Se dice que cuanto más grande es el apuro, tanto más cerca está el remedio, aunque yo me horroricé ante la idea de que, en vez de la humillación de los corazones y del amor cristiano, lo que impidió la definitiva escisión de la Iglesia sólo fue el dinero. A la Ferrara ensombrecida por la peste, la suspicacia mutua y el odio teológico, llegó desde Florencia una caravana protegida por caballería fuertemente armada. Carro tras carro entraron en la ciudad, y de ellos se sacaron arcones de hierro que cuatro o seis hombres apenas podían mover; las rodillas les temblaban bajo el peso. Se empezó a oír el tintineo de las monedas de oro y las cantidades debidas por dietas se llevaron a toda prisa a los griegos, que estaban haciendo los equipajes. En efecto, la ciudad de Florencia prestó al Papa una suma de dinero tan enorme que no se pudo liquidar con las corrientes letras de cambio, ya que en Ferrara no había ningún banquero lo suficientemente rico para negociarlas en efectivo. A fin de cubrir los gastos personales del emperador Juan, el Papa mandó pagar una cantidad cuyo monto quedó en secreto y, además de eso, se le permitió enviar a Constantinopla una importante suma destinada a fortalecer esa ciudad en previsión de los ataques que pudieran desencadenar los turcos.
La consecuencia de todo ello fue que el emperador hizo reunir a los griegos alrededor de la cama del patriarca enfermo, y les informó que había accedido a continuar las conversaciones, y que permitiría el debate sobre el tema religioso de si el Espíritu Santo provenía también del Hijo. A este fin los griegos tenían que elegir una comisión de doce miembros para debatir contra la comisión de los latinos, formada también por doce delegados. Sin embargo, antes de comenzar el concilio, por voluntad del Papa y a causa de la peste, hubo que trasladarse a Florencia, lejos de la contaminada Ferrara.
Marco Eugénico osó preguntar si el emperador había vendido su religión y Gemisto Pletón derramó lágrimas sobre su blanca barba, pero la decisión del emperador era irrevocable. El patriarca enfermo se limitó a suspirar en su lecho y a decir que temía lo peor, pero que se sometía a la voluntad del emperador. Y, verdaderamente, no había otra posibilidad para seguir con el concilio que la de trasladarse a Florencia, ya que el Papa no tenía otra opción que el crédito concedido por dicha ciudad para cubrir los gastos de la reunión. Los griegos, muy perspicaces, presentían que esta orden de traslado amenazaba su libertad, porque Florencia se hallaba tierra adentro, lejos del mar, y de allí nadie podía huir, de forma que serían prisioneros del Papa y de su propio emperador. En efecto, Marco Eugénico y muchos otros decían que si hubieran sabido de este traslado de antemano, jamás habrían emprendido el viaje a Italia.
Sin embargo, la verdadera razón de su sorpresa era el hecho de que no querían debatir el origen del Espíritu Santo, ya que en su fuero interno no podían reconocer que proviniera también del Hijo, con la excepción del sabio Besarión. Temían la facilidad dialéctica de los latinos y seguramente tenían el angustioso presentimiento de que, por su fe, los llevaban al banco de la matanza como se llevan a las ovejas. A pesar de todo, las oposiciones y las lamentaciones no surtieron efecto alguno, y lo único que les quedaba era aplazar el viaje con pretextos varios. Estando las cosas así, yo también tuve que comer la anguila navideña en casa del comerciante de sal, aunque ello ocurrió ocupado ya con los preparativos para comenzar el viaje.
A mí no me dolía dejar Ferrara, sino que, más bien, el marcharme de aquellas tierras bajas y húmedas y de la ciudad desolada por la peste, me representaba como una especie de liberación. Me marché más callado y menos seguro de mis conocimientos que cuando había llegado a la ciudad. En ella, había experimentado la pasión y la muerte, pero la pasión sólo me había demostrado cuán frío y pobre era su momento incluso después de una grande y larga añoranza, y que tener un cuerpo cerca no podía curar el desconocimiento mutuo de los corazones. Yo había nacido al mundo como forastero y ni la cercanía de la muerte había podido curar esta condición mía. Conocía a Dios, pero no su gracia, y mi voluntad no podía acercarme más al Cielo. Por ello caminé a Florencia con el séquito del Papa vestido con la capa de penitente, y sin pedir mi parte de las comodidades que hicieron el viaje más llevadero a un número incluso exagerado de personas.
Después de la vida ociosa, la buena cama y la abundante comida de Ferrara, saludé con alegría los fríos vientos del invierno y el barro de los caminos. Al esforzar mis músculos y pasar frío en los lugares de descanso, recobré algo de la fuerza de voluntad que había perdido. Me supuso un alivio el ver que no me había condenado a la dependencia de la comodidad de una vida normal, sino que al menos dominaba mi cuerpo, aunque no pudiera dominar mi espíritu. Al hacerse mi cuerpo más resistente recobré, asimismo, algo de mi alegría, de forma que otra vez pude reírme y bromear. Cuando los edificios, las torres y las murallas de color siena de Florencia se abrieron ante mí en un magnífico panorama, sentí alegría y curiosidad como si, cambiando de lugar y rodeándome de nuevas vistas y costumbres, hubiese logrado, por fin, huir de mí mismo.
Cuando el Papa Eugenio entró a caballo en la ciudad, todas las campanas se echaron al vuelo y Florencia le rindió un fastuoso recibimiento. Sin embargo, él, serio y sombrío, rechazó los banquetes y se retiró al monasterio de Santa María Novella. No fue hasta la llegada del emperador Juan, del patriarca José y de todo el séquito griego, que tuvo lugar unos días más tarde a mediados de febrero, cuando los alegres habitantes de Florencia tuvieron ocasión de exhibir sus riquezas y competir con Venecia en la esplendidez de los cortejos y en la inmensa variedad de colores de los fuegos artificiales. La vanidad del emperador Juan quedó plenamente satisfecha, pero el patriarca José, tiritando de fiebre y debilitado por el viaje, apenas aguantó sobre los lomos de su mula desde las puertas de la ciudad hasta su residencia.
El cambio desde Ferrara a Florencia significó para mí, al igual que para todos los demás, el traslado de una ciudad provinciana a una metrópoli. La lúgubre e inmensa catedral de Florencia, las terriblemente agrestes murallas de piedra de su signoria, los enormes monasterios y las calles comerciales llenas de gente, pronto nos hicieron sentir que nos hundíamos en esta ciudad tan consciente de su riqueza y del poder mundial de su dinero. En Ferrara, habíamos sentido que el concilio dominaba toda la ciudad y determinaba su estilo de vida mientras permanecimos allí. Aquí, sentimos que Florencia dominaba al concilio, hasta el punto de que incluso la presencia del emperador de Bizancio y del Papa sólo representaban algo pasajero, un aspecto más en la vida cotidiana de la ciudad, que lo absorbía todo y que ofrecía a sus habitantes oportunidades para asistir a fiestas, pero que no les obligaba en modo alguno a renunciar a sus tareas diarias en mil formas diferentes de trabajo y comercio.
En Florencia, uno sentía con angustiosa pesadez el dominio del dinero. Para su signoria y sus banqueros, el concilio era una empresa comercial más entre otras tantas. Lo financiaron con toda la sangre fría, calculando que saldrían ganando por la presencia de la reunión y, simultáneamente, podrían realzar el esplendor de su ciudad y su prepotente posición entre las grandes metrópolis. La idea de la unión de las Iglesias les ofreció la oportunidad de efectuar enormes especulaciones a fin de financiar la futura cruzada. Con el dinero embellecían su ciudad. Con el dinero compraban la absolución de su pecado de usura. Florencia era la ciudad más mundana que jamás había visto.
Una mentira parecida era su república democrática, de cuya libertad estaban tan orgullosos, porque en realidad quien gobernaba Florencia y mandaba hasta en los más mínimos detalles era un solo hombre, el comerciante con más experiencia y más riqueza, Cósimo Médici, quien, en lo exterior, evitaba cuidadosamente todas las demostraciones de poder, pero, sin embargo, incluso los funcionarios más humildes de la ciudad eran correligionarios suyos, y él cuidaba con extremado celo que ninguno de ellos fuera demasiado ambicioso o talentoso, para que no aspirase a un empleo más relevante que el que él se había dignado asignarle. En aquella magnífica ciudad, el rico se sentía rico de verdad y el pobre, muy pobre. Cósimo —o Cosme— consideraba que con el dinero podía comprar hasta los tesoros del espíritu, porque se decía que había contratado a cuarenta y cinco escribanos para dos años a fin de que, bajo la dirección de un rico comerciante de libros, copiasen las más importantes obras de la antigüedad para transformarlas en volúmenes de lujo.
Yo podría haberme quedado obcecado durante mucho tiempo por la espléndida apariencia de su ciudad, ya que no faltaban monumentos para ver y, para un curioso, la vida en las calles ya representaba un espectáculo. Pero me alojaron en un monasterio de los franciscanos y allí entablé conversación con los hermanos, entre los cuales aún sobrevivía en secreto el ideal de pobreza preconizado por san Francisco. A pesar de que hacía decenios que la doctrina sobre la imprescindible pobreza de los seguidores de Cristo había sido declarada una herejía y sus partidarios habían sido perseguidos incluso con las armas, y a pesar también de que las dos órdenes religiosas imperantes en la ciudad, los dominicos y los franciscanos, competían entre sí en la riqueza de sus monasterios y en la opulencia de sus iglesias, entre los de la capa marrón seguía vivo un sentimiento de descontento que desafiaba el juramento de obediencia. Según ellos, el propio Papa debía dar ejemplo de pobreza.
—¡Ay de la Iglesia mundanizada, ay del mercado de las vanidades, ay de la Florencia pecadora! —decían, aunque sólo se atrevían a expresarlo en secreto y a oyentes de confianza. Al darse cuenta de que yo poseía una mente abierta, aquellos pocos monjes piadosos de verdad me abrieron los ojos para que viera la maldición del dinero que pendía sobre Florencia.
Pero yo no hubiera sido joven si no hubiera percibido al mismo tiempo la sombría fuerza de aquella poderosa ciudad, que tenía un descarado placer de vivir y un gran sentido del poder. Cambiaba su dinero a espuertas por la belleza en su alrededor, por la belleza de los edificios, por la belleza de las esculturas y de las pinturas, por la belleza de los libros, por la belleza de la poesía y del pensamiento. Ese principesco Cósimo contrataba para su universidad a los mejores oradores y a los sabios más profundos de nuestro tiempo. Recubría de oro y piedras preciosas las imágenes de los santos. En esta ciudad, todo lo externo, lo terrenal, lo que atraía a la vista y a los sentidos, se volvía importante por sí mismo; era como si las mismas piedras de Florencia hubiesen manifestado: «Sólo vivimos para esta vida, luego hagámosla tan hermosa a nuestro alrededor como podamos». Cuando comenzó la primavera, y se abrieron las flores, algunas veces subía a las colinas que rodeaban la ciudad y, al mirarla desde arriba, me parecía que era la ciudad del príncipe del mundo. Una oscura y tenebrosa pasión por la vida me tentaba y me aseguraba: «Todo esto será tuyo si te arrodillas y me veneras». Las colinas cobraban unos colores encendidos a la luz del sol poniente, la ciudad se envolvía en sombras y, al final, sólo quedaba el color violeta del crepúsculo en las colinas. La pasión por la vida se apoderaba de mí, pero mi conciencia más profunda luchaba contra ella, asegurándome que, con todo su esplendor, aquella maravillosa ciudad era una ciudad de la muerte. Sólo llevaba la muerte en su corazón, al igual que toda la hermosura y la tentación en la vida.
En contra de mi voluntad, en Florencia nació en mi corazón una extraña amargura y desprecio hacia la vida. Es posible que contribuyera a ello el hecho de que allí estaba más solo que en Ferrara, y todos los días tenía que sentir que era el más insignificante entre los insignificantes, sólo en la posición de un sirviente y un mandado. Nada más llegar a Florencia se estableció la severa jerarquía del concilio. Todo el mundo tenía su lugar y su tarea exactos, y todo daba a entender que el Papa Eugenio quería hacer llegar sin demoras a su fin la misión del concilio. Le asistían todas las razones para ello, dado que no paraban los inquietantes rumores procedentes de Basilea informando que el concilio allí reunido seguía, a pesar de la peste, sus descaradas actividades para escindir a la Iglesia, e incluso consideraba la elección de un nuevo Papa. Debido a ello, la unión entre las Iglesias oriental y occidental y el reconocimiento del Papa como cabeza de ambas era la única y definitiva manera para ganar a favor de éste la opinión pública del mundo entero y para evitar la división de la Iglesia occidental.
Al seguir, como escribano, las reuniones y sus amargos debates, vacíos de contenido y destinados a convencer a los inamovibles griegos, me empezó a molestar la duda de dónde estaba la última verdad y de quién tenía la razón. En Basilea, seguía esforzándose, aunque abatida, la verdad de una Iglesia democrática, la de una paz internacional y la de introducir mejoras. En Constantinopla, vivía la verdad mística de la antigua Iglesia. Y en Florencia, la verdad del poder indiscutible del Papa, la de la obediencia y la de la unidad de la Iglesia. El doctor Cusano había hecho su elección con tanta honradez como puede hacerlo un hombre bueno y había obtenido la paz para su alma en la coincidencia de los puntos opuestos. Pero ya no estaba para aconsejarme y aplacar mi arrogante mente con su bondad. Por ello, me empezó a parecer que ya no realizaba mi misión al quedarme solamente como escribano, apuntando opiniones discrepantes que nada en el mundo parecía poder conciliar.
Desde febrero hasta finales de marzo, se debatió públicamente en ocho sesiones el origen del Espíritu Santo. Por parte de los latinos, Juan de Ragusa basó aguda y sabiamente sus argumentaciones sobre el Padre y el Hijo en los escritos de los Padres de la Iglesia griegos. Especialmente los escritos de san Basilio contra Eunomio desempeñaron un importante papel en el debate, pero toda discusión perdió su importancia porque Marco Eugénico interpretó sus palabras de otra manera, además de sostener que la frase sobre el origen del Espíritu Santo era una añadidura hecha posteriormente y una falsificación. Sin embargo, el códice aportado por el doctor Cusano era tan antiguo y original como podía desearse.
Cuando Marco Eugénico mantuvo que san Basilio había escrito expresamente que el Espíritu Santo procedía sola y exclusivamente del Padre, Juan de Ragusa le contestó:
—Con esto, Basilio sólo quiso contestar a los arríanos manifestando que el Espíritu Santo proviene del ser del Padre, con lo cual se refería a la sustancia divina como tal. Luego no argumentó que el Espíritu fuera originario sólo de la persona del Padre.
Para demostrarlo, leyó la cita en la que san Basilio decía textualmente: «Entonces, ¿es necesario que el Espíritu Santo, a pesar de ser el tercero en el rango y en el orden, sea también tercero en cuanto a su naturaleza? Siguiendo el rango después del Hijo, el Espíritu Santo proviene del Hijo».
En la primera ocasión, Marco Eugénico sostuvo que Basilio quiso decir con ello que el Espíritu provenía del ser del Hijo y no de su persona, o sea que tenía el mismo ser que el Hijo. En una sesión posterior manifestó que precisamente estas palabras no eran las originales y envió al escribano del obispo Nicomedes a buscar a la vivienda de éste otro códice para compararlo con el libro que el doctor Cusano había traído desde Constantinopla. El escribano, al hojear el libro a toda prisa en casa del obispo con el fin de encontrar la cita, se percató de que aquel libro contenía también las mismas palabras. Para mejor ver el texto, se había puesto a examinar el libro al lado de una ventana abierta y lo dejó allí para ir a buscar un cuchillo con el que raspar aquellas palabras del pergamino. En su ausencia, el viento volvió la hoja, y el escribano borró otras tres palabras de la página siguiente, en el sitio que se había fijado. Después de llevar corriendo el códice a la reunión, se pudo comprobar que su texto era idéntico que el que el doctor Cusano había obtenido. A Marco Eugénico esto le resultó muy embarazoso pero, sin embargo, dijo de inmediato:
—No niego que en muchos códices lo expresan así, pero mantengo que la añadidura se ha hecho con posterioridad.
El escribano quedó consternado, y empezó a hablar a gritos:
—¡Esto es obra del diablo y de la brujería! ¡Si acabo de borrar yo mismo estas palabras con un cuchillo afilado!
Terminada la sesión le quitamos el códice y, al hojearlo, nos dimos cuenta de que había hecho una borradura en una página equivocada. De esta forma le pudimos demostrar que no se trataba de brujería, ya que, caso contrario, al estar tan seguro en acusarnos de brujería, su afirmación habría echado una desagradable mancha sobre nosotros, los latinos. Estando todos, como estábamos, demasiado asustados por creer que se había producido un milagro incomprensible, nadie le reprochó su estúpido acto.
En consecuencia, no había testimonio que convenciera a Marco Eugénico, y el emperador Juan se cansaba de escuchar tan infructuosos debates. Por fin, y para evitar todo posible mal entendido, Juan de Ragusa manifestó que la Iglesia latina reconocía en todo caso sólo un principio y una razón como origen del Espíritu Santo. Los griegos rompieron a gritar de júbilo, a pesar de que esta misma opinión ya se había hecho lo suficientemente clara en anteriores sesiones. Besarión leyó una cita de la carta de san Máximo en la cual decía: «Aunque los latinos enseñan que el Espíritu proviene también del Hijo, no aseguran que el Hijo sea el origen del Espíritu, ya que reconocen que el Padre es el único origen tanto del Hijo como del Espíritu».
—Si es así —dijo el emperador Juan—, si reconocen que esta carta refleja correcta y exactamente su doctrina, entonces no veo impedimento alguno para la unión de las Iglesias.
Marco Eugénico quería decir algo, pero el emperador le mandó callar. Como no obedeciera, el emperador le invitó a que abandonara la sesión, y el arzobispo de Heraclea le siguió, en un acto de solidaridad. No obstante, los demás griegos mostraron tanto interés por la unión de las Iglesias —seguramente para complacer a su emperador— a base de la doctrina contenida en aquella carta, que, naturalmente, despertaron suspicacias entre los latinos, y la sesión fue aplazada. Por voluntad del emperador, Marco Eugénico no se presentó a la sesión siguiente, en la que Juan de Ragusa, como manifiesto final de la Iglesia latina, presentó esta explicación:
—«Reconocemos al Padre como el único principio y origen del Espíritu Santo. Así, el Hijo no obtiene aquel Espíritu de sí mismo, sino del Padre. En cuanto al Espíritu, la capacidad del Hijo proviene del Padre. De la misma manera que, según la Biblia, el Espíritu es Spiritus Filii, así emana también del Hijo como un aliento».
Éste era un detalle que los griegos no quisieron aprobar ni en ausencia de Marco Eugénico. Por este motivo se requirió una nueva sesión, durante la cual Juan de Ragusa habló hasta la tarde, provocando el amargado comentario del pacífico Isidro:
—Cuando uno solo habla durante todo el tiempo, es natural que gane. Nosotros, los griegos, todavía tenemos mucho por decir, pero esto lo vamos a dejar para exponerlo una próxima vez.
Un par de días más tarde, los griegos partidarios de la unión llegaron en completa paz a la iglesia de san Francisco para estudiar los códices en los que los latinos basaban sus argumentaciones; pero, en aquellas fechas, el Papa Eugenio consideró mejor suspender los debates públicos, ya que era evidente que no llevaban a ninguna parte con suficiente claridad. Se había puesto en evidencia que no se discutía tan sólo una palabra, sino que la doctrina griega difería realmente y teológicamente de la de la Iglesia católica, dado que la mayoría de los griegos no querían reconocer que el Espíritu Santo provenía también del Hijo.
Así habíamos llegado hasta la Pascua florida, y el lunes de la Semana Santa el patriarca José llamó a los griegos a su residencia y les exigió que decidieran si era posible alcanzar la unión antes de Pascua o si había que volver a casa y abandonar el intento. La discusión entre ellos no tardó en subir de tono, hasta el punto que resultaba fácil seguirla desde la calle.
—¡Antes me muero que me convierto en un latino! —gritó alguien.
A lo que contestó Isidro:
—Nosotros tampoco pensamos convertirnos en latinos, pero también los padres de la Iglesia oriental enseñan que el Espíritu proviene del Hijo. Por ello es justo unirse en este asunto a la doctrina de la Iglesia latina.
—¡Los latinos son unos herejes! —gritó Marco Eugénico—. ¡Es imposible unirse a ellos si no eliminan la palabra filioque de su credo!
Besarión contestó, irritado:
—Entonces, ¿también acusas de herejía a los Padres de la Iglesia griegos que han enseñado lo mismo?
En la furia de su enfado teológico, Marco Eugénico chilló:
—¡Claro que han sido herejes o, si no, sus escrituras han sido falsificadas posteriormente!
El patriarca José, hombre viejo y enfermo, se sintió tan dolido por estas palabras que empezó a llorar, e incluso muchos partidarios de Marco Eugénico admitieron que éste había llegado demasiado lejos. Sin embargo, no alcanzaron decisión alguna y ni el propio emperador logró convencer a los oponentes. Debido al choque emocional, el patriarca enfermó tan gravemente que la víspera de la Pascua hubo que administrarle la extremaunción. En vez de celebrar la ceremonia religiosa de la Pascua, los contrarios a la unión decidieron unánimemente huir de Florencia, pero fueron detenidos en las puertas de la ciudad, ya que el emperador había prohibido mucho antes la salida de cualquier griego que fuera a caballo.
La verdad es que fue una Pascua muy sombría. Nadie pensaba en el calvario y en la resurrección de Jesucristo, y los griegos ya no se besaban. Después de la Pascua y de esperar inútilmente la muerte de su patriarca, se reunieron por orden del emperador y decidieron enviar un escrito al Papa, entre los portadores del cual obligaron a que figurasen Besarión e Isidro. Decía el escrito:
Los debates no nos llevan a ninguna parte. Si existe alguna otra posibilidad para unir las Iglesias, infórmenos de ella. Tenemos a favor nuestro siete sagrados concilios, que son suficientes para demostrar la justificación de nuestra causa.
Profundamente afligido y conmocionado, el Papa Eugenio presentó, como último recurso, la propuesta de que todos los participantes manifestaran abiertamente y bajo juramento su verdadera fe y que la opinión de la mayoría conformaría la decisión final.
Por supuesto, los griegos no estuvieron de acuerdo con esto, pero Besarión les pronunció un discurso a favor de la unión, discurso que duró dos días y que fueron a escuchar también muchos latinos.
—Todos amamos la paz y la unión de la cristiandad —dijo—. Sólo discrepamos en la manera de alcanzar esa unión. En sus tiempos, los latinos rompieron la unión añadiendo la palabra filioque en el credo. El único que hubiera podido realizar semejante añadidura hubiera sido un concilio conjunto. Por ello hemos acusado a menudo a los latinos, e igualmente a menudo ellos han pedido perdón por su modo de actuar. Sin embargo, ahora la situación es diferente. Tenemos reunido un concilio general y común, y los latinos han explicado su postura con todo detalle. Por eso será culpa nuestra si no somos capaces de unir las Iglesias. No es suficiente gritar simplemente «No queremos la unión», sino que debemos examinar lo que es verdad en las argumentaciones de los latinos y lo que no lo es, y cómo podemos alcanzar la unión.
Después de esto, y tras una breve pausa, prosiguió:
—El Espíritu Santo dirigió a los Padres de la Iglesia. Por este motivo, sus escrituras no pueden estar en conflicto doctrinal entre sí. Esto es lo que manifestó expresamente el séptimo concilio general. Los Padres de la Iglesia orientales dicen: «El Espíritu Santo proviene del Padre o del Padre a través del Hijo», y los latinos: «Del Padre y del Hijo». Sin embargo, estas doctrinas no son contradictorias, ya que ningún Padre de la Iglesia griega afirma taxativamente: «El Espíritu no proviene del Hijo». Además, aunque parezca que los Padres de la Iglesia estén en un aparente conflicto entre ellos, deben armonizarse sus manifestaciones entre sí, ya que incluso la Biblia contiene contradicciones aparentes. Para entender correctamente a los Padres de la Iglesia que han hablado con poca claridad, hay que referirse a los que han dicho más explícitamente la misma cosa. Si los latinos hubieran hablado con más claridad, deberían buscarse las explicaciones en sus manifestaciones, pero la verdad es que tanto los Padres de la Iglesia griegos como los latinos han expresado la verdad con suficiente claridad.
Luego demostró amplia y detalladamente que esa verdad era la de que las expresiones «del Hijo» y «a través del Hijo» significaban lo mismo. Era incorrecto y descabellado explicar como simples falsificaciones las manifestaciones de los Padres de la Iglesia griegos sobre esta materia.
—Sólo la unión puede salvar de la destrucción a nuestro reino —añadió—, pero la unión no es tan sólo una necesidad política, sino también moral, dado que, en realidad, la unión religiosa ya existe.
Después de Besarión hizo uso de la palabra un monje miembro del séquito del emperador, Georgios Scholarios, que habló con entusiasmo a favor de la unión.
—Todos los que llevan el nombre de cristianos —dijo— deben estar de acuerdo en su verdadera fe. Ésta ya es razón bastante para que intentemos lograr la unión, únicamente la unión y la ayuda occidental que ella conlleva pueden salvar a nuestra patria, tan asediada por los turcos. El Occidente está más cerca de nosotros que el bárbaro e incivilizado Oriente. Ganamos más aliándonos con el Occidente que con los turcos. Por fin, hemos reunido un concilio ecuménico. Por este motivo, debemos intentar sinceramente alcanzar una verdadera unión y no una de apariencias, ya que una unión aparente no nos sirve de nada ni es merecedora de tantos sacrificios y gastos. No podemos esperar que los latinos borren nada de su credo en contra de su convicción, porque el tiempo y tantos hombres santos les han consagrado aquella añadidura. Los padres de la Iglesia están de acuerdo sobre el origen del Espíritu Santo, y la expresión «del Hijo» ya está implícita en la expresión de nuestro credo «del Padre». Para expresar nuestra común y unánime doctrina, sólo hace falta encontrar una forma literaria que ambas partes puedan aceptar sinceramente.
Estos discursos enternecieron las mentes de muchos griegos, que, después de negociar con los cardenales enviados por el Papa, accedieron a elegir un comité de diez miembros para buscar el medio de alcanzar la unión. Los latinos debían nombrar su propio comité, y si las conversaciones mutuas no llevasen ni de esta forma a ningún resultado, los griegos se considerarían libres para abandonar Florencia.
En las conversaciones, los griegos requirieron a los latinos que reconocieran la forma «del Padre a través del Hijo», la cual los latinos no pudieron aceptar de ninguna manera, ya que habría contenido la idea del Hijo como un mero medio y, quizá, la de dos acontecimientos diferentes. Después de varias reuniones, los latinos presentaron por escrito, y como manifiesto suyo, la siguiente comunicación:
Dado que los griegos sospechan que nosotros incluimos en la Santísima Trinidad a dos principios y a dos seres, lanzamos un anatema contra los que enseñan y reconocen dos principios y dos seres o esencias. Nosotros reconocemos un solo principio: la energía y la fuerza creativa del Padre y del Hijo, y no decimos que el Espíritu proviene también del Hijo como si con ello nos refiriésemos a otro principio y a otra esencia, o como si el origen del Espíritu Santo estuviese en el Hijo. Nosotros reconocemos un solo origen para la divinidad, que es el Padre. Sin embargo, al hablar de una sola actividad, no queremos significar con ello que el Padre y el Hijo sean la misma persona, sino que enseñamos la religión a base de dos personas y una sola fuerza creativa y una sola actividad, cuyo resultado proviene de la esencia y de la persona del Padre y del Hijo. La añadidura en el Santo Credo se ha realizado a fin de evitar los errores encaminados a establecer una diferencia de tiempo entre el Padre y el Hijo. El que niega que el Espíritu proviene también del Hijo afirmando que es oriundo únicamente del Padre, argumenta sin duda que habría habido un tiempo en que el Hijo todavía no existía. Pero si dicen que el Espíritu proviene solamente de la persona del Padre, separan la persona de la esencia, lo cual sería irracional.
Este manifiesto produjo discusiones de varios días entre los griegos sobre la diferencia entre decir «del Hijo» o «a través del Hijo». Al final accedieron a dar una respuesta por escrito, en la que reconocieron que el Espíritu Santo provenía asimismo del Hijo, pero expresada con palabras tan torcidas y poco claras que los latinos no pudieron aceptar el texto. Un escribano griego, a cambio de un regalo en forma de dinero, reveló al cardenal Cesarini que los griegos habían decidido en secreto formular su respuesta de tal manera que su texto se refiriera tan sólo a la actividad temporal, de manera que no se podía considerar que el Hijo emitía de sí el Espíritu Santo en el tiempo. No querían reconocer la emanación o radiación eternas del Espíritu.
Cuando el doctor Segundino empezó una paciente búsqueda en las enciclopedias y en los compendios, a fin de hallar una explicación exacta de las palabras scaturire y profluere para investigar si podían corresponder a la palabra procedere, me impacienté y pregunté, con el ímpetu de mi juventud:
—¿Cómo pueden imaginarse incluso los más sabios eclesiásticos que sean capaces de expresar en palabras el misterio de la divinidad? ¡Las contradicciones de los Padres de la Iglesia, e incluso de la Biblia, demuestran que esta cuestión está por encima del entendimiento humano y es así como debe ser, porque si Dios estuviera al alcance de la razón del hombre y se pudiera expresar con palabras, ya no sería Dios!
El doctor Segundino levantó su inmensamente melancólica cara de caballo hacia mí y me dijo:
—Hijo, no tienes humildad… ¿Acaso no es la mayor de las humildades —prosiguió— el hecho de que los hombres más sabios de nuestros tiempos se dobleguen a gastar su tiempo y sus pensamientos, sus conocimientos y su voluntad, a fin de encontrar una expresión mutua y aceptable para lo que podemos saber de Dios, a pesar de que todos reconocen la falta de su entendimiento y los errores en las escrituras en cuanto a este asunto?
—La humildad brilla por su ausencia en esta reunión —le respondí—. Lo que domina es la injusticia, los procedimientos tortuosos, las palabras rebuscadas, el debatir por el mero placer del debate, el engaño sin paliativos y el soborno con dinero. Y no menciono el odio ni las blasfemias, el rencor ni la envidia, porque ya han sido el pan nuestro de cada día durante más de un año.
El doctor Segundino dijo:
—Debería pegarte en la boca y echarte de nuestra compañía por tus descaradas palabras. Sin embargo, con ello no ganaría nada ni te curaría. Sí dices la verdad, pero sólo en parte. De todo lo que acusaste a la reunión es sólo algo humano, incompleto, debilidad de carácter, aspectos que están inseparablemente unidos a toda actividad humana. Pero aunque falle el carácter, la voluntad puede ser buena, y tú no tienes derecho a dudar de la buena voluntad de los demás.
Me tocó un hombro afectuosamente y siguió diciendo:
—La Iglesia debe saber qué doctrina está predicando. Tú, ingrato, por gracia y sin méritos propios puedes presenciar la definitiva aclaración de la más grande e importante cuestión de todos los tiempos y su sintetización en palabras en la forma más exacta y comprensible. No obstante, te fijas en las nimiedades creyendo que la reunión se ha estancado y que va de una oscuridad a otra mientras que, sesión tras sesión y debate tras debate, avanzamos hacia una claridad cada vez mayor. Yo también creía antes saber y entender mucho y, sin embargo, he comprendido aquí lo confuso, rudimentario e insuficiente que era mi conocimiento de la Santísima Trinidad. Donde tú sólo ves debilidad humana, allí veo yo la humildad y la valentía más grandes, y la Iglesia eterna, santa y una se me antoja más majestuosa cada día.
Le miraba sin poder creer a mis oídos y me invadió una sensación de impotencia como si hubiésemos hablado en distintos idiomas, de forma que no pudiéramos entendernos. Mi arrogancia se apagó y me sentí tan triste que, con lágrimas en los ojos, apilé mis libros y mis papeles, saqué punta a mis plumas para el día siguiente y cerré el cuerno de tinta como si no tuviera que volver a entrar jamás en la sala de los traductores. El doctor Segundino no dijo nada más; se limitó a observarme con mirada preocupada y llena de reproche hasta que cerré silenciosamente la puerta detrás de mí, atravesé el patio y salí a la calle con el sentimiento de haber recibido una inmerecida paliza. Anduve hasta la orilla del río y miré las amarillas aguas, ya apaciguadas después de las torrenteras primaverales. Intentaba poner en claro qué deseaba de verdad y adónde quería llegar.
Había trabajado mucho, mis conocimientos de idiomas habían aumentado, mi caligrafía había mejorado y había leído tantas escrituras de poetas y filósofos como el tiempo me lo había permitido. Conocía de memoria pasajes enteros de Homero y había leído en griego el Nuevo Testamento. Me vestía de una manera razonable, me hacía cortar el pelo regularmente y frecuentaba los baños. Sabía callarme cuando no me convenía hablar, pero también sabía hablar con mis iguales tan bien como los demás. Era solitario, pero mi soledad era en gran parte culpa mía puesto que amaba más los libros que una alegre compañía. Verdaderamente, por la gracia de Dios y sin merecerlo yo, había podido viajar y aprender más de lo que habría podido ni siquiera imaginarme durante mis vagabundeos. También había experimentado bastante el amor, a pesar de que había sido incapaz de recibirlo. ¿Por qué era tan ingrato y estaba tan poco contento como si hubiera sufrido una lesión en el alma, aunque mi cuerpo fuera impecable?
En mi andar meditabundo había llegado hasta el Ponte Vecchio y me paré a mirar las tiendas de los orfebres a las dos orillas del río, y otras en las que se vendían objetos decorativos, telas de seda y brocados, imágenes de santos y medallas benditas. Estaba mirando todo aquel lujo y riqueza sin ver nada efectivamente, y una leve brisa trajo hacia mí el aroma del incienso, de los árboles en flor y del encenagado río. En mi corazón no sentía más que una indescriptible orfandad y una gran soledad en el mundo. Con un estremecimiento, como si hubiera visto una aparición, caí en la cuenta de repente y con un dolor abrasador de que mi orfandad era el precio que tenía que pagar por mi libertad. Si no quería atarme a nada, debía resignarme a pagar por ello este amargo precio, sin ninguna clase de autocompasión.
Sin advertirlo, había tomado de uno de los mostradores callejeros una imagen de la Virgen Santa, bellamente pintada sobre marfil. El tendero, que observaba con suspicacia desde la puerta de su establecimiento el mostrador que tenía en la calle, se me acercó, me quitó la imagen de la mano y volvió a depositarla cuidadosamente en el mostrador. Al ver las lágrimas en mis ojos se sorprendió y me dijo amablemente:
—También tengo imágenes baratas, fundidas en plomo, muy bonitas e igualmente bendecidas. En serio, te puedo vender una a muy buen precio para que no se dañe mi suerte de comerciante.
En aquel momento se paró a mi lado una mujer vestida de monja, tomó aquella imagen en sus manos, la examinó y preguntó lo que costaba. El comerciante, solícito, empezó a atenderla y yo me volví para marcharme sin mirarla más. Sin embargo, al cabo de un rato, cuando ya estaba al otro lado del puente, ella vino detrás de mí llevando aquella valiosa imagen y me la ofreció al tiempo que me decía:
—No llores más, piadoso muchacho. Para hacer una buena obra te regalo esta imagen bendita.
Hasta entonces no me fijé en ella, y observé que era una mujer de mediana edad y muy fea, y estaba lejos de ser una monja que hubiera tomado los hábitos. Sólo llevaba la toca y la capa de monja, pero por lo demás iba vestida con ropas multicolores, y del esquelético cuello, de las muñecas y de los bordes de la toca colgaban diferentes imágenes de santos, baratas y caras, en tal cantidad que producían un tintineo cuando andaba. A unos pocos pasos detrás de ella la seguía una joven esclava negra que portaba una cesta y por ello adiviné que, a pesar de su extraño atuendo y de su comportamiento, debía de ser una mujer rica y quizás incluso aristócrata. Insistía en depositar la imagen en mis manos, me miraba con ojos angustiados, y repitió:
—No llores más. La imagen es tuya.
Varias personas se habían parado para observarnos y algunas comenzaron a reírse y a señalarme con el dedo.
—No lloraba por la imagen —le dije apresuradamente—. En efecto, no lloraba en absoluto. El comerciante se equivocó. Ni siquiera soy piadoso y no quiero esa imagen.
La obligué a tomarla de nuevo y me escapé medio corriendo de aquella loca. Una vez alejado de la multitud y tranquilizado para seguir andando a lo largo del río, oí un tintineo detrás de mí y, ¡de verdad!, allí venía aquella maldita mujer pidiendo con la mano extendida que me detuviese.
—Me has quitado mi buena obra, muchacho ingrato —exclamó—. Y no me niegues que estabas llorando, porque vi lágrimas en tus ojos, lo cual me llenó de tanta ternura que hasta mi cuerpo temblaba por tamaña religiosidad. Eso, para mí, era la señal para hacer una buena obra.
Me tomó de un brazo, me paró, y continuó diciendo:
—Además, te conozco; muchas veces te he visto entrar y salir del monasterio de los franciscanos. Entonces no me rechaces esta buena obra, para la cual recibí una clara señal.
Volvió a poner a la fuerza en mis manos aquella ovalada imagen pintada sobre marfil, y me miró a la cara con tanta devoción como si solicitara mi agradecimiento. La piel de su cara era gris, llena de hoyitos y sin vida, como si hubiera tenido la viruela, pero sus ojos eran oscuros y angustiados; parecía que me estuviera solicitando la absolución. Al pensar en su atuendo, edad y apariencia, no pude sospechar que tuviera otra intención que la que me decía. Por ello procuré hablarle amablemente al decirle:
—Se equivoca en cuanto a mí. No puedo aceptar un regalo tan valioso de una desconocida. De verdad, no lloraba por causa de la imagen. Tenía otras razones para estar triste. Por lo tanto, le pido con toda amabilidad que me deje en paz antes de causarme perjuicios.
Mirándome con ojos hambrientos, me contestó:
—Soy fea, pero no mala. No tengas miedo de mí. Yo también tengo mis tristezas y por ello, y a falta de mejor remedio, me compro el consuelo haciendo buenas obras.
La joven esclava se nos acercó y dijo, en tono desdeñoso:
—No tienes por qué temerla. Es la piadosa señora Ghita, y vivimos al lado del monasterio de los franciscanos. Seguro que no perderás nada si la sigues.
Aquella señora Ghita miraba a su alrededor mientras me sostenía firmemente de una manga, y dijo:
—Sí, sí, no perderás nada si me sigues. Por tu causa me he alejado mucho de las calles seguras y, en consecuencia, es sólo justo que me acompañes hasta mi casa como un caballero decente.
La verdad es que no había manera de deshacerse de ella y pensé que sería más sencillo despedirla acompañándola a su casa y dejándola allí. Empecé a caminar a su lado y ella intentó entretenerme señalando edificios y a gente que pasaba y riéndose de vez en cuando por lo bajo cuando veía algo que le parecía divertido. En mí se iba reforzando la opinión de que estaba un poco loca, y no pude evitar el sentir compasión hacia ella por buscar mi compañía con el mismo ahínco y solicitud que un perro vagabundo. A pesar de la fealdad de su cara no era desagradable, porque sus oscuros ojos reflejaban algo más de lo que podía intuirse por su comportamiento, su absurdo atuendo y sus locas palabras. Le pregunté por qué vestía el hábito de monja aunque no lo fuera. Profiriendo un contenido «ji, ji» me explicó, solícitamente:
—Para engañar a la muerte, mi querido y amable joven. Donde sea que me sorprenda la mala muerte repentina, me moriré llevando la capa de san Francisco. Es un secreto a voces que, una vez al año, baja al purgatorio para recoger a los suyos. Me he comprado un derecho particular para usar esta capa y me mudé cerca del monasterio para llevar una vida piadosa aunque no sea monja. La fuerza del dinero es una maravilla; me permite gozar de todas las ventajas de una monja de clausura sin tener deberes algunos.
Mientras andaba, se paraba para dar limosnas a los mendigos, recogía con avaricia sus bendiciones y les reprochaba por su ocio. Había niños que correteaban detrás de nosotros, y mucha gente que encontramos la saludó profiriendo una risita, pero respetuosamente. Al fin, llegamos a un edificio de un lúgubre color gris. Su única ventana, que daba a la calle, estaba protegida por una reja. La mujer llamó malhumoradamente a la sólida puerta y un fornido sirviente acudió para abrirla. No mostró ningún asombro al verme; se limitó a agarrar la cesta de la esclava y a cerrar la puerta con llave.
La señora Ghita me llevó a una espaciosa estancia que daba a la calle y que estaba llena de imágenes de santos, reliquias y toda clase de chucherías, como una tienda de compraventa. Las paredes eran unos desnudos muros de piedra y de cama servía una sencilla litera de madera con el fondo de cuerdas tejidas.
—Ésta es la celda monacal de mi soledad —me dijo con una risita, enseñándome cómo, desde su asiento, podía observar a través de las rejas la vida de la calle, hablar con los amigos y bendecir a los transeúntes.
—Cuando rezo —me dijo, orgullosamente—, muchas veces se para todo el tráfico de la calle porque la gente se queda escuchando, y muchos me piden que rece por ellos porque sé rezar mejor y en voz más alta que otras mujeres.
Me iba enseñando las reliquias, aunque no se acordaba siquiera de qué eran algunas de ellas. Pero, cuando empezó a abanicarse con una pluma de cola de gallo, afirmando que la había comprado como la pluma del ala de un ángel aparecido a un beato, no pude contenerme y le dije:
—O es usted una mujer muy astuta, señora Ghita, o está mal de la cabeza. En todo caso, no quiero saber nada de usted.
Como si no se diera por enterada, seguía con sus risitas y me llevó a las otras habitaciones de la casa. Si la estancia de las reliquias me había asombrado, más asombrado me quedé al ver el comedor, decorado con un lujo desbordante, y la cama de varios colchones protegida con cortinas de terciopelo que tenía en la alcoba. En la enorme cocina trabajaba una gorda y sudorosa cocinera, de las vigas colgaban manojos de hierbas aromáticas, jamones y embutidos, al igual que en la mejor de las posadas. Los criados tenían cada uno su propia habitación. Por fin, me llevó a un patio rodeado de altos muros donde había árboles frutales y una fresca caseta para vivir en tiempo de calor.
—¿Quieres comer conmigo la sopa boba de una olla de barro? —me preguntó—. ¿O prefieres carne de ave en plato de plata y con salsa de pimienta? Tú eres el que elige y no tienes más que mandar.
Le contesté que de ningún modo había venido para comer con ella. Sin embargo, su extraña vida me inspiraba tanta curiosidad que añadí, acto seguido:
—Ya tengo bastante sopa boba en el monasterio.
Acabando con sus estúpidas y fingidas risitas, soltó una franca y alegre risa, me miró con ojos perfectamente razonables, y dijo:
—Me agradas porque no finges piedad. Muchos monjes y eclesiásticos han venido a mí para sacar provecho, contentándose con una taza de sopa y creyendo que de esta manera me testimoniaban su piedad. La comida y la bebida no pueden testimoniar la piedad. Es una mera tontería prestar atención en si una persona duerme en colchones de plumas o sobre una cama de cuerdas tejidas. Yo como lo que se me antoja y yazgo como quiero y nadie me lo puede criticar. Que me crean loca si así lo desean; tanto mejor para mí.
—No está loca, señora Ghita —le dije—. Al menos, yo no lo creo. Entonces, dígame, ¿qué es usted?
Me miró a los ojos larga e inquisitivamente con los suyos, tan oscuros. Sintiendo un estremecimiento noté que sus ojos eran bonitos, como si la fealdad sin vida de su rostro hubiera resaltado especialmente su hermosura.
—Soy el bufón de Dios —contestó por fin, y tan seria que parecía sentirse obligada a confesarme más de lo que realmente deseaba.
Al cabo de un momento empezó a hablar con un fervor que me pareció estar destinado a convencerme:
—Los reyes y los príncipes tienen sus bufones, los cuales, con sus ocurrencias y exageraciones, les revelan cuán absurda y enrevesada es la vida. ¿Por qué Dios no podía tener un bufón que le revelase cuán absurda y enrevesada la gente ha hecho su religión? ¿No comprendes? Mi celda de monja, mi manera de vestir, mis vociferantes rezos, son una bufonada para, al menos, divertir a Dios, ya que no sé hacer otra cosa. Es verdad, Dios ríe en mí cuando agito una pluma de gallo ante las narices de un eclesiástico que hace unas piadosas reverencias con la cabeza, creyendo que procede del ala de un ángel, pero tú no caíste en esta trampa.
Me miró. Una angustiada pregunta le brillaba en los ojos:
—¿Quién eres tú? ¿Por qué temblé hasta las rodillas al ver las lágrimas en tus ojos? ¿Por qué no quieres aprovecharte de mí y de mi locura como todos los demás? Si hubieras querido sacar provecho, habrías aceptado aquella estúpida imagen. ¿O serás tal vez el más astuto de todos y quieres aprovecharte de mí todavía más que los otros?
—Ha sido usted la que me ha arrastrado por la fuerza a esta absurda casa suya, una vez que despertó mi curiosidad —le contesté—. Es inútil entablar amistad entre nosotros si cree que sólo intento aprovecharme de usted, al igual que los demás. Supongo que tiene sus razones para sospechar de todo el mundo, pero en este caso es mejor que me vaya en seguida y no me quede a comer con usted.
No obstante me quedé y creo que ella tampoco me habría dejado marchar. A petición suya le hablé honradamente de mi vida y de mí mismo todo cuanto pude, porque algo en su mirada me obligó a ser sincero; además, con mentiras y embellecimientos no habría ganado nada ante una mujer tan extraordinaria como ella.
—Como ve, sólo soy Juan, un escribano —le dije para terminar—, el traductor más humilde del concilio, por gracia y sin méritos propios. Mis conocimientos representan para mí solamente tristeza, y no fue por otra causa que la de mi soledad por la que lloraba en el puente de los orfebres, dado que soy un forastero en el mundo sin ser ciudadano del cielo. Ahora que le he contado tantas cosas de mí, cuénteme usted, señora Ghita, cómo ha llegado a convertirse en el bufón de Dios.
—Comamos primero y, para acompañarme, toma conmigo un poco de vino para que comprendas mejor —me respondió.
Al cabo de un rato, después de comer, me contó:
—En mis tiempos fui una hermosa mujer, aunque quizá te cueste creerlo al mirarme ahora. Además, pertenezco a la rica familia de los Bardi, lo cual también te será difícil de creer al verme con estas quincallas de bufón tintineando en mis ropas. La misma enfermedad que en pocos días mató a mi marido y a mis dos hijos pequeños, me afeó la cara y me hizo entender que ni la mayor riqueza podía proteger al ser humano contra los caprichos de Dios. Antes de estas pérdidas sólo era una mujer corriente, descuidada, ni mejor ni peor que las demás. La desgracia me hizo reflexionar, a pesar de que mis familiares me consideraron una demente durante muchos años y me trataron como a tal. Seguramente habrían logrado despojarme de mis bienes y me habrían puesto bajo custodia, pero mi desgracia me hizo ser más astuta que ellos. Donando grandes sumas al monasterio de los franciscanos y presentándome como una mujer un poco ida, pero piadosa, gané la protección de la Iglesia y la libertad de vivir como quería. La codicia de la Iglesia y la de mi familia me protege mejor que jamás me podría proteger yo sola. Mi fortuna es tan grande que ni la una ni la otra puede permitirse el romper conmigo.
Me tomó de una mano y continuó, tras una pausa, mirándome intensamente a los ojos:
—Hasta la fealdad de mi cara me protege, ya que gracias a ella mi familia se cree que no volveré a casarme, aunque no crean del todo en mi promesa. No querían que ingresara en un monasterio para asegurar así mi soltería, porque temían que los monjes me persuadieran a testar mi fortuna a favor de la Iglesia. Poseo muchas tierras y tengo dinero en las empresas de la banca, por el cual recibo cada año un regalo, del siete, del quince, y a veces hasta del treinta por ciento. Mi familia no me puede confiscar estos ingresos mientras mantenga intacto el patrimonio, y con los ingresos recibo cada año un certificado por escrito asegurando que se trata tan sólo de un regalo y no de intereses, con lo cual no pongo en peligro la salvación de mi alma. Tengo mucho cuidado con estos detalles, a pesar de que, naturalmente, es parte de la misma bufonada, como todo el resto. Además, mantengo a mi familia de buen humor, repartiéndole de vez en cuando algo de mis ingresos, y conservo el favor de la Iglesia con mi comportamiento ejemplar y con nuevas donaciones. Sin embargo, comprenderás que mi piedad es un sarcasmo, como lo son estas tintineantes imágenes de santos en mis ropas.
Cuando hubo terminado, le dije:
—Supongo que eres una mujer demasiado rica para que podamos ser amigos.
A lo que me contestó rápidamente:
—No, no, lo único que hace el dinero es garantizar una vida fácil y confortable, pero no se puede comprar con él nada real. Estaría loca si me engañara creyendo que con dinero podría comprar la absolución de mis pecados y salvar mi alma de los sufrimientos del purgatorio. Aquí, sentada a tu lado, soy en realidad mucho más pobre que tú. ¡Si sólo soy una mujer fea, vieja y cansada de mí misma, que no tiene otra diversión que las interminables bufonadas de la vida!
—No eres tan fea como te crees —le contesté—. Tus ojos son los más bonitos que hasta hoy he visto en un rostro humano, y supongo que todavía no has cumplido los cuarenta años.
La mujer empezó a temblar, retiró la mano y exclamó con voz rota:
—¡Tú también, Judas!
Pero, pronto se echó a reír, sin alegría, y dijo:
—Sí, sí, claro, ¿cómo habría podido esperar más? Sin embargo, si eres Judas, voy a buscar en seguida treinta monedas de plata. No, treinta monedas de oro te daré si me besas, si es que parezco tan atractiva a tus ojos.
Se levantó con un gesto salvaje y abrió, con manos temblorosas, un cofrecito, del que echó dos puñados de monedas de oro delante de mí en la alfombra, para incitarme a andar a gatas por el suelo recogiéndolas y para poder burlarse de sí misma con una amargura todavía mayor.
—Con mucho gusto te besaré si eso te consuela —dije—. Pero no te besaré por tus dineros, ni te lo imagines. Te besaré porque eres el bufón de Dios y la mujer más inteligente y valerosa que jamás he encontrado en mi vida. Te besaré para darte las gracias, ya que has sido tan sincera conmigo y me has enseñado más aspectos sobre el ser humano de lo que podía esperar.
—No te acerques —dijo, temblorosa, intentando detenerme con las manos. Yo la abracé, le besé la pálida boca y también le besé tiernamente los ojos, hasta que sentí el cálido y salado sabor de sus lágrimas. Supongo que nunca me había encontrado tan cerca de un auténtico amor como cuando besé a aquella mujer que casi me doblaba la edad y que era fea y ridícula.
Cuando la solté se sentó rápidamente, como si se le doblasen las rodillas. Al cabo de un momento, sin mirarme, me dijo secamente:
—Recoge tu dinero, te lo has ganado de sobra.
Di una fuerte patada a la alfombra y envié parte de las monedas contra la pared.
—Créeme, Ghita, aunque me rogases de rodillas que me llevara algo de tus riquezas, nunca aceptaré de ti ni una moneda de cobre ni el regalo más pequeño. Así de insignificante es para mí la riqueza. ¿No puedes comprender que te ofrezco mi amistad por ti misma, porque te admiro como persona, y como mujer tampoco me pareces desagradable? Consuélame tú en mi soledad y yo te consolaré en la tuya. Creo que, como seres humanos, podemos hacer este poquito en bien mutuo, ahora que nos hemos encontrado.
Se le escapó un desgarrador sollozo y me gritó, con los ojos negros de dolor:
—¡No es verdad! ¡Tú me mientes como todos porque soy rica!
—Si tu riqueza te representa de verdad tamaño sufrimiento —le contesté—, te has encerrado en el infierno por ella.
Se levantó de un salto, adoptó una posición rígida y me dijo altivamente:
—Mi infierno es mío y te equivocas mucho si te crees que he sido sincera contigo, pequeño bufón. Eran tu hermoso rostro y tus rectas extremidades los que me indujeron a intentar conocerte, y ya antes de encontrarte en el puente había decidido comprarte para mi entretenimiento, puesto que no tengo razón alguna para huir de las tentaciones. No serías el primero ni el último que me haría por dinero lo que yo quisiera, a pesar de mi fealdad.
Sin embargo, esas palabras no me engañaron.
—Tú no eres así. Si lo fueras, me habrías manejado con más habilidad. Quizás ambos tengamos la misma sensación, como si en cada momento que pasa después de encontrarnos sintiéramos que nos conocemos cada vez mejor, como si nos hubiéramos visto y conocido en el pasado. Tal vez sea mi soledad la que me hace pensar así, y a lo mejor no es verdad en absoluto. No obstante, podrías ser mi madre desconocida o mi hermana a la que nunca vi, de tan tiernamente y sin malos pensamientos como te quise besar hace un instante para consolarte en tu soledad. Me resulta fácil hablar contigo, no me siento extraño en tu compañía y, al confiarme tu condición de bufón, me has liberado de sentir pena por mí mismo, porque tu dolor es más grande que el mío.
Le dije palabras bonitas y tranquilizantes sin pensar mucho en lo que decía, para hacerle olvidar sus riquezas e intentando convencerla de que, verdaderamente, sólo buscaba su amistad. Al fin, me creyó porque quiso creerme y extendió una temblorosa mano para tocarme una mejilla.
—Si lo que dices es verdad —dijo—, es un milagro que no he merecido, después de haber endurecido mi corazón para convertirme en bufón. Por otra parte, si me mientes, tu mentira es piadosa y no creo que con ella quieras hacerme daño. Sin embargo, vete ya, porque me has perturbado más de lo que creía poderme perturbar ya a estas alturas. Pero no te vayas para siempre. Vuelve aquí cuando quieras.
Me acompañó hasta la puerta buscando apoyo en las paredes como si las piernas le fallasen. Al lado de la salida, volvió a soltar risitas a su demente manera, como para burlarse de sí misma y hacerse desagradable a mis ojos. Me indicó, gesticulando, que tenía que irme. Al día siguiente, cuando pasé por delante de su casa, vi cómo algunos portadores, niños y amas de casa se habían reunido al lado de su enrejada ventana para escuchar los rezos que ella pronunciaba en altísima voz. Aquellos rezos no contenían nada malo ni blasfemo, pero los interrumpía a menudo con sus risitas, mientras tiraba monedas de cobre por la ventana. Después de pasar por delante de la casa me paré para preguntar sobre Ghita a la gente de la calle. Me dijeron que era una mujer muy religiosa y que sus rezos habían curado a varios enfermos. Las mujeres que sufrían de dolores de cabeza o de ojos no necesitaban más que acercarse a su ventana y tocar las rejas, y sus dolores desaparecían. Ello no ayudaba a todas, pero a muchas sí que las había curado, según me contaron. Los hombres, por su parte, decían que era una mujer rica y respetable que había sufrido muchas desgracias. Añadían que no estaba del todo en sus cabales, pero que su devoción y su beneficencia suplían de sobra lo que le faltaba de razón.
Al volver a mi trabajo, oí que los griegos volvían a prepararse para regresar a su patria. Según ellos, habían hecho todas las concesiones posibles y ya no querían aclarar su manifiesto, sino que se agarraban a su texto, lleno de rodeos. Nosotros no tomamos muy en serio sus amenazas, sabiendo que a ningún griego a caballo se le permitía la salida de la ciudad. Además, habíamos oído decir que el emperador estaba negociando intensamente con Besarión, Isidro y Georgios Scholarius. Nos enteramos asimismo de que había tenido una audiencia con el Papa, a quien había dicho directamente:
—No soy el que manda a mis patriarcas ni a mis obispos. ¿Por qué seguir discutiendo sobre palabras? Scaturire, effundi y profluere bastan para demostrar que reconocemos que el Espíritu Santo procede también del Hijo. Nuestros sabios no quieren ponerlo en forma más clara porque entonces nuestro pueblo no lo podría entender correctamente. Luego, ¿para qué nos molestan más? Ustedes dicen que el Hijo es el origen del Espíritu y nosotros no lo contradecimos. Dado que deseamos la unión con la Iglesia occidental, no lo contradecimos.
Pero el cardenal Cesarini había sido inflexible, y dijo:
—La forma en que está redactado su manifiesto refleja regateo y falta de sinceridad. No podemos permitir que lo interpreten a su antojo como un suceso separado y relacionado con el tiempo. Por ello, requerimos que figure la palabra producere, que reconoce que el Espíritu Santo emana eternamente del Hijo y que éste, junto con el Padre, son el eterno origen de la sustancia del Espíritu.
Cuando el emperador, según su costumbre, volvió a enfadarse, el Papa Eugenio había empezado a hablar con cautela de las posibilidades de la futura cruzada y de los constantes sacrificios a que se comprometía a fin de proteger Constantinopla en caso de que se alcanzara la unión. Aparte de ello, había mencionado la posibilidad de que, si las conversaciones se interrumpieran en aquella fase, podría producirse un cisma dentro de la propia Iglesia griega. Los testimonios de los latinos ya habían convencido a un buen número de griegos. Si los demás se marchaban y estos últimos se unían, la consecuencia sería una división entre los griegos.
Esta advertencia había hecho pensar al emperador, y era verdad que, una vez convencidos, Besarión e Isidro tenían incluso más entusiasmo que los mismos latinos para convertir a sus compañeros. Se decía que Isidro hasta repartía dinero entre los indecisos. Los viejos estaban en contra y se aferraban a su fe. Los más jóvenes comprendían las señales de la época y estaban dispuestos a renovar su fe sobre unas bases razonables. Por todo ello empezamos a experimentar la sensación de que en las esferas más altas ocurrían cosas de las que no se hablaba en las sesiones públicas. De la misma manera que el Papa Eugenio había logrado dividir el concilio de Basilea, igualmente introducía ahora una cuña en la Iglesia griega para, en el peor de los casos, dividirla también. Ésta era una temible idea que horrorizó a los griegos más testarudos.
En esta situación, nuestras jornadas de trabajo transcurrían más bien contando adivinanzas y charlando que haciendo traducciones y redactando escritos. Por la tarde, al regresar al monasterio de los franciscanos, encontré al lado de la puerta al portero de la señora Ghita. Llevaba un gran fardo envuelto en tela, y con unas descaradas muecas me dijo que me lo quedara. Le pregunté en tono firme qué contenía el paquete, pero él insistió en que lo ignoraba. Por ello le llevé a un callejón vacío, abrí el fardo y vi que dentro había, pulcramente doblado, un nuevo vestuario, camisas finamente confeccionadas y, en medio de todo, una pesada bolsa que contenía dinero. Me enfadé tanto que de una patada envié el fardo rodando por la calle.
—Di a tu señora, de mi parte, que no necesito sus limosnas —le espeté al portero.
Le dejé petrificado y boquiabierto y entré en el monasterio. Me sentía humillado y como si me hubieran dado una bofetada, por haber ofrecido mi sincera amistad a una persona poco corriente y desgraciada.
Pasaron unos días y llegamos a finales de mayo. En Pentecostés los griegos celebraron una misa a la que acudió un gran grupo de curiosos; y después de la celebración, el emperador Juan hizo reunir a los griegos en la residencia del patriarca José. Éste, debilitado por su larga enfermedad, ya no era más que un viejecito delgado y tembloroso, cuyos rostro y labios habían adquirido un color azulado. Sin embargo, parecía como si la cercanía de la muerte le hubiera liberado de sus anteriores vacilaciones y le hubiera conferido una dignidad espiritual de la que había carecido antes. Suplicó encarecidamente a los griegos que accedieran a la unión porque, en su opinión, las expresiones «del Hijo» y «a través del Hijo» significaban exactamente lo mismo. El emperador también tomó la palabra para decir que era preciso alcanzar la unión entre las Iglesias mientras podía hacerse sin hacer daño a la conciencia. Remitiéndose a lo dicho por el patriarca, dejó entender que, en su opinión, y después de oír a todos los testimonios, llegar a la unión basándose en el texto de los latinos no podía ir en contra de la conciencia de nadie. Al oír las murmuraciones de Marco Eugénico, el emperador gritó con vehemencia:
—¡Ciertamente, quien impida la unión de ambas Iglesias será un traidor peor que Judas!
Los griegos empezaron a gritar:
—Anatema al que no quiera la unión… Pero la unión debe ser piadosa —decían, empezando de nuevo a leer en voz alta y a comparar los escritos de los Padres de la Iglesia a fin de tranquilizar sus conciencias.
Marco Eugénico abandonó la reunión y, después de ello, los griegos reconocieron que también los escritos de los Padres de la Iglesia latinos eran verdaderos, no contenían falsificaciones y eran equivalentes a los escritos de los griegos. Esto significaba ya una media victoria, y entre nosotros, los latinos, empezó a reinar un alegre ambiente de expectación. Además, el verano había llegado a su momento más hermoso y el calor aún no era asfixiante. El ambiente alegre y festivo casi podía palparse. Sólo Marco Eugénico se encerró en su casa, sombrío y con ganas de protestar y comenzó, según se rumoreaba, a rezar, ayunar, e incluso flagelarse.
—Los latinos no sólo son cismáticos —se decía que había manifestado—, sino también herejes. Lo han demostrado ellos mismos, y quien se les una es hereje y se merece el fuego del infierno.
Me mandaron a preguntar a Besarión si él creía que Marco Eugénico podría tener razones políticas para adoptar una postura tan inflexible. Con una expresión de asombro, Besarión levantó su gran cara redonda hacia mí y contestó:
—Pero si yo, como arzobispo de Nicea, estoy igualmente a merced de los turcos, como él lo está en Éfeso. Tal vez él crea que los turcos considerarán la unión como causa para que estalle la guerra y no tenga confianza en que la ayuda de los países occidentales sea suficiente. Pero, sin la unión, Constantinopla será destruida en todo caso. Dios me guarde de sospechar que sus motivos sean terrenales, a pesar de que me ha insultado públicamente llamándome bastardo y afirmando que he sido sobornado por los latinos. Sin embargo, en cuanto a la fe, el hereje es él y no yo, porque todos los equivalentes testimonios me han convencido de que la palabra filioque no sólo es correcta, sino que creer en ella es la condición previa para llegar a la gloria. Por esta fe mía estoy dispuesto a morir en manos de los turcos, y Marco Eugénico se condena al infierno si no lo quiere creer a pesar de que se lo han explicado y demostrado.
La siguiente vez que los griegos se reunieron, el patriarca, con voz queda, hizo una confesión total y anunció su conversión. Reconoció como verídico el concepto latino:
—El Espíritu procede eterna y sustancialmente del Padre y del Hijo. Sin embargo, no quiero cambiar el credo heredado de nuestros antepasados —añadió—. La palabra filioque no será incluida en nuestro credo, y debemos poder conservar sin alteraciones nuestras sagradas ceremonias de la misa. Basándome en estas condiciones, accederé a la unión.
Después de esto, Besarión, Isidro y otros hablaron con entusiasmo, intentando que fuera incluida en el credo la expresión «del Hijo». Por otra parte, Marco Eugénico, con sus partidarios, dijo rotundamente que nunca creerían que el Espíritu procediera del Hijo, se decidiera lo que se decidiera. El emperador volvió a tomar la palabra y esta vez en un tono triunfal:
—Como laico, me someteré a la decisión de este concilio general o de su mayoría y, como emperador, la defenderé, ya que en los asuntos de la religión la Iglesia es infalible cuando se reúne en concilio. No se añada nada a nuestro credo, ni permitiremos que se nos cambien nuestras ceremonias religiosas, pero por todo lo demás reconocemos clara y explícitamente nuestra unión en la fe con la Iglesia latina, de forma que ambas partes pueden aceptar el texto.
Mientras hablaba, su perro de manchas negras y blancas que le seguía a todas partes levantó el hocico y empezó a soltar aullidos como de muerte, aunque el emperador intentó darle patadas y cerrarle por un momento el hocico con una mano. Esto influyó de una manera muy negativa en todos.
—¡Ay de ustedes y ay de todos nosotros cuando incluso un perro es más sabio que su emperador! —dijo Marco Eugénico—. Está aullando como presagio de la destrucción de Constantinopla y de los griegos, porque Dios no permite que se burlen de Él, y ninguno de ustedes puede ser perdonado por una tan grande traición.
Se rasgó las vestiduras y salió de la reunión. El escalofriante aullido del perro podía oírse hasta en las calles cercanas, donde la gente, temerosa, se paraba a escuchar haciendo la señal de la cruz. El augurio fue tan desagradable que no nos tranquilizamos hasta que, una semana después, entendimos que lo que el perro había aullado como augurio era la muerte del patriarca José.
En el transcurso de aquella semana, hubo mucha actividad y varias embajadas se visitaban a turnos, y discutían sobre el texto que los griegos podrían aceptar. El Papa accedió de buen grado a que los griegos conservaran sus ceremonias de la misa y no quiso obligarles a añadir la expresión «del Hijo» en su credo si se sometían a interpretar, con la suficiente claridad y sin dejar la menor posibilidad de malentendidos, que el contenido de su credo estaba de acuerdo con el credo latino. Durante aquella semana, Marco Eugénico perdió a sus últimos partidarios. Todos comprendían ya que era imposible hacerle doblegar, pero ni el más vacilante se atrevía a asumir la responsabilidad de que la unión entre las Iglesias no se hiciera realidad, una vez el emperador y el patriarca hubieron expuesto su postura con la suficiente claridad y énfasis.
El emperador envió a Isidro a negociar con el Papa, a través de los cardenales, sobre el definitivo tratado de ayuda bélica. Todo el mundo daba ya por sentado que después de doblegarse los griegos en la cuestión principal, el resto había quedado en un segundo plano, y el solucionar las demás diferencias religiosas era sólo cuestión de tiempo. Testimonio de la buena disposición del Papa fue el hecho de que, al cabo de dos días, recibimos para ser ya escrito y traducido un tratado en el que el Papa se comprometía a pagar todos los gastos originados por el viaje de regreso de los griegos y a costear para Constantinopla una tropa fija de trescientos hombres completamente equipados, además de dos buques de guerra pesados. Se comprometía asimismo, a dirigir por Constantinopla la cruzada de Jerusalén, poniendo de esta manera en primer lugar la destrucción del poder de los turcos y sólo en el segundo la liberación del Santo Sepulcro. En caso de necesidad, el Papa prometió enviar, para uso del emperador, veinte grandes buques de guerra armados durante seis meses, o bien diez buques para un año entero. Y si se necesitara ejército de tierra, el Papa se comprometía a ocuparse de que todos los países de la cristiandad enviasen ayuda a Constantinopla.
Parecía que este tratado garantizaría la seguridad de esta ciudad aun en el caso de que se viera sometida a un sitio grave, a la vez que dejaba entender que una futura cruzada conjunta entre todos los países para liberar Constantinopla de los turcos era sólo cuestión de tiempo, después de la unión de las Iglesias. Era cierto que la postura contraria del concilio de Basilea y la poco definida de los países de Francia y de Alemania en cuanto al Papa, hacían parecer que la cristiandad se estaba escindiendo. Sin embargo, el Papa hizo observar, con mucha lógica, que la unión de las Iglesias representaría para él la mayor victoria moral. Gracias a ella, la reunión de Basilea perdería definitivamente su significado. Así, la Iglesia griega, uniéndose a la latina, ayudaría simultáneamente a terminar la división eclesiástica de los países occidentales y animaría a los pueblos a unir sus fuerzas contra el enemigo común de la cristiandad, en vez de dedicarse a disputar y guerrear entre ellos mismos. En aquellos días de junio, parecía que el futuro iba a despejarse en un momento. Después de la firma y el sellado de este tratado de amistad y ayuda, el emperador abandonó todo fingimiento y, en un par de días, obligó a los griegos a aceptar un texto al gusto de los latinos. Fue leído en voz alta en presencia del Papa, y tanto los cardenales como los representantes de los griegos se emocionaron tanto que empezaron a darse besos de fraternidad, como señal de una perfecta concordia y paz.
Me encontré con Besarión cuando volvía de la audiencia del Papa y le felicité de todo corazón por su triunfo. Sin embargo, él sacudió preocupadamente su grande y redonda cabeza, y cuando llegué a la cancillería de los escribanos el Maese Mateo me dijo en tono instructivo:
—No echemos aún las campanas al vuelo. Todo esto está muy bien y correcto, pero todavía queda la cuestión más importante, al lado de la cual lo demás son sólo golpes en el aire y espejismos.
Le pregunté qué podía ser todavía más importante, ya que, según lo que habían hablado los griegos, había entendido que estaban dispuestos a llegar a una solución amistosa también en las cuestiones sobre el purgatorio y la eucaristía. A lo que Maese Mateo respondió:
—Soy un hombre viejo y triste, e incluso un borracho, pero tú eres más tonto que un burro si no te percatas de que la cuestión de si el Papa es la cabeza visible de la Iglesia es la más importante de este concilio. Para ello se han reunido aquí y para ello se han gastado tantísimo dinero, y la unión de las Iglesias no tiene valor alguno si los griegos no reconocen al Papa como soberano de la Iglesia. Y para esto falta mucho tiempo.
A mí me parecía imposible la idea de que, después de toda esta lucha espiritual y de las dudas de conciencia, una cuestión sobre el poder terrenal del Papa pudiera representar un impedimento para que se produjera la unión de las Iglesias. A petición mía, el doctor Segundino me llevó consigo a la siguiente conversación entre el Papa, los cardenales y los representantes de los griegos. El Papa Eugenio se dirigió a los griegos en tono amable, y dijo:
—Por la gracia de Dios, hemos alcanzado la unanimidad sobre la cuestión principal. Ahora, y para eliminar todos los equívocos, debemos examinar los temas del purgatorio, del primado del Papa, del pan fermentado o sin fermentar, y de la Santa Eucaristía. Inmediatamente después vendrá la unión, para la que ya todos tenemos prisa.
Hablando en tono tranquilo y conciliador, los griegos contestaron:
—La hostia debe ser de trigo y el sacerdote debe bendecirla en un lugar sagrado, pero por lo demás carece de importancia que el pan haya fermentado o no.
Sobre el purgatorio, dijeron:
—Las almas de los beatos, como tales almas, han alcanzado en el cielo la corona de la perfección, pero las almas pecadoras deben sufrir el castigo más duro. Las que quedan en medio, llegarán a un lugar de tortura o molestia, sea por el fuego, la oscuridad o la tormenta. No deseamos debatir sobre ello.
En cuanto al primado del Papa, declararon:
—El Papa debe conservar los privilegios que ha tenido desde el principio y desde antes del cisma.
Sobre la eucaristía, los cardenales solicitaron a los griegos una explicación más detallada de por qué rezaban al Espíritu Santo que transformara el pan y el vino, a pesar de que ya se transformaban al pronunciarse las palabras de la eucaristía. A lo que los griegos contestaron:
—Reconocemos que el Pan Sagrado se transforma en cuerpo de Cristo mediante las palabras de la eucaristía. Sin embargo, rezamos para que el Espíritu Santo se pose en nosotros y convierta en nosotros ese pan en el sagrado cuerpo de Cristo, y el vino del cáliz en la sagrada sangre de Cristo, para que purifiquen el alma y todo lo demás de quien los recibe.
El Papa quiso tener los resultados de la conversación por escrito y volvió a convocar a los griegos para el día siguiente. En tono tranquilizador les dijo:
—Ya estamos de acuerdo. Ya falta poco. Si reconocen nuestro texto, podremos celebrar la unión inmediatamente.
El cardenal Cesarini leyó los diferentes puntos del tratado, pero ya el primero causó consternación entre los griegos, que empezaron a reclamar diciendo que era injusto que se les hiciera reconocer cosas semejantes. Y es que el Papa les requería a que dieran su conformidad al hecho de que, en el trono del Apóstol, el sustituto de Jesucristo, el obispo superior, tenía los mismos privilegios que el Papa y, por lo tanto, había tenido el derecho de añadir al credo la palabra filioque.
Esto era algo muy diferente de lo que se había hablado el día anterior y hasta Besarión e Isidro se sintieron heridos. Los griegos contestaron en seguida:
—Jamás podremos reconocer que la Iglesia latina hubiera tenido el derecho de añadir o quitar algo del credo sin oír a los demás patriarcas. Admitimos que la añadidura es correcta en cuanto a la fe, pero deben reconocer que procedieron mal y que no lo volverán a hacer. Si es así, que todo sea olvidado y perdonado.
El Papa les pidió que se tranquilizaran, y el cardenal Cesarini pudo leer el segundo punto:
—Reconocemos que hay tres tipos de difuntos: beatos, pecadores y los de en medio, es decir, los que han pecado pero se han arrepentido, se han confesado y han hecho la penitencia, y por la intención de los cuales se puede rezar y hacer limosnas. Los primeros, los beatos, verán a Dios de inmediato, y comparables con ellos son los que, después del bautismo, no han vuelto a pecar. Los pecadores que no se han arrepentido serán castigados a un castigo eterno. Por su parte, quienes han pecado pero se han confesado, serán incluidos entre los penitentes y destinados al purgatorio. Una vez purificados, estarán entre los que verán a Dios inmediatamente.
Los griegos respondieron que no tenían nada que observar en contra de esto, pero que no podían firmar el primer punto y que ni siquiera tenían poderes para firmar antes de haberlo explicado todo a su emperador y a los demás griegos. El delgado rostro del Papa Eugenio se ensombreció; sin embargo, conservó la calma exterior y dejó que los griegos se marcharan. Apenas habíamos salido de la capilla, se nos acercó corriendo un griego angustiado y nos comunicó la repentina muerte del patriarca José.
Hacía una deliciosa tarde de junio y en Florencia se empezaba a sentir el calor. Lo más rápido que pudimos nos fuimos hasta la residencia del patriarca, delante de la cual ya se había congregado una gran multitud. Pude entrar detrás de Besarión y vi a aquel viejo que se había quedado en los huesos yaciendo cadáver en una enorme cama, en la que los criados le habían colocado. Le habían cerrado los ojos y le habían atado la mandíbula. En su rostro había la paz de la muerte. Pero ésta le había llegado tan repentinamente que en la casa, lejos de la paz, reinaba el ruido de gente que corría, estaba llena de una apretada multitud, y todos se daban vociferantes explicaciones de cómo había ocurrido el hecho. Después de comer, y según su costumbre, se había retirado a su habitación para escribir algo. De repente había salido, agitado y angustiado, apretándose el pecho con una mano e intentando decir algo; pero antes de pronunciar palabra había caído al suelo. Sobre la mesa aún quedaban los utensilios para escribir, y creo que estuve entre los primeros en fijarme en el papel. Después de echar una rápida ojeada a su contenido, comprendí la importancia del documento. Se lo enseñé a Besarión, y dije:
—El patriarca tuvo tiempo para expresar su última voluntad. Tengamos cuidado de que nadie con mala fe tenga tiempo de destruirlo.
Besarión tomó el papel y lo leyó en voz alta a los griegos, que se apretujaban en la habitación:
—«Yo, José, por la gracia de Dios arzobispo y patriarca ecuménico de Constantinopla, la Nueva Roma. Dado que he llegado al final de mis días y he de pagar la deuda de la humanidad, quiero escribir abiertamente a mis hijos, refugiándome en la misericordia de Dios y expresándoles mi opinión que corroboro con mi firma. Todo cuanto reconoce y enseña la Iglesia católica y apostólica de nuestro Señor Jesucristo en la Vieja Roma, eso lo reconozco yo asimismo y juro que en todo estoy de acuerdo con ella. También reconozco al Santo Padre de los Padres, al Sumo Pontífice y sustituto de Nuestro Señor Jesucristo, al Papa de la Vieja Roma, además de reconocer el lugar de purificación de las almas. Para autentificar, firmado el día nueve de junio de mil cuatrocientos treinta y nueve».
Los griegos escucharon mudos de sorpresa, y el mismo Besarión estaba tan sorprendido que tuvo que buscar palabras y volvió a leer la escritura. Después de tanto barullo y angustia, la habitación había quedado sumida en un silencio angustioso, hasta que, de repente, Marco Eugénico se abrió paso a la fuerza entre la multitud y gritó:
—¡No es verdad! ¡Es una maldita falsificación de los latinos!
Intentó tomar el papel de las manos de Besarión para romperlo, y sólo la fuerza del alto y robusto arzobispo lo salvó de su acometida. Una vez le hubo rechazado, Besarión dijo tranquilamente:
—De ninguna manera es una falsificación y no puede serlo. Démosle gracias a Dios porque el patriarca, aún en el momento de la muerte, quisiera fortalecer nuestra unanimidad reconociendo por escrito todo cuanto ya había dicho de palabra.
A pesar de todo, una extraña y callada depresión invadió a la gente, e incluso yo la experimenté, aunque, como latino, hubiera tenido que alegrarme por el abandono del patriarca de su propia fe en los últimos instantes de su vida. Si hubiera querido, yo hubiera podido ser el primero en llevar la noticia de la última voluntad del patriarca a los cardenales y al Papa, y tal vez habría sacado algún provecho de ello, pero preferí dejar que otros lo hicieran. Salí de la casa mortuoria sintiéndome extrañamente melancólico. Quise creer que el más alto representante de la Iglesia griega, al acercársele la muerte, había llegado a una definitiva convicción y seguridad, pero a la vez pensaba en la dolorosa angustia que habría sufrido después de escribir su última voluntad y recabar para ella el testimonio de los sirvientes.
El Papa Eugenio se alegró por el testamento del patriarca y permitió que los griegos le enterrasen, al día siguiente, en la iglesia del monasterio de Santa María Novella, siguiendo sus propias ceremonias. Marco Eugénico se negó a asistir a los funerales y proclamó un anatema contra el patriarca por haber dejado que los latinos debilitasen su fe y por haber asentido a todos sus requerimientos. Esta despiadada maldición demostró que ni él mismo creía que la última voluntad del patriarca fuera una falsificación. No obstante, corrían rumores de todas clases sobre ese asunto, y lo más raro fue que incluso entre los latinos hubo quienes hablaron con desconfianza del testamento del patriarca, aunque no lo hubieran visto con sus propios ojos.
Al día siguiente, inmediatamente después del entierro, el Papa Eugenio quiso continuar las negociaciones, no contento con los reconocimientos que los griegos partidarios de la unión de las Iglesias le presentaban como eclesiásticos particulares. El calor empezaba a apretar, y el emperador Juan tuvo una de sus típicas rabietas al ver que las cosas no avanzaban como él quería. Según él, todo debía estar ya aclarado, y no se hallaba dispuesto a firmar las explicaciones requeridas por el Papa sobre el purgatorio y la posición del Pontífice como cabeza de la Iglesia. Según él, era mejor que el Papa se contentara con las manifestaciones orales sobre el acuerdo. El Papa se humilló hasta el punto de ir a visitar al emperador, pero éste sólo le exigió que arreglase sin demora el viaje de los griegos a Venecia y, desde allí, a su tierra. Sin embargo, el cardenal Cesarini logró que al menos aceptara para su lectura los textos redactados por los latinos, con lo cual volvieron a empezar los interminables debates sobre las formas de expresión.
Yo, después de ser testigo de la muerte del patriarca, sentía como si alguna cuerda de la voluntad se me hubiera aflojado y perdí todo interés en seguir las conversaciones. La melancolía y un sentimiento de frustración indescriptibles me dejaron la mente aturdida, el calor florentino me relajó el cuerpo y, en mi debilidad, echaba de menos a una persona cualquiera a la que pudiera sentir cerca de mí y con la que pudiera hablar abiertamente. Por ello estuve dispuesto a escuchar, cuando uno de los piadosos hermanos franciscanos que había tomado la costumbre de hablarme confidencialmente de la corrupción en Florencia y de la mundanización de la Iglesia se dirigió a mí, diciéndome:
—Nada de lo terrenal es perfecto. Nuestra orden tiene sus fallos y nuestros miembros sirven a Dios cada uno a su manera. Pero tenemos el ejemplo de san Francisco, el ideal de la humildad y pobreza, y él rezará por nosotros ante Dios. Si estás cansado de la vanidad del conocimiento y de la pobreza de una felicidad terrenal, ¿por qué no te unes a nosotros para recibir la felicidad de la humildad?
Su inesperada propuesta me sorprendió, y le contesté:
—Yo mismo te he revelado cuán débil es mi fe y lo falto que estoy de amor, a pesar de conocer a Dios. Sólo poseo el conocimiento, pero todo el resto me falta. Entonces, ¿cómo sería capaz de seguir a san Francisco?
—Tienes el espíritu apropiado aunque tú mismo no lo sepas —me contestó con entusiasmo—. Quien busca, encuentra, y a quien llama se le contesta, no lo dudes. Además, la fe no es una posesión perpetua del hombre, sino que hasta en este aspecto reconocemos nuestra pobreza, y para muchos de nosotros la fe significa una lucha continua. Esto no es impedimento.
A lo que yo le respondí:
—No, no hay amor en mí.
Sin embargo, todavía intentó con más ahínco convencerme de que me hiciera monje en la orden franciscana, hasta que empecé a sospechar y a pensar a qué se debía tanto entusiasmo. Varios monjes me habían hablado, resaltando en tono adulador mis modestas maneras de vivir, mi sabiduría y mi piedad, y me animaron a unirme a su orden y me presagiaron un gran futuro dentro de ella. Experimenté la gran tentación de abandonar todos mis inútiles pensamientos y arrojarme con los ojos cerrados al tierno regazo de la humildad y la pobreza. Sin embargo, los rechacé a todos, diciéndoles que aún no estaba preparado para ello y que mi conciencia no me permitía convertirme en monje antes de sentir la llamada de la vocación. Les dije que, al realizarme tal como era, realizaba la voluntad de Dios en mí. Ellos me reprocharon mi orgullo espiritual y mi endurecimiento de corazón, y se disgustaron conmigo.
Todavía me quedé más sorprendido cuando el doctor Segundino se dirigió a mí una calurosa mañana, diciéndome:
—El final de las negociaciones ya es sólo cuestión de poco tiempo; ya se puede prever la unión de las Iglesias. ¿Qué piensas hacer cuando los griegos hayan regresado a su país, ya que entonces se termina tu contrato?
Le contesté sinceramente que lo ignoraba y que ni había pensado en ello, porque cada día tenía sus problemas.
—Parece que tu diligencia y tu facilidad de aprender han llamado la atención —me dijo—, porque me han informado que, como recompensa por los servicios prestados al concilio, podrías obtener una razonable prebenda si quisieras examinarte y dejar que te ordenaran sacerdote.
—¿Quién ha dicho semejante cosa y quién quiere tanto que me ordene sacerdote? —pregunté con suspicacia, porque, que yo supiera, no tenía a ningún protector importante después de que el doctor Cusano se hubiera ido a cumplir con su misión a los países alemanes.
—No preguntes estas cosas —me contestó—. En esta época de escisión, la Iglesia necesita hombres de talento para luchar contra aquélla. No se puede negar que tienes talento, a pesar de que también tienes numerosos aspectos desagradables y sospechosos, que me excuso de enumerar porque tú eres quien mejor los conoce. Sin embargo, estoy seguro de que te liberarás de ellos si la ordenación de sacerdote te da una firme base sobre la que avanzar. La prebenda te permitirá estudiar en cualquier universidad sin problemas económicos, con la única condición de que no te quedarás en Florencia, ya que esta corrupta metrópoli no se considera beneficiosa para tu desarrollo.
Me guiñaba ambos ojos de una manera extraña y me miró con una expresión infinitamente melancólica, como para darme a entender que había algo en el asunto que él no podía decirme.
—¿Es una condición? —le pregunté, confuso—. ¿Tengo que abandonar Florencia para obtener la prebenda? Que yo sepa, no he violado las leyes de la ciudad ni he conspirado contra sus gobernantes.
—Tú mismo sabrás lo que has hecho, pero supongo que nada malo puede haber sido, ya que por ello recibes un premio. Y no seas loco, agarra la suerte con ambas manos una vez que se te presenta.
Después de pensar un instante, le contesté:
—Aquí hay algo que no entiendo. No obstante, no puedo permitir que me ordenen sacerdote porque sólo reconozco la doctrina de la Iglesia con mi boca, pero mi corazón no la confiesa.
—Hablas como un demente —me dijo—. Hay muchos que han recibido la ordenación teniendo menos méritos. Si no sirves para impartir los sacramentos, la Iglesia necesita, asimismo, a juristas, administradores y políticos. En el gran seno de la Iglesia hay sitio para ti también, si es que quieres servir fielmente su honor y te sometes a recibir la gracia.
—Querido doctor Segundino, no me reproche —respondí—. De ninguna manera quiero ser ingrato y sé cuántos se aprovechan de la Iglesia para conseguir ventajas terrenales y sin sufrir remordimiento alguno por ello. Yo no los quiero criticar, sino que creo que actúan así de buena fe y sin perjudicar a su alma. Empero, a mí no me es suficiente una fe tan simple, y por ello me sentiría en mi corazón como un criminal si aceptara esta oferta. Con ello, no quiero decir que me sienta ni mejor ni peor que las demás personas. Sólo sé que soy diferente y que debido a ello no puedo, no puedo aunque parezca un tonto o un payaso ante sus ojos.
Sacudió la cabeza, pero no en señal de desaprobación, y me dejó copiando por enésima vez las frases «Cuida de mi rebaño» y «A ti te dejo las llaves del Reino de los Cielos».
En esta fase, las conversaciones se habían interrumpido, por el requerimiento del Papa Eugenio de que se le debía reconocer el derecho a convocar el concilio general cuando lo considerase necesario y de que todos los patriarcas debían obedecerle. Por toda contestación, el emperador le había espetado:
—Prepare nuestro viaje de retorno.
Sin embargo, nadie le tomaba ya completamente en serio. Al calor abrasador de Florencia, que había tomado unos tonos amarillos y pardos, los griegos ya no tenían fuerzas de seguir su oposición con la misma energía, y los latinos, acostumbrados a estas temperaturas, se aprovechaban de esa debilidad proponiéndoles más y más variaciones del texto para reconocer los privilegios del Papa.
Mientras escribía me preguntaba qué era lo que se quería de mí y qué hecho me había convertido, a un humilde traductor y escribano como yo, en una persona de tanta envergadura que los franciscanos insistieran hasta la saciedad en hacerme hermano suyo y que la Iglesia me tentara con una prebenda. Me examinaba a mí mismo pensando si sabía alguna cosa que no debía saber. A la fuerza me acordé también del testamento del patriarca y de la casualidad de que hubiera sido yo quien lo encontrara. Por fin, me invadió una sospecha que me hizo enfadar tanto que tiré la pluma, me levanté bruscamente y me marché sin terminar el trabajo. Con el polvo atragantándoseme en la garganta y el calor pesando como una losa en los hombros, me fui a la casa de la señora Ghita, así el picaporte y golpeé fuertemente la puerta. Un sirviente me abrió e intentó expulsarme, pero en mi ira le empujé a un lado y fui directamente a la especie de celda llena de quincallas, donde estaba la señora Ghita sentada en una dura silla al lado de la ventana enrejada, con las manos en el regazo y las imágenes de santos colgando del cuello y de las ropas. A mis enfadados ojos parecía fea y absurda como una bruja, pero cuando se volvió para mirarme con sus oscuros y angustiados ojos, el enfado se me fue y no supe qué decir.
—Has vuelto a mí sin invitarte, sin obligarte —dijo—. No sé si debo alegrarme o entristecerme por ello. Siéntate y descansa un poco. ¡Si estás sudoroso y jadeante!
Llamó a su sirviente y ordenó que me trajeran algo para beber.
Su habitación me pareció fresca en contraste con el asfixiante calor de la calle y, después de que me sirvieran una bebida fría, me sentí tranquilo y bien. La miré, pero ella tenía la mirada dirigida al suelo y movía las manos en el regazo como si le molestase mi presencia.
Después de pensar un rato, le pregunté:
—¿Por qué me persigues y te metes en mi vida, intentando organizarla? Ya te he dicho que jamás aceptaré nada de ti. No pido tu dinero ni tus ropas, y no permito que, a mis espaldas, intrigues para conseguirme favores.
Se sorprendió visiblemente, hizo un brusco movimiento que hizo sonar sus adornos, y me espetó:
—¿Qué quieres decir y de qué me acusas? Si he hecho preguntas sobre ti y me he procurado información, no hice nada malo y no era mi intención que tú te enterases de ello.
—Si sigues así —le contesté—, pronto se harán coplas sobre mí en toda la ciudad. Y no lo niegues, seguro que has donado dinero al monasterio para que accediera a aceptarme como monje, a pesar de que soy un forastero. Cuando no lo lograste, ahora quieres comprarme a la curia una prebenda de sacerdote. Pero yo no quiero tus regalos.
Me miró con sus oscuros ojos, extremadamente asombrada; empezaron a temblarle los labios y me preguntó:
—¿De qué hablas? No entiendo lo que quieres decirme.
Sus negativas volvieron a despertar mi ira y le conté en tono acusador cómo me habían tentado los monjes y cómo me habían ofrecido una prebenda si hubiera accedido a hacerme sacerdote. Todo el cuerpo de la señora Ghita empezó a temblar, y la mujer dijo:
—He sido estúpida y poco cautelosa. Dios quiera que nada malo te ocurra por mi causa. Créeme, en mi ignorancia hice preguntas sobre ti a los monjes porque me agradaba hablar de ti, pero no he hecho nada más y, por otra parte, no desearía por nada del mundo que te convirtieras en monje o sacerdote. No, esto es lo último que desearía.
—Entonces, ¿de dónde vienen estos favores?
Su rostro feo y sin vida se ruborizó y bajó la cabeza, retorciendo las manos en su regazo como poseída por un fuerte dolor.
—¿No lo comprendes? Es cruel e injusto, pero en mi locura he revelado seguramente de forma demasiado clara mi afecto por ti. Se me espía cada paso y creo que, por mis preguntas, alguien ha llegado a la conclusión de que tú podrías representar un peligro para mi paz espiritual. Debido a ello, te quieren comprometer antes de que sea demasiado tarde con la promesa de castidad del monje o con el celibato del sacerdote. Es sólo esto lo que ha motivado estas ofertas. Nada más.
La miré sin poder creer lo que oía.
—¿Quieres decir que alguien sospecha que te estoy haciendo la corte para casarme contigo?
Lo absurdo de la idea me hizo reír a carcajadas. La señora Ghita me observaba con sus oscuros y tristes ojos y dejó de temblar. El color sonrosado se le fue de la cara y su piel tomó un tono gris pálido. Su mirada me hizo atragantar la risa, y entendí que la había herido en lo más profundo. Nos quedamos mirándonos cara a cara y no supe qué decir para disculparme, porque no quería ofenderla por nada del mundo.
Por fin, me dijo:
—Sí, sí, será mejor que te vayas, si no tenías mejor motivo para venir a verme.
—Ghita, amiga mía, mi risa fue un acto de ligereza. No quiero que te disgustes. También te pido perdón por haber sospechado de ti injustamente. Sin embargo, ¿por qué permitir que una loca ocurrencia de los monjes o de tus familiares nos separe? Al verte de nuevo me alegro de haber venido, porque estoy triste y he echado de menos a una persona con quien poder hablar amistosamente. Si me lo permites, me quedaré un rato.
—Soy una mujer fea y nuestra diferencia de edad es antinatural —respondió la señora Ghita—. Además, soy demasiado rica para que podamos ser amigos. Ciertamente, mi riqueza es una maldición para mí y temo que te perjudique. Eres un joven soltero y tu insultante risa no testimonia nada. No hay persona cabal en este mundo que crea que te interesa mi amistad sólo por mi persona; todos pensarán que tienes otros planes. Entonces, ¿cómo podría creerte yo?
Sonriendo, le tomé una mano y le dije:
—No aceptaré nada de tu parte y te juro solemnemente que jamás te pediré en matrimonio para hacerme con tus riquezas, que es lo que sospechan los que actúan a mis espaldas. Estando así las cosas, ¿no queda todo bien explicado entre nosotros?
La mujer retiró la mano y, con la cara pálida y grisácea, contestó:
—No, no me toques.
Levantándose, se colocó detrás de su silla como para protegerse de mí y siguió diciendo:
—Deseaba que volvieras a mí. Deseaba que, con el ímpetu de tu juventud, nunca te percatarías de lo que los demás creen que buscas en mí. Ahora ya lo sabes, y jamás podré volver a mirarte la cara sin sentir vergüenza. Vete, pues. Vete a tiempo.
Golpeó el suelo con un pie con tal fuerza que le tintinearon las medallas. No obstante, su resistencia me irritó y no quise que me echara de su lado. Por eso le dije:
—Tranquilízate, Ghita. Pronto te librarás de mí. Se está acercando la unión de las dos Iglesias y después de esto yo ya no tengo oficio en Florencia. Volveré a vagabundear y no nos veremos más. ¿Por qué no ser amigos durante este corto tiempo? Esto no puede dañar a ninguno de los dos.
Retorció los huesudos dedos, con angustia y preguntó:
—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me atormentas?
Acto seguido, y en plena confusión, empezó a fingir de nuevo, a reírse como una loca, a besar una por una las imágenes que le colgaban de las ropas y a rezar con voz estridente. No la interrumpí. Me limité a mirarla, sintiendo una profunda compasión por ella. Me echó una mirada, su voz empezó a ser entrecortada hasta que bajó de tono, y poco a poco se tranquilizó. Se calló y me miró abiertamente. Otra vez pareció como si se hubiera quitado un velo que le tapaba la mirada, y al mirarme, en la oscura desnudez de sus ojos me olvidé de su fealdad y sólo vi en ella a una persona de la que me sentía anímicamente cercano.
—¿Por qué me enviaste a tu criado con el fardo de ropa y el dinero? —le pregunté—. ¿No te parece que ya me conocías lo bastante como para no tentarme de una manera tan estúpida? De no haber sido por ello, seguramente habría vuelto antes para saludarte.
Me miró con los ojos desnudos y respondió:
—Te vi llorando en Ponte Vecchio y sentí una debilidad. Hoy te he visto reír, y me pareció como si un puñal me hubiera atravesado el corazón, pero tu risa me hizo sentir una debilidad aún mayor. Creo que ni tú mismo sabes lo que eres, Juan.
Su última frase me chocó en lo más hondo, y al pensar en la respuesta me pareció que las paredes de la estancia se alejaban y yo me elevaba a las alturas para verme desde fuera.
—¿Qué soy yo? —le pregunté—. El mundo se ha vuelto viejo, todos los pensamientos ya han sido pensados, el corazón de los más sabios vuelve al pasado para buscar consuelo allí. El crepúsculo del tiempo ha desplegado todos sus colores sobre la tierra, y para un hombre que piensa ya no hay futuro en este cansado mundo de división, guerras y ambición de poder. La Iglesia se ha vuelto terrenal y, según la opinión de un gobernante inteligente, el hombre no es mejor que un animal que va a ser sacrificado. Luego, ¿qué soy yo en este mundo de desesperanza?
—¿Qué soy yo? —continué diciendo, desesperado—. Dios está más allá de mi entendimiento y no lo puedo encontrar porque en mí no hay amor. Por esto soy cautivo del tiempo y del lugar, y mi único hogar es el desolado mundo de lo finito. Pero lo peor es que no me contento con ello, ¡no me contento con ello! Debido a todo esto, no me queda otro remedio que volver a vagabundear, a pesar de saber bien que, al trasladarme de un sitio a otro, sólo intento escapar de mí mismo sin resolver nada. Señora Ghita, yo no sé quién y qué soy y ni siquiera reconozco el bien y el mal como los demás.
—Hay ángeles de la luz y ángeles de las tinieblas —me contestó ella—. Al menos no eres un ángel de la luz.
—¡Tonterías de mujeres! —le espeté—. Sólo soy un ser humano y ésta es mi maldición.
El espacio seguía ensanchándose a mi alrededor, y me parecía como si la celda de paredes de ladrillo se hubiera llenado de luz terrenal.
—Bien, si tú lo quieres así —continué—. Ahora mismo estoy encima de una alta montaña y veo las murallas y las amarillas torres de Florencia ardiendo alrededor de mí en tonos malvas. Veo la facilidad del oro y de la riqueza terrenal y algo que me está diciendo: «Te daré todo esto si te contentas con ser un ser humano».
Me desperté de mi aparición viendo con nuevos ojos la cara gris y sin vida de la mujer, sus oscuros ojos y sus huesudos dedos.
—¿Eres tú mi tentación? —pregunté—. Sé que en mí hay algo que atrae a las mujeres, aunque yo lo detesto en mí mismo y hasta ahora ni se me ha ocurrido aprovecharme de ello. Sin embargo, fuiste tú quien corrió detrás de mí. Si te tocara fría y egoístamente, ya que a mí me falta el amor, aún podría convertirte en más demente de lo que eres. Quizá podría conseguir que te casaras conmigo y luego yo heredaría tus riquezas. Pero ¡Dios mío!, ¿qué sacaría con ello? Me encerraría en el mismo infierno contigo y construiría a mi alrededor las mismas murallas con las que tu riqueza te rodea a ti.
Me miró fijamente, los secos labios se entreabrieron, aparecieron burbujitas de espuma en las comisuras de su boca y un resplandor rojizo en el fondo de los oscuros ojos.
—Al menos eres honrado, hermoso joven —dijo—. Seguramente eres muy honrado. Pero, de verdad, no hace falta que me vuelvas más loca de lo que ya lo estoy. Un fuego ha ardido en los rincones más secretos de mi cuerpo desde que te vi. ¿Por qué te iba a mentir, ya que te conozco y veo que intentas ser honrado para contigo mismo y para conmigo?
Se me acercó llevada de un salvaje movimiento, me tomó de la cabeza con manos temblorosas y la apretó como si intentara poseerme de esta forma, sin atreverse a tocarme más. Durante un rato me tuvo aprisionado así, y su frenesí era tan fuerte que yo también empecé a temblar. Luego se relajó, me soltó, volvió a sentarse en su dura silla al lado de la ventana y dejó caer las manos en el regazo.
—¿Te espían los criados, bufón de Dios? —le pregunté.
—No se atreven. Sacan demasiado provecho de mí. Pero puedo mandarles fuera, si quieres.
—Ghita, yo también he tenido pasiones, pero una vez saciada la pasión sólo sentí un vacío y más desolación que nunca. Por tus ojos, por tu condición de bufón de Dios, haré lo que pueda por ti. Si lo deseas, me marcho en seguida y no volveré más, y esperemos que así te librarás de mí. Pero, si lo prefieres, tendré piedad de ti con mi cuerpo, sin pedirte nada a cambio, si crees que así será mejor para ayudarte a librarte de mí. Tú eres quien escoge. Yo no deseo ni pido nada. Sólo lamento haberme cruzado en tu camino y haberte hecho sufrir.
—Sí, sí —me dijo—. Es sufrimiento y no amor, si no es que el amor sea también sufrimiento. Pero ¿por qué tuve que encontrarme precisamente contigo, para quien mi riqueza no surte efecto alguno? De otra forma, podría haberme burlado de ti como me burlo de todo el mundo y, más que de nadie, de mí misma.
—Al menos riámonos, Ghita —le respondí—, riámonos porque Dios nos tiene como sus bufones a los dos.
Intenté reírme y ella se me unió con una risa entrecortada, llena de dolor, hasta que no pudimos parar nuestras ruidosas y locas carcajadas carentes de alegría y con las que sólo nos burlábamos cada uno de sí mismo.
Al final me dijo, jadeante después de su desconsolada risa:
—Soy mayor que tú, Juan, y más sabia, aunque no lo parezca. Todavía no sé si quiero, si ni tan siquiera puedo aceptar el obsequio que con tanta amabilidad me ofreces. No obstante, tus solas palabras me producen un dulce placer, y mientras estés en Florencia me gustaría verte de vez en cuando y tal vez tocarte una mano y acariciarte el pelo. Esto sería todo cuanto desearía de ti. Pero debemos ser astutos como las víboras e inocentes como las palomas para llevarlo a cabo sin que nada malo te ocurra.
Meditó un momento y continuó diciendo:
—No les temo tanto a los monjes, pero si mi familia empieza a sospechar algo pueden contratar a cualquier vagabundo para que te clave una daga en la espalda. Cosas así ya han ocurrido en esta ardiente y vehemente ciudad. Por ello será mejor que ahora, a la vista de todo el mundo, te eche de aquí como a un descarado mendigo y te prohíba que vuelvas a entrar jamás en mi casa. Esto no le extrañará a nadie, porque también antes he tenido tremendas rabietas y hoy me es fácil fingir, de tan fuertes como son mis sentimientos en este instante.
Me acarició levemente una mano, sonrió y su rostro era casi bello cuando sonreía, como si el hielo de los años se le hubiera derretido en el corazón.
—Si crees que puedes vivir una semana sin verme —dijo—, yo, dentro de unos días, enviaré a mi criado y a la cocinera a mi casa de campo para prepararla antes de mudarme allí para pasar la temporada de más fuerte calor. Ya lo he hecho otros años y sólo conservaré conmigo a mi joven esclava, en quien tengo confianza hasta el punto en que se puede tener confianza en una persona, a pesar de que ella me odia. Si de verdad soy capaz de vivir una semana sin verte (quizá me apoye la esperanza), el viernes próximo, cuando haya oscurecido, vente a la parte trasera de mi casa y entra por la puerta que da al jardín. Por tu propio bien, cuídate de que nadie te vea. ¿Quieres venir, para que sepa esperar con la seguridad de verte?
—Con mucho gusto —le contesté, sonriendo.
—¡Qué maravilla tener algo que esperar! —exclamó, apretándose fuertemente las manos con los dedos entrelazados—. No me lo he merecido, loca de mí. Creo que esperar algo es la mayor felicidad de una persona, aunque su culminación nunca corresponde al dulce dolor de esperar. Por otra parte, creo que no voy a aceptar tu regalo, y me bastará con poderte mirar y acariciarte con mis manos, si no te resulta demasiado desagradable debido a mi fealdad. Oh, Juan, precisamente por esto es mejor que nos encontremos en la oscuridad de la noche, para que no tengas que ver mi fealdad, sino que me puedas imaginar tal como fui antes de mi desgracia… ¿Quieres verme tal como fui? —me preguntó, intentando sonreír.
Sin esperar mi respuesta abrió con rápidos movimientos un arcón, sacó un retrato envuelto en seda, lo descubrió y me lo dio para que lo viera. No fue hasta que averigüé lo hermosa que realmente había sido, con qué despreocupada seguridad había mirado al artista con los oscuros ojos llenos de alegre valentía, como si hubiera poseído el mundo entero y toda la felicidad humana, cuando comprendí la enormidad de su desgracia. Parecía como si el artista también hubiera estado hechizado al pintar su blanco cuello y su hombro desnudo contra el terciopelo azul del vestido y las multicolores piedras preciosas del collar. En el retrato, sus rojos y suaves labios estaban entreabiertos y su juventud parecía florecer eternamente.
Al levantar mis ojos del retrato hasta su cara, me miró con tristes y desconsolados ojos, apretándose las manos. Después de ver aquel retrato pude adivinar en los rasgos de su boca y de sus mejillas algo del pasado perdido, como si debajo de las cenizas todavía quedara alguna chispa.
—Si quieres —le dije—, a partir de ahora siempre te veré tal como fuiste.
Ella sacudió la cabeza.
—No pido a tus ojos una mentira piadosa. Si siguiera siendo igual al retrato, nuestro encuentro perdería todo su valor. Prefiero que intentes soportar mi fealdad y que no me mires con demasiada frecuencia. Sin embargo, te espero, Juan, te espero con ansiedad.
Empezó a temer que me había quedado más tiempo de lo conveniente, y pusimos en marcha el espectáculo que me había sugerido. Comenzó a insultarme en voz cada vez más estridente, golpeó el suelo con el pie, llamó a gritos a su criado y, ciertamente, parecía una bruja temible en su rabia, mientras las medallas y las imágenes de santos tintineaban en sus ropas. A gritos, entrecortados por risitas, le indicó al criado que me echara de la casa y le prohibió dejar entrar nunca más a un mendigo tan descarado. Encantado, el criado me agarró bruscamente, y yo también grité, maldije y pedí perdón, hasta que caí de bruces en el polvo de la calle. De inmediato, una morbosa multitud de gente se reunió a mi alrededor, gritando, riéndose y señalándome con un dedo. La puerta se cerró de un ruidoso golpe, pero al cabo de un rato la señora Ghita la volvió a abrir, me arrojó dos monedas de plata mientras le pedía a Dios que no le permitiera guardar odio y me prohibía cruzarme jamás en su camino. Me alegré al ver entre la gente a un monje que me conocía. Me sacudí el polvo de codos y rodillas, recogí cuidadosamente las monedas y me marché, no sin antes haberme lamentado ante la gente de lo caprichosa y dura que era la piadosa señora Ghita. No me fue fácil hacer de actor en tan humillante escena, pero pensé que convenía muy bien a mis propósitos representarla ante la gente.
El domingo siguiente, los representantes de los griegos y los del Papa se reunieron en la iglesia de san Francisco para redactar el decreto definitivo sobre la unión de las Iglesias. Los cardenales no estaban muy contentos; habían querido que los griegos hicieran todavía más concesiones. Pero el Papa Eugenio comprendió que las interminables disputas sobre los textos diferentes no eran fructíferas. Además, cada día le costaba grandes cantidades de dinero y el concilio que seguía tercamente reunido en Basilea continuaba con su pleito contra él, para separarle definitivamente de su oficio de Papa. Por fuerza tenía que conseguir la unión de las Iglesias y, de esta manera, obtener una victoria moral sobre los padres de Basilea. El emperador Juan le había comunicado que los griegos se habían doblegado y accedido a admitir hasta el último texto aceptable para ellos. Asimismo tenía que pensar en sus fieles y en lo que podían llegar a soportar. Debido a ello, quiso que el texto sobre la posición del Papa fuera lo menos específico posible. El Papa Eugenio tranquilizó a los cardenales diciéndoles:
—Ya no sé qué más pedir a los griegos, ya que hemos conseguido todo cuanto hemos pedido.
En su opinión, las diferencias religiosas que pudieran aparecer se podían aclarar verbalmente.
Aquel caluroso domingo, en la iglesia que había aprendido a conocer tan bien, me pareció increíble que, por fin, después de tan largas disputas, sospechas mutuas y diferencias de opinión que habían parecido insalvables, la unión entre las Iglesias iba a ser ahora solamente cuestión de dictado, traducción y acuerdo sobre el texto exacto. Oí desde lejos cómo el cardenal Traversari empezaba a leer la propuesta de los latinos, que el doctor Segundino había traducido al griego en una primera versión y que había sido modificado posteriormente por Besarión:
—«Eugenio, obispo, siervo de los siervos de Dios, para su eterna memoria. Alégrense el cielo y la tierra, porque se ha quitado de entre nosotros un muro que separaba las Iglesias occidental y oriental, y han vuelto la paz y la armonía».
No se oyó ninguna observación ante la exhortación del manifiesto en el sentido de que toda persona que se llamase cristiana se alegrase junto con la madre Iglesia.
—«Porque, miren: después de un largo tiempo de desavenencias y de división, los padres de Occidente y de Oriente se reúnen, exponiéndose a todos los peligros de la mar y de la tierra, venciendo con júbilo y alegría todas las dificultades, llegando hasta este sagrado concilio general, añorando la Santa Unión y el retorno del anterior amor, y sus esfuerzos no han sido en vano. Después de un largo y penoso trabajo de investigación, han alcanzado la esperada y santa unión, por la gracia del Espíritu Santo. Ahora, ¿quién puede agradecer lo suficiente la gracia de Dios Todopoderoso? Y ¿quién no admirará la riqueza de la divina Gracia? ¿A quién no se le enternecerá el corazón, aunque fuera de hierro, por la enormidad de esta grandeza celestial? Esto es obra de Dios y no de la debilidad humana. Para Ti las loas, para Ti el honor, para Ti las gracias, Jesucristo, fuente de Gracia que tanto bien has hecho a tu esposa la Iglesia católica y, en nuestros días, has producido el milagro de tu Gracia para que todo el mundo hable de tus milagros. Dios nos ha dado un grande y celestial tesoro y nuestros ojos verán lo que tantos otros antes que nosotros, a pesar de sus fervientes deseos, no pudieron ver».
Hasta aquí, todo habían sido sólo palabras y los representantes de los griegos, no quisieron hacer observaciones; pero ahora que por fin se iba a entrar en materia, en lo que había sido objeto de discusiones durante casi un año y medio, todas las caras adoptaron una expresión atenta y tensa y los oyentes se inclinaron hacia adelante. No puedo negar que yo también escuché con mucha atención el texto que debía ser el definitivo, mientras el cardenal lo leía atentamente, dando énfasis a cada palabra.
—«Una vez reunidos en este santo sínodo general, los latinos y los griegos hemos investigado con el máximo interés y ahínco, entre otras cosas, la cuestión del origen del Espíritu Santo. Después de examinar los testimonios de la Santa Biblia y los de autoridad de numerosos Padres de la Iglesia orientales y occidentales, algunos de los cuales manifiestan que el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo, mientras otros decían “del Padre a través del Hijo”, aunque todos querían significar el mismo hecho a pesar de la forma diferente, los griegos manifestaron que, diciendo que el origen del Espíritu Santo era el Padre, no con ello querían excluir al Hijo. Sin embargo, y según han manifestado ellos mismos, les parecía que los latinos enseñaban que el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo como si fuesen dos principios y dos alientos. Por ello se han abstenido de decir que el Espíritu Santo provenía del Padre y del Hijo. Los latinos aseguraron que no decían que el Espíritu Santo procediera del Padre y del Hijo en el sentido de que hubieran excluido al Padre como si no fuera la fuente y el principio de toda la divinidad, al igual que del Hijo y del Espíritu Santo, o como si el Hijo no hubiera recibido el Espíritu Santo del Padre, o que suponían la existencia de dos principios o dos alientos. Todo lo contrario, enseñan que sólo hay un principio y un aliento del Espíritu Santo como han enseñado hasta ahora. Dado que todo esto refleja una sola y verdadera intención, se han acogido unánimemente a la siguiente y sagrada conclusión común, que es del agrado de Dios. Y así, en nombre de la Santísima Trinidad, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, aprobado por este santo concilio general de Florencia, ordenamos que todos los cristianos deben creer y asimilar esta verdad religiosa y, además, deben reconocer que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo y recibe su esencia y su ser igualmente del Padre y del Hijo y eternamente proviene de ambos y, a la vez, de un solo principio y de un solo aliento. Cuando se explica que los santos profesores dicen que el Espíritu Santo tiene su origen en el Padre a través del Hijo, significa lo mismo que lo que mantienen los griegos, según los cuales el Hijo es la causa, la causa de la existencia del Espíritu Santo, al igual que el Padre, o lo que mantienen los latinos, según los cuales el Hijo, al igual que el Padre, son el principio. Y dado que todo cuanto pertenece al Padre, el Padre lo ha legado a su único Hijo al traerlo al mundo, salvo la paternidad, el Hijo recibe eternamente del Padre de quien ha nacido el principio de que el Espíritu Santo procede del Hijo. Además, decimos que la explicación de las palabras y del Hijo, a fin de explicar la verdad, en su tiempo y debido a imperativos inevitables, fueron añadidas al credo lícitamente y por razones contundentes».
Los rostros de los griegos se ensombrecieron, pero no dijeron nada y, de esta forma, la victoria de nuestra Iglesia fue tan completa que algunos escribanos empezaron a moverse como si hubieran querido interrumpir la sesión con gritos de júbilo. Al reconocer como lícita la añadidura, los griegos se retractaban totalmente de su postura anterior y su derrota era muy grande. Luego siguieron las explicaciones sobre la hostia, y la cuestión sobre el purgatorio. Ésta, a fin de evitar cualquier clase de malentendidos, la habían aclarado los latinos con las siguientes palabras:
—«Si los que se arrepienten sinceramente se mueren en el amor de Dios antes de haber hecho toda la penitencia para reparar sus hechos y descuidos, sus almas se purificarán después de la muerte con las penas del purgatorio. A librarse de estas penas les ayudarán las obras piadosas de los creyentes vivos, tales como las santas misas, los rezos, las limosnas y otras obras pías que los creyentes suelen hacer para el bien de las almas de otros fieles, según las normas establecidas por la Iglesia».
La atención general se relajó cuando el decreto continuó manifestando que las almas piadosas verían a Dios después de la muerte, cada una según sus méritos, con mayor o menor perfección, mientras los que hubieran muerto en estado de pecado mortal o simplemente de pecado original serían destinados al infierno, a sufrir diferentes penas cada uno según lo que hubiera merecido. No se había discutido sobre estos aspectos, y los griegos no se consideraron capaces de debatir asuntos que la Iglesia romana conocía con más exactitud que la suya. Besarión me había dicho que ellos entendían estas cosas de una forma más espiritual y metafórica que la Iglesia latina.
Se había dejado para lo último el asunto más difícil y decisivo desde el punto de vista del Papa. En el principio del decreto, al referirse a sí mismo lo había hecho como un obispo y un siervo de Dios, queriendo así demostrar su humildad y que no buscaba su gloria; sin embargo, con tanta mayor inflexibilidad requirió el reconocimiento de los poderes del Papa. Después de todas las disputas de las semanas anteriores, se había encontrado la siguiente forma de expresión:
—«Además, manifestamos que la sede del Santo Apóstol y obispo de Roma es la primera en el mundo entero, y que el propio obispo de Roma es el primer sucesor de los apóstoles de San Pedro, el verdadero sustituto de Cristo y cabeza de toda la Iglesia en su condición de padre y profesor de todos los cristianos, y que él ha heredado de nuestro Señor Jesucristo todos los poderes de ser el pastor, gobernar y mandar en toda la Iglesia, y que él conserva todos estos privilegios tal como están definidos en la Santa Biblia y en los escritos de los santos. Además, renovamos la jerarquía del resto de los honorables patriarcas, heredada por los cánones, de forma que el patriarca de Constantinopla sea el siguiente después del santísimo obispo de Roma; el tercero, el de Alejandría; el cuarto, el de Antioquía, y el quinto, el de Jerusalén, conservando todos ellos sus privilegios y demás derechos».
Después de la lectura del texto de los latinos se pasó al de los griegos, y ahora fueron aquéllos los que observaron con toda atención que los griegos no intentasen colar en sus propuestas de cambio de forma nada que discrepase del espíritu del texto original, ni palabras que dieran pie a diferentes interpretaciones. Sin embargo, según pude entender, los textos eran tan iguales como lo pueden ser dos escritos en diferentes idiomas y redactados con diferentes maneras de pensar. Al menos el origen del Espíritu Santo se había explicado tan a fondo y sin ninguna posibilidad de un malentendido que no quedaba lugar a dudas.
Aquel texto era el resultado de tan inmensos esfuerzos, que nadie quiso debatir más sobre sus palabras, y los griegos prometieron presentarlo a su emperador y expresaron la viva esperanza de que él también lo aceptaría.
La madrugada se había convertido en un día de asfixiante calor y, cuando los cardenales se separaron de los griegos, el cardenal Cesarini me llevó aparte y me pidió que siguiera a los griegos y esperara la decisión del emperador, porque no podía estar tranquilo antes de que este asunto quedara aclarado. Yo había hecho también amistad con el arzobispo Isidro, en la medida en que un humilde escribano podía tener amistad con un eclesiástico de alto rango, y Besarión me trataba con tal cariño como si fuera su propio hijo. Por ello los representantes de los griegos no se opusieron, sino que me dejaron entrar con ellos al lado de la puerta para poder escuchar. Encontramos al emperador Juan yaciendo medio desnudo y en compañía de sus perros en la casita de su jardín, encima de cuyo tejado los criados vertían agua de vez en cuando, para refrescar el ambiente. Era evidente que había vuelto a beber demasiado vino la noche anterior, porque tenía los ojos hinchados y se quejaba de dolor de cabeza. No obstante, incluso él tenía tanta curiosidad por conocer el borrador del tratado definitivo, que no rechazó sus obligaciones sino que mandó traer vino y fruta para los obispos y tomó el papel en sus manos. Nada más leer las primeras palabras se enfadó y gritó que su nombre también debía aparecer en el principio o, en caso contrario, había que eliminar el nombre del Papa Eugenio. Murmurando, siguió leyendo y bebiendo vino, pero, aunque por culpa del calor y de su propia comodidad, había dejado a un lado las ceremonias imperiales, no permitió que los obispos se sentaran, y les obligó a estar de pie ante él todo el tiempo. Los perros le olisqueaban las piernas y le mordisqueaban los bajos de las capas.
—No tenían derecho alguno a hacer la añadidura en el credo —explotó—. Nosotros lo sabemos tan bien como ellos, pero aceptémosla en bien de la paz.
Sin embargo, al llegar al final exclamó:
—¡No, de esto ni hablar! De ninguna manera el Papa puede reivindicar para sí privilegios basados en los escritos de los santos padres de nuestra Iglesia dirigidos a los Papas, a pesar de que, por pura cortesía, le hubieran llamado con los nombres más pomposos. Jamás aceptaré este texto. El Papa debe eliminar esta parte o modificarla, o de lo contrario nos marcharemos sin haber conseguido nada.
Besarión intentó decir que era el ferviente deseo de todos el poder declarar la unión de las Iglesias al día siguiente, lunes, festividad de san Pedro y san Pablo. Pero el emperador no quiso escucharle.
—También han pasado ya dos festividades de Pascua florida —contestó—. Hay que volver a tratar estos dos pasajes, y no quiero que el Papa se refiera ni siquiera a la Biblia como base de sus poderes. Sus privilegios y sus poderes gubernamentales deben regirse a base de las decisiones de los anteriores concilios.
Tiró el documento al suelo y Besarión tuvo que inclinarse para recogerlo antes de que aquel perro de manchas negras y blancas lo tomase en sus fauces. Siguiendo su consejo, me fui rápidamente al monasterio de Santa María Novella para informar al cardenal Cesarini de las protestas del emperador y exhortarle a que pidiera en el acto una audiencia con él para rechazarlas. En el monasterio, tuve el gran honor de ser llevado directamente al despacho del Papa Eugenio, que esperaba con impaciencia, junto con Cesarini y el cardenal Traversari, si realmente se podía declarar la unión de las Iglesias al día siguiente. Su rostro estaba aún más delgado —se decía que había estado varios días rezando y ayunando—, sus negros ojos ardían y en su cara no se veía ni una gota de sudor, en contraste con el que se veían en las de todos los demás. Relaté rápidamente las protestas del emperador y con qué terquedad había tirado el papel a las fauces del perro, de donde lo había salvado Besarión.
El Papa se afligió profundamente y dijo:
—Con mucho gusto, que se ponga su nombre al principio del manifiesto, y yo le llamaré, si hace falta, mi hijo más querido, y que se mencionen a los patriarcas y a sus representantes en el principio del texto si así lo desea, porque esto carece de importancia. No obstante, los escritos de los santos profesores y las cartas que han dirigido a la sede del apóstol son el mejor y él más convincente testimonio de la primacía del Papa dentro de la Iglesia antes del cisma, y ahora todo vuelve a quedar sin atar y expuesto a interpretaciones, si sólo nos vamos a referir a las decisiones tomadas en los primeros concilios. Por lo tanto, debemos negociar y volver a negociar, y yo ya no puedo más.
Se angustió, levantó las manos y exclamó:
—¡Señor, Señor, ten piedad de mi debilidad y dame fuerzas por tu Hijo Jesucristo! ¡Derrama en mí el Espíritu Santo para que todavía pueda soportar este trance! No por mí, no por mi gloria, sino por tu Santa Iglesia. Una Iglesia, una cabeza, un pastor, ésa es tu propia voluntad, ya que diste a san Pedro las llaves del Reino de los Cielos.
Después de rezar se tranquilizó, tomó un aire majestuoso y pidió a los cardenales que fueran sin demora a ver al emperador, proponiéndole la siguiente forma para el principio del manifiesto:
—«Eugenio, obispo de Roma, siervo de los siervos de Dios, para su eterno recuerdo, en concordancia con nuestro hijo más querido, su majestad el emperador de los griegos Juan Paleólogo y con nuestros honorables hermanos los sustitutos de los patriarcas y de los demás representantes de la Iglesia oriental».
Sin embargo, no quiso tocar el tema del fundamento de los privilegios del Papa en los escritos de los santos profesores, ya que también se basaba en estos escritos la interpretación de las cuestiones religiosas.
Exhausto, me permitió que le besara la zapatilla una vez más, me puso una mano sobre la cabeza y me llamó buen hijo.
Después de esto siguieron tres días de frecuentes visitas entre la residencia del emperador y el monasterio de Santa María Novella. El molesto calor hizo que los griegos acusaran airadamente a los latinos por impedir la unión de las Iglesias, y que los latinos culparan de todo al emperador, hasta que ambos grupos se separaron enfadadísimos. Al final, el Papa tuvo que doblegarse a que su posición se definiera de la siguiente forma:
—«Hasta el punto que estos derechos están incluidos en las decisiones de los concilios ecuménicos y en los sagrados libros canónicos».
Aquellas palabras quemadmodum etiam significaron una dolorosa derrota, pero, a fin de paliarla, los griegos accedieron a que, una vez firmado el tratado, se publicara una explicación conjunta al efecto de que, según Juan Crisóstomo, creían que las palabras de la eucaristía por sí solas convertían el pan y el vino en el verdadero cuerpo y en la verdadera sangre de Cristo y que sólo estas divinas palabras del Salvador contenían toda la fuerza para convertir el pan y el vino. No habían querido aceptar este concepto dentro del texto del manifiesto de unión propiamente dicho por temor de caer en desgracia, dado que pudiera haberse interpretado como si hasta ahora no lo hubieran creído y por ello habían necesitado aquel rezo posterior a su eucaristía para que el pan y el vino, verdaderamente y gracias al Espíritu Santo, se convirtiesen una vez ingeridos por los fieles.
Y así ocurrió el increíble milagro de que, a primera hora de la mañana del jueves, nos reunimos todos en la iglesia de San Francisco para escribir el texto definitivo de la unión sobre el mejor pergamino. Los griegos quisieron que su propio calígrafo ejecutara el texto en griego y que éste fuera escrito al lado izquierdo del pergamino y el latín, al lado derecho. Luego, los griegos debían firmar su propio texto y los latinos, el suyo. El texto griego sería ratificado por el emperador Juan con el sello de oro más grande de todo Bizancio, y el latino con la bula del Papa Eugenio.
Después de que ambos textos fueran examinados y declarados idénticos de contenido, el calígrafo empezó su trabajo, que concluyó por la tarde. En un ambiente de alegre expectación y concordia, los cardenales y los griegos conversaban entre sí sobre la filosofía de Platón, sobre Plotino y sobre los escritos de los antiguos. Nosotros, los escribanos latinos, ya no quisimos provocar a los escribanos griegos, muy irritables, susurrándoles con toda la mala intención la palabra filioque, sino que todos actuamos con tanto cuidado como si estuviéramos pisando huevos.
Por fin, el calígrafo empujó su silla hacia atrás en la iglesia ya calurosa, se levantó y enseñó un texto impecablemente bonito, que arrancó exclamaciones de admiración incluso de los latinos, aunque fuera por pura cortesía. Por cuestión de forma, el cardenal Traversari empezó a leerlo a media voz, pidiendo que el cardenal Cesarini lo fuera comparando, una vez más, con el texto del borrador ya aceptado. Al llegar a las últimas palabras se le cortó la voz de repente, se sonrojo de rabia, cogió al calígrafo por el cuello como para estrangularle y gritó:
—¿Qué clase de traición es ésta?
Se había dado cuenta de que el calígrafo había añadido sin permiso de nadie la palabra todos en la frase relativa a los derechos de los patriarcas, de manera que en el texto definitivo rezaba: «Conservando todos sus privilegios y demás derechos».
De forma alguna el error era producto de la distracción, ya que había añadido la misma palabra en el texto griego y en el latino. Por ello, había suficientes motivos para sospechar que la añadidura se había efectuado en secreta concordia con los griegos y que, precisamente debido a esto, habían insistido en que su propio calígrafo escribiera el texto.
Los griegos preguntaban, en tono tranquilizador:
—¿Qué importa una palabra?
El cardenal Cesarini respondió:
—Paciencia, paciencia, debemos calmarnos y volver a escribir el texto, aunque tardemos hasta la noche.
Entonces, los griegos manifestaron abiertamente que no estaban de acuerdo. O el texto quedaba tal como estaba o no lo firmarían. En un pesado e irritado silencio, los griegos retrocedieron en compacto grupo hacia un lado de la iglesia, mientras los escribanos probaban los filos de sus cuchillos de sacar punta, y parecía que hubiera bastado una sola palabra para que se produjera una sangrienta pelea, tan a flor de piel estaban los nervios de todo el mundo.
Era evidente que aquella añadidura no podía carecer de importancia, ya que los griegos se aferraban tanto a ella. En voz baja, los cardenales conversaron entre sí y llegaron a la conclusión de que los griegos tenían la intención de interpretar, mediante dicha añadidura, que debían conservarse los derechos de gobierno de los patriarcas ejercidos durante el cisma, derechos que, según el espíritu del tratado, debían pasar al Papa. La consecuencia fue que el cardenal Traversari levantó la sesión con palabras bruscas e invitó a que todo el mundo abandonara la iglesia. Los griegos se marcharon gritando en tono arrogante:
—¡No firmaremos, no firmaremos!
El único que se calló fue Besarión, que andaba cabizbajo como un enorme perro avergonzado. En cuanto los griegos hubieron salido, el cardenal Cesarini rompió a llorar debido a la decepción y el choque emocional. Y es que era evidente que los griegos pensaban reconocer sólo en la forma la primacía del Papa, para conservar para los patriarcas de su propia Iglesia todos sus derechos, manteniéndose así como una Iglesia dentro de la Iglesia, a pesar de toda posible unión.
Así, una vez más, parecía que todo estaba perdido y, en medio de un excitado barullo de voces, reprochábamos a los griegos el ser traicioneros y defraudadores; alguno de los cardenales llegó incluso a afirmar que, aparentemente, los griegos no habían tomado nunca en serio la unión de las Iglesias y que, en consecuencia, era mejor que este maldito y ficticio tratado quedase sin firmar y que fueran los griegos los que tuvieran que cargar con la vergüenza.
Los griegos se encerraron en sus casas, y al día siguiente no ocurrió nada. El ambiente estaba cargado de estancada expectación, como antes de una tormenta. Era viernes y, después de la caída de la tarde, observando los alrededores y vigilando que nadie me siguiera, caminé por la callejuela hasta la parte trasera de la casa de la señora Ghita, abrí la puerta del jardín y la cerré con llave detrás de mí. La noche era muy oscura y calurosa. A lo lejos se podían ver las luces de los relámpagos y oír unos apagados truenos. A tientas, encontré la pared y la puerta de la casita del jardín. Una vez abierta la puerta, oí en la oscuridad la temblorosa voz de la señora Ghita:
—¿Eres tú, Juan?
Luego sentí sus temblorosas manos en las mías. Sintiendo un nudo en la garganta producido por una enorme melancolía y frustración, la abracé y la besé. Sollozando y temblando respondió a mi beso, y me llamó su cariño y su único amor. Luego, no hubo más que la ardiente tumba de la pasión en la que nos hundimos, y en aquel instante nada en el mundo hubiera podido impedirlo, ni ella ni yo, ni la vergüenza ni el miedo al infierno.
Por la noche, la tempestad descargó sobre Florencia. Parecía que el cielo y la tierra se rajaran y que los edificios se derrumbaran estrepitosamente a nuestro alrededor. A la intermitente luz azul de los rayos, la mujer escondió la cara contra mi pecho, y me pareció como si mi cuerpo y mi corazón hubieran sido de ceniza. No experimentaba otro deseo más ferviente que el que un rayo me tocase y me matase, para no tener que vivir la mañana del despertar.
Pero llegó la mañana y llegó el despertar. La señora Ghita no se tapó ante mí mientras yacía relajadamente a mi lado; supongo que se sentía tan desconsolada como yo, y por ello me resultaba más cercana. Invadido por el asco, la repugnancia y una inconsolable ternura, miré su rostro gris y sin vida y sus sudorosas greñas de pelo. Su descubierto cuerpo era el de una mujer de mediana edad, blanco y como si fuera mantenido con vida artificialmente, que parecía haber empezado a florecer voluptuosamente durante la noche por la gracia del contacto conmigo. Sin embargo, no me alegré al ver sus fláccidas carnes y las azules venas que se veían a través de la piel. La miré con horror para borrar de mí para siempre el deseo de tocar a una mujer, hasta que sus oscuros ojos encontraron los míos en una mirada abierta y honesta, y me dijo:
—Así me has dejado. ¿Me odias ahora?
—¿Por qué debería odiarte? No soy mejor que tú —le contesté. Apoyé la cabeza en las manos y proseguí diciendo—: El placer y la tentación de los sentidos es la tumba y es una muerte lenta. Si no lo sabía ya antes, ahora lo sé.
Al cabo de un rato, añadí:
—Voy a irme de Florencia.
—¿Yaciste conmigo para castigar tu carne? —me preguntó Ghita.
—No lo sé —respondí.
Después de una pausa, me dijo:
—Estoy encerrada en la misma tumba contigo y los gusanos me están comiendo. Este gusano no se muere, ni se apaga este fuego, y me horrorizo de mí misma y me horrorizo de ti. Pero ten piedad de mí y no te vayas todavía.
—Hasta ahora ninguna mujer ha sabido seguir mis pensamientos como tú, Ghita —le dije—. Por esto me siento muy compenetrado contigo y me parece como si fueses parte de mí, una terrible parte, y seguramente te amaría si tuviera la capacidad de hacerlo. Pero no tengo más que mi absoluta frialdad, mi absoluto egoísmo y un absoluto odio hacia mí mismo por ello. Por este motivo, no puede haber gracia para mí, porque ni yo puedo tener piedad de mí mismo.
—Mi cuerpo, mi alma y mi espíritu sólo te llaman a ti —me contestó—, y si eres un ángel de las tinieblas caeré en las tinieblas contigo y no pido más.
Fui a la puerta y miré el jardín, mojado después de la lluvia. Gotas de agua seguían cayendo de las hojas de los frutales, y brillaban a la luz del sol. Había azuladas palomas que picoteaban el suelo, el cielo estaba límpido y luminoso y el sol parecía nuevo con su fresco resplandor. Este mundo de lo finito que mis ojos veían era sólo una tumba, y mi cuerpo vivo también era sólo una tumba y estaba regido por las leyes de la tumba. Sin embargo, aquella mañana nuestra tumba me parecía terriblemente hermosa.
Tres noches me quedé con ella sin salir de la casa durante todo el tiempo. Ghita era humilde y silenciosa y no la odiaba al mirar sus oscuros ojos, desnudos ante el amor. Nuestra pasión era desesperada e imposible, pero cuando se me acercó en la oscuridad buscándome, me sometí a ella para desarraigar hasta el último residuo de mi orgullo corporal. No sabía si, procediendo como procedí, le hice un bien o un daño, y tampoco quise pensar en ello. Ella me decía que le hacía un bien. No la odié por su fealdad; tuve compasión de ella por su desgracia y no consideré como pecado lo que hacía, sino que más bien lo hice como penitencia o como una obra piadosa, siendo bueno con ella como me pedía.
En el transcurso de este tiempo, maduró en mí la decisión de abandonar Florencia. Ghita no se opuso, al percatarse de que, en todo caso, no podía detenerme, y que no podíamos seguir así por más tiempo.
—Si para ti ha sido pecado lo que ha ocurrido entre nosotros —le dije—, págalo como mejor te parezca y como te mande tu conciencia. No obstante, el pecado más grave sería el que yo me quedara en Florencia y volviera a ti una y otra vez hasta que todo se convirtiera en un hábito, que crearía una repugnancia entre nosotros. Si yo me voy, podremos perdonarnos mutuamente y seguir nuestras vidas cada uno en su ambiente.
Ni siquiera me acordé de que era rica hasta que me ofreció dinero con extrema humildad.
—No tengo otra cosa que darte —dijo—. Así de pobre soy. Sin embargo, me alegraría pensar que el dinero te pueda ayudar en tus viajes, porque no soporto la idea de que sufrieras necesidades y contratiempos y, por causa del dinero, tuvieras que humillarte ante la gente.
Sin decir una palabra acepté la bolsa que me ofrecía, sin contar el dinero. El lunes por la mañana nos besamos como despedida, y ella me dijo:
—Perdónamelo todo.
—Perdóname tú también —le contesté.
Así fue como nos separamos, y yo dejé su casa.
Una vez en la calle, vi a mucha gente vestida de fiesta que se dirigían hacia la catedral. Sorprendido, pregunté qué había pasado.
—Los griegos han firmado —me contestaron—. ¡Júbilo en los cielos y alegría en la tierra, porque hoy es un día feliz para toda la cristiandad!
Una enorme multitud de personas se había congregado delante de la catedral, y en las calles adyacentes se podían distinguir, por encima de las cabezas de la gente, mitras griegas y latinas que avanzaban hacia el templo, mientras la multitud saludaba a los obispos con júbilo y ondeando ramas de árboles. Pude abrirme camino hasta la entrada y, cuando me reconocieron, los guardias del Papa me dejaron pasar. La catedral estaba repleta de eclesiásticos y de nobles florentinos, todos excitados y jubilosos. Cuando entraron el Papa Eugenio y el emperador Juan llevados en sus literas, todo el mundo empezó a cantar el Te deum.
Así tuve ocasión de escuchar al cardenal Cesarini leer en latín el manifiesto sobre la unión de las Iglesias, y a Besarión leer lo mismo en griego, después de lo cual se unieron en coro tanto los griegos como los latinos, gritando que lo aceptaban. Pero la palabra «todos» había quedado en el manifiesto, y ni poniéndome de puntillas pude distinguir entre los griegos la sombría figura de Marco Eugénico. Leído el manifiesto y aprobado públicamente, el Papa Eugenio ofició, auxiliado por los cardenales, la misa más brillante que había presenciado Florencia hasta la fecha.
Yo experimentaba la sensación de estar soñando y que, en mi corazón, ya me había ausentado de todo esto. Quería pensar que aquél era el día de fiesta más importante de la cristiandad desde hacía varios siglos, y que la unión de las Iglesias oriental y occidental despertaría a los países occidentales, eliminaría las disputas dentro de la Iglesia, reconciliaría a los príncipes y dirigiría a los pueblos unidos en una cruzada contra los turcos. Ahora todo ello me parecía carente de sentido. ¿Qué me importaba a mí que la civilización griega volviera a fructificar y a espiritualizar a los países occidentales? Las páginas de Homero se habían muerto para mí, y los escritos de los antiguos no podían liberar mi alma de la prisión del cuerpo. Miraba las excitadas y alegres caras de la gente, vi cómo los obispos griegos y latinos cambiaban besos de hermandad, vi el lujo del oro y de la plata de los valiosos cálices, los bordados de perlas y piedras preciosas en los atuendos eclesiásticos, la corona de plumas del emperador Juan, y su rostro sombrío y altanero; pero todo esto lo vi tan sólo para decirle adiós.
Entre el júbilo del día, el doctor Segundino ni me preguntó dónde había estado y por qué no me había presentado a mi trabajo. Le rogué me escribiera un certificado sobre mis conocimientos de idiomas y sobre mi actuación como escribano en el concilio, a fin de no levantar sospechas al caminar por las tierras de Italia.
—¿No pensarás marcharte? —me preguntó—. Te debemos parte de tu sueldo, y primero hay que arreglar el viaje de regreso de los griegos; luego, podemos esperar cobrar nosotros.
—Olvídese de mi sueldo —le contesté—. No me lo he ganado. Y perdone, querido doctor, mi terquedad y mi orgullo.
Me miró extrañado, con melancólica expresión, pero en cuanto me vio la cara no me hizo más preguntas, sino que me escribió un precioso certificado en el que me recomendaba a toda la gente de bien. Después me despedí de mis compañeros escribanos, repartí entre ellos la ropa que me sobraba y di dinero a Maese Mateo pidiéndole que bebiera a mi salud. Aún tenía bastante dinero ahorrado, sin contar la bolsa que me había regalado la señora Ghita. Por ello volví una vez más al monasterio de los franciscanos, lo di todo al primer monje que encontré, y le dije:
—Repartid este dinero entre los pobres y rogad que recen por mí.
Curioso, abrió la bolsa y gritó, lleno de sorpresa:
—¡Dios mío, aquí hay al menos cien monedas de oro! No puedo aceptar una cantidad tan grande. Debes llevarla al prior o al administrador para que puedan bendecirte.
Sin escucharle, dejé la bolsa en sus manos y me fui a toda prisa, conservando sólo unas monedas de plata para no tener que recurrir a las limosnas de la gente, al menos durante los primeros días. De esta forma, lo único que me quedó era la ropa que llevaba puesta y mis utensilios de escribano. Ni a Homero quise llevar conmigo, de forma que lo llevé al prestamista de libros pidiéndole que lo guardara y que lo vendiera si yo no aparecía para reclamarlo. Por un capricho de la Providencia, vi entre sus libros los Evangelios en griego. Le pregunté si cambiaría aquel pequeño libro por mi gran volumen de Homero y él aceptó gustoso, considerando que yo debía de estar loco.
A la caída de la tarde, vi cómo los fuegos artificiales empezaban a brillar en Florencia, mientras subía por un polvoriento camino hacia las colinas teñidas de púrpura. Estaba en la misma situación con que había empezado, pobre y libre, pero mi libertad me sabía amarga. En la oscuridad de las colinas, mientras la gran ciudad ardía abajo, a la rojiza luz de los fuegos artificiales, me arrodillé y recé en voz alta:
—Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí.
Sólo la oscuridad oyó mi ruego, y nada me tuvo piedad ante mi tumba. Por fin me eché al suelo y lloré desconsoladamente. La tierra desprendía calor para mi frío, la tierra tuvo piedad de mí, y al final me dormí con la cabeza apoyada en el tibio seno de mi única madre.
Desde julio hasta septiembre fui caminando por las tierras de Italia sin destino alguno, hasta que un día luminoso de principios de octubre vi delante de mí las amarillas murallas de la ciudad de Asís, situada en la ladera de un valle entre montañas. Me paré para dar paso a una litera acompañada de jinetes, pero la litera se paró, la señora Ghita bajó de ella, se tiró al suelo, me abrazó las rodillas, y me dijo, llorando:
—¡Por fin te encontré, Juan, y ya no me burlo de mí misma por darle a Dios las gracias por ello!
Me había crecido el pelo, llevaba barba y estaba sucio, pero también era libre y, según entendía, nada me ataba. Por ello me desasí bruscamente de sus brazos, contestándole:
—No tengo nada que ver contigo, mujer, no me persigas.
—Sé todo lo que has hecho —respondió ella—, sé que has regalado tus ropas y repartido tu dinero entre los pobres, y que hasta has vendido tus libros. Con muchos dolores y molestias he ido siguiendo tus huellas y por fin te he encontrado. Y no me puedes rechazar, sino que debes volver y casarte conmigo, porque ya llevo casi cuatro meses de embarazo de ti.
Me pareció como si un rayo hubiera tocado la tierra a mis pies, el suelo empezó a balancearse, se me nubló la vista, y al instante supe que no tenía salvación. Debilitado por el caminar y por el hambre, perdí la conciencia y caí en los brazos de Ghita, oyendo el ruido de lo que me parecía un inmenso océano.
La señora Ghita llamó a sus criados, me dio palmaditas en las mejillas y vertió lágrimas en mi cara. Llevaba en su séquito a un padre franciscano y a un sabio jurista que traía todos los papeles necesarios. Antes del atardecer estábamos casados ante Dios y ante los hombres, y yo, sin quererlo, me había convertido en uno de los hombres más ricos de Florencia. Así terminó mi vagabundeo, en octubre de 1439.