DULCE Mashenka… Ahora ya no lleva sus medias finas ni su jersey de lana azul marino. Es difícil mantenerse limpio en un vagón de mercancías: escucha, aguzando el oído a la extraña lengua —se diría que no es ruso— que hablan sus vecinas de litera, las ladronas. Mira con espanto a la reina del convoy: una histérica de labios pálidos, amante de un famoso ladrón de Rostov.
Masha ha lavado el pañuelo en su jarra y con el resto de agua se ha fregado las plantas de los pies. Se extiende el pañuelo sobre las rodillas para secarlo y mira atentamente la penumbra.
Los últimos meses se confunden en una niebla: el llanto de Yulka por haberse indigestado en su tercer cumpleaños, las caras de los agentes que efectuaron el registro en su habitación, la ropa, los dibujos, las muñecas, los platos esparcidos por el suelo, el ficus —regalo de boda de su madre— arrancado de la maceta y tirado en el suelo, la última sonrisa del marido en el umbral de la habitación, una sonrisa lastimosa, que implora fidelidad: al acordarse de aquella sonrisa gritaba, se cogía la cabeza; después las semanas de locura en las que todo seguía como antes, pero al lado de la cacerola donde cocinaba las gachas para Yulka estaba el gélido terror de la Lubianka; las colas en la sala de espera de la prisión interna, la voz de la ventanilla: «No se permiten paquetes», las carreras de casa de un pariente a otro, las direcciones de las personas queridas aprendidas de memoria, la venta apresurada y torpe del armario de espejo y los libros publicados por la Academia, el dolor porque una amiga íntima la había dejado de llamar; y de nuevo los visitantes nocturnos, el registro hasta el amanecer, la despedida de Yulka a la que con total seguridad no habían entregado a la abuela sino en un centro de acogida; la celda de la prisión de Butirki, donde hablaban en susurros, donde las cerillas y las espinas de pescado que sacaban de la sopa servían como agujas de coser; el abigarrado centelleo de decenas de pañuelitos, bragas y sostenes que las detenidas secaban agitándolos en el aire; el interrogatorio nocturno: y fue aquí donde por primera vez en su vida le levantaron el puño, la tutearon, la llamaron ramera, prostituta. La acusaron de no haber denunciado al marido, a quien habían condenado a diez años sin derecho a correspondencia por omisión de denuncia de actos terroristas.
Masha no comprendía por qué ella, y decenas de otras como ella, debían denunciar a sus maridos, por qué Andréi, y cientos de otros como él, debían denunciar a los compañeros de trabajo, a los amigos de la infancia. El juez instructor la había convocado una sola vez. Luego habían transcurrido ocho meses de cárcel: día y noche, noche y día. La desesperación se había transformado en una espera embotada del destino, y de repente, como una ola marina, la embestía la esperanza, el convencimiento de un pronto reencuentro con su marido y su hija.
Al final, un celador le entregó una hoja pequeña de papel de fumar donde leyó: 58-6-12[23].
Pero ni siquiera después dejó de tener esperanzas: revocarían la sentencia, el marido sería absuelto, Yulia estaría en casa, y volverían a encontrarse para no separarse ya nunca más. Y ante la idea de ese encuentro la inundaban olas cálidas y frías de felicidad.
Una noche la despertaron: «¡Liubímova, recoja sus cosas!». La subieron a un cuervo[24] y, sin ni siquiera pasar por la prisión de tránsito de Krásnaya Presnia, la llevaron a la estación ferroviaria de Yaroslavl y la cargaron en un convoy.
Un recuerdo vívido le volvía una y otra vez a la memoria: la mañana después del arresto de su marido, como si aquella mañana no hubiese aún acabado. La puerta principal del edificio se había cerrado bruscamente, había oído el ruido de un motor y todo quedó sumido en el silencio. El terror irrumpió en su alma. Sonó el teléfono en el pasillo, el ascensor se detuvo de repente en el descansillo de la escalera, delante de su puerta, una vecina salió chancleteando de la cocina, después el chancleteo cesó de golpe.
Limpió con un trapo los libros tirados en el suelo y los volvió a colocar en la estantería, recogió la ropa desparramada por el suelo e hizo con ella un ovillo: quería hervirla, todo lo que estaba dentro de la habitación le parecía sucio. Metió el ficus en la maceta y acarició sus hojas. Andréi se reía de aquella planta, decía que era un símbolo pequeñoburgués y ella, en el fondo, pensaba lo mismo que él. Pero Masha no le permitía que ofendiera a aquel ficus, nunca le había dejado que lo pusiera en la cocina: le daba pena por su pobre madre. Era tan vieja, ahora, su madre, y se lo había llevado como regalo atravesando todo Moscú, cargando con él hasta el cuarto piso porque el ascensor estaba averiado.
¡Todo estaba en silencio! Sin embargo, los vecinos no dormían. La compadecían, pero le tenían miedo, y se sentían colmados de felicidad porque no habían ido a por ellos con una orden de registro y arresto. Yulenka dormía, y ella ordenaba la habitación. No solía esmerarse tanto con la limpieza. En general era indiferente a las cosas; las lámparas de araña y las hermosas vajillas nunca le habían interesado. Algunas personas la consideraban una mala ama de casa, una mujer descuidada. Pero a Andréi le gustaba la indiferencia de Masha hacia las cosas y el desorden de la habitación. Ahora, no obstante, a ella le parecía que si cada cosa estaba en su lugar se sentiría mejor, más tranquila.
Se miró en el espejo, luego recorrió con la mirada la habitación que acababa de arreglar. Los viajes de Gulliver estaban allí, en la estantería donde se encontraban ayer, antes del registro; el ficus había vuelto a la mesita. Y Yulia, que hasta las cuatro de la madrugada había llorado agarrada a su madre, ahora dormía. El pasillo estaba en silencio, los vecinos todavía no hacían ruido en la cocina.
En su habitación concienzudamente ordenada, Mashenka se hundió en una desesperación lacerante. La ternura y el amor por Andréi la iluminaron, y al instante, en el silencio de la casa, rodeada de objetos familiares, sintió como nunca antes una fuerza despiadada, capaz de inclinar el eje de la Tierra: aquella fuerza se había apoderado de ella, de Yulka, de la pequeña habitación de la cual solía decir:
—No necesito veinte metros cuadrados con un balcón porque aquí soy feliz.
¡Yulia! ¡Andriusha! ¡Se la llevan lejos de ellos! El ruido de las ruedas le desgarra el alma. Se aleja cada vez más de Yulia, cada hora que pasa la acerca a Siberia, a aquella Siberia que le han dado a cambio de la vida con sus seres queridos.
Mashenka ya no lleva su falda de cuadros, la ladrona de labios pálidos se peina el cabello electrizado y crepitante con el peine de Masha.
Sin duda sólo en un joven corazón femenino pueden convivir estos dos tormentos: la inquietud de una madre, el apasionado deseo de salvar a un hijo abandonado, y al mismo tiempo, la infantil sensación de indefensión ante la cólera del Estado, el deseo de esconder la cabeza en el pecho de la madre.
Aquellas uñas sucias y rotas las había llevado arregladas en otro tiempo, el color de su laca de uñas fascinaba a Yulka, a la que su papá había dicho cuando tenía seis años: «Las uñas de mamá son como escamas de pescado». Ya no quedaba ni rastro de la permanente que se había hecho un mes antes del arresto de Andréi, cuando habían ido a festejar el cumpleaños de una amiga, la misma que había dejado de llamarla por teléfono.
Yulenka, su pequeña Yulenka, tan tímida y nerviosa, en un centro de acogida. Masha sofoca un gemido doloroso, los ojos se le enturbian: ¿cómo defender a su pequeña hija de las crueles niñeras del orfelinato, de los niños malvados y traviesos, de la ropa basta y desgarrada del hospicio, de las ásperas sábanas militares, de la almohada llena de agujas de paja? Y el vagón chirría, las ruedas golpean insistentemente: Moscú y Yulia están cada vez más lejos, Siberia cada vez más cerca.
Dios mío, ¿de veras ha ocurrido todo esto? Por un instante tuvo la impresión de que todo lo que estaba sucediendo no era más que un sueño: la penumbra sofocante, la escudilla de aluminio, aquellas ladronas fumando majorka sobre las tarimas de madera rugosa, la ropa interior sucia, la quemazón del cuerpo y la congoja en el corazón: «Que llegue pronto la próxima parada; al menos los guardias nos protegerán de las delincuentes comunes»; pero después, en las paradas, el terror ante las culatas levantadas de los fusiles y los guardias que proferían insultos modificaban su pensamiento: «Ojalá emprendamos pronto la marcha»; incluso las ladronas decían: «El convoy de Vólogda es peor que la muerte».
Pero su desgracia no residía en las tarimas crujientes, ni en el hielo que cubría las paredes de los vagones en cuanto se apagaba la estufa, ni en la crueldad de los guardias ni en las tropelías de las ladronas. Su desgracia consistía en el hecho de que en el vagón se había atenuado el entumecimiento que había encerrado su corazón como en un capullo durante los ocho meses que había pasado en la celda de la prisión.
Sintió con todo su ser los nueve mil kilómetros de movimiento hacia la profundidad sepulcral de Siberia.
Aquí ya no tenía, como en prisión, aquella esperanza absurda de que un día se abriría la puerta de la celda y el carcelero gritaría: «Liubímova, queda libre, recoja sus cosas»; y entonces saldría a la calle Novoslobódskaya y cogería el autobús para ir a casa, donde la esperarían Andréi y Yulia.
En el vagón ya no hay aturdimiento, ni tampoco el desmemoriado cansancio de los campos; hay sólo un corazón que sangra.
¿Y si Yulia moja la ropa interior? ¿Se lavará las manos, se sonará la nariz? Necesita verduras, y de noche se destapa siempre, duerme casi sin ropa.
Ahora Mashenka ya no tiene zapatos, lleva unas botas de soldado, y la suela de una de ellas está rota. ¿De verdad era ella la María Konstantínovna que leía a Blok, que había estudiado filología, la que escribía poesía a escondidas de Andréi? ¿La Masha que corría a la calle Arbat para reservar hora con el peluquero Iván Afanásievich, también conocido como Jean, la Mashenka que no sólo sabía leer libros sino también hacer borsch y tarta Napoleón, y coser, que había amamantado a la hija? ¿Aquella Masha que siempre admiraba a Andriusha, su laboriosidad, su modestia? ¿Aquélla a la que todos admiraban porque amaba a Yulia y Andriusha con tanta devoción, aquella Masha capaz de llorar y de hacer reír, y de ahorrar hasta la última moneda?
El convoy sigue avanzando, y Masha siente los primeros síntomas del tifus: la cabeza confusa, turbia, pesada. Pero no, nada de tifus, está bien. Y de nuevo, en el tren, la esperanza ha encontrado un sendero hacia su corazón. Pronto llegarían al campo y le gritarían: «Liubímova, sal de la fila, hay un telegrama para ti. Estás libre», etcétera, y así sucesivamente: viaja hacia Moscú en un tren de pasajeros, he aquí Sófrino, Púshkino, la estación de Yaroslavl, ve a Andréi, que tiene a Yulia entre sus brazos.
Y la esperanza le hace languidecer: que lleguen pronto a destino, a Siberia, donde recibirá el telegrama que la declara libre. Cómo se apresuran los pequeños pies de Yulia, corre junto al vagón mientras el tren disminuye la velocidad.
Pero ahí está Masha, expoliada por las ladronas, ahí está bajando del tren, con los dedos helados escondidos en las mangas grasientas de su chaquetón acolchado, la cabeza envuelta en una sucia toalla de felpa. Y a su lado, la nieve cruje como vidrio bajo los zapatos de cientos de mujeres moscovitas, condenadas a diez años de campo por no haber denunciado a sus maridos.
Avanzan con las piernas cubiertas con medias de seda, tropezando con los zapatos de tacón alto. Envidian a Masha, sí, ella ha viajado con las ladronas, no con las «mujeres»; la han saqueado, pero ahora tiene un chaquetón acolchado y puede rellenar sus botas con papeles y trapos.
Tropiezan, se dan prisa, caen, las mujeres de los enemigos del pueblo; recogen a toda prisa sus hatillos y pertenencias, que se han desparramado por la nieve, pero tienen miedo de llorar.
Masha mira a su alrededor: a sus espaldas está el depósito ferroviario, los vagones de mercancías se extienden como collares rojos sobre un cuerpo níveo y delante se retuerce una serpiente negra: son las deportadas que bordean una pila de madera espolvoreada de nieve, los escoltas en pellizas fabulosamente cálidas, los mastines que ladran en su pelaje espeso, caliente. Después de más de dos meses en un convoy, el aire deliciosamente puro es más hiriente que una cuchilla de afeitar. Se ha levantado viento, sobre la tierra virgen corre un polvo de nieve seca, la cabeza de la columna desaparece en una bruma blanca. El frío azota la cara y las piernas, a Masha la cabeza le da vueltas.
Y de improviso —a través del cansancio, a través del miedo al congelamiento y la gangrena, a través del sueño de entrar en calor y tomar un baño, a través del estupor ante la vieja corpulenta que lleva unos quevedos y yace en la nieve con una expresión extraña en la cara, estúpidamente caprichosa—, la joven Masha de veintiséis años vio, envuelto en una niebla blanca, su destino en el interior del campo… En su destino anterior; el que quedaba a sus espaldas, a miles de verstas, en el callejón Spasopeskovski, cuelga y se balancea el precinto puesto por la policía. Entre la niebla se vislumbran las torres de vigilancia, los guardias enfundados en sus largas pellizas, las puertas abiertas. En ese instante Masha vio con claridad sus dos vidas: la que se había ido y la que venía.
Corre, tropieza, se sopla los dedos helados, y aquella insensata esperanza no la abandona: ahora llegarán al campo y le comunicarán que van a liberarla. Por eso ella corre de esa manera, se ahoga por las prisas.
¡Qué trabajo tan duro le habían dado! Cómo le punzaba el vientre, cómo le dolían los riñones bajo el peso desmesurado, excesivo para la fuerza de una mujer, de la piedra caliza que tiene que transportar; las alforjas, aun vacías, le parecían de plomo. Cómo pesaban las azadas, las palancas, las vigas, los depósitos de agua sucia, los barriles urinarios llenos de excrementos, las enormes montañas de ropa lavada aún húmeda.
Qué penoso era el camino en medio de la oscuridad y la niebla del crepúsculo hacia el puesto de trabajo; qué agotadores eran los controles en medio del fango y el frío intenso, qué repugnante y a la vez anhelado era el brebaje de maíz donde flotaban trozos de menudillos y asquerosas escamas de pescado que se pegaban al paladar; cómo robaban depravada y pérfidamente en los barracones, qué abyectas conversaciones se mantenían por la noche en los catres, qué abominables dimes y diretes, cuchicheos, susurros; qué constante era el deseo de aquel pan negro rancio, duro, mohoso.
Muja, una delincuente común que trabajaba en las calderas, convivía con una joven de dieciséis años, Lena Rudolf, que dormía al lado de Masha. Lena contrajo la sífilis, se le cayeron las uñas y se quedó calva. El servicio sanitario la transfirió a un campo para inválidos, pero su madre, la buena y servicial Siuzanna Kárlovna, que tenía una mirada luminosa y había conservado en el campo toda su elegancia, continuaba trabajando, aunque tenía todo el cabello blanco. Siuzanna Kárlovna hacía gimnasia antes del amanecer, se frotaba con la nieve.
Masha trabajaba hasta el anochecer como una yegua, una camella, una burra. El campo era de régimen especial, no tenía derecho a correspondencia, no sabía si su marido estaba vivo o lo habían ajusticiado, dónde estaba su Yulka, si había ido a parar a un orfanato, si se había perdido como un animalito sin nombre. Masha se preguntaba si acaso su madre habría dado con la pequeña, pero ni siquiera sabía si su madre estaba viva, si su hermano Volodia estaba vivo. Era como si se hubiese acostumbrado a no saber nada de los suyos, no parecía soñar ni siquiera con una carta, deseaba sólo un trabajo más ligero, no estar expuesta al frío, no ir más a la taiga donde los insectos te devoran sino trabajar en la cocina, en la enfermería.
Pero la melancolía por el marido y la hija persistía y la esperanza no había muerto, sólo se lo parecía: la esperanza dormía. Y Masha sentía su sueño como se siente en los brazos a un niño dormido y, cuando la esperanza se despertaba, el corazón de la joven se llenaba de felicidad, de luz y de aflicción.
Volvería a ver a Yulia y a su marido. Hoy no, naturalmente, ni mañana. Pasarían los años, pero los volvería a ver: cómo has encanecido, qué ojos tan tristes tienes… ¡Yulenka, Yulenka! Aquella chica pálida y delgada era su hija. Y Masha se atormenta: ¿la reconocerá Yulia, se acordará de ella, de su madre del campo, no le dará la espalda?
El vigilante jefe, Semisotov, la había obligado a convertirse en su concubina, le había roto dos dientes, la había golpeado en la sien; eso había ocurrido en el primer otoño que pasó en el campo. Intentó ahorcarse pero no lo consiguió; la cuerda era de mala calidad. Algunas mujeres la envidiaban. Después le sobrevino una triste indiferencia; dos veces a la semana se arrastraba detrás de Semisotov hasta el almacén donde había unos tablones de madera cubiertos de piel de cordero. Semisotov siempre estaba sombrío, callado. Le daba tanto miedo que creía que iba a perder la cordura; incluso tenía conatos de vómito del miedo que le inspiraba cuando, borracho, se enfurecía. Pero una vez le dio cinco caramelos, y ella pensó: «Tendría que enviárselos a Yulia, al orfanato». Y no se los había comido, los había escondido debajo del colchón de paja. Después se los robaron. Una vez Semisotov le había dicho: «Está sucia, prostituta, ni siquiera una campesina se permitiría ir tan mugrienta». La trataba siempre de usted, incluso cuando estaba completamente borracho. Las palabras de Semisotov la alegraron y sin embargo pensó: «Si me echa, me tocará trabajar de nuevo en la piedra caliza».
Una tarde Semisotov se fue del campo y no volvió a aparecer. Más tarde supo que lo habían transferido a otro campo. Se alegró de poder quedarse por las tardes en el catre del barracón, de no tener que ir con la cabeza gacha hasta el almacén. Pero luego la echaron de la oficina donde, cuando estaba Semisotov, fregaba los suelos y encendía las estufas: de hecho, ya no había motivo para seguir consintiéndola y le dieron su puesto a una ladrona, la misma que en el convoy le había robado la chaqueta de lana. Se sintió alegre y ofendida al mismo tiempo: él se había ido sin decirle siquiera media palabra de despedida, la había tratado peor que a un perro. Y pensar que en otro tiempo había tenido un permiso de residencia permanente en Moscú, vivía en una habitación independiente junto con su marido y con Yulia, se lavaba en un baño, comía en un plato.
El trabajo en el campo durante los meses de invierno era muy duro, pero también durante la época estival era duro trabajar, y en los días de primavera y de otoño era igual de pesado; ahora ya no se acordaba de Arbat ni de Andréi, sino únicamente de que cuando Semisotov estaba ahí fregaba suelos en la oficina. Y se preguntaba si de verdad había tenido tanta suerte.
Y sin embargo la esperanza anidaba en su corazón: volvería a ver a su familia… Para entonces, naturalmente, sería vieja, tendría el cabello cano. Y Yulia tendría hijos, pero volverían a verse, no podían no verse de nuevo.
Entretanto su cabeza estaba llena de preocupaciones, temores, angustias. Ahora se le desgarraba la camisa, ahora tenía abscesos, ahora le dolía el vientre y no le daban permiso para ir al servicio sanitario, ahora se le rompía improvisadamente la piel de los talones, y cojeaba, y los peales se le oscurecían de manchas de sangre, ahora se le deshilachaba una de sus válenki[25] ahora necesitaba a toda costa, sin esperar su turno para el baño, lavarse un poco al menos, hacer algo de colada, ahora necesitaba secar el chaquetón acolchado, empapado de lluvia… Y tenía que librar una batalla para conseguir cualquier cosa: un caldero de agua caliente, hilo para remendar, una aguja de alquiler, una cuchara con el mango entero, un retal para hacer un zurcido. ¿Cómo escapar de los mosquitos, cómo protegerse la cara y las manos del hielo, de aquel hielo tan despiadado como los guardias del campo?
Pero los altercados plagados de blasfemias, las riñas entre las reclusas no eran más fáciles de soportar que los trabajos del campo.
Y entretanto, la vida en los barracones continuaba.
La tía Tania, una mujer de Oriol que trabajaba como barrendera, susurra: «Desdichado aquél que vive sobre la Tierra…». Su cara tosca, de campesina, parece cruel, fanática. Pero en la tía Tania no hay crueldad ni fanatismo: sólo bondad. ¿Por qué había ido a parar al campo de reclusión aquella santa? Con qué dulzura incomprensible está dispuesta siempre a fregar el suelo en lugar de cualquier otra, a hacer turnos que no le tocan a ella.
Las viejas monjas, Várvara y Ksenia, hablan en un rápido bisbiseo, pero enmudecen en cuanto las pecadoras mundanas se acercan a ellas. Viven en un mundo aparte: firmar un papel es pecado, pronunciar sus nombres laicos es pecado, beber en el mismo vaso que ha utilizado gente profana es pecado, ponerse el capote corto guateado del campo, el bushlat, es pecado. Tan obstinadas son en su santidad que pueden matarlas, poco les importa. Su santidad es visible en sus ropas, en sus velos blancos, en sus labios fruncidos, pero en sus ojos hay frialdad y desprecio hacia los sufrimientos del campo, hacia el pecado. Para su santa virginidad, las pasiones y las desgracias de las mujeres, los sufrimientos de las madres y las esposas son repugnantes: todo aquello les parece impuro. Lo principal es preservar la limpieza de los velos, de los vasos, mantenerse apartadas, con los labios fruncidos, de la pecaminosa vida del campo. Las ladronas las odiaban, las esposas les tenían poca simpatía, las evitaban.
Esposas, esposas de Moscú, de Leningrado, de Kiev, de Járkov, de Rostov; esposas tristes, prácticas, que no son de este mundo, pecadoras, débiles, dulces, malas, risueñas, rusas y no rusas, vestidas con los capotes del presidio. Mujeres de doctores, ingenieros, pintores y agrónomos, mujeres de mariscales y químicos, mujeres de fiscales y de granjeros deskulakizados, de agricultores rusos y bielorrusos. Todas han seguido a sus maridos en las tinieblas escíticas de aquellos túmulos funerarios llamados barracones.
Cuanto más famoso era el enemigo del pueblo caído en desgracia, más amplio era el círculo de mujeres que le seguían por el sendero del campo: la mujer, la exmujer, la primerísima mujer, la hermana, la secretaria, la hija, la amiga de la mujer, la hija de su primer matrimonio.
De algunas decían: «Es extraordinariamente sencilla, modesta…», de otras: «Oh, es totalmente insoportable, altiva… Se cree una gran dama, como si estuviera en el Kremlin». Estas últimas contaban también allí con un séquito de serviles aduladoras. Las rodeaba una aureola de poder y de perdición irremediable. De ellas se decía en susurros: «No, éstas no saldrán vivas de aquí».
Había mujeres viejas de mirada cansada, tranquila, que habían sido arrestadas en tiempos de Lenin y contaban a sus espaldas con decenas de años de reclusión en el campo. Eran populistas, socialistas-revolucionarias, socialdemócratas. Los guardias les tenían estima, las ladronas las respetaban; no se levantaban de la litera ni cuando el jefe en persona entraba en el barracón. Se contaba que una de ellas, Olga Nikoláyevna, una viejecita con el pelo todo blanco, había sido anarquista antes de la Revolución. Había lanzado una bomba al carruaje del gobernador de Varsovia, había disparado contra un general. Y ahora ahí está, sentada sobre el tablón de la litera, leyendo un librito y bebiendo agua caliente de una jarra. Una vez que Masha había vuelto de noche del almacén de Semisotov, aquella viejecita se le había acercado, le había acariciado la cabeza y le había dicho: «Mi pobre niña». Ay, cómo había llorado entonces Masha.
No lejos de Masha yace en la litera Siuzanna Kárlovna Rudolf. Su marido, un profesor alemán americanizado, era un socialista cristiano que se había instalado con su familia en la Rusia soviética y había adoptado la ciudadanía del país. El profesor Rudolf había sido condenado a diez años sin derecho a correspondencia: fue fusilado en la Lubianka. Siuzanna Kárlovna y sus tres hijas, Agnessa, Luiza y Lena, habían sido enviadas a campos de régimen especial. Siuzanna Kárlovna no sabía nada de sus hijas; ni siquiera la más pequeña, Lena, estaba ahora con ella: había sido transferida a un campo para inválidos. Siuzanna Kárlovna no saluda a Olga Nikoláyevna porque la vieja ha tildado a Stalin de fascista y a Lenin de asesino de la libertad rusa. Siuzanna Kárlovna dice que con su trabajo contribuye a edificar un mundo nuevo y eso es lo que le da fuerzas para soportar la separación de su marido y sus hijas. Siuzanna Kárlovna contaba que cuando vivían en Londres se habían hecho amigos de Herbert G. Wells, y que en Washington se habían encontrado con el presidente Roosevelt, al que le gustaba conversar con su marido. Ella lo acepta todo, todo está claro para ella, sólo una cosa le resulta incomprensible: había visto al hombre que fue a arrestar al profesor Rudolf meterse en el bolsillo una moneda grande de oro, una pieza de coleccionista, grande como la mano de un niño, con un valor de cien dólares. En aquella moneda aparecía el perfil de un indio adornado con un tocado de plumas. El hombre que había efectuado el registro había cogido la moneda para su hijo pequeño sin pararse a pensar siquiera que se trataba de una moneda de oro.
Todas aquellas mujeres —puras o corrompidas, extenuadas o resistentes— vivían en el mundo de la esperanza. Una esperanza que ahora se dormía, ahora se despertaba, pero que nunca las abandonaba.
Masha también esperaba, con una esperanza atormentadora. Pero era esa esperanza la que le permitía respirar, incluso cuando la atormentaba.
Después del riguroso invierno siberiano, largo como una condena que hay que purgar, había llegado una pálida primavera, y a Masha la enviaron, junto con otras dos mujeres, a desescombrar el camino que llevaba a la ciudad socialista, donde los jefes y el personal asalariado vivían en casitas de troncos.
De lejos le había parecido reconocer, en las ventanas altas, los visillos de cuando vivía en la calle Arbat y la silueta de un ficus. Veía a una niña con una cartera escolar subiendo los escalones del zaguán y entrar en la casa del jefe de administración de los campos de régimen especial.
El guardia que las escoltaba le había dicho: «Eh, tú, ¿has venido a ver cine?». Cuando después, a la luz del crepúsculo, regresaron al campo, cerca del almacén de la serrería oyeron la radio de Magadán.
Masha y las dos mujeres que se arrastraban a su lado sobre el barro dejaron las palas y se detuvieron.
Sobre el fondo del cielo descolorido se erguían torres de vigilancia donde los centinelas en pellizas cortas y negras se habían posado como enormes moscas, y los barracones chatos parecían haber brotado de la tierra y luego haber reconsiderado si no era mejor quedarse allí debajo.
La música no era triste, era una música alegre, de baile, y Masha, al escucharla, lloraba como nunca antes había llorado en su vida. Sus dos compañeras, una vieja deskulakizada y una anciana mujer de Leningrado que llevaba unas gafas con los cristales rajados, también lloraban al lado de Masha. Y parecía que las grietas de las gafas fueran rastros dejados por las lágrimas.
El hombre que las escoltaba se quedó desconcertado: las reclusas lloraban en contadas ocasiones, sus corazones estaban atrapados en el hielo, como la tundra.
Con un empujón en la espalda, les pidió:
—Venga, basta ya, mujerzuelas. Andando, os lo pido por favor.
El hombre miraba a su alrededor; nunca se le hubiese ocurrido pensar que aquellas mujeres lloraban por la radio.
Ni siquiera la propia Masha comprendía por qué su corazón se había llenado tan repentinamente de melancolía y desesperación; como si todas las cosas que había conocido en la vida se hubiesen unido en un todo: el amor de su madre, el vestido de lana de cuadros que le quedaba tan bien, Andriusha, las poesías que amaba, la cara temible del juez instructor, el amanecer con el súbito centelleo del sol sobre el mar azul, en Kelasuri, cerca de Sujum, el balbuceo de Yulka, Semisotov, las monjas viejas, las peleas desenfrenadas de las mujeres-macho, la angustia que le provocaba el hecho de que la jefe de brigada, entornando los ojos, hubiera comenzado a mirarla fijamente, tal como la miraba Semisotov. ¿Por qué de repente al oír aquella alegre música de baile había comenzado a sentir la camisa sucia sobre el cuerpo, los zapatos pesados como planchas de hierro y el hedor ácido de su capote? ¿Por qué de improviso, rasgándole el corazón como una cuchilla de afeitar, le había asaltado esta pregunta: qué había hecho ella, Masha, para merecer aquel frío gélido, la depravación espiritual, la resignación paulatina a su destino de presidiaria?
La esperanza, aquel peso vivo que siempre le había oprimido el corazón, había muerto…
Bajo el alegre sonido de aquella música de baile Masha perdió para siempre la esperanza de volver a ver a Yulia, extraviada entre los orfanatos, las casas de acogida, las colonias y los hospicios de la inmensa Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Al ritmo del alegre sonido de aquella música bailaban los chicos en las residencias y en los clubes estudiantiles. Y Masha comprendió que su marido ya no se hallaba en ningún lado, que lo habían fusilado y que no volvería a verle nunca más.
La esperanza la había abandonado, se había quedado completamente sola… Nunca vería a Yulia, ni hoy ni de vieja con los cabellos canos, nunca.
Dios mío, Dios mío, ten piedad de ella, Señor; perdónala.
Un año después Masha abandonó el campo. Antes de recobrar la libertad, permaneció acostada en una cabaña helada, sobre una tarima de pino. Ya no la apremiaban para que fuese a trabajar. Nadie la maltrataba. Los camilleros depositaron a Masha Liubímova en una caja cuadrangular, hecha de tablas que el servicio de control técnico había desechado. Miraron por última vez su cara. Tenía una expresión de dulce éxtasis infantil, de confusión, la misma con la que había escuchado, al lado del almacén de la serrería, aquella música alegre, primero sintiendo alegría, luego comprendiendo que no había esperanza.
E Iván Grigórievich pensó que en los trabajos forzados de Kolimá no había igualdad entre el hombre y la mujer: a pesar de todo, el destino de los hombres era más fácil.