EN el trabajo Iván Grigórievich había oído decir que en el tribunal municipal aceptaban sobornos; que en la escuela de radiotécnica se podían comprar buenas cualificaciones para los jóvenes que se presentaban a los concursos; que el director de una fábrica, a cambio de dinero, abastecía de un metal que escaseaba a un artel que producía artículos de amplio consumo; que el administrador de un molino se había construido con dinero robado una casa de dos plantas con los suelos de parqué de roble; que el jefe de policía había puesto en libertad a un conocido joyero, un gran hombre de negocios, tras aceptar un suculento soborno de seiscientos mil rublos pagado por su familia; que incluso el dueño y señor de la ciudad —el primer secretario del Comité del Partido— podía, previo pago, ordenar al presidente del sóviet municipal que asignara a alguien un apartamento en un edificio nuevo situado en la calle principal.
Los empleados del artel para inválidos llevaban inquietos desde la mañana. Del Comité regional se había dado a conocer el veredicto del caso contra el almacenero del artel más rico de la ciudad, que confeccionaba pellizas, abrigos de invierno para señora, gorros de astracán y de reno. Y aunque el principal acusado del proceso era un modesto almacenero, el caso había cobrado unas dimensiones grandiosas: era como un pulpo cuyos tentáculos se hubiesen enredado en la vida y el trabajo de la gran ciudad. El veredicto se esperaba desde hacía mucho tiempo y era un tema de conversación habitual durante la pausa de la comida. Algunos decían que el juez instructor que Moscú había enviado a la región era un especialista en casos importantes y que no temería destapar la vinculación en el caso de todas las autoridades locales.
Incluso los niños sabían que el procurador de la ciudad viajaba en una lujosa limusina Volga que le había regalado el almacenero calvo y tartamudo, que el secretario del Comité urbano del Partido había recibido de Riga el mobiliario para su dormitorio y su sala de estar; que la mujer del jefe de policía había ido en avión a Adler para pasar dos meses en el balneario del Consejo de ministros: todo había corrido a cuenta del almacenero, y el día de la partida había recibido como regalo un anillo de esmeraldas.
Otros, los escépticos, decían que el moscovita no se atrevería a pleitear contra los jerarcas de la ciudad y que todo el peso recaería sobre el almacenero y la dirección del artel.
Y entonces el hijo del almacenero, un estudiante universitario llegado en avión desde la capital de provincia, trajo una noticia inesperada: el juez instructor «especialista en casos de particular importancia» había archivado el caso por falta de pruebas. El almacenero había quedado en libertad y se rescindió el compromiso por parte del presidente y dos miembros del artel de no abandonar el lugar de residencia.
Por alguna razón, la decisión del imponente jurista de Moscú hizo reír y alegró a todo el mundo en el artel, tanto a los escépticos como a los optimistas. Durante la pausa de la comida, los inválidos, mientras comían pan, embutido, tomates y pepinos, se reían y bromeaban; les divertía tanto la debilidad humana del juez instructor «especialista en casos de particular importancia» como la omnipotencia del almacenero calvo y tartamudo.
Iván Grigórievich pensó que, después de todo, no era casualidad que el camino iniciado por los hombres desinteresados, los apóstoles de pies descalzos y los fanáticos de la comuna llevara a esos hombres a estar dispuestos a todo por poseer una bonita dacha, un automóvil propio y una hucha con dinero.
Por la tarde, después de salir del trabajo, Iván Grigórievich se acercó a la policlínica y entró en la consulta de un médico cuyo nombre había oído pronunciar a Anna Serguéyevna. El médico, que ya había terminado sus visitas, se estaba quitando la bata.
—Doctor, quisiera saber cuál es el estado de salud de Anna Serguéyevna Mijaliova.
—¿Y usted quién es: el marido, el padre?
—No, no soy un familiar, pero sí un amigo íntimo.
—Ah —dijo el doctor—. Bueno, puedo decirle que tiene un cáncer de pulmón. Ni la cirugía ni la estancia en un balneario serán de ayuda.