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IVÁN Grigórievich se despertó al amanecer, acostado sobre la cama de uno de esos vagones sin asientos reservados, y aguzó el oído al ruido de las ruedas; después, con los ojos entreabiertos, escudriñó la penumbra que precede a la mañana y que se demoraba detrás de la ventana…

Muchas veces, durante sus veintinueve años de reclusión, su infancia se le había aparecido en sueños. Una vez había soñado con una pequeña cala: en las aguas quietas, sobre el fondo recubierto de piedrecitas, se deslizaban de lado, con su silencioso movimiento submarino, algunos cangrejos que se escondían entre las algas… Él caminaba despacio sobre los cantos rodados, sintiendo bajo las plantas de los pies la suavidad del musgo subacuático mientras, a modo de chorritos de mercurio, decenas de minúsculas gotas alargadas saltaban y se desparramaban alrededor: eran caballas y jureles… El sol iluminaba los verdes prados submarinos, diminutos abetales: se diría que la encantadora cala no estaba llena de agua salada sino de luz…

Había tenido ese sueño en el vagón de mercancías del convoy de prisioneros y, aunque desde entonces había transcurrido un cuarto de siglo, no había olvidado la desesperación que se había apoderado de él al ver la gris luz invernal y las caras grises de los detenidos, al oír fuera del vagón el crujido de las botas sobre la nieve, el retumbante golpeteo de los martillos de los vigilantes comprobando la carrocería del vagón.

A veces le venía a la mente la casa frente al mar, las ramas del viejo cerezo que se inclinaban sobre el techo, el pozo…

Forzando la memoria hasta el tormento, evocaba el brillo y el espesor de una hoja de magnolia, una piedra plana en medio del riachuelo… Recordaba la calma y el frescor de las habitaciones blanqueadas con yeso, el dibujo del mantel. Se acordaba de cuando leía con las piernas tendidas sobre el sofá: el hule con el que estaba recubierto le confería un agradable frescor en los calurosos días de verano. A veces intentaba recordar el rostro de la madre: la tristeza invadía su corazón, apretaba los párpados, y de los ojos cerrados brotaban lágrimas, como cuando de niño se intenta mirar el sol.

Recordaba con facilidad las montañas, con todo detalle, como si hojeara un libro conocido que se abre por la página deseada. Abriéndose paso entre los arbustos de moras y las ramas curvadas de los olmos, deslizándose por una pedregosa tierra agrietada de color amarillo-azufre, alcanzaba el paso entre las montañas y, después de volver la vista atrás, hacia el mar, penetraba en la fresca penumbra del bosque… Sobre sus ramas gruesas las encinas poderosas se erguían hacia el cielo, con ligereza, colinas de follaje esculpido; un silencio húmedo reinaba alrededor.

A mediados del siglo pasado, la costa estaba poblada por los circasianos.

Un viejecito griego, padre del horticultor Metodio, había visto de niño las populosas aldeas circasianas, los jardines.

Después de la conquista de la costa por parte de los rusos, los circasianos se marcharon y la vida en las montañas costeras se extinguió. Aquí y allá, entre las encinas, habían crecido —salvajes y encorvados— ciruelos, perales y cerezos. Pero ya no había melocotoneros ni albaricoques: su breve existencia había terminado.

Esparcidas por el bosque se hallaban sombrías piedras tiznadas por el humo, vestigios de hogares destruidos; en los cementerios abandonados, semihundidos en la tierra, se ennegrecían las lápidas sepulcrales.

Todo lo que era inanimado, las piedras, el hierro, acababa, con los años, siendo absorbido por la tierra, se disolvía en ella, mientras que la vida verde, por el contrario, brotaba de la tierra. El silencio que planeaba sobre los hogares apagados angustiaba al niño. De vuelta a casa, el olor del humo de la cocina, el ladrido de los perros, el cloqueo de las gallinas le resultaban particularmente agradables.

Una vez se había acercado a su madre, sentada al lado de la mesa con un libro, y la había abrazado, apretando la cabeza contra sus rodillas.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó ella.

—No, estoy bien, estoy tan contento —musitó besando el vestido de su madre, sus manos, y se echó a llorar.

No había logrado explicarle a su madre lo que sentía: era como si en la oscuridad del bosque alguien se lamentara, buscara a la gente que se había ido, mirara detrás de los árboles, tratando de escuchar las voces de los pastores circasianos, el llanto de los niños, levantando la nariz para comprobar si olía a humo, a galletas calientes…

Por esa razón no sólo experimentaba alegría sino también vergüenza al sentir, volviendo del bosque, el encanto de la casa familiar…

Le pareció que su madre no había entendido nada de sus explicaciones porque exclamó:

—Tontito mío, qué difícil te resultará vivir con un corazón tan sensible, tan vulnerable.

Durante la cena el padre intercambió una mirada con la madre y dijo:

—Vania, seguramente sabes que en otro tiempo nuestro Sochi se llamaba Puesto Dajovski y los poblados entre las montañas, «primera compañía», «segunda compañía»…

—Sí —respondió él, y resopló con fastidio.

—Eran estacionamientos del ejército ruso; cuando iban allí no sólo llevaban fusiles sino también hachas y palas para abrirse camino a través de la maleza, donde vivían montañeses salvajes y crueles. —El padre se rascó la barba y añadió—: Perdona si hablo con grandilocuencia: abrían el camino para Rusia, y así fue como nos establecimos aquí… Yo, por ejemplo, contribuí a crear escuelas. Por ejemplo, Yákov Yákovlevich plantó viñedos, huertos. Otros construyeron hospitales, trazaron carreteras. El progreso exige víctimas, no hay que llorar por lo que es inevitable. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

—Sí —contestó Vania—, pero los huertos estaban aquí antes que nosotros; ahora han vuelto a su estado salvaje.

—Sí, sí, amigo mío —dijo el padre—. Cuando se corta el bosque, las astillas vuelan. Y, por otra parte, a los circasianos no los expulsaron de aquí, fueron ellos los que se marcharon a Turquía. Habrían podido quedarse y familiarizarse con la cultura rusa. En Turquía vivían en la indigencia y muchos de ellos murieron…

El pasado le volvía a la memoria: veía en sueños la tierra natal, oía voces conocidas, y el perro de corral, con los ojos rojos y lacrimosos por la vejez, se levantaba para darle la bienvenida.

Y se despertaba con el rumor del océano de la taiga sobre el que arreciaba una nevasca invernal.

Y ahora sus días de vida en libertad habían llegado y seguía esperando el regreso de algo joven y bueno.

Aquella mañana, en el tren, se había despertado con una sensación de irremediable soledad. El encuentro del día antes con su primo le había llenado de amargura y Moscú le había ensordecido, le había aplastado. La mole de los altísimos edificios, el flujo de los coches, los semáforos, la muchedumbre que caminaba por las aceras, todo aquello era extraño, ajeno. La ciudad le había parecido un enorme mecanismo amaestrado que, ahora se quedaba inmóvil por la señal roja, ahora se ponía en marcha de nuevo con la luz verde… Rusia había visto muchas cosas en mil años de historia. Durante los años soviéticos el país había sido testigo de victorias militares mundiales, enormes construcciones, ciudades nuevas, presas que detenían el curso del Dniéper y el Volga y canales que unían los mares, la potencia de los tractores, de los rascacielos… La única cosa que Rusia no había visto en mil años era la libertad.

Tomó un trolebús para ir al sudoeste de Moscú. Allí, en el barro del campo y entre los estanques que aún no se habían secado, despuntaban enormes edificios de ocho y diez pisos. Las isbas campesinas, los huertecitos, los pequeños depósitos estaban viviendo sus últimos días, oprimidos por la arrolladora ofensiva de la piedra y el asfalto.

En el caos, en medio del rugido de los camiones de cinco toneladas, se adivinaban las futuras calles del nuevo Moscú. Iván Grigórievich vagó por la ciudad naciente, donde todavía no había calzadas ni aceras, donde la gente llegaba a las casas por senderos, sorteando montones de basura. Por todas partes, sobre las casas, colgaban los mismos letreros: «Carne» y «Peluquería». En el crepúsculo, los letreros verticales con su inscripción de «Carne» brillaban con luz roja, mientras que los letreros de «Peluquería» resplandecían con un verde intenso.

Aquellos letreros, que habían surgido con la llegada de los primeros habitantes, parecían revelar la naturaleza carnívora del hombre.

Carne, carne, carne… Los seres humanos devoran carne. Sin carne, el hombre no puede vivir. Allí no había bibliotecas, teatros, cines, sastrerías, ni siquiera había hospitales, farmacias, escuelas; pero enseguida, de repente, entre las piedras, resplandecía un fuego rojo: carne, carne, carne…

Y justo después, el color esmeralda de los letreros de las peluquerías. El hombre comía carne y se cubría con pelo.

Llegó a la estación cuando ya era de noche; se enteró de que a las dos salía el último tren para Leningrado, compró el billete y retiró su equipaje de la consigna.

Se asombró de la sensación de paz que halló al encontrarse en un vagón vacío, frío.

El tren atravesó los suburbios de Moscú; detrás de la ventana pasaban rápidamente los oscuros bosques y los claros otoñales, e Iván Grigórievich sintió alivio porque se escapaba de aquella mole de electricidad, de edificios y de automóviles que era Moscú, y no escucharía las palabras de su primo sobre el curso razonable de la historia, que le había hecho un lugar a él, Nikolái Andréyevich.

Sobre el banco pulido se reflejó, como en el agua, el brillo de la luz de la linterna de la revisora.

—Abuelo, ¿tiene billete?

—Sí, ya se lo he enseñado.

Durante años había pensado en el momento en que, una vez en libertad, se encontraría con su primo, la única persona en el mundo que conocía su infancia, a su madre y a su padre.

Por la mañana se despertó con una sensación de soledad tan completa que le pareció imposible que ningún ser humano pudiera soportarla.

Se dirigía a la ciudad donde habían transcurrido sus años de estudiante, donde vivía su amor.

Cuando muchos años antes ella había dejado de escribirle, él la lloró, convencido de que sólo la muerte habría podido interrumpir su correspondencia. Pero estaba viva, estaba viva…