VIII

Después de recibir la declaración de guerra de Mohamed, el emperador Constantino hizo cerrar las puertas de Constantinopla y tomar como prisioneros a todos los turcos que se hallaban en la ciudad, todo ello a pesar de la oposición de sus asustados consejeros. El caso fue que, aunque se habían destruido aldeas de los griegos y se había matado a sus habitantes, ni los mismos turcos consideraban como posible una guerra propiamente dicha, sino que muchos cortesanos ociosos se habían ido a la ciudad para hacer compras y ver los monumentos y, de la misma manera, en el campamento turco había un buen número de comerciantes griegos que, como de costumbre, se acercaban para vender sus mercancías y sus productos alimenticios. Así pasaron tres días. En la fortaleza el trabajo continuaba a ritmo trepidante y Orban puso en marcha los preparativos para probar la fundición de un nuevo cañón, mientras esperaba que se enfriara el primero. Por fuera todo parecía tranquilo. Al tercer día, el emperador Constantino liberó a los turcos que había tomado como prisioneros y envió embajadores a entrevistarse con Mohamed para explicarle que había hecho cerrar las puertas de la ciudad solamente a causa de la violación de la paz. Los culpables eran los turcos, pero él, por su parte, deseaba que se siguiera conservando la paz y la amistad.

—Pero si Dios no da voluntad de paz a tu corazón —hizo decir a sus embajadores—, yo me apoyaré en la ayuda de Él y defenderé a mi ciudad y a sus habitantes hasta que me queden fuerzas.

Mohamed hizo saber a los embajadores que consideraba estas palabras como una declaración de guerra por parte de los griegos.

—Alá es mi testigo —dijo— de que me he esforzado sincera y honradamente para obtener y conservar la paz. Estoy cansado de la hipocresía y de la traición de los griegos. Durante todo el verano su emperador ha ido almacenando cereales en la ciudad. Ya es hora de que se quite el antifaz y revele a todo el mundo su rostro sediento de sangre. La sangre otomana derramada en mi campamento es testimonio de la culpabilidad del emperador de los griegos en esta guerra. Que se acuerde de las palabras de su propia religión: «Quien a hierro mata, a hierro muere». Alá será nuestro árbitro y la espada demostrará cuál de las partes tiene razón.

Los embajadores griegos, aterrados, gritaron que el sultán había entendido mal por completo su mensaje, pero Mohamed se levantó de un salto y, dando golpes en el suelo con un pie, bramó que se callaran y ordenó que los echaran del campamento a latigazos. Los nobles griegos regresaron a la ciudad con heridas y contusiones, y así Mohamed logró quitarles las ganas de seguir con las negociaciones, que podrían haber apoyado las opiniones en contra de la guerra de los ancianos visires del partido que preconizaba la paz.

El gigantesco cañón fundido por Orban y cuyos gastos de construcción habían corrido a cargo de Khalil, fue elevado e instalado en el torreón de la fortaleza que daba al mar. Era tan grande que por su boca podía entrar un hombre, y disparaba balas de piedra de cincuenta arrobas de peso. El primer disparo hizo temblar la tierra y el estruendo se oyó hasta en Constantinopla. La bala llegó cerca de la orilla asiática del Bósforo y levantó un enorme oleaje en el agua.

A finales de agosto, la fortaleza estaba terminada; sólo faltaban las cubiertas de plomo en los tejados de los torreones. El sultán ordenó que sus tropas se alojaran en la fortaleza, y empezó a cabalgar hacia Constantinopla después de haber reunido a la caballería. Protegido por ésta, se acercó a las murallas de la ciudad hasta la distancia que podía alcanzar una flecha; la cabalgata siguió desde el Cuerno de Oro hasta el mar de Mármara, se paró durante largos ratos para investigar las murallas, los torreones y las puertas, lo comparó todo con sus propios planos y mapas y dictó apuntes sobre sus observaciones. Nos acercamos tanto a las murallas que pudimos distinguir las caras de los guardianes que nos vigilaban desde los torreones, pero los griegos no hicieron disparo alguno para no irritar al sultán. No obstante, la grandeza de las murallas se imponía por sí misma. Se erguían ante nosotros altas como montañas, y ahora, el foso que las protegía estaba lleno de oscuras aguas, procedentes de los depósitos de la ciudad. Hasta los partidarios más entusiastas del sultán se quedaron pensativos al examinar aquellas gigantescas murallas, maravilla del mundo entero e invencibles a lo largo del paso de los siglos.

Al anochecer, Mohamed hizo llamar a Orban a su presencia y le dijo:

—Los cañones que has fundido pueden hundir el barco más grande que intente navegar por el Bósforo sin pagar aduana. Sin embargo, incluso esos cañones son demasiado pequeños. ¿Crees ser capaz de fundir un cañón que derribe estas murallas?

El éxito se le había subido a la cabeza a Orban. Miró confiadamente las murallas, doradas a la luz del sol poniente, y dijo:

—Estoy seguro de mi capacidad. Si me pagas lo suficiente, te construiré un cañón que derribaría hasta la Torre de Babel.

En aquel momento, Mohamed le asignó una escolta especial, cuyo jefe debía responder de la vida de Orban con la suya. Sin esa escolta, no podía dar un solo paso. Orban lo consideró como un gran honor, pero al mirar desde lejos las murallas de Constantinopla, dijo con añoranza:

—Si el emperador me hubiera pagado aunque fuera la cuarta parte de lo que me paga este joven manirroto, jamás habría tenido que dejar Constantinopla.

Antes de regresar a Adrianópolis, Mohamed recibió con amabilidad a la embajada de los comerciantes genoveses de Pera, quienes le recordaron los buenos servicios que habían prestado en el transcurso del verano y le aseguraron que se mantendrían absolutamente imparciales en la guerra que había comenzado. Con toda rapidez, Mohamed prometió respetar sus derechos comerciales, asegurando que no tenía demanda ni disputa alguna contra ellos.

En cuanto su fortaleza estuvo terminada y equipada y después de efectuar una provocativa cabalgata por delante de las murallas de Constantinopla, Mohamed disolvió a su ejército, como si ya hubiera alcanzado su propósito, y se trasladó a la costa del mar Negro para cazar tranquilamente. Allí, recibimos el mensaje de que los cañones de Orban habían hundido al primer disparo a un gran navío veneciano que, cargado de cebada, había intentado navegar por el Bósforo sin arriar las velas y sin acceder a ser inspeccionado. Las balas de piedra habían destruido las más fuertes tablas del barco como si fueran de paja. El comandante de la fortaleza había hecho botar barcas y los turcos habían podido rescatar de las aguas al capitán del barco, un veneciano llamado Antonio Rizzo, a su escribano y a una veintena de marineros. Fueron llevados todos ante el sultán y Rizzo, fuera de sí de rabia por haber perdido su gran navío, se mesaba las barbas mientras amenazaba al sultán con el poderío marítimo de Venecia.

Mohamed le miró sonriendo cruelmente y le dijo:

—Alá es misericordioso. Te permito quedarte delante de mi fortaleza a la orilla del Bósforo en espera de que lleguen los barcos de guerra de tu patria.

Mohamed retuvo al joven escribano a su servicio, pero lo hizo castrar para convertirle en eunuco. El capitán y los marineros fueron devueltos a la fortaleza, a pesar de que el bailío de los venecianos residentes en Constantinopla envió a toda prisa a un embajador para pagar rescate por Rizzo. Éste fue empalado vivo en la colina de la orilla, y los cuerpos de unos diez marineros fueron partidos por la mitad y dispersados a su alrededor. Mohamed permitió que el resto de los marineros regresara libremente a Constantinopla para contar lo ocurrido. Mientras hubo un aliento de vida en Rizzo, aquel testarudo lobo de mar gritó las maldiciones más terribles que se podían oír a través de las aguas, hasta que un jenízaro, por respeto a su hombría fue por la noche a rematarle con su daga. A partir de entonces, los capitanes de los barcos que atravesaban el Bósforo se percataron de que el sultán iba en serio, arriaban las velas al pasar ante la fortaleza, se prestaban a la inspección y pagaban la aduana fijada por el sultán. Tan sólo un capitán genovés fingió arriar las velas, dejando al mismo tiempo que la fuerte corriente marítima llevase a su barco por delante de la fortaleza y hasta más allá del alcance de los cañones.

Mientras tanto, en Constantinopla reinaba una angustiada excitación. La gente veía augurios en los vientos tormentosos o en las puestas de sol de color de sangre; los monjes predicaban profecías; se decía que las imágenes de los santos sudaban y que los iconos vertían lágrimas de sangre. Muchos se abandonaron a una pacífica desesperación, sin tomar medidas algunas de cara al futuro, porque, según ellos, nada podía impedir lo que iba a ocurrir irremediablemente. Otros se consolaban pensando que el sultán abandonaría sus planes de guerra, ya que en los alrededores de la ciudad volvía a reinar una aparente paz. Sólo muy pocos ricos y algunos sabios huyeron de la ciudad a los países occidentales en los barcos venecianos y genoveses. Los cortesanos viejos recomendaban con apático raciocinio evitar hacer cualquier cosa que pudiera irritar todavía más al sultán Mohamed. Suponían que el emperador podría volver a comprar la paz una vez más mediante concesiones. Un reino milenario no podía caer ante los planes de un arrogante joven, que, además, tenía en sus círculos más próximos a varios consejeros ancianos y experimentados que se oponían a dichos planes.

Pero, ante su pueblo vacilante, explosivo, enfermo de puro viejo, excitable y apático, el emperador Constantino abandonó por fin sus dudas y empezó a actuar con decisión. Envió a sus embajadores a entrevistarse con el Papa Nicolás para recordarle el tratado de ayuda firmado en Florencia con el Papa Eugenio. Ahora, en el momento del mayor peligro, estaba dispuesto a declarar la unión a pesar de la oposición de los monjes y la de su pueblo entero, si ése era el precio que debía pagarse por la ayuda de los países occidentales. Sus embajadores debían visitar a todos los príncipes y soberanos, pedirles auxilio y declarar que había llegado la hora de la verdad.

—Si Constantinopla es derrotada, los turcos tendrán camino abierto hasta Italia, y la próxima en caer será Roma —rezaba el mensaje de los embajadores al Papa.

Constantino envió asimismo embajadores a Hungría para pedir que Janos Hunyadi rompiera su tratado con los turcos y atacase el otro lado de las fronteras. Antes de todo, pidió ayuda a sus hermanos, que gobernaban en Morea.

Hizo comprar alimentos, cereales y aceite, en cualquier sitio donde se pudieron hallar, y vació las arcas imperiales para reparar las murallas y para adquirir catapultas y armas de fuego. Ordenó que las iglesias y los monasterios entregaran sus recipientes sacramentales de oro y plata a la fábrica de moneda, prometiendo pagar cuatro veces su valor después de la guerra. Sin vacilar, mandó a sus aparejadores a recoger las lápidas de las tumbas en los cementerios de alrededor de la ciudad, para usarlas en la reparación y refuerzo de las murallas.

—He nacido bajo malas estrellas y no ha habido mucha suerte en mi vida —decía, según los rumores—. Pero ello no me impide luchar hasta el último momento ni morir con mi ciudad, si ésta es la voluntad de Dios.

Mohamed sabía con detalle todo cuanto sucedía en la ciudad, y sus informadores secretos seguían también a los embajadores griegos a los países de occidente donde celebraban sus vanas negociaciones con reyes y príncipes. Lo único que hizo el Papa Nicolás fue enviar como delegado suyo en Constantinopla al arzobispo ruso Isidro, expulsado de su país a causa de la discusión sobre la unión y ascendido al rango de cardenal por el Papa Eugenio. Tenía como misión supervisar la puesta en práctica de la unión; traía unas vagas promesas papales de que, una vez declarada la misma, equiparía una flota en la primavera y enviaría algunas tropas para la defensa de Constantinopla.

Isidro llegó en noviembre en compañía de Leonardo, arzobispo de Mitilene, y un par de centenares de arqueros reclutados en Quíos y en Mitilene. Y por fin, en diciembre, con ocasión de una misa solemne celebrada en la basílica de Santa Sofía, se declaró públicamente el tratado de la unión de ambas Iglesias, olvidado durante doce años. Al lado del cardenal Isidro celebró la misa el patriarca Jorge, separado de su cargo por los griegos. Los nobles de la corte presenciaron, mudos y con los rostros pálidos, el sometimiento de su Iglesia al poder del Papa, reconociendo en contra de su propia conciencia la dualidad del origen del Espíritu Santo. La basílica se hallaba rodeada por multitudes agitadas por los monjes, que maldecían y condenaban a muerte a los renegados de su religión y presagiaban la destrucción del emperador que abandonaba la fe de sus antepasados para ganar con ello ventajas terrenales. Cuando la nobleza salía de la basílica, el gran duque Notaras se paró provocativamente ante el templo y dijo en voz bien alta:

—Antes el turbante de los turcos que la mitra del Papa.

Este lema se extendió en forma de susurro entre el pueblo y fue repetido también por Georgios Scholarios, que se había convertido en el heredero del odio de Marco Eugénico, y que se había retirado como monje al monasterio del Pantocrátor para pagar con rezos y ayunos el pecado de haber firmado en Florencia el tratado de la unión. Como monje, había adoptado el nombre de Gennadios y había pronunciado terribles profecías sobre la futura destrucción de Constantinopla, hasta que el emperador Constantino ordenó que no saliera de su celda. No obstante, seguía agitando al pueblo y a los monjes mediante cartas y mensajeros. Después de la declaración de la unión, maldijo la basílica de Santa Sofía con tanto ímpetu que el templo se mantuvo vacío durante la celebración de misas, e incluso la gente huía, temerosa, hasta de la sombra de su enorme cúpula.

«Antes el turbante de los turcos que la mitra del Papa» —susurraba el pueblo en Constantinopla; y los aparejadores del emperador se metían en los bolsillos gran parte del dinero destinado a la reparación de las murallas. Mientras tanto, en todos los puertos de los otomanos se construían barcos de guerra con fervientes prisas y Orban se preparaba en Adrianópolis para fundir el cañón más grande de todos los tiempos. Mohamed ya no podía dormir; empujaba en vano la almohada de un lado a otro de la cama y, en mitad de la noche, podía levantarse bruscamente y llamar a sus maestros artilleros, a sus constructores y a sus arquitectos, para examinar los planos de las murallas de Constantinopla. En enero regresó a su palacio de Adrianópolis. Cincuenta pares de bueyes arrastraron el cañón fundido por Orban y lo dejaron delante del palacio. Después, lo instalaron sobre una base construida con gigantescos troncos, y el sultán envió pregoneros para avisar del estruendo del disparo de prueba, para que no cundiera el pánico en la ciudad.

La boca del cañón tenía un diámetro de tres pies, y sus redondas balas de piedra pesaban mil quinientas libras. Como obra de fundición, era la maravilla de todos los tiempos, y Orban estimaba que podría ser disparado tres veces al día. Se necesitaban cincuenta artilleros para manejarlo. El sultán invitó a todos los nobles y sabios de su corte a presenciar el primer disparo. Por razones de seguridad, Orban pidió que los espectadores se colocasen a una distancia de unos doscientos pasos, se santiguó y encendió la mecha, atada a un largo palo. Desde lo más lejos posible, acercó la mecha al orificio de la pólvora, una enorme llamarada salió de la boca del cañón y una nube de humo tapó el palacio de nuestra vista. La tierra tembló bajo nuestros pies y muchos espectadores se cayeron. El estruendo nos ensordeció y desde la ciudad se oyeron chillidos de lamento. Sin esperar a que se disipara el humo, el sultán Mohamed espoleó a su caballo, desbocado ya por el ruido, y se fue galopando tras la trayectoria del proyectil. Los demás le seguimos corriendo y le encontramos a unos mil pasos mirando un hoyo de seis pies de profundidad, producido por la bala al chocar contra el suelo.

Ordenó que a Orban le fuera concedida la capa honoraria de primer grado y que se le pagasen diez mil monedas de plata. Además, convocó al diván a su sala del trono. Pero, aparte del diván, convocó simultáneamente a todos los altos funcionarios de la corte, a los libres y a los esclavos, a los oficiales militares más valientes, a un grupo de los más veteranos de los jenízaros, a los estudiosos del Islam en Adrianópolis, a los jefes de los derviches, a los jeques y a los poetas de la corte. El resultado fue que una multitud de centenares de personas llenó la sala del trono. Todo esto ocurrió inmediatamente después del disparo del cañón, de manera que muchos aún tenían los oídos ensordecidos, y los sabios y los derviches recitaban a gritos frases del Corán, alabando la omnipotencia de Alá y el cañón fundido por Orban como una maravilla de la naturaleza.

Hasta ese momento, todos los preparativos se habían llevado a cabo con cierto misterio y el sultán no había expresado oficialmente sus planes al diván, a pesar de que todos ya sospechaban lo que eran. Después de hacer esperar a sus nobles hasta que todos los ruidos, susurros y exclamaciones de sorpresa se hubieron acallado y un absoluto silencio se hubo producido, Mohamed entró en la sala y se sentó en el trono. Su rostro era oscuro e inexpresivo. Una vez sentado, dejó que su amarillenta mirada pasara de hombre a hombre, y durante la tensa expectación pudo sentirse claramente que el miedo dominaba la estancia. Cada uno examinaba en su fuero interno lo que habría podido hacer, sabiéndolo o sin saberlo, para levantar la ira de Mohamed, y parecía como si la fría sala sudase el sudor de la muerte. Todos le temían y muchos le odiaban, pero aquel joven de veintidós años ya había crecido lo suficiente para dominar con su voluntad el miedo y el odio.

Por fin empezó a hablar, sentado en el trono con las piernas cruzadas e iluminado por los destellos de las piedras preciosas de diferentes colores. En nombre de Alá recordó las grandes hazañas de sus antepasados, empezando por Osman, de su sueño y de los cuatrocientos jinetes de los que había nacido el pueblo de los conquistadores. De una pequeña semilla había crecido un poderoso árbol, que un día echaría su sombra sobre el mundo entero. Y recordó la profecía del mismo Profeta, según la cual Constantinopla, la reina de las ciudades, caería en poder del Islam.

—El dominio de los basileos se ha derrumbado —dijo—. El imperio que ha durado diez siglos está podrido y comido por los gusanos. Sólo se necesita el último esfuerzo. Musulmanes, Alá me ha permitido arrancar un rayo de su cielo para destruir las murallas más invencibles, y el ejército de los otomanos nunca ha sido tan fuerte como ahora. La fruta ha madurado, el momento ha llegado, y hay innumerables profecías que así lo atestiguan.

Su voz sonó ardorosa en la gran sala. No pudo controlarse. Se levantó de golpe y gritó, con los ojos brillantes como los de una fiera:

—¡Alá es el único Dios y Mahoma es su Profeta! ¡Con su palabra, el Profeta ha prometido el paraíso a todos los que caigan en una guerra santa contra los infieles! El paraíso de Alá y una fama inmortal en la tierra esperan a todos y cada uno de los que me sigan. Pero dentro de las murallas le esperan al vencedor unas riquezas acumuladas durante siglos. Las más hermosas doncellas y los muchachos más bellos serán el botín. Y ahora ya no es momento de vacilaciones. El mismo emperador de Bizancio, el traicionero Constantino, ha enviado negociadores a los países occidentales para pedirles que le ayuden con sus flotas. Por esto es imprescindible declarar una guerra santa, reunir las tropas, empezar el sitio de Constantinopla y destruir sus murallas antes de que los países de occidente tengan tiempo para acudir en auxilio del reino que ya se desintegra.

Interrumpió el discurso, miró a su alrededor con ojos fulgurantes, y prosiguió en tono explicativo:

—Sé que entre vosotros ha habido gente indecisa y sabios escépticos que nos han hecho recordar los peligros que nuestro reino encontrará si llegamos a una guerra contra Constantinopla. Alá y todo el ejército son mis testigos de que yo no he pedido más que la paz y de que no he tenido otro propósito que el de asegurar el libre paso del ejército a través del Bósforo, cumpliendo así el deseo de mi padre para que una desgracia como la de Varna no se repitiera jamás. Alá es mi testigo de que fueron los propios griegos los que violaron la paz e instigaron a los países occidentales en contra de nosotros. Después de tantas disputas y guerras entre sí, los poderosos príncipes de los países occidentales han alcanzado una armonía mutua, y su heterodoxo Papa vuelve a estar en la cresta del poder. Calculando astutamente, los griegos han tomado mi fortaleza a orillas del Bósforo como pretexto para empezar una guerra y para provocar una nueva cruzada, con sus desoladas llamadas de auxilio y apelando a su común y heterodoxa religión. Siendo así, este instante es de peligro de muerte para todo el reino de los otomanos y, en los instantes de mayor peligro, las dudas y las vacilaciones entre nosotros deben desaparecer. Como elección, sólo tenemos el mayor honor y la mayor victoria de los otomanos o la destrucción del reino entero. Los griegos nos han llevado a esta situación con su política traicionera y yo no tengo posibilidad de elegir. Sin embargo, esforzándonos todo cuanto podamos, poniendo toda nuestra voluntad y fe y siendo más rápidos que los griegos, os prometo una victoria, una victoria más grande que las que mis honorables antepasados hayan alcanzado jamás, la victoria más grande que promete el Corán y que ha sido ratificada por las palabras del propio Profeta.

Volvió a callarse y, en su silencio, ardía como una brasa. Sin poder controlarse más, sacó la espada y gritó con voz estentórea:

—¡Conquistaré Constantinopla o moriré! ¡Ésta es mi decisión! Quien me quiera, que me siga.

En aquel momento, el silencio obligado por la costumbre y por el miedo se rompió en la sala, se desató como una tormenta y, hechizados por las palabras, como enloquecidos, incluso los ancianos empezaron a gritar y los jóvenes se abrazaron, prometiendo vencer o morir ante las murallas de Constantinopla. Los sabios y los derviches llamaron a Alá y recitaron viejas profecías en medio del vocerío. Los blancos y relucientes dientes de Mohamed se dejaron ver en una temible sonrisa, mientras todo el cuerpo le temblaba debido a la excitación y al esfuerzo.

El mismo día salieron los mensajeros para reunir al ejército en Adrianópolis, e innumerables derviches y famosos sabios emprendieron viajes a todos los puntos del reino para predicar la guerra santa y para exhortar a todos los fieles a que vendieran sus capas, se comprasen una espada y se alistasen en el ejército para derrotar a Constantinopla.

El sultán había revelado sus planes y ya no cabía la menor duda de los propósitos que abrigaba. Sin dar más ocasión de discutir ni de advertir al gran visir Khalil y a los ancianos del partido de la paz, había puesto a su corte ante los hechos consumados con el estruendo del gigantesco cañón; ahora, ya nadie se atrevería a oponérsele. El reino de los otomanos debía prepararse para hacer el mayor esfuerzo de su historia, y el gran visir Khalil, mediante los comerciantes genoveses de Pera, envió un mensaje al emperador Constantino en el sentido de que ya no se podía evitar el sitio de Constantinopla. Constantino contestó mandando una nueva carta al sultán.

Está claro que prefieres la guerra a la paz. Por esto ahora me dirijo a Dios y Él encontrará mi único amparo. Si su voluntad es que tú invadas la ciudad, nadie puede impedirlo. Te devuelvo tu palabra y te libero de todas las promesas y tratados que ambos hemos jurado. He cerrado las puertas de mi ciudad y defenderé a mi pueblo hasta la última gota de sangre que me quede. Sea feliz tu dominio hasta el día en que el Dios justo, nuestro máximo juez, nos llame a ambos ante su tribunal y resuelva nuestra relación.

Una fría noche de febrero, el sultán Mohamed me hizo despertar de mi sueño, y me llamó a su presencia. Un negro viento silbaba por encima del palacio y yo tiritaba de frío al atravesar los patios. El sultán, completamente vestido, andaba arriba y abajo del dormitorio, iluminado por lámparas de vacilante luz. Parecía como drogado y lleno de excitación.

—No puedo dormir —dijo—. La belleza de los humanos no me tranquilizaba, el vino no me embriagaba y he echado a los músicos. En mi corazón reina una sola pasión que me quemará hasta reducirme a cenizas si no puedo dormir. Háblame, pues, para que tenga un feliz sueño.

—Tus cadenas son más fuertes que las de un esclavo encadenado en la galera —le contesté—. Cada acto tuyo te encadenará con mayor fuerza y ya nunca serás libre.