UNA sensación de calma y tristeza se apoderó de Iván Grigórievich cuando las gestiones para encontrar una vivienda y un trabajo finalizaron, y, contratado como operario en un artel[16] para inválidos, vio aparecer en su pasaporte el anhelado sello del permiso de residencia y pudo alquilar por cuarenta rublos un rincón a la viuda del sargento Mijaliov, muerto en el frente.
En casa de Anna Serguéyevna —una mujer delgada, todavía joven pese a sus cabellos canosos— vivía un sobrino de doce años, hijo de una hermana muerta, un chico pálido que siempre llevaba una chaqueta zurcida con retales y tan asombrosamente tímido, silencioso y lleno de curiosidad como sólo los hay en las familias míseras, pobres. En la pared colgaba un retrato de Mijaliov: un hombre de cara triste, como si ya entonces, cuando le tomaron la fotografía, previese cuál sería su destino. El hijo de Anna Serguéyevna prestaba servicio militar en destacamentos de escolta. Su fotografía —tenía los mofletes abultados y llevaba el pelo cortado al rape— estaba colgada junto a la de su padre.
A Mijaliov lo habían dado por desaparecido durante los primeros días de la guerra, cuando la unidad en la que servía, no lejos de la frontera, fue destruida por los tanques alemanes; nadie pudo testimoniar si Mijaliov se había quedado allí, sin recibir sepultura, muerto por un tirador alemán, o bien se había entregado al enemigo, razón por la cual el comisariado de guerra no le había concedido una pensión a la viuda.
Anna Mijaliova trabajaba como cocinera en un comedor. Pero su vida era dura. Su hermana mayor, que trabajaba en un koljós, una vez le había enviado del campo un paquete para el sobrino huérfano: una torta seca de harina negra y salvado, y miel turbia con restos de cera.
También Mijaliova, cuando tenía oportunidad, enviaba alimentos a la hermana en el campo: harina, aceite de girasol y, en algunos casos, pan blanco y azúcar.
A Iván Grigórievich le sorprendía que Anna Serguéyevna, pese a trabajar en una cocina, estuviese delgaducha y pálida. En el campo se reconocía de inmediato, entre la multitud de detenidos, al cocinero por su cara llena.
Mijaliova no hacía preguntas a Iván Grigórievich acerca de su vida pasada en los campos. El único que le interrogó en detalle fue el responsable de personal del artel. Pero Anna Serguéyevna, sin preguntar nada, había descubierto muchas cosas observando a Iván Grigórievich con sus ojos acostumbrados a comprender la vida.
Podía dormir sobre tablones, bebía agua caliente sin té ni azúcar, masticaba pan seco, en lugar de calcetines se enrollaba los pies con trozos de tela, no tenía ropa de cama pero ella había notado que la camisa que se ponía, aunque amarillenta de tanto lavarla, tenía el cuello limpio, y que cada mañana cogía una caja de caramelos arrugada y desconchada, se lavaba los dientes con el cepillo y después se enjabonaba concienzudamente la cara, el cuello y los brazos hasta el codo.
El silencio nocturno le parecía extraño a Iván Grigórievich. Durante décadas se había acostumbrado a los ronquidos, al resoplido colectivo, a los bisbiseos, a los gemidos de los cientos de personas que dormían en los barracones, al ruido de los martillos, al rechinar de las ruedas. En todo ese tiempo, únicamente había estado solo en celdas de castigo, y aquella vez, en el curso de la instrucción, en que lo habían mantenido aislado durante tres meses y medio. Pero el silencio de ahora no tenía la tensión del silencio en la celda.
Había encontrado trabajo en el artel por una feliz casualidad: en un jardín público había intercambiado unas palabras con un tipo, un tísico tan encorvado que parecía un patín de trineo colocado en vertical. Éste le había contado que dejaba su puesto de trabajo como contable en un artel para inválidos, que se iba; se iba porque no quería que le enterraran en aquella ciudad donde el cementerio se hallaba en una zona pantanosa y los ataúdes flotaban en el agua. Y el contable, después de morir, quería reposar con todas las comodidades. Había ahorrado dinero para un féretro de roble, había comprado tela roja de buena calidad para tapizarlo por dentro y una caja de clavos de cobre, de ésos que se utilizaban para revestir los sofás de cuero de las estaciones. No quería mojarse con todos aquellos bienes.
Hablaba de todo esto con la voz tranquila de un hombre que se dispone a mudarse a un apartamento nuevo, más cómodo.
Recomendado por el «nuevo inquilino», como Iván Grigórievich lo había motejado en su fuero interno, encontró un puesto como operario en el artel, donde fabricaban cerraduras y llaves además de estañar y soldar menaje de cocina. A Iván Grigórievich le resultaron muy útiles las habilidades que en un tiempo había adquirido en los campos como mecánico en un taller de reparaciones.
Entre los obreros había lisiados de la Segunda Guerra Mundial, tullidos a causa de accidentes laborales en la industria o en el transporte e incluso tres ancianos que habían sufrido mutilaciones en la guerra de 1914. En el artel encontró a un veterano de los campos: Mordan, un obrero de la fábrica Putílov, condenado en 1936 por el artículo 58[17] y puesto en libertad después de acabar la guerra. Mordan no había querido volver a Leningrado, donde su mujer e hija habían muerto durante el sitio, así que se había ido a vivir con su hermana, a una ciudad del sur, y había comenzado a trabajar en el artel.
Los inválidos del artel eran, la mayoría de las veces, gente alegre que se inclinaba por tomarse la vida con humor, pero a veces alguno tenía un ataque epiléptico y el estruendo de los martillos y la estridencia de las limas se mezclaban con el grito del epiléptico que comenzaba a golpearse contra el suelo.
A Patashkovski, un estañador con los bigotes canosos, hecho prisionero en la guerra de 1914 (decían que era austríaco pero se hacía pasar por polaco), se le agarrotaban de repente las manos y se quedaba petrificado en su banqueta, con el martillo levantado, la cara inmóvil, una expresión altiva. Para desentumecerlo había que cogerlo por los hombros y sacudirlo. En otra ocasión el ataque epiléptico de uno de los inválidos provocó una reacción en cadena a muchos otros, y por todo el taller tanto jóvenes como viejos comenzaron a gritar y a golpearse contra el suelo.
Iván Grigórievich experimentaba una sensación insólita, hermosa: trabajaba como un asalariado libre, sin escoltas ni centinelas apostados en las torres de observación. Era extraño: el trabajo era casi el mismo, las herramientas le resultaban familiares, pero nadie le llamaba carroña, ningún ladrón le levantaba la mano, ningún perro le amenazaba con un bastón.
Iván Grigórievich pronto descubrió los métodos que empleaba la gente para redondear sus modestos ingresos. Algunos compraban por cuenta propia, de manera privada, el material y fabricaban cacerolas y teteras. Las vendían a través del artel, al precio estatal, ni más ni menos. Otros se ponían de acuerdo con los clientes para reparar en privado cachivaches de todo tipo y se quedaban el dinero sin firmar ningún recibo. Les cobraban el mismo precio que fijaba el Estado, ni más ni menos.
Mordan, cuyas manos eran tan grandes que parecía que en invierno pudiera utilizarlas para rastrillar la nieve de las aceras, contó un día, durante la pausa para comer, lo que había pasado el día antes en su edificio. En el piso de al lado vivían cinco vecinos: un tornero, un sastre, un electricista de un taller mecánico y dos viudas, una que trabajaba en una fábrica de confección y otra como mujer de la limpieza en el sóviet municipal. Y he aquí que, en su día de descanso, las dos viudas se encontraron cara a cara en la comisaría: agentes del OBJSS[18] las habían detenido en la calle por vender bolsas de redecilla que tejían por la noche a escondidas la una de la otra. La milicia efectuó un registro en el piso, y resultó que por las noches el sastre cosía abrigos de mujer y niño, el electricista había instalado bajo el suelo un pequeño horno eléctrico y cocinaba barquillos que la mujer iba a vender al mercado, el tornero de la fábrica Antorcha Roja se convertía en zapatero por las noches: confeccionaba zapatos de moda para mujeres, y las viudas no sólo tejían bolsas de redecilla para la compra sino también blusas.
Mordan hacía reír al auditorio imitando cómo el electricista gritaba que los barquillos que cocinaba eran para su familia, y al inspector del OBJSS preguntándole si de verdad había preparado treinta y dos kilos de pasta para su familia. A cada infractor le cayó una multa de trescientos rublos, se informó de dicha falta en sus respectivos puestos de trabajo y se les amenazó con la deportación «para limpiar la vida soviética de parásitos y elementos improductivos».
A Mordan le gustaba usar palabras cultas al hablar: cuando revisaba una cerradura estropeada decía con gravedad: «Sí, la cerradura no reacciona a la llave en absoluto». Un día, caminando por la calle con Iván Grigórievich después del trabajo, le había dicho de repente:
—Si no he vuelto a Leningrado no es sólo porque mi mujer y mi hija han muerto. No puedo ver, con mis ojos de obrero, la suerte que ha corrido el proletariado de Putílov. Ni siquiera podemos hacer huelga. ¿Y qué clase de obrero es ése que no tiene derecho a huelga?
Por la tarde la propietaria volvía a casa. Traía en una cesta comida para el sobrino: sopa en un bidoncito y el segundo plato en una cazuela de barro.
—¿Quiere comer un poco? —le preguntaba en voz baja a Iván Grigórievich—. Hay de sobra.
—Ya veo; usted no come —decía Iván Grigórievich.
—Como todo el día, forma parte de mi trabajo —le respondía ella, y comprendiendo su mirada, añadía—: Me canso tanto en el trabajo…
Los primeros días a Iván Grigórievich le había parecido que la cara pálida de la dueña de la casa destilaba maldad. Después entendió que era buena. A veces le hablaba del campo. Había sido jefa de brigada de un koljós y, durante un tiempo, incluso la presidenta. Los koljoses no cumplían con el plan: ahora la siembra no era suficiente, ahora había sequía, ahora la tierra se agrietaba y, exhausta, ya no daba frutos, ahora los hombres y los jóvenes se iban a la ciudad… Y si el koljós no entregaba lo establecido, recibían seis o siete kopeks por jornada de trabajo y sólo cien gramos de grano por cabeza; y algunos años no recibían ni siquiera un gramo. Y a nadie le gusta trabajar gratis. Los koljosianos no podían más. Comían pan de centeno sin patatas ni bellotas. No comían pan auténtico más que los días de fiesta, a modo de tarta. Un día le llevó pan blanco a su hermana mayor al pueblo, y los niños tenían miedo de comérselo: era la primera vez en su vida que lo veían. Las isbas envejecían, se venían abajo; no se entregaba madera para la construcción.
Escuchaba a Anna Serguéyevna y la miraba. De ella emanaba una dulce luz de bondad, de feminidad. Había estado décadas sin ver a ninguna mujer, pero durante muchos años había escuchado las infinitas historias que se explicaban en los barracones: historias sangrientas, tristes, sucias. La mujer, en esos relatos, era a veces un ser bajo, inferior a los animales, y otras un ser puro, sublime, superior a las santas. Pero para los detenidos la idea constante de la mujer era tan imprescindible como las raciones de pan; estaba siempre presente en sus conversaciones, en sus visiones, en sus sueños puros o turbios.
Lo cierto es que era extraño —porque, después de su liberación, había visto a mujeres bellas y elegantes en las calles de Moscú y de Leningrado, y se había sentado a la mesa con María Pávlovna, una hermosa mujer de cabello cano—, pero ni el dolor que le había invadido cuando se había enterado de que el amor de su juventud le había traicionado, ni el encanto de la belleza y la elegancia femenina, ni la atmósfera íntima y acogedora de la casa de María Pávlovna, habían suscitado en él ese sentimiento que experimentaba escuchando a Anna Serguéyevna, mirando sus ojos tristes, su dulce cara marchita y a la vez juvenil.
Y al mismo tiempo no había nada extraño en ello. No podía ser extraño aquello que sucede siempre, desde hace miles de años, entre hombre y mujer.
Y ella le explicaba a Iván Grigórievich:
—Mandar a los hambrientos a trabajar te rompe el corazón. Ah, no es para mí ese dicho según el cual la cocinera debería ser capaz de dirigir el Estado. Las mujeres que trabajan en la trilladora se cosen una media en el dobladillo de la falda y la llenan de grano. ¡Habría que registrarlas y someterlas al tribunal! Y por el hurto de bienes propiedad del koljós no te caen menos de siete años. Pero aquellas mujeres tenían niños. Una noche, tumbada en la cama, pensaba: el Estado compra el grano del koljós a seis kopeks el kilo y vende el pan a un rublo el kilo; en nuestro koljós, además, hace cuatro años que no nos dan ni un gramo de grano. ¿Y cuál es el resultado? Si sustraen un puñado de grano que, a fin de cuentas, ellos han sembrado, los condenan a siete años. No, no estoy de acuerdo. Y así, con ayuda de algunos paisanos, me coloqué en la ciudad como cocinera, para alimentar a la gente… Los obreros dicen: «Después de todo, en la ciudad se está mejor». Los obreros de la construcción tienen tarifas: dos rublos y medio por poner una puerta y encajar una cerradura, pero por ese mismo servicio en un día festivo un particular paga cincuenta rublos. El Estado paga veinticinco veces menos. Aun así, en el campo es donde se llevan la peor parte. A mi modo de ver, el Estado les quita demasiado, ya sea a la gente de la ciudad o a la del campo. Sí, de acuerdo, las casas de reposo, las escuelas, los tractores, la defensa nacional…, entiendo todo eso, pero se llevan demasiado, deberían llevarse menos.
Miró a Iván Grigórievich.
—¿Es posible que ésta sea la causa de que toda la vida esté mal organizada?
Después su mirada se deslizó lentamente de la cara de Iván Grigórievich a la del sobrino, y dijo:
—Sé que no hay que hablar de estas cosas. Pero me doy cuenta de qué clase de persona es usted. Por eso le he hecho esta pregunta. Pero usted no sabe qué clase de persona soy yo, por eso no responde.
—No, ¿por qué dice eso? Le daré una respuesta —dijo Iván Grigórievich—. Antes creía que la libertad era libertad de palabra, de prensa, de conciencia. Pero la libertad se extiende a la vida de todos los hombres. La libertad es el derecho a sembrar lo que uno quiera, a confeccionar zapatos y abrigos, a hacer pan con el grano que uno ha sembrado, y a venderlo o no venderlo, lo que uno quiera. Y tanto si uno es cerrajero como fundidor de acero o artista, la libertad es el derecho a vivir y trabajar como uno prefiera y no como le ordenen. Pero no hay libertad ni para los que escriben libros ni para los que cultivan el grano o hacen zapatos.
En la oscuridad de la noche, Iván Grigórievich, echado en la cama, oyó la respiración de alguien dormido, una respiración tan ligera que no podía saber si era la del niño o la de la mujer.
Le embargó una extraña sensación, como si toda su vida hubiera transcurrido viajando día y noche en el interior de un vagón chirriante y durante décadas hubiese oído el rumor sordo de las ruedas, y ahora por fin hubiese llegado a destino: el convoy se había detenido.
Pero aquellos treinta años de trayecto, aquel estruendo del tren que se había prolongado durante una treintena de años seguía tronándole en la cabeza, le resonaba en los oídos, como si el convoy corriese, corriese…
Pero no era el ruido del viaje lo que le zumbaba en los oídos: en su cabeza retumbaba la esclerosis, la vida que tocaba a su fin.