para él, y no sólo en una carga sino también en un peligro. Y lo mató.