VII

Juan el Peregrino, de los Bardi, en Fiésole, enero de 1444, para un recuerdo perecedor y para una inútil disculpa.

Excelentísima señora Ghita dei Bardi, mi querida y respetada esposa:

Cuando recibas mi carta yo ya estaré lejos y no me podrás alcanzar. También te ruego encarecidamente, por estos más de cuatro años que hemos vivido juntos, que no me busques, porque no hay poder terrenal que me pueda hacer volver del camino que he emprendido, ni la influencia del príncipe, ni los más tiernos ruegos. Una vez que he tomado la cruz, si ahora volviera sería delincuente ante la justicia eclesiástica y la terrenal y, sobre todo, ante mi propia conciencia.

Pero ¿por qué he tomado la cruz después de larga meditación y de muchas dudas? Sobre esto te debo una explicación, a ti por tu bondad y a nuestro hijo por si yo no volviera. Primero, te aseguro que esto no ha ocurrido por ganas de huir de ti o de nuestro hijo, y supongo que me conoces lo suficientemente bien después de estos años para saber que no es por un mero deseo de aventura o de variación. Tampoco soy un borracho o un libertino que tenga que huir de las consecuencias de sus fechorías, ni he malgastado nuestro patrimonio de forma que no tuviera otro remedio que tomar la cruz, ni soy el hijo más joven de una buena familia con deseos de conquistar poder y honores, ni tampoco pertenezco a la gente desarraigada que suele mandarse a las cruzadas para librarse de personas no deseables, ni soy un ladrón que se sienta acosado. Juntos nos hemos burlado de los que han tomado la cruz o de quienes se les ha obligado a tomarla cuando las autoridades o la desdichada familia no ha tenido otro remedio para librarse de ellos. Pensándonos sabios y de ideas claras, juntos hemos constatado que esta cruzada es sólo una intriga política con la cual el Papa Eugenio llena sus arcas e intenta llevar a su lado a partidarios del Papa Félix de los países de Alemania y Francia. Si nosotros hicimos donaciones para este propósito, lo hicimos sólo para sentirnos piadosos y no tener que enfrentarnos con la Iglesia. Con aquellos florines de oro compramos nuestra libertad de los deberes de la cruz.

¿Qué ha sido más fácil que recibir a los piadosos padres en nuestra hermosa casa, darles de comer y de beber, escuchar benévolamente sus palabras y, al final, poner nuestro nombre en sus listas de recaudación para el bien de los huérfanos y de las viudas, misioneros y nuevos altares, monasterios e instituciones de beneficencia, escuelas y seminarios, el Santo Sepulcro y bellas pinturas murales? Sí, hasta hemos hecho construir una iglesia entera, y nadie se ha ido de nuestra casa con las manos vacías, sino que todos han recibido incluso más de lo que han esperado, y nosotros nos hemos quedado sonrientes y contentos mirando cómo se marchaban y habiéndolo dejado todo en manos de la Iglesia. Qué fácil nos fue sacar fondos de una fuente inagotable, ya que nuestro patrimonio no se menguó mucho por todas las donaciones que hicimos para los fines más nobles. Incluso la Iglesia nos asegura que los obsequios que los banqueros nos hacen cada año por nuestras inversiones, de ninguna manera son intereses, que la propia Iglesia ha prohibido.

No sólo hemos ayudado a la Iglesia, sino que hemos apoyado otros propósitos buenos y agradables para nosotros. Hemos repartido bolsas de dinero a estudiantes pobres, y los hombres sabios nos han bendecido. A pintores, escultores y arquitectos les hemos pagado hasta más de lo convenido cuando nos ha parecido que han hecho bien su trabajo. Pero ya basta de este tema.

Como sabes, prestamos un abundante apoyo a los partidarios de la cruzada, a pesar de que yo, como ciudadano de Florencia, no tenía ningún motivo para defender su causa después de que el Papa Eugenio se trasladó de nuevo a Roma, rescindió sus anteriores alianzas e hizo otras nuevas, perjudiciales para nosotros, recompensando así con ingratitud todo cuanto Florencia hizo por él en los tiempos de sus peores angustias. (No obstante, no quiero decir con esto que Florencia hiciera por él nada que no fuera del interés de la propia Florencia o que la ciudad pagase un solo florín que luego no recobrase multiplicado en otra forma).

Supongo que te acuerdas del desencanto y tristeza que experimenté cuando se malogró la unión entre las Iglesias oriental y occidental, como si nunca hubiera tenido lugar, a pesar de que fue festejada con sermones de júbilo y repique de campanas en todos los países de la cristiandad. Sencillamente, el concilio de Basilea despidió al Papa Eugenio y eligió como nuevo Pontífice al inmensamente rico conde de Saboya, el cual, después de quedarse viudo, se había retirado como ermitaño a las orillas del lago de Ginebra, en compañía de otros caballeros de la misma ideología. Y no es que crea que tenga mucho éxito como Papa Félix, ya que he oído que hasta Eneas Silvio se ha separado de su servicio y ha vendido su oficio de secretario de su Curia, y los príncipes no le han reconocido, como no reconocieron al Papa Eugenio, ya que han sacado más partido manteniéndose neutrales en este cisma de la cristiandad.

Además, el emperador Juan, de regreso a Constantinopla, no se atrevió a dar a leer públicamente el manifiesto de la unión de las Iglesias en Santa Sofía, por temor al odio de su pueblo y a la actividad agitadora de los monjes. Tampoco se castigó a Marco Eugénico, sino que es Besarión el que se encuentra perseguido. Los rusos ya han expulsado a su arzobispo Isidro, y muchos de los firmantes del manifiesto se han arrepentido de lo que hicieron, alegando que sólo lo hicieron por las presiones del emperador. También he oído decir que uno de ellos, Georgios Scholarius, se ha sentido tan arrepentido que ha vuelto como monje al monasterio del Pantocrátor, adoptando el nombre de Gennadios para sermonear en contra de la unión de las Iglesias. En fin, aquel manifiesto que tanto trabajo costó redactar ha quedado sin efecto, y ya todo carece de importancia o de sentido. Sobre esto estamos de acuerdo, lo sé; lo que no sé es por qué te repito y vuelvo a explicar todo esto, ya que ambos lo sabemos y yo he seguido lo que pasa en mi época para estar al día, ahora que el mundo vuelve a importarme.

El Papa Eugenio no movería un dedo para salvar a Constantinopla, a pesar de todos los tratados de amistad y ayuda, si no fuera por su propio interés. Por ello, la cruzada sólo es un cebo que ha echado a los pueblos y a los príncipes. Si asienten a participar en la cruzada que ha organizado, a la vez le reconocen a él y se alejan de Basilea y del Papa Félix. Sin embargo, la cruzada no ha despertado gran interés; los que han acudido a ella son gente como te he descrito más arriba, y ni siquiera ellos están alentados por el Papa Eugenio, sino por las victorias y la fama ganadas sobre los turcos por aquel húngaro llamado Janos Hunyadi.

No obstante, haya o no entusiasmo en este mundo de disputas y divisiones, el rey polaco Ladislao, que los húngaros han elegido como rey suyo, ha avanzado con sus ejércitos de cruzados hasta muy adentro de Bulgaria, ha conquistado varias ciudades y ha conseguido una inesperada victoria sobre los turcos, que están derrotados y tienen a su jefe supremo prisionero. Los príncipes de Servia y de Valaquia le apoyan, su jefe supremo es el famoso Hunyadi, y el cardenal Cesarini ha cabalgado a su lado. Para el invierno deben volver a Hungría, pero para el verano el Papa Eugenio preparará una flota que navegará hasta Constantinopla, el príncipe Constantino atacará desde Morea y, debido a la derrota del sultán, se considera como seguro que el príncipe de Karamania se rebelará contra él, a sus espaldas, en el Asia Menor. No tengo duda de que esta primavera habrá un alud de hombres de todos los países que se unirán a las tropas de la cruzada, ya que incluso un hombre como yo se entusiasma por estas noticias de victoria. Luego, si he tomado la cruz, no lo he hecho por una causa perdida de antemano; tú me has enseñado a ser cauteloso y me has dado el alma de un comerciante, de forma que también he tomado la cruz basándome en puntos de vista terrenales y considerando todas las leyes de la probabilidad para apoyar una causa victoriosa.

Creo, o al menos lo deseo ardientemente, que la próxima primavera será la gran primavera de la cristiandad. Cuando se haya derrotado el poder de los turcos, como parece que ahora ha sucedido, Constantinopla se convertirá en una poderosa base de los pueblos unidos del Occidente. Entonces, ya nadie puede dudar que el falso Papa caerá por su propia vergüenza, y hasta los príncipes deberán olvidar sus disputas a fin de unirse en la última gran cruzada para liberar el Santo Sepulcro y erigir el reino de Cristo bajo la protección de una sola Iglesia unida. La paz reinará en todos los países y un solo tribunal de reconciliación resolverá las disputas de los príncipes. Ya estamos viviendo tiempos tan instruidos y hay tantos hombres cultos en todos los países, que se podrán eliminar el odio y la violencia. Por esta causa he tomado la cruz.

Te oigo reír con tu risa burlona, Ghita, pidiéndome que me baje de las nubes. Supongo que será lo mejor. Si no lo creo ni yo mismo, tal vez ni lo espero; nuestros tiempos son demasiado cansados, demasiado crueles e indiferentes, egoístas y sin esperanza. Esas cosas no ocurren. O, si ocurren, sucederán de una manera que nadie lo puede imaginar de antemano. Y yo sería el peor de los blasfemos si gritara fanáticamente: ¡Dios lo quiere! A pesar de haber tomado la cruz, no grito así porque Dios no quiere nada y no he notado que se entrometa en los asuntos de los humanos. (A pesar de todo, borra estas últimas líneas si es que no vas a destruir mi carta, para que no perjudiquen a nadie. Yo creo, ¡Dios ten piedad de mi falta de fe!).

Entonces, ¿por qué tomo la cruz si no tengo fe? Para evitar esta pregunta, creo, he escrito tantas líneas inútiles. Ante ti no puedo ni quiero fingir, porque tú me conoces demasiado bien, quizá mejor de lo que me conozco yo mismo. Eres mayor que yo, y durante tus desgracias, en el infierno de tus riquezas, tu inteligencia y tu sabiduría se afilan hasta formar un cortante cuchillo con el cual nos hemos herido tantas veces. Eres más sabia y más inteligente que yo, y por ello te sometes a las leyes de lo finito. O te sometes porque eres mujer y el someterse es sabiduría femenina. O te sometes por tu hijo. Sí, así es, y sería una tontería acusarte por ello. Sólo gracias a tu valentía e inteligencia nos pudimos casar entonces, hace más de cuatro años, y yo me salvé de quedar muerto en cualquier cuneta con una daga clavada en la espalda.

Te agradezco lo que has hecho, ya que es evidente que he de cumplir mi destino. Y si me preguntas si ya no quiero ni a ti ni a mi hijo, ya que os dejo, te respondo que te amo a ti y a nuestro hijo tanto como soy capaz de amar, y nada en el mundo amo más que a vosotros dos. Sin embargo, debo cumplir con el destino que Dios me ha señalado. Aunque, ¿qué sé yo de Dios? Digamos: debo cumplir con el destino que está madurando en mí, según las características que yo tengo.

Como sabes, he estudiado incluso las estrellas durante este tiempo, he escuchado a sabios astrónomos, Toscanelli ha sido invitado nuestro y ha bebido nuestros vinos. Pero yo no encontré nada en las estrellas, aunque es posible que incluso ellas sean sustancias que piensan y buscan la salvación según sus propias condiciones. Esto lo he leído en las escrituras de los Orígenes. Sin embargo, mi problema sigue igual, a pesar del supuesto hecho de que los pensamientos de las estrellas llegasen hasta nosotros en forma de radiación e influyesen en lo que hacemos, porque nunca sabré qué es de mí y qué es de las estrellas y, al fin y al cabo, todo ocurre dentro de mí, con lo cual yo soy el único responsable de mis hechos. La libertad de las estrellas es embriagadora, como lo es mi libertad cuando no permito que nada me ate. Te tengo afecto a ti y a nuestro hijo, a nuestra hermosa casa, a la fuente y a mis libros, a nuestras obras de arte y también a nuestra riqueza, no lo niego, porque hace tan fácil todo lo terrenal, a las palomas, a mi caballo y a tu perro, a todo esto tengo afecto pero ya nada me ata una vez que he tomado la cruz. La luminosa libertad en mí es un testimonio de la existencia de Dios.

Conozco a Dios, pero nada sé de Dios. Mi querido profesor anterior, el doctor Cusano, viaja por los países de Alemania, de diócesis en diócesis, de un príncipe a otro, de un parlamento a otro, como pacificador y como reconciliador de las opiniones opuestas. El cardenal Cesarini, que merece todo mi respeto por su ferviente carácter, absoluta falta de egoísmo e infalible fe, eligió la cruz, hizo sermones a su favor y ahora cabalga al lado de Hunyadi. Ambos creen servir a Dios de la manera que han elegido, pero desde el punto de vista terrenal sólo sirven al Papa Eugenio. Yo tampoco sé si sirvo a Dios eligiendo la cruz; sencillamente, esta libertad de poder elegir ya me es suficiente como testimonio de la existencia de Dios.

La fe del vulgo, que jamás puede comprender las verdades divinas, es irracional. Así he pensado y así te he hablado a ti, y con la filosofía de los griegos se ha arraigado asimismo en Florencia la idea sobre lo exotérico y lo esotérico, sobre la sabiduría de los iniciados y la de los no iniciados. Hasta hay eclesiásticos de altísimo rango que ajustan sus dudas íntimas a esta doctrina, refugiándose en el pensamiento de Platón y ajustándolo a la forma cristiana de pensar.

Si conozco a Dios, también sé que no es imposible que la palabra se hubiera hecho hombre y que hubiera vivido entre nosotros, y que sufrió, murió y resucitó al tercer día, enviando el Espíritu Santo a sus discípulos. No, no fue imposible, antes al contrario, fue razonable y comprensible, si es que conozco y reconozco a Dios. Sin embargo, el hombre ha inventado la idea de que fuera de la Iglesia no hay salvación; también es descabellada la idea de los humanos de que los secretos de la divinidad podrían reducirse a limitadas palabras. Que se lo crea el vulgo que no entiende mejor, pero yo experimento la necesidad de entender más, y por ello no hay salvación posible para mí si esta salvación no ocurre en mí mismo. Y esto no lo creo.

Dios se hizo hombre, pero no se hizo filósofo ni buscó sus discípulos entre los sabios de su tiempo. Lo que enseñó, lo enseñó con metáforas comprensibles hasta para los más simples. No existe filosofía que pueda convertir en racional lo divino. Todo cuanto puede decirse sobre Dios, debe decirse mediante metáforas. Éste es el resultado de todas las lecturas con las que me he llenado la cabeza: la verdad divina es tan sencilla que incluso el más tonto puede entenderla y asimilarla, o al menos creerla. Y es que yo no entiendo ni creo. Por eso, cariño mío, por eso he tomado la cruz. No por fe, sino por desesperación.

Recuerda que el monje Bernardino se rió de mí y me preguntó si creería si le viera coger una brasa ardiente en su mano sin que le quemase. Le contesté que sí, si lo viera con mis propios ojos, y él me respondió:

«Entonces es inútil que te lo demuestre. Tú ves y sin embargo no ves, crees y sin embargo no crees». No obstante, oí decir que, posteriormente, en Roma y en presencia de varios testigos, había apretado en una mano una brasa ardiente y no se había hecho daño. Muchos le llaman santo.

Ghita, he tomado la cruz para irme a la guerra a luchar por Cristo contra los infieles. Ésta es la brasa ardiente que cojo en mi mano para ver si me hace daño.

Empero ni esto es verdad más que en parte, y me desespero porque no sé explicarme bien ante ti. En todo caso, no pienses jamás que tomando la cruz huya del matrimonio que la gente ha llamado antinatural y morganático. Aquellas burlas y humillaciones se me han pasado hace tiempo. Si tú misma las pudiste soportar, ¿por qué no hubiera podido yo? Tengo amigos en Florencia e incluso tengo el favor de Cósimo, ya que está casado con tu tía. Varias son las veces que he cabalgado al lado de Piero y que he escuchado a los filósofos junto con la nobleza de Florencia, sin que nadie me menospreciara. ¿Por qué huiría ahora de mi matrimonio si no lo hice entonces? Si fuera diferente y me contentara con este limitado mundo, incluso estaría viviendo feliz a tu lado. Pero tú ya no me necesitas, tienes a tu hijo que te llena la vida y en quien siempre piensas primero, luego piensas en mí y por último, en ti misma. No creo cometer ninguna falta contra ti al marcharme. Además, siempre cabe la posibilidad de que vuelva.

Tengo que irme por mí. Por esta horrible inquietud que sigue viva en mí, sin dejarme en paz. Perdóname si me he cansado de la riqueza y de la vida opulenta. Perdóname si estoy cansado de reírme y cantar coronado de una guirnalda de flores y ebrio de vino, en compañía de los amigos. Perdóname si estoy cansado de leer a los poetas y harto de los pensamientos de los filósofos. Perdóname que no tenga en mí suficiente amor para vivir contigo hasta el final de nuestros días.

También es mejor para nuestro hijo que no esté presente para recordarle su origen morganático. Él pertenece a la familia de los Bardi y, en su día, obtendrá en la ciudad la posición que le corresponde. Dale una buena educación y, además del latín, haz que estudie griego. Deja que aprenda a montar a caballo y a usar el arco, y no te preocupes demasiado por su salud, para que tu desbordante amor no le encierre en una prisión e impida el natural desarrollo de sus talentos. Cuando haya cumplido los seis años, contrátale a un buen profesor. Bendícele de mi parte. No será mucho lo que recordará de mí. Un niño de tres años no se acuerda de mucho. Lo sé por mí mismo.

Y tú, Ghita, tampoco te preocupes por mí. Piensa que sólo he sido como una sombra o un sueño en tu camino. No pienso escribirte más cartas, porque su espera no hace más que aumentar el dolor de la separación. Sigue tu vida tal como ha sido formada. ¡Dios te envió un milagro dándote un hijo! Eres rica, libre y, gracias a tu hijo, una mujer feliz. Ya no tienes por qué temer a la gente; la sola existencia de tu hijo te protegerá. Él es un Bardi, suyo será tu patrimonio, y por ello tu familia te protegerá mejor una vez yo me he ido, mejor de lo que yo nunca habría podido hacer. Si lo piensas sinceramente, mi salida ha sido un alivio para todos los implicados. Es la mejor solución para ti y tu hijo.

De verdad, no te preocupes por mí. Tengo veinticinco años y estoy en la plenitud de mis fuerzas. Como contrapeso de mi ocio, durante estos años he hecho ejercicio físico. Sé montar a caballo, sé usar la espada y hasta soy capaz de manejar el tubo de fuego. En realidad, me marcho mucho mejor preparado que muchos otros. Además, he comprado letras de cambio pagaderas en Venecia y en Buda, sabiendo que tú jamás me habrías perdonado el que me hubiera ido sin llevarme suficiente dinero.

Quizá sea un bufón de Dios al tomar la cruz. Pero te aseguro que, en todo caso, un día habría tenido que marcharme. Todos hemos de pagar nuestras deudas a la temporalidad; yéndome por mi propia y libre voluntad, he querido romper las cadenas del tiempo y del lugar. Si no hubiera existido la cruzada, tal vez me habría ido al África o a la India. De todas formas, me habría marchado. Entonces, es inútil que pases pena por mí. A pesar de todo, la cruz da a mi salida un propósito razonable, así que no tendrás que sufrir humillaciones por mi culpa; más bien te puedes enorgullecer ante la gente por mi piedad.

No escribo más. Tú me conoces mejor que ningún otro ser humano. Nuestra tumba es hermosa, pero creo que me entiendes si levanto la losa de su entrada y, una vez más, intento salir de ella. Adiós, Ghita, esposa mía. Saluda a nuestro hijo de mi parte.

El verano de 1444, después de que la misión de paz de los turcos hubo abandonado Hungría, estuve en la tienda de campaña del cardenal Cesarini arreglando sus papeles e invadido por una dolorosa angustia. De repente sentí cómo la tierra temblaba bajo mis pies, oí gritos de socorro desde el campamento y por la fuerza del terremoto me vi tirado al suelo, agarrándome a la tierra con ambas manos. Después del terremoto, la tierra trepidó con el batir de los cascos de una manada de caballos desbocados. Alguien apartó la tela que servía de puerta de la tienda, en la que entró un hombre desconocido. Era alto, moreno y guapo, y su coraza brillaba como la plata. Cuando me miró con sus brillantes ojos, comencé a temblar y le pregunté:

—¿Qué quieres de mí, señor?

Contestó con voz sonora y clara:

—No te busco a ti. Estoy esperando a tu señor, el cardenal Juliano Cesarini.

Arreglé los cojines y le señalé el asiento, pero no me atreví a invitarle a sentarse. Él no dijo nada del terremoto. Me siguió mirando con sus brillantes ojos, y a mí me pareció como si yo me hubiera encogido y me hubiera vuelto débil. Me alejé de mí mismo y mi conciencia estaba a punto de apagarse, como si estuviera invadido por el sueño.

—¿Qué quieres de mí? —le volví a preguntar.

—Hoy no te busco, pero nos veremos en Varna —repitió el hombre.

Con un estremecimiento, pensé que él tenía información sobre los secretos planes del ejército, anulados por el tratado de paz del rey con los turcos.

—¡Pero si la cruzada ha terminado casi antes de empezar! —le contesté—. Nunca iremos a Varna.

Sin embargo, me volvió a decir:

—Nos veremos en Varna.

Algo me impidió hablar más con él, y me invadió un terror cuyas causas no me pude explicar. El hombre llevaba en su costado una gran espada y, a la luz que entraba en la tienda por la puerta abierta, parecía que todo su ser irradiaba una extraña luz. Al cabo de un momento, el cardenal Cesarini entró de prisa en la tienda, con la cara iluminada y gritando ya desde fuera:

—¡Juan, Juan, hijo mío, el rey Ladislao ha jurado!

Hasta entonces no se percató de la presencia del visitante, se paró e irguió su cuerpo todo cuanto pudo. Al comparar su hermoso rostro, gastado por un fuego interior, con el de aquel extraño visitante, observé que se parecían mucho. No se saludaron y se miraron cara a cara. Sin apartar su mirada del otro, el cardenal Cesarini tocó mi brazo y dijo en voz baja:

—Déjanos solos, Juan.

Salí de la tienda al campamento y vi cómo los hombres volvían a erigir algunas tiendas derrumbadas por el terremoto. Los criados estaban lejos, en la llanura, capturando los caballos escapados. Yo me sentía como si tuviera un agujero vacío dentro de mí. Fui al carro del vendedor y le pedí vino. Se me acercó, riendo, un caballero de Borgoña a quien conocía. Me saludó y dijo:

—Pronto nos pondremos en marcha y nos reuniremos en la frontera. Desde allí emprenderemos el avance en nombre de Cristo, tan pronto como los turcos puedan evacuar las ciudades de Servia entregadas según el tratado de paz. Pasaremos esta Navidad en Constantinopla y no en los helados montes balcánicos, como el año pasado.

—¿Cómo será posible? —le pregunté—. El rey Ladislao y el déspota de Servia han traicionado la santa causa de la cruz jurando la paz con la mano sobre la Biblia, después de que los turcos jurasen en nombre de su Corán.

—Por lo visto —me respondió—, sólo fue un truco de guerra y nos preocupamos por nada. ¿No eres amigo del cardenal Cesarini? ¿No sabes que, en nombre del Papa, ha liberado al rey de su juramento y ha demostrado que un juramento hecho a los infieles es nulo?

—¿Y Hunyadi, el de los húngaros? —insistí—. Muchas veces ha asegurado que nuestras fuerzas son insuficientes y el apoyo de los países occidentales, insignificante. Los príncipes no han mantenido sus promesas y el Papa Eugenio ha utilizado los diezmos de la cruzada para cubrir sus propias necesidades. Hunyadi ha dicho que es mejor una paz flaca que una disputa gorda, y no cabe dudar de que él es de los que son amigos de los turcos.

—¿Por qué insistes? —me preguntó—. ¿Tienes miedo? A Hunyadi le convertiremos en el rey de Bulgaria y nos acompañará encantado. ¿Por qué no gritas, ríes y te alegras ahora que la cruzada se realizará por fin y derrotaremos a los turcos para siempre? ¿No notaste cómo tembló la tierra cuando el rey volvió a poner su mano sobre la Biblia, anulando todos sus juramentos de armisticio y sus tratados de paz? Ya verás cómo construiremos pirámides con calaveras de turcos en honor de Cristo.

—No sé qué me pasa —le contesté—. Me siento mal y la luz se está apagando en mis ojos.

Él se rió con desprecio; yo me fui caminando, con pasos inseguros, hasta la tienda del cardenal, me eché en el césped y me quedé esperando. El sol se puso y empezó a refrescar. Por fin, vi al forastero salir de la tienda, pasar por mi lado sin mirarme y desaparecer de repente entre las sombras del atardecer, como si nunca hubiera existido.

Cuando entré en la tienda, vi a la luz de la vela que la cara del cardenal Cesarini se había vuelto amarillenta y que en su frente había gotas de sudor.

—¿Quién era aquel visitante? —le pregunté, con el cuerpo helado.

El cardenal Cesarini me dirigió una mirada petrificada, como si no me hubiera reconocido.

—Por la causa de Jesucristo, he hecho sermones a favor de esta cruzada —me dijo—. Por su santo nombre he sufrido hambre, frío y todas las molestias de una campaña. Por Él no he tenido descanso de noche ni paz de día, intentando conciliar a los príncipes entre sí y hacer compatibles todos sus encontrados intereses para unirlos en una lucha común contra los infieles. No he pedido mi propia gloria. Lo que he querido ha sido enterrar en la guerra santa todo mi indescriptible desengaño ante la terrible escisión de la cristiandad. Donde haya podido cometer un error, no lo he podido cometer en cuanto a esta causa y, aunque me muriera en esta senda, me moriría por el nombre de Cristo y de la única manera decente que nuestro maldito tiempo ofrece ya a un cristiano. No, no temo la muerte, sino que la muerte en batalla por Cristo y contra los infieles me sería la gloria pura. Entonces, ¿por qué tener miedo?

—¿Qué le ha pasado, excelentísimo señor cardenal? —le pregunté.

Se enjugó el sudor de la cara, mirando fijamente de frente.

—Tal vez haya hablado demasiado al manifestar con tanto énfasis la ayuda de los países occidentales. Pero lo que he dicho, lo he dicho de buena fe. De esto el Santo Dios es mi testigo. Y nunca habría podido creer que las promesas de los príncipes fuesen tan baldías.

Se levantó bruscamente y gritó, con los puños cerrados:

—¡En todo caso, la flota unida del Papa y del rey de Nápoles ya está navegando! Albania se ha rebelado contra los turcos. Pues, que sea débil nuestro ejército. Dios dará a cada hombre la fuerza de mil. Después de navegar desde Varna hasta Constantinopla, partiremos en dos el reino de los turcos. Murad está cansado de guerras, su hijo predilecto ha muerto, ha abdicado a favor de Mohamed, que sólo es un crío, y se ha retirado a descansar en Magnesia, pensando que tiene la paz asegurada. ¿No te parece que el mismo Dios nos lo ha arreglado todo de esta manera para asegurarnos la victoria resolutiva? Créeme, en cuanto hayamos marchado hasta Bulgaria, todos los pueblos que encontremos por el camino se levantarán para liberarse del yugo de los turcos y para unirse a la guerra santa contra los infieles.

Se quedó callado y jadeante, y yo le pregunté tercamente:

—¿Quién era aquel hombre? ¿Qué dudas sembró en su mente, ya que tanto se ha excitado?

Se serenó de repente, me miró como si hubiera acabado de despertarse, sonrió, y dijo con extraña calma:

—Te equivocas del todo, Juan. No me dio dudas, sino la seguridad. De verdad, ¿por qué estoy tan rabioso? ¿Por qué no alegrarme al saber que el camino de espinas se terminará y a él le volveré a ver en Varna?

Después del descanso de la noche me sentí liberado de la angustia del día anterior, volví a mirar el mundo con ojos razonables, me reproché de mi superstición y de soñar con los ojos abiertos y me uní a los entusiastas preparativos del levantamiento del campo, antes de emprender la marcha. En septiembre, nuestro ejército cruzó el Danubio y seguimos la marcha hacia Nicopol, sin encontrar la más mínima resistencia, porque los turcos habían evacuado la zona según el tratado de paz. En Nicopol se unió a nosotros Drakul, el déspota de Valaquia, que traía consigo algunos millares de caballeros. Hizo todo lo que pudo para convencer al rey Ladislao y a Hunyadi de que renunciaran a la cruzada y dijo que al soberano de los turcos le seguía en una cacería tanta gente como nosotros teníamos en todo el ejército de la cruzada. Hunyadi hubiera podido hacerle callar sólo acusándole de traidor.

Hunyadi era un valiente y experimentado guerrero, pero era, asimismo, un hombre cruel. Los húngaros mataron a todos los turcos que capturaron, y él no se lo impidió. Por el contrario, se contaba que durante sus anteriores campañas contra los turcos había hecho estrangular a prisioneros ante sus ojos y mientras estaba comiendo. Me dijeron que en este país cruel y bárbaro, donde todos estaban en guerra contra todos, no se conocía la piedad.

Cuando nos pusimos en marcha, esquivando las montañas, hacia el mar Negro y Varna, desde donde la flota del Papa debía llevarnos a Constantinopla, advertí inmediatamente que los húngaros estaban lejos de saludarnos con alegría y que no se unían al ejército para luchar contra los turcos. Si había pensado que ya había visto la muerte cuando la peste devastaba Ferrara, ahora pude ver la muerte producida por las armas y toda la insensata destrucción y crueldad de la guerra. Los caballeros alemanes y borgoñones que habían tomado la cruz no reconocían la unión de las Iglesias y trataban a los búlgaros como herejes y, como tales, peor que a los turcos. Éstos habían permitido que los búlgaros ejercieran libremente su religión, pero nuestro ejército profanó y saqueó sus iglesias, prendiéndoles fuego después, y los soldados más crueles mataron a los sacerdotes y monjes de religión católica griega, a pesar de que éstos suplicaban de una manera conmovedora que tuvieran piedad de las iglesias y del pueblo cristiano. Las prohibiciones del cardenal Cesarini no causaron efecto, y me tuve que extrañar muchas veces de cómo la Iglesia podía perdonar de antemano los pecados y prometer la gloria a unos borrachos asesinos y violadores de mujeres que, a juzgar por su comportamiento, sólo habían tomado la cruz para satisfacer sus deseos más inconfesables, para acumular botines y para repartir entre sí las tierras conquistadas, con el único fin de enriquecerse. Sin embargo, creo que muchos jóvenes cometían crueldades por pura ligereza y envalentonados por los malos ejemplos; tampoco niego que entre la tropa había hombres piadosos, que habían tomado la cruz impulsados por un santo entusiasmo o para purgar sus pecados. Desgraciadamente, como soldados eran los peores y se cansaban mucho debido a las molestias de la marcha. Esto lo pude constatar durante el avance, cuando conquistamos ciudades de poca importancia, en las que unas débiles fuerzas turcas luchaban hasta la muerte sin que les importara el número mucho mayor de soldados del ejército enemigo. Pero había muchas ciudades que se entregaban sin resistencia. A finales de octubre, conquistamos la ciudad de Varna y acampamos en sus afueras, en espera de la flota. La poca resistencia que habíamos encontrado nos hizo abrigar esperanzas.

Durante un par de semanas disfrutamos del bien merecido descanso después de la marcha, pero en el mar no se divisaban barcos, aparecieron jinetes turcos que hostigaron nuestros puestos de guardia más avanzados, y la inquietud empezó a estar presente en todos. Por fin, recibimos un mensaje traído por un barco retrasado por las tormentas otoñales y enviado por el capitán del Papa, diciendo que el gran visir de los turcos había enviado desde Adrianópolis un informe sobre la violación del tratado de paz al abdicado sultán Murad, que estaba en Magnesia, requiriendo que volviera al poder para salvar su reino. El sultán Murad estaba reuniendo un ejército en Anatolia, y por ello el capitán del Papa consideraba lo más prudente vigilar con su flota el estrecho del Helesponto, para impedir que los turcos llevasen a sus tropas al lado europeo. Exhortaba al ejército de los cruzados a que atacara por tierra a Adrianópolis, que sólo estaba defendida por el sultán Mohamed, de catorce años, y que luego llegase a Constantinopla también por tierra.

La misma noche, empezamos a fijarnos en un halo de luz en el horizonte, que parecía el reflejo de las luces del campamento de un gran ejército en la noche de noviembre. Los soldados enviados por Hunyadi a efectuar un reconocimiento regresaron con los caballos llenos de espumeante sudor y contaron, tartamudeando por la sorpresa, que un inmenso ejército turco había acampado en las cercanías de Varna. A la madrugada, entró en la ciudad un esclavo cristiano que se había escapado de los turcos y nos contó que, mientras la flota estaba vigilando en el Helesponto —que era el sitio habitual que utilizaban los turcos para cruzar el estrecho—, los genoveses de Pera habían traicionado la causa de la cristiandad, llevando en sus barcos al ejército del sultán al otro lado del Bósforo. El sultán les había pagado un ducado por persona. Su ejército consistía en cuarenta mil hombres, y los jenízaros habían marchado con la misma rapidez que la caballería, llegando en pocos días hasta Varna, hazaña que parecía increíble. Parecía brujería, pero aquel ejército salido de la nada era de carne y hueso, de forma que a todos los invadió una indescriptible consternación.

A toda prisa se colocaron los dos mil carros de carga de nuestro ejército en forma de círculo y se encadenaron entre sí, según la manera que los polacos y los húngaros habían aprendido de los húsares de Bohemia. Esta fortaleza de carros nos protegía; a nuestras espaldas había un inaccesible monte que limitaba con el mar, en nuestro flanco derecho teníamos las murallas de la ciudad, y a nuestra derecha, unos pantanos intransitables por culpa de las lluvias otoñales. Después de una reunión de emergencia, el cardenal Cesarini, el rey Ladislao y el famoso Hunyadi cabalgaron arriba y abajo por el campamento, animando a las tropas ante la batalla que les esperaba. Los cañones fueron bajados de sus carros y enganchados a sus bases hechas de troncos. Después de las lluvias, el día amaneció despejado y luminoso. Los jinetes llevaron a sus puestos la negra bandera de los húngaros, la de san Jorge y la de san Ladislao, y nos pareció que la pesada seda de aquellas banderas ondeando al viento nos protegía. En consecuencia, a todos les invadió un alegre optimismo.

Al mismo tiempo, los turcos habían abandonado su campamento y se habían colocado en sus posiciones enfrente de nuestras tropas. Ante la inmensa multitud de sus jenízaros, los turcos empezaron a cavar a toda prisa una fosa y a levantar una empalizada para protegerse. Una vez nos hubimos acercado más, en buen orden, pudimos ver que los turcos habían plantado una lanza en el suelo y atravesado en su punta el tratado de paz, adornado con los innumerables sellos. A una distancia desde la que se les podía oír, los turcos empezaron a insultarnos en varios idiomas, llamándonos perjuros y traidores. Sin embargo, el tiempo pasó y llegó la tarde sin que ninguna de ambas partes se decidiera a atacar. Nuestros cañones sonaron alguna vez y algunos caballeros envalentonados avanzaron retando a un duelo a los jefes de los turcos.

Nos animamos al notar que los turcos, a pesar de su supremacía numérica en cuanto a tropas, no estaban dispuestos a comenzar la batalla. Nuestra fuerza residía en la caballería pesada y acorazada formada por los polacos y los húngaros, a la que servían de refuerzo los caballeros alemanes y borgoñones que habían tomado la cruz. Como contraste a nuestros corpulentos caballos, las relucientes armaduras y las altivas banderas, la caballería turca en ambos flancos, con sus armas ligeras y sus caballos de pelo desgreñado, parecía un enemigo poco peligroso. Nosotros no creíamos que los hombres a pie de los jenízaros resistiesen el ataque de la caballería pesada. Empezamos a perder la paciencia, y el cardenal Cesarini me mandó a preguntar a Hunyadi por qué retrasaba el comienzo de la batalla.

—Yo conozco a los turcos y a mi propio pueblo —contestó Hunyadi—, pero Dios me guarde de sacerdotes que no entienden nada de las tácticas de la guerra. Si podemos derrotar los flancos de los turcos, podremos rodear a los jenízaros. Por ello y en nombre de Dios, haz que tu cardenal jure de nuevo que el centro debe quedarse donde está.

Después, sonriendo, miró a sus caballeros y gritó:

—¡La corona de Bulgaria está en la punta de mi espada, y esta noche escogeré a mis paladinos entre los más valientes!

Como señal, movió su cetro de mando y la caballería se puso en marcha chacoloteando y tintineando. De repente, se levantó una enorme ventolera que produjo remolinos de polvo y arrebató de sus astas las ondeantes banderas. La caballería de Hunyadi se perdió entre las nubes de polvo, y yo noté que la tierra empezaba a temblar bajo mis pies. Al cabalgar de vuelta hacia el sitio donde se hallaba el cardenal pasando entre las tropas que miraban y escuchaban con tensión, vi, sobre un caballo negro como el carbón, un poco apartado de los demás, a aquel extraño hombre que había saludado al cardenal en su tienda. Miraba, con el rostro petrificado, la nube de polvo que avanzaba con el viento, y su coraza brillaba como la plata. La excitación y el ciego entusiasmo de la batalla que acababa de empezar me habían embriagado y le grité, jubiloso:

—¡Nos encontraremos en Varna! ¡Fuiste un buen adivino!

Al mirar hacia atrás, vi que se había puesto en marcha y me seguía durante algún trecho. Paró su caballo cerca del cardenal y el rey Ladislao y aquí también se quedó apartado. Después de relatar al cardenal Cesarini lo que me había dicho Hunyadi, le señalé a aquel soberbio y hermoso hombre, en aquel momento rodeado por la luz del sol, y dije:

—Él también está aquí. Nos encontramos en Varna tal como predijo.

El cardenal miró hacia la dirección que le había señalado, preguntando:

—¿Quién?

Pero, en aquel mismo instante, algunos impacientes cabalgaron hacia adelante y le taparon de nuestra vista. Por ello, confundido, no supe decir más que seguramente había tenido una falsa visión. Después de que Hunyadi arrancase con su caballería, también el déspota Drakul atacó, con sus caballeros de Valaquia, el otro flanco de los turcos. Así se luchó en ambos flancos durante cierto tiempo, y pudimos oír los gritos y el ruido de las armas. Completamente pálido y con la cara temblando de impaciencia, el rey Ladislao se mordisqueaba la negra barba y empezaba a mascullar que Hunyadi quería arrebatarle el honor de la victoria. Los caballos relinchaban excitados, moviendo sus cabezas y tensando las riendas como si hasta ellos nos exhortasen a unirnos a la batalla. Algunos jinetes se apeaban de sus caballos para orinar, ya que no podían contener su excitación.

Detrás de la fosa cavada por los jenízaros vimos, sobre una colina, al sultán Murad a caballo y rodeado de sus jefes, vestidos con lujosas ropas. De vez en cuando, alguna flecha llegaba hasta nosotros, pero caía en tierra antes de alcanzarnos o rebotaba sin fuerza en la coraza de algún caballero. En ambos flancos la caballería turca había sido forzada a retirarse un buen trecho y, entre el relucir de los sables y el ruido de las lanzas contra las armaduras, parecía que cada vez había más turcos que empezaban la huida.

Luego vi la escena más excitante y salvaje que pueda verse en una batalla. De repente, el frente turco había cambiado por ambos flancos, y en vez de caras vi las espaldas de los jinetes en una desenfrenada huida. Muchos de los nuestros empezaron a vitorear victoria. El cardenal Cesarini levantó ambos brazos hacia el cielo con una expresión de extasiado júbilo en el rostro, y el rey Ladislao ya no se pudo contener, sino que mandó que sonaran las cornetas de ataque. La impaciente espera de varias horas descargó en un ruidoso asalto, mi caballo fue arrastrado por la furia y yo lo espoleé gritando, sin saber que estaba gritando. Luego las flechas, como un granizo, cayeron sobre nosotros. Aquí y allí algún caballo caía de rodillas, y los jinetes se amontonaban en el suelo. Estábamos ante la fosa cavada por los turcos. Allí cayeron, en un instante, caballos y hombres en un indescriptible desorden, lo cual destruyó de inmediato la tremenda fuerza de nuestro ataque, que habría podido romper las filas de los jenízaros. Las bocas de los cañones escupían fuego y humo a nuestros ojos. Vi caras, brazos, cabezas que se partían, y yo mismo blandía la espada como un demente. Durante un fugaz momento vi cómo el sultán Murad tiraba de las riendas de su caballo para dar la vuelta y huir, cuando las filas de los jenízaros se partían y retiraban ante el ataque de los caballeros provistos de sus armaduras, que querían alcanzar al sultán. Pero alguno de sus jefes tomó violentamente las riendas del caballo, impidiendo la huida. No sé si una descarga de cañón me ensordeció o qué me pasó. En un segundo todo fue silencioso a mi alrededor, y aquel extraño y reluciente caballero que montaba en su negro corcel había cabalgado hasta mí. A pocos pasos delante de nosotros, el caballo del rey Ladislao se cayó de rodillas y el rey fue despedido por encima de su cabeza, directamente a las armas de los jenízaros. Vi a un hombre con largos bigotes apoyar su rodilla contra el pecho del rey, sacar de un golpe el yelmo de su cabeza y cortarla con su sable. En el mismo momento, el cardenal Cesarini fue herido en el cuello y en el bajo vientre. Soltó un horrible grito de dolor. Entre las filas de los jenízaros nació un desenfrenado bramido de alegría, y la sangrienta cabeza del rey Ladislao fue elevada en la punta de una lanza a la vista de todos, al lado mismo del sitio donde se había clavado el tratado de paz sellado y jurado por él. Más y más jinetes con sus caballos se iban cayendo, y antes de que advirtiera lo que estaba haciendo, me encontré galopando hacia nuestros puestos en compañía de algunos supervivientes más, arrastrando por las riendas el caballo del cardenal Cesarini para que él, herido, no se quedara en manos de los turcos. Se le habían caído las armas y se agarraba con agarrotadoras manos a la crin del caballo. La sangre y las lágrimas le manchaban la cara.

Nuestro ejército se había dispersado, y los húngaros corrieron hacia la fortaleza de los carros para defenderse desde allí. Nuestros desbocados caballos nos llevaron en volandas a una loca huida, hasta que el del cardenal se hundió en el pantano y empezó a ahogarse, y el mío me tiró de sus lomos y escapó. No pude arrancar al caballo moribundo del pantano, pero usando todas mis fuerzas pude sacar a tierra al cardenal Cesarini. Le quité el yelmo para curarle las heridas, pero, debilitado por la pérdida de sangre y pálido como la cal, me dijo:

—Éste es el día de mi muerte. No te preocupes por mí; sálvate tú, si puedes.

Por nuestro lado pasaron a todo galope algunos caballeros de Valaquia y luego vinieron, huyendo a pie, los húngaros. Les grité que ayudasen al cardenal y les prometí dinero. Reconocieron al cardenal por su capa, se detuvieron, me tiraron al suelo y mataron al cardenal con sus espadas, diciendo que era el culpable de todo, que había hecho que su rey rompiera su juramento y así les había llevado a todos a la muerte. Loco de odio les maldije, pero ellos siguieron con su escapada para esconderse en el bosque o para encontrar un caballo huido y así continuar escapando.

Cuando vi que el cardenal estaba muerto, enterré su cuerpo en el pantano para que los turcos no lo profanaran. Al levantar la vista, volví a ver a aquel hermoso y sombrío hombre, que se hallaba de pie a mi lado sonriendo de una manera extraña.

—Nos encontramos en Varna —me dijo.

—Sí, nos encontramos en Varna —le contesté—, pero ¿quién eres?

—Cuando nos veamos la próxima vez, ya no me lo preguntarás. Pero no te preocupes, aún faltan muchos años para ello. Y entonces, ya no harás preguntas inútiles.

Supe que nunca podría olvidar aquel moreno y soberbio rostro y su extraña sonrisa. Una irresistible curiosidad se apoderó de mí. Con el sabor a lejía de la derrota en mi boca, le pregunté:

—Dime al menos dónde nos encontraremos.

—Al final de los tiempos —me contestó—, al lado de la puerta de san Romano.

Después de decir esto desapareció de mi vista como si hubiera sido un sueño, y no entendí nada de lo que me dijo. Lo único que sabía era que el momento de mi muerte aún no había llegado. Por esto bendije como a un ser feliz al cardenal Cesarini, que pudo morir en su decepción. Tiré la espada y la coraza y emprendí el camino hacia donde se hallaban los turcos.

Los jenízaros habían destruido sin dificultad la fortaleza formada por los carros y a los húngaros que se defendían allí. Drakul y su caballería se había escapado y, al ver que no había otro remedio, también Hunyadi había reunido a sus últimos caballeros, emprendiendo la huida sin haber podido salvar ni siquiera su bandera. Sin embargo, juraba que se vengaría de Drakul y, efectivamente, al año siguiente atacó Valaquia sólo para matarle a él y a su hijo. Drakul, que conocía el terreno y la manera de ser de los turcos, logró escaparse de la gran batalla a pesar de que el sultán Murad envió a sus mejores sipahs a perseguirle, prometiendo una gran recompensa por su cabeza.

En la campiña de Varna se perdió la esperanza de la cristiandad, y los cadáveres llenaron aquel amplio espacio desde la ciudad hasta los pantanos. Al día siguiente, mientras los cuervos revoloteaban como negras nubes por encima del campo de batalla, el sultán Murad hizo desfilar ante sí a los prisioneros, sentado encima de un ancho cojín y delante de su suntuosa tienda. No fuimos muchos, sólo unos trescientos hombres, abatidos y descorazonados. Lo primero que hizo el sultán fue separar de entre nosotros a los monjes, sacerdotes y caballeros. Tuvieron que arrodillarse ante él y se les cortó el cuello, a pesar de que muchos caballeros ofrecían grandes cantidades de dinero a cambio de su vida.

El sultán era un hombre bajo y rechoncho. Ni las plumas de su turbante ni el lujo de su atuendo podían disimular el hecho de que su cara estaba hinchada y expresaba una evidente melancolía. No parecía que hubiera disfrutado con su victoria.

Después de castigar a los perjuros violadores de la paz, según nos expresó por medio de un intérprete, nos preguntó quienes de nosotros querían, voluntariamente y sin obligarles, reconocer al Dios único y a Mahoma como su profeta.

—Dios me ha dado la victoria —dijo—. Habéis visto con vuestros propios ojos cómo vuestros falsos dioses os han abandonado. Siendo así, no es vergüenza para nadie si deja de servir a los falsos dioses y elige al único Dios verdadero.

Nos miramos. Algunos empezaron a dudar, bajaron la vista y se separaron de los demás. Su ejemplo animó a los débiles, hasta que unos cien hombres expresaron su creencia de que el Dios de los mahometanos era más poderoso que el de los cristianos. El sultán los entregó a los derviches para que les enseñaran el Islam. Después de irse aquéllos, el sultán nos preguntó quiénes de nosotros ofrecíamos rescates para comprar nuestra libertad como alternativa a la esclavitud. En seguida, algunos comerciantes que habían seguido al ejército aseguraron solícitamente que sus casas comerciales pagarían el rescate; asimismo, algunos jóvenes que habían acompañado a los caballeros en calidad de escuderos anunciaron que sus familias pagarían por ellos. El sultán los entregó a su tesorero, para que acordasen las cantidades a pagar para su rescate. Pero, al ver que su vida estaba salvada, un usurero italiano reveló al sultán que yo había servido en el ejército como secretario del cardenal Cesarini. Durante toda la campaña aquel hombre había demostrado curiosidad hacia mí, y ahora tuve la seguridad de que los Bardi de Florencia le habían encargado que yo no volviera con vida de la cruzada.

Tuve que arrodillarme delante del sultán, en la tierra mojada de sangre.

—He estado viendo cadáveres que se reúnen hasta formar montones —me dijo—, para que sus huesos cuenten a las generaciones venideras su perjurio y su traición. Sólo he visto caras jóvenes entre ellos. Si allí hubiera habido al menos un hombre con la barba canosa, nunca habríais emprendido esta descabellada aventura.

—Todos nosotros debemos pagar un día la deuda del hombre —le contesté.

Me miró amablemente, con ojos melancólicos y cansados que se escondían entre sus hinchados párpados, e hizo que el intérprete me tradujera:

—Has dicho bien. Vendrá el día en que cualquiera puede tirar a tierra hasta mi divino polvo.

No me hizo ejecutar, sino que me detuvo como esclavo del sultán junto con dos chicos alemanes. A los demás prisioneros los dejó vender a los comerciantes de esclavos que habían seguido a su ejército.

No se me trató mal, y tuve ocasión de encontrarme con aquel comerciante italiano que me había traicionado. Sin embargo, no le reproché, aunque él lo temía mucho. Sólo le dije:

—No hay muchos que regresen de aquí, y en el campo de batalla ya hay más de quince mil cadáveres. Puedes anunciar sin preocuparte que he muerto. Aquí nadie sabe quien soy en realidad, y yo no tengo intención de escribir a Florencia para pedir un rescate que me salve de la esclavitud. He escogido libremente el camino que sigo. ¿Quién soy yo para rebelarme contra la voluntad de Dios?

Me contestó:

—Será verdad lo que me escribieron, que eres un loco —me contestó—. Si de verdad no piensas volver jamás, podré testimoniar con la conciencia tranquila que, con mis propios ojos, te he visto yacer muerto en el campo de Varna, para que se te pueda declarar legalmente muerto. Además, como esclavo del sultán no serás mucho mejor que un cadáver.

Yo le dije, escuetamente:

—Nos entendemos.

Aliviado, soltó una carcajada y dijo:

—Muchos hombres se han escapado de una esposa de mal carácter, pero es la primera vez que oigo que uno prefiera la esclavitud de los turcos a las riendas de su mujer. Por mí, que seas feliz, y démonos un apretón de manos para confirmarlo. La tarea que me encomendaron no me gustó en absoluto, pero a los florentinos les debo todo mi éxito y estoy seguro que me rescatarán del cautiverio para servir de testigo de tu muerte.

Sin embargo, él no me comprendió. ¿Y por qué le había explicado nada, si ni yo mismo me entendía del todo? Sólo puedo contar lo que hice, pero no sé explicar el por qué lo hice.

El sultán Murad mandó meter la cabeza del rey Ladislao en una bolsa de piel llena de miel y la envió como señal de su victoria a Brusa, que es la ciudad santa de los turcos, y donde son enterrados los sultanes y sus familias. Además, envió a Egipto veinticinco armaduras de caballero bellamente decoradas, e hizo llegar limosnas a La Meca. Después de regresar a su corte en Adrianópolis, despidió al ejército para el invierno y, ante el disgusto de los jenízaros, manifestó que había asegurado la paz y que volvería a abdicar a favor de su hijo Mohamed.

Los espaciosos cuarteles de los jenízaros se hallaban en Adrianópolis, enfrente del palacio del sultán y cerca de la mezquita que Murad había hecho construir. Contiguos a la mezquita había una universidad y un comedor para los pobres. Al igual que la mayoría de los europeos, yo también había pensado que los jenízaros, como mercenarios que eran, formaban la base del ejército turco. Es verdad que sabía que anualmente se introducían como jenízaros a un determinado número de chicos jóvenes, elegidos entre los pueblos cristianos vencidos por el sultán, que eran educados en la religión musulmana para el uso de las armas y, una vez llegados a la edad reglamentaria, empezaban a cobrar el sueldo de un guerrero. Sin embargo, hasta que advertí que formaban la orden monacal armada del Islam no pude comprender su invencibilidad en la batalla. Al igual que los monjes cristianos, debían comprometerse a una absoluta obediencia, una absoluta pobreza y una absoluta castidad. Se les obligaba a cumplir con los deberes de la religión, a escuchar las enseñanzas del hadji y a observar los cinco momentos de rezo diarios, de forma que, a pesar de su origen cristiano, eran musulmanes más fanáticos que los propios turcos y tan fervientes en su fe como los derviches, los cuales, por su parte, eran los errantes monjes mendigos del Islam.

Los jenízaros cobraban del sultán un escueto sueldo, debían evitar cualquier manifestación de lujo y contentarse con una vida sencilla. Las heridas, las enfermedades o la vejez, les daban derecho a una pensión vitalicia, pero no podían contraer matrimonio y, como señal de ello, debían afeitarse la barba al igual que los sacerdotes y monjes cristianos. No obstante, podían llevar bigote, pero se afeitaban la cabeza dejando tan sólo un mechón en la coronilla, por el que Mahoma los elevaba directamente al cielo si caían en una batalla por el Islam, según creían. A ninguno de ellos les estaba permitido aprender oficio alguno, que les hubiera podido apartar del servicio de las armas. Día tras día se ejercitaban, en el patio del sultán, en la lucha, el tiro con arco y, ante todo, en el uso de la espada. Las suyas eran de un acero mejor y más resistente que las de los países occidentales.

Por todo ello, los jenízaros se manifestaron abiertamente, profiriendo gritos de dolor y echándose tierra sobre las cabezas, cuando se enteraron de que el sultán Murad, que en el transcurso de veinte años les había llevado a tantas gloriosas victorias y una vez más había derrotado a las tropas occidentales en el campo de Varna, quería volver a abdicar. Gritaban que un chico de catorce años no les podía dirigir. El sultán Murad se acercó a ellos con la mano sobre un hombro del chico, les habló como un padre le habla a sus hijos y señaló a su viejo gran visir, Khalil, de canosa barba, que llevaba sirviendo a los sultanes en su cargo durante tres generaciones.

—Os doy un joven halcón —dijo—. ¿Cómo podría un halcón aprender a capturar su presa si nunca tiene ocasión de probar sus alas?

Añadió que él ya había hecho bastante y que se había cansado de las guerras.

—Permitid que tenga el descanso del sabio, queridos hijos —dijo—. Deseo cultivar rosas y escuchar el ruiseñor en los bosquecillos de Jonia en compañía de los sabios y de los poetas.

Guiñó lúdicamente sus hinchados párpados y los jenízaros soltaron una carcajada, gritando al unísono:

—¡Lo que tú echas de menos es el vino, viejo borracho, no nos mientas!

Con esta familiaridad hablaron a su sultán, pero al mismo tiempo se tranquilizaron y prometieron fidelidad al joven Mohamed. Desde mi apartado sitio miré a aquel joven que, a una edad inmadura, se hacía con tanto poder, y observé claramente que no le gustaba el comportamiento de los jenízaros, sino que tenía dificultades para contenerse y no demostrar su infantil envidia hacia su padre y el gran visir. Era como un joven halcón, de pie entre los jenízaros, delgado y huesudo, con el turbante demasiado grande cubriéndole la cabeza y protegido por el brazo de su padre. Su rostro tenía un color entre grisáceo y amarillento y hasta sus grandes ojos habían tomado un tono amarillento por el odio. Su ganchuda nariz estaba pálida de disgusto.

Aquel joven Mohamed era un chico extraño. Por curiosidad se me había acercado, hablándome primero en latín para demostrar que lo sabía. Pronto cambió la conversación al griego, que dominaba mejor, y me preguntó varias cosas sobre la cruzada y la vida de los cristianos. Luego, ante mi gran sorpresa, me recitó con una sonrisa sarcástica el Padre Nuestro en latín, para demostrar que conocía nuestra religión. Era evidente que necesitaba jactarse de sus conocimientos, porque me dijo que también sabía hablar árabe, farsi y el idioma de Eslavonia que, al lado del turco, era el segundo idioma oficial de los otomanos. Por lo tanto, era innegable que era un chico con talento y con muchas ganas de aprender, pero había algo sospechoso en sus grandes ojos amarillentos, y tampoco me gustó su codiciosa y ganchuda nariz. Además, se sentía enormemente orgulloso de su rango y era muy ambicioso. Mirando al padre y al hijo juntos, tuve la intuitiva sensación de que el sultán Murad no quería en realidad a este hijo suyo, sino que seguía recordando con dolor a su otro hijo Aladino, muerto el año anterior. Sobre Aladino se decía que había sido la encarnación de las mejores virtudes humanas. Había nacido de un matrimonio legal, mientras que Mohamed era hijo de una simple esclava. Pero en presencia de Mohamed más valía no hablar de Aladino, porque era rencoroso, mientras que éste había sido piadoso. Mohamed, cuando se enfadaba, perdía por completo el control, mientras que Aladino tenía paciencia; aquél era envidioso, mientras que éste había sido generoso; el comportamiento de Mohamed era altivo y tenía una desmesurada ambición, mientras que Aladino había considerado su futuro poder como una cosa natural y se había preparado para sus deberes siendo igual de amable con los nobles que con la gente llana. En resumen, y según lo que oí decir, Aladino había sido como un santo al lado de Mohamed y en todos los aspectos hijo de su padre, mientras que no se habría podido creer que Mohamed fuera hijo de Murad.

En la corte del sultán había varios sabios griegos y médicos y astrólogos judíos que conocían idiomas y que, o bien se habían convertido al Islam, o eran esclavos del sultán, como yo. Después de preguntar durante bastante tiempo el porqué de la sorprendente benevolencia del sultán para conmigo, me enteré de que le agradaba mi apariencia exterior y que mis palabras en el campo de batalla le habían inspirado una poesía. Ante mi gran asombro, supe que se consideraba igual de importante como poeta que como soberano y conquistador. Cuando no estaba en campaña, solía invitar dos veces por semana a los poetas y a los sabios que gozaban de sus favores, con los que conversaba sobre distintas cuestiones y, una vez ebrio de vino, les hacía muchas veces regalos desmesuradamente grandes sin requerir su devolución al día siguiente. La viva poesía que yo le había inspirado me garantizaba su favor. Por esto había mandado que se me enseñara el idioma turco y no me obligó a convertirme al Islam. Su esposa Mara, hija del déspota de Servia, era cristiana, y por este motivo le gustaba tener en su corte a esclavos cristianos. Por lo demás, permitía en todo su reino el libre ejercicio de sus religiones a los cristianos y a los judíos.

El agrado despierta agrado y la compasión suscita compasión. Seguramente habría tenido que odiar amargamente al sultán Murad por todos los cadáveres que se habían quedado pudriéndose en el campo de Varna, pero, desde el primer instante, su tranquilo comportamiento y su melancólica cara en ocasión de su mayor victoria, me inspiraron respeto hacia él. Era un conquistador y un peligro para toda la cristiandad. Había ampliado y reforzado el reino de los turcos y aislado Constantinopla del mundo occidental, pero su cara y sus ojos me testimoniaron que era más bien un filósofo que un guerrero y un soberano. Era una persona de dimensiones extraordinarias y más tolerante que los príncipes occidentales. Por esto me alegré al enterarme de que me llevaría consigo a Magnesia, y no sólo porque ello me garantizaba un buen trato como esclavo y una vida sin preocupaciones. No; yo tenía un irresistible deseo de investigar el misterio que le hizo abandonar el poder aunque no había cumplido todavía los cincuenta años. Yo mismo había renunciado a una riqueza y felicidad inauditas para un hombre como yo, sólo para alcanzar mi libertad. Por todos estos motivos, sentía hacia él mayor atracción que la que jamás había sentido hacia nadie, para conocer sus móviles y lo que quería de la vida.

Durante el viaje pasamos algún tiempo en Brusa, para que el sultán se bañara en las termas. Vi las hermosas mezquitas, las termas y un monte con la cumbre nevada, sintiendo cada vez más fuerte y profundamente que había entrado en un mundo nuevo. Es cierto que, como cristiano, me insultaban y me trataban con desprecio, pero, a pesar de todo, en cada momento sentía más intensamente que me liberaba. Al renunciar a todo y emprender el camino que había elegido, había tomado la brasa ardiente. Había estado entre los pocos que salieron con vida del campo de Varna. Por ello crecía en mí la fe de que mi vida tenía algún propósito, que estaba realizando según las condiciones que se habían venido formando en mí. Externamente era un esclavo, pero ello no significaba nada para mí, porque, mientras los demás me mandaban y me trataban con desprecio, interiormente me sentía más libre y con la mente más despejada que nunca. Tenía mi camino y ya no tenía que elegir por mí mismo, sino que me estaban llevando hacia un destino inevitable.

En Brusa el sultán renunció a su numeroso séquito y seguimos el camino en cortas etapas hacia la primavera y hacia Magnesia. Las costumbres del sultán Murad eran sencillas; durante el viaje hizo sus rezos junto con los demás y, cuando comía en plena naturaleza, se limitaba a colocar delante de él un trozo de piel gastado y la comida era servida en recipientes de barro, ya que el Corán prohibía el oro y la plata. Según avanzaba el viaje, se puso cada vez más alegre y de buen humor y, cabalgando a paso lento, conversaba día tras día con sus acompañantes, el filósofo Ishak y el poeta Hamsa. Una vez, después de comer, me llamó a su presencia y me miró con atención, como si quisiera refrescar en su mente nuestro encuentro en el campo de Varna. Distraídamente, como si hubiera pensado en otra cosa, me preguntó:

—¿Por qué no te sometes a la voluntad de Dios y te conviertes en musulmán?

—Dios me ha dado un camino, que he de seguir —le contesté.

—Eres un hombre feliz. Yo no tengo otra cosa que mi conocimiento de que el universo es sólo una motita de polvo.

Me atreví a responderle:

—Señor, eres la persona más asombrosa que jamás he visto; has abdicado un inmenso poder a tu mejor edad.

Sonrió y me contestó:

—Después de cumplir los catorce años ya no hay infancia feliz y, después de cumplir los cuarenta, el hombre pierde asimismo el consuelo del amor, según dice el poeta ciego. ¿Por qué molestarme y preocuparme, si todavía puedo alegrar mi corazón con el vino y con la compañía de amigos en este mundo de vanidad?

No osé preguntarle más cosas, aunque bajo su sonrisa adiviné la infinita tristeza de todos los seres ante lo perecedera que es nuestra existencia. Me envió de vuelta con los criados y los esclavos. Cada día aprendía más el idioma turco y conocía más sus costumbres, a fin de no diferir demasiado de los demás. Las rosas se estaban abriendo en los jardines plantados por él mismo cuando, bajo el límpido cielo primaveral, llegamos a Magnesia y los blancos edificios de su palacio. Después de subir las escaleras, recitó la poesía que había compuesto durante el viaje:

Oh, camarero, vuelve a traer el vino de ayer, trae el instrumento de cuerdas y dile a mi corazón que se prepare.

Durante el momento que viviré, esta alegría y descanso me son deliciosos, vendrá el día en que una mano desconocida devolverá a la tierra mi divino polvo.

Al terminar de recitar esa poesía me buscó con la mirada y me saludó con una mano como demostración de su favor. Después de bañarse y comer, empezó a beber vino en compañía de sus favoritos, mientras unas esclavas le entretenían con canciones y danzas. Una vez embriagado, el sultán repartió entre sus amigos capas de honor y regalos en metálico. Mandó que le trajeran sus perros, los abrazó, permitió que le lamieran la cara y las orejas y regaló mil monedas de plata al perrero que los cuidaba. También hizo traer a la sala del banquete a su blanca yegua favorita, y le dio de comer avena regada con vino. Se inventó otras muchas tonterías, así que los criados y los esclavos competían en llamar su atención. Sin embargo, cuando estuvo completamente borracho se puso melancólico; mirando fijamente hacia adelante con unos ojos sin vida, despidió con un ademán a los músicos, a las bailarinas y a los malabaristas y ordenó que le fueran leídas poesías del poeta ciego. En medio de todo y por un capricho de la borrachera, volvió a acordarse de mí, murmurando una y otra vez aquel poema que había compuesto. Me hizo llamar, me miró con ojos ebrios y dijo:

—Créeme, Dios no existe. En vano lo han buscado los seguidores de Jenófanes y los cristianos, los judíos y los magos. En el mundo, sólo existen dos clases de personas: las hay inteligentes que carecen de fe y las hay creyentes que carecen de inteligencia.

Sus compañeros de fiesta asentían con la cabeza, diciendo apresuradamente que sólo repetía palabras del poeta, sin inventar nada. El sultán añadió:

—Esto es todo cuanto puede decirse sobre las cuestiones de religión. Y el poeta ciego es quien lo ha dicho.

Y yo le respondí:

—Dios existe, aunque yo no soy la persona indicada para testimoniarlo. Por esto, nuestros cuerpos sólo son unas tumbas y este mundo de lo finito es la tumba de nuestros cuerpos.

—¿Desprecias las palabras del poeta ciego? —me replicó, enfadado.

—No puedo despreciar algo que desconozco, y a tu poeta ciego no lo he leído nunca.

Se volvió más ebrio ante mis ojos y gritó:

—¡Entonces, sea el poeta ciego tu profesor y no vuelvas ante mí antes de que sepas leer bien sus poesías!

Empezó a llorar, diciendo a sus compañeros de borrachera:

—No soporto que se burlen del poeta ciego, porque yo también soy un poeta ciego.

A tientas buscó una bolsa de dinero entre las que había ordenado que trajeran, me la tiró y dijo en tono imperativo:

—Haz lo que te digo y búscate un profesor —se levantó; le temblaban las rodillas. Luego exclamó—: ¡No existe Dios, ni cielo ni infierno, ni ángeles ni diablo! Sólo hay personas inteligentes y personas estúpidas y ambas son del mismo polvo. La alegría es perecedera, el placer, corto, y hasta los pensamientos más sabios se desintegran como burbujas en el agua. Mañana ya no me acordaré de lo que soy hoy, y no existe otra ley que la de la variación y la de la desintegración.

Fue tirando las bolsas de dinero que había en la bandeja en cualquier dirección, y quien se encontraba con una podía quedársela. Sus amigos le tomaron de los brazos y, hablándole tiernamente, le ayudaron a acostarse, a pesar de que él se resistía gritando que quería abrazar las estrellas y besar las rosas de su jardín.

Yo tenía que obedecer su orden, mantenerme alejado de su vista y empezar a aprender el idioma árabe. Mi libro de texto no era el Corán, como era lo corriente allí y que, a pesar de sus aberraciones, habría dado testimonio de un solo y misericordioso Dios, sino un libro de poesías de un poeta muerto hacía cuatrocientos años, Abu el Alá al Maharrin. Había perdido la vista a los pocos años de edad y había vivido cerca de Alepo, en pobreza y sin probar la carne. Yo no había experimentado una sabiduría más fría y amarga que la suya.

El verano dio a las colinas unos tonos pardos y amarillos, los cipreses seguían irguiéndose con su oscuro color, y un polvo gris cubría las brillantes hojas de los arbustos de laurel. Los frutos de los rosales maduraron y tomaron un color rojo. Una ya fría mañana de otoño, me presenté ante el sultán mientras paseaba por su jardín, le paré besando la tierra a sus pies, levanté la cabeza y empecé a recitar el poema del poeta ciego:

Sus caras son amarillas y sus bocas, hostiles, sus hígados, negros, y sus ojos, de un azul de muerte, pero yo no tengo fuerza para irme ni quiero emprender un viaje nocturno, porque estoy ciego, ningún camino me resulta luminoso.

¿Has visto los negros cuervos subir alto al cielo por las mañanas, tornando hacia ti su costado derecho? ¿Has visto cómo levantan el vuelo delante de ti las grises palomas?

A mí me enviaron de viaje pero no encontré al mundo ni a la fe, y, ¿qué más fue mi retorno sino falta de entendimiento y amargura de la mente?

Quien lee sus rezos con la cara hacia el oriente no pierde nada al consagrar sinceramente su piedad a su Señor, pero yo, yo veo al animal terrenal temiendo la muerte. Un trueno le espanta, un rayo le enloquece, sin embargo, oh pájaro, tenme confianza, oh gacela, no temas que te haga daño porque no veo la más mínima diferencia entre nosotros.

Me escuchó atentamente, con los párpados pesados por la hinchazón y me contestó, recitando también:

He visto a los hombres reunirse para alcanzar el seguro conocimiento de cosas cuya seguridad es completamente variable, a ello dedicaron largos años, sus domingos y sus sábados. Todo esto era sólo un fuego que se enciende y arde, y cuya apasionada llama luego se apaga.

Me miró amablemente y siguió diciendo:

—Todo el conocimiento es vanidad de vanidades, pero tú has aprendido tu lección. Puedes pedirme lo que quieras, para que yo pueda demostrarte mi satisfacción.

—No está en tu mano darme lo que más desearía.

La curiosidad se despertó en él y me preguntó:

—Pues, ¿qué es lo que más deseas?

—Dame la esperanza.

—Tienes razón. Somos igual de pobres; un derviche vagabundo es más rico que nosotros, por muy loco que esté.

Cogió del suelo un puñado de arena, que dejó volar con el viento, se frotó las manos y dijo:

—Éste es el único destino, el tuyo y el mío, y el conocerlo nos hace tolerantes y nos permite perdonar a nuestros enemigos. Me cansé de odiar y de amar, y ni siquiera el vino me consuela, aunque lo beba hasta que me salga por las orejas. Sólo prepara mi corazón para el olvido.

—No obstante, existe la locura de los santos y la demencia de los apóstoles —le contesté—. Existe la esperanza cuyo portador es el Dios nacido hombre entre nosotros.

Se impacientó, y me dijo:

—Igual de inútil es que una persona rece hacia el Oriente que hacia el Occidente. No creo en los sueños ni en las estrellas. Sólo creo en la caprichosa suerte y en la casualidad, en la pasión carnal y en la lenta muerte del corazón. Entonces, pídeme lo que quieras y lo que te pueda dar, pero no me molestes con palabras estúpidas.

—La petición que voy a hacerte es rara —le contesté—. Permíteme seguirte por donde vayas y cogerte la mano en el momento de tu muerte.

Se estremeció y me miró fijamente. La nariz, las mejillas y los labios se le tornaron de un color azulado y se apretó el pecho con una mano. Luego recobró la calma, empezó a sonreír y, al fin, soltó una sonora carcajada.

—Al fin y al cabo, soy más rico que tú. Tengo la facilidad de reírme de la vanidad de todo, pero tú eres incapaz de reír. A partir de ahora, puedes sentarte entre mis amigos y entretenernos con tus divertidos chistes, que sabes contar con tanta seriedad.

La siguiente vez que, a pesar de las advertencias de sus médicos, empezó a beber en demasía, mandó efectivamente a por mí y me obligó a sentarme entre sus poetas y filósofos y a emborracharme. No obstante, no pudo hacerme sonreír. El vino aún me produjo más tristeza. Así pues, lloré mientras los demás se reían. Se le ocurrió ordenar que las hermosas muchachas esclavas me consolasen y me tentaran de todas las maneras posibles, prometiendo una recompensa a la que me sedujera; sin embargo, hasta estando borracho rechacé todas sus insinuaciones, sintiendo hacia ellas sólo repugnancia. Por este motivo, el sultán empezó a sospechar que yo practicaba un vicio que entre los turcos era bastante corriente y no del todo desconocido por él mismo, y envió a un hermoso joven a besarme y acariciarme. Cuando le rechacé también a él, el sultán Murad, a su vez, empezó a llorar, diciendo:

—Tu frialdad es antinatural, e incluso tus lágrimas son gotas de hielo. Tu frío llega hasta mí y ni siquiera el vino me calienta ya.

Así pues, adquirí fama de tener un carácter tan frío que no había nada que me tentase y que, para hacer lo que yo mismo no quería, no se me podía sobornar ni con dinero ni con promesas. Algunos me consideraban loco y demente, otros pensaban que en mí había algo de santo, como si el solo hecho de abstenerse de los placeres carnales hubiese podido convertir en santo a cualquiera. Como consecuencia, los ulemas —o sea los doctores en leyes entre los musulmanes— y los monjes de un cercano monasterio de derviches tomaron gusto en hablar conmigo sobre cuestiones de religión, me exhortaron a leer el Corán e intentaron convertirme en servidor del Profeta.

Pero la amarga filosofía del poeta ciego actuaba en mí como un veneno lento, del cual no podía librarme. Su solitario grito de desesperación me llamaba cada noche desde una distancia de siglos. Su pueblo, su raza y su religión habían sido diferentes de los míos; sin embargo, y aunque muerto, era más hermano de mi alma que ningún ser viviente. Se había atrevido a manifestar públicamente lo que los demás se callaban a pesar de sus dudas, y se había expuesto al peligro de ser perseguido por su verdad. Su valentía había sido mayor que la de los santos, ya que carecía de la esperanza que tenían éstos. El camino que yo había elegido me había librado de todo miedo ante el futuro, porque sabía que estaba siguiendo el destino que se maduraba en mí. Por ello pensaba que, aunque no hubiera en mí nada más, al menos debía saber vivir sin miedo. Y, ciertamente, no había poder terrenal que me hubiese podido perjudicar, ya que incluso lo peor que podía ocurrirme sólo dañaría mi cuerpo, y yo no amaba a mi cuerpo, aunque me había encerrado en su prisión para todos los días de mi vida.

No para ayunar, sino para seguir al poeta ciego, dejé de comer carne y empecé a tratar a los animales como si fueran hermanos míos. Si sólo era un cuerpo, como juraba el poeta ciego, no tenía razón alguna para despreciar nada viviente ni sentirme superior a nadie. Poco a poco, empecé a comprender a san Francisco, que había dirigido sermones a los pájaros y había llamado hermano al humilde asno. Pronto me percaté de que los animales se sentían a gusto conmigo y me seguían. Incluso los caballos desbocados se calmaban cuando me acercaba a ellos sin miedo y les llamaba mis hermanos.

Me parecía como si mi cuerpo se hubiera purificado y como si mi mente se hubiera despejado después de dejar de comer carne; como si ésta, incluso en el sentido material, hubiese atado a quien la consumía. Los derviches del monasterio me enseñaron gustosamente una dieta que no debilitaba el cuerpo.

En su lugar de reposo, el sultán Murad buscaba consuelo para su corazón con la alegría y la compañía de los amigos, pensando que encontraría el único propósito de la vida en los placeres del cuerpo y de los sentidos, ya que no existía nada más que el cuerpo. Por eso no le negaba nada al suyo y en poco tiempo engordó y se aflojó, y empezó a levantarse tarde y a descuidar las horas de los rezos. Hasta su agilidad mental empezó a entorpecerse. Beber vino era para él más bien una tristeza que una alegría, porque no sabía beber con moderación, sino que quemaba su cuerpo con la bebida, de forma que después se encontraba enfermo, desconsolado y todavía más melancólico. En un estado así, ni la música de los instrumentos de cuerda ni las hábiles caricias de las esclavas más hermosas podían animarle. Una vez recuperado, pasaba algunos días llevando una vida tranquila y sencilla hasta que la pasión por el vino volvía a apoderarse de él y ya no se podía contener. Por todo ello era esclavo de su cuerpo mucho más que yo, que quería vencer mi esclavitud negando su existencia en mi vida. El sultán envejeció rápidamente en Magnesia, mucho más rápidamente que durante el tiempo que había pasado en las campañas, con todas sus incomodidades, o cuando tenía que preocuparse por los problemas de gobierno.

Dos años le duró esta temporada de descanso y placeres, y ni siquiera quiso oír hablar de lo que ocurría en el mundo, a pesar de que la flota del Papa seguía navegando vanamente por el mar Negro, y Hunyadi realizó una nueva campaña de saqueo y destrucción en las fronteras de Bulgaria. Mientras tanto, el joven sultán Mohamed iba reuniendo en Adrianópolis a hombres jóvenes y ambiciosos, que seguían sus pocos meditados consejos a fin de separar del poder al gran visir Khalil. Los jenízaros no respetaban al sultán, que aún era barbilampiño. Éste intentaba colocar a sus partidarios como oficiales de las tropas, violando la ley de la antigüedad que era la base de los ascensos, hasta que, un día, los jenízaros perdieron la paciencia, se declararon en abierta rebeldía, saquearon y quemaron el bazar y luego abandonaron la ciudad y acamparon en un monte cercano. Khalil logró que regresaran y se calmaran, y les aumentó el sueldo en una moneda de plata diaria; sin embargo, consideró tan insegura la posición de Mohamed, que envió a toda prisa a su hombre de confianza a Magnesia para rogar a Murad que volviera al poder, a fin de evitar la disgregación del reino.

El embajador encontró a Murad en el balneario, melancólico y con resaca. Supongo que el mismo Murad comprendía ya que su escapada del mundo de los hechos y de los deberes carecía de sentido, e iba consumiéndole en vano, ya que no había podido encontrar la verdadera felicidad en los placeres ni en el descanso.

—Nadie puede esquivar su destino —dijo con tristeza—. Mi tiempo está medido y mi corazón está preparado. ¿Por qué no buscar el olvido en la actividad durante el poco tiempo que me queda?

A la brillante luz del sol otoñal se despidió de sus rosales, de sus fuentes, de sus cipreses y de los ligeros tejados blancos a cuyo cobijo no había encontrado la felicidad.

—Mohamed puede intercambiar sitios conmigo —dijo—. Seguidme o quedaos para servir al nuevo señor. A mí ya me da lo mismo. Si os quedáis, enseñadle mesura, control sobre sí mismo, justicia, respeto a la palabra dada, y la inutilidad de la fama y de las victorias en este mundo perecedero… Su juventud es como un recipiente en plena ebullición, que necesita una pesada tapadera para que el contenido no se derrame —añadió. Y dirigiéndose a mí, dijo—: Tú te quedas aquí, porque no necesito a nadie que me tome de la mano en el instante de mi muerte. Igual de solo que he vivido, igual de solo pagaré la deuda del ser humano.

Esa orden me dolió. Él, al advertirlo, me dijo en tono afectuoso:

—Eres inútil para mí, pero a mi desenfrenado hijo puedes servirle de mucho. No tengo nada en contra de la cristiandad y no pido más que la paz, a pesar de que durante todo el tiempo de mi reinado he tenido que estar en guerra para estabilizar el poder de los otomanos. Sin embargo, nunca me he alegrado cuando he visto cadáveres de enemigos caídos en el campo de batalla, sino que esta clase de escenas siempre me han entristecido. La venganza no produce nada bueno y por ello he perdonado una y otra vez a los violadores de la paz, después de castigarlos de una manera mesurada. A pesar de toda su escisión interior, la cristiandad es un grande y peligroso enemigo, y no querría volver a vivir el mismo horror que en el campo de Varna. La altivez lleva a la caída, y la ambición es la más peligrosa consejera para un soberano. Sin embargo, es inútil que le hable de todo esto a Mohamed, ya que no me respeta ni escucha mis palabras, sino que, como todos los jóvenes, se considera más sabio que yo. Por esto le enviaré aquí para que se tranquilice y espero que tú le servirás como tranquilizante compañía, al igual que sabes calmar a los animales.

Muchos de sus amigos, sabios, filósofos y poetas, prefirieron seguirle o viajaron a Brusa, o sencillamente se fueron porque nadie tenía demasiadas ganas de quedar sometido a los caprichos de un airado y amargado joven de dieciséis años. No obstante, algunos se quedaron, calculando que, en todo caso, un día Mohamed sería el sultán y entonces recibirían su recompensa los que hubieran sabido ganarse sus favores en los tiempos de su juventud y de su humillación. Pero incluso ellos decían: «Preferiríamos encontrarnos con un león herido o con un toro rabioso que con él, durante los primeros días que sigan a su llegada».

A la vista de todo ello, el personal de palacio le esperaba temeroso y, cuando recibieron el mensaje de que su séquito se estaba acercando, nos preparamos para acogerle con todos los honores. Habíamos oído decir que había cabalgado como loco en el transcurso de todo el viaje y que sólo los jinetes más experimentados y los mejores caballos pudieron seguirle. Y así llegó antes de que pudiéramos esperarle, cabalgando solo y con el caballo cubierto de espuma, los ojos de éste desorbitados y convertidos en llamas verdes y la boca y los costados manchados de sangre. Los criados que habían salido corriendo se echaron al suelo, y tocaron la tierra con la frente al verle llegar. Él saltó del caballo y soltó las riendas, y el pobre animal siguió su alocado galope hasta dar con su cabeza contra la pared del palacio y desplomarse. Con la cara pálida y los ojos amarillentos, el joven sultán se paró en la escalera para ver si alguien se atrevía a levantar la cabeza para burlarse de su vergüenza. Luego entró, y los temblorosos cortesanos le llevaron a sus aposentos, le introdujeron en el baño, le entregaron ropas nuevas y le ofrecieron comida. Sin casi probarla, se echó en la cama y se quedó dos días encerrado en su habitación, haciendo rechinar los dientes y apretando los puños hasta que las uñas se le clavaron en la carne.

Era fácil comprender ese comportamiento, ya que tal vez jamás un joven desmesuradamente orgulloso y ambicioso se había encontrado con una humillación tan dura como la que le había proporcionado su padre. Dos veces le había nombrado sultán, señor y único dueño de los países turcos de Europa y Asia, y dos veces había debido volver a dejar paso a su progenitor. La primera vez, asustado de muerte, se había visto obligado a pedir personalmente ayuda a su padre, cuando el ejército de los cruzados amenazaba Adrianópolis, pero esta segunda vez se le había puesto como a un niño de cara a la pared a causa de sus propios y poco, meditados actos.

En el palacio de Magnesia nadie se atrevió durante varias semanas a sonreír, ni estando a solas.

Sin embargo, Mohamed fue capaz de vencer su propio carácter. Cuando llegaron los profesores de barba gris que Murad había designado para educarle, se humilló a besar su hombro después de que ellos le hubieron mostrado sus respetos. Sus favoritos, que habían fomentado su audacia y su testarudez, fueron enviados a lugares de destierro, y no había arrogancia juvenil que pudiera con estos ancianos llegados a las más altas cimas científicas de las universidades islámicas. Su poder residía en el Corán y en la ley del Corán, a las que hasta un soberano debía someterse.

Una vez tranquilizado, Mohamed empezó a estudiar, anhelando el conocimiento con tanta pasión como si hubiera querido ahogar en él su desengaño y su humillación. Quería vencer a sus maestros con sus propias armas, haciéndoles preguntas capciosas y sonriendo con sorna cuando veía que se quedaban perplejos. Bajo la dirección de un sabio griego, estudió a Aristóteles y conoció asimismo a otros filósofos griegos. Lo que más le gustaba, sin embargo, eran la historia y la geografía, y no se cansó de mirar los mapas de todo el mundo de Ptolomeo, como si con su mirada hubiera querido poseer todos los países.

Cuando se cansaba de estudiar, desahogaba su ardiente fanatismo en desenfrenadas excursiones a caballo y en cacerías. Todas las mañanas se ejercitaba en el arco, intentando tozudamente hacer llegar la flecha cada vez más lejos. Pero no quería engañarse a sí mismo: lleno de ira, dio una paliza a uno de los ayudantes que, con el fin de halagarle, intentó agarrar la flecha y, a escondidas, llevarla más allá de donde había caído. Cuando aquel chico se lamentó, con la cara manchada de sangre, Mohamed se rió como si hubiera experimentado una cruel satisfacción.

También quería estudiar latín; me hizo llamar a su presencia y me dijo:

—Mi padre me ha dicho que tú podrías ser un amigo incondicional para mí.

En su mentón asomaban ya unos finos pelos de barba y sus amarillentos ojos, cuando me miraba, parecían los de un animal salvaje al acecho.

—Ésa fue una mala recomendación —le contesté—. No creo que le prestes demasiada atención a tu padre. Elige tú mismo a tus amigos. Yo soy un esclavo y te obedeceré porque Dios lo ha querido así y no me rebelo contra Él.

—¿Qué crees saber de Dios, cristiano despreciable?

—¿Lo preguntas en serio o esa pregunta es mera retórica?

—No te diriges a mí como debe un esclavo.

—Entonces, ¿cómo debo hacerlo?

—Deberías haber gritado de alegría, tocar el suelo con la frente y agradecerme el favor que te hago cuando te ofrezco amistad.

—Si eso te alegra, te complaceré con mucho gusto. Pero la amistad es una pesada carga, y especialmente tu amistad es más peligrosa que una cesta llena de víboras.

Se asombró tanto por mis palabras, tan directas, que ni siquiera se enfadó, y se quedó observándome con sus amarillentos ojos. De repente, su altivo rostro de muchacho se relajó con una sonrisa, y al sonreír era hermoso como un ángel moreno. Con confianza, posó una mano sobre mi hombro, me invitó a levantarme y me dijo melosamente, como suplicando:

—Estoy solo y no puedo confiar en nadie a mi alrededor. Ésa es una lección que he aprendido. Pero soy joven y echo de menos la amistad. ¿Por qué no quieres ser amigo mío? ¿O es que te soy antipático?

Hizo aquella súplica con tanta naturalidad y vivacidad como si la hubiera estado ensayando, pero yo no me fiaba de su sonrisa.

—¿Por qué finges? —le pregunté—. Con tu sonrisa y tu acariciadora mano puedes ganar a muchos hombres como amigos tuyos, pero ¿qué ganas fingiendo ante un esclavo que, en todo caso, está en tu poder?

Se le encendieron los ojos, se le petrificó la cara y la nariz se le puso pálida, pero se contuvo, volvió a sonreír aunque haciendo un gran esfuerzo, y me dijo:

—¿No te das cuenta de que me estoy educando? Antes despreciaba los fingimientos, pero ahora ya comprendo que un soberano no debe exponer ante nadie sus pensamientos. A mí nadie debe examinarme, pero yo tengo que examinar a todo el mundo y ver hasta su interior. No debo creer en ningún ser humano, sólo en mí mismo. He de ser piadoso entre los piadosos; filósofo entre los filósofos; poeta entre los poetas; pero nadie debe saber lo que soy en realidad. Tengo que crear varias cáscaras a mi alrededor. Si alguien logra abrir una, encontrará debajo otra todavía más dura.

—¿Por qué me cuentas todo esto? —le pregunté.

Me sonrió y me miró con sus amarillentos ojos:

—Porque sólo eres un esclavo y puedo hacer que te empalen o te corten la cabeza en el momento en que me percate de que te he contado demasiadas cosas. Aprender a callarse es una asignatura muy difícil, y hablando me aclaro a mí mismo mis pensamientos. Sería mejor subir al monte y decir a alguna piedra o a una columna lo que uno piensa, pero yo tengo que hacer pruebas con las personas para estudiar cómo puedo dominar sus pensamientos. Por ello creo que te voy a elegir a ti.

—Te vas a educar para ser un hombre desgraciado, mi señor Mohamed —le repliqué.

Orgullosamente, irguió todavía más la cabeza:

—Estoy podando de mí mismo los prejuicios, al igual que un jardinero poda un árbol joven con su afilado cuchillo. Me estoy educando para ser un soberano como aquel del que se ha escrito: «El más grande es aquel que lo hará». Todavía no lo crees, cristiano, pero un día el mundo temblará ante mí.

—Y un día hasta la brasa más caliente se enfría —le dije.

—¡Bien dicho! —exclamó—. Yo estoy ardiendo y serán muchos los que se quemarán los dedos conmigo.

Se cansó de la conversación y dijo que quería estudiar latín conmigo. No quería saber nada de Cicerón ni de Quintiliano. Como estudiante de idiomas era impaciente y la gramática le importaba más bien poco. Al notar que lo único que le interesaba era la historia y las artes marciales de Roma, empecé a reunir para él citas de los libros latinos de su biblioteca, a leerlas y explicárselas y a traducir al turco lo que no entendía. Un par de veces a la semana me hacía llamar, y pronto tuve que admirar, aunque fuera con reluctancia, su enormemente rápida y aguda capacidad de comprensión, su buena memoria y su inigualable talento. Tenía la facilidad de separar en un segundo, basándose en la menor referencia recibida, lo principal de lo secundario, lo esencial de lo que no lo era. Por ello me reprochaba a menudo mi lentitud, se impacientaba y me pedía que, al leer, me saltase los pasajes carentes de importancia. No entendía de la belleza del idioma ni de la fluidez de la redacción, a pesar de que él mismo escribía versos en turco para ejercitarse en la poesía.

De la historia elegí para él los pasajes sobre las más importantes batallas de Aníbal y de César. Asimismo escuchó, devorando el texto, todas las descripciones de sitios de ciudades y de las máquinas bélicas usadas como arietes rompemuros. Estudiaba los planos de tales máquinas y las comparaba con las usadas por Alejandro Magno. Sobre éste, leyó todo cuanto habían escrito los árabes y los griegos. No era un alumno agradable, porque aprovechaba todas las oportunidades para burlarse con sorna de la buena fe o de las buenas intenciones de la gente.

—Cuanto más estudio la historia —me dijo—, tanto más me extraña la locura de la gente. No existe ninguna mentira, por grande que sea, que la gente no crea, si se le asegura machaconamente que es verdad. Una victoria borra la traición más despreciable, y el éxito es la única medida con la que puede apreciarse a los soberanos. Un soberano victorioso está por encima incluso de los dioses. Alejandro se hizo denominar Zeus-Amón, y hasta en nuestros días le llaman el Bicorne en las fábulas.

»La primera condición del poder es estar en posesión de importantes fuerzas armadas, pero un soberano también debe saber organizar su reino y mostrar en ello justicia mientras le convenga a él. Debe construir sólidos edificios y debe favorecer a los sabios, a los historiadores y a los poetas, para que eternicen su fama para la posteridad y para que él pueda supervisar que sólo se acuerden de sus victorias y que se olviden de sus fechorías, que han sido la condición previa de las victorias.

No pude dejar de decirle:

—Hablas como un niño.

Pero él me contestó:

—Alejandro no era mucho mayor que yo cuando alcanzó sus primeras victorias y a los treinta años había conquistado al mundo entero.

Sus palabras y su desbordada ambición me asustaron tanto, que me quedé mirándole como si fuera una peligrosa fiera. Pero me consolé pensando que aún era un muchacho y que no servía para gobernar, puesto que había podido intentarlo ya por dos veces y había fracasado en ambas ocasiones. Me miró como acechándome y sonrió enseñando sus blancos dientes detrás de sus delgados labios.

—Yo leo tus pensamientos como en un libro abierto. A la tercera va la vencida, y ya tengo la paciencia suficiente para esperar mi tiempo y para crecer y educarme a ser duro.

Después de investigar las máquinas bélicas de los antiguos, empezó a estudiar las armas de fuego y los cañones, mandó a comprarlos a los venecianos y a los genoveses y contrató herreros y fundidores para fabricarlos. También quiso aprender a preparar pólvora y una vez se chamuscó la cara y el pelo cuando el arma explotó en el momento de dispararla. Los turcos no concedían mucha importancia a las armas de fuego y tenían más confianza en sus sables y en sus arcos. En su opinión, la llama, el ruido y el humo producidos por las armas de fuego engendraban más susto que daño. Cuando el sultán Murad estuvo guerreando en Morea, Mohamed contrató y organizó para sí a un grupo de artilleros y una vez a la semana asistía a sus ejercicios de tiro. Los turcos tenían miedo a los cañones, por lo que Mohamed tuvo que recurrir a cristianos renegados, muchos de los cuales encontraron la muerte en estos ejercicios.

El sultán Murad hizo derruir el muro que el príncipe Constantino había mandado construir para cerrar el istmo de Corinto, y permitió que sus tropas destruyeran gran parte de Morea, pero, según su costumbre, después estableció la paz con Constantino y su hermano y les dejó Morea a cambio de un impuesto anual. Al enterarse de esta paz, Mohamed rechinó los dientes y dijo:

—La política de mi padre es descabellada y se vuelve contra él, una y otra vez. ¿Cuántas veces Karamania se ha rebelado contra él, aunque casó a su hermana con Ibdrahim? Tampoco su matrimonio con mi madrastra Mara ha impedido al viejo zorro de Servia aliarse con los cristianos cuando ha pensado que podría sacar el menor provecho de ello. Mi padre se imagina que puede asegurar la paz rodeándose de países vasallos que, de acuerdo con los tratados, están obligados a pagarle impuestos y prestarle ayuda bélica en caso de necesidad, pero cuando vienen contratiempos enseguida se rebelan. Valaquia, Servia, Albania, Morea, Karamania, todos ellos significan un peligro mortal para los otomanos mientras en el centro de nuestro reino esté Constantinopla, protegida por sus murallas y dominada por los cristianos y extendiendo su veneno para destruirnos. Pero mi padre perdona, no sólo siete veces, sino setenta veces siete, como si en su fuero interno amase a los cristianos.

Hizo una pausa, me miró y continuó diciendo:

—Respetas más a mi padre que a mí y te alegras por él como constructor de la paz, pero créeme, ese borracho hinchado y de corazón tierno, que ya está envejeciendo y a quien yo no siento como mi padre, es un enigma más grande de lo que te imaginas. He estudiado este enigma suyo porque no le comprendo. En su corazón es un agnóstico como cualquier hombre razonable, o al menos se asegura a sí mismo que lo es, pero, a pesar de ello, todos sus actos y pensamientos están dominados por el miedo. Yo lo sé porque con mis propios ojos le he visto lamentarse, poseído de pesadillas y gritando el nombre del derviche Berekludje-Mustafá.

Se sentó cómodamente y a continuación prosiguió:

—Supongo que no sabes que el derviche Berekludje-Mustafá representa para el reino otomano un peligro mayor que el que jamás han representado los cristianos o incluso Timur. Vivió como ermitaño en el monte Stylarios de la Península Negra, enfrente de la isla de Quíos y alcanzó fama de santo. Contaban que, por la noche, atravesaba andando el mar sin mojarse los pies para conversar con los ermitaños cristianos. Decía que los cristianos y los musulmanes servían al mismo Dios y declaró comunes todas las propiedades, salvo las esposas. Sus partidarios caminaban descalzos y con la cabeza descubierta, y se cubrían con una sola prenda de vestir. Todos los pobres y perseguidos subían al monte para reunirse con él y, después de la guerra civil de los otomanos, también un sabio juez de guerra se le unió como partidario suyo, hasta que en dos batallas seguidas vencieron y dispersaron a las tropas enviadas contra ellos, con lo cual su doctrina se extendió por toda Anatolia. Mi padre Murad sólo era un muchacho más joven que yo cuando su padre, después de caer enfermo, le envió, a él y a su gran visir, a la cabeza de las tropas de nuestros territorios europeos y asiáticos, a derrotar a aquel loco ermitaño. Atravesaron los puertos de montaña fortificados por los santos, y mataron a toda persona que reconociera al padre Mustafá, a los hombres y a las mujeres, a los ancianos e incluso a los niños. En el monte Stylarios capturaron a Mustafá y a sus últimos partidarios. Mustafá fue crucificado y llevado a lomos de un camello de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, para que sus partidarios renunciaran a él. Sin embargo, aquellos locos fieles se echaron al suelo ante aquel viejo que se estaba muriendo en la cruz, gritando: «¡Padre, venga tu reino!». Fue imprescindible ejecutarles y se cuenta que se echaron jubilosos bajo los sables de los jenízaros. Una vez muerto Mustafá en la cruz, entre sus partidarios secretos se empezó a extender el rumor de que seguía viviendo y que se había retirado al desierto para continuar sirviendo a Dios. Por este motivo todavía hoy está prohibido pronunciar su nombre en voz alta, aunque hayan transcurrido treinta y cinco años de su muerte. Solamente mi padre Murad le llama a gritos cuando tiene pesadillas.

Su sorprendente relato me excitó y se me encendieron las mejillas. Le contesté de la siguiente manera:

—En mi juventud, viajé por los países de Europa y me encontré con los hermanos del espíritu libre, que prohibían el matrimonio, repartían sus bienes entre ellos y decían que Dios estaba en cada persona. Su doctrina había originado rebeliones y se les perseguía, pero ellos se reconocían mediante unas señales secretas. ¡Dios mío, qué misterio habrá en el hecho de que religiones enemigas entre sí puedan engendrar los mismos fenómenos! En todos los tiempos y en todas las religiones, los hombres más sabios se retiran en la soledad como anacoretas para alcanzar la beatitud. La cristiandad tiene a sus monjes y el Islam, a sus derviches. Todos, todos buscamos al mismo Dios, y los santos del Islam han curado a enfermos y han realizado otros milagros, al igual que los santos de la cristiandad.

Él soltó una carcajada y, sin poder contener la risa, me gritó:

—¡Loco! ¿No te demuestra mi relato, mejor que ningún otro hecho, que no existe ningún Dios y que la demencia humana no conoce fronteras, sino que el hombre está dispuesto a creer cualquier cosa? ¿Te imaginas, de verdad, que Mustafá cruzaba el mar sin mojarse los pies y que resucitó?

Desanimado, le respondí:

—No sé qué creer. Sólo sé que algunos hombres llegan más cerca de Dios que otros.

—He estudiado con curiosidad las doctrinas de los cristianos y de los judíos —me dijo—. También conozco el gnosticismo, a los maniqueos y la radiación divina. Pero cuanto más sé, tanto más evidente me parece que todo eso es pura tontería. Yo tengo otras metas y otros propósitos. Con la fuerza de mi voluntad quiero modelar al mundo como si fuera una masa. El Islam es un arma en mi mano contra los cristianos. Por esto reconozco al Islam, pero ¡no me hables de Dios si no quieres que reviente de risa!

La historia que me había contado despertó en mí extraños pensamientos e hizo que entendiera mejor al sultán Murad, viendo en él a una persona infeliz que intentaba huir de Dios por medio de placeres carnales y desmesuradas borracheras, sin poder olvidar jamás al santo hombre que había hecho crucificar cuando era un niño sin entendimiento. Le faltaba la capacidad de creer y, sin embargo, ni la doctrina epicúrea ni la doctrina absolutamente negativa del poeta ciego podían consolarle. Por este motivo, y dentro de los límites de la razón humana, intentaba ser un soberano tan misericordioso y justo como podía, y aún así se despertaba por las noches con su propio grito ante la visión del rostro del derviche moribundo y oyendo las exclamaciones de los partidarios de éste: «¡Padre, venga tu reino!».

Precisamente por esto pude pensar en el sultán Murad como en un ser humano y como mi semejante, y sentir hacia él una profunda compasión, mientras que hacia el joven Mohamed empecé a sentir un miedo inexplicable y un rechazo, como si fuera una persona totalmente distinta de mí, hasta el punto de que no podíamos tener nada en común y ni siquiera nuestros pensamientos iban por los mismos caminos. En muchos aspectos, podía ver hasta su fuero interno, entendiendo bien los fallos en su carácter, su ambición, su vanidad y su falta de sensibilidad ante el sufrimiento humano o animal. También podían comprenderse su excepcional talento, su inteligencia y su rapidísima capacidad de captación de las cosas, pero al mirar sus ojazos amarillentos y su cara de un color como ahumado, me roía la temerosa sensación de que había algo más en él que todas aquellas características, algo insospechado y misterioso, que escapaba a mi capacidad de comprensión.

Después de escuchar su historia del derviche crucificado, empecé a visitar cada vez con más frecuencia el monasterio de los derviches para conversar con sus dirigentes. Éstos insistían en su pregunta de si no me había ordenado monje, ya que no se podían explicar de otra forma mi modo de vivir, mi abstinencia y mi influencia sobre los hombres y sobre los animales. Al negarlo rotundamente, me llevaron a su patio para enseñarme cómo los derviches mendigos, vestidos de harapos, caían en trance dando vueltas y luego se hacían heridas hasta que brotaba sangre, sin que sintieran dolor. Los derviches del monasterio se reían con sorna ante estas escenas y me decían:

—Esto es para el pueblo estúpido, carente de cultura. Los que estamos ordenados poseemos un conocimiento superior y no despreciamos a los cristianos, ya que también entre ellos hay hombres santos que han recibido las órdenes. Cuanto más sublime es el conocimiento que alcanzamos, tanto más pueden ver nuestros ojos, hasta que los ordenados sepan que en todos los países sirven al mismo Dios. Ven a Dios con sus ojos terrenales y experimentan a Él en su propio cuerpo. Éste es el conocimiento superior. Una vez alcanzado, un hombre santo puede curar a enfermos y devolver la vista a los ciegos con sólo tocarlos; incluso una prenda suya puede curar a enfermos y, después de su muerte, sus huesos tienen poderes curativos.

»Reconocemos a un solo Dios y al Profeta, al Corán y a la sabiduría tradicional, y seguimos el camino correcto. Los sabios y los jueces se pasan toda la vida y gastan la vista estudiando el Corán y la sabiduría tradicional, de la misma manera que los sabios cristianos estudian la Biblia y explican las escrituras de los Padres de la Iglesia. Sin embargo, para llegar a ser sabio, el hombre sólo necesita esfuerzo y buena memoria. En cambio, a uno que se ha ordenado se le abre y clarifica todo lo terrenal con el conocimiento superior, y todas sus escrituras son como una mera metáfora de Dios, hasta que él vive en Dios y Dios vive en él. Por ello, en los días de su vejez y una vez comprobada la vanidad de su sabiduría, muchos ulemas han renunciado a sus altos cargos y oficios de juez, uniéndose a nosotros para entrar en nuestro conocimiento. Entonces, ¿por qué no te conviertes tú también al Islam y te unes a nosotros, ya que te has ordenado en secreto? Esto podemos verlo en tus ojos y en tu cara y no puedes engañarnos.

No había manera de hacerles creer que no me había ordenado, y por ello me hablaban abiertamente para inducirme a hacerlo con igual sinceridad y arrancarme mi secreto. Pero yo no tenía otro secreto que el que estaba siguiendo el camino que había elegido.

Así pasaron algunos años. En la primavera de 1447 oí decir que el Papa Eugenio había muerto y que los cardenales habían elegido como nuevo Papa a un hombre de quien sabía que llevaba veinte años sirviendo fielmente al cardenal Albergati como tesorero. Sabía que en Florencia había protegido a los humanistas, diciendo que el hombre no puede tener una meta más valiosa que coleccionar libros y construir edificios duraderos. Su punto débil era el vino y yo sabía que tenía la costumbre de beber en el transcurso de cada comida, tanto vino blanco como vino tinto. Como homenaje a su anterior superior, como Papa adoptó el nombre de Nicolás V. A pesar de todo debía tener capacidades que yo no conocía, porque el Papa Félix de Basilea renunció a su posición en su favor, y así terminó por fin el concilio de Basilea y el cisma de la cristiandad. El año siguiente, Janos Hunyadi atacó Servia a la cabeza de un nuevo ejército de cruzados, pero el sultán Murad volvió a derrotarle en el campo de Kosovo. Así, habiendo perdido la última esperanza, el emperador Juan murió en Constantinopla el mismo otoño. El hecho produjo una abierta disputa sobre la sucesión en el poder entre los oponentes y los partidarios de la unión. En Constantinopla, el príncipe Demetrio se puso claramente a favor de los contrarios a la unión, mientras los monjes y los sacerdotes intentaban demostrar que era un heredero más justificado que Constantino, porque había nacido cuando su padre ya era emperador, aunque Constantino fuera mayor que él. La consecuencia fue que mi amigo Phrantzes viajó a Adrianópolis para pedirle al sultán Murad que confirmara la condición de emperador de Constantino. Murad asintió gustoso, y el príncipe Constantino fue coronado en su ciudad gubernamental, Morea, y fue a Constantinopla, enviando al príncipe Demetrio en su lugar a Morea. Se decía que sólo los ruegos de su anciana madre, la emperatriz Irene, habían impedido una guerra entre ambos hermanos.

A partir de entonces, yo veía que Mohamed examinaba cada vez con más frecuencia los planos de Constantinopla y los diseños de sus murallas. En aquella ciudad, tenía agentes secretos que le enviaban informes exactos de todas las reparaciones que se hacían en sus murallas, de las intrigas entre los partidarios y los contrarios de la unión y de las negociaciones de matrimonio del nuevo emperador Constantino. Éste ya había estado casado dos veces, pero ambas esposas se habían muerto al dar a luz. Ahora quería cortejar a la hija del emperador de Trebisonda, pero éste tenía bastantes preocupaciones con conservar su propio reino para comprometerse como aliado de la tambaleante Constantinopla mediante un matrimonio.

Por su parte, el sultán Murad envió una embajada a elegir a la más bella de las hijas del soberano de Sulkadri para legítima esposa de Mohamed. Aquel soberano, de descendencia turca e insignificante en sí, venía de una familia tan antigua y noble que también el sultán de Egipto había elegido a una de sus hijas como esposa suya. Mohamed se había acostumbrado a satisfacer sus necesidades con las esclavas del harén, con igual brutalidad y desenfreno con que montaba a caballo o cazaba, y no echaba de menos el matrimonio. Todo lo contrario, para demostrar su falta de prejuicios y para imitar incluso en ello a Alejandro Magno, elegía también sin tapujos a hermosos muchachos como compañía suya. Sin embargo, le parecía que el plan de matrimonio demostraba que el sultán Murad presentía que su tiempo ya se estaba acabando. Esta opinión suya se reforzó cuando, en la primavera de 1450, Murad le hizo llamar para que participara con él en la campaña contra Albania. Las fortificadas ciudades de ese país habían quedado, mediante traición, en manos del renegado Jorge Kastriota, apodado Skanderbeg, que en su tiempo había servido al sultán, pero luego había vuelto a convertirse al cristianismo. Había reconocido al rey de Nápoles como soberano de Albania, e incluso había entablado una guerra contra Venecia. Por sus intrigas políticas y sus victorias contra los turcos, se había convertido en un grave peligro para los otomanos, y por este motivo el sultán Murad consideró que era su deber derrotarle, aunque ya estaba cansado de las molestias de las campañas bélicas.

Pero si el cansado y envejecido Murad pensaba poder hacer las paces con su arrogante hijo con tal de llevarle consigo a la guerra, se equivocó. Ante mi gran alegría no tuve que seguirlos a Albania, ya que no habría querido luchar contra los cristianos, sino que se me permitió quedarme en Adrianópolis y viajar desde allí a Brusa para recibir a la novia, que llegaba desde Sulkadri con su brillante séquito. Después de conquistar varias ciudades en Albania, el ejército se quedó estancado ante las murallas de Kroya. El sitio no dio resultado, a pesar de que Mohamed pudo hacer funcionar todos los cañones que quería y pudo probarlos en el asedio. Los rumores del ejército que llegaron hasta Adrianópolis decían que Murad y Mohamed estaban en desacuerdo sobre todos los asuntos. Murad había logrado que alguna fortaleza se entregara después del sitio, prometiendo a los soldados la salida libre del castillo. En cambio, Mohamed había querido matar a los albaneses que habían entregado las armas, basando su decisión en el hecho de que los cristianos habían demostrado en Varna que las promesas que les habían dado no valían nada, al igual que ellos mismos no habían respetado las suyas propias. A pesar de todo, Murad había mantenido su palabra, con lo cual Kastriota había podido recibir en Kroya las fuerzas auxiliares que tanta falta le hacían. Después de su disputa, padre e hijo no se habían hablado durante varios días.

Así las cosas, la campaña se limitó al saqueo y destrucción de Albania, y en otoño el ejército regresó a Adrianópolis con las manos vacías. El sultán Murad preparó unas brillantes fiestas con motivo de la boda de su hijo con la princesa de Sulkadri, pero entre el padre y el hijo no había afecto alguno, al igual que Mohamed no sentía afecto hacia su novia, alabada como hermosísima, al levantar con su sable el velo nupcial que tapaba su cara adornada con hojas de oro. En cuanto a Murad ya se podía ver que era un hombre enfermo. Respiraba con dificultad y con el menor esfuerzo su cara se tornaba de un tono azulado. El viejo y experimentado gran visir Khalil se ocupaba por él de los asuntos de estado, con el único propósito de reforzar la paz. No obstante, una vez a la semana Murad seguía reuniendo a sus sabios y a sus poetas, a los músicos y a las bailarinas, en la isla del lago de Adrianópolis, y bebía vino en su compañía. Una vez me envió una invitación a una de estas veladas y se dirigió a mí diciendo:

—He educado a una fiera como mi sucesor. Para él no hay nada sagrado, no respeta los consejos de nadie y mantiene o rompe su palabra según le resulte más ventajoso. Al mirarme en sus amarillos ojos siento que la tierra tiembla bajo mis pies. El tiempo ya ha pasado para mí, el futuro es suyo, y a mí no me queda otro consuelo que el hecho de que no deberé vivir una época en que hombres como él gobiernen el reino. Sigo viviendo sólo para hacerle rabiar, porque cada vez que él pone los ojos en mí sé que anhela mi muerte con toda la sangre fría. Me he cansado de mi época, mi cuerpo se ha cansado de mí y ya no hay nada que pueda alegrarme.

Después de las ceremonias nupciales volvió a mandar a Mohamed a Magnesia. Aún no se habían abierto los tulipanes de la primavera en los jardines y en los prados, cuando un mensajero del gran visir Khalil llegó a caballo desde Adrianópolis hasta Magnesia en sólo tres días, se echó a los pies de Mohamed haciéndole las reverencias correspondientes a su señor y le comunicó que el sultán Murad había fallecido repentinamente de un ataque al corazón. Nunca olvidaré la espantosa expresión de júbilo que iluminó el rostro de Mohamed.

—¡Quien me quiera, que me siga! —gritó.

Se fue corriendo a las cuadras ordenando a voces que le ensillaran su caballo, se montó encima de sus lomos y salió cabalgando solo y con la capa ondeando al viento. Los miembros de su séquito se quedaron confusos y sólo algunos de sus guardias personales le siguieron a caballo. Yo me encontré ante una difícil elección. Mientras los demás todavía discutían entre sí e interrogaban al mensajero, me fui a las cuadras y elegí un rápido y resistente caballo que había montado antes y que me tenía confianza. No creía poder alcanzar en la primera etapa al corcel árabe que montaba Mohamed, veloz como el viento, pero supuse que, con su impaciencia, forzaría a su caballo hasta la extenuación y tendría dificultades a la hora de cambiarlo.

Sin embargo, no sé explicar por qué le seguí tan sin vacilar ni esperar. No le quería. Y, a pesar de todo, había algo en mí que me obligaba a seguirle. Hablaba a mi caballo, lo animaba con palabras amables y concentré todas mis fuerzas en cabalgar sin pensar en nada más. Al cabo de un par de horas adelanté la alargada caravana de los guardias en el camino de Calípolis, llamada posteriormente Gallípoli. No habían sido capaces de alcanzarle ni con la vista y sus caballos ya se estaban fatigando.

Cuando el sol ya se ponía con un impresionante color rojo detrás de las negras montañas, vi el blanco corcel que montaba Mohamed en el puesto de cambio de caballos de los mensajeros. Los esclavos lo frotaban con paja y el animal temblaba, pero Mohamed no lo había aniquilado, aunque había gastado sus fuerzas hasta el límite y le había abandonado después. Yo también cambié de caballo, eligiendo el mejor de los que estaban ensillados. En la oscuridad de la noche y a la luz de la luna, por un peligroso camino, seguí en un loco galope al futuro sultán de los otomanos. El ruido de los cascos de mi caballo hizo callar a los chacales de las colinas. Cuando el sol naciente desplegó sus colores en levante pude ver la ondeante capa de Mohamed, mientras la larga sombra de mi caballo avanzaba como un fantasma por la llanura de Troya. El salado sabor del polvo me picaba en la garganta, pero no me sentía cansado. Por el contrario, experimentaba la sensación de que, como una sombra separada de mi cuerpo, seguía a otra sombra en la llanura de la muerte.

Al empezar a olfatear el olor a mar que el viento traía, el caballo de Mohamed empezó a tropezar y le alcancé. Él contuvo con las riendas a su caballo para mirar hacia atrás y en su cara, gris de polvo y de cansancio, apareció una expresión de espanto cuando me reconoció.

—¿Tú, entre todos, tú has sido quien me ha dado alcance? —exclamó—. Tú, compasivo con los hombres y los animales y despectivo con el poder. ¿Qué presagio es éste?

Con la velocidad con que montaba le habría podido atropellar y matarle. Incluso habría podido escaparme en el barco de algún pescador hasta las islas dominadas por los griegos. Pero ¿quién era yo para cambiar el curso de la historia? Yo sólo era un compañero implacable que le pisaba los talones para que no olvidara que existía algo más que él o que yo, y que había algo más que todo el poder y toda la fuerza terrenales. Por esto le había seguido, por esto los caballos me habían llevado. Esta seguridad me invadió en aquel irreal momento del alba en el camino de Calípolis.

—Señor de la tierra y del mar —le dije—, soberano de los otomanos, el poder es tuyo ahora, pero ¡cada vez que te pares para mirar hacia atrás, verás al recordador cabalgando a tus talones hasta el fin de tus días!

Mientras sus ojos despedían llamas amarillas, gritó:

—¡Luego, hasta el fin de mis días jamás miraré hacia atrás!

Dio un latigazo a su caballo y volvió a emprender un loco galope. Yo le seguía a alguna distancia para evitar su ira. Después de cambiar de caballo una vez más, llegamos al mediodía a la orilla del estrecho de Calípolis; en veinticuatro horas habíamos hecho un viaje increíble, como si hubiéramos ido sobre alas. Mohamed se paró para esperarme y los guardias turcos nos llevaron a remo al otro lado del estrecho, donde se encontraba la fortaleza. Fue directamente a bañarse, sin volver a dirigirme la palabra, y nos quedamos allí durante dos días, esperando a su séquito. Mientras tanto, envió un mensaje de su llegada al gran visir de Adrianópolis.

Encabezando un brillante séquito, pero vestido de una manera muy sencilla, Mohamed siguió cabalgando hacia Adrianópolis en razonables etapas diarias. Montaba con la cabeza gacha, como si se hallara sumido en los más profundos pensamientos, y cuando la gente se reunía para saludarle en todos los pueblos por los que pasamos y los lugares donde pernoctamos, se callaban de repente, limitándose a echarse al suelo sin proferir gritos de alabanza.

—Está afligido por su padre —decían—. No le molestemos en su gran tristeza.

Sin embargo, la primera vez que habló en el transcurso del viaje, Mohamed pidió el plano de Constantinopla, ya gastado de tanto haberlo manoseado y que siempre llevaba consigo. Mientras su viejo profesor cantaba de memoria estrofas del Corán para consolarle, él estudiaba el plano.

En las afueras de Adrianópolis, vinieron a caballo a recibir a nuestro séquito todos los nobles del reino, los visires, los gobernadores de las provincias de Europa y Asia, los jueces de guerra, los ulemas y los jeques de los derviches. Sin pronunciar palabra se unieron a la caravana; y cuando llegamos a unos cincuenta pasos de la puerta de la ciudad, pararon los caballos, desmontaron y empezaron al unísono a lanzar gritos de lamentación, mientras se arrodillaban y tocaban el suelo con sus frentes y se echaban tierra encima. Los más ancianos, que tenían las barbas más largas, derramaban sinceras lágrimas de aflicción al pensar en el buen Murad y en el futuro destino de ellos mismos. Los más jóvenes observaban de reojo lo que hacía Mohamed, procurando no expresar de inmediato su tristeza de forma demasiado ruidosa.

Pero el mismo Mohamed se apeó del caballo, se arrojó al suelo, se echó tierra encima y rompió a llorar. Yo comprobé con mis propios ojos cómo grandes lágrimas le rodaban por las amarillentas mejillas, lo cual incitó a los ancianos a unas lamentaciones aún más fervientes. Al considerar que ya había bastante, Mohamed se levantó, pasó de uno a otro besando respetuosamente en el hombro a los ulemas y a los jeques y permitiendo que los demás le besaran la mano. Luego, volvimos a montar y le acompañamos hasta la seralji o asamblea de generales, por las calles llenas de gente que lloraba y se lamentaba.

Al día siguiente fue investido en la mezquita con la espada de los otomanos y, después, acompañado a la sala del diván, donde se reunía el Consejo, se sentó en un trono bajo, en compañía de hombres jóvenes que le rodeaban como halcones, violando el antiguo protocolo, observando atentamente cada expresión de su cara e intentando acercársele cuanto podían. Los ancianos se contentaron con estar de pie, algo apretados, y las barbas del gran visir Khalil temblaban de miedo. Y no sin razón: le había retirado dos veces del poder, logrando que Murad volviera al trono, y por ello no podía esperar nada bueno por parte de Mohamed.

Éste había ya cumplido los veintiún años y había aprendido a dominar las expresiones de la cara, de forma que nadie podía adivinar nada de su cerrado rostro. Después de mirar a su alrededor, fingió asombro y se dirigió al jefe de los eunucos:

—¿Por qué mis visires se han alejado de mí? Llámalos y pide que Khalil se ponga en el lugar que le corresponde. Mi deseo es que los pilares del reino lo sigan apoyando.

Esto era lo más inesperado y asombroso que podía ocurrir. El rostro de Khalil se relajó hasta adoptar una estúpida expresión de pura sorpresa; sin embargo, le faltó tiempo para ir corriendo a echarse a los pies de Mohamed y besarle la mano. Mohamed le habló fingiendo emoción, diciendo que esperaba que la experiencia y los buenos consejos de Khalil compensarían lo que aún le faltaba de propia experiencia y entendimiento. En cuanto los dignatarios del reino se hubieron colocado en sus antiguos y tradicionales puestos y los hombres jóvenes, decepcionados, se hubieron retirado a los lados de la sala, Mohamed aseguró con voz rota por la tristeza que quería seguir en todo la política de su padre y ratificar los tratados de paz firmados por éste, llamando al único Dios y a su profeta Mahoma como testigos de su buena voluntad.

Después de enviar al gobernador de Asia a acompañar el cadáver de su padre en un cortejo fúnebre hasta Brusa, ciudad donde se enterraba a los sultanes, desconvocó al diván y se fue al harén para recibir los pésames de las esposas legales de su padre. Conversó largamente con su madrastra Mara, la hija del déspota de Servia que en su día le había enseñado los rezos de los cristianos y le había procurado profesores griegos. Prometió que la devolvería a casa de su padre para confirmar la paz con Servia, y también le prometió grandes regalos y los ingresos de varias ciudades como jubilación, bajo la condición de que no volviera a casarse.

Después le tocó el turno a la princesa de Sinope, con la cual Murad había tenido un hijo hacía algunos años. Mientras estaba de pie ante Mohamed, derramando lágrimas de aflicción y retorciéndose las manos, su esclava vino corriendo a la estancia gritando asustada que, después de marcharse ella, un eunuco del sultán Mohamed había entrado por orden de éste en los aposentos de la princesa, había llevado al niño a los baños y allí le había estrangulado con una cuerda de arco. Mohamed se levantó de un salto mostrando todos los síntomas del horror, juró por el Corán que él no había ordenado semejante cosa y requirió que el culpable fuera llevado a su presencia. El joven eunuco entró sonriendo y victorioso, y se llevó una enorme sorpresa cuando Mohamed le habló enfadadísimo, acusándole de asesinato. Cuando intentó defenderse, los demás eunucos le abofetearon y le estrangularon ante los ojos de Mohamed y de aquella pobre madre. Quien conociera a Mohamed podía adivinar fácilmente que el eunuco había actuado por orden suya, y que él, con toda la sangre fría, había hecho callar a ese único y desagradable testigo del asesinato, ya que el joven príncipe, nacido de un matrimonio legal de Murad, habría podido, de mayor, rivalizar con Mohamed para el poder, ya que este último sólo era hijo de una esclava y las guerras fratricidas eran corrientes entre los otomanos. No obstante, Mohamed dio el pésame a la madre, juró estar libre de toda culpa, y la prometió como esposa del gobernador de Anatolia, con el solo fin de librarse de ella.

Para rechazar las sospechas y reforzar la confianza en la seralji, durante los meses siguientes Mohamed se portó como un ángel; escuchó con paciencia los consejos de los viejos visires, se portó justa y amablemente tanto con los nobles como con el pueblo llano, ordenó repartir regalos entre los jenízaros, recibió a los embajadores de los países extranjeros que le presentaron sus pésames y ratificó todos los tratados de paz firmados por su padre. El primero en presentarse ante él fue el embajador del emperador Constantino, desde Constantinopla, llamado Orkhan, primo segundo de Mohamed, hombre joven, ambicioso y de la sangre de los Osman y que hacía años había huido a Constantinopla, al amparo del emperador de Bizancio. Desde siempre, había sido de interés para los emperadores de Bizancio mantener bajo su custodia y como prisioneros a fugitivos políticos como éste, a fin de poderles utilizar en un momento de necesidad o de peligro para originar una guerra de sucesión entre los otomanos. Después de haber jurado mantener la paz con Bizancio como lo había hecho su padre, Mohamed se comprometió a pagar para el sustento de Orkhan una cantidad de acuerdo con su rango, asignando para este fin los ingresos de varias ciudades, en total trescientas mil monedas de plata. El embajador del emperador Constantino se equivocó al considerar la evidente voluntad de paz y la buena disposición de Mohamed como señales de debilidad. Era cierto que Mohamed todavía era joven y ya en dos ocasiones había sido destronado. Tampoco se podía negar que su humilde comportamiento confundió incluso a los experimentados estadistas de los otomanos.

Durante la primavera, Mohamed ratificó la paz con Ragusa, Valaquia, con los caballeros de Rodas, con los genoveses de Galata y con las islas, contentándose con los anteriores impuestos como señal de subordinación. Al final, ya a principios de verano, llegaron a Adrianópolis dos caballeros húngaros en representación de Janos Hunyadi, que había sido nombrado jefe de estado de Hungría, para ofrecer de nuevo el armisticio de tres años firmado por Murad después de vencer a Hunyadi en Kosovo. Parecía pues, que un tiempo de paz y de amor mutuo había amanecido para el reino de los otomanos, con los viejos pilares de Murad soportando el trono. No obstante, tan pronto se hubieron ido los húngaros, Mohamed no pudo ocultar su júbilo. Tuvo necesidad de hablar. Para ello se dirigió a mí, y me dijo:

—He obtenido todo cuanto he querido. Sólo me falta una pequeña campaña bélica para ver cómo me obedecen los jenízaros.

—¿Contra quién piensas luchar? —le pregunté.

Se rió de puro contento al responderme:

—Ibdrahim de Karamania desea tentar mis fuerzas y ha vuelto a ocupar las provincias fronterizas que mi padre unió a nuestro reino. Sin embargo, él también ha envejecido y no creo que sea un gran contrincante para mí, si ve que voy en serio. Se ha rebelado tantas veces que, por mera curiosidad, tampoco pudo resistir la tentación esta vez. Pero yo no pido mejor ocasión. ¡Veré marchar a los jenízaros!

—Las murallas de Constantinopla llegan hasta las nubes —le contesté—, y musulmanes más fuertes que tú se han roto la cabeza contra ellas más de una vez. El propio abanderado de tu Profeta encontró su muerte al lado de Constantinopla, y un reino que ha existido durante mil años no se cae por mucho que lo golpees. La cristiandad no permitirá que se caiga, y ahora la cristiandad ya no se encuentra dividida como hace pocos años. Se está terminando la guerra entre Inglaterra y Francia, y el emperador de Alemania negocia con el Papa Nicolás para recibir su corona de las manos de éste. El tratado de ayuda obliga al Papa a ayudar a Constantinopla. Antes que tú lo pienses, la flota cristiana puede cerrar los estrechos de Calípolis y del Bósforo partiendo tu reino por la mitad, y un nuevo ejército de cruzados marchará hacia Adrianópolis.

—Precisamente por esto —me dijo—. Aquel peligro no se repetirá nunca. Tengo prisa.

—Has jurado la paz —le recordé.

—Los mismos cristianos me han dado el mejor ejemplo de cómo romper el juramento más sagrado.

—¿Qué me impide escaparme de ti o escribir para prevenir al emperador Constantino contra ti?

Se rió y había una expresión divertida en sus amarillentos ojos.

—Nadie te creería, porque la gente ciega sus propios ojos ante la verdad con tal de conservar la esperanza. La gente cree en lo que desea, y yo he logrado que todo el mundo se crea que soy un hombre débil que sólo desea la paz. ¿Cómo me atrevería yo, un joven asustado, a enfrentarme a los sabios consejeros, si ni siquiera mi padre en sus días de gloria se atrevió a tocar Constantinopla? No, nadie creería en tus avisos. Tú sígueme como recordador, para divertirme con tus payasadas.

Como señal de su favor hacia mí me nombró encargado de sus perros, ya que los genoveses le habían enviado como regalo algunos hermosos canes y él creía que obedecerían mejor a un cristiano que a un musulmán. Ya había enviado sus tropas de Asia contra Karamania y él mismo marchó a la guerra con los jenízaros. Yo tuve que seguirle porque se llevó a todos sus cinco mil mozos de perros y halcones para poder cazar en el transcurso de la campaña. Mientras las tropas asiáticas devastaban Karamania, y al oír que el sultán se acercaba a la zona, Ibdrahim volvió a sus cabales, evacuó rápidamente los territorios que había ocupado y envió a sus embajadores a pedir la paz y decir que sólo había bromeado al reivindicar sus antiguos dominios.

Para asombro de todos y enfado de los jenízaros, Mohamed se contentó con la paz y firmó un nuevo tratado con el gran Karaman. Las tropas acamparon donde se habían detenido. Mohamed se dedicaba a la caza, y el jefe de las tropas de Asia le regaló como esclava a una joven griega que sus tropas ligeras habían secuestrado, que era de familia noble y, según los eunucos, hermosísima.

—Sus mejillas son como tulipanes y su frente, de marfil —le alabaron—. Su voz suena dulce como el canto del ruiseñor y el sultán ha perdido la paz interior por ella, suspira y escribe poesías y no quiere dejarla apartar de su vista ni un momento.

Al enterarse de que Mohamed había empezado una guerra en Karamania, los griegos, en su descabellada avaricia, enviaron otra embajada a verle en el campamento para quejarse de que las ciudades asignadas por Mohamed no habían pagado sus impuestos para el mantenimiento de Orkhan. Además, trescientas mil monedas de plata era una cantidad demasiado pequeña para sustentar a un príncipe de la familia de los Osman de la forma que correspondía a su rango, añadieron, y pidieron que Mohamed doblara la suma. En caso contrario, el emperador Constantino se vería obligado a considerar el dejar libre a Orkhan, dado que resultaba demasiado caro mantenerle. En su altanería, los embajadores revelaron asimismo que el emperador Constantino, por consejo de Phrantzes que permanecía en Trebisonda, había enviado una embajada a Servia para proponer matrimonio a la sultana Mara, con el fin de lograr de esta forma que el déspota de Servia se convirtiera en su aliado y aprovecharse de la abundante pensión de la sultana viuda.

Al oír todo esto, no pude por menos que dirigirme a aquellos griegos aristócratas y orgullosos, diciéndoles:

—Cada palabra que dicen es una paletada con la que están excavando su propia tumba.

El gran visir Khalil, que deseaba conservar la paz a cualquier precio, creyendo que un ataque contra Constantinopla pondría en pie de guerra a toda la cristiandad y destruiría el reino de los otomanos, se desanimó ante la arrogancia de los griegos, al tiempo que, una vez los hubo llamado a su presencia, se enfadó tanto que incluso se rasgó las barbas.

—Pobres de ustedes, ciegos e irracionales griegos —dijo—. ¿No he mostrado siempre buena voluntad hacia ustedes? Y, sin embargo, me pagan mi bondad con traiciones e intrigas para su propia desgracia. No conocen a mi nuevo señor. Si Constantinopla se salva de él, de verdad que Dios les tiene más piedad de lo que se merecen. Apenas se ha secado la tinta del tratado que han firmado, y ya intentan asustarnos con vanas amenazas. Mi señor ya no es un niño desamparado. Y, además, ¿qué son capaces de hacer, míseros? Ya pueden declarar a Orkhan rey de Bulgaria, ya pueden invitar a los húngaros a esta orilla del Danubio. Luego verán las consecuencias.

Mohamed seguía fingiendo humildad, olfateando distraídamente una rosa en una de sus manos, como si sólo estuviera esperando con impaciencia poder volver a su tienda y a la compañía de la guapa esclava. Aseguró su amistad con los griegos y dijo que pronto regresaría a Adrianópolis. Allí, los griegos tendrían ocasión de exponerle sus deseos y él prometió pensar ya de antemano cómo mejor podría cumplirlos. A la vista de todo esto, los griegos se marcharon jubilosos y Mohamed se acercó a su tienda y no apareció ante los jenízaros durante dos días. Entonces, éstos perdieron la paciencia. Empezaron un alboroto, volcaron sus ollas a patadas, pegaron a los eunucos del sultán y, ante la tienda de éste, comenzaron a corear que al menos querían dinero, ya que, en vez de victorias y botines de saqueo, se había contentado en su cobardía con una paz vergonzosa. Su coronel no les pudo contener ni lo intentó, porque yo le vi reír detrás de sus hombres. Como el sultán no apareció, los jenízaros se acercaron cada vez más a la tienda, gritando insultantes amenazas.

—¡Levántate de la cama y monta a caballo! —bramaron—. ¿O prefieres los abrazos de una esclava al honor?

Al cabo de un rato Mohamed salió de la tienda con paso lento, se detuvo delante de ellos con la cabeza erguida y los puños cerrados y paseó la mirada por cada uno de los hombres. Los alborotados y carcajeantes jenízaros se callaron de repente, retrocedieron ante su mirada, hasta que se formó un semicírculo despejado alrededor del sultán.

—Me acusáis de que por el amor olvido la guerra, los deberes de gobierno y mi responsabilidad como soberano —dijo—. Bien, juzgad con vuestros propios ojos si mi amor vale todo esto.

Volvió a la tienda y salió llevando del brazo a aquella muchacha griega de diecisiete años, la puso delante de él y de un golpe le arrancó la ropa, dejándola desnuda ante las voraces miradas de los jenízaros. A éstos se les escapó un suspiro al unísono, y los que estaban más atrás se subieron a los hombros de sus compañeros para ver mejor, porque aquella chiquilla, en todo el resplandor de su juventud, era hermosa como la primavera, mientras intentaba sonreír a los soldados, miedosa y con lágrimas de vergüenza en los ojos, y los hombres la devoraban con ojos llenos de anhelo. Algunos volvieron a soltar carcajadas, y gritaron:

—¡Has elegido bien, Mohamed! Ya nos gustaría cambiar de cama contigo. La muchacha es más que los griegos y los Karamanes, y ya no nos sorprende tu comportamiento.

Pero Mohamed no sonrió; enseñó los dientes al hacer una mueca y contestó:

—Si no tenéis confianza en mí, tenedla en mi espada.

De repente, cogió a la joven por los cabellos, la obligó a arrodillarse, se sacó la espada del cinto y de un golpe le cortó la cabeza, sin que la pobre niña hubiera tenido ni siquiera tiempo de levantar las manos para protegerse. Mohamed echó violentamente a las caras de los jenízaros la bella cabeza sangrante y gritó:

—¡Mi espada puede cortar los lazos del amor! ¡Seguid a mi espada y no tendréis de qué arrepentiros!

Sin esperar un segundo más, dio media vuelta y volvió a entrar en la tienda. Los jenízaros, enmudecidos por el susto, tiraron al suelo la cabeza de la muchacha, retrocedieron de su alrededor y se miraron de reojo los unos a los otros. Más tarde, y en el mismo día, Mohamed hizo repartir dinero entre ellos y mandó desmontar el campamento para regresar a Adrianópolis. Hasta haber llegado a Brusa no ordenó enviar a su presencia al coronel de los jenízaros, lo tumbó de un puñetazo y le pegó luego con un palo hasta que no pudo mover más el brazo. Por la noche hizo que se le cortara la cabeza y que se disparara una salva con el cañón, como señal de que el castigo se había cumplido. A la mañana siguiente los jenízaros obedecían a un nuevo coronel y, en contra de las leyes castrenses, ordenó que a las tropas de aquéllos se les unieran todos los halconeros y los cuidadores de los perros.

—Vamos a dejar en paz a los ciervos y a las aves acuáticas —dijo—, para sitiar una pieza mayor.

En la misma ocasión, dio la orden de que en la primavera se debía enviar a los mejores albañiles de todas las provincias europeas y asiáticas a las orillas del Bósforo y que había que mandar también allí cal, piedras y carbón para quemar la cal. Era fácil adivinar que, a fin de cerrar a los cristianos el comercio en el mar Negro y de garantizar a su ejército un paso libre en todas las condiciones por el estrecho del Bósforo, quería construir una fortaleza del lado europeo del mismo. La orilla asiática ya estaba guardada por otra fortaleza.

Cuando en Constantinopla se tuvo noticia de esta orden, los griegos sentaron la cabeza y el emperador Constantino envió apresuradamente embajadores a Adrianópolis para hacer saber que renunciaba a todas sus reclamaciones relativas a la pensión de Orkhan y, en cambio, ofrecía impuestos al sultán con tal de que éste abandonase la idea de cerrar el Bósforo. La orilla europea del estrecho pertenecía a las antiguas tierras de Bizancio, y el emperador Constantino debía forzosamente considerar que construir una fortaleza allí era una violación de la paz y un peligro para la capital. Mohamed no quiso ni siquiera recibir a los embajadores y les envió el siguiente mensaje:

Las orillas de Europa y Asia son tierras del sultán, y el poder del emperador de Bizancio no llega más allá de las murallas de su ciudad. La traición de los mismos griegos es la razón de que yo tome esa decisión, ya que antes de la batalla de Varna intentaron impedir a mi padre cruzar el estrecho con el fin de destruirme. Un incidente parecido no debe repetirse jamás, y la fortaleza que he planeado construir no amenaza de forma alguna la seguridad de Constantinopla; por el contrario, es indispensable para asegurar las facilidades de movimiento de los otomanos entre Europa y Asia. Mi padre habría construido la fortaleza si hubiera tenido tiempo, de forma que sólo estoy cumpliendo su voluntad. Impídanmelo si pueden, pero si se me vuelven a acercar embajadores para hablar del mismo asunto, haré que los despellejen vivos.

Sin embargo, los griegos no eran los únicos que hablaban a favor de su causa. Todo el cuerpo de los antiguos funcionarios de Murad, encabezado por el gran visir Khalil, se levantó en contra del plan, argumentando que el cierre del Bósforo violaría los intereses comerciales de todos los países occidentales y, tarde o temprano, desembocaría en una guerra contra Constantinopla. Cada uno de ellos habló larga y bellamente, acariciándose las barbas y recordando lo apretadas que habían sido las victorias de Murad contra los húngaros, cuando los ejércitos de los cruzados de aquel país habían penetrado en las tierras de los otomanos.

—No se trata solamente de Constantinopla —dijeron—. Toda la cristiandad se levantará contra nosotros, y Constantinopla se podrá defender al amparo de sus murallas hasta que nuestro ejército quede entre dos fuegos, lo cual es lo que más hemos temido.

Mohamed contestó, fingiendo:

—La voluntad de mi padre es sagrada para mí. ¿Cómo podría no cumplir su último deseo?

Y era cierto que el sultán Murad había hablado en alguna ocasión del cierre del Bósforo mediante la construcción de una fortaleza, habiendo sin embargo abandonado el intento por temor a irritar a la cristiandad. Mohamed siguió diciendo:

—El reino de los otomanos seguirá siendo un edificio tambaleante hasta que tenga a Constantinopla en mi poder. Si perdemos el tiempo, el buen momento se nos escapará de las manos y la cristiandad tendrá ocasión de prepararse contra nosotros. El día en que los países occidentales se encuentren en paz entre sí y con bastantes fuerzas para atacarnos, aquel día nos atacarán. Por ello no perdemos nada si atacamos nosotros primero.

En el transcurso del invierno, la seralji se dividió en el partido de la paz y en el de la guerra, mientras Mohamed demostró que su voluntad era inquebrantable cuando había tomado una decisión. El gran visir Khalil enviaba mensajes tranquilizadores a Constantinopla, en los que aseguraba que permanecería como amigo de los cristianos y explicaba que construir una fortaleza a la orilla del Bósforo era necesario para la seguridad del reino de los otomanos y, en consecuencia, no era en forma alguna un gesto hostil o amenazador contra Constantinopla o contra los países del Occidente.

—Es joven y se entusiasma fácilmente —dijo—. Dejemos que construya esa fortaleza ya que así lo desea, pero tengamos cuidado en ambos lados de no darnos ningún motivo para la guerra.

Mohamed estaba perfectamente al tanto del juego a dos caras del partido de la paz y de Khalil, pero sólo se reía porque le servía muy bien para sus propósitos.

—Quien da el primer paso debe dar el segundo —decía—. El primer paso es el más difícil, y a lo largo del tiempo no me faltarán motivos para la guerra. De ello es testimonio la leyenda de la gota de miel.

Estuvo muy contento de oír así, de segunda mano, que Khalil había aceptado la construcción de la fortaleza y me contó una leyenda:

—Un cazador regresaba con su perro de una cacería y se paró en la tienda de un comerciante para comprar un tarro de miel. Cuando el vendedor vertía la miel en el tarro, una gota cayó al suelo. Una mosca acudió rápidamente para comérsela, y para comerse a la mosca bajó del tejado un pajarito. Viéndolo, el gato del comerciante atacó al pájaro, pero el perro del cazador cogió al gato por la nuca y lo mató. El comerciante se enfadó y pegó al cazador con una piedra en la sien, dándole muerte. En venganza, los familiares del cazador atacaron la tienda del comerciante, le mataron a él y a su familia, y saquearon la tienda. Entonces, toda la gente del pueblo se abalanzó contra los parientes del cazador, hasta que dos pueblos estuvieron en guerra entre sí. Créeme —añadió—, una vez tomada una decisión, un hombre astuto siempre encuentra una gota de miel para empezar la riña.

Los planes matrimoniales del emperador Constantino volvieron a fracasar, porque Mara, la sultana viuda, tomó en Servia los hábitos y se recluyó en un monasterio. Phrantzes tuvo que continuar su viaje desde Trebisonda a pedir en matrimonio a una princesa georgiana, de cuyo padre se decía que era un hombre guerrero y rico. Constantino ya se había enfadado con Venecia, cuyo dux le había ofrecido a su hija como esposa. Así había perdido a un potentísimo aliado, aunque él no tuvo la culpa, sino los monjes y el pueblo de Constantinopla, que no podían soportar la idea de que el emperador se casara con una mujer latina. También habría podido lograr a su favor una unión de la máxima influencia en su propia ciudad, tomando como esposa a la hermosa hija del almirante en jefe de su flota, el gran duque Notaras, pero Constantino creía poder obtener mayores ventajas con otro tipo de matrimonio, con lo cual se ganó a un enemigo secreto en el padre de la muchacha.

En otoño, Phrantzes regresó a Constantinopla acompañado del embajador del príncipe de Georgia. Después de largos regateos, aquel ambicioso montañés había accedido a dar a su hija una dote de cien mil monedas de oro y, en caso de necesidad, ayuda bélica a Constantinopla. El emperador Constantino ratificó el compromiso matrimonial con su sello de oro, y se acordó que Phrantzes debía ir a buscar a la novia en la primavera siguiente. Mohamed soltó una enorme carcajada al enterarse de este compromiso.

—Mi imperial protegido Constantino es un hombre lento —dijo—. Llega tarde a todas partes porque no es capaz de decidirse ni sabe lo que quiere. Va detrás de un dorado espejismo, pero en primavera ya le habré puesto el cerco y tendrá un triste despertar.

Estudiaba el mapa del Bósforo y los planos y dibujos de las fortalezas construidas por cristianos y musulmanes, pedía consejos a experimentados constructores y, sin embargo, lo planeaba todo según su propio criterio. En su trabajo de planificación era impaciente y no quería escuchar largas explicaciones. Haciendo preguntas a comerciantes y embajadores, intentaba tener una idea clara de la situación política en los países occidentales.

—La cristiandad es un enemigo peligroso, pero lento y lleno de desavenencias internas —decía—. Una orden mía reúne un ejército en el mismo tiempo que los cristianos necesitan para empezar a negociar y disputar entre sí. Yo decido lo que quiero y, una vez decidido, ataco como un rayo antes de que ellos se hayan enterado ni tan siquiera de lo que pienso hacer.

Durante el invierno, mandó preparar una flota en Calípolis. En marzo, los albañiles y constructores venidos de todo el reino bajo el mando de los inspectores ya estaban reunidos en la orilla asiática del Bósforo, protegidos por las tropas de Asia. La flota navegó desde Calípolis pasando por Constantinopla y echó anclas en la orilla del Bósforo, para proteger el traslado de las tropas y de los materiales de construcción al otro lado del estrecho. Los agricultores y los pescadores griegos de la orilla europea se quedaron mirando asustados y confusos cómo las tropas turcas desembarcaban, empezaban a pisotear sus cultivos y allanaban sus casuchas de madera a fin de hacer sitio para construir la nueva fortaleza. Las mujeres chillaban, lloraban y se retorcían las manos al ver que los constructores entraban en la iglesia del arcángel san Miguel, y empezaban a sacar piedras con palancas y cuñas de hierro y a tumbar los bellos pilares para obtener material de construcción destinado a la fortaleza.

En Constantinopla, el emperador Constantino reunió a sus consejeros en el palacio de Blachernai. Era un emperador pobre y su poder sólo era una sombra del antiguo poder de los emperadores de Bizancio. No obstante, tenía sus potentes murallas, tenía cañones y armas de fuego y varios buques de guerra en su puerto del Cuerno de Oro. Quizá fuese un hombre lento, pero en todo caso era un buen soldado. Lo que le pasaba era que siempre había tenido mala suerte en todo y ello le inclinaba con demasiada facilidad a prestar oídos a los que consideraba más inteligentes que él mismo. Mohamed disponía de información tan detallada de lo que ocurría en el palacio de Blachernai que podía repetir, palabra por palabra, lo que cada uno había dicho.

El emperador Constantino había manifestado con decisión:

—Nos estamos acercando a una guerra. A partir de ahora, nuestra posición sólo puede empeorar, hagamos lo que hagamos. Cuando el sultán haya terminado de construir su fortaleza tendrá una base invencible en esta orilla, a pocos miles de pasos de nuestras murallas, y ni la mejor flota podrá impedirle ya cerrar el Bósforo, matarnos de hambre y asegurar el libre paso de las tropas de Asia a través del estrecho. Pero el partido de la paz de los turcos es fuerte, odia al sultán y sospecha de él; el primer contratiempo puede resultarle fatal. Por ello propongo que enviemos inmediatamente embajadores a pedir ayuda a los países occidentales, soltemos a Orkhan para crear una rebelión entre los otomanos, cerremos las puertas de la ciudad y enviemos nuestros barcos a destruir los de los turcos en el Bósforo, con lo que impediremos el traslado de los materiales de construcción. Si lo intentamos, no perderemos nada, y cuanto más esperemos, tanto más inaguantable será nuestra posición día tras día.

Pero los monjes y los obispos gritaron en seguida:

—¡No queremos ayuda de los países occidentales! Eso significaría que accederíamos a la unión y renegaríamos de nuestra fe. La maldición de Dios caería sobre nosotros, y la maldición de Dios es más horrible que las peores intenciones del sultán de los turcos.

Y el gran duque Notaras dijo:

—La flota turca tiene seis barcos de guerra pesados y un sinnúmero de galeotas. Sería una locura irritarles, y una inevitable derrota en la batalla naval sólo pondría en evidencia nuestra debilidad. Con todo su comportamiento, el sultán Mohamed ha demostrado que quiere mantener la paz, y sus visires no aceptarán una guerra contra Constantinopla. Él mismo asegura que su fortaleza no representa amenaza alguna contra la seguridad de Constantinopla. Cuando niño, se asustó mucho creyendo que el ejército de los cruzados marcharía hasta Adrianópolis y que nosotros impediríamos que el sultán Murad le llevara las tropas de Asia en su ayuda. Por ello es comprensible que se quiera asegurar la libertad de movimientos. Todo esto es consecuencia de la arrogante e irritante política del emperador Juan, que nosotros debemos pagar. Como amigos de los turcos podremos conservar algo, pero empezando una guerra contra ellos lo perderemos todo, incluso a los influyentes amigos que tenemos en los círculos más cercanos al sultán.

Y Phrantzes dijo:

—El sultán Mohamed no se comporta como un agresor, sino que sus propósitos son de paz. Ha hablado amablemente con los habitantes de la costa y ha mandado repartir entre ellos monedas de plata para indemnizarles por sus casas destruidas. Perderemos las últimas simpatías de los países occidentales si somos nosotros quienes empecemos la guerra contra él.

Y los monjes añadieron:

—Quien a hierro mata, a hierro muere. Cristo está a nuestro lado, tenemos los huesos de los santos y la milagrosa imagen de la madre de Dios de Chora. Mantengámonos dentro de la fe auténtica y nada malo podrá ocurrimos.

La negociación se convirtió en una disputa sobre la dualidad del origen del Espíritu Santo y, al final, todos rogaron al unísono y derramaron lágrimas para que el emperador Constantino abandonara su descabellada idea y no irritase a los turcos. En consecuencia, el emperador permitió que los habitantes griegos de las orillas del Bósforo vendieran alimentos a los turcos, las puertas de la ciudad no fueron cerradas, y los turcos pudieron visitarla libremente para hacer compras y conocer los monumentos de la misma si obtenían para ello el permiso del sultán Mohamed.

Éste daba muchas prisas a las obras, fijando unos jornales mínimos de trabajo diario a los albañiles e incitando con su propio ejemplo a los nobles del reino a transportar piedras y cal al lugar de la obra. Los notables del Estado tuvieron que pagar cada uno una torre en la fortaleza, mientras que Mohamed se ocupaba de las murallas, con lo cual se creó una animada competición en terminar la obra porque todo el mundo quería ganarse el favor del sultán. Día y noche los barcos de carga cruzaban el estrecho llevando piedras y vigas, las iglesias y las casas de piedra de los cristianos fueron derruidas, y se agregaron a las murallas los trozos de pilares rotos de antiguos templos paganos. El espesor de las murallas variaba entre diez y quince pies, y el sultán requirió que cada día se añadiera una hilera de piedras, de forma que, ante el horror de los griegos, la fortaleza parecía crecer ante sus ojos con inesperada rapidez.

La frenética actividad del trabajo se contagió a todos y nadie pudo quedarse ocioso aunque hubiera querido. Era como si el sultán hubiera hechizado a todo su entorno, y ya nadie preguntaba por qué se estaba construyendo aquella horrible fortaleza. La primavera dio paso a un caluroso verano y los tulipanes se marchitaron en las colinas, pero en el pasaje más estrecho del Bósforo siempre soplaba un viento fresco y el agua que transcurría por allí refrescaba el aire. Un día, vi al gran visir Khalil en medio del polvo de la cal y el ruido de las piedras, llevando con su palanca un gran trozo de pilar redondo hacia la enorme torre que debía pagar él. Se había arremangado y se había metido la barba debajo del cinturón. Jadeando y sudando, iba haciendo avanzar la gran piedra, y su gran nariz estaba roja por el esfuerzo. El trozo de columna se había caído en un hoyo, de donde no lo podía sacar solo, y todo el mundo tenía tanta prisa que nadie se daba cuenta de ello para ayudarle. Me acerqué a él, metí mi palanca en el hoyo y le ayudé a sacar la piedra. Jadeante, se enjugó el sudor de los ojos, me miró y preguntó:

—¿No eres el cristiano encargado de los perros del sultán?

—Sí, sólo soy un despreciable cristiano —le contesté—, a pesar de que uso la ropa de ustedes, me lavo y no violo sus rezos.

—Yo no desprecio a los cristianos, ni mucho menos. Hay entre ellos hombres muy sabios. Hasta he comido con los cristianos y les permito que recen a su manera.

Me miró amablemente con sus miopes ojos de anciano, me agradeció la ayuda y dijo en un tono que parecía ocultar un doble sentido:

—Ambos tenemos un señor severo. Si alguna vez tienes algo que te pase en el corazón, ven a verme y cuéntame tus preocupaciones.

La misma noche, después del rezo de la tarde, el sultán Mohamed me hizo llamar. Estaba cenando en un miserable y polvoriento entoldado, vestido con una sucia capa y con las manos llenas de rasguños, pero la vajilla era de una hermosísima porcelana china.

—No me has pedido permiso ni una vez para visitar Constantinopla —me dijo—. Sin embargo, supongo que sientes curiosidad por ver esa espléndida ciudad, de la que tantas maravillas se cuentan. He visto que trabajas con mucha diligencia. Por ello te doy licencia para mañana a fin de que puedas ir a Constantinopla y rezar a tu Dios en las iglesias cristianas. Por la tarde, antes de que se cierren las puertas, debes estar de regreso.

—¿No temes que me escape de tus manos? —le pregunté.

Fingiendo sorpresa, me contestó:

—Mi tratado de amistad con el emperador de los griegos le obliga a devolver a los otomanos a los esclavos escapados. Supongo que lo sabes. Pero ¿por qué huirías? ¿No te he mostrado la mayor amabilidad y tolerancia? Tú eres el recordador que va pegado a mis talones en caso de que alguna vez quisiera mirar hacia atrás.

—Entonces, ¿qué quieres que haga?

—Me han contado que al servicio del emperador griego hay un famoso fundidor de cañones llamado Orban. No está contento con su sueldo y los griegos, avaros, no le dejan fundir cañones tan grandes como él desearía. Este hombre despierta mi curiosidad, así que háblale bien de mí e invítale a que se me acerque y me pida audiencia; a lo mejor le recibo.

Muchos cristianos de varias nacionalidades servían a Mohamed como comerciantes, escribanos y administrativos, dado que él les permitía conservar su religión. Al cabo de algunos años de servicio, bastantes de ellos se convertían al Islam, bien para obtener mayores ventajas o bien sinceramente convencidos de la superioridad del Islam comparado con el cristianismo. Por este motivo, no había nada de especial en la solicitud de Mohamed. Sin embargo, ese interés despertó en mí malos presentimientos. Al verme vacilar, él me dijo con impaciencia:

—Tú mismo has transportado piedras y argamasa como un mulo. Si aceptas mi fortaleza, debes aceptar asimismo los cañones en la misma. Yo no tengo a nadie que sepa o se atreva a empezar a fundir cañones tan grandes como los quiero. En Constantinopla ya hay suficientes cañones, y si el emperador Constantino, por avaro, no quiere tener a su servicio a un hombre habilidoso, creo tener derecho a ofrecerle trabajo. Esto no puede perjudicar a Constantinopla en forma alguna.

Señaló su vajilla de porcelana y prosiguió diciendo:

—En nombre de Alá, ¿no ves con tus propios ojos que el emperador Constantino está tan convencido de mis intenciones pacíficas que cada día me envía de su mesa los mejores manjares para alimentarme en mi duro trabajo? Como contrapartida, he puesto guardias para impedir que los descuidados mozos de caballerías dejen que éstas pisoteen los cultivos de los griegos. ¿Ves? Sin sospechas ni prejuicios estoy tomando la comida de los cristianos y no temo que pueda estar envenenada. Así de buenas y sinceras son las relaciones entre el emperador de los griegos y yo. Sólo tú piensas mal de mí.

—¿Me juras que…? —empecé a preguntarle, pero no pude terminar.

Me miró cariñosamente, sacudió un poco la cabeza como reprochándome por mis sospechas y dijo:

—En nombre de Alá el todopoderoso y en el de su profeta Mahoma, en nombre de los ángeles y del Corán, te juro que no tengo mala intención alguna contra Constantinopla. Es innegable que hasta ahora ha representado cierto peligro para la sultanía de los otomanos, pero la construcción de esta fortaleza satisfará para siempre todos mis requisitos y asegurará la paz. ¿Por qué razón empezaría yo una aventura loca y levantaría toda la cristiandad en contra de mí? Más ventajas sacaré con la amistad de los griegos una vez se convenzan de mi sincero deseo de paz y abandonen sus constantes y amenazantes intrigas para destruir a los otomanos. Tú mismo sabes, como todo el mundo, que los griegos tienen entre nosotros a prohombres muy influyentes. De la misma manera, yo tengo amistades dignas de confianza en Constantinopla, tanto en la corte como entre los monjes. Todos deseamos solamente la paz, para evitar que los países occidentales se entrometan en nuestras buenas relaciones.

Señalé el plano de las murallas de Constantinopla, que estaba desplegado a su lado mientras comía, y le pregunté:

—Entonces, ¿por qué tienes delante de ti el plano de Constantinopla?

Volvió a sacudir la cabeza y me contestó tiernamente, como si quisiera convencerme de mi propia estupidez:

—Con sus murallas, Constantinopla es la fortaleza más potente de todos los tiempos. Luego, ¿cómo no intentaría yo aprender de ella cuando estoy construyendo mi propia fortaleza? No soy demasiado orgulloso como para no aprender de los cristianos, como tú bien sabes. Por eso y sólo por eso este viejo plano ha sido un compañero tan fiel.

Me miró, divertido, observando las expresiones de mi cara. Yo recordaba todo cuanto sabía de él. Me acordé de cómo había jurado inocencia después de haber hecho estrangular a un niño en los baños; me acordé de la cabeza de una joven griega de diecisiete años que había horrorizado incluso a los jenízaros, y en mi corazón supe que nadie podía tener confianza en aquel hombre carente de piedad. No obstante, ahora estaba jurándome tan convincentemente y con una expresión de tan absoluta sinceridad en los ojos, que, a pesar de todo, tuve que creerle aunque fuera a medias. No podía concebir con mi inteligencia normal y humana que una persona pudiera jurar y mentir con tanta sangre fría. Pensaba que debía haber evolucionado después de ocupar el trono y averiguar todas las dificultades que tenía en su camino. La paz era una palabra irresistible porque yo mismo la deseaba. Al hacerme vacilar ya me había vencido. Se dio cuenta de ello, sonrió mientras asentía con la cabeza, y dijo:

—Haz lo que te he mandado.

A la mañana siguiente, temprano, cuando todo el mundo acudía al trabajo directamente después de los rezos, me fui al prado y pedí prestado un caballo para ir a Constantinopla. Me acompañaron un par de eunucos jóvenes, y el que utilizase ropa turca no fue ninguna desventaja, porque los habitantes de Constantinopla respetaban más y eran más atentos con los turcos que con los latinos. Hasta pedían a los turcos un precio más razonable que a los latinos por los servicios de remo y por la comida y otras mercancías. Cuando se percataron de que yo hablaba griego, ya al lado de la puerta de la ciudad, varios griegos se acercaron a nuestros caballos ofreciéndonos sus servicios. Aguantando mi caballo por las riendas, aseguraban entusiasmados que los turcos les gustaban mucho más que los latinos. Incluso habían separado de su oficio al Patriarca, que era partidario de la unión, y preferían vivir sin él que reconocer la dualidad del origen del Espíritu Santo. Tocaban las finas ropas de los eunucos y alababan el justo comportamiento del sultán, que había prohibido que sus tropas pisotearan los huertos y viñedos de los griegos o que robaran, y además pagaba un buen precio por los alimentos que compraba.

—Creemos que el sultán ha venido como amigo y no como enemigo —dijeron—. En su campamento mantiene mejor orden que el que nosotros podemos mantener en nuestras calles. El destino nos ha mandado vivir como vecinos de los turcos y queremos ser buenos vecinos.

En este tono adulador siguieron hablando del sultán Mohamed y a ellos se juntó un monje con larga barba, que añadió que los griegos debían estar agradecidos al sultán, ya que en todo su reino permitía a los cristianos el libre ejercicio de su religión, y en este sentido era más misericordioso que el propio emperador de los griegos, que favorecía a los malditos herejes latinos.

Cuando seguí cabalgando desde la Puerta de Adrianópolis por la larga calle que atravesaba la ciudad, no pensaba en lo que me habían dicho. Pensaba en mi llegada a Constantinopla, hacía quince años, y en cómo todo había cambiado desde entonces. Abajo, en la orilla del Cuerno de Oro, vi las murallas de los palacios y jardines de Blachernai, pasé enfrente de la santa cúpula de la iglesia de los Apóstoles, vi las ruinas del Hipódromo e hice parar mi caballo en la plaza bordeada de columnas de mármol delante de la magnífica basílica de Santa Sofía. Externamente, no se podía observar cambio alguno en la ciudad. Allí seguía la vieja casa gris, e inclinada de puro vieja, en la que en su día había existido una librería. Me pregunté si Ana se había recluido en un convento o se había casado con un sencillo hombre griego, si su padre aún vivía o si había muerto. Sin embargo, no tuve ganas de hacer preguntas. Se había apagado el desapasionado ardor por la sabiduría que tenía en mi juventud. Contaba treinta y tres años, estaba en la plenitud de la vida, pero carecía de esperanza y, por tanto, mi vida carecía de cualquier sentido del que yo pudiera ser consciente. Todos cuantos me rodeaban, los zapateros y los vendedores de pescado, los cambistas y los porteadores tenían esperanza; hasta los musulmanes la tenían porque tenían fe.

Aguantando mi caballo por las riendas, miré la enorme cúpula de la basílica, que se podía divisar como una nube desde lejos, en la ciudad, y hasta desde las costas de Asia. Es lo más grande que el hombre ha construido jamás en honor de Dios, pensé. Es una de las maravillas del mundo. ¿No temblaría la tierra y no se derrumbaría la cúpula encima del conquistador, si un turco pusiera algún día pie en este templo? Pero, al vernos mirar la basílica con curiosidad, salió corriendo de ella un monje que se ofreció a enseñarnos todas sus maravillas a cambio de un regalito. Los eunucos le siguieron, después de ponernos de acuerdo sobre el lugar y la hora para encontrarnos y cabalgar juntos de regreso al campamento.

Bajé al puerto militar y encontré la casa de Orban al lado de la fundición. Orban era un hombre de anchos hombros, que parecía fuerte y simple. Estaba algo ebrio porque pasaba su tiempo en el ocio. Me comunicó inmediatamente que estaba sin trabajo y se sentía descontento por el mal sueldo que los griegos le pagaban, por su vivienda y por los griegos en general.

—Los griegos prometen mucho, pero luego regatean la mitad o más —se quejaba—. Yo fui atraído al servicio del emperador con falsas promesas desde Hungría. Soy capaz de fundir un cañón tan grande como se quiera, pero los griegos no poseen suficiente dinero para comprar el metal; además, dicen que los cañones grandes no les sirven para nada y que sólo la pólvora para dispararlo costaría más que lo que ellos se pueden permitir gastar. Aparte de esto, tienen sabios que han demostrado, con papel y lápiz, que los cañones grandes se revientan al ser disparados o que no pueden catapultar la bala, sino que la dejan caer al suelo, a pocos pasos del cañón. De esto ya no sé nada, porque no soy maestro artillero y desconozco el alcance o la puntería de los cañones. Sólo soy un fundidor, pero como a tal, el mejor del mundo. Además, soy un verdadero cristiano, y seguramente los turcos me tratarían mejor que estos malditos y herejes griegos. Hasta mis ayudantes me gritan «¡Anatema!» cuando hago la señal de la cruz de manera diferente que ellos.

Sin embargo, y a pesar de su embriaguez y amargura, Orban se asustó mucho y empezó a santiguarse cuando le dije que el sultán Mohamed le invitaba a comparecer a su presencia para ofrecerle buenas condiciones si se ponía a su servicio.

—Hay que pensar mucho este asunto. En una cosa tan seria no puedo tomar una decisión precipitada —dijo. De repente su cara simple se iluminó, empezó a silbar y continuó—: Si esto lo cuento a los griegos, a ver si me aumentan el sueldo. Así que mi fama ya ha llegado hasta los infieles. ¡Vaya de qué cosas se tiene que enterar uno!

A mí me parecía un hombre sin educación y un estúpido, que creía demasiado en sí mismo. Si los sabios y los estrategas griegos que habían estudiado los cañones consideraban sin valor sus capacidades, seguramente no podría causar daño a los griegos aunque se pusiera al servicio del sultán. Aliviado, le dije:

—El sultán Mohamed es generoso al remunerar los buenos servicios, pero es más severo de lo que te puedas imaginar con los que no pueden cumplir con sus deseos o con las promesas que le han hecho. Si tienes la menor duda sobre tus capacidades, no te muevas de Constantinopla, porque si tus cañones resultan inservibles te hará empalar o cortar la cabeza.

Asustado, tocó su fuerte cuello y dijo:

—Los griegos han insultado gravemente mi fama y mis facultades como profesional con sus injustificadas sospechas. Sólo para darles una lección quisiera fundir el cañón más grande que jamás se ha visto en el mundo. Los griegos son igual de herejes que los turcos e irán a parar al mismo infierno después de muertos, si no a uno todavía peor. Por esto creo que servir a los turcos no es un pecado mayor que servir a los griegos. Sin embargo, en mi región de origen, en Hungría, se contaba que los turcos matan hasta a los bebés, comen carne humana y, en su endiablada pasión, violan a todos los que caen en sus manos sin importarles la edad ni el sexo, y que incluso se lavan después de hacerlo. Me pregunto si puedo conservar mi religión cristiana entre ellos y, desde luego, el sultán debería pagarme un sueldo al menos doble para que considerase el ponerme a su servicio.

Le contesté que la mejor forma de aclarar todas estas cuestiones era que él mismo se acercara al campamento del sultán para verle con sus propios ojos y le solicitara audiencia. Le conté que yo personalmente había encontrado entre los nobles otomanos a hombres más sabios y mejor educados que dentro de la cristiandad, y que entre los turcos no existían barreras sociales tan señaladas como en los países cristianos, dado que ante su Dios la virtud de un mosquito y la de un elefante pesaban lo mismo. Sorprendido, me preguntó si en el campamento del sultán había hasta elefantes. Y es que quería ver una bestia así, porque nunca la había visto. Me percaté de que era inútil hablar más con él; así pues, me despedí, recomendándole que no olvidara la oferta del sultán.

Después de dejarle cabalgué hasta la muralla que limitaba con el mar de Mármara, a un lugar cercano al viejo palacio abandonado y busqué la torre donde los griegos tenían cautivo al príncipe turco Orkhan. Los guardas me dejaron pasar después de darles dinero y de haber comprobado que yo no llevaba arma alguna escondida entre las ropas. Los eunucos y los criados turcos del príncipe Orkhan eran muchos más testarudos, pero al final ganó la curiosidad de Orkhan y me dejó pasar. No obstante, los criados me tuvieron asido por los brazos durante todo el tiempo en que él me habló. Era un hombre de mediana edad, tranquilo, perezoso y amante de las comodidades. Tenía unos oscuros ojos de pensador y un rostro redondo y fláccido.

—Perdona estas medidas de seguridad —me dijo—. Han sido tantas las veces que han intentado envenenarme y tantos los asesinos enviados a matarme que prefiero tener cuidado, sabiendo que vienes del campamento de nuestro señor el sultán. ¿Es él quien te ha enviado y, por fin, piensa pagar mi justa pensión? Mira a tu alrededor, para que veas con tus propios ojos y para que puedas contarlo luego, en qué miseria debe vivir el nieto del magnífico Suleimán y primo hermano del sultán, a causa de la pobreza y de la avaricia de los griegos. Ciertamente, no puedo comprender el retraso en la llegada del dinero prometido por un tratado y un juramento, y pronto me veré obligado a creer que mi primo se está inventando pretextos para no pagar, con lo cual deberé proceder en consecuencia. Díselo a él.

Miré a mi alrededor y vi que no le faltaba nada para estar cómodo. La estancia estaba decorada con valiosas alfombras y mullidos cojines, y desde la ventana abierta de la torre se divisaba una preciosa vista sobre el mar, a través del aire que parecía temblar en medio del calor estival. Él estaba gordo y bien cebado e iba vestido con ropas caras.

—Nadie me ha enviado —le dije—. Por pura curiosidad he querido ver al único hombre a quien los griegos pueden liberar para que compita por el poder con mi señor Mohamed y cuyo solo nombre puede dividir el reino en dos partes opuestas si es presentado en el instante oportuno.

Me preguntó, ansioso:

—¿Tengo amigos en el campamento? ¿Se habla de mí? ¿Te han mandado mis amigos secretos? ¡Cuéntame rápidamente lo que has venido a decirme!

—Yo no sé nada de tus amigos —le contesté—, pero si piensas hacer algo, hazlo en seguida. En cuanto el sultán Mohamed haya conquistado Constantinopla, tu vida no valdrá ni una moneda de cobre. Supongo que ya lo sabes.

Soltó una carcajada, dando palmadas a sus rodillas y gritando:

—¡Ah, esto es lo que desea el sultán! ¡Quiere hacerme salir de estos muros tan seguros para atraparme y matarme! No, no soy tan tonto. Como prisionero bien guardado de los griegos, me encuentro muy a gusto y mi sola presencia aquí garantiza la seguridad de Constantinopla. El sultán no se atreverá a declarar una guerra mientras yo permanezca aquí y esté vivo. Por esto es de una vileza y un descaro imperdonables el que los griegos me traten tan mal.

—Entonces, adiós —le dije—. Sólo quería verte. Ya lo he hecho y podré contar que en ti no hay ni voluntad ni valentía para probar tu suerte.

Él se rió todavía más y exclamó:

—¡Exacto! ¡Cuéntaselo a él y pídele que pague lo que me debe! Con estas irritantes palabras tuyas puedes tender una trampa a un hombre más estúpido, pero no a mí.

Así me convencí por mí mismo de que ni siquiera Orkhan creía que Mohamed podía representar un peligro para Constantinopla. Me acordé del juramento de Mohamed y otra vez empecé a dudar. ¿Qué razón tenía yo para preocuparme y ver fantasmas en pleno día, si hombres más sabios y astutos que yo y que conocían todas las intrigas de la política, veían las cosas de manera diferente que yo? A pesar de todo, en mí reinaba la inquietud. Y por ella, en mi camino de regreso fui cabalgando hasta la puerta del palacio de Blachernai y los guardas imperiales me dejaron pasar con toda facilidad, al ver por mis ropas que yo era turco. Empecé a preguntar por Phrantzes y después de hacerle saber que el encargado cristiano de los perros del sultán Mohamed deseaba hablar con él, me recibió sin demora, mostrando la máxima y más refinada cortesía. En el transcurso de quince años había envejecido mucho, en su rostro se habían dibujado arrugas y había adelgazado como si tuviera una enfermedad interna. Su experimentada mirada de cortesano reconoció mi cara, aunque no pudo recordar de inmediato dónde y cuándo nos habíamos visto. Al recordarle nuestro viaje en barco desde Creta hasta Constantinopla, se le iluminó la cara y me abrazó; luego, se quedó confuso mirando con suspicacia mi atuendo turco. Le conté que había servido como secretario al cardenal Cesarini y que en la batalla de Varna había quedado esclavo del sultán. Mientras hablaba, él se mostraba cada vez más incómodo, hasta que al fin me dijo:

—Desgraciadamente, ni con mi mejor voluntad puedo ayudarte. En las actuales circunstancias no nos atrevemos a dar al sultán la menor causa de descontento. El tratado nos obliga a devolver a los esclavos huidos y tú mismo comprenderás que, por mi posición, soy el punto de mira de toda la corte. De ninguna manera puedo meterme en líos, ni por una vieja amistad. Será mejor que lo intentes en Galata. Es visitada por capitanes italianos y españoles, que a veces corren el riesgo del embargo de sus navíos y el pago de grandes multas si reciben un buen precio. ¿Tienes dinero?

Le contesté que, gracias a la benevolencia del sultán, tenía suficiente dinero para mis pocas necesidades, pero que Phrantzes se había equivocado por completo en cuanto a mis intenciones. Era un hombre de buen corazón; se frotó las manos visiblemente incómodo, y me dijo con desgana:

—Si de verdad te encuentras en dificultades, puedo prestarte una cantidad razonable. Pero insisto en advertirte que aquellos aventureros y piratas de Galata igual toman tu dinero y te entregan al sultán a cambio de una recompensa o te venden como esclavo a otros países.

—Tu amistad me conmueve, excelentísimo señor Phrantzes —le contesté—. Sin embargo, yo no he huido de la esclavitud del sultán y ni siquiera pienso hacerlo. Después de que yo eligiera mi camino, Dios ordenó que fuera esclavo y no quiero rebelarme contra la voluntad de Dios.

Se apartó un poco de mí y empezó a mirarme con suspicacia, diciendo distraídamente, como si pensara en otra cosa:

—Jesucristo y la Santa Madre de Dios te bendigan por tu piedad. Todos debemos servir a Dios en el lugar donde nos ha colocado. Pero ¿qué querías de mí?

—Conozco a mi señor Mohamed. Su fanatismo, su inquietud y su desenfreno me causan preocupación por Constantinopla. Esta nueva Roma es la ciudad sagrada de toda la cristiandad. Aquí se encontró nuestra fe cristiana con la sabiduría de la Grecia antigua y aquí los sabios han vestido a Cristo con las ropas ligeras y relucientes del conocimiento místico. No me gustaría que los engañosos tratados de paz y los perjurios lleven a la perdición a Constantinopla y a tu emperador.

Phrantzes se mostraba cada vez más incómodo, se acercó a la puerta para echar un vistazo y miró con precaución a su alrededor, como si temiera que nos estuvieran escuchando. Con gesto solícito, puso una mano sobre uno de mis brazos y dijo en voz muy alta:

—No comprendo lo que quieres decir. Entre tu sultán y nuestro emperador existen las mejores relaciones de amistad, y no queremos insultar al sultán con injustificadas sospechas. Él tiene un carácter violento y suspicaz y se exalta fácilmente, como todos los jóvenes. No obstante, él mismo ha expresado con claridad que se arrepiente de las palabras impremeditadas que alguna vez haya dicho sobre los griegos, con razón o sin ella, y ha añadido que hay bastante sitio para las conquistas en el mundo sin que tenga que anhelar la ciudad de sus amigos. Por ello, mi emperador, convencido, ha elegido la política de la confianza y la paz mutuas, y la corte y la Iglesia la apoyan. Lo mismo ha hecho toda la población de Constantinopla, tanto los nobles como el pueblo llano, salvo la gentuza joven que llena las tabernas y que no tiene nada que perder y, por este motivo, en su embriaguez, dice tonterías para perjudicarnos. Pero ningún hombre en sus cabales escucha lo que dicen, y por esto me niego a escucharte a ti también.

Al ver mi desaliento, añadió en tono conciliador:

—No te conozco bien y no puedo estar seguro de la sinceridad de tus propósitos. Y alrededor de tu sultán hay hombres jóvenes y carentes de escrúpulos a los que les encantaría aprovecharse de cualquier altercado, por pequeño que fuera, para incitar a la guerra a su impaciente señor. Aunque hables en el idioma de los ángeles, no nos dejaremos llevar a hacer nada que el sultán pudiera interpretar como una expresión de falta de confianza o de hostilidad por nuestra parte.

—En este caso, no tengo nada que añadir —le dije—. Todos deseamos la paz, y para mí sería la alegría más grande si mi preocupación resultara injustificada. A pesar de ello, no creo que ni siquiera el sultán os criticara si hacéis reparar y convertís en navegables vuestros barcos, que se están pudriendo en el puerto, y si arregláis un poco los torreones de vuestras murallas antes de que se caigan de viejos.

Se sintió aliviado cuando dejé de insistir y empezó una animada perorata:

—Por Dios, no sabes cuánto cuesta equipar un solo barco de guerra. Además, antes de la batalla de Varna, el emperador Juan gastó todos los recursos del imperio para reparar y reconstruir la muralla exterior, abrir de nuevo el foso y limpiar las acometidas de agua que desembocan en él. ¿Y para qué sirvió? Sus amistades con los países occidentales y aquel devastador trabajo de la unión sólo han dividido a nuestro pueblo en desavenencias y han estropeado las buenas relaciones que teníamos con los otomanos. Tú mismo sabes lo que ocurrió en Varna, y nosotros seguimos pagando la misma deuda, pase lo que pase.

Me echó una mirada, cambió de tono y empezó a jactarse:

—Por otra parte, nuestras murallas se hallan en estupendo estado después de las reparaciones, y tampoco somos completamente pobres. La próxima primavera navegaré para ir a buscar a la hija del príncipe de Georgia, que se convertirá en la emperatriz de Bizancio. Las ventajas que ello nos traerá ya te las puedes imaginar, si te digo confidencialmente que el príncipe me ha prometido, como simple compensación de intermediario, cuatro piezas de la mejor seda que ya allí cuesta quinientas monedas de oro por pieza. Además, los georgianos son mejores cristianos que los latinos, ansiosos de poder, y son soldados tan duros que allí vi cómo un hombre partía por la mitad un buey con su espalda y sin dificultad alguna. Si nos amenazara algún peligro inesperado, obtendríamos suficientes tropas de Georgia para defender nuestras murallas; aunque, ¿qué peligro puede amenazarnos ya jamás, viviendo al amparo de los otomanos y como amigos suyos?

Para mí era inútil decirle que, en cuanto la fortaleza estuviera terminada, el sultán podría fácilmente cañonear y hundir todos los barcos que se acercasen desde el mar Negro, ya que él mismo lo sabía muy bien. Por esto me limité a decirle:

—Una amistad entre el lobo y el cordero es un raro capricho de la naturaleza.

Phrantzes sonreía con su refinada y algo altiva sonrisa de cortesano al contestarme en tono de reproche:

—Te olvidas que estás hablando de la milenaria Bizancio, que ha dominado el mundo desde España hasta Persia. Es mejor que hables de la amistad entre un joven e impetuoso lobo y un viejo y experimentado león.

—Un león desdentado y ciego por viejo —le repliqué. Su cara de pergamino tomó un poco de color, pero fue capaz de seguir sonriendo.

—Vete en paz —me dijo—. Ningún insulto, ninguna provocación, nos puede llevar a decir o hacer nada de un modo precipitado. Nuestras conciencias están tranquilas y una conciencia tranquila es más importante que todas las murallas o fortalezas.

Mientras hablaba de una manera tan bonita y sincera y completamente obcecado, tuve como un aparición, una visión amplísima de todo lo existente y existido, y en un momento vi, como desde arriba, toda mi vida anterior, todo cuanto había ocurrido en el mundo, la pequeñez de los hombres y la fuerza de las pasiones carnales y materiales en todos estos casos. El mundo era una tumba, y en el mundo de la tumba sólo reinaba la ley de la fiera y del gusano y esto era todo cuanto allí había, de forma que el mundo de la tumba sólo podía estar gobernado por un hombre que reconociera exclusivamente la ley de la fiera y del gusano. Seguramente Mohamed había tenido su propia aparición, ya que había nacido, crecido y se había educado para dominar el mundo de la tumba y no pedía más. Por esto debía vencer por obligación de la naturaleza, como el animal más fuerte y astuto vence a los demás animales. Yo difería de él en que yo no entendía qué satisfacción o alegría podía él sentir por su victoria en el mundo de la muerte.

—Phrantzes —dije—. En el mundo de la muerte sólo se puede luchar con las armas de la muerte, y en esta guerra no hay vencedores, sino sólo perdedores. El único remedio es renunciar a todo, dar la espalda y no ofrecer resistencia contra el mal. En el mundo de la muerte no existe diferencia entre el bien y el mal, sino que todo es malo. No hay otro camino que el de la renuncia total, pero, con sus propias fuerzas, nadie puede convertirse en santo.

Asintió con la cabeza y dijo:

—Mientras hay vida hay esperanza. No nos entreguemos a la desesperación. Es pecado.

Así hablamos, como de dos mundos diferentes, sin entendernos en absoluto. O, tal vez, poseído por mi aparición, yo sí le comprendía y me entristecía por él, pero él no me entendía a mí. Sin embargo, lo intenté otra vez, y dije:

—La vida sólo puede nacer de la desesperación. Dios está en la desesperación. Debo rezar por la desesperación más profunda, más horrenda e infinita, para encontrar a Dios. Sólo ahora lo comprendo, y agradezco tu lección.

Con los ojos bañados en lágrimas me volví para irme, pero Phrantzes se apresuró a tocarme un brazo en un gesto conciliador, me miró con ojos preocupados, y dijo:

—Vivimos tiempos de angustias, y las mismas angustias y miedo nos han seguido año tras año. Cuando se es joven, es fácil sonreír con ironía sin creer en nada y consolarse con la belleza de los versos, con las canciones corales y con la filosofía. Sin embargo, al aumentar la edad y la angustia y cuando los turcos nos asedian tan seguros como la muerte, el miedo nos lleva hacia Dios, de forma que no podrás encontrar en toda la cristiandad una ciudad más ardiente en la fe como lo es Constantinopla en estos tiempos. Los niños pronuncian profecías, las mujeres ven con sus propios ojos a Cristo en su gloria y los monjes predican en estado de iluminación, y convierten a los indiferentes y a los incrédulos. Ni la mente más ilustrada o escéptica puede quedarse fría en medio de todo esto. Hay muchos como yo que antes sólo creíamos con el habla, pero que ahora nos reunimos, confesamos nuestros pecados y rezamos para alcanzar la iluminación, incluso en los difíciles asuntos estatales. No te puedes imaginar la inmensa y consoladora paz que le invade a uno cuando, en vez de usar toda la educación diplomática y los cálculos ponderados, puede dejar a Cristo el poder decisivo con toda confianza. Debido a ello, en estos tiempos de angustia y miedo sea quizá más feliz que en los días de mis dudas, cuando aún desconocía el temor. No, Dios no puede permitir que Constantinopla se derrumbe. Ésta es mi absoluta creencia, y esta fe mía no puede ser defraudada, porque entonces el mismo Dios nos defraudaría.

Le pregunté, sin poder creer lo que oía:

—Luego, ¿sirves a Constantinopla como si fuera Dios? Tú, hombre meditativo, educado como filósofo, ¿mezclas tu espíritu, tus amigos y tu ciudad con Dios?

Se limitó a sacudir la cabeza compasivamente, y me contestó:

—Eres un latino y jamás podrás entendernos a nosotros, los griegos. Es inútil que volvamos a empezar una discusión sobre la esencia de Dios.

Por lo tanto nos separamos como amigos, pero sin entendernos. Desanimado, atravesé a pie los frondosos jardines y vi cómo el agua de los decaídos surtidores se había estancado y se había convertido en limo, llena de algas. Los guardas, que respetaban mis ropas turcas, me trajeron el caballo y cabalgué hasta la puerta de Adrianópolis. Aún me quedaba tiempo. Por esto subí a la torre sin que nadie me lo impidiera y fui caminando por la cresta de la muralla interior, viendo la vieja, enorme e invencible muralla con sus torreones que llegaban de mar a mar, hasta más allá de lo que la vista podía alcanzar. Estaba protegida por una nueva fortificación exterior, que consistía en murallas y torreones más bajos. Pero en la muralla había grietas, en las que crecían arbustos. Aquí y allí, en el enorme foso había agua estancada, pero en su mayor parte estaba seco, y los guardas habían plantado pequeños huertos en su fondo. En los torreones había pequeños cañones y tubos de fuego incrustados en troncos de madera. Los guardas se levantaron y me saludaron respetuosamente a mi paso. La expresión más poderosa del arte de fortificar de todos los tiempos dormitaba en profundísima paz en aquella calurosa tarde de verano; un largo césped crecía en la amplia cresta de la gran muralla, que aprovechaban cabras y burros para pacer. Pero, a pesar de toda la paz y dejadez visibles, sentía que estas murallas representaban una enorme fuerza. Dormían ahora, pero podían despertarse rápidamente para escupir fuego, piedras, lanzas y flechas, y las más largas escaleras de ataque parecerían tallos de paja erigidos contra la vertiginosa altura de las murallas. La fuerza y la experiencia de un reino milenario dormían bajo mis pies.

Bajé de la muralla después de entregar a los guardas unas monedas de plata. Los dos jóvenes eunucos ya me esperaban. Tenían las caras rojizas, hablaban en voz muy alta y era evidente que habían bebido vino, aunque intentaban disimularlo masticando unos caramelos fuertemente aromatizados. Habían visitado el mercado de esclavos y me contaron que allí habían visto a varias hermosas muchachas, aunque sus precios les parecieron exorbitantes. Además, se extrañaban de la pobreza de los griegos, porque aparte de los esclavos importados de todos los países, los propios habitantes de la ciudad se acercaban a los tratantes y regateaban para vender como esclavos a sus propios hijos. Mientras hablaban soltaban pequeñas risotadas entre sí, echándome miradas furtivas como si alguna cosa secreta les hubiera hecho gracia. Sin embargo, en el transcurso del viaje, dando la vuelta al Cuerno de Oro, atravesando a caballo las aguas dulces y pasando a toda prisa por las colinas hasta la orilla del Bósforo donde se hallaba el campamento, tuvieron tiempo para serenarse y se volvieron callados.

Una vez dejados los caballos al cuidado de los mozos, llegamos a tiempo al campamento, antes de las oraciones de la puesta del sol. Cuando terminaron, fui a ver al sultán Mohamed. Me hizo esperar mucho rato. Las estrellas se iluminaron, la noche se oscureció hasta tomar un tono azul, y por encima de las aguas se podían oír, desde lejos, los ruidos de unos pesados remos, ahora que el bullicio del campamento se había acallado. Por fin Mohamed me llamó a su presencia. Se había bañado e iba vestido con ligeras y valiosas ropas, mientras unos músicos le entretenían con suaves melodías desde el otro lado de los cortinajes de la tienda. Le conté que había visto al fundidor de cañones Orban y lo que me había dicho. Me escuchaba distraídamente, tumbado sobre mullidos cojines y con las manos detrás de la cabeza, su aguileña nariz, hermosa y estrecha, y los amarillentos ojos medio cerrados y como llenos de ensueños.

—Siéntate a mi lado —me dijo, como si hubiera querido seducirme, aunque yo ya era demasiado adulto y barbudo para ello—. Soy joven. Tengo veintidós años. Exactamente de la misma manera que yo ahora, hace siglos el joven Alejandro estuvo tumbado en una noche estrellada a las orillas de estas mismas aguas. Él conocía toda la sabiduría y todos los vicios, conquistó el mundo, se hizo proclamar el dios de ambos continentes y se murió antes de que la llama de sus sueños se apagara. Dime, mi encargado de los perros, ¿qué conquistaría yo, la India o Europa? Esta noche todo es fácil para mí.

—Tienes todo cuanto puede pedir un hombre —le contesté—. Una palabra tuya representa la vida o la muerte para innumerables personas. Aunque esfuerces tu corazón pidiendo más y más y conquistes todos los países conocidos y por conocer, sólo podrías conquistar este mundo. Y cuando se apague la llama de tu juventud, tu alegría se quedaría envenenada aunque tu tienda estuviera erigida entre las estrellas.

—Sí, sí, mi traicionero recordador. ¿Qué te pareció mi primo Orkhan? ¿Por qué no me trajiste su cabeza y así te ganaste mil monedas de oro? ¿Y qué intrigaste con el consejero del emperador Constantino en el palacio de Blachernai?

—Nada se te puede ocultar —le contesté, comprendiendo que había hecho que me espiasen. Me invadió una indescriptible sensación de alivio al saber que dentro de un instante me dejaría morir y así me liberaría de todos mis dolorosos pensamientos. Instintivamente, crucé las manos y sentí cómo una sonrisa me iluminaba la cara. No había sabido sonreír desde hacía mucho tiempo. Mohamed me miró la cara con los ojos entornados, como si estuviera al acecho, suspiró desilusionado, y dijo:

—Eres un hombre loco, el más loco que haya visto jamás. ¿Qué disfrutaría yo matándote, si tú mismo deseas la muerte? Lo único que no comprendo es tu manera de pensar. ¿Qué creías ganar con tus advertencias? Y, de verdad, ¿te imaginabas poder influir en el curso de los acontecimientos una vez se han puesto en marcha? Sólo yo tengo la voluntad y la iniciativa; por esto soy yo quien domina los acontecimientos y los acontecimientos dominan a los demás. Incluso tú, hagas lo que hagas, sólo estás sirviendo mis propósitos, ya que los acontecimientos te dominan a ti y no tú a los acontecimientos.

Me desanimé al advertir que ni tenía la intención de castigarme. Por lo tanto, le expliqué lo que pensaba del príncipe Orkhan y qué clase de política habían elegido los griegos, según me había contado Phrantzes. Para terminar, le dije:

—Ahora ya comprendo que me equivoqué al intentar entrometerme en los asuntos del mundo de la muerte. Lo entendí cuando hablé con Phrantzes y aún lo comprendo mejor al mirar tus ojos de fiera. Queriendo influir en los acontecimientos sólo me hago esclavo de los mismos, me comprometo y pierdo mi libertad, de la misma forma que tú, al comprometerte con el mundo de la muerte, te has comprometido a ti mismo y has perdido tu libertad más irrevocablemente que ningún otro ser humano.

Medio se incorporó de sorpresa, y exclamó:

—¡Te equivocas, mi querido encargado de los perros! Al dominar los acontecimientos con mi voluntad me he elevado por encima de ellos y soy más libre que cualquier otro ser humano. Sólo yo tengo la facultad de elección y todos los demás deben seguirme. Incluso tú debes seguirme y mis órdenes te comprometen como esclavo mío.

—¿Por qué no iba a obedecerte —le pregunté—, si todo cuanto hago carece de sentido mientras yo mismo no me comprometa con ello?… Pero ¿cómo sabes que tu libertad de elección no es tan sólo una ilusión, de forma que eres tú quien sigues irremediablemente los acontecimientos destinados a ocurrir antes de que nacieras? O, si no lo crees, ¿cómo sabes que los pensamientos de los astros no dirigen los tuyos sin saberlo tú, pero atando tu voluntad?

Tras pensar un rato, contestó:

—No tengo nada en contra de pensar los pensamientos de las estrellas, mientras domine y venza con mi voluntad todo cuanto ocurre en este mundo. Mi libertad no está atada por ninguna fe, ningún prejuicio, ninguna pasión, ningún miedo, ni ninguna esperanza; y para mí, no hay nada sagrado, salvo mi voluntad y mis propósitos. Esto me convierte en el señor del mundo y en mi señoría soy la persona más libre del mismo y la única que es libre de verdad.

—Tu libertad es la libertad de una fiera —le repliqué.

Pensó, asintió con la cabeza, y dijo:

—Exactamente, mi libertad es la libertad de una fiera.

—Luego —le respondí—, mi libertad es más grande que la tuya. Es la libertad de Dios, ya que a mí no me ata más que la presencia de Dios en mí.

Irritado, soltó una pequeña risa y contestó:

—Una palabra más y haré que te rajen y te abran la cabeza para satisfacer mi curiosidad, buscando en ella esa libertad y ese Dios de quienes hablas.

—Esto sería una obra de caridad —le respondí—. Mi libertad es para mí sufrimiento y dolor, y Dios me produce más dolor que ningún padecimiento físico. Sin embargo, no cambiaría ese sufrimiento y ese dolor por tu libertad y alegría, a pesar de que yo no he conocido la alegría ni en mi juventud ni en los días de mi plenitud como hombre, sino que incluso mi alegría me ha representado solamente sufrimiento.

Me miró con los ojos de color de oro a la luz de la lámpara de aceite aromatizado, vestido con sus valiosas ropas; joven y bello, sacudió un poco la cabeza y dijo:

—Alejandro Magno mandó que su profesor Aristóteles coleccionase animales, plantas y piedras raros y todo tipo de caprichos de la naturaleza. Yo, para mi diversión, colecciono personas. Tengo chicas y chicos de diferentes colores, los más hermosos de todos los países. Tengo un anciano cuya barba es tan larga que tiene que atársela alrededor de la cintura. Tengo un hombre que tiene seis dedos en ambos pies. Pero como el capricho más extraordinario de la naturaleza te tengo a ti, mi encargado de los perros. Para mí, eres un auténtico tesoro, porque en mis momentos de ocio puedo probar en ti todo cuanto se me antoja.

—Ambos estamos comprometidos con la deuda del hombre y no la podemos pagar —le contesté—. Hay dos clases de hombres: los constructores y los derviches. Los constructores encuentran el sentido de su vida fuera de sí mismos. Por ello, la construcción y la destrucción son la misma cosa. Los derviches buscan el sentido de la vida dentro de ellos mismos, unos creciendo en sabiduría y filosofía hasta que se hinchan y quedan deformes, y otros suprimiendo elementos espirituales hasta los límites de un vacío absoluto. Tú eres un constructor. Yo, un derviche. Pero ninguno de los dos se librará de la deuda del hombre.

Con la punta de un dedo me tocó levemente el cuello como para cortarlo, y dijo:

—¡Ay, no me lleves a la tentación!

Dos días más tarde Orban, el fundidor de cañones, vino de la ciudad y le pidió audiencia al sultán. Fue llevado entre los constructores a lo alto de la muralla, que ya había tomado proporciones considerables, y se quedó boquiabierto mirando al sultán, que se había arremangado y en cuyo rostro manchado de polvo de cal el sudor había marcado surcos. En medio del ruido de las piedras, las vociferaciones de los constructores y los jadeos de los albañiles, se hablaron a gritos. El sultán Mohamed señaló el Bósforo y la fortaleza que se erigía enfrente de la orilla asiática, y preguntó si Orban creía poder fundir unos cañones tan grandes que sus balas hundieran hasta a los mayores barcos que intentasen navegar sin permiso por delante de la creciente fortaleza. El fundidor de cañones se rascó la cabeza, intentó regatear y dijo que dependía del sueldo. El sultán le preguntó cuánto quería cobrar y, después de vacilar muchas veces, Orban prometió hacer un intento si el sultán le pagaba el doble de lo que le pagaban los griegos.

—Pero no debes hacerme ahorcar ni cortarme el cuello, si fracaso —añadió apresuradamente—. Fundiré cañones tan grandes como quieras, si tienes bastante dinero para comprar el metal; hasta puedo hacer el cañón más grande que jamás se haya fundido en el mundo. Sin embargo, no puedo garantizar el alcance de la bala ni la puntería, ya que éstas son cosas que se verán después en las pruebas y yo no me quiero comprometer en ese aspecto. Es más peligroso disparar con un cañón que fundirlo, aunque, naturalmente, la fundición tiene asimismo grandes peligros, si no se es experto en el oficio. Lo que sí garantizo con mis cañones es un ruido tan tremendo y tanto humo que es seguro que hasta el barco más grande se asustará y acudirá a la orilla. Como gran guerrero, sabes seguramente muy bien que, al dispararse un cañón, el susto y el temblor de las nubes que produce es más importante que el daño que pueda causar la bala en sí.

Mohamed se impacientó y dijo:

—En nombre del Profeta, del Corán y de los santos ángeles, te juro que no te haré ahorcar ni cortar el cuello aunque fracases. En cuanto al sueldo recibirás el doble de lo que has pedido y, además, recibirás una remuneración extraordinaria por cada cañón que hagas, fijada según el peso de la bala. Tengo almacenado metal para cañones, y los genoveses de Galata adquirirán todo cuanto te haga falta. Te daré ladrillos y carbón y cien, quinientos, o mil esclavos, los que quieras, con tal de que empieces a trabajar sin demora.

Orban le miró con suspicacia, encogió los cuadrados hombros en un gesto de incomodidad y le preguntó:

—¿Sabes bien lo que estás diciendo? ¿No sería mejor consultar primero con la almohada, o al menos comer, antes de arriesgar tan enormes cantidades de dinero que me asusta tan sólo el pensarlo?

Pero el sultán le empujó impacientemente para que se fuera y ordenó que el tesorero le pagase por adelantado mil monedas de plata. En cuanto Orban se hubo ido con sus dudas, Mohamed miró enfadado cómo se alejaba y observó:

—Ese hombre es lento y tonto, pero nada me impide hacerle empalar si no cumple mis deseos.

Sin embargo, una vez tuvo en sus manos el saco de plata, Orban se animó considerablemente, empezó a mirar con atención a su alrededor, y dijo:

—Lo que ahorra el padre, lo gasta el hijo, pero ya veremos hasta dónde llega su dinero. Los avaros griegos pesaban varias veces cada libra de metal, por cada moneda de nada había que escribirles numerosos recibos, y siempre había disputas por las cuentas de la comida de los esclavos. ¡Pero ahora viviremos sin que nos importe el dinero! Si él tiene prisa, yo también sé darme prisas y gastar su dinero, porque las prisas siempre resultan más caras que una detenida ponderación.

A fin de ahorrar molestias de transporte, eligió como lugar de fundición una pendiente seca que daba al mediodía y se hallaba cerca de la fortaleza, y empezó a dar órdenes que demostraron que conocía bien el oficio. Ya para llenar su primer molde necesitó tanta cera que el precio de ésta subió en Galata, y comerciantes italianos, griegos y judíos se reunieron a su alrededor para ofrecerle sus servicios, olfateando un buen negocio. Tan pronto como empezaron los trabajos, Orban no ahorró esfuerzos ni a sí mismo ni a los demás, sino que trabajaba día y noche, hasta que el propio sultán dio una orden expresa para que respetase las horas de las oraciones de los turcos, después de que los derviches se quejaran de él. En el lugar de la construcción de los hornos, Orban andaba con un trozo de cuerda en la mano para dar prisas a los esclavos, pero, asimismo, y en contra de todas las costumbres, requería que se les diera carne para comer, con lo cual cayó bien a los esclavos. Durante la construcción de los hornos eligió con sus propias manos cada ladrillo, para asegurarse de que eran impecables, y él mismo mezcló el barro de los moldes. No aceptó el metal para construir cañones ya mezclado que poseía el sultán, sino que quiso mezclar él mismo el cobre puro y el estaño para obtener un metal tan resistente como fuera posible. También adquirió otros ingredientes para su mezcla metálica, manteniendo sin embargo como secreto profesional la fórmula de la aleación. Incluso envió a cazadores a recoger víboras en las colinas del lado de Asia, diciendo que necesitaba la sangre de una víbora por cada arroba de metal. Estos secretos conocimientos suyos hicieron que los turcos le respetasen más por ellos que por todas las otras habilidades que poseía.

En la fortaleza, las obras siguieron con el mismo ritmo desenfrenado durante los despejados días estivales, abrasados todos por un ardiente calor. La tierra se secaba y se quemaba, de forma que los pastores de caballos y burros debían buscar pastos situados cada vez más lejos, lo cual conllevó que la extensión del campamento fuera aumentando día tras día. Estábamos en la época de la cosecha, y los jenízaros custodiaban los cultivos en buena armonía con los habitantes griegos, impidiendo, por orden del sultán, que fuesen pisoteados. Por su parte, el emperador Constantino enviaba cada día comida de su propia cocina para el sultán y el gran visir, permitiendo además que los griegos vendiesen alimentos al campamento, con lo que se evitaba la tentación que pudieran tener los turcos de robar en la campiña griega.

Un día, cuando los torreones aún sin terminar ya se erigían amenazantes en las esquinas de las murallas, con un espesor de veinte pies, el sultán Mohamed se dirigió a mí y me dijo:

—Mi fortaleza ya podría resistir un asedio, y la época de la cosecha de los griegos está comenzando.

Sus palabras carecían de sentido, pero él tenía en su mano un caramelo pringoso de miel y, mirándome a los ojos, dejó caer una gota de la misma en la polvorienta tierra. Al instante había todo un enjambre de moscas encima de la gota.

Al día siguiente se produjo un gran alboroto en el campamento y se decía que los griegos habían atacado a los pastores, y matado a uno de ellos. Sus compañeros llevaban en brazos el cadáver ensangrentado por todo lo largo y ancho del campamento, lamentándose en voz estridente. A causa de un descuido o de un malentendido, no se había efectuado el cambio de guardia de los jenízaros cerca de las huertas y los campos de cultivo, y una manada de caballos había pisoteado un campo de cereales. Los griegos habían intentado impedirlo, y en la pelea resultante aquel joven pastor había recibido una pedrada en la cabeza. Precisamente este día el sultán Mohamed había ordenado que le llevaran a remo al otro lado del Bósforo, en la orilla asiática, y no regresó al anochecer. En el transcurso de la noche, hubo susurros y movimiento en el campamento, y pequeños grupos de hombres armados lo abandonaron sigilosamente aquí y allí, y se pusieron al acecho cerca de los campos de los griegos. Cuando éstos llegaron con las hoces a cortar el cereal, los atacaron y mataron a cuarenta hombres. También murieron un par de turcos a hozadas.

A mediodía, el sultán Mohamed regresó de su excursión en su barca con adornos de oro, dejando flotar distraídamente una mano en la fresca agua y sentado bajo el toldo. Los visires, encabezados por Khalil, fueron a su encuentro mesándose las barbas, pero les siguieron corriendo el aga de los jenízaros y el jefe de los pastores, que pedían a gritos venganza contra los griegos. Después de escuchar sus explicaciones, el sultán Mohamed fingió el mayor de los asombros, ordenó en el acto que fuertes contingentes de jenízaros vigilasen el campamento y empezó a repartir justicia.

—La culpa es de los traicioneros y hostiles griegos —dijo con enfado—. Nadie puede impedir un accidente fortuito, pero en vez de venir a mí para quejarse y requerir indemnizaciones por los campos pisoteados, han descubierto su furia asesina tomando la justicia por su mano y matando de una manera terrible a un hombre inocente. No puedo acusar a sus compañeros si quisieron vengarle, sino que comprendo sus sentimientos justicieros; y en verdad, la vida de cuarenta infieles traidores es un bajo precio por la de un fiel. Sin embargo, tengo el deber como soberano de castigaros por haber causado desórdenes. Por ello ordeno que todos y cada uno de los que participaron en el altercado ha de rezar tres rakas seguidas. Y pienso pedirle una completa indemnización al emperador de los griegos por la vida de mi pastor y las garantías de que, a partir de ahora, mantendrá el orden entre sus fanáticos y asesinos súbditos.

Ya no tuvo que influir personalmente más en el curso de los acontecimientos, porque la piedra se había puesto a rodar sin dificultad alguna. Los griegos huidos de las aldeas se fueron corriendo a la ciudad a contar aquel baño de sangre, y entre los griegos, fácilmente excitables, se produjo un gran alboroto. El hasta entonces tranquilo comportamiento de los turcos había engañado a mucha gente charlatana a menospreciar la fuerza de aquéllos y, al igual que el emperador Constantino, los hombres más aguerridos y valientes habrían deseado impedir por la fuerza, ya desde el principio, la construcción de la fortaleza. Los airados monjes empezaron a predicar venganza contra los turcos entre la gente ociosa de las tabernas y del puerto, y pronto salió por las puertas de la ciudad una multitud de miles de hombres vociferantes y armados a toda prisa, muchos de ellos borrachos. Sin embargo, este descabellado intento no era del todo espontáneo ni fortuito, a pesar de que nunca se pudo clarificar quiénes eran sus estrategas y directores, porque todos murieron. Evidentemente se creían poder invadir por sorpresa el campamento y prenderle fuego. Al menos, en la fundición de cañones de Orman habrían podido causar grandes daños, haciendo perder el trabajo de un mes y estropeando quizá la gran cantidad de metal que se estaba fundiendo en aquellos momentos.

Sin embargo, no llegaron hasta el campamento, aunque pudieron desplazar a la vanguardia de los jenízaros. En la lucha que se produjo, éstos derribaron con sus espadas y sin esfuerzo a la mayoría de los atacantes, y los sipab, soldados de caballería turcos, cabalgaron en persecución de los que huían en todas direcciones, matándoles a todos sin piedad, por orden del sultán. Después de equipar a su campamento para la defensa, Mohamed envió a su caballería a expulsar a los griegos de las aldeas y de los campos y a prender fuego en sus casas, como venganza por el violento ataque.

Por la noche, había incendios en todos los alrededores de Constantinopla, y los asustados campesinos llevaron a la ciudad su ganado y sus cargas de cereales. Tanto en la ciudad como en sus aledaños reinaba un caos total, y nadie sabía con exactitud lo que de verdad estaba ocurriendo.

Por la mañana, el sultán parecía un hombre nuevo. Después de terminar los rezos y levantarse, irguió todavía más la cabeza mientras los ojos le ardían y la sangre teñía de un color oscuro su amarillenta cara. Parecía como si, en su impaciencia, no hubiera dormido en toda la noche, sino que hubiera estado bebiendo vino. Autoritariamente, envió a los constructores y a los albañiles a su trabajo, mandó que los jenízaros vigilasen el campamento en posición de batalla, convocó al diván y ordenó que se sacaran los caballos para celebrar, montados, una conversación con los visires. Al oír esto, los jenízaros empezaron a gritar, llenos de alegría: «¡Alá, Alá!». Pero todos los viejos y antiguos consejeros amigos del sultán Murad se ensombrecieron, y el gran visir Khalil se acercó a Mohamed a toda prisa y, recogiéndose las faldas de la capa, le pidió que tuviera paciencia. Según la costumbre otomana, un diván celebrado sobre caballos significaba una negociación sobre la guerra o la paz.

Mientras se sacaban los caballos, los demás visires, jefes y tesoreros se reunieron, llenos de curiosidad, alrededor del sultán y de Khalil. Y éste dijo:

—Has jurado la paz, y el emperador de los griegos no tiene la culpa de este altercado. Recuerda que los griegos fueron amigos de tu padre y que una decisión precipitada les obligaría a volver a dirigirse a los latinos pidiendo ayuda. Tu reino no aguanta todo el peso de la cristiandad, y no puedes causar daño a los griegos mientras permanezcan dentro de sus murallas. Un estado de guerra es inútil y lo único que hará será estropear el comercio y las relaciones amistosas. Por esto, no decidas nada hasta que el emperador de los griegos, nuestro amigo, te envíe negociadores para pedir tu perdón por el perjuicio que han causado sus súbditos.

Khalil hablaba en voz baja, pero Mohamed se golpeaba airadamente las rodillas con la fusta de montar y bramó:

—¡Todo esto ya lo he oído demasiadas veces! ¡Por tus barbas, parece que amas más a los griegos que a los otomanos, más a esos perros infieles que a la rutilante gloria de Alá y de su Profeta! El amor a la paz de los griegos quedó bien claro ayer con su inesperado ataque al campamento, sin mencionar el asesinato de mis pastores y el daño causado a mis caballos. El emperador de los griegos sigue la política de los cristianos, según la cual la mano derecha no tiene por qué saber lo que hace la izquierda. Testimonio de esto es el premeditado momento del comienzo del ataque, precisamente cuando empiezo a fundir los cañones y mi fortaleza está en la situación más indefensa. Pero Alá es el mejor guardián, e hizo fracasar las intrigas de los griegos.

Mientras hablaba miraba a su alrededor como si esperase algo, y hasta a mí me pareció que, hablando tan largamente, sólo quería ganar tiempo. Por fin, Khalil señaló jubiloso las aguas del estrecho y exclamó:

—¡Ves, la barca imperial se acerca a la orilla y sin duda traerá a los embajadores griegos! Es a ellos a quienes debes escuchar antes de llevar el reino a una guerra infructuosa y peligrosa, que, originada por un pequeño incidente, puede tener como resultado la destrucción de los otomanos —sentenció. Luego miró a su alrededor, acariciándose la barba y preguntó:

—¿No tengo razón?

Muchos de los ancianos asintieron con la cabeza, entusiasmados, y el comportamiento demasiado vanidoso y confiado de Khalil demostró que creía firmemente que el partido de la paz seguía siendo más fuerte que el de la guerra. Pero el joven Mohamed esbozó una sonrisa cruel y dijo, fingiendo sumisión:

—Sea como tú quieres; escuchemos lo que tengan que decir los embajadores del emperador.

Sin embargo, cuando la barca se acercó a la orilla, pudimos constatar que sólo se trataba de la barca de la cocina del palacio de Blachernai, desde donde se había traído a diario comida a las mesas del sultán y del gran visir. Del navío desembarcó un eunuco que sudaba copiosamente y que tenía la cara gris por culpa del miedo. Tomó en brazos una pesada cesta, empezó a llevarla, con piernas temblorosas, hacia la tienda del gran visir e intentó no prestarnos atención. Sus ropas estaban en desorden y había huellas de golpes en su cara, pero lo más extraño y sospechoso era el hecho de que la barca se alejó a toda prisa de regreso hacia Galata sin esperarle y desapareció detrás de la curva del estrecho del Bósforo. Con el ceño fruncido, el viejo y astuto Khalil le dirigió una mirada al sultán y su cara se volvió gris de puro miedo. Mohamed dijo, fingiendo sorpresa:

—Evidentemente, Khalil, tus amigos griegos te buscaban a ti y no a mí. Haz llamar aquí al embajador del emperador para que yo también vea qué quiere decirte, porque supongo que no hay nada entre él y tú que quieras ocultarme.

—No sé nada de esto —contestó Khalil—, y ese hombre sólo es uno de los eunucos de la cocina de Blachernai. No obstante, supongo que el emperador de los griegos sigue mostrando su buena voluntad enviándome comida de su propia cocina, al igual que te la ha mandado a ti.

Mohamed le contestó:

—Yo en tu lugar no probaría más la comida que envían los griegos.

Pero los alguaciles ya traían al eunuco sujetándole por los brazos y lo dejaron delante del sultán y de Khalil. Se dejó caer de rodillas soltando la cesta, de manera que todos pudimos ver que ésta contenía un pescado grande y hermoso, colocado entre verdes hojas. Dirigiendo asustadas miradas hacia Mohamed, el eunuco se dirigió a Khalil:

—Mi señor el basileo te envía este hermoso pescado desde su propia cocina para demostrarte su amistad y para que tú también le demuestres a él la tuya.

Mohamed se inclinó para agarrar el pescado por las agallas, pero la pieza pesaba tanto que necesitó ambas manos. Fingiendo sorpresa, lo levantó para que todo el mundo lo viera y exclamó:

—¡Verdad de verdades, Alá es el único Dios! Jamás he tenido en mis manos un pescado que pese tanto.

Manteniendo con una mano el pez sobre sus rodillas, con la otra sacó la daga de su cinturón y le abrió el vientre. Como un tintineante río salieron del interior, formando un montón, cientos de monedas de oro bizantinas. Poseído del miedo, el eunuco mostró todos los síntomas de culpabilidad, pero Khalil se defendió tartamudeando:

—En nombre del diablo lapidado, yo no sé nada de esto.

Mohamed tiró con desprecio el pescado a sus pies, y dijo:

—Recoge lo que es tuyo, Khalil, te has ganado la remuneración. Sigue hablando tan bella y convincentemente a favor de los griegos.

Con la cabeza hizo una señal a los alguaciles, que levantaron al eunuco por las axilas, le llevaron aparte y le cortaron el cuello con la espada antes de que tuviera tiempo de resistirse o de proferir un solo grito. El sultán Mohamed saltó sobre su caballo y gritó con voz airada:

—¡Que me sigan los que aman más la honra de los otomanos que a los griegos infieles!

Con un tirón de las riendas dio vuelta al lujosamente ensillado caballo y empezó a galopar; a los miembros del diván les faltó tiempo para pedir sus caballerías y seguirle. El único que se quedó inmóvil durante un rato fue Khalil, consternado por la sorpresa y tocándose el cuello con una mano. Luego se encogió de hombros y dijo:

—Estaba predestinado. Mi señor es más astuto que yo.

En todo caso, ya que era un hombre ahorrador, ordenó que sus criados recogiesen aquella gran cantidad de dinero, pidió el caballo, lo montó con los trabajosos movimientos de un anciano y empezó a cabalgar lentamente detrás del diván, atravesando la multitud enmudecido y suspicaz. Sin embargo, todavía disfrutaba de un respeto tan grande que nadie se atrevió a pronunciar una sola palabra en contra suya, ni siquiera cuando se hubo ausentado, sino que, echándose miradas furtivas los unos a los otros, todos los nobles se dispersaron hacia sus quehaceres.

La reunión del diván no duró mucho tiempo. A su término, el sultán Mohamed dictó una carta para el emperador Constantino en términos insultantes y duros, acusándole de haber violado la paz y los tratados, del asesinato de turcos indefensos y avisándole que, a partir de aquel instante, estaba en guerra contra él y defendería con las armas su campamento y la fortaleza construida en la orilla del Bósforo. Mientras dictaba esa carta, en todo el campamento se pudo oír un terrible estruendo porque Orman había abierto de un mazazo las cuñas que cerraban las aperturas del horno de fundición, y el metal líquido se derramó al gigantesco molde, quemando la cera a su paso. Una obra de fundición tan grande no se había realizado nunca en el reino de los otomanos. Por esto, el sultán salió corriendo de su tienda, dejando a cargo del nisandshi el pasar en limpio la carta y sellarla. El ruido había alborotado a todo el campamento e interrumpido el trabajo en los torreones de la fortaleza. Algún esclavo se había caído de la muralla y se había desnucado, y varios jenízaros se habían echado al suelo en postura de oración.

En las manos, la cara y el torso de Orban había ampollas producidas por las quemaduras, y todos sus ayudantes habían huido de las cercanías del horno. A pesar de todo, y después de seguir escuchando con atención, la cara de Orban se iluminó con una jubilosa sonrisa y, todavía con los oídos ensordecidos por el ruido, empezó a bramar que con toda seguridad la fundición había sido un éxito, el molde no se había quebrado ni se habían producido grietas en el horno. Sólo faltaba esperar tres días para que el metal se enfriara, y mientras tanto pensaba preparar un segundo molde.

El horno y la tierra a su alrededor despedían un calor infernal, pero Mohamed se acercó sin miedo y, cuando estuvimos de pie en medio de aquella tierra calcinada y sin vida, con los espectadores más próximos todavía invadidos por el miedo, a varios cientos de pasos, pude ver cómo en su rostro se reflejaba un temible júbilo, lo cual le hizo parecer bello como un ángel caído. Dando un golpe con el pie en el suelo, exclamó:

—¡Infierno, sácame de tus entrañas el cañón más grande del mundo! Anhelo todo lo nuevo y, en nombre de Alá, tomaré el rayo del cielo para que destruya las murallas de Constantinopla.

Mientras nos manteníamos apartados de la gente, Khalil aprovechó la ocasión para acercarse al sultán pisando la tierra calcinada con cuidado y con miedo. Inclinó la cabeza y dijo:

—Mi señor, me has deshonrado ante tu diván y respeto tu sabiduría, pero espero que en tu fuero interno no sospechas de mí como si fuera un traidor.

Echó un vistazo hacia mí como si quisiera que me fuera, pero Mohamed dijo con indiferencia:

—No te preocupes por él, es sólo mi recordador. Entonces, ¿niegas haber recibido regalos de los griegos?

—Como es natural debido a mi posición —le contestó Khalil—, sí he recibido regalos de los griegos, porque tú me has elevado a tu lado derecho y no es propio que nadie se presente ante mí sin traer un regalo. Sin embargo, te entregaré gustoso todo el dinero que he recibido de los griegos durante estos años, aunque he gastado una suma inmensamente mayor en construir mi torreón de la fortaleza a fin de cumplir tu deseo. ¡Si todo cuanto tengo te pertenece a ti y yo sólo lo tengo como prestado! Nunca sospeches que he hablado a favor de los griegos a causa del dinero y de los regalos. Recuerda todos los servicios que te he prestado a ti y antes de ti a tu padre, y comprende que sólo hablo por el bien del reino de los otomanos para que tú, en la impaciencia de tu juventud, no lo lleves a la destrucción.

Mohamed se enfadó tanto que se le hinchó la cara y contestó a gritos:

—¡En mi mano está empezar y terminar la guerra cuando me parezca! A ver si aprendes la lección que te di hoy y te callas en este asunto. Si no, me instigarás a agarrar tu canosa barba y arrancarte la cabeza de los hombros, y no habría muchos que me reprochasen por ello después de haber visto lo que ocurrió esta mañana.

Pero Khalil también se enfadó tanto que la cabeza empezó a temblarle, y le contestó:

—Aquella barca de suministro cayó en tus manos ayer, y tus alguaciles torturaron al eunuco durante toda la noche para que accediera a tu voluntad. Las monedas que hiciste coser en el vientre del pez proceden de tus propias arcas, y quizá pueda encontrar al pescador griego que consiguió aquel pez. No me engañes a mí ni te engañes a ti mismo, porque yo también tengo mis oídos aunque no lo oiga todo. Pero tú tampoco lo oyes todo, a pesar de que lo creas así.

Mohamed le miró inquisitivamente y supongo que comprendió que, gracias a su posición y su experiencia, Khalil seguía controlando grandes fuerzas entre los otomanos. Al enfadarse éste, él se tranquilizó, sonrió de repente amablemente, puso una mano en un hombro del anciano y le sacudió, juguetón.

—Nunca olvidaré los servicios que has rendido al reino de los otomanos, Khalil —dijo con ambigüedad—. Que quede esta broma entre nosotros, porque te has merecido la advertencia recibida. En todo caso, hay bastantes testigos que pueden asegurar que durante el verano has recibido como regalo de los griegos pesados recipientes de plata para que hablases en su favor. Todavía no me conoces lo suficiente ni tienes confianza en mí, Khalil. De otra forma, sabrías que yo también deseo lo mejor para el reino de los otomanos.

Miró a Khalil con ojos brillantes, sacudió la cabeza con reproche y añadió:

—Confía en mí, anciano. Quizás lo único que quiero es dar un toque de atención a los griegos. Muy posiblemente, les concederé la paz si me dan suficientes garantías de que no se me molestará más en mi obra de fortificación. Primero, que el estado de guerra les enseñe su posición. Si quieres, hazles saber estas palabras mías para que no se les ocurra emprender negociaciones poco premeditadas con los países occidentales para recibir ayuda desde Roma. En ese caso, ellos mismos me obligarían a aplastarles. Quien viva, verá lo que ocurra.

Hizo una pausa y repitió enfáticamente, mirando a Khalil a los ojos:

—Quien viva, verá. Si Alá quiere, tú también vivirás suficiente tiempo para poder ver lo que ocurrirá.

La calcinada tierra humeaba alrededor de ellos y de ella salía un calor todavía más espantoso que el del ardiente cielo. Khalil hizo una profunda inclinación ante Mohamed y se alejó, cabizbajo.

Miré fijamente a Mohamed, todo se ensanchó en mí y, de repente y como en una aparición, me encontré a solas con él en medio del calor infernal y de la tierra calcinada. En mis ojos el sultán creció hasta ser un ángel de sombría belleza, venido de las temibles tinieblas y cuya maligna sabiduría era más grande que la sabiduría humana, sin alcanzar no obstante la sabiduría divina. Mis labios se quedaron fríos y experimenté la sensación de que el espíritu había abandonado mi cuerpo mortal.

—Recuerda que sólo eres un ser humano —le dije.

—¿Cómo lo sabes? —me contestó Mohamed en tono burlón, soltando de repente una orgullosa carcajada, la carcajada de un hombre fuerte y liberado de todas las ataduras—. ¿Cómo lo vas a saber, recordador mío? —me preguntó a gritos, mientras la tierra ardía y echaba humo bajo sus pies.