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NO llegó hasta el anochecer.

En aquel encuentro se mezclaron el enojo por la rica cena que se había echado a perder a causa del retraso, la inquietud, las exclamaciones por el pelo encanecido, por las arrugas, por la vida transcurrida. Los ojos de Nikolái Andréyevich se humedecieron —así gorgotea el agua caída repentinamente durante una tormenta en los barrancos áridos y arcillosos— y María Pávlovna se puso a llorar recordando de nuevo al hijo muerto.

La cara oscura y arrugada, el chaquetón guateado y los torpes andares en las botas militares de ese hombre salido del reino de los campos no encajaban con aquel mundo de suelos de parqué, armarios de libros, cuadros, lámparas de araña.

Reprimiendo su nerviosismo, mirando a su primo con los ojos nublados por las lágrimas, Iván Grigórievich dijo:

—Nikolái, antes de nada quiero decirte esto: no vengo a pedirte nada, ni el permiso de residencia, ni dinero ni todo lo demás… Por cierto, ya he estado en una casa de baños, no tengo parásitos.

Nikolái Andréyevich, enjugándose las lágrimas, se echó a reír.

—Canoso y con arrugas, pero es nuestro Vania, el mismo de siempre. —Y dibujó un círculo en el aire, y después pinchó con un dedo aquel círculo imaginario—. ¡Insoportable, derecho como una vela, y al mismo tiempo, el diablo sabrá cómo, el mejor de los hombres!

María Pávlovna miró a Nikolái Andréyevich: aquella mañana había intentado convencer a su marido de que sería mejor que Iván Grigórievich se aseara en una casa de baños; en el baño de casa nunca podría lavarse igual de bien, y además, después de que Iván se bañara, no conseguiría limpiar la bañera con ácido ni con lejía.

Aquella conversación fútil no sólo estaba hecha de palabras ligeras sino también de sonrisas, miradas, movimientos de manos, toses, y todo aquello ayudaba a descubrir, a explicar, a comprender de nuevo.

Nikolái Andréyevich tenía muchas ganas de hablar de sí mismo, muchas más que de recordar la infancia, enumerar a los parientes muertos o hacerle preguntas a Iván. Pero como era una persona educada, capaz de hacer y decir aquello que no le apetecía, dijo:

—Tendríamos que ir a alguna parte, quizás a una dacha, donde no haya teléfonos, para escucharte hablar durante una semana, un mes, dos meses.

Iván Grigórievich se imaginó a sí mismo sentado en la butaca de una dacha, degustando un buen vino y hablando de personas que habían desaparecido en la oscuridad eterna. El destino de muchos de ellos era de una tristeza tan lacerante que incluso la más tierna, la más suave y bondadosa palabra acerca de ellos sería como si una mano ruda y áspera tocase un corazón desnudo, desgarrado. No se podía hablar de ello.

Y, moviendo la cabeza, dijo:

—Sí, sí, sí: el cuento de las mil y una noches polares.

Estaba emocionado. ¿Dónde estaba él, el verdadero Kolia era aquél con la camisa de satén gastada y un libro de inglés bajo el brazo, alegre, gracioso y servicial, o era éste, de mejillas grandes y suaves y una calvicie cérea?

Iván había sido fuerte toda su vida. La gente siempre se dirigía a él para pedirle que les explicara alguna cosa, que les tranquilizara. Incluso los habitantes de la India[7] criminal del campo penitenciario le pedían su opinión. Un día logró detener una pelea a cuchillazos entre ladrones y perros[8]. Gozaba del respeto de gente muy variopinta: ingenieros saboteadores, un viejo harapiento que había sido caballero de la guardia real zarista, un teniente coronel del ejército de Denikin, un maestro de la sierra de arco, un ginecólogo de Minsk acusado de nacionalismo burgués judío, un tártaro de Crimea, que protestaba entre dientes porque su pueblo había sido expulsado de las costas del mar cálido a la taiga, un koljosiano que se había apropiado de un saco de patatas con el fin de no volver al koljós: después de haber purgado su pena, intentaría obtener, con el certificado del campo, un pasaporte de seis meses para la ciudad.

Pero ese día sólo deseaba que unas manos buenas le quitasen el peso de las espaldas. Y sabía que había una única fuerza ante la cual resultaba bueno y maravilloso sentirse pequeño y débil: la fuerza de una madre. Pero hacía mucho tiempo que ya no tenía madre, y nadie podía quitarle aquel peso.

Nikolái Andréyevich sentía nacer dentro de sí una sensación extraña, totalmente involuntaria.

Mientras esperaba a Iván, había pensado con ternura que sería sincero con él hasta el final, como nunca en la vida lo había sido con nadie. Tenía ganas de confesarle todos los sufrimientos de su conciencia, de hablarle con humildad de su debilidad, amarga y vil.

Que Iván lo juzgara. Que le entendiera, si podía; si no podía, que le perdonara; y si no le entendía ni le perdonaba, pues bueno, era igual. Estaba emocionado, las lágrimas le velaban la vista, y se repetía una y otra vez para sus adentros los versos de Nekrásov:

Se inclinó el hijo ante el padre,

Le lavó los pies al viejo…

Tenía ganas de decirle a su primo: «Vania, Vánechka, te sonará raro, es extraño, pero te envidio. Te envidio porque, en ese terrible campo, no tuviste que firmar cartas infames, votar a favor de la condena a muerte de seres inocentes, pronunciar discursos ruines…».

Pero apenas había visto a Iván, un sentimiento inesperado, radicalmente opuesto, había nacido en su interior. El hombre del chaquetón guateado, las botas de soldado, con la cara corroída por el frío y el aire irrespirable de los barracones, le pareció extraño, malo, hostil.

Ya había experimentado aquella clase de sentimiento durante sus viajes al extranjero. Le parecía inconcebible, imposible hablar de sus dudas con aquellos extranjeros bien cuidados, hacerlos partícipes de las penurias vividas. Con ellos no hablaba de sus inquietudes sino sólo de cosas importantes e indiscutibles: de los logros históricos del Estado soviético. Se defendía de los extranjeros, defendía a la patria.

¿Acaso podía haber imaginado que Iván le suscitaría un sentimiento semejante? ¿Por qué? ¿Cuál era el motivo? Y sin embargo había ocurrido así.

Ahora le parecía que Iván había venido para tachar su vida. Ahora Iván le humillaría, le hablaría con altivez, con indulgencia.

Y él tenía unas ganas locas de hacer comprender a Iván, de explicarle que todo había cambiado y se había vuelto diferente, que todos los viejos valores estaban borrados, que él, Iván, estaba vencido, destruido, y que su amargo destino no era una casualidad. Sí, sí, un estudiante fracasado con el cabello cano… ¿Qué tenía a las espaldas, qué le deparaba el porvenir?

Y tal vez porque quería decirle así de obstinada y apasionadamente todas aquellas cosas a Iván, Nikolái Andréyevich dijo exactamente lo contrario.

—Es sorprendente lo bien que está todo. En lo esencial, Vania, tú y yo somos iguales. Y yo también quiero decirte una cosa: si hay momentos en que tienes la sensación de haber perdido decenas de años, de haber echado a perder tu vida, sobre todo cuando te encuentres con gente que ha pasado estos años escribiendo libros y esas cosas en lugar de trabajar como leñadores o terraplenadores, por favor ¡deshazte de esas ideas! Lo importante, Vánechka, es que eres igual a los que han hecho avanzar la ciencia, a los que han tenido éxito en la vida y en el trabajo.

Y sintió su voz temblar de emoción, y su corazón oprimirse dulcemente.

Vio la turbación de Iván, vio lágrimas de emoción nublar de nuevo los ojos de su mujer.

Lo cierto es que él quería a Iván, lo había querido toda su vida. A María Pávlovna nunca le había parecido percibir con tanta plenitud la fuerza espiritual de su marido como en aquellos minutos en los que había querido confortar al desdichado Iván. Ella sabía bien quién era el vencedor y quién el vencido.

Era verdaderamente extraño, pero ni siquiera cuando la limusina ZIS había llevado a Nikolái al aeropuerto de Vnúkovo para viajar a la India, donde debía presentar la delegación de científicos soviéticos al primer ministro Nehru, María Pávlovna había sentido con tanta intensidad ese sentimiento de haber triunfado en la vida. El de hoy, a decir verdad, era un sentimiento del todo particular porque mezclaba las lágrimas que ella derramaba por su hijo muerto, con la piedad, con el cariño hacia aquel hombre canoso que calzaba unas botas bastas.

—Vania —dijo—. Le he preparado todo un armario con ropa; de hecho, tiene la misma estatura que Kolia.

María Pávlovna no había escogido un buen momento para hablar de ropa vieja, y Nikolái Andréyevich dijo:

—¡Dios mío! Qué necesidad hay de hablar de esas tonterías… Naturalmente, Vania, es de todo corazón…

—No es una cuestión de corazón —respondió Iván Grigórievich—. Lo cierto es que tú eres tres veces más grueso que yo.

La mirada atenta e incluso se diría que un tanto compasiva de Iván mortificó a María Pávlovna. Por lo visto, el hecho de que su marido se hubiera mostrado especialmente modesto había impedido que Iván se desembarazara de su antigua actitud de condescendencia hacia Nikolái Andréyevich.

Iván Grigórievich bebió vodka y su rostro adquirió un rubor marrón oscuro.

Preguntó por los viejos conocidos.

Hacía décadas que Nikolái Andréyevich no había visto a la mayoría de sus viejos amigos; muchos de ellos ya no estaban entre los vivos. Todo lo que les unía —preocupaciones y trabajos comunes— había desaparecido; sus caminos se habían separado, igual que se habían esfumado la compasión y la tristeza por aquéllos que, sin derecho a correspondencia[9], se habían ido para no volver. Nikolái Andréyevich no tenía ganas de recordarlos, al igual que no es apetecible acercarse a un tronco solitario y seco alrededor del cual sólo hay tierra polvorienta y muerta.

Tenía ganas de hablar de amigos que Iván Grigórievich no conocía. Era a ellos a quienes estaban ligados los acontecimientos de su vida. Hablando de ellos, llegaría a lo esencial: hablaría de sí mismo.

Sí, era el momento de liberarse de aquel gusano que roe a todo intelectual, tenía que deshacerse de aquel sentimiento de culpabilidad, de ilegitimidad por todo lo maravilloso que le había pasado. No quería arrepentirse sino afirmarse.

Y se puso a hablar de personas que le habían mostrado un bondadoso desprecio, que no le habían comprendido ni valorado, de personas que hoy estaba dispuesto a ayudar con toda el alma.

—Kolenka —intervino de repente María Pávlovna—, háblale de Ania Zamkovskaya.

Al instante marido y mujer sintieron la agitación de Iván Grigórievich.

—Ella te escribía, ¿verdad? —preguntó Nikolái Andréyevich.

—Su última carta es de hace dieciocho años.

—Sí, sí, está casada. Su marido es físico-químico, en fin… Se dedica a cuestiones nucleares. Viven en Leningrado, imagínatelo, en el apartamento donde vivió durante un tiempo con sus padres. La vemos a menudo durante las vacaciones, en otoño… Antes preguntaba siempre por ti, pero después de la guerra, a decir verdad, dejó de hacerlo.

Iván Grigórievich tosió y dijo con la voz enronquecida:

—Creía que estaba muerta: dejó de escribirme.

—Hablemos de Mandelshtam —dijo Nikolái Andréyevich—. ¿Te acuerdas del viejo Zaozerski? Mandelshtam era su alumno preferido. Zaozerski desapareció en 1937. Cuando viajaba al extranjero, se encontraba libremente con emigrados y desertores, tipos como Ipatiev, Chichibabin… Bueno, volviendo a Mandelshtam: subió rápido como la espuma, y luego… bien, el final ya te lo he contado: lo acusaron de ser un cosmopolita y otras cosas… Todo eso es absurdo, por supuesto, pero lo cierto es que, empujado por Zaozerski, mantenía numerosas relaciones con científicos europeos y americanos.

Nikolái Andréyevich pensó que contaba todo aquello no para sí mismo, sino para Iván: porque Iván vivía con ciertas ideas infantiles, caducas; había que ponerle al día. Pero entonces un pensamiento le asaltó: «¡Dios mío, hasta qué punto ha enraizado en mí la hipocresía!».

Miró las manos humildes y ennegrecidas de Iván y comenzó a explicar:

—Tal vez te resulte un tanto confusa esta terminología: cosmopolitismo, nacionalismo burgués, el significado del quinto punto del cuestionario. El cosmopolitismo vendría a ser más o menos lo mismo que la participación en un complot monárquico en tiempos del primer congreso del Komintern. Pero seguro que tú a todos ésos ya los verías en los campos: los que ocupaban los puestos de los expulsados eran a su vez destituidos y se convertían en tus compañeros de catre. Pero no creo que eso sea una amenaza ahora: el proceso de cambio se ha completado. El elemento nacional ha mudado, en estas décadas, del dominio de la forma al dominio del contenido, de una manera grandiosa y sencilla. Mucha gente, no obstante, no es capaz de comprender esa simplicidad. Mira, si a uno lo expulsan, no quiere aceptarlo como consecuencia de un proceso histórico normal, lo ve sólo como una absurdidad, un error. Pero un hecho sigue siendo un hecho. Nuestros científicos, nuestros técnicos, han creado aviones rusos soviéticos, pilas de uranio rusas y máquinas electrónicas; a esa supremacía en el campo científico debería corresponderle una supremacía política: el elemento ruso ha entrado en el dominio del contenido, de la base, del fundamento…

Habló de su odio a las Centurias negras[10]. Pero al mismo tiempo veía que Mandelshtam y Javkin, hombres indiscutiblemente dotados y capaces, estaban ofuscados; según ellos, todo lo que sucedía era fruto del antisemitismo y nada más. Y Pizhov, Rodiónov y los demás tampoco entendían que no se trataba sólo de la brutalidad y la intolerancia de Lisenko[11] sino de la ciencia nacional que los nuevos hombres sostenían.

Iván Grigórievich le observaba con ojos atentos, y Nikolái Andréyevich sintió agitarse en su alma esa inquietud que experimentaba de niño, cuando sentía que se posaba sobre él la mirada triste de su madre y entendía, aunque vagamente, que no debía hablar así, que no estaba bien. Con el deseo de apaciguar aquella sensación confusa, razonaba de modo particularmente serio, cordial:

—He pasado por muchas pruebas —dijo Nikolái Andréyevich, con voz sincera y afligida—. He vivido una época difícil, dura. Por supuesto, no soné como La campana de Herzen. No he desenmascarado a Beria ni los errores de Stalin, sería absurdo pretender algo parecido.

Iván Grigórievich bajó la cabeza, y era imposible saber si dormitaba o soñaba en algo remoto, o bien si meditaba en las palabras de Nikolái Andréyevich. Sus manos estaban inmóviles, la cabeza hundida entre los hombros. Tenía la misma actitud que el día antes, en el tren, cuando escuchaba a sus compañeros de viaje. Nikolái Andréyevich dijo:

—Lo pasé mal en tiempos de Yagoda y en tiempos de Yezhov, pero ahora que ya no están ni Beria, ni Abakúmov, ni Riumin, ni Merkúlov ni Kobúlov empiezo a volar con mis propias alas. Ante todo, duermo tranquilo, no espero visitantes nocturnos. Y no soy el único. Y sin querer uno piensa que no soportamos en vano aquellos tiempos crueles. Ha nacido una vida nueva y todos participamos en la medida de nuestras posibilidades.

—Kolia, Kolia —dijo en voz baja Iván Grigórievich.

Esas palabras irritaron a María Pávlovna. Al igual que su marido, había notado la expresión compasiva y lúgubre en la cara del huésped.

En tono de reproche, le dijo a su marido:

—¿Por qué tienes miedo de decir que Mandelshtam y Pizhov son unos ególatras? No hay que lamentar que la vida los haya puesto en su lugar. Gracias a Dios que lo ha hecho.

Recriminaba a su marido, pero el reproche iba dirigido al huésped. Después, alarmada por sus bruscas palabras, añadió:

—Voy a preparar la cama. Vania está muy cansado y no lo hemos tenido en cuenta.

Iván Grigórievich, que ya había comprendido que la visita a su primo, lejos de procurarle alivio le acarrearía nuevas angustias, le preguntó con gravedad:

—Dime, ¿firmaste aquella carta que condenaba a los médicos asesinos? Oí hablar de ello en el campo por la gente que fue arrestada.

—Querido, sigues siendo el mismo excéntrico de siempre… —dijo Nikolái Andréyevich, pero se le entrecortó la voz y se quedó callado.

Sintió que de la angustia se le helaba la sangre en las venas, y que al mismo tiempo estaba sudando, ruborizado, que las mejillas le ardían.

Sin embargo, no se arrodilló y finalmente dijo:

—Amigo mío, amigo mío, no sólo para vosotros, en los campos, la vida ha sido difícil; también lo ha sido para nosotros.

—¡Dios me libre! —se apresuró a decir Iván Grigórievich—, no te juzgo, ni a ti ni a nadie. ¿Qué clase de juez sería yo? Pero ¿qué te has pensado? Al contrario…

—No, no, no me refería a eso —dijo Nikolái Andréyevich—. Quería hablarte de lo importante que es, en medio de las contradicciones, de la niebla, del polvo, no estar ciegos, ver la inmensidad de nuestro camino, porque si te ciegas puedes volverte loco.

Iván Grigórievich respondió con aire de culpabilidad:

—Sí, ya ves, ésa es mi desgracia; está claro que soy yo el que confunde la vista con la ceguera.

—¿Dónde ponemos a Vania? —preguntó María Pávlovna—. ¿Dónde estará más cómodo?

Iván Grigórievich respondió:

—No, no, gracias, no puedo quedarme a dormir con vosotros.

—¿Por qué no? ¿Adónde irás, entonces? ¡Masha, ven que lo atamos! —bromeó Nikolái Andréyevich.

—No hace falta que me atéis —replicó Iván Grigórievich.

Nikolái Andréyevich se calló y frunció el ceño.

—Perdonadme, no pasa nada, simplemente no puedo, no puedo… Es otra cosa… —dijo Iván Grigórievich.

—¿Sabes qué, Vania…? —empezó a decir Nikolái Andréyevich, pero de repente se calló.

Una vez se hubo marchado Iván Grigórievich, María Pávlovna miró la mesa, llena de entremeses y con las sillas apartadas.

—Lo hemos recibido como a un rey —dijo ella—. Ni a los Nesmeyánov les brindamos mejor bienvenida.

En efecto, María Pávlovna —algo insólito en una persona avara— había preparado una opulenta comida, que superaba en largueza a las naturalezas más generosas.

Nikolái Andréyevich se acercó a la mesa.

—Sí, cuando un hombre está loco, lo está para toda la vida —dijo.

Posó las manos sobre las sienes de su marido y, besándole en la frente, le dijo:

—No te aflijas; no debes, mi idealista incorregible.