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IVÁN Grigórievich pensaba a menudo en los meses pasados en la prisión interna, y luego en Butirki.

Había estado tres veces encarcelado en Butirki, pero se acordaba especialmente del verano de 1937, cuando se encontraba como envuelto en una niebla, en un estado de semiinconsciencia; sólo ahora, diecisiete años después, aquella niebla se había disipado y comenzaba a distinguir lo que había sucedido.

En 1937, las celdas estaban hacinadas de gente: allí donde tenía que haber decenas de reclusos había cientos. En medio del bochorno de julio y agosto, los hombres, empapados de sudor, yacían atontados sobre los catres, estrechamente apretados los unos contra los otros; de noche sólo era posible darse la vuelta si el responsable de la celda, antiguo comandante de una división de caballería, les daba la orden para hacerlo todos al unísono. Para llegar hasta el barril-urinario había que pasar por encima de los cuerpos; al lado del barril dormían los novatos en el suelo; «paracaidistas[29]» los llamaban. En aquel calor sofocante, monstruoso, en aquella estrechez, el sueño era como un desmayo, un desvanecimiento, el delirio que acompaña al tifus.

Parecía que los muros de la prisión se estremecieran como las paredes de una caldera henchida por una enorme presión interna. La vida en Butirki hervía toda la noche. En el patio retumbaban los automóviles haciendo entrega de su carga de prisioneros que, pálidos como la muerte, recorrían con la mirada el gran reino de la prisión; rugían los enormes cuervos negros que partían para trasladar a los procesados de la prisión hacia los interrogatorios de la Lubianka, o bien a la prisión de tránsito de Krásnaya Presnia, a las torturas de la cárcel de Lefórtovo, al embarco en los convoyes para Siberia. A estos últimos los guardias de escolta les gritaban: «¡Recojan sus cosas!», y sus compañeros les daban el último adiós. En los pasillos inundados de una intensa luz eléctrica se oía el chancleteo de los pies de los arrestados, el tintineo de las armas de los escoltas; en las paredes había unos nichos que llamaban «cajas» donde a veces metían a toda prisa a un prisionero para que esperara allí, en la oscuridad, mientras pasaba otro prisionero escoltado por un guardia.

Las ventanas de la celda estaban tapiadas con unos tableros gruesos de madera, y la luz externa penetraba a través de una rendija estrecha; el paso de las horas no lo determinaban ni el sol ni las estrellas, sino el reglamento interno de la prisión. La luz eléctrica estaba encendida noche y día, un resplandor despiadado, y daba la impresión de que aquel bochorno, aquel calor sofocante emanaba de la incandescencia blanca de las bombillas. Noche y día zumbaba el ventilador pero el aire tórrido de julio que parecía levantarse del asfalto no proporcionaba alivio a los hombres. Por la noche, era como si el aire rellenara los pulmones y el cráneo con fieltro ardiente.

Al despuntar el alba los prisioneros interrogados durante la noche volvían a las celdas, caían exhaustos sobre las literas. Algunos sollozaban, gemían; otros permanecían sentados, inmóviles, mirando fijamente enfrente con los ojos desencajados; otros aún se frotaban las piernas hinchadas y contaban febrilmente lo que había pasado. Había quienes tenían que ser arrastrados a peso por los guardias de escolta. A otros, que habían sido interrogados sin interrupción durante varios días, los llevaban en camilla a la enfermería de la cárcel. En el despacho del juez instructor la idea de la celda asfixiante y hedionda parecía una delicia, las queridas caras extenuadas de los compañeros de litera se recordaban con nostalgia.

Todas aquellas decenas, miles, decenas de miles de personas —secretarios de comités de distrito, de comités regionales, comisarios militares, jefes de secciones políticas, directores de fábricas y de sovjoses[*], comandantes de regimiento, de divisiones, de ejército, capitanes de barcos, agrónomos, escritores, zootécnicos, funcionarios de comercio exterior, ingenieros, embajadores, guerrilleros rojos, fiscales, presidentes de comités de fábrica, profesores universitarios— expresaban toda la diversidad de las capas de la vida que la Revolución había levantado. Junto a los rusos había bielorrusos, ucranianos, judíos de Lituania y Ucrania, armenios, georgianos, flemáticos letones, polacos, habitantes de las repúblicas de Asia central. Habían participado en la Revolución y en la guerra civil, todos ellos: soldados, obreros, campesinos, estudiantes universitarios y alumnos de liceo que habían dejado los estudios, artesanos que habían abandonado sus oficios. Gente que había derrotado a los ejércitos de Kornílov, Kaledin, Kolchak, Denikin, Yudénich y Wrangel, que como inmensos torrentes habían brotado de la periferia hacia las profundidades del devastado desierto ruso. La Revolución había suprimido el númerus clausus, el censo de propiedad y los privilegios nobiliarios, las zonas de residencia obligatoria y centenares de miles de personas —campesinos, obreros, artesanos, estudiantes, jóvenes de los pueblos de Vólogda y de los asentamientos judíos— encabezaron los comités revolucionarios, las comisiones extraordinarias de provincias y distritos, los comités de distrito del Partido, los consejos de economía nacional, los servicios de combustibles, los comités de avituallamiento, las secciones de instrucción política, los Kombedi[30]. Había comenzado entonces la construcción de un nuevo Estado sin precedentes en el mundo. Sacrificios, crueldad, privaciones: nada de eso importaba, porque todo se hacía en nombre de Rusia y de la humanidad trabajadora, en nombre de la felicidad del mundo obrero.

Llegaron los años treinta, y los jóvenes que habían combatido en la guerra civil eran ahora hombres cuarentones con el cabello plateado. Para ellos, el tiempo de la Revolución, de los Kombedi, del primer y segundo congresos del Komintern eran su juventud, la época romántica y feliz de sus vidas. Estaban sentados en sus despachos provistos de teléfonos y secretarias, habían sustituido las guerreras por las americanas y las corbatas, viajaban en automóvil, habían aprendido a apreciar el buen vino, los balnearios de Kislovodsk, los médicos de renombre y, sin embargo, los tiempos de la budiónovka[31], las cazadoras de cuero, las sopas de mijo, las botas gastadas, las ideas planetarias y de la Comuna mundial continuaban siendo la gran época de su vida. No era para tener dachas y automóviles que construían un nuevo Estado. Lo hacían por amor a la Revolución. Y era en nombre de la Revolución y de una nueva Rusia sin propietarios de tierras ni capitalistas que habían inmolado a las víctimas, que se habían cometido actos de violencia y crueldad.

La generación de soviéticos desaparecidos entre 1936 y 1939 no era, por supuesto, monolítica.

Los primeros en caer fueron los fanáticos, los destructores del viejo mundo. Su entusiasmo, su fanatismo, su entrega a la Revolución estaban inspirados por el odio a sus enemigos.

Odiaban a la burguesía, a la nobleza, a los pequeñoburgueses, a los traidores de la clase obrera —mencheviques y socialistas-revolucionarios—, a los campesinos desahogados, a los oportunistas, a los especialistas militares, al preciado arte burgués, a los profesores universitarios vendidos a la burguesía, a los petimetres con corbatas que trabajaban para una clientela privada, a las mujeres que se empolvaban la nariz y se pavoneaban con sus medias de seda, a los estudiantes que forraban con seda blanca sus uniformes[32], a los popes, a los rabinos, a los ingenieros, a los que llevaban gorras de visera con escarapelas, a los poetas como Fet que escribían versitos depravados sobre la belleza de la naturaleza, odiaban a Kautsky, a McDonald, no habían leído a Bernstein pero lo encontraban espantoso, si bien su destino hacía eco a sus palabras: «El objetivo no es nada, el movimiento lo es todo».

Habían destruido el viejo mundo y aspiraban a uno nuevo que aún no habían construido. Los corazones de esos hombres, que habían inundado la tierra de tanta sangre, que habían odiado con tanto ardor, estaban infantilmente privados de rencor: corazones de fanáticos, tal vez de dementes. Odiaban por amor.

Habían sido la dinamita con la que el Partido había hecho volar la vieja Rusia, para limpiar el terreno donde pondrían los cimientos de la nueva construcción: el grandioso Estado de granito.

Y junto con los dinamiteros habían llegado los primeros constructores. Todos sus esfuerzos se dirigieron a organizar el aparato del Partido y del Estado, a crear fábricas y nuevas plantas, a trazar carreteras y vías férreas, a excavar canales, a mecanizar la agricultura.

Fueron los primeros «comerciantes rojos», los pioneros del algodón, de los aviones, de las fundiciones soviéticas. Sin conocer el día ni la noche, en el frío siberiano o el calor tórrido de Karakum, ponían cimientos y levantaban los muros de los rascacielos. Gvajaria, Frankfurt, Zaveniaguin, Guguel… Se cuentan con los dedos de la mano aquéllos que murieron de muerte natural.

A su lado trabajaban los líderes del Partido, los fundadores y los dirigentes de las repúblicas nacionales soviéticas, de los territorios y de las regiones: Póstishev, Kírov, Vareikis, Betal Kalmikov, Faisullá Jodzháyev, Mendel Jatayévich, Eihe…

Ni uno de ellos murió de muerte natural.

Eran hombres brillantes: oradores, bibliófilos, entendidos de filosofía, amantes de la poesía, gente a la que le gustaba ir de caza, beber.

Sus teléfonos sonaban las veinticuatro horas del día y sus secretarios trabajaban en tres turnos pero, a diferencia de los fanáticos y los soñadores, ellos sabían descansar: apreciaban las dachas amplias y luminosas, la caza de jabalíes y cabras monteses, las alegres comidas dominicales que duraban horas, el coñac armenio y los vinos georgianos. En invierno ya no llevaban cazadoras de piel rotas y la tela de sus chaquetas de corte militar, a lo Stalin, era más cara que el paño inglés.

Todos destacaban por su energía, voluntad y completa inhumanidad. Todos ellos, apasionados de la naturaleza, amantes de la poesía y de la música, juerguistas, eran inhumanos.

Para ellos estaba claro que un nuevo mundo se construía para el pueblo. No les preocupaba que los principales obstáculos que se oponían a la construcción de aquel mundo nuevo se encontraran en el mismo pueblo, en los obreros, en los campesinos, en los intelectuales.

A veces daba la impresión de que la poderosa energía, la implacable voluntad y la crueldad sin límites de aquellos cabecillas del nuevo mundo tenían como único objetivo obligar a los hombres a trabajar al límite de sus fuerzas, sin respetar horarios ni días de descanso, a vivir medio muertos de hambre, dormir en barracones, cobrar un salario miserable por el cual debían pagar impuestos indirectos, tasas, contribuciones, préstamos, imposiciones nunca antes vistos en la historia.

Y el hombre construía cosas que no eran necesarias para el hombre: el canal entre el mar Báltico y el Blanco, las minas del Ártico, las vías férreas tendidas más allá del círculo polar, las industrias ultrapesadas y las centrales eléctricas superpotentes que se escondían en la taiga desierta. A menudo daba la impresión de que aquellas fábricas, aquellos mares y canales en el desierto no sólo eran inútiles para los hombres sino también para el Estado, y que aquellas construcciones imponentes sólo sirvieran para encadenar, con un trabajo pesado, a masas de millones de hombres.

Marx, el más grande marxista Lenin y el gran continuador de su obra, Stalin, establecieron como primera verdad de la doctrina revolucionaria la primacía de la economía sobre la política.

Y ninguno de los constructores del nuevo mundo se había detenido a pensar que construyendo aquellas enormes y pesadas fábricas, inútiles para los hombres y a menudo también para el Estado, refutaban la tesis de Marx.

Sin embargo, en la base del Estado creado por Lenin y construido por Stalin estaba la política y no la economía.

Era la política la que había determinado el contenido de los planes quinquenales de Stalin, el plan de los grandes trabajos. Era la política la que triunfaba indiscutiblemente sobre la economía en todas las acciones de Stalin, en su Consejo de comisarios del pueblo, en su Gosplán, en su Comité de abastecimiento, en sus Comisariados del pueblo para la industria pesada, la agricultura, el comercio.

Los constructores no creían, como habían hecho en tiempos de la guerra civil, que la revolución mundial, la Comuna universal, se realizarían. Pero creían que en el socialismo en un solo país, la joven y nueva Rusia, estaba el alba del día socialista universal.

Pero llegó 1937, y las cárceles se llenaron de centenares de miles de hombres que pertenecían a las generaciones de la Revolución y de la guerra civil. Eran ellos los que habían defendido el Estado soviético, del cual eran padres e hijos al mismo tiempo. Pero las cárceles que habían construido para los enemigos de la nueva Rusia se abrieron ante ellos, la amenazante potencia del régimen que habían creado se abatió sobre ellos, la fuerza punitiva de la dictadura, la espada de la Revolución que ellos habían forjado, cayó sobre sus cabezas. A muchos de ellos les pareció que había llegado el tiempo del caos, de la locura.

¿Por qué los obligaron a reconocer crímenes que no habían cometido, los declararon enemigos del pueblo, los aislaron de la vida que ellos mismos habían construido y defendido en más de una batalla?

Les parecía una locura que los igualaran a aquéllos a los que habían odiado y despreciado, a aquéllos a quienes habían aniquilado con feroz fanatismo, como perros rabiosos.

Habían ido a parar a las celdas de las cárceles y los barracones de los campos, junto a los mencheviques, los industriales y los propietarios de tierras de otro tiempo.

Hubo algunos que pensaron que se había producido un golpe de Estado, que sus enemigos habían tomado el poder y que, sirviéndose del lenguaje y de los conceptos soviéticos, ajustaban las cuentas con aquéllos que habían concebido y construido el Estado soviético.

A veces ocurría que en las literas de la prisión dormían, uno al lado del otro, el secretario del Comité de distrito, desenmascarado como enemigo del pueblo, y el nuevo secretario del Comité de distrito que lo había desenmascarado, revelándose él mismo poco tiempo después como un enemigo del pueblo y, al cabo de un mes, se reunía con ellos en la misma celda el tercer secretario del Comité de distrito, aquél que había desenmascarado al segundo, ahora desenmascarado él mismo como enemigo del pueblo.

Todo se mezclaba: el estruendo y el rechinar de las ruedas de los convoyes que se dirigían al norte, el ladrido de los perros policiales, el crujido de las botas y los zapatos de mujer sobre la nieve helada de la taiga, el chirrido de las palas sobre la tierra congelada cuando se excavaban las fosas para dar sepultura a los muertos por escorbuto, por infarto, por congelación; los discursos de arrepentimiento de aquéllos que, en las reuniones del Partido, pedían indulgencia y con los labios blancos, de muerto, repetían ante el juez instructor: «Reconozco que, convertido en agente a sueldo de los servicios de inteligencia extranjeros y movido por un odio feroz hacia todo lo soviético, me disponía a cometer actos terroristas contra los hombres de Estado soviéticos, que hacía espionaje a favor de…»; el estallido ininterrumpido de disparos de fusil y de pistola amortiguado por la piedra de Butirki y Lefórtovo: nueve gramos de plomo en el pecho o en la nuca de miles y decenas de miles de inocentes acusados de espionaje y actos terroristas particularmente perversos.

Los constructores del nuevo mundo todavía en libertad conjeturaban: «¿Vendrán a por mí? ¿No vendrán?». Todos esperaban el timbrazo nocturno, el ruido sordo de los neumáticos bruscamente frenados delante del portal de casa.

En el caos, en la absurdidad, en la locura de las falsas acusaciones desapareció la generación de la guerra civil; habían llegado nuevos tiempos, los hombres nuevos se habían abierto camino…