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EN los últimos días Iván Grigórievich se había mostrado taciturno, casi no hablaba con Anna Serguéyevna. Pero en el trabajo a menudo se acordaba de ella y de Aliosha, y no paraba de mirar el reloj colgado en el taller de cerrajería para saber si faltaba poco para volver a casa.

Y por alguna razón, en aquellos días silenciosos, mientras pensaba en la vida concentracionaria, se había acordado sobre todo del destino de las mujeres en los campos… Nunca, le parecía, había pensado tanto en las mujeres.

La igualdad entre el hombre y la mujer no se estableció en las cátedras y en las obras de los sociólogos. La igualdad se confirmó no sólo en el trabajo de las fábricas, en los vuelos al espacio o en el fuego de la Revolución: se confirmó en la historia de Rusia, ahora, siempre y por los siglos de los siglos, en los sufrimientos de la servidumbre, de los campos, de los convoyes y de las cárceles.

En los años de servidumbre y en Kolimá, Norilsk y Vorkutá, las mujeres alcanzaron la paridad con los hombres.

El campo confirmó una segunda verdad, tan sencilla como un mandamiento: la vida de hombres y de mujeres es inseparable.

Hay una fuerza satánica en prohibir, en reprimir. Apresada por el dique, el agua de los ríos y de los torrentes manifiesta una fuerza misteriosa, oscura. Esta fuerza oscura escondida en el chapoteo amable, en los reflejos de los rayos del sol, en la oscilación de los nenúfares, de repente descubre la maldad implacable del agua, que destruye las piedras e impulsa las aspas de las turbinas a una velocidad de locura.

La potencia del hambre es despiadada si una barrera separa al ser humano de su pan. La buena y natural exigencia de comer se transforma en una fuerza que destruye millones de vidas, constriñe a las madres a comerse a sus propios hijos: la fuerza de la barbarie y el embrutecimiento.

La prohibición que en el campo separa a los hombres de las mujeres deforma sus cuerpos y sus almas.

Todo en la mujer —su ternura, su entrega, su pasión, su instinto maternal— es el pan y el agua de la vida. Y todo esto nace en ella porque en este mundo hay maridos, hijos, padres, hermanos. Y lo que colma la vida de los hombres es la existencia de mujeres, madres, hijas, hermanas.

Pero he aquí que se introduce en la vida la fuerza de la prohibición. Y todo lo que hay sencillo y bueno —el pan y el agua de la vida— revela de repente su vil maldad y su tenebrosidad.

Como por obra de un hechizo, la violencia y la prohibición transforman ineludiblemente todo lo bueno en malo en el interior del hombre.

Entre los campos de las mujeres y los campos de los hombres se extendía una estrecha franja de tierra desierta; la llamaban zona de fuego: las ametralladoras abrían fuego en cuanto una persona hacía su aparición en aquella tierra de nadie. Arrastrándose, los delincuentes cruzaban la zona de fuego, cavaban pasos subterráneos, pasaban por debajo de las alambradas o se encaramaban a ellas, y los que no tenían suerte se quedaban allí echados, con la cabeza atravesada por un balazo y las piernas rotas. Todo aquello recordaba el loco y trágico curso de los peces que desovan en los ríos cerrados con diques.

En los siniestros campos de régimen especial —donde por largos años las mujeres no veían la cara de un hombre, no oían una voz masculina—, cuando los mecánicos, los conductores o los carpinteros iban allí por algún trabajo, aquéllas los martirizaban, los torturaban, los mataban. Los hombres delincuentes tenían miedo de aquellos campos donde las mujeres consideraban que tocar la espalda de un hombre muerto era la dicha suprema; tenían miedo de ir allí, incluso bajo la protección de armas de fuego.

Una desdicha lúgubre y tétrica mutilaba a la gente de los campos, los transformaba en monstruos.

En el presidio las mujeres obligaban a otras mujeres a un concubinato contra natura. En los barracones femeninos había unos personajes absurdos: las mujeres-macho, con voces roncas, andares masculinos, maneras viriles, que llevaban los pantalones metidos por dentro de las botas de soldado. Y a su lado surgían unas pobres criaturas perdidas: sus hembras.

Las mujeres-macho bebían chifir[22], fumaban majorka y cuando estaban borrachas golpeaban a sus falsas y frívolas amigas, pero al mismo tiempo las protegían a puñetazos y cuchillazos de las ofensas y las rudas pretensiones de las otras. Aquel trágico y monstruoso mundo de relaciones era el amor en los campos de trabajos forzados. Algo terrible, que no suscitaba la risa ni conversaciones picantes, sino sólo horror en las almas de los ladrones y los asesinos.

En presidio, el frenesí del amor ignoraba las distancias de la taiga, los alambres de espino, las murallas, los centinelas, los muros de piedra, los barracones de máxima seguridad; se exponía a los perros lobo, al filo de la navaja, a los balazos de los guardias. Es así, con los ojos desorbitados, la espina dorsal rota, como desovan los peces salidos del océano, que se lastiman contra las rocas y los guijarros en los rápidos y las cascadas…

Pero al mismo tiempo, los hombres de los campos conservaban su amor por sus mujeres y sus madres; mientras, las novias «por correspondencia» —que nunca habían visto ni verían a sus novios escogidos por carta de otros campos— estaban dispuestas a soportar cualquier tortura para seguir siendo fieles a su elegido desafortunado, para creer en aquella ficción imaginaria.

Algo se le puede perdonar al hombre si, en el lodo y el hedor de la violencia concentracionaria, continúa siendo un ser humano.