1929

Antes, la luz entraba más temprano

En la pieza que da al último patio;

Ahora la vecina casa de altos

Le quita el sol, pero en la vaga sombra

Su modesto inquilino está despierto

Desde el amanecer. Sin hacer ruido,

Para no incomodar a los de al lado,

El hombre está mateando y esperando.

Otro día vacío, como todos.

Y siempre los ardores de la úlcera.

Ya no hay mujeres en mi vida, piensa.

Los amigos lo aburren. Adivina

Que él también los aburre. Hablan de cosas

Que no alcanza, de arqueros y de cuadros.

No ha mirado la hora. Sin apuro

Se levanta y se afeita con inútil

Prolijidad. Hay que llenar el tiempo.

El rostro que el espejo le devuelve

Guarda el aplomo que antes era suyo.

Envejecemos más que nuestra cara,

Piensa, pero ahí están las comisuras,

El bigote ya gris, la hundida boca.

Busca el sombrero y sale. En el vestíbulo

Ve un diario abierto. Lee las grandes letras,

Crisis ministeriales en países

Que son apenas nombres. Luego advierte

La fecha de la víspera. Un alivio;

Ya no tiene por qué seguir leyendo.

Afuera, la mañana le depara

Su ilusión habitual de que algo empieza

Y los pregones de los vendedores.

En vano el hombre inútil dobla esquinas

Y pasajes y trata de perderse.

Ve con aprobación las casas nuevas,

Algo, tal vez el viento sur, lo anima.

Cruza Rivera, que hoy le dicen Córdoba,

Y no recuerda que hace muchos años

Que sus pasos la eluden. Dos, tres cuadras.

Reconoce una larga balaustrada,

Los redondeles de un balcón de fierro,

Una tapia erizada de pedazos

De vidrio. Nada más. Todo ha cambiado.

Tropieza en una acera. Oye la burla

De unos muchachos. No los toma en cuenta.

Ahora está caminando más despacio.

De golpe se detiene. Algo ha ocurrido.

Ahí dónde ahora hay una heladería,

Estaba el Almacén de la Figura.

(La historia cuenta casi medio siglo.)

Ahí un desconocido de aire avieso

Le ganó un largo truco, quince y quince,

Y él malició que el juego no era limpio.

No quiso discutir, pero le dijo:

Ahí le entrego hasta el último centavo,

Pero después salgamos a la calle.

El otro contestó que con el fierro

No le iría mejor que con el naipe.

No había ni una estrella. Benavides

Le prestó su cuchillo. La pelea

Fue dura. En la memoria es un instante,

Un solo inmóvil resplandor, un vértigo.

Se tendió en una larga puñalada,

Que bastó. Luego en otra, por si acaso.

Oyó el caer del cuerpo y del acero.

Fue entonces que sintió por vez primera

La herida en la muñeca y vio la sangre.

Fue entonces que brotó de su garganta

Una mala palabra, que juntaba

La exultación, la ira y el asombro.

Tantos años y al fin ha rescatado

La dicha de ser hombre y ser valiente

O, por lo menos, la de haberlo sido

Alguna vez, en un ayer del tiempo.