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DESPUÉS de leer el telegrama, Nikolái Andréyevich lamentó la propina que le había dado al cartero. El mensaje, a todas luces, no iba dirigido a él; después, de repente, cayó en la cuenta y lanzó un grito: era un telegrama de su primo Iván.

—¡Masha! ¡Masha! —llamó a su mujer.

María Pávlovna cogió el telegrama:

—Sabes muy bien que sin gafas no veo nada. Venga, dámelas… Vaya, no creo que le concedan la residencia en Moscú.

—¡Bah, no hables ahora de eso! —Nikolái Andréyevich se pasó la palma de la mano por la frente y añadió—: Pensar que Vania llegará y no encontrará más que tumbas, sólo tumbas.

María Pávlovna dijo, pensativa:

—¿Y los Sokolov? ¡Qué situación tan embarazosa! Mandaremos el regalo, pero no está bien de todos modos; cumple cincuenta años, es una fecha señalada.

—No importa, se lo explicaré.

—Y después de la cena de cumpleaños correrá por todo Moscú la noticia de que Iván ha vuelto y que desde la estación fue directo a verte.

Nikolái Andréyevich sacudió el telegrama en las narices de su mujer.

—¿Es que no entiendes el lugar que Iván ocupa en mi corazón?

Estaba enfadado con su mujer: aquella tontería que María Pávlovna acababa de decir se le había pasado a él por la cabeza antes incluso de que ella abriera la boca. No era la primera vez que le ocurría. Precisamente por eso montaba en cólera, porque veía en ella sus propias debilidades, pero no se daba cuenta de que lo que le irritaba eran sus propios defectos, y no los de ella. Le resultaba fácil, sin embargo, olvidarse pronto de aquellas discusiones porque se amaba: perdonándola a ella se perdonaba a sí mismo.

Ahora le volvía a la mente, con obstinación, aquella estúpida idea del cincuenta aniversario de Sokolov. La noticia de la llegada de su primo lo había trastornado porque su propia vida, llena de verdades y mentiras, se había erguido ante él. Y se avergonzaba de sentirse triste porque fuera a perderse la cena de gala de los Sokolov, donde esperaba su acogedora licorera de vodka.

Se avergonzaba de la mezquindad de esas consideraciones, y es que también a él le había asaltado la idea de todas las dificultades que acarrearían los trámites para obtener el permiso de residencia de Iván, que todo Moscú se enteraría de su regreso y que aquel incidente podía repercutir en sus posibilidades de ser elegido para la Academia…

Y María Pávlovna continuaba atormentando a Nikolái Andréyevich porque expresaba en voz alta los pensamientos —casuales e imaginarios, sin base real alguna— que a él le asediaban; los sacaba a la luz del día.

—¡Qué rara eres! —dijo—. Creo que habría sido más agradable recibir este telegrama cuando tú no hubieses estado en casa.

Aquellas palabras la ofendieron, pero sabía que Nikolái Andréyevich no tardaría en abrazarla y le diría:

—Masha, Masha, compartamos esta alegría. ¿Con quién podría compartirla sino contigo?

Y eso fue lo que pasó; pero ella hizo una mueca de descontento y resignación, que era su manera de responderle: «Tus cariñosas palabras no me causan ningún placer, pero lo soportaré con paciencia».

Luego, sus ojos se encontraron, y el sentimiento del amor reparó todo lo malo.

Habían vivido veintiocho años sin separarse. Resulta difícil comprender la relación que existe entre dos personas que han convivido casi un tercio de siglo.

Ahora ella, con el cabello cano, se acercaba a la ventana y miraba cómo él, también con el cabello cano, se subía al coche. ¡Y pensar que hubo un tiempo en que los dos comían en una cantina de estudiantes de la calle Bronnaya!

—Kolia[4] —dijo María Pávlovna, con voz queda—. Iván nunca vio a nuestro Valia. Cuando lo arrestaron, Valia todavía no había nacido, y ahora que por fin vuelve, hace ya ocho años que Valia está en la tumba.

Ese pensamiento la consternó.