14

IVÁN Grigórievich vio a su madre en un sueño. Caminaba por el margen de un camino y se echaba a un lado para dejar pasar una larga fila de tractores y camiones de descarga. Ella no veía a su hijo. Él le gritaba: «Mamá, mamá, mamá…», pero el pesado estruendo de los tractores ahogaba su voz.

No dudaba que en medio del bullicio del camino ella reconocería en el presidiario de cabello blanco a su hijo: sólo con que le oyera, sólo con que le viera un instante, pero ella no le oía, no le veía.

Desesperado, abrió los ojos. Inclinada sobre él había una mujer medio vestida: él había llamado a su madre en sueños, y la mujer se le había acercado.

Estaba a su lado. De repente, con todo su ser, sintió que era hermosa. Le había oído gritar en sueños y se le había acercado, sintiendo por él ternura y piedad. Los ojos de la mujer no lloraban, pero en ellos había visto algo más grande que las lágrimas de compasión: vio algo que nunca había visto en la mirada de la gente.

Era hermosa porque era buena. La cogió de la mano. Ella se acostó a su lado y él sintió su calor, sintió su tierno pecho, los hombros, el cabello. Le parecía sentir todo aquello no despierto sino en sueños: despierto, nunca había sido feliz.

Toda ella era bondad, y él comprendía con cada milímetro de su cuerpo que la ternura, el calor, el susurro de aquella mujer eran hermosos porque su corazón estaba lleno de bondad hacia él, porque el amor es bondad.

La primera noche de amor…

No tienes ganas de recordarlo, es tan duro, pero al mismo tiempo no consigues olvidar. Es algo vivo que ahora se despierta, ahora se duerme. Es como un trozo de proyectil alojado en el corazón. No puedes desembarazarte de él. Cómo olvidar… Yo era ya una mujer adulta.

Querido mío, amé mucho a mi marido. Yo era bella y sin embargo era mala, no era buena. Tenía entonces veintidós años. No te habrías enamorado de mí entonces, aunque fuera bella… Lo sé, como mujer lo siento: para ti no soy sólo una con la que te has ido a la cama. En cuanto a mí —no te enfades—, te miro como si fueses Cristo. Ante ti siempre siento el deseo de confesarme, como ante Dios. Mi amado, querido mío, quiero contártelo, quiero recordar todo lo que pasó.

No, no había hambruna en el momento de la deskulakización. Sólo en ciertas zonas. El hambre llegó en 1932, dos años después de la deskulakización. Fregaba los suelos en el Comité ejecutivo regional y una amiga mía los fregaba en el Departamento de Agricultura, así que sabíamos un montón de cosas, te puedo contar todo lo que ocurrió. El contable me decía: «Deberías ser ministra». Es cierto, lo cazo todo al vuelo y tengo buena memoria.

La deskulakización comenzó en 1919, a finales de año, pero el viraje definitivo se produjo entre febrero y marzo de 1930.

Lo recuerdo bien: antes del arresto les aplicaron un impuesto. Lo pagaron. Para la primera vez les alcanzó; la segunda vez aquél que pudo vendió, con tal de pagar. Creían que si pagaban el Estado tendría piedad. Algunos sacrificaron el ganado, destilaron vodka del grano, y bebían, comían, porque en cualquier caso, decían, la vida para ellos se había acabado.

Quizá las cosas fueran distintas en otras regiones, pero en la nuestra fue así. Comenzaron arrestando sólo a los cabezas de familia. Sobre todo apresaban a aquéllos que, bajo las órdenes de Denikin, habían prestado servicio en las unidades cosacas. Quien llevaba a cabo los arrestos era únicamente la GPU[26]; los activistas aquí no participaron. A los de la primera redada los fusilaron en bloque, ninguno de ellos quedó con vida. A los que arrestaron a finales de diciembre los retuvieron en las cárceles dos o tres meses y luego los deportaron a áreas de reasentamiento para kulaks. Cuando arrestaban al padre no tocaban a las familias, sólo hacían un inventario de sus bienes, que ahora ya no pertenecían a la familia: se les confiaban para que los guardaran.

La dirección regional trazaba el plan con el número de kulaks que debían eliminar en cada distrito, los distritos dividían esa cifra entre los diversos sóviets rurales, y los sóviets rurales confeccionaban las listas. Y conforme a esas listas los arrestaban. Pero ¿quién las preparaba? Una troika. Tres personas de dudosa reputación decidían quién debía vivir y quién morir. Muchas cosas entraban en juego, naturalmente: sobornos, historias de mujeres, viejas rencillas. Los pobres siempre acababan siendo acusados de kulaks mientras que los ricos compraban su libertad.

Ahora me doy cuenta de que la desgracia no consistía en que las listas fueran preparadas por embaucadores. Entre los activistas había más gente honesta que embaucadora; pero fueran unos u otros los que lo hicieran, el delito era siempre el mismo. Lo principal era que todas aquellas listas eran injustas, una fechoría; ¿acaso no era lo mismo poner un nombre que otro? Iván era inocente, pero también Piotr. ¿Quién fijó la cifra de víctimas para toda Rusia? ¿Quién estableció aquel plan para todo el campesinado? ¿Quién firmó?

Encarcelados ya los cabezas de familia, a principios de 1930 comenzaron a arrestar a las familias. Para esta empresa no bastó con la GPU, fueron movilizados los activistas, gente de los nuestros, que todos conocíamos; a éstos se les giró la cabeza: como aturdidos, víctimas de un embrujo, amenazaban a punta de cañón, llamaban a los niños de los kulaks «hijos de puta», les gritaban «¡sanguijuelas!», y aquellas sanguijuelas se quedaban sin una gota de sangre en las venas, pálidos como el papel. Los ojos de los activistas estaban vidriosos, como los de los gatos. Y sí, la mayoría de ellos eran de los nuestros. Un auténtico hechizo. Así, se persuadieron de que no podían tocar nada: las servilletas eran inmundas, ni hablar de sentarse a la mesa de un parásito, incluso los hijos de los kulaks les parecían abominables, y las niñas eran peores que los piojos. Miraban a aquellos campesinos como si fueran ganado, cerdos; para ellos todo lo relacionado con los kulaks era repulsivo: no tenían personalidad ni alma, apestaban, eran todos sifilíticos, y —lo más importante— eran enemigos del pueblo y explotaban el trabajo de otros. Los pobres, en cambio, los komsomoles y los milicianos eran todos como Chapáyev, unos héroes; pero si se miraba bien a aquellos activistas se veía que eran gente corriente, como los demás; muchos de ellos eran unos mocosos, y no faltaban los granujas.

Aquellas palabras también empezaron a surtir efecto en mí, que era una jovencita; en las asambleas y los cursos de instrucción especial nos hablaban de los kulaks. La radio, el cine, los escritores y el propio Stalin repetían lo mismo: los kulaks son parásitos, queman el grano, matan a los niños. Lo declaraban abiertamente: había que levantar la furia de las masas contra ellos, destruirlos a todos en cuanto clase, a esos malditos…

Y yo también comencé a caer en el hechizo; cada vez estaba más convencida de que todas las desgracias procedían de los kulaks y que, eliminándolos a todos de un plumazo, llegarían tiempos felices para los campesinos.

Y ninguna piedad por ellos: no eran seres humanos, ni siquiera se sabía a qué raza pertenecían. Así que me hice activista. Entre los activistas había gente para todo: los que creían y odiaban a los parásitos y estaban de parte de los campesinos pobres, los que se aprovechaban de la situación para hacer negocio; pero los que más abundaban eran los que ejecutaban órdenes: tipos que habrían matado a sus propios padres con tal de cumplir las instrucciones. Y los más despreciables no eran los que creían que la exterminación de los kulaks conduciría a una vida feliz —las bestias feroces no son las más espantosas—, los más repugnantes eran los que hacían sus negocios vertiendo sangre, los que hablaban de conciencia a voz en cuello y entretanto ajustaban cuentas y se dedicaban al pillaje. Arruinaban vidas por interés, por una fruslería, un par de botas; y arruinar la vida de alguien era fácil: escribe contra él, sin firmar siquiera, escribe que tiene braceros trabajando para él y que posee tres vacas, y ya tenéis un kulak. Veía todas esas cosas, me inquietaba, por supuesto, pero en el fondo no sufría: si en el koljós no hubiesen sacrificado el ganado según las reglas, me habría inquietado, naturalmente, mucho, pero no habría perdido el sueño.

… Pero ¿de verdad no te acuerdas de lo que me respondiste? Yo no olvidaré nunca tus palabras. Palabras luminosas como la luz del día. Te pregunté cómo habían podido, los alemanes, matar en las cámaras de gas a los niños judíos. ¿Cómo podían vivir después de eso? ¿Era posible que no fueran juzgados ni por Dios ni por los hombres? Y tú dijiste: «El castigo del verdugo es éste: no considera a su víctima un hombre y él mismo deja de ser un hombre; mata al hombre que hay en él, se convierte en su propio verdugo; la víctima, por mucho que la destruyan, continuará siendo un ser humano para toda la eternidad». ¿Te acuerdas?

Ahora comprendo por qué fui a trabajar de cocinera: no quería seguir siendo la presidenta del koljós. Pero ya te he hablado de eso otras veces.

Ahora, cuando recuerdo la deskulakización, lo veo todo de otra manera; el hechizo pasó y veo a los seres humanos. ¿Por qué me endurecí tanto? ¡Cuánto sufrió esa gente, cómo los trataron! Pero yo decía: no son seres humanos, son kulaks. Y recuerdo, recuerdo y pienso: ¿quién inventó esta palabra, kulaks? ¿Fue Lenin? Cuántos tormentos padecieron. Para matarlos, era preciso declarar: los kulaks no son seres humanos. Sí, igual que cuando los alemanes decían que los judíos no eran seres humanos. Lo mismo dijeron Lenin y Stalin: los kulaks no son seres humanos. Pero ¡es una mentira! ¡Hombres! ¡Eran hombres! Eso es lo que empecé a entender. ¡Todos eran hombres!

Y así, a principios de 1930, comenzaron a deskulakizar a las familias. La furia más grande se desató en febrero y marzo. Se instó a que no quedara un solo kulak en el distrito para la temporada de siembra y que la vida pudiese tomar un nuevo rumbo. Nosotros decíamos: «Será la primera primavera koljosiana».

De expulsarlos se encargaron, naturalmente, los activistas. Faltaban, sin embargo, instrucciones al respecto. El presidente de un koljós reunió tantos carros que luego no había pertenencias suficientes para llenarlos; los llamábamos kulaks, pero los carros partieron medio vacíos. De nuestro pueblo, en cambio, los obligaron a marcharse a pie. Todo lo que se llevaron consigo fueron cosas para dormir, algo de ropa. Había tanto fango que les arrancaba las botas de los pies. Daba pena verlos. Caminaban en fila, dándose la vuelta para echar un último vistazo a sus isbas, sintiendo todavía en el cuerpo el calor de las estufas. Cómo sufrían: en aquellas casas habían nacido, en aquellas casas habían dado a sus hijas en matrimonio. Los habían obligado a irse a toda prisa, dejando la estufa encendida, con la sopa de col a medio hacer, sin poder acabar de beberse la leche; y las chimeneas todavía humeaban. Las mujeres lloran, pero tienen miedo de lamentarse en voz alta. Y a nosotros nos daba lo mismo. Teníamos una sola cosa en la cabeza: ser activistas. Los hostigábamos como si fueran una bandada de gansos. Detrás rodaba una carreta, sobre ella iba Pelagueya, la ciega, el viejo Dmitri Ivánovich, que hacía diez años que no ponía los pies fuera de su cabaña, y Marusia la Tonta, hija de un kulak, paralítica, que de niña había recibido una coz de caballo en la sien y desde entonces se había quedado atontada.

Entretanto, en el centro del distrito las prisiones están atestadas. Sí, y además ¿qué clase de cárcel es la del centro del distrito? Una jaula. Hacinada de gente: de cada pueblo llegaba una columna. El cine, el teatro, los clubes, las escuelas, todo estaba ocupado por detenidos. Pero los retenían poco tiempo. Los empujaban a la estación, y allí, en las vías muertas, los esperaban vagones vacíos de trenes de mercancías. Los empujaban bajo escolta de la GPU y la milicia, como si fuesen asesinos: abuelitos y abuelitas, mujeres con niños, pero padres no había: se los habían llevado a todos en invierno. Y la gente cuchicheaba: «Echan a los kulaks», como si fuesen lobos. Y algunos gritaban: «Malditos», y ellos se quedaban petrificados, no lloraban…

No vi con mis propios ojos cómo se los llevaban, pero me enteré por la gente, porque algunos de los nuestros se marcharon más allá de los Urales, a refugiarse a casa de kulaks, para salvarse del hambre; yo misma recibí la carta de una amiga; además algunos huyeron de las áreas de reasentamiento, hablé con dos de ellos…

Los transportaron en vagones de mercancías sellados, sus pertenencias viajaban aparte, consigo sólo llevaban comida, lo que podían coger con las manos. En una estación de tránsito, me escribía mi amiga, hicieron subir al tren a los padres. Aquel día, en los vagones de mercancías, hubo mucha alegría y muchas lágrimas… El viaje se prolongó más de un mes: las líneas ferroviarias estaban llenas de trenes cargados de campesinos procedentes de todos los rincones de Rusia. Yacían unos encima de otros, ni siquiera había catres en los vagones de ganado. Los enfermos morían durante el viaje, no llegaban a destino. Pero lo más importante es que les daban de comer en los nudos ferroviarios: un cubo de bodrio, doscientos gramos de pan por cabeza.

Los escoltas eran militares. No eran malos, simplemente los consideraban ganado, me contó mi amiga.

Cómo estaban allí, me lo explicaron los que huyeron: las autoridades regionales los distribuyeron por la taiga. Donde había un pueblecito forestal, allí llenaban las isbas de no aptos para el trabajo, hacinados como en los vagones. Y donde no había ninguna aldea próxima descargaban a la gente directamente en la nieve. Las personas débiles morían. Los que sí eran aptos para el trabajo comenzaban a abatir árboles, me dijo que ni siquiera se molestaban en arrancar de raíz los tocones. Hacían rodar los troncos y construían chozas, barracas; trabajaban sin concederse siquiera un momento de reposo, para que sus familias no muriesen congeladas, después comenzaron a construir isbas pequeñas: dos habitaciones pequeñas, una para cada familia. Las construían sobre el musgo, utilizándolo como masilla.

Las explotaciones forestales compraban a los campesinos aptos para el trabajo. Les aseguraban aprovisionamiento y todas las personas a su cargo disfrutaban de rancho. Las llamaban «colonias de trabajo», y contaban con su comandante y sus capataces. Dicen que les pagaban lo mismo que a los obreros locales, pero no se les entregaba el salario, se lo guardaban en cuentas especiales. Es un gran pueblo, el nuestro: pronto comenzaron a ganar más que los lugareños. No tenían derecho a traspasar ciertos límites: alejarse de la colonia o abandonar la tala. Oí decir que más tarde, durante la guerra, se les concedió permiso para moverse dentro de los límites del distrito y, después de la guerra, a los héroes del trabajo incluso los autorizaron a salir del distrito: a algunos les dieron el pasaporte.

Después mi amiga me escribió que habían formado colonias para kulaks no aptos para el trabajo que debían autoabastecerse. Les habían dado en préstamo las semillas, y hasta la primera cosecha el NKVD les proporcionó rancho. Allí también había un comandante y guardias de escolta, como en las colonias de trabajo. Más tarde los transformaron en arteles, y allí, además del comandante, tenían jefes que ellos mismos elegían.

Entretanto, en nuestra aldea, se inició una nueva vida sin los kulaks. Comenzaron a enviar a todos al koljós: reuniones hasta la mañana, gritos, blasfemias. Unos gritaban: «¡No iremos!». Otros: «De acuerdo, pero las vacas no os las damos». Luego apareció el artículo de Stalin «El vértigo del éxito». De nuevo la confusión. Gritaban: «Stalin no ha ordenado que nos hagan entrar en los koljoses por la fuerza». Empezaron a escribir declaraciones en los márgenes de periódicos: «dejo el koljós, vuelvo a la explotación individual». Pero de nuevo los obligaron a entrar en los koljoses. Por cierto, la mayor parte de los efectos personales que los kulaks expropiados habían dejado atrás habían sido robados.

Pensábamos que no había un destino peor que el de los kulaks. ¡Nos equivocamos! El hacha se abatió sobre todos los de aquel pueblo, desde el más pequeño hasta el más grande.

Llegó el castigo de la hambruna.

Yo entonces ya no fregaba suelos, trabajaba como contable. Me habían mandado a Ucrania, como activista, para reforzar un koljós. Nos habían explicado que allí el espíritu de la propiedad privada era más fuerte que en la RSFSR. Y lo cierto es que las cosas les iban bastante peor que a nosotros. Me mandaron bastante cerca, a menos de tres horas de viaje, porque nuestro pueblo está en la frontera con Ucrania. Era un lugar precioso. Llegué allí: eran gente normal y corriente. Y tomé las riendas de su contabilidad.

Creo que entendí bien la situación. No por nada, parece ser, el viejo me llamaba «ministra». Esto sólo te lo digo a ti porque cuando hablo contigo es como si hablara conmigo misma; delante de un extraño nunca me jactaría. Tenía toda la contabilidad en la cabeza, no necesitaba papeles. Y en el curso de las instrucciones, en las reuniones de nuestra troika y cuando los dirigentes bebían vodka, yo escuchaba todo cuanto se decía.

¿Qué había pasado? Después de la deskulakización la superficie de tierra cultivada disminuyó considerablemente y el rendimiento bajó. Según los informes, en cambio, parecía que sin kulaks nuestra vida había florecido de golpe. El sóviet rural mentía al distrito, el distrito a la región, la región a Moscú. Aparentemente todo estaba en orden: Moscú fijaba unas cuotas de producción a las regiones, las regiones a los distritos. Y a nosotros, a nuestro pueblo, nos fijaron una cuota que ni siquiera en diez años habríamos podido cumplir. En el sóviet rural incluso los que no bebían se dieron a la bebida para apaciguar el miedo. Se veía que Moscú tenía todas sus esperanzas puestas en Ucrania. Y fue sobre todo contra Ucrania contra la que más tarde se desencadenaría su ira. El discurso es de sobra conocido: tú no has cumplido el plan, tú eres un kulak encubierto.

Naturalmente, no se pudieron efectuar las entregas requeridas: la superficie cultivada había disminuido, el rendimiento había caído, ¿adónde iban a ir a buscarlo, ese mar de grano koljosiano? ¡Así que lo habían escondido! Eran unos kulaks encubiertos, unos holgazanes. Sí, los kulaks habían sido eliminados, pero su espíritu permanecía. En la cabeza de los ucranianos aún seguía imperando la propiedad privada.

¿Quién firmó aquel asesinato en masa? A menudo pienso: ¿no sería Stalin? Una orden así no se había dado nunca desde que existe Rusia. Una orden así no la había firmado nunca el zar, ni los tártaros, ni los ocupantes alemanes. Una orden que decía: matad de hambre a los campesinos de Ucrania, del Don, de Kubán, matadlos a ellos y a sus hijos. Se dio también la orden de requisar todo el fondo de semillas. Buscaban por todas partes el grano, como si no se tratase de trigo sino de bombas o ametralladoras. Hacían agujeros en la tierra con las bayonetas y las baquetas de los fusiles, registraron los sótanos, escarbaron en el suelo y revolvieron los huertos. A algunos les confiscaron el grano que tenían en casa, dentro de una olla o de una tina. A una mujer le quitaron el pan que había cocido, lo cargaron en el carro y lo llevaron también al distrito. Los carros chirriaban día y noche, levantando polvareda a su paso. Como no había depósitos de cereales, descargaban el grano en el suelo, mientras los centinelas montaban guardia alrededor. Las lluvias de otoño remojaron el grano y cuando llegó el invierno casi todo estaba podrido: el poder soviético no tenía suficientes lonas impermeabilizadas para proteger el grano de los campesinos.

Entretanto se seguía transportando el grano de los pueblos, y una extensa polvareda se levantaba alrededor; todo estaba cubierto por una espesa niebla: el pueblo, el campo y, de noche, la luna. Uno se volvió loco: «¡Arde, el cielo arde, la tierra arde!». No, no era el cielo el que ardía, ardía la vida.

Entonces lo comprendí: para el poder soviético lo primero de todo era el plan. ¡Cumple el plan! ¡Entrega la cuota fijada, la provisión! En primer lugar, el Estado. La gente: un cero multiplicado por cero.

Padres y madres, en un desesperado intento por salvar la vida de sus hijos, escondieron pequeñas cantidades de grano, pero les decían: «Vosotros tenéis un odio feroz hacia el país del socialismo, queréis que el plan fracase, parásitos, secuaces de los kulaks, canallas». No queremos que fracase el plan, queremos salvar a nuestros hijos, queremos salvarnos a nosotros mismos. La gente necesita comer.

Puedo contarlo todo, pero en el relato son palabras, mientras que allí era vida, sufrimiento, muertes por hambre. Entre otras cosas, en el momento de requisar el grano explicaban a los activistas que se alimentaría a la gente con las reservas. Era mentira. Ni un solo grano se dio a los hambrientos.

¿Quién confiscaba el grano? La mayoría eran de los nuestros, del Comité ejecutivo del distrito o del Partido, los komsomoles, nuestros chicos, los jóvenes, y naturalmente la milicia, el NKVD, en algunas partes incluso los militares, yo vi a uno de Moscú, un movilizado, pero no es que se esforzara demasiado, lo intentaba todo para irse… Y de nuevo, como durante la deskulakización, la gente parecía haber perdido el juicio, se transformaron en bestias salvajes.

Grisha Sayenko era un policía que se había casado con una chica del pueblo y los días de fiesta venía a divertirse: era un tipo alegre, bailaba bien el tango y el vals, y cantaba canciones ucranianas populares. Un día se le acercó un abuelito con los cabellos completamente blancos y se puso a decirle: «Grisha, nos estáis hundiendo en la miseria, es peor que un asesinato. ¿Por qué el poder de los obreros y los campesinos trata así a los campesinos, como no lo hacía ni el zar?». Grisha le dio un empujón, luego fue al pozo, a lavarse las manos; dijo a la gente: «¿Cómo voy a coger la cuchara después de haber tocado el hocico de ese parásito?».

Y todo aquel polvo; noche y día, siempre polvo, mientras transportaban el grano. La luna era una piedra suspendida en el cielo, y bajo aquella luna todo tenía un aspecto salvaje; de noche el calor era tan intenso como debajo de una piel de oveja, y el campo, tantas veces atravesado, presentaba un aspecto espeluznante, como una sentencia de muerte.

Y la gente no sabía qué hacer, y el ganado se había vuelto fiero, se asustaba, mugía, se lamentaba, y los perros aullaban con fuerza durante la noche. La tierra se agrietaba.

Y bien, luego llegó el otoño, las lluvias, y luego un invierno nevoso. Y nada de pan.

En el centro del distrito no se podía comprar pan debido al sistema de cartillas de racionamiento. Tampoco en las estaciones se podía comprar, ni en los quioscos, porque habían puesto militares de guardia y no dejaban que nadie se acercara. Ni siquiera se encontraba en el mercado negro.

Desde otoño la gente se alimentó a base de patatas, pero sin pan pronto se acabaron. Para Navidad se empezó a sacrificar el ganado. Pero aquella carne era toda piel y huesos. A las gallinas ya las habían matado antes, naturalmente. La carne tardó poco en agotarse, no quedaba ni una gota de leche, en todo el pueblo no se encontraba un solo huevo. Y lo que era peor, nada de pan. En el pueblo habían requisado todo el grano. Ni siquiera había semilla para plantar en primavera: habían confiscado hasta el último grano de reserva. Todas las esperanzas estaban puestas en los cereales de invierno. Pero todavía se encontraban bajo la nieve, la primavera quedaba lejos, y el pueblo había sucumbido a la hambruna. Se habían comido toda la carne, todo el mijo, y también las patatas; en las familias numerosas ya se había agotado prácticamente todo.

El terror les atenazó. Las madres miraban a los hijos y comenzaban a gritar de miedo. Gritaban como si les hubiese entrado una serpiente en casa. Y aquella serpiente es la muerte, el hambre. ¿Qué hacer? Los campesinos no pensaban en otra cosa: comer. Salivan, contraen la mandíbula y tragan, pero la saliva no sacia. Si por la noche te despertabas, todo alrededor estaba sumido en el silencio, ni una conversación, ni una armónica. Como en una tumba. Sólo el hambre ronda por las calles, no duerme. Los niños, en las cabañas, lloran desde la mañana: piden pan. Y la madre, ¿qué puede darles? ¿Nieve? Y nadie corre en su ayuda. De los miembros del Partido sólo obtienen una respuesta: «Deberían haber trabajado, no quedarse con los brazos cruzados». O bien: «Buscad en vuestras casas, en vuestro pueblo habéis enterrado grano para tres años».

Pero en invierno no había todavía verdadera hambre. Se sentían débiles, claro, las barrigas se les hincharon de comer mondas de patatas, pero no llegaron a tener edemas. Comenzaron a extraer de debajo de la nieve las bellotas, las secaron, el molinero preparó la muela e hizo harina de bellota. Con aquella harina elaboraban pan o, para ser más exactos, galletas. Eran muy oscuras, más oscuras que el pan de centeno. Algunos añadían salvado, otros mondas de patatas trituradas. Las bellotas pronto se acabaron: el bosque de robles era pequeño, y tres pueblos se habían lanzado allí a la vez. De la ciudad llegó un delegado del Partido, se dirigió al sóviet rural y dijo: «¡Mírenlos, a esos parásitos! En lugar de trabajar siguen desenterrando bellotas con las manos desnudas».

Los alumnos de los cursos superiores fueron a la escuela hasta la primavera, pero los más pequeños dejaron de acudir en invierno. En primavera la escuela cerró sus puertas: la maestra se había ido a la ciudad. La enfermera también se marchó del puesto de asistencia médica: no tenían nada para comer. Y además, el hambre no se cura con medicinas. El pueblo se quedó solo, en derredor el desierto, y en las isbas gente hambrienta. También dejaron de venir varios representantes desde la ciudad. ¿Para qué iban a venir? No había nada que arrebatar a los hambrientos, por tanto no hacía falta ir allí. Tampoco valía la pena proveerles de asistencia médica ni de educación. Cuando el Estado no puede sacar nada de una persona, ésta se convierte en algo inútil. ¿Para qué instruirlos? ¿Para qué curarlos?

Los hambrientos se quedaron solos; el Estado los había abandonado. La gente comenzó a vagar de pueblo en pueblo, cada uno pidiendo limosna al otro, los pobres a los pobres, los hambrientos a los hambrientos. Los que tenían menos hijos o estaban solos habían guardado algo para la primavera; y los que tenían muchos hijos iban adonde ellos, a pedir. Y algunas veces recibían un puñado de salvado y dos patatas. Los del Partido, en cambio, no daban nada, no por codicia o maldad sino porque tenían miedo. El Estado no dio ni un grano de trigo a los que se morían de hambre; ¡y pensar que éste se sostenía con el trigo de los campesinos! ¿Estaba al corriente Stalin de esto? Los ancianos recordaban la hambruna que se había producido en tiempos del zar Nicolás. Aun entonces se ayudaban entre ellos, se concedían préstamos; los campesinos iban a las ciudades a pedir limosna en nombre de Cristo, se organizaban comedores, los estudiantes hacían colectas. Pero bajo el Estado de los obreros y los campesinos no se daba ni un grano. Las carreteras estaban bloqueadas por las tropas, la milicia y el NKVD: a los hambrientos procedentes del campo no los dejan entrar, no pueden acercarse a la ciudad, las estaciones están rodeadas de guardias, incluso los apeaderos más pequeños. ¡No hay pan para vosotros, que alimentáis la nación! Sin embargo, en la ciudad, con la cartilla del pan, a los obreros les daban ochocientos gramos por cabeza. Dios mío, ¿es posible imaginar tanto pan? ¡Ochocientos gramos! Y para los niños del campo ni siquiera un gramo. Igual que los alemanes, que ahogaban a los niños judíos con gas: no tenéis derecho a vivir, sois judíos. Pero ¿aquí? No se comprende: soviéticos contra soviéticos, rusos contra rusos; y el poder es de los obreros y los campesinos. ¿Por qué este exterminio?

Cuando la nieve empezó a derretirse, el pueblo se encontró sumido hasta el cuello en la hambruna.

Los niños gritan, no duermen: también de noche piden pan. La gente tiene la cara terrosa, los ojos turbios, ebrios. Caminan como sonámbulos, tanteando el suelo con los pies, con la mano se apoyan en la pared. El hambre los hace tambalearse. La gente empieza a caminar menos, a quedarse más tiempo tumbada. Y todo el tiempo tienen la impresión de oír el chirrido de un tren: es Stalin, que desde el centro del distrito envía harina para salvar a los niños.

Las mujeres se revelaron más fuertes que los hombres, se aferraban a la vida con más rabia. Y a ellas les tocaba la peor parte: es a las madres a quien los niños piden comida. Algunas madres intentaban hacer entrar en razón a sus hijos, les besaban: «Venga, no gritéis, resistid, ¿dónde queréis que encuentre pan?». Otras se ponían hechas unas furias: «¡No gimotees o te mato!», y les pegaban con lo primero que encontraban a mano para que dejasen de pedir. Y otras, aun, huían de casa, se escondían donde los vecinos para no oír los gritos de sus hijos.

Para entonces tampoco quedaban gatos ni perros: los habían matado. Y eso que cazarlos era difícil: los animales tenían miedo de las personas, cuyos ojos se habían vuelto salvajes. La gente los cocinó, pero eran sólo tendones resecos. Con las cabezas hacían gelatina.

La nieve se había derretido ya cuando la gente comenzó a hincharse; les había sobrevenido el edema del hambre: rostros inflados, piernas como cojines, agua en el vientre, se orinaban todo el rato encima, no les daba tiempo a salir para hacerlo fuera. ¡Y sus hijos! ¿Has visto en los periódicos los niños en los campos alemanes? Idénticos: cabezas pesadas como balas de cañón, cuellos delgados de cigüeña, en las manos y en los pies se veía cómo se les movía cada huesecito por debajo de la piel, esqueletos envueltos en piel, una gasa amarilla. Niños con caras envejecidas, atormentadas, como si llevaran en el mundo setenta años, y hacia la primavera no tenían ni siquiera cara, más bien la cabecita de un pájaro con su piquito, o el hocico de una rana, con esos labios largos y finos; otros parecían gobios, con la boca abierta. No eran caras humanas. Y los ojos, ¡oh, Señor! Camarada Stalin, Dios mío, ¿ha visto alguna vez esos ojos? Tal vez no lo supiera, después de todo fue él quien escribió el artículo «El vértigo del éxito».

Qué no se llevaban a la boca: cazaban ratones, ratas, víboras, gorriones, hormigas, lombrices, comenzaron a moler los huesos para hacer harina, a triturar la piel, las suelas, las viejas pellizas pestilentes para hacer una pasta, cocían la cola. Cuando creció el pasto se pusieron a desenterrar las raíces, a hervir las hojas y los brotes; prácticamente todo era bueno para hacer un caldo: dientes de león, bardanas, campanillas, epilobios, angélica menor, cardillos, ortigas, uvas de gato… Secaron las hojas de tilo e hicieron harina, pero teníamos pocos tilos. Las galletas de tilo son verdes, mucho peor que las de bellotas.

¡Y nada de ayuda! Además, por entonces ya ni se pedía. Aún ahora, cuando me paro a pensarlo, siento que se me va la cabeza: ¿es posible que Stalin repudiara a toda esa gente? ¿Que se cometiera ese asesinato tan horrendo? El hecho es que Stalin tenía grano. Por tanto condenó a esa gente a morir de hambre porque así lo quiso. No quisieron socorrer a los niños. ¿Era Stalin peor que Herodes? Me pregunto si es posible que hayan sustraído el pan y el grano para matar deliberadamente de hambre a la gente. No, algo así no pudo ser. Pero luego pienso: ¡así fue, así fue! Y enseguida: no, no puede ser…

¿Por dónde iba? Ah, sí. Antes de perder todas las fuerzas, cruzaban los campos a pie hasta la vía del tren, no hasta la estación, allí había guardias que no permitían acercarse, sino directamente a las vías del tren. Y cuando pasaba el expreso Kiev-Odesa se hincaban de rodillas y gritaban: «¡Pan, pan!». Algunos aupaban a sus espantosos hijos. Y a veces los pasajeros lanzaban trozos de pan, sobras varias. Pasado el estrépito del tren, la polvareda se estacionaba y el pueblo entero se arrastraba a lo largo de la vía en busca de un mendrugo de pan. Pero después se emitió una orden: cuando el tren pasaba a través de las regiones asoladas por el hambre, los guardias debían cerrar las ventanillas y correr las cortinas. No permitían a los viajeros que se acercaran a los cristales. Por lo demás, los campesinos habían dejado de ir, ya no tenían fuerzas no sólo para ir hasta las vías del tren, sino para arrastrarse fuera de casa.

Recuerdo a un viejo que llevó al presidente del koljós un trozo de periódico; lo había recogido en las vías. Allí sé leía una noticia breve: había venido de visita un francés, un famoso ministro, y lo habían llevado a la región de Dniepropetrovsk, donde causaba estragos una hambruna peor aún que la nuestra: allí se comían los unos a los otros. Así, llevaron al ministro a un pueblo, al pequeño jardín de infancia del koljós, y él les preguntó: «¿Qué os han dado hoy para comer?». Y los niños respondieron: «Caldo de pollo, empanadillas de carne y croquetas de arroz». Yo misma lo leí. Lo veo como si fuese ahora mismo, ese recorte de periódico. Pero ¿qué era eso? Estaban matando a escondidas a millones de personas y engañaban al mundo entero. ¡Caldo de pollo, escriben! ¡Croquetas! Y se habían comido hasta la última lombriz. Y el viejo le dijo al presidente: «En tiempos del zar Nicolás, los periódicos hablaban de la hambruna al mundo entero: “¡Ayudadnos, los campesinos se mueren!”. Y vosotros, monstruos, haciendo teatro».

El pueblo gemía al ser testigo de su propia muerte. Todos gemían, no con el pensamiento, no con el alma, sino como las hojas que susurran al viento o la paja que cruje. Y entonces estallé de rabia: ¿por qué gimen tan lastimosamente? Ya no son hombres, y sin embargo emiten aquel grito lastimoso. Hay que tener el corazón de piedra para comer una ración de pan escuchando aquel aullido. A veces me voy al campo con mi ración, aguzo el oído: gimen. Me alejo un poco más, y ahí, ahí parece que no se oye nada; sigo avanzando, y de nuevo los oigo: es el pueblo vecino el que gime. Parece que toda la tierra gima junto con la gente. Pero si Dios no existe, ¿quién les escuchará?

Uno del NKVD me dijo un día: «¿Sabes cómo llaman a vuestros pueblos en la región? El cementerio de la escuela rigurosa». Al principio no comprendí aquellas palabras.

¡Y qué buen tiempo hacía! A principios de verano habíamos tenido lluvias, de esas impetuosas y repentinas, que se alternaban con un sol ardiente, por lo que el trigo se alzaba exuberante como una pared; se necesitaba un hacha para cortarlo, y su altura superaba la estatura de un hombre. Cuántos arco iris vi aquel verano, y tormentas, y lluvias tibias; cíngaras, las llaman.

Durante el invierno todos habían hecho conjeturas: ¿tendremos cosecha? Preguntaban a los ancianos, se ponían ejemplos, todas las esperanzas estaban puestas en el trigo de invierno. Las esperanzas tuvieron su recompensa, pero ya no pudieron segarlo. Entré en una isba: algunos respiraban a duras penas, otros ya no; gente tumbada, algunos sobre las camas, otros sobre la estufa[27]; y la hija del dueño, a la que conocía, estaba tirada en el suelo en una especie de delirio, royendo con los dientes un taburete. Y lo más espantoso es que al oír que yo entraba no se giró sino que gruñó como hacen los perros si te acercas mientras roen huesos.

La hambruna era absoluta, la muerte se abatió sobre el pueblo. Primero niños y ancianos, luego personas de mediana edad. Al principio los enterraban, después dejaron de hacerlo. Había cadáveres por todas partes, en las calles, en los patios; los que murieron los últimos se quedaron acostados en sus isbas. Se hizo el silencio. Todo el pueblo murió. No sé quién fue el último. A nosotros, los que trabajábamos en la dirección del koljós, nos devolvieron a la ciudad.

Primero fui a parar a Kiev. En aquellos días se comenzó a vender pan en el mercado libre. ¡Ni hecho a propósito! La noche antes se formaban ya colas de medio kilómetro. Como sabes, hay muchos tipos de colas: en unas, la gente espera su turno, ríe y come pipas de girasol; en otras, te dan un trozo de papel con un número; en unas terceras, donde nadie bromea, te escriben el número en la palma de la mano o en la espalda, con una tiza. Allí, sin embargo, eran especiales: colas así no las había visto en mi vida. Se cogían de la cintura y permanecían así, unos detrás de los otros. Si alguien daba un traspiés, toda la cola se tambaleaba, como si una ola les pasara por debajo. Parecía que estuviera a punto de comenzar un baile: un paso aquí, otro más allá. Y cada vez se tambalean más. Tienen miedo de que les fallen las fuerzas y no puedan mantenerse agarrados al de delante, y que las manos se suelten; por ese miedo, las mujeres comienzan a gemir, y así toda la fila solloza. Parece que se hayan vueltos locos, por eso cantan y bailan. A veces la chusma irrumpe en la cola después de haber observado cuál es el punto débil por donde se puede romper fácilmente. Cuando la chusma se acerca, todos comienzan a gemir de nuevo, de miedo; parece que estén cantando. En la cola para comprar pan en el mercado libre se encuentra la gente de ciudad: los privados de derechos, sin pasaporte, artesanos o gente de la periferia.

Del campo llegan arrastrándose los campesinos. Las estaciones están acordonadas, se inspeccionan todos los trenes. En las carreteras hay controles de militares por doquier, el NKVD; pero los campesinos siguen llegando a Kiev: se arrastran por prados, tierras vírgenes, pantanos y bosques para evitar los controles en las carreteras. No se pueden poner puertas al campo. Ahora ya no pueden caminar, únicamente pueden arrastrarse. La gente de la ciudad tiene prisa, va a la suya: unos van al trabajo, otros al cine, los tranvías circulan, y los hambrientos se arrastran entre la gente: niños, hombres, chicas; ni siquiera parecen seres humanos, se diría que son una especie de gatos o perros repulsivos, a cuatro patas. Y aún quieren comportarse como seres humanos, aún tienen vergüenza. Una chica hinchada se arrastra, parece un mono: gañe, pero se endereza la falda, se avergüenza, se esconde el cabello bajo el pañuelo. Es una campesina que ha ido a Kiev por primera vez. Pero sólo los afortunados han logrado arrastrarse hasta allí, uno entre diez mil. Y aun así no hay salvación para ellos: yacen hambrientos en el suelo, piden con un susurro, pero no pueden comer, tienen un mendrugo de pan al lado, pero ya no lo ven, están a un paso de la muerte.

Por la mañana, los carros de plataforma, tirados por caballos, recogían a los que habían muerto durante la noche. Vi uno de esos carros donde estaban amontonados los niños. Tal como te los había descrito: delgaditos y larguiruchos, con carita de pájaros muertos, picos puntiagudos. Hasta Kiev han volado aquellos pajarillos, ¿para qué? Entre ellos había alguno que aún gimotea; las cabecitas, como llenas de líquido, se bambolean. Le pregunté al cochero, hizo un gesto desdeñoso con la mano y dijo: «Antes de que llegue a destino, se callarán para siempre».

Vi a una chica cruzar la acera arrastrándose; un portero le dio una patada y ella rodó hasta la calzada. Ni siquiera miró atrás, se alejó a rastras rápidamente, afanosa, aunque ya no le quedaban fuerzas, y aun así se sacudió el vestido cubierto de polvo, imagínatelo. Aquella mañana había comprado un periódico de Moscú, leí un artículo de Maksim Gorki; decía que los niños necesitan juguetes culturales. ¿Es posible que Maksim Gorki no estuviese al corriente de aquellos niños que los caballos de tiro llevaban a descargar? O tal vez lo sabía y también se callaba, como hacían todos. Y escribía de la misma manera que los que escribían que aquellos niños muertos comían caldo de pollo. El cochero me dijo que donde había más muertos era al lado de los puntos de venta de pan: basta con que uno de esos pobres hinchados mastique un trozo de pan, y se acabó. Se me ha quedado grabado en la memoria aquel Kiev, aunque sólo pasé tres días allí.

Esto es lo que he comprendido. Al principio el hambre te echa de casa. Primero es un fuego que te quema, te atormenta, te desgarra las tripas y el alma: el hombre huye de casa. La gente desentierra lombrices, arranca hierba; ya lo ves, incluso se abrieron paso hasta Kiev. Y todos se van de casa, todos. Luego llega el día en que el hambriento vuelve atrás, se arrastra hasta casa. Esto significa que el hambre le ha vencido, aquel hombre ya no se salvará, se mete en la cama y permanece tumbado. Una vez que el hambre lo ha vencido, el hombre ya no se levantará, no sólo porque ya no tenga fuerzas: le falta interés, ya no quiere vivir. Se queda tumbado en silencio y no quiere que nadie lo toque. El hambriento no quiere comer, orina todo el rato, tiene diarrea; está somnoliento, no quiere que le molesten: quiere que le dejen en paz. Así, acostado, agoniza. Lo mismo explicaban los prisioneros de guerra: si uno de ellos se echaba a dormir y no extendía la mano para coger la ración de comida era que su final estaba próximo. Pero algunos campesinos habían enloquecido, sólo hallaban paz en la muerte. Se les reconocía por los ojos, brillantes. Éstos eran los que troceaban los cadáveres y los hervían, mataban a sus propios hijos y se los comían. En ellos se despertaba la bestia cuando el hombre moría en ellos. Vi a una mujer, la habían traído bajo escolta al centro del distrito. Su cara era la de un ser humano, pero tenía los ojos de un lobo. Dicen que a éstos, los caníbales, los fusilaron. Pero ellos no eran culpables; culpables eran los que llevaron a una madre hasta el extremo de comerse a sus hijos. Pero ¿crees que se puede encontrar al culpable? Ve y pregunta… Es por hacer el bien, el bien de la humanidad, que llevaron a las madres hasta ese punto.

Entonces lo comprendí: todos los hambrientos son, en cierto sentido, caníbales. Consumen su propia carne, sólo les quedan huesos, devoran su grasa hasta el último gramo. Luego se les enturbia la razón: también se han comido el cerebro. Se han devorado por completo.

Pensaba además que cada hambriento muere a su manera. En una cabaña están en guerra, se vigilan los unos a los otros, se arrebatan las migas. La mujer se vuelve contra el marido, el marido contra la mujer. La madre odia a los hijos. Pero en otras casas el amor es inquebrantable. Conocí a una mujer, tenía cuatro hijos. Les contaba cuentos para que se olvidaran del hambre, aunque apenas podía mover la lengua; los cogía en brazos, aunque no tenía fuerzas para levantarlos. Y es que el amor vivía en ella. La gente se dio cuenta de que allí donde vencía el odio, morían más rápidamente. Aunque el amor tampoco salvó ninguna vida. El pueblo entero murió. La vida desapareció.

Me enteré más tarde de que en nuestro pueblo se hizo el silencio. Ya no se oía a los niños. No necesitaban ni juguetes culturales ni caldos de pollo. Ya no gemían. Nadie. Supe que enviaron a tropas para segar el trigo. Sin embargo, a los soldados del Ejército Rojo no les permitieron entrar en el pueblo, estaban acantonados en tiendas de campaña. Les explicaron que había habido una epidemia. Pero se quejaban de que del pueblo llegaba un hedor horrible. Los militares también sembraron el trigo de invierno. Y al año siguiente trajeron a nuevos colonos de la provincia de Oriol. Sabes, la tierra ucraniana es tierra negra, mientras que en Oriol siempre hay malas cosechas. A las mujeres y a los niños los dejaban en unas barracas cerca de la estación mientras que a los hombres los llevaron al pueblo. Les dieron horcas y les ordenaron entrar en las cabañas a retirar los cadáveres: los muertos, hombres y mujeres, yacían algunos por el suelo, otros en las camas. El hedor en las isbas era espantoso. Tapándose la nariz y la boca con pañuelos, los hombres comenzaban a sacar los cuerpos; pero se deshacían en trozos. Luego enterraron los restos fuera del pueblo. Fue entonces cuando comprendí qué era eso del «cementerio de la escuela rigurosa». Cuando retiraron todos los cadáveres de las isbas, llevaron a las mujeres para que fregaran los suelos y encalaran las paredes. Lo hicieron todo como es debido, pero el hedor no se iba. Dieron una segunda mano de cal y rebozaron los suelos con arcilla, pero el hedor persistía. En aquellas cabañas no pudieron comer ni dormir, se volvieron a Oriol. Pero las tierras no quedaron abandonadas, naturalmente: eran tierras muy ricas.

Fue como si no hubiesen vivido. Pero habían pasado muchas cosas. Amor, mujeres que abandonaron a sus maridos, hijas entregadas en matrimonio, peleas entre borrachos, visitas de amigos, pan recién horneado. Cuánto trabajo y cuántas canciones habían cantado. Y los niños iban a la escuela… Y el cinematógrafo ambulante llegaba al pueblo; también los más viejos iban a ver las películas.

Ya nada de eso queda. ¿Dónde fue a parar esa vida? ¿Dónde están aquellos sufrimientos horribles? ¿Es posible que no haya quedado nada? ¿Es posible que nadie responda por todo aquello? ¿Que todo se olvide, sin una palabra? La hierba lo cubrirá todo.

Ahora te hago una pregunta: ¿cómo ha podido pasar todo esto?

Ves, nuestra noche juntos ha pasado, ya despunta el día. Es hora de prepararse para ir al trabajo.