«¡EL diablo fue quien me empujó a ir a pie!», se repetía Pineguin. No quería pensar en lo malo y oscuro que durante décadas había dormido en él y que ahora de repente se había despertado. No se trataba de su mala acción, sino de la estúpida casualidad que le había hecho encontrarse con el hombre al que le había buscado la perdición. De no haberse encontrado con él por la calle, lo que dormía en su interior nunca se habría despertado.
Pero se había despertado, y Pineguin, sin darse cuenta, cada vez pensaba menos en la estúpida casualidad y se alarmaba y preocupaba cada vez más. «En definitiva, es un hecho, fui yo, precisamente yo, el que denunció a Vánechka, mientras que habría podido no hacerlo; le rompí la columna vertebral a un hombre, pero… ¡que se vaya al diablo! En otras circunstancias, nos habríamos encontrado y todo estaría en orden… ¡Ay, perro, toda esta basura se ha removido en mi alma! Como si hubiese metido la mano en el bolso de una mujer y ella me hubiese cogido por el brazo, y a mi alrededor estuviesen todos mis ayudantes, secretarios, mi chófer: ay, ay, qué desgracia, mejor sería dejar de vivir después de semejante repugnancia… Tal vez toda mi vida no ha sido más que una cadena de bajezas sin interrupción. Tendría que haber vivido de una manera completamente diferente».
Y en ese estado de extrema agitación entró Pineguin en el restaurante del Inturist[15] donde le conocían hacía tiempo el maître, los camareros y el portero.
Viéndole a lo lejos, dos empleados del guardarropa salieron corriendo de detrás del mostrador, susurrando: «Por favor, por favor» y, relinchando como potros, se precipitaron impacientemente hacia los ricos pertrechos de Pineguin. Sus ojos eran penetrantes, los ojos bondadosos de unos chicos inteligentes rusos que trabajaban en el guardarropa del restaurante del Inturist, capaces de recordar exactamente quién era cada persona, cómo iba vestida y qué había dicho de improviso. Pero a Pineguin, con su insignia de diputado, le dispensaban un trato cordial y sincero, abierto, casi como si fuera su superior inmediato.
Sin darse prisa, notando bajo los pies la flexible y a la vez elástica suavidad de la alfombra, Pineguin se dirigió al salón del restaurante. Una penumbra solemne reinaba en la espaciosa sala de techo alto. Pineguin respiró despacio el aire tranquilo, fresco y cálido a la vez, y echó una mirada a las mesas cubiertas con manteles almidonados; los jarrones tallados con flores, las copas y los vasitos emitían un brillo tenue. Caminó hacia el acogedor rincón que conocía bien, bajo el follaje esculpido de un filodendro.
Mientras avanzaba entre las mesitas adornadas con los banderines de un gran número de potencias mundiales, tuvo la impresión de ser un almirante que pasa revista a buques de línea y acorazados.
Y con esa sensación de almirantazgo, sensación que ayuda incontestablemente a vivir, se sentó a la mesita, alargó sin prisa la mano hacia la carta, suntuosa en su encuadernación verde oliva, como el diploma de un laureado, la abrió y hundió la mirada en la lista de «entrantes fríos».
Recorrió con la mirada los nombres de los platos impresos en su lengua materna y en las lenguas más importantes del mundo, volvió la crujiente página de cartón, echó una ojeada a la sección «Sopas», movió los labios y desvió la mirada a las subsecciones: «Platos de carne… Platos de caza menor».
Y en ese instante, mientras se debatía entre la carne y la caza menor, el camarero, adivinando su indecisión, anunció:
—El filete y el solomillo hoy son excepcionales.
Pineguin permaneció un largo rato callado.
—Bueno, que sea un filete —dijo.
Estaba sentado en la penumbra, en silencio, con los ojos entornados, y el convencimiento de que la suya había sido una vida justa pugnaba con la confusión y el horror que habían resucitado en él, con el fuego y el hielo del arrepentimiento.
Pero en ese momento el pesado terciopelo que encortinaba la puerta de la cocina comenzó a moverse, y Pineguin, al reconocer por la cabeza calva a su camarero, pensó: «Es para mí».
La bandeja, emergiendo de la penumbra, flotó hasta Pineguin, y éste vio el rosa ceniciento del salmón entre soles de limón, el negro del caviar, el verde de invernadero de los pepinos, los lados escarpados de una garrafa de vodka y una botella de agua mineral.
No es que fuera un sibarita, ni tampoco tenía tanto apetito, pero en aquel preciso instante al viejo enfundado en el chaquetón dejó de perturbarle la conciencia.