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AL llegar a la estación, Iván Grigórievich sintió que ahora ya no tenía sentido deambular por las calles de Leningrado. Permaneció plantado en medio del alto y frío edificio, absorto en sus pensamientos. Tal vez los que pasaban al lado de aquel viejo que consultaba el negro tablero con los horarios pensaban: «Mira, ahí va un hombre ruso que ha salido de un campo; está en una encrucijada, hace conjeturas, escoge su camino». Pero no, él no estaba escogiendo su camino.

Decenas de jueces instructores, a lo largo de su vida, habían comprendido que él no era ni monárquico, ni socialrevolucionario ni socialdemócrata, que no pertenecía a la oposición trotskista ni a la oposición bujarinista. No formaba parte de la nueva ni de la vieja Iglesia, ni siquiera de los adventistas del Séptimo Día.

En la estación, pensando en los duros días pasados en Moscú y Leningrado, le volvió a la mente una conversación mantenida con un general de la artillería zarista, compañero de catre en el campo. El viejo le había dicho: «No dejaría el campo por ningún otro sitio: aquí estoy a resguardo, conozco a la gente; del paquete que reciben, algunos me dan un terrón de azúcar, otros una empanada».

No era raro encontrarse a viejos así, que no querían irse del campo; su casa estaba allí, con la comida a las horas establecidas, las limosnas de los buenos compañeros, el calor de la estufa.

Y la verdad, adónde iban a ir: algunos conservaban en las profundidades calcificadas de sus corazones el recuerdo del resplandor de las arañas de cristal del palacio de Tsárskoye Seló, del sol invernal de Niza; otros recordaban a Mendeléyev, que llegaba a su casa como un buen vecino para tomar el té en familia, al joven Blok, a Skriabin y a Repin; otros aún conservaban las cenizas calientes del recuerdo de Plejánov, Gershun, Trigon: los amigos del gran Zheliábov. Se habían dado casos de viejos puestos en libertad que habían pedido ser readmitidos en el campo: el torbellino de la vida hacía temblar sus débiles piernas, les asustaban las ciudades inmensas, frías y sin calor humano.

Iván Grigórievich sentía el deseo de traspasar nuevamente el alambre de espino en busca de aquéllos que estaban acostumbrados a abrigarse con harapos, a la escudilla llena de bodrio, a la estufa del barracón. Tenía ganas de decirles: «Es cierto, es espantoso vivir en libertad».

Les contaría a los viejos sin fuerzas que había ido a casa de un pariente cercano, que se había acercado a la casa donde vivía la mujer a la que amaba, cómo se había encontrado casualmente con un compañero de la universidad, que le había ofrecido ayuda. Y después les diría a los viejos del campo que no había felicidad más grande que salir del campo —ya fuera ciego, sin piernas, arrastrándose sobre el vientre— y morir en libertad, aunque fuese, tan sólo, a diez metros del maldito alambre de espino.