11

ALIOSHA, el sobrino de Anna Serguéyevna, era tan bajo de estatura que parecía tener ocho años. Estaba en sexto curso y, al volver de la escuela, una vez había transportado el agua y lavado los platos, se ponía a hacer sus deberes.

A veces levantaba los ojos hacia Iván Grigórievich y le decía:

—Pregúntame de historia, por favor.

Un día que Aliosha estaba estudiando biología, Iván Grigórievich, para pasar el rato, se puso a modelar figuritas de barro de diferentes animales que estaban dibujados en el libro de texto: una jirafa, un rinoceronte, un gorila. Aliosha se quedó boquiabierto ante los animales hechos de barro, que le parecían muy bonitos. Los miraba, los cambiaba de sitio; por la noche los colocó a su lado, sobre una silla, junto a la cama. Al amanecer, antes de ir a hacer cola para la leche, el niño preguntó con un susurro apasionado al inquilino, que se estaba lavando en el pasillo:

—Iván Grigórievich, ¿puedo llevarme sus animales a la escuela?

—Claro, por favor, son tuyos —respondió Iván Grigórievich.

Por la tarde Aliosha contó a Iván Grigórievich que la profesora de dibujo le había dicho:

—Dile de mi parte a tu inquilino que, con sus aptitudes, debería tomar clases sin falta.

Mijaliova, que por primera vez había visto a Iván Grigórievich reírse, le dijo:

—Vaya a ver a la profesora y no se ría; tal vez podría redondear el sueldo trabajando por las tardes; ¿no ve la vida que lleva ganando trescientos setenta y cinco rublos al mes…?

—No importa, a mí me bastan —dijo Iván Grigórievich—; y eso de estudiar tendría que haberlo hecho hace treinta años.

Al instante pensó: «¿Por qué me inquieto? ¿Quiere decir eso que estoy vivo? ¿O estoy muerto?».

Un día Iván Grigórievich le estaba explicando a Aliosha la expedición de Tamerlán y notó que Anna Serguéyevna, que había dejado de coser, lo escuchaba atentamente.

—Su lugar no está en un artel —le dijo riendo.

—Ay —replicó él—. ¿Qué otra cosa podría hacer? Todos mis conocimientos proceden de libros con páginas arrancadas, sin principio ni fin.

Aliosha pensó que tal vez por eso Iván Grigórievich inventaba a voluntad, mientras que los maestros recitaban el libro de texto de cabo a rabo.

Esta historia fútil, la de las figuritas de arcilla, turbó a Iván Grigórievich. Por supuesto, no poseía un verdadero talento. Pero ¿cuántos jóvenes físicos, historiadores, especialistas en lenguas antiguas, filósofos, músicos, jóvenes Swift y Erasmos de Rotterdam rusos había visto morir con sus propios ojos, «les habían enfundado en el abrigo de madera»?

La literatura prerrevolucionaria a menudo lloraba la triste suerte de los actores, músicos y pintores nacidos siervos. Pero ¿quién, en la literatura actual, ha suspirado por aquellos jóvenes y muchachas a los que no les fue dado pintar sus cuadros y escribir sus libros? La tierra rusa engendra en abundancia a sus propios Platónov y a sus Newton de mente ágil, pero con qué atroz sencillez devora a sus hijos.

El teatro y el cine suscitaban en Iván Grigórievich tristeza y angustia; le daba la impresión de que alguien le obligaba a mirar fijamente el escenario y no le dejaba salir. Muchas novelas y poesías le provocaban una insoportable sensación de fastidio, casi como si quisieran meterle algo en la cabeza. Le parecía que en los libros se describía una vida diferente, desconocida para él, donde no existían barracones de máxima seguridad, ni jefes de brigada, ni vigilantes, ni delegados operativos[19], ni sistemas de pasaporte, ni ninguno de aquellos sentimientos, sufrimientos y miedos que experimentaban los hombres a su alrededor…

Los escritores inventaban a la gente, sus ideas y sus sentimientos, inventaban las habitaciones donde vivían, los trenes en los que viajaban: la literatura que se llamaba realista no era menos convencional que las novelas bucólicas del siglo XVIII. Los koljosianos, los obreros y las campesinas de la literatura parecían emparentados con aquellos aldeanos bien ataviados y esbeltos, con aquellas pastorcillas de cabellos rizados que tocaban el flautín y bailaban en los prados entre blancos borreguitos adornados con cintas azules.

Durante los años pasados en los campos, Iván Grigórievich había aprendido muchas cosas sobre las debilidades humanas. Ahora veía claramente que esas debilidades existían a ambos lados de la alambrada… Los sufrimientos no sólo purificaban. En los campos, la lucha por obtener una cucharada más de sopa o privilegios en el trabajo era feroz, y los débiles se rebajaban hasta un nivel lamentable. Ahora, en libertad, Iván Grigórievich intuía que otras personas, altivas y bien cuidadas, también rebañarían con la cuchara las escudillas que otros habían vaciado o acecharían ávidamente, como chacales, alrededor de la cocina en busca de mondas y hojas podridas de col.

La gente abatida, oprimida por la violencia, la inanición, la falta de calor, de tabaco, que se convertía en chacales de los campos, con la mirada errática a la búsqueda de migajas de pan y colillas baboseadas, le inspiraba compasión.

La gente de los campos le ayudaba a comprender a los hombres en libertad. Había visto en estos últimos la misma lastimosa debilidad, crueldad, avidez y miedo que en los barracones de los campos. Todos eran idénticos, y los compadecía.

En las novelas y las poesías, los soviéticos, de la misma manera que en el arte medieval, expresaban su idea de la Iglesia, de Dios; aclamaban al verdadero Dios, el hombre no existía por sí mismo sino por Dios, existía para cantar alabanzas a ese Dios y a esa Iglesia. Ciertos escritores, tratando de hacer pasar la mentira por verdad, reproducían con especial esmero los detalles de la ropa, el mobiliario, y poblaban sus vívidas escenografías de personajes imaginarios en busca de Dios.

Y tanto en libertad como en los campos la gente no quería reconocer que todos eran exactamente iguales en su derecho a la libertad. Algunos desviacionistas de derechas se creían inocentes, pero consideraban justas las represiones contra los desviacionistas de izquierdas. Ni los de derechas ni los de izquierdas apreciaban a los así llamados espías: a los que se carteaban con familiares que se encontraban en el extranjero o bien a aquellos cuyos padres rusificados tenían apellidos polacos, letones o alemanes.

Por mucho que los campesinos dijeran que habían vivido toda su vida del trabajo de sus manos, los prisioneros políticos no les creían: «Sabemos que si hubieseis sido pobres no os habrían deskulakizado».

Iván Grigórievich le había dicho una vez a su vecino de catre, un excomandante del Ejército Rojo:

—¿Cómo es posible que usted, que ha entregado su vida a la idea del bolchevismo, un héroe de la guerra civil, esté aquí detenido acusado de espionaje?

Aquél le respondió:

—Conmigo cometieron un error, pero el mío es un caso particular. No se puede comparar siquiera…

Cuando los delincuentes comunes, después de escoger a una víctima, empezaban a torturarla y a robarle, algunos presos políticos giraban la cara, otros se quedaban sentados con una expresión embotada e inmóvil en sus caras, otros se alejaban o bien se hacían los dormidos, tapándose la cabeza con la colcha.

Cientos de detenidos, entre ellos excombatientes y héroes de guerra, se sentían impotentes frente a un puñado de delincuentes comunes. Éstos armaban escándalo, se consideraban a sí mismos patriotas y a los presos políticos fascistas, enemigos de la patria. En los campos, los hombres, cada uno por sí mismo, eran como granos secos de arena.

Uno estaba convencido de que sólo se había cometido un error con él, pero que, en general, «no detenían a la gente sin motivo».

Otros razonaban así: «cuando estábamos en libertad pensábamos que no detenían a la gente porque sí, pero ahora hemos comprendido en nuestra propia piel que pueden detenerte por nada». Pero no extraían ninguna conclusión de ello; se limitaban a suspirar, resignados.

Un trabajador de la Internacional de la Juventud Comunista, ortodoxo y dialéctico, un hombre demacrado que sufría constantes crisis nerviosas, explicó a Iván Grigórievich que no había cometido ningún delito contra el Partido, pero que los órganos de seguridad habían tenido razón al arrestarlo como espía y traidor; sí, no había cometido ningún delito, pero pertenecía a un sector hostil al Partido, un sector que había dado a luz traidores, trotskistas, oportunistas y escépticos.

Un preso inteligente, exfuncionario regional del Partido, conversando un día con Iván Grigórievich, le había dicho:

—Cuando se tala el bosque, las astillas vuelan, pero la verdad del Partido es siempre la verdad y está por encima de mi desgracia. —Y, señalándose a sí mismo con una mano, añadió—: Yo soy una de esas astillas.

Éste se quedó desconcertado cuando Iván Grigórievich le dijo:

—Precisamente en eso consiste la desgracia: ¿para qué talar el bosque?

Eran contadas las ocasiones en que Iván Grigórievich se había encontrado en el campo con gente que realmente hubiera luchado contra el poder soviético.

Los antiguos oficiales zaristas no habían ido a parar al campo por haber formado una organización monárquica sino porque habrían podido hacerlo.

En los campos cumplían pena socialdemócratas y socialrevolucionarios. Muchos de ellos habían sido arrestados cuando habían comenzado a mostrarse leales e inactivos políticamente. No los habían encarcelado porque hubieran luchado contra el Estado soviético sino porque existía una posibilidad de que lo hicieran.

Los campesinos eran enviados a los campos, y no porque lucharan contra los koljoses. Los encerraban porque, en determinadas condiciones, habrían podido oponerse a ellos.

Algunos acababan en los campos por haber expresado una crítica inocente: a uno no le gustaban los libros y las obras teatrales premiadas por el Estado, a otro la radio nacional y los bolígrafos. En determinadas circunstancias esa gente habría podido convertirse en enemigos del pueblo.

Otras personas habían sido confinadas en el campo por haber mantenido correspondencia con una tía o un hermano que vivían en el extranjero: tenían más posibilidades de convertirse en espías que los que no tenían parientes en el extranjero.

No se ejercía el terror contra los criminales sino contra las personas que, según los órganos de represión, tenían mayor posibilidad de acabar siéndolo.

Aparte de ese tipo de presos había otros en los campos que sí eran verdaderamente hostiles al poder soviético, que habían luchado contra él: viejos socialistas-revolucionarios, mencheviques, anarquistas o partidarios de la independencia de Ucrania, Letonia, Estonia y Lituania, y durante la guerra, partidarios de Stepán Bandera.

Los presos soviéticos los consideraban sus enemigos, pero al mismo tiempo admiraban a aquellos hombres a los que habían encarcelado por una causa.

En un campo de régimen especial Iván Grigórievich se había encontrado con un adolescente, un escolar, Boria Romashkin, condenado a diez años de reclusión: había compuesto unas octavillas donde acusaba al Estado de tomar represalias contra gente inocente, las había escrito a máquina y las había fijado por la noche en las fachadas de algunas casas de Moscú. Boria había contado a Iván Grigórievich que en el curso de la instrucción le habían ido a ver decenas de funcionarios del ministerio de la seguridad nacional, entre ellos algunos generales: todos estaban interesados en aquel muchacho, arrestado por una verdadera causa. Boria también era famoso en el campo, todo el mundo le conocía, los prisioneros de los campos vecinos preguntaban por él. Cuando Iván Grigórievich, después de ochocientos kilómetros recorridos en etapas, llegó a un nuevo campo, oyó hablar desde la primera tarde, de Boria Romashkin: su fama corría por toda Kolimá.

Pero lo sorprendente era que la gente condenada por una causa, por haber luchado verdaderamente contra el Estado soviético, consideraba que todos los presos políticos eran inocentes, que todos sin excepción merecían estar en libertad. Y aquéllos que estaban presos por embustes, por causas imaginadas e inventadas —y había millones de personas en esas condiciones—, tendían a amnistiarse sólo a sí mismos y se esforzaban en demostrar la auténtica culpa de espías, kulaks y saboteadores, en justificar la crueldad del Estado.

Entre la mentalidad de los presos y la de los hombres que vivían en libertad había una diferencia profunda. Iván Grigórievich veía que los hombres del campo se mantenían fieles a la época que los había engendrado. En los caracteres y en las ideas de cada uno de ellos vivían varias épocas de la vida rusa. Allí había combatientes de la guerra civil con sus canciones, libros y personajes favoritos; allí había verdes, partidarios de Petliura, con las imborrables pasiones de su tiempo, con sus canciones, sus poesías, sus costumbres; allí había militantes del Komintern de los años veinte, con su entusiasmo, su vocabulario, su filosofía, su manera de comportarse, de pronunciar las palabras; allí había hombres ancianos: monárquicos, mencheviques, socialistas-revolucionarios, que conservaban dentro de sí un mundo de ideas, de comportamientos, de personajes literarios de hacía cuarenta o cincuenta años.

Se podía reconocer a primera vista en un viejo andrajoso, con tos persistente, al débil, decadente aunque siempre noble caballero de la guardia real, y en su vecino de catre, igual de harapiento, con una barba cana sin afeitar, a un socialdemócrata empedernido, y en el enfermero encorvado, a un enchufado, al comisario de un tren blindado.

En cambio, las personas de cierta edad que vivían en libertad no llevaban sobre sí las señas inconfundibles del pasado. El pasado en ellos se había borrado; les resultaba fácil asumir el aspecto del nuevo día: pensaban y vivían en consonancia con el presente. Su jerga, sus ideas, sus pasiones y su sinceridad se adaptaban dóciles y flexibles al curso de los acontecimientos y a la voluntad de las autoridades.

¿Cómo se explicaba esta diferencia? Tal vez en el campo el hombre se aletargase, como anestesiado.

Cuando vivía en el campo, Iván Grigórievich había constatado incesantemente la natural aspiración de los hombres a escaparse de la alambrada, a volver con sus mujeres e hijos. Pero en libertad se había encontrado con gente liberada del campo, y su hipócrita sumisión, el miedo a expresar los propios pensamientos y el horror ante un nuevo arresto eran tan grandes que parecían todavía más encarcelados que cuando se hallaban en los campos de trabajos forzados.

Pese a haber salido de allí, trabajar libremente y vivir con sus seres queridos y allegados, aquellos hombres a veces se condenaban a una forma de cautividad mucho más rigurosa, más total que aquélla a la que les constreñían las alambradas del campo.

Y sin embargo, en medio de los tormentos, la suciedad y la penuria de la vida concentracionaria, la libertad era la luz y la fuerza de aquellas almas cautivas. La libertad era inmortal.

Viviendo en aquella pequeña ciudad, en casa de la viuda del sargento Mijaliov, Iván Grigórievich comenzó a percibir con más fuerza y amplitud el sentido de la libertad.

En el combate que la gente libraba cada día por vivir, en los artificios a los que recurrían los obreros para ganar un rublo más trabajando de noche, en la lucha de los koljosianos por obtener pan y patatas como única ganancia a su trabajo, Iván Grigórievich adivinaba no sólo el deseo de vivir mejor, de alimentar abundantemente a sus hijos y vestirlos. En la lucha por el derecho a confeccionar botas, tejer chaquetas, en la aspiración a sembrar aquello que el labrador quería, se manifestaba aquel deseo natural e indestructible, inherente a la naturaleza humana, que es el deseo de libertad. Y esa misma aspiración la veía y reconocía en la gente del campo. La libertad parecía inmortal a ambos lados del alambre de espino.

Una noche, después del trabajo, comenzó a repasar mentalmente las palabras que utilizaba en el campo. Dios mío, a cada letra del alfabeto le correspondía una palabra concentracionaria… Y sobre cada una se habrían podido escribir artículos, poemas, novelas…

«A» de arresto, «b» de barracón, «c» de campos de mujeres, «d» de dojodiaga[20]…, así hasta el final del alfabeto: «z» de zek[21]. Un mundo inmenso, con su propia lengua, su economía, su código moral. Sí, con los libros que se podrían escribir se llenarían estanterías enteras: ocuparían más espacio que la Historia de las fábricas y las empresas industriales emprendida por Gorki.

He aquí un tema: la historia de un convoy. Formación del convoy, el convoy en marcha, vigilancia del convoy… Qué ingenuos y familiares parecen los convoyes de los años veinte a los prisioneros actuales: el deportado político instalado en un compartimento del vagón de pasajeros en compañía de un guardia filósofo que le obsequia con pastelillos rellenos de carne… Eran los tímidos embriones de la cultura concentracionaria: canosa edad de piedra, un pollito apenas salido del cascarón…

Ahora, en cambio, un convoy de sesenta vagones va hacia la región de Krasnoyarsk: una ciudad carcelaria móvil, vagones de mercancías de cuatro ejes, ventanillas enrejadas, catres en tres pisos, vagones depósito, vagones llenos de vigilantes, vagones cocina, vagones con perros policiales que durante las paradas corretean a lo largo del convoy; el jefe del convoy, como el pachá oriental de un cuento, rodeado de los halagos de los cocineros, de las odaliscas-prostitutas. Durante los controles, un vigilante entra en el vagón y los demás guardias, con las armas automáticas apuntando hacia las puertas abiertas del vagón de mercancías, mantienen bajo mira a los detenidos: los hombres se apiñan formando un grupo compacto, pero el vigilante empuja con habilidad a los detenidos que ha señalado hacia otra parte del vagón, y por mucho que el prisionero se dé prisa, el guardia siempre logra propinarle un bastonazo en el trasero o en el cráneo.

No hace mucho tiempo, poco después de la Gran Guerra Patriótica, se instalaron peines de acero bajo el fondo de los vagones de cola. Si durante el trayecto un detenido desmonta el suelo y se lanza de plano sobre las vías, el peine lo agarrará, lo estirará y lo arrojará bajo las ruedas. ¡Ni para ti ni para mí! Para los que después de romper el techo del vagón se encaraman a él, han instalado proyectores que, como puñales, atraviesan las tinieblas, desde la locomotora hasta el último vagón; y la ametralladora que vela el convoy sabe qué tiene que hacer si un hombre corre sobre el techo… Sí, todo evoluciona. La economía del convoy ha cristalizado. Está todo: el valor añadido, el bienestar de los oficiales del convoy en su vagón de estado mayor, la reducción de las raciones de los detenidos y de los perros, la compensación del traslado calculada en función de los sesenta días de trayecto del convoy hacia los campos de la Siberia Oriental, la circulación de mercancías en el interior de los vagones, la feroz acumulación primitiva y la pauperización paralela. Sí, todo fluye, todo muta, nadie entra dos veces en el mismo convoy.

Pero ¿quién describirá la desesperación de ese movimiento que aleja a esos hombres de sus mujeres, aquellas confesiones nocturnas entre el sonido metálico de las ruedas y el chirrido de los vagones, la sumisión, la confianza, el hundimiento en el abismo de los campos; las cartas tiradas desde las tinieblas de los vagones de mercancías a las tinieblas del inmenso buzón de la estepa y que llegaban a su destino?

En el convoy todavía no se tienen las costumbres del campo, no se conoce todavía la fatiga, la cabeza no está llena de las preocupaciones concentracionarias; para el corazón ensangrentado todo es insólito, todo es horrible: la penumbra, los chirridos, los tablones ásperos, la temible agilidad de los ladrones, la mirada de cuarzo de los guardias de escolta.

Alguien levanta sobre los hombros a un chico hasta la ventanilla, y éste grita:

—Abuelo, abuelo, ¿adónde nos llevan?

Y todos en el vagón de mercancías oyen la voz rota, arrastrada, senil:

—A Siberia, querido, a los trabajos forzados…

De repente, Iván Grigórievich pensó: «¿Era de veras mi camino, mi destino? Sí, con aquellos convoyes empezó mi ruta. Pero ahora el viaje ha terminado».

Aquellos recuerdos de los campos, que a menudo le venían de improviso, lo atormentaban por su carácter caótico. Sentía y recordaba que podía orientarse en el caos, que tenía fuerzas para hacerlo y que ahora, acabado el periplo de los campos, había llegado el momento de ver con claridad, de distinguir las leyes en el caos de los sufrimientos, las contradicciones entre la culpa y la santa inocencia, entre la falsa confesión de sus crímenes y la devoción fanática, entre la absurdidad de la masacre de millones de seres inocentes y de fieles al Partido y el férreo significado de aquellos asesinatos.