PASARON tres semanas, y a Anna Serguéyevna la ingresaron en un hospital.
Al despedirse de Iván Grigórievich, le dijo: «Está claro que nuestro destino no era ser felices en este mundo».
Aquel día, mientras Iván Grigórievich no estaba en casa, la hermana de Anna Serguéyevna fue a buscar a Aliosha para llevárselo al pueblo.
Iván Grigórievich entró en la habitación vacía. Todo estaba en silencio. Le pareció que, después de haber vivido toda la vida solo, únicamente aquella tarde había sentido de verdad qué era la soledad.
Por la noche no concilio el sueño: estuvo pensando. «No era nuestro destino…». Sólo su lejana niñez le parecía luminosa.
Únicamente ahora que la felicidad le había mirado a los ojos, que había sentido su respiración sobre él, medía con toda intensidad lo que la vida le había dado.
Era descomunal el dolor que le causaba la conciencia de su propia impotencia, la imposibilidad de salvar a Anna Serguéyevna y de apaciguar sus últimos sufrimientos. Y extrañamente le parecía encontrar alivio a su desgracia pensando en las décadas pasadas en los campos de reclusión.
Pensaba en ellos esforzándose en comprender la verdadera naturaleza de la vida rusa, en hallar un nexo entre pasado y presente.
Tenía la esperanza de que Anna Serguéyevna volvería del hospital; entonces la haría partícipe de sus pensamientos y recuerdos.
Y ella compartiría con él el peso y la serenidad que da la comprensión. Ese pensamiento era su consuelo. En eso consistía su amor.