3

MIENTRAS esperaba a su primo, Nikolái Andréyevich pensaba en su vida y se preparaba para arrepentirse de ella ante Iván. Se imaginaba cómo le mostraría la casa: «Aquí, en el comedor, hay una alfombra de Turkmenistán; qué demonios: mírala, es bonita, ¿no?». Masha tiene buen gusto, no es ningún secreto para Iván quién era su padre: en la vieja Petersburgo, gracias a Dios, la gente sabía vivir.

¿Qué le diría a Iván? Habían pasado décadas, había transcurrido una vida. No, precisamente de aquello era de lo que hablarían: ¡la vida no había transcurrido! ¡Sólo ahora comenzaba!

¡Sí, iba a ser un encuentro en toda regla! Iván llegaba en un momento extraordinario. Cuántos cambios se habían producido después de la muerte de Stalin, cambios que concernían a todos. También a los obreros, también a los campesinos. ¡Había pan para todo el mundo! Y era justo ahora cuando Iván regresaba de un campo de prisioneros. Y no sólo él. En la vida de Nikolái Andréyevich también habían tenido lugar muchos cambios decisivos.

Desde sus años de estudiante, Nikolái Andréyevich sentía sobre sí el peso del fracaso. Ese peso le resultaba especialmente atormentador porque le parecía injusto. Era culto, trabajaba mucho y se le consideraba un conversador ingenioso; las mujeres caían rendidas a sus pies.

Estaba orgulloso de su reputación de hombre honesto y de principios, pero rehuía la hipocresía mojigata: le gustaban los chistes alegres durante la cena, conocía a la perfección la complicada graduación de los vinos secos y a menudo desdeñaba el vino y se pasaba al vodka.

Cuando los amigos elogiaban el carácter de Nikolái Andréyevich, María Pávlovna, mirando a su marido con ojos alegres y enfadados a un mismo tiempo, decía:

—Si vivierais con él bajo el mismo techo, descubriríais a un extraño Kolenka: un déspota, un loco, un egoísta de los que no se ven en el mundo.

A veces marido y mujer se irritaban hasta el límite de lo soportable, porque conocían todos los defectos y debilidades el uno del otro. En ocasiones incluso les parecía que sería un alivio separarse. Pero era sólo una impresión. Era evidente que no podían vivir el uno sin el otro; de haberse separado habrían sufrido enormemente.

María Pávlovna se había enamorado de Nikolái Andréyevich cuando todavía era una colegiala: su voz, su frente alta, sus dientes grandes, su sonrisa, todo lo que treinta años antes le había parecido extraordinario y hermoso, con el paso de los años le resultaba aún más querido.

Él también la amaba, pero su amor había cambiado. Lo que una vez había sido esencial en la relación con su mujer ahora había pasado a un segundo plano y, en cambio, las cosas que antes parecían insignificantes ahora ocupaban el primer lugar.

En otro tiempo María Pávlovna había sido bonita: alta, con los ojos oscuros. Conservaba la gracia de sus movimientos y sus ojos no habían perdido el encanto de la juventud. Pero ya de joven, y ahora más todavía, el atractivo de su cara se estropeaba con su sonrisa, que dejaba al descubierto una dentadura grande y prominente.

Desde los años de la universidad, Nikolái Andréyevich sufría de un modo enfermizo por su falta de éxito. No eran sus informes, preparados escrupulosamente, los que desataban la emoción de los participantes en los seminarios estudiantiles, sino los comentarios improvisados del pelirrojo Rodiónov o el borrachín de Pizhov.

Nikolái Andréyevich había sido nombrado investigador titular de un célebre instituto científico, había publicado decenas de trabajos y defendido la tesis doctoral. Pero sólo su mujer sabía los tormentos y humillaciones que había soportado.

A la vanguardia de su especialidad científica había un grupo de hombres. Uno era académico, otros dos ocupaban puestos inferiores al de Nikolái Andréyevich y el cuarto ni siquiera había obtenido el grado de candidato a doctor. Esos hombres apreciaban a Nikolái Andréyevich como interlocutor, valoraban su honradez pero, sinceramente y con toda benevolencia, no le consideraban un verdadero científico.

Sentía constantemente la atmósfera de tensión y admiración que acompañaba a aquellos hombres, especialmente al cojo Mandelshtam.

Una vez, una revista científica londinense había calificado a este último como «el gran continuador de la obra de los fundadores de la biología contemporánea». Cuando Nikolái Andréyevich leyó aquella frase, pensó que si alguna vez leyera semejantes palabras para referirse a él se moriría de alegría.

Mandelshtam se comportaba mal: tan pronto se mostraba lúgubre y abatido como daba explicaciones adoptando el tono arrogante de un maestro; a veces, cuando se reunían y bebía más de la cuenta, ridiculizaba a científicos que conocía, tildándolos de ineptos y a algunos incluso de estafadores y mediocres. Ese rasgo de su carácter sacaba a Nikolái Andréyevich de sus casillas: Mandelshtam denigraba a personas de las que era amigo y cuyas casas frecuentaba. Y Nikolái Andréyevich sospechaba que si Mandelshtam estuviera de visita en casa de cualquier otro, también le tacharía a él, a sus espaldas, de inepto y mediocre.

Le irritaba también la esposa de Mandelshtam: una mujer gorda que había sido hermosa y a la que, por lo visto, sólo le interesaban las partidas de cartas y la gloria científica de su marido cojo.

Al mismo tiempo se sentía atraído por Mandelshtam; se decía que la vida no debía de resultar fácil para la gente como él, verdaderamente excepcional.

Pero cuando Mandelshtam le aleccionaba con indulgencia, Nikolái Andréyevich montaba en cólera, sufría y, de vuelta a casa, echaba pestes de aquel advenedizo.

María Pávlovna consideraba a su marido un hombre de gran talento. Nikolái Andréyevich le hablaba de la indiferencia condescendiente que los corifeos mostraban hacia sus trabajos, y la fe de ella en su marido se volvía cada vez más apasionada. Su admiración y su fe eran indispensables para él, al igual que el vodka lo es para el borracho. Pensaba que había gente que tenía suerte y otra que no, pero que, por lo general, todos eran iguales. Mandelshtam, sin ir más lejos, estaba marcado por una suerte especial, era como un Benjamín el Afortunado de la biología; en cuanto a Rodiónov, estaba rodeado de admiradores como un tenor de ópera, aunque a decir verdad no había el más mínimo parecido entre un tenor y Rodiónov, de nariz chata y pómulos salientes. Incluso Isaak Javkin parecía ser un tipo con suerte, a pesar de no haber obtenido el grado de candidato a doctor y de que le estaba vetado trabajar, incluso en los momentos de mayor calma, en cualquier instituto científico u otra institución importante por ser sospechoso de comulgar con las ideas del vitalismo. Y ahora, ese hombre con la cabeza ya canosa trabajaba en un laboratorio bacteriológico de provincias y llevaba un pantalón lleno de rotos. Pero había académicos que le visitaban para intercambiar puntos de vista, y en su mísero laboratorio llevaba a cabo investigaciones científicas sobre las que se hablaba y discutía largo y tendido.

Cuando comenzó la campaña contra los adeptos de Weismann, Virchow y Mendel, Nikolái Andréyevich se sintió muy afligido por la severidad de las medidas tomadas contra muchos de sus colegas. Y tanto él como María Pávlovna se apenaron cuando Rodiónov no quiso reconocer sus errores. Rodiónov fue despedido, y Nikolái Andréyevich, aunque furioso por ese insensato quijotismo, finalmente se las apañó para conseguirle traducciones del inglés.

A Pizhov lo acusaron de servilismo ante Occidente y lo enviaron a trabajar a un laboratorio experimental, en la región de Chkálov. Nikolái Andréyevich le escribió, le envió libros, y María Pávlovna preparó para su familia un paquete que les envió por Año Nuevo.

En los periódicos comenzaron a aparecer artículos satíricos que desenmascaraban a los arribistas y granujas que, de modo fraudulento, habían obtenido sus diplomas y grados académicos; a los médicos que trataban a los niños enfermos y a las parturientas con una crueldad criminal; a los ingenieros que, en lugar de hospitales y escuelas, construían dachas para sus familiares. Casi todas las personas denunciadas en esos artículos eran judías, y los periódicos daban sus nombres y patronímicos con un celo especial: «Srul Najmanovich… Jaim Abrámovich… Izraíl Mendelevich…». Si en una reseña se criticaba un libro escrito por un judío que usaba un pseudónimo literario ruso, se estampaba al lado, entre paréntesis, el apellido judío del autor. Parecía que en la URSS eran sólo los judíos los que robaban, aceptaban sobornos, se mostraban criminalmente indiferentes a los sufrimientos de los enfermos y escribían libros depravados y chapuceros.

Nikolái Andréyevich veía que aquellos artículos no les gustaban sólo a los porteros y a los pasajeros borrachos de los tranvías suburbanos. Esos artículos le sublevaban, pero al mismo tiempo se irritaba con sus amigos judíos que reaccionaban ante aquellos miserables escritos como si supusieran el fin del mundo. Se quejaban de que a los jóvenes judíos de talento no se les permitía el acceso a los estudios de doctorado, de que tampoco los admitían en la Facultad de Física, de que no los contrataban para trabajar en los ministerios, en la industria, ya fuera ligera o pesada, y de que una vez acabada la escuela superior, los judíos fueran enviados a las provincias más lejanas. Decían que cuando había reducción de personal despedían casi exclusivamente a los judíos.

Por supuesto, todo aquello era cierto, pero los judíos fantaseaban acerca de no sé qué grandioso plan estatal que los condenaba al hambre, a la degradación, a la muerte. Nikolái Andréyevich consideraba que el asunto se limitaba simplemente al trato hostil que dispensaban algunos hombres del Partido y de la clase obrera a los judíos, y que los departamentos de personal y las comisiones de admisión de la universidad no recibían instrucciones con respecto a los judíos. Stalin no era antisemita y seguramente no estaba al corriente de todo aquello.

Y además, no sólo eran los judíos los que sufrían: también la habían tomado con el viejo Churkovski, con Pizhov, con Rodiónov.

Mandelshtam, que había estado al cargo de la sección científica del instituto, se convirtió en un simple colaborador del mismo departamento en el que trabajaba Nikolái Andréyevich. No obstante, le permitían continuar llevando a cabo su investigación, y el título de doctor le daba la posibilidad de percibir un buen salario.

Pero después de que se publicara en Pravda un editorial sin firma contra los críticos de teatro cosmopolitas —Gúrvich, Yuzovski y otros, que supuestamente se habían burlado del teatro ruso—, se inició una vasta campaña para desenmascarar a los cosmopolitas de todos los campos del arte y de la ciencia, en virtud de la cual Mandelshtam fue declarado un antipatriota. Bratova, la candidata a doctora en ciencias, escribió un artículo para el periódico mural: «A su regreso de un viaje lejano, Mark Samuilovich Mandelshtam enterró en el olvido los principios de la ciencia rusa soviética».

Nikolái Andréyevich visitó a Mandelshtam en su casa. Éste estaba conmovido, triste, y su altiva esposa ya no parecía tan altiva. Bebieron vodka, Mandelshtam vituperó contra Bratova, que era su alumna; mesándose el pelo, se lamentaba de que apartaran de la ciencia a sus alumnos, jóvenes judíos con talento a raudales.

—¿Qué quieren? ¿Que vayan a vender artículos de mercería por los mercadillos? —preguntó.

—Venga, no hay por qué inquietarse, habrá trabajo para todos, para usted, para Javkin, e incluso para la auxiliar de laboratorio, Anechka Zilberman —dijo en tono burlón Nikolái Andréyevich—; todo se arreglará. Todo el mundo tendrá pan e incluso caviar.

—Dios mío —dijo Mandelshtam—, no se trata de caviar, sino de la dignidad humana.

Por lo que respecta a Javkin, sin embargo, Nikolái Andréyevich se había equivocado. El asunto tomó un mal cariz para él. Poco después de la publicación en los periódicos de la noticia sobre los médicos asesinos, Javkin fue detenido.

La noticia de que varias personalidades del ámbito de la medicina y el artista Mijoels habían cometido delitos monstruosos consternó a todos. Parecía que una bruma negra se cerniese sobre Moscú y penetrase en las casas y en las escuelas, se colase en los corazones de los hombres.

En la sección «Crónica», en la cuarta página, se publicó la noticia de que los médicos acusados se habían declarado culpables; por lo tanto, no había duda: eran criminales.

Y aunque aquello pareciera inconcebible, se hacía difícil respirar y trabajar sabiendo que profesores y académicos se habían convertido en los asesinos de Zhdánov y Scherbakov, en unos envenenadores.

Nikolái Andréyevich se acordaba del amable Vovsi y del excelente actor Mijoels, y le parecía increíble, inimaginable que hubieran podido cometer el crimen del que se les acusaba.

Pero ¡habían confesado! Si eran inocentes y se habían reconocido culpables, cabía suponer la existencia de otro crimen aún más espantoso que el que les imputaban: un crimen contra ellos.

Daba escalofríos sólo de pensarlo. Hacía falta ser muy audaz para dudar de su culpabilidad, ya que, entonces, los criminales serían los propios dirigentes del Estado socialista; en tal caso, el criminal sería Stalin.

Sus amigos médicos le contaban que trabajar en los hospitales y las policlínicas se había vuelto difícil, un tormento. Los enfermos, influidos por los terribles comunicados oficiales, se habían vuelto suspicaces. Muchos se negaban a que los médicos judíos les curaran. Los médicos de cabecera explicaban que se recibía un gran número de quejas y denuncias por parte de la población acerca de tratamientos intencionadamente equivocados. En las farmacias, los clientes sospechaban que los farmacéuticos intentaban colocarles medicamentos envenenados; en los tranvías, en los mercados y en las instituciones se decía que en Moscú habían cerrado varias farmacias donde boticarios judíos —agentes norteamericanos— vendían píldoras de piojos desecados; se contaba que en las maternidades infectaban de sífilis a los recién nacidos y a las parturientas y que en las clínicas dentales inoculaban a los pacientes cáncer de mandíbula y de lengua. Se hablaba de cajas de cerillas que contenían fósforos envenenados. Algunas personas se acordaban de las circunstancias de la muerte de familiares fallecidos hacía mucho tiempo y escribían denuncias a los órganos de seguridad exigiendo que se llevaran a cabo investigaciones sobre los médicos judíos y se depuraran responsabilidades. Lo más triste era que no sólo los porteros, los cargadores y los conductores semianalfabetos y borrachines daban crédito a estas historias, sino también algunos doctores en ciencias, escritores, ingenieros y estudiantes.

Aquella desconfianza general resultaba insoportable para Nikolái Andréyevich. Anna Naúmovna, la nariguda auxiliar de laboratorio, iba al trabajo pálida, con los ojos desencajados, dementes; una vez contó que una vecina que vivía en su mismo apartamento y que trabajaba en una farmacia había suministrado por error un medicamento que no le correspondía a un enfermo, y cuando la llamaron para dar explicaciones fue tal el horror que se apoderó de ella que se quitó la vida, dejando a dos huérfanos: una hija que cursaba estudios de música y un hijo en edad escolar. Anna Naúmovna ahora iba a pie al trabajo; en el tranvía los borrachos la asediaban con preguntas sobre los médicos judíos que habían matado a Zhdánov y Scherbakov.

Riskov, el nuevo director del instituto, le inspiraba repugnancia a Nikolái Andréyevich. Riskov decía que había llegado la hora de purgar la ciencia rusa de apellidos no rusos, y en una ocasión sentenció: «Es el fin de la sinagoga judía; si supierais cómo los odio…».

Y al mismo tiempo, Nikolái Andréyevich no había podido reprimir una alegría involuntaria cuando Riskov le dijo: «Los camaradas del Comité Central aprecian el trabajo que usted hace, el trabajo de un gran científico ruso».

Mandelshtam ya no trabajaba en el instituto: había encontrado una plaza como metodólogo en un centro de investigación. Nikolái Andréyevich lo invitaba a su casa y obligaba a su mujer a llamarlo por teléfono. Mandelshtam se había vuelto nervioso y desconfiado, y Nikolái Andréyevich se alegraba de que Mark Samuilovich le diera largas para verse porque sus encuentros cada vez resultaban más penosos. En épocas como aquélla, era más agradable rodearse de personas alegres.

Cuando Nikolái Andréyevich se enteró de la detención de Javkin, dijo a su mujer en un susurro, mirando de reojo el teléfono:

—Estoy convencido de que Isaak es inocente; lo conozco desde hace treinta años.

De repente ella lo abrazó y le acarició la cabeza.

—Estoy orgullosa de ti —dijo—. Cuánto te afliges por Javkin y Mandelshtam, y sólo yo sé hasta qué punto te ofendieron.

Eran tiempos difíciles. Nikolái Andréyevich tuvo que intervenir en un mitin sobre los médicos asesinos para hablar de la necesidad de vigilancia, de negligencia e indulgencia excesiva.

Después del mitin, Nikolái Andréyevich entabló conversación con el colaborador de la sección de fisicoquímica, el profesor Margolin, que también había pronunciado un largo discurso. En él, Margolin había exigido la pena de muerte para los médicos criminales y leyó un texto de bienvenida para Lidia Timashuk, que había desenmascarado a los médicos asesinos y a quien le habían concedido la Orden de Lenin. El tal Margolin era un experto en filosofía marxista; dirigía seminarios centrados en el estudio del Curso breve de historia del Partido Comunista.

—Sí, Samsón Abrámovich —dijo Nikolái Andréyevich—, son tiempos difíciles. Para mí no es sencillo hablar de estos temas. Pero usted, ¿cómo puede hablar de ellos?

Margolin enarcó sus cejas delgadas y, tensando el labio inferior, lívido y fino, le preguntó:

—Disculpe, no le entiendo. ¿A qué se refiere exactamente?

—No, a nada en particular —dijo Nikolái Andréyevich—. Bueno, ya sabe: Vovsi, Etinger, Kogan, quién lo iba a imaginar. Estuve ingresado en la clínica de Vovsi, el personal le quería; en cuanto a los pacientes, creían en él como si fuera el profeta Mahoma.

Margolin encogió sus hombros delgados, sus pálidas y exangües ventanas nasales aletearon levemente, y dijo:

—¡Ah, ya entiendo! ¿Usted cree que a mí, por ser judío, me resulta desagradable fustigar a esos monstruos? Al contrario, lo que a mí me parece abominable es el nacionalismo judío. Y si los judíos se sienten atraídos por Norteamérica y se convierten en un obstáculo para el avance del comunismo, no dudaría en sacrificarme a mí y a mi propia hija para deshacerme de ellos.

Nikolái Andréyevich comprendió que había sido inútil hablar del afecto que aquellos enfermos ilusos le profesaban a Vovsi. Si un hombre está dispuesto a sacrificar a su propia hija, hay que hablarle con clichés.

Y Nikolái Andréyevich le dijo:

—¡Cómo no! El fin último del enemigo está en nuestra unidad moral y política.

Sí, eran tiempos difíciles, y sólo una cosa consolaba a Nikolái Andréyevich: el trabajo le iba bastante bien.

Parecía que por primera vez se había escapado de los estrechos confines de su profesión para irrumpir en los dominios plenos de la vida, donde antes no le permitían entrar. La gente comenzó a ir a verle, a pedirle consejo, se alegraba de conocer su opinión. Las redacciones de las revistas científicas, por lo general indiferentes, empezaron a mostrar interés por sus artículos; una vez lo llamaron por teléfono desde la VOKS[5], una institución que antes nunca se había dirigido a él, y le pidieron que les enviara el manuscrito de su libro aún sin terminar. Querían plantear su posible publicación en los países de la democracia popular.

Nikolái Andréyevich, profundamente emocionado, acogía a su manera la llegada del éxito. María Pávlovna estaba más tranquila. Según ella, a Kolenka le estaba sucediendo lo que no podía no sucederle.

Entretanto, en la vida de Nikolái Andréyevich no paraban de sucederse cambios. La gente nueva que estaba al frente del instituto y lo había promovido no era de su agrado. Le provocaban rechazo su grosería, su ilimitada confianza en sí mismos, la manera en que tachaban a sus adversarios científicos de serviles, cosmopolitas, agentes del capitalismo, mercenarios del imperialismo. Pero sabía ver en aquellos hombres nuevos lo que era realmente importante: la fuerza y el coraje.

Se había equivocado Mandelshtam al definirlos como idiotas incultos, «potros dogmáticos y obtusos». No era la estrechez de miras lo que les caracterizaba sino la pasión y la perseverancia, una perseverancia orientada hacia la vida y que engendraba vida. Por eso odiaban a los talmudistas y a los teóricos abstractos.

Y ellos, los nuevos jefes del instituto, aunque percibían en Nikolái Andréyevich a una persona con puntos de vista y costumbres distintos, le trataban con simpatía, confiaban en él en tanto que ruso. Recibió una calurosa carta de Lisenko en la que elogiaba su manuscrito y le invitaba a trabajar con él.

Nikolái Andréyevich no veía con buenos ojos las teorías de Lisenko, pero la carta del famoso académico agrónomo le resultó agradable. Después de todo, los trabajos de Lisenko no se podían rechazar en bloque. Y además, los rumores de que era un tipo muy peligroso para sus adversarios científicos y que en las discusiones le gustaba recurrir a métodos policiales y denuncias eran, sin duda, exagerados.

Riskov había propuesto a Nikolái Andréyevich que pronunciara un discurso sobre lo que él llamaba el desprestigio científico de los cosmopolitas expulsados de la ciencia biológica. Nikolái Andréyevich se había negado, a pesar de notar el descontento del director, que quería que la opinión pública escuchase la voz airada de un científico ruso no afiliado al Partido.

En aquella época corría la voz de que en Siberia oriental se estaba construyendo a toda prisa una enorme ciudad de barracones. Decían que aquellos barracones se construían para los judíos. Los deportarían como habían deportado a los calmucos, los tártaros de Crimea, los búlgaros, los griegos, los alemanes del Volga, los bálcaros y los chechenos.

Nikolái Andréyevich comprendió que se había equivocado al prometerle a Mandelshtam canapés de caviar.

Su inquietud iba en aumento mientras esperaba el proceso de los médicos asesinos. Por la mañana hojeaba los periódicos: ¿todavía no había comenzado? Como todos, conjeturaba si sería un proceso público. Y a menudo le preguntaba a su mujer:

—¿Tú qué crees? ¿Publicarán una crónica del proceso día a día, con la exposición del fiscal, los interrogatorios, la última palabra de los imputados, o bien sólo comunicarán el veredicto del tribunal militar?

Una vez le explicaron a Nikolái Andréyevich, de manera estrictamente confidencial, que los médicos serían ejecutados públicamente en la Plaza Roja y que, después de eso, se desataría una oleada de pogromos contra los judíos por todo el país, y que aquel momento coincidiría con la deportación de los judíos a la taiga y a Karakum, para la construcción del canal de Turkmenistán. Aquella deportación se acometería para defender a los judíos de la justa pero despiadada ira popular. Aquella deportación expresaría el espíritu eternamente vivo del internacionalismo que, aun comprendiendo la ira del pueblo, no puede admitir los linchamientos en masa y los ajustes de cuentas.

Como todo lo que sucedía en el país, esa revuelta espontánea contra los crímenes sangrientos de los judíos había sido concebida y organizada de antemano.

Del mismo modo, Stalin planeaba las elecciones al Soviet Supremo: los objetivos se fijaban por anticipado, se designaba a los diputados y entonces, según lo previsto, se daba inicio a la promoción espontánea de los candidatos y la propaganda electoral y, finalmente, llegaban las elecciones generales. De la misma manera se decretaban los tempestuosos mítines de protesta, las explosiones de ira popular y las manifestaciones de la amistad fraternal; y así también, varias semanas antes de los desfiles festivos, se controlaban las crónicas radiofónicas que se transmitirían desde la Plaza Roja: «En este momento veo avanzar los tanques a toda velocidad…». De idéntico modo se describía anticipadamente la iniciativa personal de Izótov, Stajánov, Dusia Vinográdova, las adhesiones en masa a los koljoses, se nombraba o se revocaba a los héroes legendarios de la guerra civil, se decretaban las reivindicaciones de los obreros de invertir el salario en empréstitos del Estado, de trabajar sin días de descanso; de la misma manera se declaraba el amor de todo el Pueblo hacia el Vozhd[6], se fijaban de antemano los nombres de los agentes secretos de los países extranjeros, los saboteadores, los espías que, tras arduos interrogatorios cruzados, suscribían actas en las que contables, ingenieros, consultores jurídicos —que hasta hacía poco ignoraban ser secuaces contrarrevolucionarios— confesaban actividades varias en el campo del espionaje terrorista. De la misma manera se redactaban los textos de las cartas que las madres, con voz inexpresiva, leían ante los micrófonos dirigiéndose a sus hijos soldados; del mismo modo se planeaba por adelantado la contribución patriótica del koljosiano Ferapont Golovati, y del mismo modo se designaba a los participantes de los foros en los que, si por alguna razón era necesario celebrarlos, se urdían y acordaban de antemano los discursos de los mismos.

Y de repente, el 5 de marzo de 1953 murió Stalin. Esa muerte irrumpió en el gigantesco sistema de entusiasmo mecanizado, de ira y de amor popular decretado por orden de los Comités regionales del Partido.

Stalin murió sin que estuviera planificado, sin la indicación correspondiente de los órganos directivos. Murió sin la orden personal del propio camarada Stalin. En aquella libertad, en aquella autonomía de la muerte había algo explosivo que contradecía la esencia íntima del Estado. Una confusión total se apoderó de las mentes y de los corazones.

¡Stalin había muerto! Algunos se sobrecogieron por el dolor: en ciertas escuelas los profesores obligaron a los alumnos a arrodillarse y, arrodillados también ellos y llorando a lágrima viva, leían el comunicado oficial de la muerte del Vozhd. Durante las asambleas funerarias, en las instituciones y en las fábricas muchos se sumieron en un estado de histerismo; se oían sollozos, gritos de mujeres fuera de sí, algunos se desvanecían. Había muerto el gran dios, el ídolo del siglo XX, y las mujeres sollozaban…

A otros les embargó un sentimiento de felicidad. El campo, desfallecido bajo el peso de la mano de hierro de Stalin, suspiró aliviado. El júbilo invadió a millones y millones de personas confinadas en los campos… Columnas de presos marchaban al trabajo en medio de las espesas tinieblas. El bramido del océano ensordecía el ladrido de los perros guardianes. Y de repente, como la luz de la aurora boreal, un clamor surgió de las filas: «¡Stalin ha muerto!». Decenas de miles de reclusos escoltados se transmitían la noticia los unos a los otros, susurrando: «La ha palmado… la ha palmado…», y aquel susurro de miles y miles de personas aulló como el viento. La negra noche reinaba sobre la tierra polar. Pero el hielo del océano glacial se había roto, y el océano rugía.

No pocos científicos y obreros, al enterarse de la noticia, sintieron confundirse dentro de sí el dolor con las ganas de bailar de felicidad.

El desaliento había cundido en el momento en que la radio había transmitido el informe médico de Stalin: «Respiración de Cheyne-Stokes…, orina…, tensión arterial…». El soberano divinizado exhibió de repente su carne débil y senil.

¡Stalin ha muerto! En aquella muerte había un elemento de espontaneidad repentina, infinitamente extraña a la naturaleza del Estado estalinista.

Lo inesperado del hecho hizo estremecerse al Estado, como lo había hecho temblar el ataque imprevisto que se abatió contra él el 22 de junio de 1941.

Millones de personas querían ver el cuerpo del difunto. El día del funeral de Stalin no sólo todo Moscú sino también las provincias, las regiones, se precipitaron a la Casa de los Sindicatos, donde se había instalado la capilla ardiente. Una cola de camiones procedentes de las provincias se extendía a lo largo de muchos kilómetros. El atasco de circulación llegó hasta Sérpujov y bloqueó la carretera que enlaza Sérpujov y Tula.

Millones de personas se dirigieron a pie hasta el centro de Moscú. Torrentes de gente, como negros ríos crujientes en el deshielo, impactaban entre sí, se aplastaban contra las piedras, se retorcían y despedazaban los coches, arrancaban de los goznes las puertas de metal. Aquel día murieron miles de personas. Las desgracias acaecidas el día de la coronación del zar en Jodinka empalidecieron en comparación con el día de la muerte del dios terrenal ruso, picado de viruelas e hijo de un zapatero de la ciudad de Gori.

Parecía que la gente iba al encuentro de la muerte en un estado de arrobamiento, con un sentimiento místico, cristiano o budista, de perdición irremediable. Era como si Stalin, el gran pastor, liquidara a las ovejas aún sin sacrificar, eliminando póstumamente el elemento de casualidad de su terrible plan general.

Reunidos en una asamblea, los colaboradores de Stalin leían monstruosos boletines de la milicia de Moscú, de las morgues, y se intercambiaban miradas. Su confusión iba ligada a una sensación nueva para ellos: la ausencia de miedo ante la ira inevitable del gran Stalin. El amo y señor había muerto.

La mañana del 5 de abril, Nikolái Andréyevich despertó a su mujer con un grito desesperado:

—¡Masha! ¡Los médicos no son culpables! ¡Los sometieron a torturas, Masha! El Estado ha reconocido su terrible culpa, ha confesado que utilizaron métodos de interrogatorio no permitidos por la ley.

Después de un primer momento de felicidad y una luminosa sensación de alivio espiritual, Nikolái Andréyevich experimentó por primera vez en su vida un sentimiento desconocido: algo turbio, tormentoso.

Un sentimiento nuevo, extraño y particular, un sentimiento de culpabilidad. Se reprochaba su debilidad moral, su intervención en el mitin, su firma en la carta colectiva que condenaba a los monstruosos médicos, su disposición a aceptar una mentira notoria, el hecho de que aquel consentimiento había nacido en él voluntariamente, con sinceridad, del fondo de su alma.

¿Había vivido correctamente? ¿Era de veras un hombre honesto como todos a su alrededor le consideraban?

Crecía, se reforzaba en su alma aquel sentimiento tormentoso, de penitencia.

En la hora que el infalible Estado divinizado confesaba sus crímenes, Nikolái Andréyevich tomó conciencia de su terrena carne mortal: el Estado, al igual que Stalin, tenía crisis cardiacas y albúmina en la orina.

La divinidad, la infalibilidad del Estado inmortal, no sólo oprimía al individuo sino que también lo protegía y lo consolaba de su debilidad, justificaba su nulidad: el Estado cargaba sobre su espalda de hierro todo el peso de la responsabilidad, liberaba a los hombres de la quimera de la conciencia.

Y Nikolái Andréyevich se sentía como si estuviese completamente desnudo, como si miles de miradas extrañas estuvieran observando su cuerpo desnudo.

Y lo más desagradable de todo era que él también se encontraba entre la multitud, se miraba a sí mismo desnudo junto a todos los demás: examinaba su pecho caído, como el de una mujer, su vientre arrugado, hinchado por el exceso de comida, los pliegues de grasa en los costados.

Sí, Stalin tenía palpitaciones y un pulso filiforme, el Estado excretaba orina y Nikolái Andréyevich estaba desnudo bajo el traje de paño inglés.

Oh, qué desagradable resultaba aquel examen de sí mismo; era increíblemente repugnante la lista de infamias.

En ella figuraban asambleas generales, sesiones del Consejo científico, conmemoraciones solemnes y festivas, reuniones relámpago del laboratorio, artículos y dos libros, banquetes y visitas a gente importante y despreciable, las votaciones, las bromas de sobremesa, las conversaciones con los cuadros dirigentes y las firmas suscribiendo cartas, y las recepciones en casa del ministro.

Pero en el pergamino de su vida había habido numerosas cartas de otro tipo: las que no había escrito, aunque Dios le hubiera mandado escribirlas. Había silencio allí donde Dios había ordenado pronunciarse. Había una llamada telefónica que tendría que haber hecho y no hizo. Había visitas que era pecado no realizar y que no realizó; había dinero, telegramas no enviados. Eran muchas, muchísimas las cosas que figuraban en el inventario de su vida.

Y era absurdo ahora, completamente desnudo, sentirse orgulloso de lo que siempre se había sentido orgulloso: de no haber denunciado nunca a nadie; de que una vez, citado en la Lubianka, se había negado a dar información que comprometiera a un colega arrestado; de que, al encontrarse por la calle con la mujer de un compañero deportado, no le había dado la espalda sino que le había estrechado la mano mientras le preguntaba por la salud de sus hijos. De todo aquello, ¿de qué podía sentirse orgulloso…?

Toda su vida consistía en un gran y prolongado acto de obediencia; ni una vez había desobedecido.

Por ejemplo, con Iván: durante treinta años, Iván había deambulado por cárceles y campos penitenciarios, y Nikolái Andréyevich, que se sentía orgulloso de no haber renegado nunca de él, no le había escrito ni una sola vez durante aquellos treinta años. Cuando Iván le escribió, Nikolái Andréyevich le pidió a una vieja tía que respondiera aquella carta.

Todo lo que antes le parecía natural había comenzado a angustiarle, a roerle.

Se acordó de que, en un mitin celebrado con motivo de los procesos de 1937, había votado a favor de la pena de muerte para Ríkov y Bujarin.

Durante diecisiete años no se había acordado de aquellos mítines, y ahora, de repente, los recordaba.

En aquella época le había parecido extraño, insensato, que un profesor del instituto de ingenieros de minas, cuyo nombre había olvidado, y el poeta Pasternak se hubieran negado a votar a favor de la pena de muerte de Bujarin. De hecho, los mismos malhechores habían confesado durante el proceso. Fueron interrogados a puertas abiertas por Andréi Yanuárievich Vishinski. No había duda de su culpa, ¡ni sombra de duda!

Y ahora, de repente, Nikolái Andréyevich recordó que había tenido dudas. Sólo fingía que no las tenía. De hecho, aunque hubiera estado convencido en el fondo de su alma de la inocencia de Bujarin, de todas maneras habría votado a favor de la pena de muerte. Le había resultado más cómodo no dudar y votar, así que había fingido ante sí mismo que no tenía dudas. Y no había podido dejar de votar porque creía en los grandes objetivos del Partido de Lenin-Stalin. Creía que por primera vez en la historia se había construido una sociedad socialista, sin propiedad privada, y que para el socialismo era necesaria la dictadura del Estado. Dudar de la culpabilidad de Bujarin, negarse a votar, habría significado dudar del potente Estado y de sus grandes objetivos.

Pero aun con aquella fe sagrada, en algún rincón del fondo de su alma anidaba la duda.

¿Era aquello el socialismo: los campos de Kolimá, el canibalismo durante la colectivización, la muerte de millones de personas? A veces, de los recovecos profundos de su conciencia emergían otros pensamientos: el terror había sido demasiado inhumano y demasiado grandes los sufrimientos de los obreros y los campesinos.

Sí, sí, había pasado la vida inclinándose, obedeciendo, con miedo al hambre, a la tortura, a los campos de prisioneros siberianos. Pero también había habido otra clase de miedo: el de recibir caviar rojo en lugar de caviar negro. Y por aquel vil miedo, el miedo del caviar, fueron sacrificados los sueños de juventud de los tiempos del comunismo de guerra. Era preciso no dudar, votar sin miramientos, firmar. Sí, sí, el miedo por el propio pellejo y el miedo a perder el caviar negro habían alimentado su fuerza ideológica.

Y de repente el Estado tuvo un sobresalto y musitó que los doctores habían sido torturados. Y mañana el Estado reconocerá las torturas a las que fueron sometidos Bujarin, Zinóviev, Kámenev, Ríkov, Piatakov, y que a Maksim Gorki no le asesinaron los enemigos del pueblo. Y pasado mañana el Estado reconocerá que millones de campesinos fueron liquidados en vano.

Y no será el Estado todopoderoso e infalible el que asumirá todo eso sino que le tocará responder a Nikolái Andréyevich; era él quien no dudaba, el que votaba a favor de todo y estampaba su firma cada vez que se lo pedían. Había aprendido a fingir tan bien, a engañarse a sí mismo con tanta destreza, que nadie, ni siquiera él mismo, notaba ese fingimiento. Se sentía sinceramente orgulloso de su fe y de su pureza.

La sensación de tormento, de desprecio hacia sí mismo era por minutos tan grande que hacía aflorar un reproche amargo y penetrante contra el Estado: ¿por qué, por qué había confesado? ¡Habría sido mejor callarse! No tenía derecho a confesar su culpa. ¡Que todo siguiera siendo igual que antes!

Quién sabe lo que debía de sentir el profesor Margolin, que había declarado que sería capaz de sacrificar no sólo a los médicos asesinos sino a sus propios hijos por la gran causa del internacionalismo.

Era insoportable tener sobre su conciencia tantos años de infame sumisión.

Pero poco a poco aquella desazón comenzó a apaciguarse. Parecía que todo había cambiado y, al mismo tiempo, todo parecía ser como antes.

El trabajo en el instituto se volvió incomparablemente más fácil, más tranquilo. Se vio particularmente claro el día que Riskov provocó el descontento de las instancias superiores con su grosería y fue destituido del puesto de director.

El éxito con el que Nikolái Andréyevich había soñado finalmente llegó. Y no fue un éxito establecido por la administración del instituto o el aparato gubernamental sino un éxito auténtico, grandioso. Lo sentía en muchas cosas: en los artículos de las revistas, en las declaraciones de los participantes en las conferencias científicas, en las miradas de admiración de sus colegas y de los auxiliares de laboratorio, en las cartas que había comenzado a recibir.

Nikolái Andréyevich entró a formar parte del Consejo científico superior, y poco después, la presidencia de la Academia confirmó su nombramiento como director científico del instituto.

Nikolái Andréyevich quería que se readmitiera a los cosmopolitas y a los idealistas expulsados, pero fue imposible convencer a la jefa del departamento de personal, una mujer guapa y amable, pero extraordinariamente terca. Lo único que consiguió fue que asignaran trabajos temporales a las personas despedidas.

Y ahora, mirando a Mandelshtam, Nikolái Andréyevich pensaba: ¿era posible que este hombre miserable e impotente, que llevaba al instituto paquetes de traducciones y de notas, fuera considerado en el extranjero, algunos años atrás, un eminente científico, uno de los grandes? ¿Era posible que Nikolái Andréyevich hubiese ansiado ardientemente contar con su aprobación?

Antes Mandelshtam se vestía con negligencia y ahora iba al instituto con su mejor traje.

Nikolái Andréyevich bromeaba a este respecto, y Mandelshtam le dijo: «Un actor en paro debe ir siempre bien vestido».

Y ahora, al recordar su vida pasada, experimentaba, ante el inminente encuentro con Iván, un sentimiento extraño, amargo, alegre. En un tiempo se había formado en la familia la opinión de que Vania superaba en inteligencia y talento a todos sus coetáneos, y Nikolái Andréyevich también estaba convencido de ello, o más bien no lo estaba del todo, e incluso, en el fondo de su alma, no lo estaba en absoluto, pero se había sometido.

Vania leía con facilidad y rapidez los libros de matemáticas y de física, los comprendía a su manera, de una forma original que no tenía nada de académica. Desde niño reveló su talento para la escultura; sabía plasmar vivamente en el barro lo observado en la vida: la expresión de una cara, un gesto extraño, la particularidad de un movimiento. Además de su interés por las matemáticas, se sentía atraído por todo lo referente al Oriente antiguo, lo cual era verdaderamente insólito, y conocía bien todo lo que se había escrito sobre los manuscritos y los monumentos de Partia.

Desde la infancia se combinaban extrañamente en su carácter rasgos que nunca se encuentran en una sola persona.

Una vez, este joven realista, en el transcurso de una pelea, le había hecho sangre en la cabeza a su adversario, lo que le valió pasarse dos días en comisaría. Y al mismo tiempo era tímido, apocado, sensible. En un rincón apartado de la casa había montado un hospital donde vivían animales lisiados: un perro al que le faltaba una pata, un gato ciego, una chova triste con un ala arrancada.

Cuando estudiaba en la universidad, Iván reunía en sí curiosamente la delicadeza, la bondad y la timidez con una intransigencia tan despiadada que hacía que incluso sus más allegados le guardaran rencor.

Tal vez aquellos rasgos de su carácter explicaran el hecho de que Iván no hubiera justificado las esperanzas depositadas en él: su vida quedó truncada, y él mismo contribuyó a arruinarla hasta el final.

En la década de 1920, muchos jóvenes de talento no podían estudiar a causa de su procedencia social: los hijos de nobles, de militares zaristas, de sacerdotes, de industriales y de comerciantes no eran admitidos en los centros de enseñanza superior.

Iván sí pudo entrar en la universidad: procedía de una familia de trabajadores intelectuales. Superó fácilmente la feroz depuración de la universidad basada en el criterio de clase.

Y si Iván ahora hubiera comenzado a vivir de nuevo, las actuales dificultades ligadas al quinto punto del cuestionario —la nacionalidad— no le habrían afectado.

Pero con todo, si Iván hubiese comenzado a vivir ahora de nuevo, sin duda habría tomado de nuevo el camino del fracaso.

Así, no se trataba de una cuestión de circunstancias externas. El destino desafortunado y amargo de Iván dependía de sí mismo.

En la universidad, en su círculo de estudios filosóficos, Iván mantenía violentas discusiones con los profesores de materialismo dialéctico. Las discusiones se prolongaron hasta que el grupo fue disuelto.

Entonces Iván intervino en el auditorio contra la dictadura: declaró que la libertad era un bien igual a la vida misma, que la restricción de la libertad mutilaba a los hombres igual que los golpes de hacha, que cortan dedos y orejas, y que la destrucción de la libertad equivalía al asesinato. Después de aquel discurso, fue expulsado de la universidad y deportado por tres años a la región de Semipalatinsk.

Desde entonces habían transcurrido cerca de treinta años, y durante aquellas décadas Iván no había pasado más de un año en libertad. La última vez que Nikolái Andréyevich lo vio fue en 1936, poco antes de un nuevo arresto, después del cual pasó diecinueve años sin interrupción en campos penitenciarios.

Durante mucho tiempo sus amigos de la infancia y sus compañeros de estudios le habían recordado; decían: «Iván sería ahora un académico». «Sí, era un hombre excepcional, pero no tuvo suerte». Otros, en cambio, aseveraban: «De todos modos, estaba loco».

Ania Zamkovskaya, el amor de Iván, se acordó de él, sin duda, mucho más que los otros.

Pero el tiempo hizo su trabajo. Y ahora ya tampoco Ania —la enferma y encanecida Anna Vladímirovna— preguntaba por Iván cuando se la encontraban.

Había desaparecido de la conciencia de la gente, de sus corazones, ya fueran fríos o ardientes; existía en secreto, y cada vez surgía con más dificultad en la memoria de aquéllos que lo habían conocido.

Pero entretanto el tiempo trabajaba sin apresurarse, concienzudamente: aquel hombre que primero había sido borrado de la vida, migrando en el recuerdo de la gente, que después había perdido el permiso de residencia incluso en la memoria, había ido a parar al subconsciente, de donde saltaba de vez en cuando como el muñeco de una caja sorpresa, asustando por lo inesperado de su aparición momentánea.

Y el tiempo seguía tranquilamente haciendo su trabajo, sencillo y terrenal, e Iván ya había dado un paso para abandonar el sombrío sótano del subconsciente de sus amigos e instalarse en el dominio de la no existencia, en el olvido eterno.

Pero llegaron nuevos tiempos, los tiempos post-estalinistas, y el destino quiso que Iván volviera a caminar nuevamente por aquella misma vida que había dejado de pensar en él, que había olvidado su imagen.