V

Después de innumerables disputas entre los griegos, y en cuanto Besarión y Marco Eugénico hubieron presentado las tesis sobre sus respectivos dogmas en cuanto al purgatorio, llegamos por fin al punto en que los griegos presentaron, como manifiesto definitivo, un documento en el que se leía: «Antes de la resurrección del cuerpo, el castigo de los condenados no es completo. El castigo completo no entra en vigor antes de que el cuerpo resucitado haya recibido su parte del castigo. De la misma manera, los piadosos disfrutan como almas de la beatitud inmediatamente después de la muerte, beatitud que el alma puede sentir, pero la resurrección del cuerpo añade a esta beatitud un éxtasis que hace que el cuerpo resplandezca como el sol».

Los griegos no quisieron dar más explicaciones sobre su credo y rehusaron toda conversación complementaria sobre el tema. Dado que ni ellos mismos conocían del todo los detalles de su religión, aceptando sola y exclusivamente lo que los Padres de la Iglesia habían siempre testimoniado, en todas partes y unánimemente, y habiendo dejado las manifestaciones contradictorias a la libre elección de cada uno, incluso este resultado lo consideramos como una pequeña victoria, a pesar de que estaba en abierto conflicto con el claro y sencillo dogma de la Iglesia católica. Aquel día mi tarea fue apuntar lo que dijo Besarión durante el debate libre, y fue fácil porque habló en griego y él mismo se tradujo al latín, sin necesitar para ello la ayuda del doctor Segundino. Después puse a toda prisa en limpio mis apuntes, y pasé por mi vivienda para cambiarme de ropa a fin de llevar enseguida el texto a Besarión, para que lo revisase y corrigiese, con la esperanza de que, mientras tanto, me permitiría leer a Suidas, tal como había acontecido en anteriores ocasiones.

Pero mi guapa patrona me esperaba en las escaleras de mi vivienda. Generalmente, cuando nos veíamos me dirigía una secreta sonrisa, pero esta vez estaba asustada y me dijo que me esperaba un extraño y temible visitante, que se había ido a mi habitación sin pedir permiso. En vano le pregunté qué era lo que había de tan temible en el visitante. La patrona no lo supo explicar, se limitó a hacer la señal de la cruz y me rogó encarecidamente que sacara de la casa al extraño forastero cuanto antes.

Empezaba a ser la hora del crepúsculo, y en mi habitación, al lado de la puerta y de pie como si hubiera estado allí desde el amanecer de los tiempos, había un hombre todavía joven, pálido como la muerte y con algo salvaje e indómito en la mirada. Su negra barba estaba descuidada y no dejaba de apretar su capa contra su cuerpo, como si tuviera frío a pesar del calor estival. Era cierto; había en él algo tan extraño y antinatural que me estremecí al verlo.

—¿Qué quiere de mí? —le pregunté, enfadado.

—¿No me conoces? —me preguntó a su vez, con una misteriosa sonrisa, exenta sin embargo de malicia.

Sacudí la cabeza con vehemencia y se me ocurrió que tal vez se trataba de un loco.

—Mírame bien —me pidió, mientras la habitación iba quedando cada momento más en la penumbra, de forma que su cara aparecía ante mis ojos con un tono de fantasmal blancura—. ¿O es que los zorros royeron tanto mi cara que ya no me reconoces?

Mi cuerpo quedó bañado por un sudor de pánico.

—¿Está delirando? —le pregunté.

Se movió como para acercarse y yo levanté las manos para rechazarle, porque me parecía que de él salía un aire frío que me rozaba la cara.

—¿No eres tú quien enterró en la aldea un cadáver que habías encontrado en el bosque? —preguntó—. Bien. He venido para darte las gracias por lo que hiciste, pero ¿tienes algo que identifique a la persona que enterraste?

Aliviado, pensé que era alguien en busca de un pariente desaparecido. Saqué la hebilla de cinturón y acto seguido se la enseñé.

—Exactamente —dijo, y abrió la capa y me mostró una hebilla idéntica en el cinturón—. Soy el mismo, pero no debes temerme ni sospechar de mí. Sólo he venido para buscar mi hebilla y darte las gracias, ya que me has hecho el servicio más grande que un ser humano puede hacer a su semejante. Por eso sólo deseo tu bien.

—¡Váyase! —grité, y todo mi cuerpo empezó a temblar de pánico—. ¡Usted está loco o me está gastando una horrible broma!

—Hermano mío —dijo—, la hebilla que tienes en tu mano es testimonio de que eres mi hermano. Lo que más desees en este mundo, yo lo haré realidad. Tan verdad es que me he levantado de la tumba para darte las gracias, como lo es que tu deseo más ferviente se realizará.

Me parecía sentir en su alrededor el gélido aire de la muerte y, sin poder moverme, creí que estaba sufriendo una pesadilla. Entonces se me ocurrió una idea descabellada, una loca esperanza se despertó en mí y, a fin de responder a la broma con otra aún más horrenda, le contesté:

—Aunque seas el mismo diablo, cumple tu promesa y déjame ver a Beatriz una vez más.

—Beatriz —repitió—. ¿De verdad no deseas nada mejor, una vez que puedes elegir?

Negué con la cabeza; tenía reseca la garganta. Se encogió de hombros y dijo, en tono despectivo:

—Esta misma noche estará en tus brazos, si me devuelves la hebilla.

Entonces ya no pude más que soltar una carcajada; su promesa era demasiado descabellada.

—No sabes lo que dices —le contesté—. Ello demuestra que eres un estafador y no pienso devolverte la hebilla. Es mía y no tuya.

Miró a su alrededor, como si ya hubiera estado demasiado tiempo conmigo.

—Pues guárdate la hebilla —dijo—. ¿Para qué me sirve ya ahora? Sin embargo, para que me creas, hágase realidad tu deseo. Gracias por el servicio que me prestaste. Jamás volverás a verme.

Dio una rápida vuelta, salió por la puerta y la cerró sin el menor ruido; y no pude oír sus pasos por la escalera. Recuperándome de mi momentánea parálisis, abrí la puerta violentamente y corrí detrás de él, pero, ya en la calle, aunque miré en todas direcciones, no pude verlo, aparte de que ya había oscurecido. Sospeché que debía de pertenecer a una hermandad secreta o a una banda de ladrones, cuya señal de identificación era esa complicada hebilla. Después de haberse enterado del hallazgo del cadáver, había querido asegurarse con sus propios ojos de la identidad del difunto y, como mejor procedimiento, había considerado que me debía asustar con sus cuentos a fin de que yo no fuera husmeando sus huellas. Le habría sido fácil obtener del cura mi nombre y dirección. Ésa debía ser toda la verdad. Un hombre más supersticioso se habría quedado confuso, pero a mí se me despejó la cabeza cuando el visitante cayó en la trampa que le tendí, prometiéndome que la misma noche tendría a Beatriz en mis brazos. Para cumplir con esta promesa habría tenido que ser realmente el diablo. Volví a reírme, pero no obstante sentí escalofríos por todo el cuerpo y estuve observando toda la estancia mientras me ponía mis mejores ropas. Me arrepentí de no haberlo tocado, para sentir con mis propias manos que sólo era de carne y hueso.

Cuando me disponía a salir, mi patrona se levantó de su silla de tejer y me preguntó:

—¿Ya salió? ¿Quién era aquel terrible hombre?

Se me acercó, con aquella tierna y secreta sonrisa en los labios, y me arregló el cuello de la camisa. Le contesté que el hombre se había marchado y que ya no debía tener miedo.

—No suelo tener miedo —dijo—. Pero mi marido está de viaje y a ese forastero sí que le temí. Por ello voy a cerrar la puerta con llave. Si llega tarde, llame fuerte, porque tengo un sueño profundo.

Su marido era comerciante de sal, y a veces viajaba a Comanchio. A mí me pareció excesivo que se levantara por mí, ya que tenía a su sirvienta, pero me dijo que, en verano, ésta dormía en la buhardilla del establo debido al calor.

—No piense que me molestará, señor Juan —me dijo—. Le sirvo con mucho gusto, ya que siempre se comporta conmigo con buenos modales y cortesía. ¿No echa de menos a su padre, a su madre y a sus hermanos, estando solo en esta ciudad extraña para usted?

Su repentina locuacidad me molestó, pero pensé que charlaba por el mero hecho de sentirse aliviada al haberse librado de mi visitante. Casualmente, en aquel momento su hijo empezó a llorar, por lo que tuvo que ir a consolarle. Sin sentir vergüenza alguna ante mí, abrió su vestido y descubrió un blanco y redondo pecho y empezó a dar de mamar al pequeño, con aquella secreta sonrisa en la cara. Era una mujer corpulenta y hermosa, y sus ojos eran como de terciopelo marrón. Me fui rápidamente, porque al mirarla el calor había subido a mis mejillas.

Me había entretenido demasiado. Besarión me vino a recibir en la puerta de su casa, me tomó del brazo y me llevó consigo a toda prisa.

—Rápido —me dijo—. Ya llegamos tarde para la compañía de las musas. El príncipe de los médicos y de los filósofos nos está aguardando.

Sus palabras me confundieron tanto que le seguí, tartamudeando algo sobre la revisión de los textos. Su amplio rostro empezó a tomar color, debido al enfado, y pronunció una expresión irreproducible sobre el mejor uso que se podía dar a aquellos papeles. Era evidente que los griegos habían vuelto a pelearse entre ellos, porque parecía que aquellos de sus obispos que eran contrarios a la unión ya odiaban más a Besarión que a los latinos.

—El emperador ha vuelto a prohibir todas las discusiones —dijo—. Sigue cazando, y está exterminando los ciervos y los faisanes del príncipe. Lo único que se necesita para la unión es buena voluntad, que es precisamente lo que falta. Si al menos se pudiera llegar a un acuerdo sobre un principio general: In necessariis unitas, in dubiis libertas, es decir, aprobar los testimonios idénticos y, en cuanto a los conflictivos, permitir que cada uno crea lo que le parezca más verdadero, mientras no esté reñido con los dogmas. Y eso es exactamente lo que ambas partes temen más que al mismo Satanás. La Iglesia de la ley y la Iglesia de la libertad son incompatibles. En consecuencia, busquemos consuelo en la compañía de las musas y vayamos a ver si los filósofos de nuestro tiempo pueden llegar a un mejor acuerdo entre sí sobre las diferencias que hay entre Platón y Aristóteles.

Siempre agarrado a mi brazo, me llevó a un iluminado jardín desde el cual se oía la música de trompetas y tambores, y donde las mesas de banquete estaban iluminadas por las inmóviles luces de las velas en la calurosa noche de verano. Entonces fue cuando intenté liberar mi brazo, diciéndole que a mí no me habían invitado.

—Tanta más vergüenza para los latinos —me contestó, tan despreocupadamente que empecé a sospechar que había bebido vino de antemano, para consolarse de su disgusto—. Me pidieron que invitase a una persona de mi elección, pero en este instante no tengo a nadie lo suficientemente agradable entre mis compatriotas, y por eso te elijo a ti.

Me llevó entre la risueña y bulliciosa multitud que estaba en el jardín del doctor Benz. En el lugar de honor se hallaba sentado el propio marqués Niccoló y, mezclados entre sí, sabios latinos y griegos. Reconocí al primer bibliotecario del emperador y a Gemisto Pletón con su blanca barba; pero, luego, me quedé deslumbrado y ya no vi a nadie más que a la hija del príncipe, Beatriz, que estaba colocando hermosas coronas de flores en la cabeza de los invitados.

En mis ojos, era como la misma primavera. Había atado sus rubios rizos con una cinta de plata e iba vestida a la griega, pero, según la última usanza francesa, había dejado desnudo un pecho, que tapaba sólo con un transparente velo. Sus brazos estaban desnudos, y en sus también desnudos pies llevaba sandalias de plata, cuyas igualmente plateadas cintas rodeaban sus delicados tobillos. Un niño desnudo y con el pelo rizado andaba detrás de ella portando una cesta, de la que ella escogió una corona que colocó en la cabeza de Besarión.

—Platón, en sus banquetes, no prohibió la entrada a jóvenes guapos —dijo Besarión—. Esta noche, el valor del invitado lo determina exclusivamente su anhelo por el bien sublime, por el conocimiento y por la perfecta belleza. No reconocemos otro rango o valor.

Me empujó y me colocó delante de Beatriz. Estremeciéndose, aquella hermosísima muchacha reconoció mi cara. Se ruborizó, pero no desvió su mirada de mis ojos y, sonriendo, puso una corona de flores en mi cabeza. Muy consciente de su belleza, soportó con los ojos brillantes las miradas de admiración de todo el mundo. Si me hubiera atrevido, me habría arrodillado ante ella para adorar su hermosura. Estaba confuso y deslumbrado y, a la vez, me pareció que la sangre se me helaba en mis venas, al darme cuenta de lo que significaba este inesperado encuentro. Por suerte para mí, Besarión me llevó hacia adelante y me presentó al anfitrión. Se decía que el doctor Hugo Benz, gordo y lleno de la alegría de vivir, dominaba con igual competencia todos los sectores de la sabiduría. Antes que en Ferrara, había dado clases inmortales en Florencia, Bolonia, Padua, e incluso en la Universidad de París. Se levantó para abrazar a Besarión y permitió que yo le besara respetuosamente una mano. Ya estaba lo suficientemente alegre por culpa del vino para no prestar demasiada atención a mi presencia. Haciendo sitio a su lado para Besarión, indicó con toda discreción al camarero que me llevase a una mesa lateral, a la sombra de los arbustos, más propia de mi rango.

Si había anhelado tener conocimientos, esta noche tuve la oportunidad de mi vida de obtener cuantos pudiera desear, recibiéndolos, además, directamente de los labios de los más famosos sabios de mi tiempo. Era evidente que la mayor parte de los invitados había empezado la tertulia ya por la tarde, en el jardín y al lado de las mesas, pero, después de nuestra llegada, la conversación se centró alrededor de nuestro anfitrión. Éste, en voz alta, retó a todos los presentes a preguntarle cualquier cosa sobre el ramo de la ciencia que fuera, prometiendo contestar con lo que los antiguos hubieran escrito sobre ello. Y, en efecto, respondió hablando tan bien y demostrando una tan profunda asimilación de la vieja sabiduría de los latinos y de los griegos, que hasta los oyentes más envidiosos se sintieron forzados a proclamar su admiración, aparte de que el abundante vino tuvo asimismo su parte en la benevolencia de los ánimos. Según avanzaba la velada, la discusión se concentró cada vez más en Platón y Aristóteles, en ideas y categorías, en realismo y nominalismo. El viejo Gemisto Pletón habló sobre Proclo y aclaró con metáforas prácticas las diferencias que existían entre Aristóteles y Platón, hasta que muchos de los latinos le dijeron, gritando, que preferían casar entre sí las doctrinas de ambos. Salió la luna, y los árboles y los arbustos del jardín empezaron a exhalar un pesado perfume, mientras el vino me calentaba el cuerpo como una pequeña llama.

Y es que no escuchaba. A mí me daba lo mismo si Dios era trascendental o inmanente, si Platón y Aristóteles eran los precursores de la doctrina de la Iglesia o si estaban en conflicto con ella, o si los conceptos generales y las ideas de Dios se hallaban en sus pensamientos y en sus criaturas o eran sólo palabras. Ni por vanidad tuve que aparentar estar escuchando con expresión de sabio, a punto para asentir con la cabeza cuando lo hacían los demás, tal como imitaban a éstos algunos jóvenes de la nobleza que ni siquiera comprendían suficientemente bien el latín. Y es que nadie me prestaba atención. Yo, por mi parte, sólo tenía ojos para Beatriz y sentí en todo mi ser que era joven, que estaba vivo y que añoraba la belleza en su más hermosa forma terrenal. Sus rubios rizos y sus pardos ojos, sus blancos brazos y hombros, su caprichosa, cautivadora y orgullosa sonrisa, todo en ella significaba más que la filosofía para mí. Nunca había tenido semejante sensación, y de la misma manera que la presencia de aquel extraño forastero en mi habitación me había cubierto de un sudor frío a la vez que me hizo pensar que el mundo de la realidad ocultaba secretos más temibles de lo que quería creer, igualmente tenía ahora la sensación de haber encontrado en mí mismo a un extraño, a un ser que ardía y deseaba fríamente, a un ser para quien ya nada tenía importancia salvo el conseguir un descabellado objetivo.

Me fue fácil observar que Beatriz empezaba a sentirse aburrida y quizá también abandonada, ya que nadie le prestaba ahora demasiada atención después de haber recibido la corona de sus manos y haberse juntado a seguir la complicada conversación. Por fin se levantó, cogió de la mesa una pequeña jaula de oro que contenía un pájaro de bonitos colores, y empezó a caminar llevándola en su mano como si fuera una linterna. Parecía distraída y sumida en sus propios pensamientos. Pasó por delante de mí y me miró directamente a los ojos, pero con expresión de no conocerme ya de nada ni de acordarse de mí, y se alejó entre los árboles hacia el jardín iluminado por la luna, hasta donde no llegaba la luz de las antorchas. Me levanté también y la seguí.

A la luz de la luna parecía una visión luminosa de otro mundo, mientras caminaba con el brazo en alto sosteniendo la pequeña jaula de oro, y con el hombro y el pecho desnudos. Con la cabeza un poco ladeada, miraba hacia adelante con ojos soñadores, teniendo cuidado de mantenerse siempre a la luz de la luna. Desde la sombra de los árboles me puse en su camino y le pregunté:

—¿Busca al hombre como Diógenes con su linterna?

La mujer se estremeció como si de verdad le hubiese despertado de sus sueños, aunque yo estaba seguro de que todo el rato había sido consciente de que la seguía.

—¿Cómo se atreve a hablarme? —me preguntó—. ¿Quién es usted?

Ya que me quedé callado, sonrió de repente y continuó:

—Ah, es uno de esos griegos. Me parece que le he visto en compañía del arzobispo Besarión.

Hasta entonces no caí en la cuenta de que, de verdad, me consideraba un griego. Delante de la iglesia había yo seguido a Besarión y aquí había acudido con él. Por si aquella equivocación me hacía más interesante para ella, no quise rectificarla.

—Los de allí —le contesté— se refieren a las escrituras de los antiguos para testimoniar la perfecta e incondicional belleza de Dios. Quizá los viejos desdentados necesitan tales testimonios. A mí me basta con mirarla a usted, alteza, para creer en la belleza del cielo.

—¿De verdad? —dijo—. Creo que se equivoca. Me han dicho que los ojos pardos no hacen juego con el pelo rubio. Además, tal vez mi boca es un poco demasiado grande y mi nariz algo chata aunque sea recta. Pero mi pecho es bonito y me atrevo a enseñarlo. Muchos de estos eclesiásticos tan estrictos no han querido mirarlo, sino que han desviado el rostro como si hubiesen temido la tentación. Pero una belleza perfecta no puede seducir a nadie, ya que es divina. A decir verdad, estoy disgustada por los reproches que he recibido, porque un vestido como éste está completamente permitido en la corte del rey de Francia, caso de que las mujeres tengan algo que enseñar. Como sabrá, este modelo lo ha ideado la hermosa Cecilia Sorel.

Hablaba con vivacidad y naturalidad, como si, al observar mi confusión y mi pasión, quisiera darme tiempo para recuperarme. Mientras hablaba iba dando vueltas, para que pudiera ver su vestido de todos los lados. Sonriendo alegremente, siguió diciendo:

—Dicen que es la mujer más hermosa del mundo, ¿verdad? Y también se dice que es de gran utilidad para el rey, porque su hermosura atrae al lado de éste a jóvenes e inteligentes hombres que quieren guerrear contra los ingleses. Yo era sólo una niña cuando éstos quemaron a la Virgen porque vestía ropas de hombre. A mí también me gustaría vestir como un hombre e ir cabalgando a la guerra. ¿Le gusta cazar con halcones?

—¿Por qué me lo pregunta? —le contesté, sorprendido.

—Oh, ¡no hay nada más encantador que ir a caballo al bosque temprano, por la mañana! —contestó—. Cuando el halcón, con un grito, se te levanta del brazo y ataca con sus afiladas garras a un faisán, haciendo volar por los aires un montón de plumas multicolores, siento la necesidad de gritar de alegría.

Me miró con ojos inquisitivos y rozó un brazo con una mano.

—Si le gustase la caza con halcones, pensaba que quizás alguna vez podría venir con nosotros. Ya sabe que mi padre está haciendo todo cuanto puede para que se encuentre a gusto en Ferrara.

Me di cuenta de que Beatriz se había equivocado por completo en cuanto a cuáles eran mi rango y mi posición, lo que me hizo desesperar.

—¿Cree en la brujería, alteza?

—¡Uy! —exclamó—. No me hable de cosas horribles y desagradables en una noche como ésta.

—Podría contarle una historia —le dije—. También se refiere a usted. ¿Ignora, seguramente, que desde la mañana de la Pascua sólo he estado pensando en usted y, como el más maravilloso de los regalos, sólo he deseado poder volver a verla?

—No comprendo lo que quiere decir —me respondió, altivamente—. ¿La mañana de la Pascua?

Sacudió la cabeza como si hubiera olvidado completamente nuestro encuentro en la escalinata de la iglesia.

—Es natural que no se acuerde de mí —me apresuré a decir—. Usted es el sol. Cualquiera que la vea queda deslumbrado, acordándose únicamente de usted. Yo sólo soy una sombra en su camino y desapareceré. No puedo, y ni siquiera lo intento, competir con todos los jóvenes nobles que seguramente estarían dispuestos a dar su vida por una sola mirada de usted. Pero permítame que le cuente mi historia. Es tan extraña, que no podría creerse que en nuestros tiempos ocurran cosas como ésta.

Dejó la jaula en un banco de mármol, se sentó y levantó la cara hacia la luna. Le conté rápidamente cómo, al pasar por el bosque, había encontrado un cadáver y, por seguir un impulso, lo había hecho enterrar; cómo aquel hombre fantasmal había venido para exigir su hebilla, y en señal de gratitud, me había prometido satisfacer mi deseo más ferviente, y cómo, de una manera tan inesperada, mi deseo se había hecho realidad.

Por lo que le conté debió entender que no era griego y que no tenía posición que me diera derecho a ni siquiera dirigirle la palabra. Me pareció como si, al escucharme, se hubiera vuelto más fría, y que no me había creído del todo.

—Enséñeme esa hebilla —me dijo, con suspicacia.

Saqué la hebilla de la bolsa que llevaba en la cintura y se la enseñé. La tomó y le dio vueltas en sus manos.

—Una insignificante hebilla de cobre —dijo con desdén, devolviéndomela—. Tómela, me da miedo.

Con la cabeza ladeada me miró con fijeza y dijo, con aspereza:

—Su historia es increíble.

—Tan increíble, que no habría podido inventármela.

—Nada de eso. Esa hebilla me hace temblar, como tiemblo cuando presencio una ejecución y veo cómo brota la sangre de un cuello cortado. Bien puedo creer que un alma vuelva a usted desde el purgatorio en forma de fantasma, porque es cierto que hizo un incomparable favor al pobre hombre. Sin embargo, si pudo usted desear cualquier cosa, jamás podré creer que se haya contentado con sólo verme. Esto es una mentira, y la dice sólo para complacerme. Y eso no me gusta.

—¡Pero, alteza Beatriz! —exclamé, para rechazar una acusación tan injusta. La joven levantó una mano para hacerme callar y dijo, en tono acusador:

—No, no, si tuvo usted la oportunidad de desear la mayor de las riquezas, una corona de príncipe, la mayor valentía en la batalla, o todo lo demás que pueda desear un hombre, ¿cómo se habría contentado con una cosa tan insignificante? Esto es lo increíble de su historia, y nada más.

Perdiendo la paciencia por culpa de una acusación tan poco justificada, exclamé:

—¡A pesar de todo, aquel difunto me prometió que esta noche la tendría a usted en mis brazos!

Beatriz se levantó de un salto y me miró como si hubiera querido pegarme.

—En sus brazos —dijo, como no creyendo lo que acababa de oír—. Eso no me lo contó al principio. Me está ofendiendo. Por tener un pensamiento tan vergonzoso quisiera matarlo.

Pero al estar cerca de ella, la increíble aventura que me había acontecido, el vino que había bebido, y aquel ardiente extraño que había en mí, para quien ya nada más tenía importancia, me excitó hasta que la tomé con vehemencia en los brazos y la besé una y otra vez, a pesar de la enérgica resistencia que opuso. Beatriz, al darse cuenta de que el resistirse no servía para nada, se quedó rígida en mis brazos y cerró los ojos. Así que, jadeante, la solté y le dije:

—Era verdad. El deseo se ha cumplido, y ahora puede ocurrirme lo que Dios quiera.

Beatriz no se marchó corriendo, como yo hubiera creído que lo haría, para llamar a los guardias o ir a quejarse a su padre el príncipe, por un comportamiento tan desvergonzado. No. Abrió lentamente los ojos y me miró con un extraño y frío brillo en ellos. Todo el cuerpo le temblaba, como si sintiera frío.

—Todavía nadie se ha atrevido a tratarme así —dijo al cabo de un rato, con voz tensa—. Pero esto me servirá de lección. Eso es lo que le ocurre a una si entabla conversación con un hombre sin educación, bruto y torpe. ¡Por Dios, si ni tan siquiera puedo contar a nadie que un paria sin apellido se ha atrevido a tocarme! Perdería mi reputación para siempre. Si tuviera un cuchillo se lo clavaría en el corazón, ya que no puedo pedir a nadie más que le inflija un castigo más horrible.

Levantó una mano y me pegó con todas sus fuerzas, primero en una mejilla y luego en la otra. Más que los golpes, me dolieron sus palabras, que demostraban el más profundo de los desprecios.

—Beatriz —le dije—, antes no conocía la pasión, pero ahora sí la conozco. Yo le daré un cuchillo y puede matarme. Sin embargo, primero debe besarme.

Volví a abrazarla, y me pareció como si hubiera utilizado todas sus fuerzas en las bofetadas, porque ya no se resistió ni desvió la boca. Todo lo contrario, tuve la sensación de que respondía a mi beso, por extraño que ello fuese. La joven no dejaba de temblar y yo sentía este temblor como un éxtasis, que casi me producía dolor, al besarle un hombro y un pecho. Yo también temblaba cuando la solté y saqué mi afilado cuchillo, el que utilizaba para sacar punta a las plumas y para comer.

—Máteme, alteza Beatriz —dije—. Y no será un castigo sino una gracia, porque no puedo desear nada más grande que esto en mi vida, y sólo viviría añorándola a usted.

Tomó el barato cuchillo, y su sola vista la hizo enfadar.

—Un cuchillo de escribano —dijo, despectivamente.

De un tirón abrí mi chaqueta y mi camisa y le dije:

—Clávemelo en el pecho. No me dolerá más de lo que me pueda doler su desprecio.

Le temblaba todo el cuerpo. Levantó el cuchillo y apareció en su cara una mueca que la hacía fea y un frío brillo en los ojos. Moviendo con rapidez el cuchillo me hizo una larga herida en el pecho, de la que empezó a brotar sangre en seguida. Sin embargo, no tuvo intención de matarme, ya que en ese caso me lo habría clavado. Como sin creer lo que veía, se quedó mirando la herida que me había hecho en el pecho.

—Te está saliendo sangre —dijo, al tiempo que dejaba caer el cuchillo de la mano—. ¿De verdad estás tan enloquecido que me dejarías matarte por un beso?

—Clávelo hondo —contesté—. ¿No sabe ni siquiera cómo se usa un cuchillo?

Pero yo ya sabía que no quería o no se atrevía a matarme, y apreté un pliegue de la camisa contra mi pecho para evitar que la sangre me manchara la ropa.

—Como un halcón —dijo—. Que profiriendo un grito clava las afiladas garras en el caliente cuerpo del ave. No, todavía no he encontrado a un joven más loco que tú.

Hizo unos pasos como para ausentarse.

—Se olvida de su pájaro —le dije.

—Es verdad, hasta mi pájaro olvido —contestó, volviendo al banco y tomando la jaula, pero quedándose luego a mirarme. Su hermosura era tan indescriptible que se me cortó la respiración al mirarla.

—Arrodíllate ante mí —me ordenó, altiva.

Le obedecí, y con su mano libre me asió de los cabellos, inclinó mi cabeza hacia atrás, y besó mi boca, violenta y apasionadamente. Sacudiéndome de los cabellos, dijo con voz ronca:

—Si jamás vuelves a intentar verme o hablarme, mandaré a los perros que te destrocen u ordenaré que los cazadores te persigan con sus lanzas como si fueras un peligroso jabalí, y gritaré de alegría cuando te maten.

Me soltó la cabeza y regresó rápidamente al lado de los demás, llevándose la jaula del pájaro. La deseé con una rabia impotente, pero si es cierto que yo sufría, sentía al mismo tiempo un inmenso placer al pensar que ella seguramente no me olvidaría. De esto tenía el testimonio de sus palabras y de su rabioso beso, que casi había sido un mordisco. Escondiéndome entre los arbustos y apretándome los faldones de la camisa contra la herida, pude salir del jardín sin llamar la atención. Quité de mi cabeza la corona de flores y la tiré al suelo tan pronto estuve en la calle.

La puerta del comerciante de sal estaba cerrada con llave, pero la patrona vino a abrirla en cuanto hube llamado.

—La noche es calurosa y no he podido dormir —me dijo, aguantando cerrada la bata con que se había cubierto al levantarse, desnuda. Le pedí agua y trapos para limpiar mi herida. Encendió una vela y soltó una exclamación de pena al ver mi ensangrentado pecho.

—¡Pobre de usted, señor Juan! —me dijo—. Es usted un tonto, exponiéndose a peligros por causa de una muchacha. Las jóvenes no saben nada del amor, y tan sólo para satisfacer su vanidad instigan a los muchachos a pelearse entre sí por sus favores. Creía que usted era más sensato. Permítame que le ayude.

Me ayudó a quitarme la chaqueta y la camisa, me lavó la sangre del pecho, y suspiró de alivio al ver que la herida no representaba peligro alguno, a pesar de que me dolía y dejaba la piel de alrededor tensa y entumecida. Sus manos me acariciaban el pecho con ternura y me hicieron temblar de placer. Por fin, me puso un amplio vendaje para proteger la herida.

—Tiene la piel caliente, está inquieto y además ha bebido vino —me dijo, acercándose como para olerme el aliento.

Pero ella también tenía la piel caliente y estaba inquieta y no me miró a los ojos. De repente, puso su cabeza contra mi cuello, me rodeó con los brazos y empezó a sollozar. Pude sentir el fuerte perfume de su piel y de sus cabellos, y su presencia me proporcionó un delicioso consuelo en mi agitado estado. Cuando levantó la cabeza la besé, y ella respondió con tierna entrega. Su rostro comenzó a irradiar una deliciosa ternura y me dijo:

—Oh, señor Juan, me avergüenzo porque no soy una mala mujer. Usted me gusta mucho, los pecados pueden ser perdonados y muchos aseguran que una mujer no puede quedar encinta mientras está dando de mamar. Si quiere y si no le resulto desagradable, me alegraría mucho que viniera a la cama conmigo y me abrazara.

La seguí a la cama y descargué en ella mi desesperada pasión y mi agitación. La patrona suspiró y sollozó en mis brazos, me rozaba el cabello de vez en cuando y susurraba:

—¿No te cansarás demasiado, amor mío?

Por fin me dormí, con la cabeza apoyada en sus tibios pechos que olían a leche. Como mujer prudente, al oír los gallos por la mañana me despertó y me envió a mi habitación para que siguiera durmiendo.

Al día siguiente, ante la gente, se portó como si nada hubiera ocurrido, me dirigió un alegre saludo y me siguió con la mirada, con aquella bella y secreta sonrisa en los labios. Su sensatez me agradó y, a decir verdad, ella misma, ahora que la miraba con otros ojos, me gustaba tanto que me admiraba no haberle prestado ninguna atención. Por la noche, antes de acostarme, me trajo un pollo que había asado en una vasija de barro y algo de fruta, pero se movía por la habitación mirando al suelo y evitando el menor roce corporal conmigo, como si temiera que yo condenara su comportamiento de la noche anterior, a pesar de que yo era asimismo partícipe de lo ocurrido. Con voz algo triste me deseó las buenas noches, y yo sentí gratitud hacia aquella sensata mujer por no molestarme más y por haberme ayudado precisamente en e] momento en que más ayuda necesitaba, dándome algo más en qué pensar que en la altiva Beatriz.

El comerciante de sal regresó de su viaje, orondo y tostado por el sol, y seguramente yo habría debido sentir una profunda culpabilidad al encontrarme con él, pero la naturaleza humana es tan extraña que me hizo sentir hacia él una especial amistad, y me dirigí a él con más naturalidad y con menos reserva que antes. De ello se derivó que él empezó a invitarme a compartir sus comidas si estaba en casa a la hora de comer, y no le molestó el que su mujer remendase mis camisas, cosiera las cintas de mis prendas y demostrara toda clase de tiernos cuidados para conmigo. Hasta comencé a querer a sus hijos, les compraba dulces y les acariciaba la cabeza cuando me los encontraba.

Gracias a la patrona, experimenté la sensación de haberme despertado de una pesadilla, y me horrorizó mi comportamiento con Beatriz, que ahora, cuando todo ya había pasado, me causaba miedo por las consecuencias que hubiera podido tener. Sin embargo, eché toda la culpa a la hebilla y a la descabellada historia que el ladrón me había contado, considerando una pura coincidencia el que hubiera encontrado a Beatriz aquella misma noche. Me aseguraba a mí mismo que los muertos no se levantan de sus tumbas para hacer promesas a los mortales. Si mi loco deseo se había hecho realidad fue únicamente gracias a una casualidad y a mi valentía. Y si pensaba en Beatriz, quería pensar en ella como en un inalcanzable sueño. No obstante, mi secreta pasión siguió viva en mí como el fuego debajo de las cenizas.

El sofocante calor del verano de Ferrara tendía a paralizar la voluntad y los pensamientos. Las paredes que daban al mediodía quemaban bajo la mano y, cuando se andaba, el caliente polvo entraba en la boca y en la nariz. Alrededor de la ciudad flotaba el olor del agua putrefacta de las lagunas y de los canales. En el transcurso de las horas más calurosas del día, la gente dejaba de trabajar y el ambiente no volvía a cobrar vida hasta el crepúsculo. Las conversaciones y las negociaciones se celebraban después de la caída de la noche y en un angustiado ambiente de agitación y de irritación. Todos estaban molestos con todo. El emperador de los griegos se encerró en su vivienda, se negó a dirigir la palabra a cualquier latino y se contentó con salir alguna vez a caballo antes del amanecer; iba al bosque a destruir con sus halcones y sus perros la caza del marqués Niccoló. Los griegos se peleaban entre sí sobre sus doctrinas religiosas, y parecía que una languidez y falta de fuerza de voluntad se apoderaba asimismo del Papa y de los cardenales. Debido a la guerra en Italia, los ingresos del Papa se agotaron. El emperador, por su parte, manifestó que la unión no podría cumplir sus objetivos, ya que los príncipes occidentales no acudían al concilio y, en consecuencia, no se podía esperar una verdadera cruzada contra los turcos.

Finalmente, una mañana de pleno verano la inquietud latente se convirtió en un terrible tumulto. Jinetes armados cabalgaban por las calles, altos eclesiásticos corrían asustados hacia el palacio del Papa, y desde el castello se oían las trompetas de alarma. Nos enteramos de que, en la noche anterior, antes del cierre de las puertas de la ciudad, los obispos griegos contrarios a la unión se habían marchado de Ferrara por distintos caminos, llevándose todas sus pertenencias. Los principales instigadores habían sido Marco Eugénico y el metropolitano de Heraclea. Tenían la intención de embarcar en secreto en Francolino y de huir a Constantinopla. Si lograban su propósito, ello significaría el final del concilio de Ferrara y el fracaso de la unión. Por eso no me asombré cuando vi al mismo Besarión corriendo hacia el palacio del emperador, con las faldas de la capa recogidas bajo el brazo.

Por suerte, la escapada de aquellos hombres cobardes y quisquillosos se retrasó, y los mensajeros del emperador los encontraron en Francolino. Se vieron obligados a obedecer la orden del emperador y regresar a la ciudad, porque, para mayor seguridad, los mensajeros iban acompañados de toda una tropa armada de caballería. Sin embargo, el fracaso de su intento y su poco honroso regreso a la ciudad no mejoraron los ánimos. Todo lo contrario, aquel intento demostró de una manera alarmante al Papa y a todos los latinos cuán profunda eran las discrepancias de opiniones entre los griegos. ¿Cómo podríamos esperar la unión y la reconciliación de las cuestiones en litigio, si los eclesiásticos griegos más importantes intentaban huir de los debates ya antes de que ni tan siquiera se hubiera iniciado la discusión de los puntos más importantes? La decidida actuación del emperador era nuestro único consuelo, demostrándonos que al menos él aún no había perdido la esperanza.

Poco después de esto estalló una terrible tormenta y los rayos mataron a varias personas y cabezas de ganado en las cercanías de la ciudad. Pero la tormenta refrescó el clima y, nada más terminada, llegó a la ciudad, como traído por el mal tiempo, el metropolitano de Kiev, Isidro, el representante eclesiástico de más rango de las posesiones del gran duque de Rusia. Aquel griego menudo y activo estaba encantado de haber llegado por fin. Había tenido enormes dificultades para vencer la resistencia del gran duque Vassili hacia la unión, aparte de que su viaje había durado meses. Las extrañas vestimentas de sus sirvientes y su raro idioma llamaron tanto la atención que siempre había gente andando detrás de él por dondequiera que fuera. Cuando el Papa le recibió, a pesar del estío iba vestido con una valiosísima capa de armiño y trajo como regalo caras pieles para el emperador Juan y el Papa. Pero lo más importante fue el hecho de que estaba sinceramente convencido de la necesidad de la unión, y usó toda su capacidad dialéctica y todo su entusiasmo, aún no mermado por el ocio y las disputas, a fin de convencer a los demás griegos de que las diferencias de opinión sobre ciertas doctrinas, o la tradicional actitud reacia de los griegos hacia los latinos, no debían hacer fracasar la gran meta común. Desde el principio se hizo amigo de Besarión y por esta circunstancia le pude ver a menudo.

El emperador Juan siguió negándose a continuar las conversaciones con la misma terquedad que antes, a pesar de que ya se acercaba el otoño. Dejó entender que tampoco el Papa cumplía con su promesa, al no enviarle suficiente dinero para sus gastos. El Papa, por su parte, ya estaba suficientemente preocupado porque el capitán Piccinino, de las tropas del conde de Milán, estaba devastando los territorios papales, por lo que el Pontífice se vio obligado a celebrar negociaciones políticas encaminadas a unir Florencia, Venecia y Génova en una alianza contra el conde de Milán. En la ciudad empezaron a circular rumores de que aquel famoso capitán dirigiría pronto sus tropas contra Ferrara. El conde de Milán era el señor de la ciudad de Pera y, en consecuencia, dependía de los turcos en cuanto a sus intereses comerciales. Debido a ello, el interrumpir el concilio con actos bélicos podía ganarle el favor del soberano de los turcos. La sola idea parecía imposible, pero al conde de Milán, Felipe María, se le conocía como a un príncipe descarado y egoísta, que mantenía a su embajador particular en la corte del sultán Murad y había enviado a éste perros de caza como obsequio. Por todo ello, al Papa le importaba en aquel instante más el asegurar la continuidad del concilio de Ferrara mediante una alianza política, que chantajear al emperador Juan para que continuara con las conversaciones.

En consecuencia, nuestra oficina de traductores greco latinos dirigida por el doctor Segundino vivía días de calma, y en un par de ocasiones nos proporcionamos una cesta de provisiones y salimos al campo para todo el día, a fin de pasear. Pero, ante nuestra gran sorpresa, el Papa Eugenio nombró secretario de la Curia a aquel famoso sabio Juan Aurispa, el cual nos mandó, a todos los secretarios conocedores del griego, que le fuéramos a ver a su espléndida casa; nos recibió en el jardín y nos dirigió un severo discurso, en el que dijo:

—La pereza es la madre de todos los vicios y, especialmente para los jóvenes, resulta peligrosísimo disfrutar de un desproporcionado sueldo en comparación con sus breves conocimientos, y sin tener nada que hacer. Por ello, y para el bien de todos ustedes, he preparado un estupendo plan para que aumenten sus conocimientos y ejerciten su escritura. A partir de hoy, cada día deben copiar un cuadernillo de un texto griego que les daré. El doctor Segundino ha tenido la amabilidad de prometerme revisar el texto y castigarles por las faltas que hayan cometido. Es asunto suyo decidir cómo dividirán el trabajo entre todos, pero «quien no trabaje tampoco comerá», como dice el refrán.

A ninguno de nosotros se nos ocurrió ni tan siquiera dudar de su derecho a ordenarnos trabajo, y yo personalmente me alegré, pensando que después del ocio podría conocer la famosa biblioteca de Juan Aurispa, de la que se decía que contenía más de doscientas obras griegas originales. Sin embargo, después de haber hecho unos cálculos con los demás, empezamos a lamentarnos amargamente, porque la tarea era durísima si, además del trabajo cotidiano, debíamos copiar un cuadernillo al día.

—¡Son dieciséis páginas de folio a dos columnas! —dijo el más audaz de nosotros.

—Y cada columna tiene sesenta y dos líneas y cada línea, treinta y dos letras —ratificó el famoso sabio, jadeando por culpa de su gordura en su cómodo diván—. La caligrafía debe ser impecable y los errores serán castigados, pero como consuelo tienen que, al mismo tiempo, tendrán la oportunidad de conocer a filósofos por cuyos libros hombres más eminentes que ustedes estarían dispuestos a pagar su peso en oro. Pienso entregarles para copiar las escrituras de Proclo y de Plotino, de mi propiedad, pero deben cuidarlas más que a sus propios ojos y no deben llevarlas fuera de mi casa. Pueden escribir en mi sala de escritorio; sin embargo, es mejor que el papel, la tinta y las plumas lo traigan de su cancillería, donde lo hay en abundancia.

No obstante, Aurispa no era un hombre tan temible como podía pensarse por sus palabras. No tardé en darme cuenta de que lo único que hacía era aprovecharse descaradamente de nuestro ocio, ya que las conversaciones entre los sabios en Ferrara y la gran fama de Gemisto Pletón habían creado una gran demanda de las obras de Plotino y de Proclo. Los manuscritos que nosotros copiábamos, Aurispa los enviaba a Venecia, donde eran encuadernados con bonitas tapas y vendidos a través de aquella ciudad, a fin de evitar los impuestos y el control de precios de los libros que ejercía la universidad en Ferrara. En Venecia, tenía a su servicio a varios sabios griegos, que habían huido de los territorios conquistados por los turcos. Estos sabios le copiaban manuscritos para su venta y él les pagaba los gastos. Nosotros tuvimos que trabajar gratis para su beneficio. Quizá fuera por ello que no vigilaba demasiado las cantidades de trabajo que nos había impuesto. Ya era un hombre mayor, y tan perezoso que no le gustaba salir de casa. Tampoco se tomaba la molestia de escribir casi nada de su puño y letra, aunque hubiera podido ganar mucho dinero traduciendo a autores griegos al latín. En su juventud, en Constantinopla, había reunido su gran biblioteca y, a su regreso, habría podido alcanzar incluso un alto rango eclesiástico si no hubiera sido demasiado perezoso para someterse a las incomodidades derivadas de una alta posición. No obstante, le gustaba mucho poder utilizar su idioma, y por ello tomé la costumbre de acercarme al jardín a preguntarle cada pequeña duda que tenía sobre la escritura de Proclo que trataba del destino y de la esencia del mal y que me había tocado copiar en el sorteo.

—¿Qué es lo que buscas, en realidad, caradura? —me preguntó finalmente y con suspicacia—. ¿No pretenderás obtener gratis clases de griego y de filosofía?

Le contesté humildemente que los pensamientos neoplatónicos me habían hecho meditar sobre las diferencias que había en las doctrinas de los seguidores de Platón y de Aristóteles, sobre las que los sabios griegos y latinos debatían casi cada noche en los jardines de Ferrara. Seguramente me ayudaría mucho en que avanzase mi trabajo de copista si, en pocas palabras, me quisiera explicar su propia opinión.

—Oh, es un día muy caluroso y no vale la pena hundirse de nuevo en unos profundos pensamientos que uno ya ha estudiado y dejado atrás —me respondió.

Sin embargo, su sonrisa era relativamente amable, se frotó el estómago, estudió sus cuidadas uñas y me dirigió una astuta mirada, no exenta de malicia, cuando continuó diciendo:

—De verdad, hay que ver; hombres hechos y derechos se reúnen para hablar de cosas de las que ni ellos mismos tienen la más remota idea y, por fin, se lían irremediablemente con unos pensamientos que ellos mismos han complicado hasta que el parloteo de los monos tiene más sentido que lo que ellos dicen. No creo tener más talento que ellos, pero me parecen iguales a unos tontos que siguen trillando el trigo del que hace tiempo se ha caído todo el grano, dejando sólo el salvado y la paja.

»¿Qué es la felicidad? —prosiguió, bostezando con deleite—. He alcanzado la edad de setenta años, he descubierto que la felicidad no se halla en los libros, y el dolor de saber es peor que la peste, porque estropea al hombre toda posibilidad de alcanzar la felicidad. En vez de ello, mira cuán contento está ese perrito, con la panza llena y tumbado, dejando que el sol le caliente el costado. Un prudente ocio es la mayor felicidad del hombre, y si las malas lenguas me llaman avaro, debo decirte que la posesión de cierta cantidad de bienes es una condición sine qua non para una dulce pereza. Sólo debe acordarse que con la agradable pereza del cuerpo hay que ir unida una fructífera pereza del espíritu. Todos los esfuerzos, tanto corporales como espirituales, sólo gastan la vitalidad del hombre, llevándole prematuramente a la tumba. Un sabio debe tener la capacidad de hacer trabajar a los demás para él y dedicar toda su propia atención únicamente a disfrutar de los placeres corporales y espirituales que le proporciona el ocio.

Me atreví a observar que mi pregunta no versaba sobre la felicidad, sino sobre el conocimiento.

—Así, querías oírme hablar de Aristóteles y Platón —me contestó—. Pues bien: soy el único hombre que puede y se atreve a definir en dos palabras la diferencia entre sus filosofías. Algunos dicen sí a la vida y siguen a Aristóteles, otros le dicen no y encuentran en Platón su propia filosofía. Platón es un filósofo del más allá, Aristóteles un filósofo de la vida humana. Aristóteles centra su pensamiento en lo que nos rodea, él actúa, compila, prueba y lo pone todo en orden. Platón lleva el pensamiento hacia dentro, desde la realidad exterior a la realidad interior del hombre. El camino de Aristóteles es el de la actividad. El camino de Platón es el del misticismo. Aristóteles es un filósofo útil para la sociedad. Platón es un filósofo inútil para ésta, incluso puede llamársele pernicioso, ya que aparta a hombres con talento del mundo de la realidad, llevándoles a buscar la realidad en el mundo de los pensamientos. Aristóteles es un hombre práctico. Platón, un monje. ¿Ya te das cuenta o quieres saber más de ellos?

—¿La filosofía de cuál de ellos prefiere usted, sapientísimo Aurispa? —le pregunté.

—A decir verdad, ambos me importan un comino —respondió Aurispa, rápidamente—. Sólo quiero añadir que, cuanto más incómoda se sienta en su tiempo, una persona con talento, cuanto más cruel experimente la vida en su alrededor, cuanto más amargos sean los irreconciliables conflictos entre los ricos y los pobres, entre los gobernantes y los oprimidos, tanto más fácilmente aquella persona se refugia en una verdad superior y sigue a Platón. Por ello, éste será siempre un filósofo al gusto de los ricos y de los poderosos, mucho más que Aristóteles, cuyo pensamiento lleva al hombre a ordenar mejor los asuntos de nuestro mundo real. Debido a esto, diría también que Platón será siempre el filósofo del dictador y del tirano, y Aristóteles, el del demócrata. Incluso el propio Cristo fue más bien platónico que aristotélico, al exhortar a que se diera al emperador lo que al emperador corresponde y a que la gente reuniera tesoros para el cielo y no en la tierra.

Su fláccida y complacida cara tomó un aire de melancolía, miró hacia el frente y prosiguió diciendo:

—En los griegos se ha vuelto a recuperar el interés por Platón, porque su poder es sólo una sombra de lo que fue y viven angustiados, sitiados por los turcos. Es natural, pues, que busquen una verdad superior, dado que la realidad cotidiana ya no les puede ofrecer ningún futuro. Pero es más preocupante el hecho de que sus doctrinas neoplatónicas se están extendiendo rapidísimamente por toda Italia, alterando precisamente a los hombres más sabios y con más talento. Ello es testimonio de que nuestro tiempo es malo, y aún peores tiempos se están acercando. Los más egoístas, descarados y duros, serán los que gobernarán, y la miseria de los pobres va a ser cada vez más grande. La democracia será conservada como una mera palabra, como ya ha ocurrido en Florencia, y la posición de la persona humilde y pobre en el mundo estará cada vez más desamparada, de forma que será como una indefensa liebre en las garras de los halcones. Entonces, las oscuras doctrinas que se centran en el más allá y tienen cierto misticismo y predican en beneficio de una verdad superior, serán el único consuelo del pobre ser humano.

Su idea era completamente nueva para mí, y me sorprendió más que la revelación del doctor Cusano sobre la coincidencia de los puntos opuestos. Burlándose de sí mismo, Aurispa prosiguió diciendo:

—Todas las personas sencillas y corrientes que desean trabajar en paz, pero, a la vez, están dispuestas a oponerse a la injusticia y a la violencia, son aristotélicos en cuanto a carácter y temperamento, aunque sean analfabetos. Por otra parte, todos los soñadores y místicos que sienten profundamente la vanidad de la realidad cotidiana y se cansan de luchar contra la injusticia, convencidos de que, en todo caso, la injusticia siempre vencerá en el mundo terrenal, son platónicos. Si quieres tener éxito en nuestro tiempo, conviértete al platonismo; así, no molestarás a los príncipes o a otros poderosos, que te recompensarán gustosamente si te inclinas ante ellos. Pero a mí, Aurispa, todo me importa un comino.

—Luego, ¿niega la existencia de esa verdad superior, ya que habla tan mal de los platónicos?

Contestó, fingiendo sorpresa:

—¿Cómo voy a negar algo de lo que nada puedo saber? Sin embargo, sé bastante de la vida terrenal, y a base de ella uno puede siempre aprender más. El hombre puede inventar nuevas herramientas para someter la naturaleza a su poder, como se han inventado en nuestra época los cañones y las máquinas de fabricar papel. El hombre puede navegar en busca de tierras desconocidas. Cada vez hay más personas que pueden aprender a leer. Siempre se pueden desarrollar las relaciones humanas para que sean mejores y más fructíferas. ¿Por qué no contentarse con algo que podemos entender más y más, y dejar para la Iglesia los asuntos del más allá e incluso la verdad superior? Para eso no nos hace falta ninguna filosofía heredada de los paganos.

—¿Para qué le sirve al hombre —dije, citando la Biblia— ganar el mundo entero, si daña a su alma?

Suspiró profundamente, e hizo un gesto de irritación con las rechonchas manos.

—Buena pregunta. ¡Oh, hijo!, una vez dañada el alma, el daño ya no le importa demasiado al ser humano, y supongo que ahí precisamente radica el daño. Pero, para volver al platonismo, todo este nuevo y desenfrenado interés es sólo dudas y falta de fe. Sin embargo, ni la mejor filosofía puede llenar los huecos creados por el derrumbamiento de la muralla de la fe. Quien eso piensa se está engañando a sí mismo. Para ayudarles a engañarse, mando copiar a Platón, a Proclo y a Plotino tan aprisa como se puede, y sería contrario a mis propios intereses despreciar a Platón. Es sólo mi mal carácter el que me instiga a gritar: ¡ojo con el sentido común! Además, ya no me agradas en absoluto, porque estorbas mi paz interior con tus estúpidas preguntas.

Dejó caer la gorda cabeza sobre los almohadones, con un gesto de la mano me indicó que debía irme, y no se molestó en hablar más conmigo. No obstante, a partir de aquel encuentro se mostró especialmente bondadoso para conmigo y no se irritaba, aunque, en vez de estar copiando, me olvidaba de mi deber y me quedaba a leer los libros de su biblioteca. En mi fuero interno, su pensamiento causó un efecto sobre mí, pero de una forma distinta de la que él seguramente había pensado. Yo me dije: si quiero alcanzar un estado absoluto, debo decir que sí o que no a la vida. Y, si aceptaba la vida, aceptaba al mismo tiempo el hecho de que las leyes estaban hechas por el hombre y el hecho de que las reglas morales las inventó el hombre, de manera que no tenían ningún valor absoluto, sino que eran respetadas por obligación o por costumbre. Un buen acto o un mal acto carecían de valor intrínseco. Ambos eran solamente actos. ¿Acaso era malo un lobo si devoraba un cordero, o un lucio si se comía un pez más pequeño? En el mundo de los humanos, igualmente falto de maldad era el fuerte al oprimir al débil o el rico al explotar al pobre. La bondad y la maldad eran meras palabras que la gente estaba acostumbrada a usar, pero para una persona que había aceptado la vida y negado todo lo demás, aquellas palabras, como tales, carecían de todo sentido. Según se podía juzgar a base de sus actos y de su comportamiento, los hombres ascendidos a príncipes desde el rango de condottiero por la violencia, entendían bien esta nueva doctrina. El factor resolutivo de sus actos era el pragmatismo. Eran crueles o generosos, mantenían su promesa o la rompían, según la conveniencia de cada momento. Era verdad que la vida, considerada desde este punto de vista, era igual de desconsoladora y carente de sentido que la cruel y devastadora naturaleza, pero al elevarse el hombre a la consciencia sobre esta falta de sentido, simultáneamente se elevaba a ser el señor de su destino y, tal vez, ello era suficiente para constituir la meta de su vida.

Pero algo en mí se rebelaba contra tales pensamientos. Algo en mí anhelaba, desesperada y dolorosamente, que el sino del ser humano fuera algo más que únicamente esto.

Mientras luchaba con estos pensamientos, la peste llegó a Ferrara. Entró como un ladrón, por la noche. Al principio sólo enfermaron unas pocas personas, que tuvieron fiebre y fuerte dolor de cabeza. Los médicos consideraban la enfermedad como una fiebre otoñal corriente. Pero las muertes se sucedían una tras otra, primero entre la gente pobre, luego incluso entre la acomodada. Aparecieron los abscesos en los enfermos, y ratas negras cruzaban la plaza de la catedral a plena luz del día. El gentío empezó a desaparecer de las calles. Las tiendas comenzaron a cerrarse. La gente se quedaba en sus casas echando suspicaces miradas a su alrededor, sin atreverse a pronunciar en voz alta la terrible palabra.

El primero en enfermar entre los griegos fue un sirviente del metropolitano de Kiev. Al cabo de quince días, los ocho miembros del séquito de éste habían fallecido. Había personas que decían que precisamente él había traído la peste a Ferrara. La gente empezó a huir de la ciudad, pero el príncipe Niccoló prohibió que saliese nadie sin una razón legal, puso centinelas en las puertas de la ciudad, manifestó a los habitantes que, según la unánime opinión de los médicos, se trataba tan sólo de una fiebre otoñal más fuerte de lo corriente, pero que ni siquiera era contagiosa, y puso multas a todos cuantos osaban pronunciar en voz alta la palabra peste. Al día siguiente se supo que el metropolitano de Sardes había fallecido. A pesar de su altísimo rango, los griegos lo enterraron en privado, a fin de no producir inquietud. Desde el punto de vista del concilio, fue una pérdida muy importante, puesto que era el representante legal del patriarca de Jerusalén. Durante aquellos húmedos y asfixiantes días de otoño, en Ferrara se podía sentir el aliento de la muerte. Pero parecía como si, después del pánico y de la primera confusión, el común peligro de muerte hubiese unido a griegos y latinos. El Papa Eugenio envió al cardenal Cesarini a entrevistarse con el emperador Juan para decir que, evidentemente, la peste era el castigo de Dios por todas las infundadas demoras en las conversaciones sobre la unión. Era inútil seguir esperando que acudieran a Ferrara más príncipes occidentales u obispos cristianos. En el nombre de Jesucristo, había que empezar por fin el trabajo para unir ambas Iglesias. Quizás entonces Dios tendría piedad de Ferrara.

Como consecuencia de esta entrevista, el emperador se humilló por fin y manifestó que permitía el comienzo de las conversaciones. Para ello reunió a los griegos, a fin de decidir cuál sería la más ventajosa táctica a utilizar en las mismas. Ya había pasado el tiempo de las vacilaciones, les dijo, y ahora debía tratarse de la mayor diferencia entre las Iglesias, que era la cuestión sobre el origen del Espíritu Santo y la de la palabra filioque, que la Iglesia católica había incluido en el credo.

A pesar de que los griegos estaban pálidos por la falta de sueño, los largos rezos y el miedo a la muerte causados por la peste, se produjo en el acto una nueva disputa entre ellos. Los más jóvenes, como Besarión, Georgios Scholarios e Isidro, propusieron que se considerara como objetivo de las negociaciones la cuestión de si era dogmáticamente correcto decir que el Espíritu Santo había nacido del Padre y del Hijo. En su opinión, era el punto decisivo de las negociaciones. Pero el testarudo de Marco Eugénico y el viejo Gemisto Pletón dijeron tajantemente que era inútil hablar del conflicto dogmático del credo. Por el contrario, había que atacar desde el principio a la Iglesia católica poniendo sobre la mesa la cuestión de si ésta había tenido derecho alguno de añadir una sola palabra al credo. La Iglesia católica había añadido esa palabra filioque sin permiso y, al hacerlo, había cometido una ilegalidad. Se trataba sólo de eso y no del contenido de las palabras. Marco Eugénico llegó a añadir que, al igual que no se podían efectuar añadiduras a la Biblia, tampoco se las podía hacer en el credo.

Esta explicación agradó a los griegos y, por lo tanto, ganó la aprobación de la mayoría de ellos, dejando derrotados a cuantos querían examinar el espíritu y no la letra del texto. De esta forma, los griegos esperaban obtener una posición de ventaja desde el principio, obligando con su ataque a que los latinos se pusieran a la defensiva. Seguramente, y desde el punto de vista táctico, su decisión era correcta si se trataba de debatir por el solo gusto del debate. Pero su posición no era la apropiada para ayudar a que las Iglesias se uniesen en el espíritu y en la verdad. En todo caso, y con gran entusiasmo, eligieron una comisión de seis representantes para debatir con los latinos, formada por Marco Eugénico, Besarión, Isidro, Gemisto Pletón y dos personas más. Se acordó que los portavoces serían sólo Marco Eugénico y Besarión. Los demás debían limitarse a apoyarles con sus consejos.

El Papa nombró asimismo una comisión de seis para el debate. De sus miembros, los de más talento eran los cardenales Cesarini y Nicolás Albergati. Los griegos querían celebrar la primera sesión de nuevo en la catedral, a fin de asegurarse de que se respetaba el protocolo en la colocación de los componentes de las comisiones. No obstante, y debido a la peste, el Papa Eugenio no lo consintió, aunque públicamente presentó como motivo el hecho de que él sufría un ataque de gota tan molesto que le impedía moverse. Ordenó que la sesión se celebrase en la capilla de su palacio. Después del comienzo de la epidemia de peste, el Papa no había salido de su palacio, sin que se le pudiera reprochar por ello, ya que tenía la costumbre de evitar la vida pública.

A pesar de la gravedad de los tiempos y de que la muerte se iba acercando, esperábamos con enorme expectación el comienzo del debate. A pesar de que, gracias a unos espías de confianza, la decisión tomada entre los griegos era un secreto tan público que las palabras de cada uno de ellos eran repetidas textualmente en la sala de los escribanos y en la cocina del palacio del Papa, el solo hecho de que empezaran las conversaciones significaba, en cierta manera, un triunfo. En la capilla, los asientos fueron colocados exactamente en el mismo orden y tan altos o bajos como en la catedral; y esta vez, los sirvientes del Papa midieron con todo cuidado la altura de los asientos y la de los peldaños, para evitar que cualquier fallo pudiera ofender a los griegos. Pero, una vez sentados los obispos y los cardenales en sus sitios e incluso después de haber entrado ya el Papa Eugenio, apoyado en sus sirvientes y cojeando, el emperador aún no había aparecido. Después de una angustiosa espera, se oyeron ruidos y gritos desde la sala de entrada a la capilla. El doctor Segundino me envió a ver qué ocurría. Me fui corriendo a la entrada y vi que el emperador Juan había entrado a caballo escaleras arriba y se hallaba ya en el vestíbulo. Allí, los sirvientes del Papa habían tomado el caballo por las riendas y habían cerrado las puertas que daban al interior, porque el emperador insistía en ir a caballo a través de todas las salas hasta las mismas puertas de la capilla, a fin de resaltar su rango. Maldiciendo y gritando, requería que le abrieran camino, se negaba a bajar de la montura y decía que se le había ofendido gravemente.

Sus cortesanos intentaron calmarle y hacer que bajase del caballo, pero el emperador, con la cara enrojecida y los ojos hinchados, gesticulaba y gritaba sin tranquilizarse, hasta que a los cortesanos se les ocurrió pedir prestada la litera papal y llevarlo en ella hasta la capilla, donde le ayudaron a sentarse en el asiento imperial apoyándole por ambos brazos. Este incidente poco digno asustó a muchos, que temían que el emperador hubiera enfermado de la peste y la fiebre le hubiera enloquecido, aunque yo creí que estaba sencillamente borracho.

Besarión pronunció un largo discurso en honor del concilio, alabando su gran objetivo y afirmando la voluntad de los griegos de llegar a la unión. Había escrito el discurso de forma que los escribanos no tuviéramos mucho trabajo. Cuando terminó ya era tarde y el Papa consideró que lo mejor era levantar la sesión por aquel día, porque todo el mundo temía que el emperador se cayera de su sillón.

Después de dormir su borrachera y en la amargura de la resaca, el emperador Juan mandó un mensaje al Papa en el que decía que no tenía intención de participar en las siguientes sesiones, hasta que se le hubiera desagraviado completamente por el terrible insulto sufrido. O se le permitía entrar a caballo a través de todas las salas hasta las puertas de la capilla sin que los sirvientes le molestasen ni le tocasen con sus sucias manos o, por lo que a él le atañía, las conversaciones podían suspenderse. Pero al reanudarse las negociaciones después de una larga interrupción, el Papa tuvo ocasión de publicar una bula dirigida a toda la cristiandad en la que prometía una total absolución a toda persona dispuesta a pagar un diezmo de más para cubrir los gastos del concilio y conseguir la unión. Esperaba que esta bula le ayudase al menos en parte en su cada vez más precaria situación económica, y por ello estaba de buen humor y dispuesto a encontrar una solución a las exigencias del emperador abriendo una nueva puerta en la pared exterior de la capilla, de forma que aquél pudiera llegar a caballo hasta el lado mismo de ésta. Además ideó ceremonias especiales para recibirle. Al cabo de tres días, el emperador se dignó acudir a una nueva sesión, y nadie se atrevió a oponerse a que trajera consigo a su perro favorito que, cansado de los discursos en latín y en griego, merodeaba husmeando por el suelo de la capilla e hizo sus necesidades contra la pata de la silla del cardenal Albergati.

Nosotros, los escribanos, deseábamos también que la bula del Papa tuviera el mayor éxito, porque se nos debía ya el sueldo de dos meses. Maese Mateo sacudió la canosa cabeza y dijo apoyándose en su larga experiencia y con la nariz violentamente encarnada:

—Los ríos se han secado y sólo nos llegan pequeños arroyos de aquí y de allí. Se han acabado los ingresos procedentes de los países alemanes, y el rey de Francia ha hecho aprobar en Bourges las reformas de la reunión de Basilea. En su rabia, los padres que todavía siguen allí, han declarado cismática nuestra reunión y pleitean contra el Papa para poderle condenar como hereje y separarlo definitivamente de su oficio. No resultaría extraño que el más piadoso dudara a la hora de abrir su bolsa.

Para nuestra gran alegría, nos enteramos de que la peste había alcanzado también a Basilea y de que allí estaba muriendo mucha gente. Muchos padres habían hecho los equipajes y habían huido de la ciudad, invadidos por el pánico. Únicamente se habían quedado allí los más tercos, los que, una vez rebelados contra el Papa, ya no tenían otra defensa ante éste que continuar la reunión de Basilea. Entre ellos se hallaba Eneas Silvio, de quien se rumoreaba que había muerto de la peste, aunque más tarde nos enteramos de que fue uno de los pocos que se habían recuperado después de sufrir la enfermedad.

«Dios flagela a los habitantes de Basilea», se decía, pero éste era un consuelo muy pobre cuando las linternas permanecían encendidas todas las noches en los cementerios de Ferrara y se oía el ruido de las palas al rellenar las tumbas. En efecto, a fin de evitar el pánico, el marqués Niccoló sólo permitía los entierros nocturnos; y cada noche, cuando había oscurecido, los carros de la peste pasaban por las calles recogiendo los cadáveres depositados en la calle, delante de las puertas de las casas. De esta forma, los ricos y los nobles eran enterrados junto con los más pobres y recibían la misma bendición.

Después de largos discursos, en la tercera reunión se pudo por fin empezar el debate propiamente dicho. Con evidente placer por el papel que representaba, y con vehementes palabras que no ocultaban su odio, Marco Eugénico condenó a escarnio a toda la Iglesia católica.

—La separación de la Iglesia católica de la griega es culpa únicamente de aquélla —dijo—. Al igual que un niño mal educado y desobediente abandona a su madre, imaginándose en su descarado orgullo ser más sabio que ella, la Iglesia católica se ha desviado de la Iglesia ortodoxa. Contra las decisiones de los anteriores concilios ecuménicos, realizó una añadidura ilegal en el credo y, desde entonces, viene rechazando sin amor y con desprecio a la Iglesia oriental. Aquella ilegal añadidura es la causa original del cisma. Por ello, hay que eliminarla del credo de la Iglesia católica. Sólo a base de este punto de partida ambas Iglesias pueden encontrarse y unirse en amor.

Su discurso era tan irritante que Andrés, el vehemente arzobispo de Rodas, le interrumpió, levantándose y gritando que la Iglesia de Roma siempre y constantemente había sentido un amor hacia los griegos, había apoyado a la Iglesia griega contra los peligros que la amenazaban y, una y otra vez, la había invitado a unirse a la Iglesia católica para el bien de las dos Iglesias.

—¡El rechazo y la falta de amor está completamente en el lado de los griegos! —gritó—. ¡Son ellos quienes hacen rechinar los dientes y los que fruncen el ceño! Además, la añadidura filioque en el credo es perfectamente correcta en cuanto a la fe. El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. ¡Niéguenlo, si pueden!

—Sea correcta o no —acusó Marco Eugénico—, no se puede añadir nada en el credo. Estoy dispuesto a demostrarlo y me remito a la decisión del concilio de Éfeso.

En la cuarta sesión, la disputa subió tanto de tono que ni el más rápido escribano pudo tomar las notas pertinentes, dado que los oradores no paraban de interrumpirse mutuamente, y hubo también furiosas peleas por los turnos de uso de la palabra. Debido a ello, el Papa Eugenio consideró que lo más prudente era interrumpir la sesión antes de haberse llegado al meollo del problema. Finalizada la reunión, reprochó severamente a sus cardenales y obispos y requirió que, como lo querían los griegos, había que darles la oportunidad de presentar sus testimonios antes de que la Iglesia católica empezara a demostrarles que estaban equivocados.

En la quinta sesión los ánimos se habían tranquilizado y Marco Eugénico presentó su testimonio, severísimamente lógico. Leyó el credo de Nicea y admitió que fue ampliado en el segundo concilio general, pero añadió que en el tercer concilio ecuménico de Éfeso había sido definitivamente ratificado y, según la decisión textual de aquel concilio, se prohibía terminantemente añadir nada al credo. La razón de esta decisión fue el constante deseo de los herejes de falsificar el credo y ponerle añadiduras. Aquella misma decisión se volvió a ratificar en el cuarto concilio general de Calcedonia y también en los siguientes, hasta el séptimo concilio ecuménico. Leyó las citas correspondientes de las decisiones de los concilios y, además, una carta del Papa Agatón sobre el particular. Así, consideró que había demostrado de una manera clara e indiscutible que la Iglesia católica había procedido de forma incorrecta y en contra de las explícitas decisiones de los concilios, al añadir una palabra en el credo. En consecuencia, era innecesario tratar el origen del Espíritu Santo, porque no representaba otra cosa que dar rodeos al asunto y desviar la conversación y, en todo caso, no podía remediar la falta cometida por la Iglesia católica. Tenía reservados otros testimonios sobre lo ilícito de las añadiduras, pero quiso ceder la palabra a los latinos y les exhortó a que hablasen con claridad y concisión, ya que, según él, los griegos no estaban acostumbrados a la dialéctica escolástica.

En honor a la verdad, debo reconocer que su argumentación me impresionó mucho. Pero Cesarini y Albergati abrieron el códice sobre las decisiones del séptimo concilio general y de él leyeron el texto del credo, que contenía aquella disputada añadidura de filioque.

—¿No demuestra esto que el séptimo concilio efectuó aquella añadidura? —preguntaron.

Los griegos gritaron, enfadados, que el códice estaba falsificado y que la añadidura se le había incluido posteriormente, y Gemisto Pletón dijo, muy seguro:

—Si fuera así y aquel texto fuera auténtico, supongo que los teólogos latinos, al menos Tomás de Aquino, se habrían referido a él. En lugar de ello y desde el comienzo del cisma, han gastado todo un océano de palabras a fin de defender la añadidura desde otros puntos de vista.

Esta sesión parecía que iba a terminar con una total derrota de nuestra Iglesia. Para ser franco conmigo mismo tuve que reconocer que los griegos tenían razón. No tenían por qué defender su Iglesia, sino que era la católica la que tenía que defenderse. Siendo así, mi razón me hacía pensar solamente en la letra y no en el contenido, en la verdad formal en vez de en la verdad íntima. Al aclarar mis apuntes y poner en limpio lo esencial de los discursos de los griegos, me fui convenciendo cada vez más de que el cisma era originalmente culpa de la Iglesia católica.

A causa de todo esto estuvimos esperando con mucho interés la sexta sesión, en la que los nuestros debían responder a las acusaciones formuladas por los griegos. Al comienzo de dicha sesión, el cardenal Cesarini se lamentó de que los griegos no le hubieran permitido examinar los documentos del octavo concilio general, ya que fue precisamente éste el que admitió en cierta manera la justificación de la añadidura filioque. Marco Eugénico dijo:

—El octavo concilio no fue ecuménico y por ello no reconocemos que sus decisiones tengan fuerza testimonial en este asunto. Entonces, es inútil hablar más de él.

Después de esto, el arzobispo Andrés de Rodas comenzó un largo y cuidadosamente preparado discurso, interrumpido sólo por el cardenal Cesarini, quien, en un par de ocasiones, quiso aclarar algunos puntos. El argumento fundamental del arzobispo era:

—El concilio general de Calcedonia explicó que no quería añadir ni suprimir nada en el credo, sino que deseaba explicar lo que contenía. En consecuencia, el explicar es lícito según aquel concilio, y la palabra filioque no quiere ni pretende ser otra cosa que una explicación.

El arzobispo de Rodas prosiguió leyendo citas de textos de Padres de la Iglesia griegos y latinos, para demostrar que incluso aquéllos habían sostenido que el Espíritu Santo también era originario del Hijo. Según esta lógica, la palabra filioque no constituía una añadidura, sino una explicación más detallada de algo que ya estaba incluido en el credo.

—No es una añadidura, sino una explicación —subrayó—. Sólo puede llamarse añadidura a algo que procede de fuera y aporta algo nuevo. Si una añadidura únicamente explica algo que ya está contenido en el texto, no se le puede llamar añadidura sino explicación, y explicar es lícito.

Tras una pausa, siguió diciendo:

—Quien enseña que el Espíritu Santo procede del Padre, reconoce al mismo tiempo que también procede del Hijo, porque el Padre y el Hijo son el mismo ser y, por lo tanto, el Hijo tiene el Espíritu Santo de la misma manera que el Padre. Nunca se puede pensar en el Padre sin pensar simultáneamente en el Hijo y en el Espíritu Santo, y viceversa. En el pensamiento, no se pueden diferenciar a las tres personas de Dios. Hasta san Basilio dice: «Todo lo que hay en el Padre está asimismo en el Hijo, sólo de manera que el Padre no es el Hijo». El mismo Cristo dice: «Lo que es del Padre, también es mío». Según el evangelio de san Juan, el Espíritu Santo sopló a varias personas a fin de demostrar que, de la misma forma que de la boca de una persona corriente sale el aliento, el Espíritu Santo sale del divino ser del Hijo.

Después de demostrar así que la añadidura filioque estaba contenida en las palabras ex patre, quiso demostrar que los antiguos concilios no habían prohibido una añadidura explicativa de este tipo. El credo de Nicea fue la explicación del credo de los apóstoles, y el credo de Constantinopla fue la explicación del de Nicea. El credo de Éfeso fue la explicación del credo unificado de Nicea y Constantinopla.

—Por ello, el hecho de negar una añadidura explicativa —dijo— supone tener fe solamente en la letra y dar más importancia a la letra que al espíritu. Pero también los Padres de la Iglesia griegos han abandonado unánimemente la fe en la letra. Todas las nuevas herejías que van apareciendo, hacen necesarias más y más explicaciones del viejo credo. De verdad, las explicaciones las puede rechazar solamente alguien que no crea en la palabra de Dios: «Estaré junto a los míos hasta el final de los tiempos».

Con esta imponente culminación terminó aquella sesión, pero los griegos sacudían la cabeza y, al irse, decían que los concilios habían explicado el credo con decretos y sin añadirle nada. En la siguiente sesión, el obispo de Rodas leyó manifiestos de los Padres de la Iglesia y explicó que la añadidura filioque había sido imprescindible, ya que la herejía nestoriana, en su tiempo, había ido invadiendo la Iglesia, y los herejes habían querido negar que el Espíritu Santo procediera también del Hijo, confundiendo así el concepto de la Santísima Trinidad.

—El Papa no sólo tiene el derecho, sino también la obligación, de explicar un punto conflictivo del credo —dijo—. Esto lo demostró el sexto concilio general al aprobar la escritura del Papa Agatón. Ni siquiera el patriarca de Constantinopla Focio, que, por lo demás, fue un vehemente oponente de la Iglesia romana, lo acusó por el uso de la palabra filioque, y es seguro que lo habría hecho si hubiera visto algo incorrecto en ella. Entonces, la palabra filioque no puede ser la causante fundamental del desafortunado cisma entre las Iglesias.

Habíamos llegado así a principios de noviembre. Nosotros, los escribanos, ya habíamos gastado montones de plumas, y tanto papel que la cancillería papal tuvo que comprar más a crédito, porque todos los ingresos de caja iban directamente a los griegos, quienes no paraban de quejarse por la disminución de sus dietas y por el constante empeoramiento de sus condiciones de vida, comparadas con la opulencia de los primeros tiempos. Los ardientes debates nos hicieron discutir asimismo entre nosotros y con los sirvientes griegos sobre el ser de la Santísima Trinidad y sobre el origen del Espíritu Santo, de forma que todos nos enredamos cada día más en la esclavitud de las palabras y las letras, aunque la devastación de la muerte que nos rodeaba sin cesar nos debía haber llevado a mejores pensamientos. La disputa alcanzó un punto tal, que un charlatán griego recibió una puñalada tan sólo por decir que ni el propio Papa podía saber nada del origen del Espíritu Santo, puesto que esto era un misterio divino, por lo cual lo mejor era atenerse al credo original sin hacerle añadiduras ilícitas.

—¡No es una añadidura, sino una explicación! —bramamos nosotros, los latinos. Cada vez que pasaban por nuestro lado, no hacía falta más que un burlón susurro de «añadidura, añadidura» por parte de los sirvientes griegos, para que nos liáramos a puñetazos.

La irritabilidad general no hizo más que aumentar por el desmesurado consumo de vino, que ya había sobrepasado todos los límites, porque se creía que el vino protegía contra la peste.

—Médicos de mi confianza me han demostrado convincentemente que una persona puede no enfermar de la peste si es capaz de estar ebrio todo el tiempo —explicó maese Mateo—. Pero, entonces, se deben concentrar todas las energías en beber vino, de manera que, durante la peste, no se esté sereno ni por la mañana ni por la tarde; e incluso por la noche, si uno se despierta, lo mejor es echarse una medida de vino a fin de que la curativa embriaguez no se vaya mientras se duerme. Sin embargo, no todos pueden aguantar semejante cura, y sobre todo vosotros, los jóvenes, debéis tener cuidado de no perder la cabeza, ya que tenéis que estar pensando todos los días, incluso en demasía, en los inexplicables misterios. Yo, que ya soy viejo, creo que podré aguantar este tratamiento, porque tengo una larga experiencia de él.

La mayoría de los que se lo podían permitir, bebían desmesuradamente para olvidar la peste y disipar su miedo; otros tomaban enormes cantidades de especias y llevaban consigo hierbas de amargos aromas para protegerse, pero los más piadosos se castigaban el cuerpo, rezaban y ayunaban. Todos los días se reunían delante de la catedral hermanos flagelantes que se pegaban hasta que la sangre les corría por las espaldas y los costados, y daban saltos de dolor y de éxtasis como si bailaran horribles danzas. A ellos se les unían habitantes de Ferrara que habían perdido a algunos familiares, y lloraban, gritaban y se flagelaban. Ni el Papa consideró oportuno prohibir estas desagradables escenas mientras durase la peste.

Asimismo tuvo que hacer la vista gorda en cuanto a los prostíbulos, en los cuales la vida lujuriosa y ruidosa continuaba durante las veinticuatro horas del día, porque todas las prohibiciones habían perdido su validez y, atraídas por las fáciles ganancias, habían llegado a Ferrara mujeres de la vida alegre de todas las ciudades de Italia e incluso desde más lejos, sin tener miedo ni siquiera a la peste. Además, ésta iba devastando con mayor o menor intensidad todas las regiones, de forma que la gente no podía escaparse de ella si no viajaba a los lugares más apartados del campo. Como se recordará, al principio se habían cerrado solemnemente los prostíbulos, y a sus pupilas se las había echado de la ciudad, pero pronto las amargas quejas de los habitantes decentes de Ferrara hicieron que el marqués Niccoló dudara de la utilidad de estas medidas, y que el Papa aguantase en silencio la creciente y abierta inmoralidad. Los habitantes de Ferrara aseguraron que el destierro de las prostitutas que hacían su oficio legalmente y pagaban sus impuestos producía una pérdida económica y, además, ponía en gran peligro la honra de todas las mujeres y muchachas decentes.

—Sólo la presencia en nuestra ciudad de monjes, sacerdotes, prelados y obispos solteros representa una tentación demasiado grande para nuestras mujeres —se lamentaban—. Pero aún peores son los griegos, porque cazan a nuestras mujeres como si fuesen piezas a cobrar, sin avergonzarse de realizar cualquier fechoría. Además, sus barbas, su extraño idioma y sus raras ropas, tientan hasta a las mujeres más decentes, ya que a las mujeres siempre les atrae lo extraño y lo que se sale de lo normal. Ni siquiera pueden defender apropiadamente su honor ante los griegos, no sabiendo cómo negarse en su idioma a las deshonestas proposiciones que les hacen.

El comportamiento del príncipe Demetrio y el de sus cortesanos, causó un escándalo especialmente grande, porque destruían a las mujeres de Ferrara con la misma eficacia con que el emperador destruía los faisanes y los ciervos del marqués. Desde febrero hasta septiembre, más de ochocientas mujeres solteras de Ferrara llegaron a un sospechoso estado de buena esperanza, e incluso muchas mujeres casadas, independientemente de su rango, mostraron indignantes señales de fertilidad. A ello se debió que el propio Papa considerase mejor no darse por enterado de lo que ocurría en Ferrara.

Y así sucedió que, durante los peores días de la peste, fue acompañada a la ciudad, entre un jubiloso cortejo, una hermosa y frívola mujer, la cual, sin embargo, había recibido una buena educación. Se llamaba Pulquería y había venido desde Basilea hasta Ferrara, reconociendo así públicamente la superioridad del concilio de ésta sobre el de aquélla. Muchos de los padres la conocían de los tiempos de Basilea, de modo que hasta hubo obispos y cardenales que la saludaron con alegría, considerando que su llegada era la señal más convincente de la dispersión de la reunión de Basilea. Trajo consigo a un grupo de jóvenes muchachas a las que educaba para el oficio y, abiertamente, alquiló una casa en la que tenían entrada sólo los más nobles y los más ricos. Se decía que sabía latín y hasta un poco de griego, y tanta teología que seguía los debates con gran interés y daba inteligentes consejos para refutar las argumentaciones griegas.

Pero, ciega como el destino, la peste recogía cada noche en su negro carruaje a borrachos y abstemios, lujuriosos y puros, temerosos y valientes. La muerte no juzgaba a nadie según su corazón o sus actos, sino que se llevaba al inocente junto con el culpable. Mis pensamientos me aseguraron que la peste era el mejor testimonio de la completa falta de sentido de todo.

A principios de noviembre, Besarión contestó por los griegos, pero como a él también le obligaba la decisión de éstos de no debatir el contenido de la religión, sino sólo la letra, su intervención se convirtió en una mera discusión gramatical sobre las palabras. La capilla donde se celebraban las sesiones tenía un triste color gris, y la luz de un nublado día de noviembre que penetraba a través de las vidrieras confería un extraño tono verdoso a los rostros de todos, como si allí hubiese cadáveres debatiendo entre sí. De los braseros salía el humo protector producido por hierbas amargas; el olor a azufre y a medicinas hacía pesado el ambiente, y a mí me parecía como si las voces se alejaran, volvieran a acercarse y se alejaran de nuevo hasta que no las podía oír. Por fuerza mi atención se relajó, y las doctas explicaciones de Besarión sobre las palabras explanatio y explicatio, intrinsecus y extrinsecus se convirtieron en mis oídos en tan insignificantes como los gritos de las aves marinas que, procedentes de la lejana costa, llegaban apagados hasta nosotros.

La hermosa y adusta cara del emperador tenía un color verdoso, mientras yacía a sus pies un perro con manchas negras y blancas. El severo rostro y los centelleantes ojos del Papa Eugenio se hallaban fijados en la lejanía. Estaba tan delgado que sus mejillas presentaban profundos hoyos y, en aquella extraña luz, me parecía poder ver su calavera a través de la piel. La grande y redonda cara de Besarión y su negra barba me parecieron de repente completamente desconocidas y, al dejar que mi vista pasara de uno al otro, pensé: ¿Quiénes son éstos, qué quieren, qué tengo yo que ver con ellos?

Experimenté la sensación de alejarme infinitamente de ellos, sobre las olas del mar, viendo en lontananza y como algo irreal todo lo que contemplaban mis ojos. Mis manos me parecían desconocidas al apretarlas y, asustado, pensé si no estaría enfermando. Sin embargo, hasta mi propio miedo era algo irreal y carente de significación, porque de repente me pareció igual vivir que morir.

¿Me había atado lentamente, sin advertirlo, con unas cadenas invisibles? Discutía por mi sueldo, me pavoneaba por mi rango de escribano, sostenía sabias conversaciones sobre las palabras griegas, cada noche volvía a la misma cama, apreciaba la comida y sentía vanidad cuando las muchachas me miraban por las calles de Ferrara. Varias veces me había embriagado con el vino, había seguido a mis compañeros a los prostíbulos y había yacido con las mujeres fáciles sin sentir más remordimientos que los otros. No dejaba de acudir a las misas, había participado en los sacramentos, había ido confesando humildemente los pecados de mi cuerpo y había recibido la absolución por ellos. No era ni más ni menos culpable que los demás, pero ¿de dónde me venía este terrible sentimiento de culpabilidad?

¡Qué diferente era cuando, de más joven, vagabundeaba y sentía en mí a Dios, y a la muerte como la única verdad! Entonces disfrutaba del agua fresca y no me había atado a las tentaciones de la carne. Sin embargo, al examinarme a la fría y verdosa luz de la capilla, sabía en mi corazón que mi sentido de culpabilidad no se originaba solamente del hecho de haberme entregado como prisionero de mis sentidos. Tampoco sentía culpabilidad por mis dudas. Al igual, me parecía una pequeñez el hecho de no querer reconocer ni el bien ni el mal. Había una fuente mucho más profunda de donde manaba mi culpabilidad.

Dios existe, pensé, pero nunca podremos saber lo que es. Nuestro conocimiento es limitado, nuestras palabras asimismo y por este motivo todo lo que intentamos decir sobre Dios son únicamente titubeantes metáforas. Incluso la Aparición está contada por los hombres. Entonces, no tiene fundamento debatir las palabras, ya que éstas tan sólo pueden ser interpretadas con otras palabras. Si Dios existe y es infinito y eterno, por meras palabras que éstas sean, está siempre y en todas partes, tanto en el mundo finito como en el infinito. Por eso Dios está presente y actúa siempre, en todas partes y en cada momento, aunque nosotros no sepamos qué significa el estar presente y el actuar más allá de los conceptos del mundo finito. Dios está en mí y fuera de mí en todo instante. En Dios se unen el amor y el odio, la fe y la incredulidad, la lujuria y la pureza, de forma que nada en Dios está en conflicto; sin embargo, nunca sabremos cómo ello es posible. Pero si creo en Dios, creo también, con todas sus consecuencias, que la palabra se convirtió en hombre: que Dios apareció en Cristo como un hombre completo y un Dios completo, y que en ello ya no queda nada conflictivo o que perturbe el pensamiento, sino que la Santísima Trinidad es una metáfora tan lógica y sensata sobre la existencia y la actuación de Dios en los mundos infinito y finito, que en esta fase de mis conocimientos esto es lo que debo considerar como la más alta sabiduría. Debido a lo limitadas que son las palabras es tan sólo una metáfora, pero, gracias a la existencia y a la actuación de Dios, simultáneamente es más que una metáfora.

Pero mi revelación no llevaba la deslumbrante luz amarilla del conocimiento superior, sino la luz verdosa e irreal de una capilla en noviembre, llena de vahos de la peste, lo cual sólo me producía un sentimiento de culpabilidad y de melancolía. Dios no hablaba en mí. Únicamente experimenté, como en una revelación, todo cuanto había pensado y aprendido, de forma que comprendí que de ninguna manera la esencia de la doctrina de la Iglesia tenía por qué estar en conflicto con el conocimiento y la inteligencia de una persona capaz de pensar. A pesar de todo, esta revelación no me ayudaba, ni pude sentir en ella a Dios. Yo sólo sabía que la Iglesia era la luz, la costumbre y el orden y, por lo tanto, imprescindible para las masas incultas, que no podían saber, y que por esta razón tenían que limitarse a creer. La Iglesia no se corrompía si alguno de sus miembros estaba corrompido, ya que la Iglesia era obra del hombre y éste, como tal, es un ser limitado y sometido a todas las leyes del mundo limitado. Quizá muchos monasterios y muchas órdenes religiosas eran corruptos y mundanos, y se merecían la burla de la gente. No obstante, ahora comprendí por qué tantos hombres de talento se habían convertido en monjes, abandonando su vida anterior. A la mayoría, les bastaba la costumbre y la fe y no necesitaban más, pero esto no era suficiente para todos ni podía serlo, y yo era uno de los que nunca tendrían suficiente con ello. Aquélla, aquélla era la causa íntima de mi incurable sentimiento de culpabilidad, de esta melancolía que me estropeaba todo placer. A mí se me exigía más que a los otros. Algo en mí mismo me exigía más que a los otros, por mucho que me rebelase contra esta exigencia. Era una orden sin piedad e irreversible, aunque no podía saber de dónde procedía.

Sin embargo, no podía humillarme. Que sea así, pensé, que sea éste mi conocimiento y que anule todo lo demás que intento hacer. Al lado de esta culpabilidad mía, todos los demás pecados que he cometido y cometeré son insignificantes y ridículamente pequeños, a condición de que, al pecar, no perjudique mucho a otra persona. Los pecados del cuerpo y de los sentidos son sólo consecuencia del anhelo de olvido y de las ganas de malgastar las fuerzas, sueño pecaminoso del que, una y otra vez, me tengo que despertar en mi culpabilidad. Tal vez incluso los libros, la sabiduría mundana y los estudios del griego, hasta Homero y Platón, representen para mí el mismo anhelo de olvidar y de malgastar fuerzas y, en mi caso, sean como pecados más graves que los insignificantes del cuerpo y de los sentidos. El pecado es meramente una palabra, pero, para mí, de ahora en adelante, representará mi desesperada voluntad de olvidarme, aunque sea por un instante, de mi conocimiento superior, olvidar a Dios en mí. El pecado es reposo y sueño del alma, de la misma manera que el sueño del cuerpo es el reposo del cuerpo, ya que, de otra forma, el cuerpo no podría vivir atado a las limitaciones. Ésta era la causa por la que el ser humano, con su debilidad y sus limitaciones, no podía vivir sin el reposo producido por el pecado. A partir de ahora ya no acusaría a nadie por sus pecados, porque, debido al carácter humano, todos los pecados merecen el perdón. Para mí, el reposo de los pensamientos será el pecado, y el pecado, reposo de los pensamientos. No obstante, el saberlo me desesperaba y ya nunca, durante los días que viviera, estaría en paz conmigo mismo.

Esta conciencia siempre me separará de las demás personas, pensé, me separará de la naturaleza, de la compañía de los amigos, del amor de las mujeres, del hogar y de la familia, al igual que hasta ahora no he podido sentir a ninguna persona completamente compenetrada conmigo. Mi amor lo enfriará todo, aunque tuviera unos desesperados deseos de amar. El mundo de lo finito será mi desconsolado hogar; Dios, el padre cruel que hace avanzar mis pensamientos a latigazos y sin dejarme descansar; los humanos, con toda su ignorancia, mis únicos hermanos. ¡Dios, Dios, el dolor de conocerte es más fuerte que cualquier dolor físico!

Seguramente estaría murmurando para mí y mirando a mi alrededor con ojos errantes sin saber dónde estaba, porque el doctor Segundino me dio un empujón en el costado y me despertó de mis pensamientos. La sesión estaba a punto de terminar y delante de mí sólo tenía un papel en blanco, en el cual no había logrado escribir nada de las voces y de los debates carentes de sentido. Pero daba igual, ya que el asunto no había avanzado; se había estancado en unas inútiles argumentaciones sobre si filioque era una añadidura o una explicación.

—¿Qué te pasa? ¿No estarás enfermo? —preguntó el doctor Segundino, alejándose de mí como hacían todos los que querían evitar el contacto con alguien afectado por la peste. Pero estaba al mismo tiempo frotándose sus secas manos y, en lo profundo de su inmensamente melancólico y alargado rostro, podía distinguirse una sonrisa burlona.

—A pesar de todo y con muchos rodeos, Besarión ha dejado entender que creía que el Espíritu Santo también proviene del Hijo —me explicó—. Si podemos obligar a los griegos a que salgan fuera de la muralla de las letras y lo reconozcan, la unión será posible. Pero me temo que, para conseguirlo, gastaremos mucho tiempo y papel, porque ni ellos mismos saben lo que creen. Es por ello que se agarran con tanta insistencia a la palabra explanatio en vez de explicado.

Sus palabras tenían en mis oídos el mismo significado que el ladrido de un perro. Sonriendo estúpidamente por toda respuesta, recogí mis papeles y mis útiles de escribir, seguí a los demás y salí de la capilla. Me fui directamente a mi vivienda y, ya desde lejos, pude ver que en la pared de la casa del comerciante de sal habían pintado una gran cruz negra. Al fin la peste había entrado en nuestra modesta casa.

Contra mi voluntad, me quedé helado por el pánico y me pareció que se me erizaban los cabellos a la vista de aquella horrible señal. Si hubiera tenido un poco de sensatez, habría entrado en secreto en mi habitación, habría recogido mis cosas y hubiera buscado otro lugar donde alojarme. Todo el mundo lo hacía y nadie lo consideraba ni malo ni vergonzoso. Sin embargo, yo entré directamente en la casa del comerciante y vi al hombre en la cama; la fiebre le hacía delirar y tenía la cara azulada. Los sirvientes ya habían huido y la patrona se encontraba sola con sus dos niños, que estaban llorando. Con el pelo revuelto y los ojos fuera de sus órbitas vino a recibirme, con la sonrisa y la hermosura inmovilizadas en la blanca máscara que era su rostro.

—La peste ha entrado en esta casa, señor Juan —dijo—. Váyase rápidamente o usted también enfermará.

No se podía escapar de la peste, pensé. A decir verdad, me habría despreciado a mí mismo si, además de mi íntimo sentimiento de culpabilidad, me hubiese sometido a tener miedo a los peligros de la vida temporal. La vida en medio del temor no valía la pena de ser vivida. A fin de demostrarme a mí mismo que no tenía miedo, empecé a ayudar a mi patrona colaborando con ella para mantener al enfermo en la cama, porque, debido al tremendo dolor de cabeza que tenía, el comerciante intentaba golpeársela contra la pared y, en pleno delirio, quería levantarse del lecho, de modo que bastante trabajo daba a dos personas fuertes el mantenerlo quieto. A la caída de la tarde, cuando se durmió, le desperté sin piedad. Ante las protestas que manifestaba la patrona, le dije:

—He oído decir que un enfermo de la peste debe ser mantenido despierto. Si se duerme, se entrega a la fiebre y la enfermedad le vence.

La patrona me respondió:

—Esto me ocurre por mi pecado y es un horrible castigo por una cosa tan pequeña. Señor Juan, por causa de usted he estado deseando en mi corazón la muerte de mi marido, porque el toque de sus manos se me hacía desagradable y en sus brazos sólo pensaba en usted. Si se muere, será el castigo de Dios, y si se mueren también mis hijos, ya no sabré qué hacer.

—No digas tonterías, mujer loca —le dije, airadamente—. Si el castigo del adulterio fuera éste, no quedaría un alma viva en toda Ferrara. Además, seguramente nos moriremos todos, de forma que es prematuro que te lamentes.

No obstante, sus palabras me incitaron a luchar contra mi muerte y, a pesar del horror y aversión que experimentaba, lavaba una y otra vez el cuerpo de aquel robusto hombre, le ponía compresas frías, le obligué a beber vino con fuertes especias y a tomar sopa preparada por la patrona, a fin de que no perdiera todas las fuerzas, y le despertaba sin piedad cada vez que iba a dormirse. Sus dolores eran tan horribles que, en sus momentos de lucidez, me rogaba que le dejara en paz, pero yo seguí cuidándole. Lo peor vino cuando se reventaron los abscesos y su tufo llenó la estancia. Le lavamos y vendamos y lo trasladamos a otra cama, quemamos en el patio toda la ropa de la cama anterior y, por fin, le dejamos dormir, ya que su cuerpo no mostraba señales de fiebre. Durante muchos días yo tampoco había dormido más que un rato de vez en cuando. Por ello me flaqueaban las fuerzas y me desmayé en la escalera. La patrona me arrastró a su propia cama y dormí casi un día y una noche; ella durmió a mi lado y me calentó con su cuerpo.

Cuando me desperté, la patrona me dio de comer, diciendo:

—Creo que mi marido se curará, porque cuando se despertó comió muy bien y volvió a dormirse. No sé cómo recompensarle a usted su bondad y su valentía, ya que estoy segura que si no hubiera sido por usted, él se habría muerto. De verdad, Dios ha tenido piedad de nosotros, puesto que los niños no se han contagiado, ni nosotros tampoco.

—Conozco a Dios —le contesté—, pero en mí no hay amor ni reconozco la diferencia que hay entre lo bueno y lo malo en el mundo de lo finito. No lo he hecho por bondad, ni por gratitud, ni porque hubiera pensado que le debía algo a tu marido. Desde luego, no quiero coleccionar buenas obras. Por eso es mejor que vengas a mis brazos si quieres recompensarme, porque ello me produce placer, me calma el cuerpo y me proporciona un buen sueño.

La patrona creyó que yo bromeaba y no se atrevió a pecar más, aunque creo que no le faltaban ganas. En vez de ello, preparó muchos y buenos platos de comida. Su marido, al despertarse, se levantó, volvió a comer con voracidad y no paraba de maravillarse de que precisamente él se hallase entre los pocos que se habían curado de la peste. Su gratitud hacia mí no conocía límites, hasta que su compañía empezó a fastidiarme. Por este motivo, al atardecer me vestí con una capa hecha de sacos y salí a la calle para ayudar al conductor del negro carruaje a levantar cadáveres de los que ni tan sólo los familiares querían tocar.

Siguiendo al carro, podía oír la ruidosa música que salía de los iluminados prostíbulos, y en las calles encontraba borrachos que se tambaleaban y vomitaban. Seguía al carro hasta el cementerio, y ni los sepultureros, ni el conductor del carro, ni el sacerdote que bendecía los cadáveres a toda prisa se fijaban en mucho más que en el número de éstos, para poder cobrar por cada uno. A mí me consideraron un loco porque, sin pedir sueldo alguno, me dedicaba a tan terrible trabajo.

Pero yo quería ver y experimentar la muerte, conocer su olor y la total pobreza del ser humano ante ella. Por eso me iba a las chabolas en las que se reunía a los enfermos más pobres, cerca del cementerio, para esperar su muerte. Había allí algunos piadosos monjes que, cansados y esqueléticos, intentaban aliviar los sufrimientos de los enfermos y rezar con ellos, ya que la mayoría de aquellos miserables tenían que morir sin los últimos sacramentos. Me reuní a estos valientes monjes y durante muchos días llevé agua a los enfermos, les compré comida y recé con ellos cuando, al sentir que se les enfriaba el cuerpo y que se les entumecían los miembros, presentían que la muerte se acercaba, lo que les angustiaba sus almas. Esta pobre e ignorante gente no quería que rezase en su idioma; se sentía más confortada si rezaba en latín. Me pedían que les tomara de la mano hasta que las cabezas se les inclinaban, las bocas se quedaban abiertas y, mientras la conciencia se les disipaba, sus cuerpos experimentaban las últimas convulsiones y, al fin, la vida los dejaba y el cuerpo se quedaba inmóvil. Pero la muerte les alisaba las caras y les daba una paz que no habían tenido mientras vivían. Éste era el único aspecto consolador de la muerte.

Supongo que la falta de sueño, el cansancio físico y todo el sufrimiento humano que vi me perturbaron la mente porque, si entre ellos había alguien intelectualmente más despierto que los otros y que me rogaba que buscase a un sacerdote que le diera la absolución, cuando ningún cura quería acercarse a la chabola de los enfermos pobres, yo me arrodillaba a su lado y le aseguraba:

—Él mismo ha dicho: donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estaré con ellos. Si tú quieres, Jesucristo está con nosotros y te bendecirá mejor que ningún sacerdote.

Si lo creía y rezaba conmigo, le decía:

—Tus pecados han sido perdonados.

No obstante, no bendecía a nadie para la vida eterna y sabía muy bien que cometía un delito contra la Iglesia al hacer lo que hacía, pero, con el orgullo de mi corazón, consideraba que podía soportar semejante delito.

Cada vez que se me acababan las fuerzas y volvía a mi vivienda, me forzaba a lavarme cuidadosamente y ahumaba mi capa de saco, que mantenía separada del resto de mis ropas a fin de no poner en peligro a mis compañeros, ya que se creía que la peste se contagiaba mediante el contacto y por la ropa. Antes de acudir al trabajo, me limpiaba asimismo la boca con vino que contenía hierbas. Una tarde, un par de compañeros me sorprendieron cuando estaba subiendo al carro el cadáver de un niño. Me señalaron con el dedo y me acusaron airadamente de contagiar de peste la cancillería papal. Al día siguiente, el doctor Segundino vino a mi encuentro en la puerta y me dijo:

—El oficio de carrero es el oficio de carrero y el de escribano, el de escribano. No vuelvas más al trabajo hasta que estemos seguros de que no nos contagiarás la peste.

Pero me había invadido un ciego deseo de demostrarme a mí mismo que no temía a la muerte, y seguramente pensaba también que, si me salvaba de la peste, ello sería para mí una señal tan buena como cualquier otra de que el seguir viviendo tenía algún sentido, aunque yo no lo pudiera conocer. En consecuencia, me alegré con arrogancia de verme liberado de mis obligaciones y de tener que escuchar vacíos discursos sobre la nada, y seguí con mis obras de caridad, que para mí no representaban caridad sino el desafío del corazón ante la muerte.

Una noche, llegó a la chabola de la muerte una mujer vestida de negro, para lavar los abscesos de los enfermos y para dar de beber a los enfebrecidos que gritaban de sed. No era una monja ni una comadrona. Se había atado un pañuelo a la cabeza, de forma que parecía una campesina, y se había manchado la cara con hollín para no ser reconocida. Sin embargo, al pasar por su lado noté el aroma de los perfumes que despedía y que parecía una brisa del paraíso en medio del hedor de la muerte. Había algo tan conocido en ella que mi cansado corazón empezó a latirme fuertemente en el pecho. La agarré de los brazos, la obligué a que girara la cara hacia mí y exclamé, horrorizado:

—¡Alteza, señorita Beatriz! ¿Cómo está usted aquí?

Ni el hollín de su rostro podía disimular su belleza y, aún estando sucias, sus manos eran las de una aristócrata. Se me quedó mirando asustada, jadeante como si estuviera en peligro de muerte.

—Y ¿qué haces tú aquí? —me preguntó—. Aquí no hay mesa de escribano, ni plumas, ni papeles.

Sin embargo, no lo dijo con desprecio, a pesar de que me sentí herido porque lo primero de lo que se acordó era de que a su lado yo sólo era un insignificante escribano.

—Pero, aquí hay muerte —le contesté—. Ante ella todos somos iguales, a pesar de que mi anhelo por la sabiduría no me pueda elevar al rango de su alteza.

—Sí, sí —dijo—, ante la muerte todos somos iguales y yo tengo tal pasión por ella que voy corriendo a su encuentro, pero ¿qué razón tienes tú para buscar la muerte? ¿Por qué no lo dejas para los monjes y los criminales? ¿O tal vez tú eres también un criminal al que se le obliga a estas horribles tareas?

—¡No soy un criminal! —le contesté con vehemencia—. Estoy aquí por mi libre voluntad para investigar la muerte a fin de acrecentar mis conocimientos, y ni mucho menos por pura caridad. Pero a ti no te entiendo. Habría pensado que tú correrías al encuentro de la muerte danzando y riendo y con una corona de flores en la cabeza, drogada y bebida de la manera que he oído decir que se celebra la muerte en el castillo. Nadie te obliga a venir aquí.

—Así de poco me importa la muerte —dijo, arrodillándose al lado de la mujer moribunda a la que había estado cuidando; se posó sobre la paja manchada del pus de los abscesos que habían reventado y de los negros vómitos de sangre, y le besó las mejillas ya azuladas por la cercanía de la muerte, como si hubiera deseado hacerla entrar en su propio cuerpo a través del beso.

—¡Estás loca! —le grité, horrorizado—. Vete, lávate la boca y límpiate toda, cámbiate de ropa y tal vez todavía te puedas salvar.

Bruscamente, me ordenó que no me metiera en sus asuntos. El grito de dolor que profirió uno de los enfermos me obligó a alejarme de ella, y seguimos trabajando cada uno por nuestro lado. Sin embargo, le llevé agua, porque el cubo de madera era demasiado pesado para Beatriz. De vez en cuando encontraba su mirada y ella levantaba arrogantemente la cabeza, como si estuviera enfadada. Cuando vino el gris amanecer, los monjes volvieron a la chabola y sacamos al aire libre el cadáver de la mujer. Me hallaba al lado de la puerta, respirando el aire fresco y con el cadáver a mis pies, cuando Beatriz vino a mi lado, tapando su rostro con el velo ante los monjes. No me dijo nada y yo tampoco le hablé. Habían terminado los ruidos en el cementerio y en algún patio cantaba un gallo.

Eché a andar hacia mi casa pero, al volver la cabeza, vi que la joven me seguía a pocos pasos. La madrugada de noviembre estaba fresca. Ya se podían distinguir en la penumbra las paredes y los tejados de las casas.

—¿Qué quieres de mí? —le pregunté.

—No lo sé —respondió, y siguió caminando detrás de mí.

A la pálida luz de la madrugada todo me parecía tan sin sentido e irreal como los moribundos cuerpos en la chabola de la peste. Me siguió hasta la casa del comerciante de sal. Le abrí la puerta y entró en la cocina. Aticé las brasas, puse leña en el hogar y, una vez encendida, coloqué encima hierbas y ramas mojadas. Mientras un amargo humo iba llenando la estancia, me quité la ropa y la colgué para que se ahumara. Después empecé a lavarme. Al echar un vistazo hacia la muchacha, vi que también se estaba quitando la ropa y la colgaba al lado de la mía en el espeso humo. Mientras me secaba, Beatriz empezó a lavarse con el desnudo cuerpo temblando de frío.

—Te puedo calentar agua —le dije, pero la joven no me contestó. La muerte nos unía como si hubiéramos sido hermanos, y no teníamos por qué sentir vergüenza de nuestra mutua desnudez. Cuando comencé a subir por la escalera hacia mi cuarto, ella me siguió, secándose todavía con la áspera toalla. Hacía frío en la habitación y le di mi camisa limpia, pero se quedó apretándola contra el cuerpo, sin vestirse. Después de haber lavado el hollín de su cara y haber dejado libre su rubio cabello, era muy bella.

—Tienes frío —le dije.

Beatriz miraba a lo lejos, sin verme, y sus ojos castaños estaban asustados. Yo sólo miraba a esos ojos, por muy hermosos que fueran sus blancos brazos y piernas.

—Veo que en tu cama tienes una colcha de piel de cordero —me dijo.

—Sí —dije—. Pero no soy un ángel ni un santo.

La patrona había dejado en mi mesa una fuente con comida. Corté un trozo de pan y me metí en la cama mordisqueándolo. Ella se me acercó, le hice sitio y se puso a mi lado bajo la colcha. Sus extremidades estaban heladas al igual que sus dedos cuando tomó el pan de mis manos; lo partió por la mitad y comenzó a comer. Migas del pan le cayeron sobre el pecho y yo las miré.

—Quítalas —me dijo. Las quité con sumo cuidado y una de mis manos se quedó reposando sobre su fina piel. Ella temblaba y yo podía sentir los latidos de su corazón bajo mi mano. También empecé a temblar.

—¡Oh, Beatriz! —murmuré, sintiendo el terrible dolor de saber que la joven era como una forastera y una desconocida allí, a mi lado, en la cama y que nunca podría ser otra cosa, pasara lo que pasara entre nosotros.

Empezó a sollozar, me echó los brazos al cuello y apoyó la cara contra mi pecho. Sentí que sus calientes lágrimas me caían sobre la piel.

—No llores —le dije—. Tú eres hija de un príncipe y yo sólo soy un simple escribano. Esto no lo podemos cambiar con las lágrimas.

—No, no —me contestó, sollozando—. No lloro por eso.

Levantó la cara manchada por las lágrimas, y me miró fijamente a los ojos, en los suyos había una expresión de miedo.

—He cometido un pecado imperdonable —dijo—. He cometido un pecado que no puedo contar a nadie en el mundo, ni a mi confesor ni tan siquiera a ti. Al lado del horror de aquel pecado, todo cuanto me pueda ocurrir no tiene la menor importancia. Pero te juro que no lo hice queriendo, sino por obligación.

Se calló, me miró llena de pánico y continuó:

—Por obligación, sí, pero la obligación me produjo placer y el horror del pecado despertó en mí una pasión de la que no puedo librarme, haga lo que haga. Por esto sería mejor que me muriese.

—Sólo somos humanos —le respondí—. No hay pecado en el mundo que sea demasiado terrible como para no ser perdonado.

Sacudió la cabeza con vehemencia, y al hacerlo, me rozó la cara con sus rubios cabellos.

—Tú no lo sabes —dijo, y luego apretó sus labios contra mi boca como si, besándome, intentase desesperadamente huir de su angustia interior.

—Beatriz, tú eres la primera y única mujer a quien he amado locamente desde el momento en que te vi en la iglesia con la vela en la mano, aquella mañana de Pascua. He añorado tu belleza, te he añorado por serme inaccesible, pero ahora que te tengo en mis brazos es como si apretara contra mí un frío cadáver y tu beso sabe a cenizas en mi boca.

Rozó con las yemas de sus dedos la cicatriz de mi pecho y dijo:

—No debiste besarme entonces en la escalera de la iglesia, pero todavía peor hiciste besándome contra mi voluntad en el jardín del doctor Benz. Es terrible sentir que un hombre es más fuerte que una y que ese sentimiento de violencia produce placer. Tendría que haberte matado por ello, pero entonces ya sentía demasiado deseo de ti.

Yo no podía dar crédito a mis oídos.

—¿Que tú me amas? —le pregunté, atónito—. ¡Pero si eso es imposible!

—No sé lo que es, pero mi razón y mi orgullo se fundieron en mí, formando como una espuma de fuego, cuando vi la sangre brotar de tu pecho y apreté mi boca contra la tuya. Es por ello que te prohibí volver a verme jamás. Es por ello que estuve ardiendo durante muchos días y, desde entonces, sigo ardiendo. ¿Me embrujaste al contarme tu extraña historia y dejándome tocar aquella complicada hebilla?

—Son la peste y la muerte que te han obcecado —le contesté—. No sabes lo que dices.

—Sí, sí, es inútil hablar —respondió.

Sollozando y temblando buscaba mi boca con la suya, hasta que la sentí invadida de la locura de la pasión y la hiriente llama del deseo me atravesó el cuerpo. Al abrazarla me percaté de que no era virgen; no obstante, este conocimiento me incitó a una pasión todavía más fuerte, hasta que acabamos mordiéndonos mutuamente como algunos animales cuando copulan.

Sin embargo, después de abrazarla me invadió la desconsoladora seguridad de que nunca podría llegar más cerca de ella que en ese instante y, de que ella tampoco podría conocer de mí otra cosa que el yacer a mi lado y tocarme con su mano. La pasión tiene sus límites, el placer carnal es limitado y perecedero y, en el momento del contacto más íntimo entre dos seres humanos, ese contacto sólo es corporal. La joven también estaba melancólica y mantenía los ojos cerrados. La rodeé tiernamente con los brazos y nos dormimos profundamente los dos, sin tener ya fuerzas para preocuparnos del día de mañana.

No me desperté hasta después del mediodía, cuando la patrona vino a la habitación por alguna de las tareas que solía hacer. Al ver a una mujer a mi lado en la cama se le cayó la cacerola que llevaba en las manos, soltó un chillido, se tapó la cara y salió corriendo de la habitación. Afortunadamente, no pudo ver la cara de Beatriz, sólo sus rubios cabellos al lado de mi cabeza, porque la había tapado a toda prisa. La joven se despertó, se incorporó en la cama, frotó sus ojos soñolientos como una niña y me echó una mirada sorprendida. De repente se le iluminó la cara con una divina sonrisa que la hizo más hermosa que nunca; tenía el color rosado del sueño en las mejillas y los ojos le brillaban.

—Amigo mío —dijo, y ninguna palabra me había producido un estremecimiento tan dulce como aquéllas.

—Tendrás hambre —le dije, levantándome y poniéndome la camisa. Puse delante de ella la cacerola que la patrona había traído y que, por un milagro, no se había roto ni se había tumbado al caerse. Asimismo, llevé a la cama la comida que habíamos dejado la noche anterior, y ambos comimos con apetito y alegría. No tenía vino, pero bebimos agua, y Beatriz dijo:

—Jamás una comida me ha sabido tan bien como ésta. No hay vino más delicioso y embriagador que este agua. Hoy me siento jubilosa porque me he salvado de la peste y vivo, aunque ayer hubiera preferido morir.

—Beatriz —le pregunté—, ¿no corremos un gran peligro? ¿No te echarán de menos en el castello?

—¿Tienes miedo? —preguntó ella, asombrada.

—No por mí. Después de esto, a mí todo me dará igual. Lo que no querría sería causarte problemas a ti.

—Créeme, amigo —me contestó—, a mí no me puede ocurrir nada peor que el no poderte ver más ni sentirte así a mi lado. Ya no soy arrogante. No necesito violencia ni dolor para someterme. Cerca de ti incluso mi imperdonable pecado se aleja, de forma que ya no quiero pensar en él. Tú me has librado del mal, amigo mío. Es dulce la espuma de fuego en mi cuerpo y en mi corazón, y esa espuma vuelve a hervir con un solo toque tuyo. Dime, amigo, ¿qué es esto?

No dije nada. Sólo experimenté una desbordante ternura hacia ella por llamarme su amigo. Al cabo de un rato volvió a tomarme de la mano, y dijo:

—No, no tenemos nada que temer, a menos que alguien nos sorprendiera aquí. He pasado muchas noches fuera del castello, cuidando enfermos en el convento, hasta que las monjas me reconocieron. Créeme, ni mi padre se atreve a mandarme a buscar públicamente. Es posible que haga preguntas sobre mí en secreto si me quedo fuera demasiado tiempo, pero a nadie se le ocurre buscarme en la chabola de los enfermos de la peste. Mi padre, el príncipe, sabe que tengo mis razones para estar fuera y no puede impedírmelo.

En su rostro y en su sonrisa había algo tan convencido, triunfal y a la vez siniestro, que me estremecí y me quedé mirándola. Me apretó la mano tan fuertemente que me hizo daño, y me dijo:

—No pienses en ello, al igual que yo no quiero pensarlo. Sea mi pecado todo lo horrible que sea, me libera para hacer lo que quiera. Mi padre puede cortarme la cabeza, de la misma manera que hizo asesinar a su propio hijo Udo, pero no lo querrá hacer porque me ama, me ama, ¿oyes?

El tono de su voz era tan terrible que empecé a tiritar como si tuviera frío.

—Si supiera esto —continuó Beatriz—, lo consideraría como una venganza mía peor que si hubiera muerto de la peste. En su terrible amor hacia mí es tan celoso que no ha querido cederme a ningún pretendiente, a pesar de que le podría haber proporcionado grandes ventajas. Blasfemando, ha jurado que no me entregará a ningún hombre mientras él viva. Y es muy fuerte, tremendamente fuerte, y cuando se enfada hasta puede aplastar una copa de plata en su mano.

—Beatriz, ¿no podrías escapar conmigo a otros países donde no te conocieran?

Sin embargo, ya en el mismo momento de decirlo se me encogió el corazón y supe que, en realidad, ni lo deseaba. Por ello me sentí aliviado cuando Beatriz me respondió:

—No seas loco, amigo mío. Es demasiado fácil reconocerme. No hay país donde no me pudiera llegar su venganza. Ni siquiera podríamos alejarnos mucho de Ferrara, porque todos los caminos y senderos están vigilados a causa de la peste. Además, no quiero que te mate porque eres mi amigo, mi único amigo.

Luego añadió:

—El príncipe está por encima de todas las leyes, y los hijos del príncipe no pueden tener amigos. Se nos teme y se nos adula, y todo el mundo busca en nosotros solamente su propio bien. Antes de ti, ningún hombre se atrevió a tocarme por temor a mi enfado, a pesar de que en mi corazón lo echaba de menos como todas las jóvenes. Por ello me construí una virtud con mi orgullo y con mi virginidad, hasta que, después de lo tuyo, ocurrió aquello tan abominable.

Palideció y cerró los ojos.

—Bésame, amigo —murmuró—, para que olvide todo lo demás.

Con el corazón encogido, la besé con ternura y amabilidad. Me rodeó el cuello con los brazos y suspiró hondo. Al cabo de un instante, abrió los ojos, me miró fijamente y soltó una risita como si le divirtiera alguna horrible broma.

—¿No has oído la canción que canta la gente? Se refiere al príncipe: «Yo las engendré, yo las eduqué; diablos, ¿iba a dejar que algún desconocido se llevara su flor? ¡Nunca, sería de locos!».

Entonces su secreto ya no fue secreto para mí. Beatriz lo notó, dejó escapar un amargo sollozo y se relajó de su dolorosa tensión.

—Tuve que confesártelo —dijo—. Debía decírselo a alguien, ya que es una cosa que no puedo soportar yo sola. ¡Y tú eres mi amigo! Pero, después de esto, seguramente ya no podrás amarme.

Me miraba fijamente, con los ojos llenos de dolor y orgullo. Nunca había estado tan cerca de la muerte como entonces, porque, en el fondo de sus ojos, se percibía un deseo de matarme o de hacer que me asesinaran porque me había revelado algo que no se puede contar a otra persona, ni al confesor que está atado por el secreto de la confesión. La joven no necesitaba más que insinuar con medias palabras a su padre el príncipe lo ocurrido, y yo dejaría de existir. En aquel momento, la temí más que a la peste y no habría sido un ser humano si su antinatural y horrible secreto no hubiera alejado de mí todo sentimiento de pasión, a pesar de la ternura que sentía por ella. Este alejamiento instintivo no podía disminuir con el pensamiento de que la culpa no era de ella y de que, en la chabola de los enfermos de peste, había estado buscando la muerte, aterrada de sí misma.

—Beatriz, el asesinato está en tus ojos.

Se estremeció, los cerró rápidamente como si tuviera miedo de sí misma, y se alejó de mí en el lecho.

—Sabes poco de mí —le dije—. Sólo con tu cuerpo me has sentido como amigo. Es inútil asegurarte que jamás revelaré tu secreto, ya que en un ser humano todo es inseguro, cambiamos a cada instante y poco sabemos de nosotros mismos y de nuestra fiabilidad. Entonces, ¿cómo se puede jamás confiar completamente en otra persona? Mátame, si ello te alivia. Lo digo por segunda vez y no pondré resistencia. Además, nadie te ha visto entrar aquí y por la noche te será fácil marcharte sin que se den cuenta; en todo caso, nadie osaría acusarte aunque hubiera sospechas. Mi vida no es tan preciosa como para que la gente se preocupe por ella, y tú misma me has visto cuidar a los enfermos de la peste, por lo cual puedes adivinar que la vida no me importa mucho. Pero para ti, Beatriz, éste es el momento de elegir qué harás de tu vida. Puedes elegir la frialdad, el endurecimiento y la muerte de tu corazón, si crees que ello te hará más feliz. Sin embargo, no creo que así lo seas. No. Te volverás más y más desgraciada y solitaria año tras año.

—No comprendo lo que me dices —contestó, adustamente—. ¡Si yo te quiero!

—Al despertarte, cuando me sonreíste y me llamaste tu amigo, quizá me quisiste. En este instante, me odias más de lo que me amas y no puedo reprochártelo.

La joven siguió insistiendo y repitiendo:

—De verdad que no te entiendo. Es que tú no me amas. Noto la frialdad que sale de ti, y tus manos están heladas entre las mías.

Angustiado, le respondí:

—¿Qué quieres de mí, Beatriz? ¿Un descanso de tu culpabilidad? ¿Placer? ¿Olvido? ¿No comprendes que una persona nunca se librará de su sentimiento de culpabilidad? Mi culpa es todavía más grande que la tuya. Seamos amigos como tú dijiste y perdona mi culpa con un momento de descanso en tus brazos, como yo perdono tu culpa con el descanso en los míos. Sin embargo, esto no es el cielo sino la tierra, la misma tierra con la que nos juntaremos una vez muertos. Me engañaría a mí mismo si me imaginara que pudiera ser algo más.

Beatriz intentaba, como mejor podía, seguir mis razonamientos y entenderlos. A pesar de que no pudo comprender, intuyó mi dolor, se olvidó de sí misma y la ternura volvió a ella, ahuyentando la angustiosa sombra que nos había cubierto.

—Entonces, ¿qué quieres? —me preguntó—. ¿Cuál es tu secreto?

¿Cómo se lo podía yo explicar?

—No sé nada del cielo —dije—. Tal vez ni creo en el cielo, pero ansío llegar de lo finito a lo infinito, de lo condicional a lo incondicional. Querría ser habitante del cielo y no de la tierra, pero en mí no hay amor.

»¡Sí, sí! —exclamé en mi angustia—. Yo conozco a Dios dentro de los límites del saber humano, pero no lo siento porque no hay amor en mí. Si he cuidado con compasión a los enfermos de la peste, lo he hecho por arrogancia y orgullo, no por amor. Por arrogancia también podría dar mi vida por ti, Beatriz, amiga mía; sé que podría hacerlo si así te pudiera ayudar, pero también eso lo haría por arrogancia y, en consecuencia, no sería un acto de amor. ¡Dios mío! Los demás pueden comprarse la eterna felicidad con buenas obras, pero yo sé. Y porque sé, incluso mis mejores obras carecen de valor, puesto que carezco de amor.

Supongo que era una locura y una blasfemia hablarle de esta manera, estando como estaba tendido en la cama a su lado después del placer carnal y del momento de pasión, sintiendo aún su desnuda piel contra la mía. No obstante, la muerte me había estado sitiando, el placer carnal es el hermano de la muerte, y no se podía sentir más amargamente lo desconocida que era otra persona que yaciendo con ella. Beatriz me acarició y me besó con ternura para consolarme de una angustia que ella no comprendía, hasta que lloré en sus brazos. La tarde cayó y la habitación se quedó en la penumbra y luego a oscuras. Al final, vimos las luces de las antorchas, y el negro carro volvió a pasar con el ruido de ruedas contra el pavimento, acompañado del ronco grito del conductor.

—¡Cadáveres, cadáveres!

Fui de puntillas a buscar nuestras ropas, nos vestimos, Beatriz se cubrió el cabello con un pañuelo y volvió a manchar su cara con hollín para no ser reconocida. La capa de sacos me repugnaba. De nuevo temía a la muerte y me parecía que, de alguna manera, había llegado a estar en paz conmigo mismo, así que nada en mí me forzaba ya a regresar al lado de los moribundos. Ambos intentábamos retrasar la salida de la habitación y, al fin, nos abrazamos y nos besamos una y otra vez como si nunca hubiéramos querido separarnos.

—Si vuelvo al castello —dijo Beatriz—, nadie me preguntará nada, pero el príncipe hará que me espíen y es posible que no me pueda ausentar más sin llamar la atención. En consecuencia, si vuelvo a tu lado alguien puede seguirme y así llevaría a los asesinos directamente hasta tu habitación.

—Haz lo que quieras. Siempre sabes dónde encontrarme.

Yo sabía con la misma claridad que ella que ya no teníamos nada más que darnos. Si nos volviéramos a ver, lo haríamos empujados sólo por la pasión carnal y por el dolor de la soledad. Por esto nos besábamos y nos acariciábamos con un furor todavía más grande, como si quisiéramos engañarnos y creer que nuestro encuentro había sido de mayor importancia de la que había tenido.

En la oscuridad de la noche la acompañé hasta cerca del castillo; después, Beatriz me hizo detener diciéndome que sabía cómo entrar y prohibiéndome acompañarla más lejos para no ponerme en peligro.

—No te deseo nada malo, amigo, sólo te deseo lo mejor —me dijo.

—Yo también deseo lo mejor para ti —le contesté.

Así nos separamos. Beatriz desapareció en la oscuridad y la misma oscuridad me rodeó a mí, pero peor que la oscuridad terrenal fue la desconsolada oscuridad que reinaba en mi corazón. A tientas y buscando guiarme por las paredes, volví a la casa del comerciante de sal, entré en la cocina, me quité las ropas que apestaban a humo y las quemé, avivando el fuego y añadiéndole leña para que no quedara el más pequeño andrajo. Se diría que hubiera querido destruir con el fuego todo lo ocurrido: mis pensamientos, mis dudas, mi culpabilidad, la peste y el amor, la pasión carnal y la ternura.

Cuando me estaba lavando de nuevo, la mujer del comerciante entró en la cocina llevando una vela. Al ver la capa de sacos en el fuego y al sentir el olor a tela quemándose exclamó, llena de gratitud:

—¿Por fin ha vuelto a sus cabales, señor Juan? Todas las noches y todas las mañanas he rezado por usted.

Dejó la vela en la mesa, se me acercó y empezó a secar mis hombros con una áspera tela, preguntándome en tono de reproche:

—¿Quién era aquella mujer desconocida que estaba en su cama? Yo nunca habría podido creer de usted nada semejante. Debería tener más cuidado, porque, ¿cómo será su carrera espiritual si la muchacha tiene un hijo y usted tiene que casarse con ella? ¡Oh, señor Juan, si tan sólo hubiera sabido que su cuerpo estaba tan inquieto, yo misma le habría calmado! Además, no habría sido un pecado muy grave si no lo hubiera hecho por mi propio placer, sino para el bien de usted, y creo que mi marido tampoco se hubiera opuesto, porque le debe la vida. ¡Ay, ay! ¿Por qué no me lo pidió a mí con toda decencia y castidad? Habiendo hecho lo que hizo ha cometido un gran pecado, y no puedo permitir que traiga a su cama a muchachas desconocidas que le pueden perjudicar. Así pues, que sea ésta la última vez.

Le contesté con amargura que no tenía por qué darle cuenta de lo que hacía y que no era asunto de su incumbencia determinar cómo y con quién pasaba mis noches, a pesar de que no me cobraba alquiler por mi habitación desde que la había ayudado a cuidar a su marido cuando tenía la peste.

—Sin embargo, creo que ha sido la última vez —le dije—. Esa muchacha ya no volverá conmigo, y creo que ya he tenido bastante de las mujeres para el resto de mi vida.

—¡Ay, usted no conoce a las mujeres! —exclamó—. Y sus palabras son testimonio de cuán joven e inexperto es en estas lides. Evite a esa muchacha y no vuelva a llevarla a su habitación, sino que aférrese a su castidad por mucho que ella le tiente. Es que usted no se conoce lo suficiente a sí mismo, señor Juan. No sabe el encanto que tiene usted para todas las mujeres, ni lo guapo que es, así que a mí me produce placer aunque sólo sea poder secarle tiernamente la espalda. Pero si la muchacha se pone pesada, niéguelo todo rotundamente, y yo también hablaré en favor de usted si sus padres empiezan a perseguirle.

Me envolvió con la toalla, dándome palmaditas en el pecho y en los costados para secarme aunque ya estaba seco del todo, respiraba pesadamente y prosiguió diciendo, entusiasmada:

—Además, se equivoca si cree que por causa de una muchacha tonta ya tiene bastante de las mujeres. Si yo no fuera una mujer casta y si no temiera herir sus sentimientos, podría demostrarle fácilmente cuánto se equivoca al creer que ya tiene suficiente. Un hombre joven es insaciable en estas cosas, y muchos lo intentan cuando ya son viejos porque les queda el deseo, aunque ya no tienen el poder. No, señor Juan, no se deprima inútilmente. Recuperará las fuerzas y con ellas el deseo, si descansa y come mucho.

Irritado, le mandé que callara sus tonterías y ella me obedeció sumisamente, pero siempre con aquella sonrisa secreta, como si con ella quisiera darme a entender que en este asunto sus conocimientos eran superiores a los míos. Supongo que esto era lo que tanto me irritaba, saber que, con el tiempo, mi deseo volvería a aflorar. Yo estaba atado inseparablemente a mi cuerpo y, con la tentación carnal, el cuerpo es más fuerte que la voluntad. Ésta podía impedir que el cuerpo cayese en la tentación, pero no podía eliminar la propia tentación. Seguramente eso era lo que quería decir Jesucristo al manifestar: «Quien mira a una mujer deseándola en su corazón ya comete un pecado con ella».

Y era así que mi cuerpo era el cuerpo de un pecador y mi corazón, el corazón de un pecador, independientemente de si tocaba a una mujer o no. Este conocimiento me entristeció y me hizo más humilde. Por este motivo, al cabo de un rato pedí perdón a la patrona por mis airadas palabras y, sintiendo una indescriptible melancolía, fui a descansar en mi frío lecho, donde aún podía percibir el perfume de los cabellos y de la piel de Beatriz.

Como un hombre humilde y más callado que antes, a la mañana siguiente, después de la misa, volví a mi trabajo. Nadie prestó la menor atención a mi llegada. El doctor Segundino estaba sentado con la mejilla apoyada en una mano, su larga cara aún más melancólica que antes, y maese Mateo apretaba las temblorosas manos entre las rodillas, como si temiera que se le escaparan. El ambiente de la sala, que olía a polvo de papel y a tinta, era tan sombrío, que parecía que la noticia de la muerte de alguna persona respetada por todos hubiera paralizado las mentes.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, asustado.

—Todo ha terminado —respondió el doctor Segundino—. Los griegos han informado que van a suspender los debates por inútiles. Filioque, según ellos, es una añadidura ilícita y ahí no quieren retroceder, se niegan a hablar del origen del Espíritu Santo y ya están haciendo sus equipajes para dejar Ferrara. El patriarca José está tan enfermo que no puede ni hablar. El emperador Juan, enfadado, se ha encerrado en su palacio porque los embajadores de Borgoña no le saludaron con las mismas ceremonias solemnes que al Papa. Marco Eugénico ha pegado a Besarión en la boca y le ha llamado bastardo. En una palabra, hijo mío, se acabó la función y aquí ya no tenemos nada que hacer.

Helado por el pánico, grité:

—¡Qué se puede esperar de un mundo en que dos Iglesias cristianas no pueden conciliarse por causa de una sola palabra! Éste es el peor infortunio que puede ocurrirle a la cristiandad, ya que de ahora en adelante ninguna persona honrada sabrá ya en quién y en qué creer.

—Exactamente —dijo maese Mateo; y la cabeza le temblaba visiblemente—. Se ha soltado el fondo del barril, el valioso vino se ha derramado al suelo y el mundo está perdido.