Antes de nuestra salida se había extendido por la ciudad el rumor de que en nuestros barcos habían escondido esclavos cristianos escapados de los turcos. El comandante turco que cuidaba en la ciudad los intereses del sultán había presentado un insultante requerimiento para que se permitiera que sus jenízaros revisaran los barcos antes de que partiéramos, ya que el emperador tenía el deber de devolver los esclavos turcos que se habían escondido en su ciudad. El comandante de nuestras galeras, Condolmieri, había prohibido terminantemente las inspecciones, y el emperador, para salvar lo poco que le quedaba de su autoridad, no pudo permitir que los turcos revisaran tampoco los barcos suyos. Consiguió un acuerdo según el cual sus propios funcionarios registrarían los barcos y él mismo, con su palabra de emperador, respondería de que en los mismos no hubiera esclavos escapados. Los marineros que habían ayudado a los fugitivos los escondieron como mejor pudieron y, en secreto, les dieron de comer durante los días de espera y, como cristianos, los funcionarios del emperador cerraron los ojos según una costumbre ya tradicional.
El primer día de viaje, y una vez en alta mar, los marineros permitieron que sus protegidos subiesen a cubierta y se jactaron abiertamente de cómo habían engañado a los turcos. Con la falta de sitio en los barcos, habría sido difícil disimular la presencia de aquellos hombres vestidos de harapos, llenos de las llagas causadas por las cadenas y extenuados por la tensión del viaje de su fuga. Llorando y fuera de sí por la alegría, salieron a cubierta, besaron las manos de los marineros que los habían ayudado y la misma cubierta del barco salvador, y empezaron a contar terribles historias, quizás incluso exageradas, sobre la tiranía y los sufrimientos que habían experimentado mientras estuvieron en poder de los turcos.
La consecuencia de todo ello fue que al llegar al estrecho del Helesponto, el emperador, a fin de evitar mayores dificultades con los turcos, dio la orden de entregar a los esclavos fugitivos. Los misericordiosos marineros no pudieron comprender esta humillante y cruel orden, aunque su necesidad tuviera una explicación desde el punto de vista político. La terrible decepción de aquellos pobres hombres podía haber conmovido hasta a un corazón de piedra. Primero, fueron incapaces de comprender que la orden fuera cierta, pero cuando vieron cómo una barca tripulada por hombres armados iba de barco en barco recogiendo a los esclavos, se tiraron al suelo y nos rogaron que antes les matásemos. Los marineros lloraban y empezaron a maldecir al emperador y a todos los griegos. Cuando la barca atracó al costado de nuestro barco y el jefe de los soldados ordenó a gritos a todos los esclavos que bajaran para no tener que obligarlos por la fuerza, un hombre delgado y barbudo perdió la compostura, arrebató el cuchillo de un marinero y se cortó la arteria de una de sus muñecas. Con los ojos en blanco bailando locamente en su sucia cara, empezó a sacudir la mano, de la que borboteaba sangre, salpicándonos a todos con ella y maldiciéndonos a nosotros y a toda la cristiandad.
Este horrible incidente nos desmoralizó a todos. Es verdad que, una vez sacados los esclavos, los griegos, para calmar su conciencia, intentaron asegurarnos que aquellos esclavos fugitivos seguramente eran criminales y hombres peligrosos, ya que por lo general los turcos trataban bien a sus esclavos y, al cabo de unos años, incluso les daban la libertad, según ordenaba su religión. La mayoría de los esclavos sensatos aceptaban bien su destino y algunos hasta se convertían en musulmanes y, como renegados, se volvían más turcos que los mismos turcos. Entonces uno de los marineros dijo:
—Dios os castigue y os convierta en esclavos de los turcos, para que sepáis lo que es la esclavitud.
Mi interés se despertó y empecé a preguntar a los griegos cómo era posible que, en los países conquistados por los turcos, los cristianos no se rebelasen sin cesar a pesar de que formaban la mayoría. Según toda razón, debía pensarse que el poder de los turcos era inseguro pero, por el contrario, los búlgaros y los macedonios se habían convertido, bajo su reinado, en pueblos pacíficos, aunque antes tuvieran constantes guerras entre sí y contra los bizantinos.
—Ésa es la paz de la muerte —dijo uno de los griegos que no hizo más que hablar mal de los turcos.
Pero los que entendían mejor me explicaron que los turcos, en los países que conquistaban, sólo perseguían a los anteriores nobles y señores, matándolos sin piedad, hasta a sus mujeres y sus niños, y sólo perdonaban la vida a los que se convertían al Islam y se prestaban a servirlos. En cambio, los turcos trataban bien a los campesinos y a la gente pobre, les permitían el libre ejercicio de su religión y les cobraban muchos menos impuestos que lo que antes habían tenido que pagar a sus señores. El impuesto más duro para los cristianos era un número fijo anual de varones jóvenes y sanos, de los que los turcos se apropiaban para educarles en la religión islámica y para ser soldados. Pero, una vez ascendidos a jenízaros, estos muchachos solían estar contentos con su destino y se avergonzaban de sus padres cristianos.
También me contaron cosas que antes no sabía sobre la religión de los turcos. Por ejemplo, que éstos no veneraban a Mahoma como dios, sino que sólo lo consideraban como mesías de Dios. A Jesús le respetaban como a un profeta, pero no lo reconocían como Hijo de Dios, porque Dios no podía tener un hijo. Yo sabía que su profeta les había prohibido beber vino, pero los griegos se rieron con desprecio y dijeron que esto era una mera comedia. Incluso me contaron que a su sultán le gustaba mucho el vino y solía acoger a su alrededor a poetas que alababan los placeres de beberlo. Sus cortesanos le animaban a que abusara del vino porque, cuando estaba borracho, se volvía muy generoso y podía hacer grandes regalos a cualquiera que se encontrase delante de él.
—¿Y cómo es su sultán? —pregunté, curioso.
Un escribano griego que había visitado Adrianópolis con una embajada bizantina y había visto al sultán con sus propios ojos, respondió:
—No es un auténtico sultán, sino únicamente el emir de los turcos. Sultán puede serlo tan sólo un soberano de los mahometanos que posea las llaves de La Meca. Por ello, el príncipe mameluco de Egipto es el único sultán auténtico, de la misma forma que el basileo de los griegos es el único y verdadero emperador y el rey de reyes. Por lo demás, ese Murad es un hombre bajo, robusto y de cara redonda. Dicen que es benevolente y mantiene su palabra mejor de lo que podría esperarse de un hereje. De ello se deriva que nuestro emperador tenga también que respetar los acuerdos, ya que Murad no rompe la paz si no tiene un buen pretexto para ello. Aquellos pobres esclavos hubieran podido ser tal pretexto y por esto fue criminal e injusto el que vosotros, ignorantes latinos, los escondierais en vuestros barcos.
Miró altivamente a su alrededor y siguió diciendo:
—Además, no es de extrañar que actúe en contra de la prohibición del Corán de beber vino, ya que, de la misma manera, los príncipes latinos violan vuestro ayuno y comen carne los sábados, e incluso vuestros monjes comen pescado durante la temporada de ayuno, aunque los peces tengan sangre. De la misma forma, habéis falsificado la doctrina de Cristo con vuestros añadidos, hechos a base de los cuatro primeros concilios bajo la dirección del Espíritu Santo, pero en contra de las explicaciones de los Padres de la Iglesia. Así que, con razón, a nuestros ojos los cristianos sois tan herejes como los que veneran a Mahoma.
De esta manera estuvo buscando pelea mientras nuestros barcos iban deslizándose a remo por los estrechos del Helesponto; las amarillentas colinas otoñales bordeaban las costas por ambos lados. Los pocos de entre nosotros que sabíamos griego empezamos a enrojecer de ira, pero por suerte los marineros no le entendían, ya que, de lo contrario, se habría producido una pelea. El agua estaba negra como en otoño, en el cielo se veían nubes de lluvia y pronto empezó un relente que empujó los barcos hacia tierra, a pesar de todos los esfuerzos de los remeros.
Habíamos emprendido el viaje en la peor estación del año, cuando los comerciantes y los navegantes sensatos ya habían terminado los suyos. Esto lo pudimos comprobar con creces, ya que las tormentas y vientos contrarios que encontramos no parecían tener fin. Los griegos empezaron a murmurar, en tono cada vez más malicioso, que el propio Dios estaba en contra de la unión, lo que testimoniaban todos los contratiempos sufridos por sus anteriores embajadores en sus viajes. Varias veces tuvimos que acudir a puertos de emergencia para reparar los daños sufridos por los buques y para tapar vías de agua. Asimismo tuvimos que esperar en los puertos a los barcos que se retrasaban, hasta que el mantener unida a la flota empezó a parecer una tarea imposible. A nuestro miedo y angustia había que añadir el constante mareo, del que los viejos y delicados de salud nunca se recuperaron totalmente, volviendo a padecerlo cada vez que continuábamos la navegación. Según se prolongaba el viaje las provisiones empezaron a escasear, el emperador no accedió a pagar para adquirir más y nuestra embajada ya no tenía fondos suficientes, de forma que tuvimos que pedir dinero prestado a los venecianos y comprar provisiones a unos vergonzosos precios de usurero, para compensar el pago de intereses, prohibido por la Iglesia. En sus centros de comercio, los genoveses no nos quisieron fiar. Dos enclenques monjes griegos, debilitados por el ayuno, murieron durante el viaje y se les tuvo que inhumar en el mar. También se dijo que el patriarca José se encontraba muy débil, pero el emperador se apenó más por su caballo y por sus dos bonitos perros de caza, que no resistieron el viaje y murieron. Se contaba que derramó amargas lágrimas mientras tenía en su regazo la cabeza de uno de estos perros, moribundo.
En enero, por fin, llegamos a Morea y recibimos la confirmación de que el Papa había designado como sede de las negociaciones sobre la unión la ciudad de Ferrara y había ordenado que el concilio de Basilea se trasladase allí. La mayoría del concilio, por su parte, amenazó ahora con destituirle definitivamente y con elegir un nuevo Papa. Según se pudo observar, esta noticia preocupó mucho al emperador. Ordenó que la flota debía atracar en Venecia y obligó a su hermano Demetrio a que nos acompañase desde Morea, porque no tenía ninguna confianza en él y quería evitar una guerra entre ambos mientras él se hallaba ausente. Se decía que aquel Demetrio era el más traidor y el más insignificante de todos los hijos del emperador Manuel, aunque otros argumentaban que éste había cometido una injusticia con él y, en efecto, hubiese debido nombrarle gobernador interino de Constantinopla, ya que había nacido en la habitación de pórfido del palacio, mientras que al nacer el príncipe Constantino su padre no era todavía basileo, emperador.
Supuse que los obispos griegos se habían inquietado a causa de las dificultades del viaje y por los peligros a que habían estado expuestos o que, por cualquier otra razón, se estuvieran preparando para las arduas negociaciones que debían entablar con los latinos. En todo caso el emperador, a fin de tranquilizarles o para darles algo más en qué pensar, les mandó temas para ser discutidos y ordenó al metropolitano de Éfeso que le preparase una investigación sobre las posibilidades de que los seres irracionales, tales como los caballos y los perros, alcanzasen la inmortalidad. Dijo que la sabiduría y la lealtad de un perro eran más grandes que las de muchas personas, y por ello le habría gustado que le demostrasen que hasta los perros tenían al menos un asomo de alma inmortal y una limitada posibilidad de alcanzar la vida del más allá en alguna forma.
Así logró que Marco Eugénico se callase de momento y comenzase a estudiar las escrituras de los Padres de la Iglesia, porque ya se había destacado negativamente entre los obispos griegos, hablando sin cesar contra la unión y expresando abiertamente su odio contra todo lo latino. A los demás obispos suyos el emperador les dio para su meditación el tema de cómo podía estar en armonía el eterno castigo del infierno con la justicia divina. En su opinión, ningún acto cometido por el débil ser humano durante su corta vida terrenal le podía condenar a un castigo eterno. No quería dudar de ello, pero deseaba que alguien se lo demostrara de manera indiscutible, e invitó de buena gana a que también los obispos de nuestra embajada y el doctor Cusano participasen en el debate.
Yo pensaba que el emperador obraba con mucha prudencia al diseminar los diferentes puntos de vista entre latinos y griegos en un semejante debate general. Además, debido a los temas que había presentado, sentí gran simpatía hacia él y pensé que, a pesar de la alta posición que ocupaba, tenía el corazón lleno de dudas, como era propio de un ilustrado hombre moderno. Desde entonces, le miré con admiración cada vez que podía verle y experimentaba un secreto sentimiento de hermandad hacia él, pensando que detrás de todas las ceremonias y ropas bordadas de oro había un hombre parecido a mí. Por esto le perdoné la altivez que demostraba de mil maneras y le comprendí incluso en este aspecto. Parecía que, como representante-sombra del poder del antiguo Bizancio, fuera dolorosamente consciente de que todo el lujo que le rodeaba era sólo un disfraz de la pobreza. Debido a ello, lo vigilaba todo con enfermiza atención para descubrir las posibles violaciones del protocolo contra su rango, al igual que un hombre pobre, pero orgulloso, considera fácilmente como un insulto algo que de ninguna manera había tenido la intención de serlo.
El doctor Cusano no quiso acudir a la invitación del emperador ni participar en las doctas conversaciones. Se negó con toda educación y rogó que se informara que estaba demasiado cansado y enfermo por culpa de las incomodidades del viaje. Es cierto que éste le había cansado, ya que durante varias semanas no había podido comer casi nada y durante las horas de descanso se sumía tan intensamente en sus propios pensamientos que a veces ni me oía cuando le dirigía la palabra. Intenté cuidarle como mejor pude, pero en mi corazón me había alejado de él y su tierna docilidad me irritaba, aunque más bien hubiera tenido que compadecerle por su rostro chupado y por sus ojos inquietos por tan dolorosa meditación. En las angustiosas circunstancias de un viaje por mar, su carácter poco pragmático le hacía indefenso y, cuando se acordaba, demostraba una humilde gratitud por mis desvelos. Me enfadé por su negativa y le dije:
—Por favor, doctor, levántese, pasee en tierra firme, coma cosas frescas de una vez ahora que ya las tenemos y compórtese como una persona humana. Los hombres más sabios de la Iglesia griega le ofrecen su compañía y el propio emperador siente curiosidad por oírle en el debate. Quizá jamás vuelva a presentársele semejante ocasión.
—Déjame en paz, Juan —me contestó—. Todo lo que hablen es pequeño comparado con lo que está madurando en mí. Me arde la cabeza y sé que estoy en el umbral de algo tras lo cual encontraré la respuesta a todas las preguntas. Diviso una llave de oro que abrirá todas las puertas, si llego a alcanzarla. En mi cabeza está quemando la piedra filosofal que los sabios han buscado en todos los tiempos. Oh, no, no; todo en mí duele como si mi espíritu sólo fuera un absceso horrible que debe reventarse.
Me preocupé de verdad por su estado de ánimo, al ver sus errantes ojos y el movimiento inquieto de sus manos. Efectivamente, su cabeza estaba caliente cuando la toqué, así que empapé un paño en agua fría para aplicárselo a la frente. Pensé que el exceso de lectura y su gran sabiduría se le habían subido a la cabeza y que su blando carácter sufría demasiado por la escisión de la Iglesia, de lo que él en parte era culpable por las obligaciones de su conciencia. Suponía que las fatigas del viaje y la difícil tarea de la embajada, mientras él iba luchando constantemente con su conciencia, habían sido demasiado para él. Sin embargo, me sonrió con dolor y me dijo:
—Ni mi dolor es físico, ni mi enfermedad es corporal. Mejor dicho, estoy como una gallina que está poniendo un huevo o como una vaca preñada, pero todavía no sé qué clase de huevo va a poner mi espíritu.
Sus palabras reforzaron mis sospechas y no sabía qué hacer, porque los obispos ya habían desembarcado para asistir a la fiesta del emperador y no tenía a nadie a quien consultar. Como se impacientase e insistiera en que le dejase en paz, subí a cubierta y pedí a los marineros que estaban de centinelas que le observasen discretamente con especial atención. Por lo demás, el barco estaba vacío y su solo olor me repugnaba; así pues, me fui a tierra para pasar el tiempo y me mezclé con los demás espectadores que se habían reunido para escuchar los tambores y trompetas que distraían a los invitados del emperador. El arzobispo de Nicea, Juan Besarión, tuvo la amabilidad de dirigirme la palabra para expresar su sentimiento por la indisposición del doctor Nicolás. Era un hombre grande y tenía una cara redonda, ennoblecida por la meditación. Hacía poco que le habían ascendido de monje a arzobispo y era igualmente amable con los humildes que con los nobles. Estaba considerado como el más sabio de todos los obispos griegos, porque su interés no se limitaba sólo a la teología, sino que estudiaba también con entusiasmo los libros terrenales. Siempre que tenía la ocasión demostraba una gran amabilidad hacia nosotros, los latinos, todo lo contrario que tantos otros griegos. Por ello me atreví a preguntarle algunas palabras de La Ilíada que yo no comprendía y él se entusiasmó tanto que se olvidó de entrar en la sala y se quedó largo rato conversando conmigo, enseñándome. Supongo que se percató de mi sincero interés, pero también de la escasez de mis conocimientos, ya que, para finalizar, me dijo con mucho tacto y amabilidad:
—En el barco, tengo expuesto en mi camarote el Códice de Suidas. Es una estupenda enciclopedia para toda persona que quiera refrescar la memoria y aumentar sus conocimientos leyendo citas de las escrituras de los antiguos. Si lo deseas, puedes entrar para leerlo y copiar lo que quieras mantener en tu memoria, pero no lo saques del camarote porque es un libro raro y valioso.
Me quedé encantado, porque conocía bien la fama del Códice de Suidas. Quien lo poseía podía dominar, en una forma fácil y en un orden fonético, una cantidad tan inmensa de conocimiento reducido a lo esencial, que recogerlo de otra manera hubiese requerido decenios. Con voz temblorosa, agradecí a Besarión su confianza y me incliné para besarle el borde de la capa. Él, sin embargo, me prohibió que le demostrase mi respeto de aquella forma, y dijo:
—Un escritor árabe ha dicho que, ante Dios, la virtud de un mosquito y la de un elefante pesan lo mismo. Anhelar la sabiduría es anhelar el bien. Por ello, en este anhelo, un obispo y un escribano son iguales.
Le contesté que, no obstante, el elefante continuaba siendo elefante y el mosquito, mosquito, pero si el zumbido de un mosquito podía llegar hasta el Cielo, él podía estar seguro de que aquel débil zumbido rezaría siempre por el magnánimo elefante. La metáfora le hizo reír y entró. Hombre de gran estatura y bien parecido, semejaba de verdad un espléndido elefante al lado de los demás griegos, más bien de talla pequeña. De él aprendí que el poder del espíritu siempre podía permitirse ser magnánimo y que la avaricia espiritual es un testimonio de la pobreza del espíritu.
En consecuencia, me fui corriendo al barco del emperador y sus perros empezaron a aullar y a saltar de alegría al ver que alguien se acercaba, puesto que, sin contar a los centinelas, este barco de proa de oro estaba también totalmente vacío. ¡Tanto habíamos todos empezado a aborrecer los barcos! En el camarote de Besarión, había el mismo horrendo tufo que tan inseparablemente estaba ligado con los largos viajes por mar. Además, estaba tan oscuro que no podía leer, pero sin pedir permiso a nadie encendí una vela y vi que había allí abierto todo un arcón lleno de libros, algunos de los cuales Besarión había sacado como si hubiese querido refrescar sus conocimientos antes de las conversaciones que se tenían que celebrar en la fiesta del emperador. Había tal número de libros que me pareció que no se podría notar si alguno desaparecía y, además, el camarote no estaba cerrado con llave. Pero vencí inmediatamente la tentación, causada por la falta de cuidado en el camarote, tentación que sólo puede comprender un amante de los libros que haya vivido siempre como un pobre y sin ellos, y me reproché a mí mismo por el mero pensamiento que había tenido. Encontré en seguida el gran Códice de Suidas y pensé buscar la cita relativa a Homero, pero por doquiera que abriese aquel maravilloso libro mis ojos veían un nombre interesante en una escritura, que me sentía obligado a empezar a descifrar. Me invadió una auténtica desesperación al comprender que, ni durante una mañana y una tarde más largos, podría nunca hacer otra cosa que tocar muy por encima y al azar estos tesoros de la sabiduría concentrada. Besarión había dejado asimismo a la vista un glosario griego-latino que me sirvió de ayuda mientras leía, puesto que aún no sabía suficientemente bien el griego como para poder leer y entender sin dificultad los complicados textos. Es que ahora tenía delante de mí los más valiosos pensamientos de los mejores poetas, filósofos, historiadores, lingüistas, Padres de la Iglesia y sabios griegos de todos los tiempos, y empecé una indescriptible lucha contra mi ignorancia, con las mejillas encendidas y el corazón ardiendo de anhelo por saber.
El día se convirtió en tarde y la tarde, en noche, y con la conciencia dolorida encendí vela tras vela, porque no podía parar. No me acordé de comer y mi estado podría compararse con el de la más total embriaguez. Por fin oí voces y risas y pasos que se acercaban. En la fría noche, los portadores de antorchas y los trompeteros acompañaban al patriarca y a los obispos hacia el barco. Besarión entró en el camarote y se asombró al encontrarme allí.
—¿Has estado leyendo durante todo este tiempo? —me preguntó; y me pareció ver que su mirada se dirigía, con reproche, a los restos de las velas.
—Yo, un hombre pobre —le respondí—, he oído cómo las musas se reían a mi alrededor, he conversado con laureados filósofos y he estado sentado en una deslumbrante luz en la escalinata de la Academia de Atenas, mirando las sombras de los transeúntes en el mármol. Perdóneme por ello.
A decir verdad, estaba tan conmovido que las lágrimas me rodaron por las mejillas.
—Ya lo creo que tu luz ha sido deslumbrante, puesto que estás gastando mi última vela —me dijo, bromeando—. Pero no te entristezcas por ello. Está bien que no te hayas estropeado la vista con una luz insuficiente. La sabiduría te espera siempre y no hay otra esperadora más paciente, pero jamás podrías recuperar tus ojos.
Bostezó abiertamente y comprendí que, a pesar de todo, mi intrusismo le había molestado, de tan claramente como me dejó entender que era la hora de que me marchara. Le di las gracias balbuceando, me retiré por la puerta, me di un golpe en la cabeza con las tablas de la cubierta y subí por la angosta escalera. Los hermosos perros del emperador aullaron como endemoniados y corretearon ciegos de alegría por toda la cubierta cuando, a la luz de las antorchas, el emperador los saludó y jugó con ellos. Estaba bastante embriagado y soltó una enorme carcajada cuando uno de los perros tropezó con mis pies y me hizo caer de bruces sobre la cubierta. El perro soltó un gruñido y, al levantarme yo a toda prisa, el emperador se tranquilizó y se me acercó para cerciorarse de que el can no había sufrido daño. En ese caso, creo que me habría castigado, pero, al advertir que yo era un latino, se limitó a murmurar algunas palabras de enfado mientras acariciaba al perro. Ante las prisas que me dieron los centinelas, salí corriendo hacia el muelle. Sin embargo, este incidente no nubló la alegría que yo sentía cuando regresé a nuestro barco, a la luz de las estrellas.
Una vez allí, un guardia se me acercó con aire culpable y me confesó que el doctor Cusano había desembarcado y aún no había regresado.
—No me oyó cuando le dirigí la palabra y ni siquiera me vio —se defendió el marinero—, y yo no pude retener por la fuerza a un hombre de tan alto rango y tan sabio.
Era medianoche, todo el mundo había regresado a bordo y ya estaban durmiendo, de modo que me preocupé mucho temiendo que el doctor Nicolás se hubiera caído a las aguas del puerto o le hubieran atacado los ladrones callejeros. Salí corriendo a buscarle por las calles; había una oscuridad que apenas permitía ver dónde uno pisaba, porque sólo quedaba el faro alumbrando el puerto. Por este motivo regresé al barco para buscar una antorcha y, al lado mismo del embarcadero, el doctor Cusano vino a mi encuentro, me abrazó entusiasmado, y exclamó:
—¡Aquí estás, mi querido discípulo Juan! ¡Te he estado buscando!
Se portaba tan irracionalmente y tan en contra de sus costumbres que empecé a sospechar que, al fin y al cabo, había acudido a la fiesta del emperador y se había emborrachado. Cuando le alumbré el rostro, vi que tenía las mejillas manchadas de lágrimas, pero, a la vez, su expresión era tan iluminadamente feliz que nunca le había visto así.
—Venga conmigo, es la hora de acostarse —le dije en tono tranquilizador—. Le tomaré del brazo y así nadie se dará cuenta de su estado.
Pero él se liberó de mi mano y dijo:
—No podremos hablar en el camarote, porque los vecinos empezarán a golpear las paredes y tampoco cabría ya en el pequeño camarote del barco. Sígueme bajo el cielo libre para conversar a la luz de las estrellas, porque he de hablarte para aclararme a mí mismo con palabras la asombrosa verdad que he encontrado.
Seguí pensando que estaba enfermo o embriagado, pero, lleno de entusiasmo, me llevó a las ruinas del templo, me hizo sentar sobre un trozo de pilar lleno de surcos y me ordenó que le escuchara con atención. Se puso a pasear impacientemente arriba y abajo delante de mí, gesticulando y sin ser capaz de contener su excitación.
—Hijo mío —me dijo—, ¿te parece oscura esta noche?
—Desde luego que sí —le contesté—. Y también tendremos frío.
—Tú dices: la noche está oscura —me respondió—. Y yo digo: la noche está luminosa. De dos argumentos opuestos, el uno descarta al otro. Esto es lo que nos han enseñado. Si una mesa es negra, no puede ser blanca. Ni la noche puede ser al mismo tiempo oscura y luminosa. Hasta ahora, ésta ha sido la base de todo pensamiento racional, y ningún sabio ha tenido el atrevimiento de avanzar más, por temor a entrar en las tinieblas. Pero, aparte de la razón, poseemos la inteligencia y la intuición, y esta noche se me ha revelado como la luz de un rayo, una aparición y una bendición, el conocimiento de la coincidencia de los puntos opuestos. Esta coincidentia oppositorum es una verdad tan sencilla, tan clara y tan fácilmente comprensible, que toda la tarde he estado derramando lágrimas de felicidad por haberla entendido. Por encima de nuestra razón, pero al alcance de nuestro intelecto, todos los puntos opuestos se encuentran en una perfecta armonía. Lo negro y lo blanco, lo luminoso y lo oscuro, lo temporal y lo intemporal, el hombre y Dios, lo finito y lo infinito.
—Dios tenga piedad de usted, querido doctor Nicolás —dije, asustado—. El exceso de pensar le ha vuelto loco.
—No, no estoy loco —contestó—; todo lo contrario, nunca he sabido pensar con tanta sencillez y claridad. En el limitado mundo de la razón, en el mundo de mi sabia ignorancia, los puntos opuestos se anulaban mutuamente. Pero en el mundo de la verdad superior que se me ha abierto hoy, están y deben estar en armonía. Esta revelación mía, en el mundo de lo espiritual, tiene más poder que la pólvora, porque en un momento luminoso como un rayo, hará pedazos todos los dogmas conocidos hasta ahora, toda la escolástica y toda la filosofía. Universalia sunt realia, pero también universalia sunt nomina. Ninguna de estas expresiones es equivocada, sino que ambas son verdad. Y esto no es una presuposición ni un argumento sin demostrar. Gracias a mi revelación es un conocimiento tan seguro como el de que los puntos opuestos se neutralizan.
A la fuerza tuve que empezar a prestarle atención, puesto que también comenzaba a revelárseme la importancia de su pensamiento, aunque mi razón aún no podía comprenderlo porque estaba atado al mundo de la realidad racional. La enorme sabiduría de Suidas me había dejado confuso y con la mente cansada, de forma que todo en mí se había acallado y estaba receptivo escuchando.
—Entonces, lo bueno y lo malo, la vida y la muerte, la fe y la falta de ella, ¿no se anulan mutuamente? —pregunté—. ¡Pero esto es irracional! ¡No, todavía mucho peor, es anarquía!
—Es racionalidad superior —contestó el doctor Cusano—. No lo puedo demostrar con palabras, ya que éstas sólo son deficientes señales del mundo finito, con las que, a tientas, intentamos comprendernos los unos a los otros. Dado esto, sólo puedo explicar mi pensamiento con metáforas, y las metáforas matemáticas sirven mejor para este propósito, porque son tan inmateriales como es posible serlo para el pensamiento. ¿Te acuerdas de lo que te hablé sobre la recta y el círculo y sobre el polígono dibujado dentro de éste? La unión de la recta con la circunferencia en lo infinitamente grande, y la unión del polígono a la circunferencia en lo infinitamente pequeño son una metáfora de lo que quiero decir. De la misma manera que en estos ejemplos los puntos opuestos se encuentran en armonía, todos los puntos opuestos se encuentran, a la luz del rayo de mi revelación.
—Pero —le dije, perplejo—, haciendo pedazos con su revelación todo cuanto se ha pensado hasta ahora, destruirá asimismo la teología. ¿Qué dice sobre el pecado y la misericordia, la redención y la salvación, la Iglesia y los Santos Sacramentos, el Cielo y el Infierno?
Lleno de reverencia, Cusano respondió:
—Mi conocimiento no niega la fe. Mi conocimiento es el último peldaño de la sabiduría humana, y allende él comienza la mística teología. Los escolásticos han temido y han odiado su poca claridad. Empero, no quita la luz, sino que lleva a la misma luminosidad de la revelación que yo he experimentado como la más maravillosa bendición que un humano puede tener.
Las lágrimas volvieron a resbalarle por las demacradas mejillas cuando continuó diciendo, con voz rota:
—El tiempo retuvo su paso, lo temporal se unió con lo intemporal a la deslumbrante luz de mi descubrimiento, y hasta el fin de mis días agradeceré a Dios por haber podido experimentar esta maravilla una vez en la vida.
—Pero —insistí—, todos no poseen la fe que posee usted, doctor Nicolás. Lo único que vuelve a demostrarme con sus palabras es que la fe es un salto de la desesperación a la oscuridad. Las apariciones y las revelaciones no son dadas a cualquiera. De su doctrina entiendo tan sólo que, en la unión de sus puntos opuestos, lo justo y lo injusto, la verdad y la mentira, todo tiene el mismo valor y, en consecuencia, no existe nada absolutamente bueno o absolutamente malo, ni absolutamente justo ni absolutamente injusto, sino que todo tiene una interrelación en el mundo de lo temporal, hasta el punto de que quedan iguales en el mundo de lo intemporal. Ésta es una doctrina infernal, porque resta toda la base a la moralidad.
—¡No! —respondió con vehemencia—. Ésta es una doctrina celestial porque hace encajar entre sí todos los puntos opuestos y ofrece al ser humano una concepción de una verdad suprema, en la que un corazón inquieto alcanzará la paz y el descanso. Sin embargo, si piensas aplicar mi doctrina a la vida cotidiana, ahí se me ofrece la vocación de un reconciliador. Puesto que los puntos opuestos se encuentran en lo infinito, debe existir una posibilidad de reconciliar las opiniones opuestas dentro del mundo finito.
—Así que la mayoría y la minoría se encuentran bajo la bendición del Papa y ambas tienen razón —le dije con sarcasmo, comprendiendo de repente la razón más íntima de su revelación—. ¿Es que se siente tan culpable, doctor Nicolás, que, a fin de tranquilizar el contraste de opiniones en su fuero interno, debe hacer pedazos todo el pensamiento racional?
Levantó la cabeza y respondió con calmosa dignidad:
—Las fuentes más cristalinas emanan de los pantanos más profundos, y tu liviano sarcasmo ya no me hiere. Mi conciencia ha sido como el látigo de Dios en mi espalda, y ahora me ha llevado más allá del umbral que el pensamiento humano no se había atrevido a franquear hasta ahora. Al mirar hacia atrás, mi salida de Basilea y nuestro viaje, con todos sus acontecimientos e incidentes, se funden en un todo que me ha guiado de una razón a otra por la fuerza de la Providencia, hasta que he llegado a mi revelación. Mi seguridad me hace más humilde y más pequeño que nunca; no tengo orgullo o autoestimación, porque mi idea ha surgido de la completa desolación y confusión de nuestro tiempo, y también sin mí habría debido salir a la luz. Un seguro conocimiento sobre la unidad en lo infinito de los puntos opuestos, libera el pensamiento a seguir adelante y ya no tenemos que imaginarnos que sólo nos esperan los últimos días.
Mientras hablaba se extasió, empezó a arder y exclamó:
—¡De verdad, Juan, todo el pensamiento desarrollado hasta ahora sólo ha sido una inacabable y desconsolada repetición de lo ya pensado, puesto una y otra vez en forma de nuevas palabras, hasta que de la fresca fruta de la sabiduría se ha exprimido todo el zumo y sólo queda la pulpa sin vida! Hoy en mí, ¡en mí!, ha comenzado una nueva era, avistada por los mejores sabios más allá de la letra muerta, sabios que no se han atrevido a dar el último paso. Alrededor nuestro el mundo se abre hasta el infinito, cuando el teorema de Aristóteles ya no levanta muros para impedirlo. Juan, hijo mío, discípulo mío, mi mente tiembla en la seguridad de mi conocimiento, al sospechar cómo cambiará el mundo cuando los puntos opuestos ya no se neutralicen.
Calló un momento, tocó mi hombro con una de sus manos y, con dedos temblorosos, intentó encontrar mi cara en la oscuridad. Su voz bajó hasta que sólo fue un susurro, como si él mismo temiera sus propias palabras. Afloró una pequeña sonrisa para no asustarme cuando me dijo:
—Cuando estudié en la Universidad de Padua, mi mejor amigo fue un tal Paolo Toscanelli, hijo de un médico florentino. Uno al lado del otro, nos sentábamos encima de la paja a los pies de Prosdocimo Beldomandi, y escuchábamos sus clases de música y astrología, hasta que, entre la claridad de los maravillosos cálculos matemáticos, nos parecía oír la música de las esferas celestiales. Toscanelli me confió una idea que a mí me pareció tan descabellada como te pueda parecer a ti ahora. Me dijo que la Tierra es un globo, y que navegando el suficiente tiempo hacia el oeste, al final se llega al este. El este y el oeste no son irreconciliables como puntos opuestos, sino que se unen en la armonía de los puntos opuestos. En la claridad de mi revelación, también aquella deslumbrante idea es natural, sencilla y clara como el agua, aunque supera la razón y experiencia que hemos tenido hasta ahora.
—Doctor Nicolás —dije—, o está usted loco o lo estoy yo. Me hace morder el puño para comprobar si estoy despierto. En esta claroscura noche parece como si hubiéramos salido del mundo existente hasta hoy, y se nos caigan las cadenas del tiempo y del lugar. Pero esto no es verdad. No lo puedo creer. La piedra es piedra, y piedra se quedará. No se la puede cambiar.
—¡Juan! —exclamó, y me tomó ambas manos con las suyas, apretándolas tan fuerte que me hizo daño—. En la claridad de mi revelación, esta noche el plomo se ha convertido en oro de una manera mucho más milagrosa que jamás en los aburridos y cotidianos experimentos de los alquimistas. En la unidad de los puntos opuestos el plomo puede convertirse en oro, y el hombre tiene posibilidad de vencer a la muerte y alcanzar la vida eterna. Para mí esto no es fe, sino conocimiento basado en la seguridad, de forma que sólo una persona simple y limitada puede negarlo, ya que su pensamiento no es capaz de llegar hasta mi revelación.
Hizo una pausa y siguió diciéndome:
—Juan, hijo mío, debes comprenderme. Tus pensamientos son claros como el agua y tu razón todavía no ha sido anquilosada por la antigua sabiduría de las universidades, así que sólo respetas las tradiciones del pensamiento filosófico y únicamente en las autoridades. Por ello tienes la capacidad de comprenderme mejor que los demás, si tienes voluntad de comprender y no tienes miedo a mi pensamiento.
—Quizá le entienda —respondí, poniendo la cabeza entre las manos—. Quizá me está amaneciendo lo que quiere decir y quizás un día lo entienda tan claramente como usted. Quizás haya nacido en un tiempo de renovación y no sólo en los días del fin del mundo, aunque yo me imaginaba que todos los pensamientos ya se habían desarrollado hasta las últimas consecuencias y la sabiduría había alcanzado sus límites. Pero soy joven, más joven que usted, y más duro, doctor Nicolás. Por ello su conocimiento puede ser peligroso para mí. Si lo asimilo, sacaré mis propias conclusiones y las adaptaré a la vida cotidiana.
Empero, para comprender esto, su mente ya se había cerrado y, por otra parte, era una persona demasiado buena y mi temerario presentimiento aún no había tomado suficiente forma para que yo pudiera empezar a explicar algo de lo que sólo tenía una vaga idea. Lo único que vi claro era que, si su revelación era verdad y de auténtico conocimiento, él, sin saberlo y con la buena fe de un niño, mantenía en sus inseguras manos algo que para un hombre que piense significaba un explosivo mil veces más potente que la pólvora y podía destruir todo el mundo hasta ahora existente. En la oscuridad no podía ver bien su cara, y me invadió un supersticioso miedo, como si ante mí no estuviera él sino un brujo, un fantasma o un tentador. Por eso yo, a mi vez, le toqué la cara con los dedos y le dije:
—Volvamos al barco, doctor Nicolás. Usted ha estado enfermo, la noche es fría y sus nieblas son malsanas.
Me aseguró que no sentía frío con el éxtasis de sus pensamientos, pero, habiendo podido descargar su mente, me siguió sin ofrecer resistencia. En el embarcadero se paró una vez más y exclamó:
—¡Una gran verdad siempre es sencilla! Es la mejor piedra de toque. Mi sabiduría cabe en dos palabras: coincidentia oppositorum. No existe una verdad más clara, más grande, ni más liberadora. Por ello estoy andando como si ya no tuviese piernas y como si lo material y lo inmaterial se uniesen en mí en una deliciosa armonía.
Le llevé del brazo hasta su camarote, le ayudé a desvestirse y le arropé en la cama. Con el enorme alivio que experimentó después de toda la angustia, se durmió en seguida, e incluso dormido su rostro estaba iluminado por la felicidad. A la llameante luz de la vela, estuve largo tiempo contemplando aquella cara manchada por las lágrimas y surcada de profundos pensamientos, intentando determinar si era un loco o un genio, un demente al que habría que encadenar a uno de los más grandes pensadores producidos por cualquier época.
Desde Morea, nuestro viaje continuó sin mayores contratiempos por las agrestes costas hacia Venecia o, mejor dicho, estábamos tan entumecidos por los sufrimientos que habíamos tenido en el mar de Grecia, que dimos gracias a Dios cuando las velas ya no hicieron más ruidos parecidos a truenos, las bordas de los barcos ya no estaban cada momento a punto de romperse, ni se partían los remos con el acompañamiento de los gritos de dolor de los remeros, que podían oírse por encima del rugido del mar. El día ocho de febrero de mil cuatrocientos treinta y ocho echamos las anclas al amparo de la isla del Lido, a la altura de la Capilla de San Nicolás, vimos el campanario de Venecia y las cúpulas de las iglesias elevarse del mar, y a nuestro encuentro vino el Bucentauro, buque de gala del dux, dorado de arriba abajo, acompañado de doce galeras maravillosamente adornadas y de innumerables góndolas. El mismo dux, rodeado de sus senadores, nos recibió con un lujo que hizo palidecer hasta las ropas de gala de los obispos, con sus mitras y sus báculos, al lado de las purpúreas capas de los venecianos. Sólo el brocado de oro y la brillante corona adornada con plumas que llevaba el emperador Juan podían competir con la opulencia oriental del dux.
Al día siguiente, nuestros barcos atracaron en el muelle al lado de los delicados arcos de mármol del palacio de los dux, entre salvas de cañones y el sonido de las campanas de todas las iglesias de la ciudad, mientras los trompeteros hacían sonar sus esbeltos instrumentos. Supongo que el recibimiento que nos dispensaron en el puerto de Venecia fue uno de los espectáculos más brillantes que unos ojos mortales jamás habían visto en nuestros tiempos, lo cual contribuyó a que el agradecimiento del emperador Juan se acentuara todavía más. También el patriarca y los obispos griegos sintieron crecer su autoestima y se quedaron aún más convencidos de que, en su opinión, de ninguna manera habían venido como mendigos y en petición de auxilio al mundo occidental, sino todo lo contrario, acudían como portadores de la Gracia de la fe que se había conservado ortodoxa de la antigua Iglesia, a fin de corregir al embrutecido occidente sus errores de fe, dado que el occidente ya no podía arreglárselas solo, de lo cual el mejor testimonio era la escisión de la Iglesia católica. Me empezó a parecer que, de verdad, comenzaban a creer sinceramente que traían el amor del Padre Dios, la resurrección de Cristo y la participación del Espíritu Santo, como un nuevo y feliz mensaje para el pagano Occidente.
A los obispos católicos de nuestra misión les indignó que, en el solemne cortejo, les colocaran detrás de los griegos, de manera que sólo el representante del Papa, Traversari, tuvo un lugar detrás del patriarca José, como si fuera su humilde acompañante. Hasta el benevolente doctor Nicolás me susurró:
—En las redes de la Iglesia también hay peces podridos, pero ello no puede afectar a la Iglesia de Cristo, y el Papa ha heredado de Pedro las llaves del Reino de los Cielos. Los venecianos nos causan perjuicio al adular demasiado a los griegos.
Quizás hubiera podido apreciar mejor el esplendoroso recibimiento si yo mismo hubiera podido participar en el cortejo, pero tuve que quedarme en el barco para copiar cartas, y la noche anterior ya me había enterado de que los asuntos no se desarrollaban tan bien como parecía a primera vista. Después de haber permanecido tanto tiempo sin información exacta y fidedigna sobre los acontecimientos que ocurrían en occidente, las noticias se nos habían echado encima con una avalancha que asustaba. El concilio reunido en Basilea hacía tiempo que se había negado a trasladarse a Ferrara y había declarado nula la bula papal. Todavía antes de Navidad, el cardenal Cesarini había hecho un intento para lograr un acuerdo, a fin de que toda la cristiandad no fuera objeto de la burla de los griegos. Al oír que nuestra flota se acercaba, el Papa Eugenio hacía ya un par de semanas que había acudido a Ferrara, pero el mismo día de su llegada el concilio de Basilea, mediante un decreto, decidió suspenderle hasta nuevo aviso de su oficio y arrebatarle todos sus poderes, tanto terrenales como eclesiásticos. Si no se sometía a la voluntad del concilio, se le amenazaba con apartarle definitivamente de la sede papal. El concilio se reservó los poderes del Papa, declaró sin efecto todo cuanto hiciere a partir de aquel instante y prohibió, en los términos más rotundos, a los príncipes terrenales, a los cardenales, a los obispos y a los eclesiásticos de menor rango que obedeciesen al Papa Eugenio en asunto alguno.
El emperador de Alemania, Segismundo, había muerto a principios de diciembre. Hasta entonces, su autoridad había impedido al concilio tomar decisiones finales. Ahora parecía como si el infierno se hubiera desatado. En Francia, la guerra contra Inglaterra había estallado de nuevo, aún más devastadora. En Bohemia, se había desencadenado una nueva guerra religiosa después de que los laboristas (que así se llamaba a los seguidores de Juan Huss) hubieran proclamado rey a un príncipe polaco, como sucesor del emperador. Parecía que, en diferentes partes de Europa, los volcanes apenas apagados hubieran vuelto a vomitar fuego y lava. Todos los objetivos del concilio de Basilea se habían desvanecido. La Iglesia había sufrido una bancarrota en los asuntos espirituales y en los terrenales, la mayoría del concilio se había declarado autoritariamente como administradora de los bienes, y la causa del Papa estaba en una situación más precaria que nunca.
En un corto plazo de tiempo volvimos a un mundo que había cambiado temerariamente, a un mundo en el que los puntos opuestos se habían agudizado hasta crear guerras irreconciliables. El concilio dejó entender al emperador Juan que un tratado de unión entre ambas Iglesias conseguido bajo la dirección del Papa Eugenio no tendría valor, vigor, ni significado. Traversari, por su parte, aseguró en nombre del Papa que el nuevo concilio ya se había inaugurado en Ferrara y que allí acudían cada día más eclesiásticos de alto rango. El emperador Juan se aprovechó de la oportunidad y manifestó que necesitaban dinero para poder vivir al estilo que suponía su rango. Los venecianos, por su parte, le insinuaron que lo más prudente sería que no escuchara ni la invitación de Basilea ni la de Ferrara, sino que se quedara en Venecia y requiriese la presencia del Papa allí. Le aseguraron que, en ese caso, no le faltaría dinero, y la esplendidez de su recibimiento encandiló a los griegos hasta el punto de que empezaron a considerar en serio el quedarse en Venecia. Evidentemente, hubiera sido una gran victoria para la autoridad del emperador y de toda la Iglesia griega si el Papa hubiera tenido que asentir a su requerimiento y acudir a ellos. Al arzobispo de Éfeso, especialmente, le gustó la idea de humillar al Papa, hasta el extremo de que entre los griegos se desencadenó una ardua disputa y, embriagado por todo el lujo y por su crecida autoestima, el arzobispo dio un golpe de báculo a la cabeza de Besarión, quien consideraba y mantenía que el anterior acuerdo les comprometía. Este grande hombre tuvo que quitar el báculo de las manos del otro.
De entre la alegría de los fuegos artificiales, del ruido ensordecedor de las trompetas y los tambores y del frívolo jolgorio de la muchedumbre en la plaza de San Marcos, el doctor Nicolás tuvo que emprender viaje a Ferrara en plena noche. Uno de los obispos de nuestra embajada nos acompañó y, melancólicos, vimos desde nuestro barco un halo de luz encima de la ciudad en fiestas, mientras nosotros nos alejábamos en la oscuridad del mar.
Después de tomar tierra en Francolino, cabalgamos hasta Ferrara con toda la rapidez que nos lo permitió la delicada salud del obispo y el miedo del doctor Nicolás. Pero, si creíamos que allí encontraríamos a un Papa deshecho por los contratiempos, nos equivocamos. El concilio, que ya había empezado, había dejado su huella en la ciudad; a cada paso podían verse mitras de obispos y capas de prelados rodeadas de respetuosas multitudes de gente que aún no se habían cansado de arrodillarse en la calle para pedir la bendición a los altos eclesiásticos. Cuando preguntamos por el camino del palacio destinado a residencia del Papa, lo primero que nos contaron fue que ya habían llegado a la ciudad setenta obispos e innumerables prelados, doctores, abades y monjes. Cuando la gente se enteró de que llegábamos directamente desde Constantinopla, jubilosos hombres y mujeres se agolparon a nuestro alrededor desde todas las direcciones y nos acompañaron hasta el palacio, e incluso se habrían adentrado con nosotros hasta el patio si los soldados contratados por el conde de Ferrara como guardias del Papa no se lo hubieran impedido. Para nuestra consternación, parecía que toda la ciudad bullía en una embriaguez de éxito y júbilo, en espera de un fabuloso enriquecimiento gracias al concilio.
No tuvimos tiempo ni de descender de los caballos cuando el cardenal Nicolás Albergati vino a recibirnos, corriendo escalera abajo, olvidando su edad y su ondeante capa de cardenal. Bendijo nuestra llegada y nos dio prisas para que entráramos tal como estábamos, llenos de barro y cansados, tanta era la impaciencia con que el Papa nos esperaba. En medio de este barullo de júbilo y casi con las mismas ropas con que habíamos llegado, a mí me llevaron también dentro casi en volandas, detrás del doctor Nicolás y el obispo, de forma que, antes de que pudiera reaccionar, estaba de rodillas besando la zapatilla del Papa Eugenio, quien me la había acercado con un gesto impaciente. Pero nada más empezar la conversación, con igual rapidez me volvieron a sacar de la estancia, cuando la severa mirada del Papa se encontró conmigo y preguntó quién era yo.
Sin embargo, no tuve que lamentar un trato tan poco amable, porque más que suficientes obispos, doctores y secretarios me rodearon en seguida, acompañándome al piso inferior, a la mesa del banquete, para escuchar noticias sobre nuestro viaje y sobre los griegos. Yo, por mi parte, me enteré de que las cosas estaban estupendamente bien. La muerte del emperador alemán, Segismundo, había eliminado el último impedimento grave para la elección de Ferrara como sede de la reunión, y la llegada de los griegos representaba para el Papa una victoria moral tan grande que por fuerza tenía que afectar a toda la cristiandad. Ya se había establecido el protocolo en cuanto a las plazas asignadas a cada participante en el concilio y, en aquellos momentos, se estaba preparando un decreto según el cual los miembros del concilio que se habían quedado en Basilea, concilio que el Papa había declarado nulo, eran declarados a su vez separados de su oficio y de su prebenda y excomulgados. Además, el nuevo concilio de Ferrara tenía la intención de requerir a los burgueses de Basilea a que ahuyentasen por la fuerza de su ciudad a los eclesiásticos que allí se habían quedado, si no se marchaban voluntariamente dentro de treinta días. De otro modo, se les amenazaba con la excomunión y la maldición de la Iglesia, y toda la cristiandad cortaría cualquier tipo de contacto con la ciudad maldita.
Todo aquello me parecía muy bonito y, a fin de vencer el cansancio del viaje y mis propios escrúpulos, alguien vertió vino en mi reluctante boca, hasta que el futuro del nuevo concilio empezó a antojárseme, también a mí, como prometedor. Pude sentir que era un héroe bastante considerable después de haber hecho el viaje a Constantinopla, viaje que muy pocos habían hecho, y pudiendo mencionar nombres de arzobispos griegos como si los hubiera tratado a diario. La mayor curiosidad se dirigía hacia el emperador, cuya apariencia, costumbres y ceremonias pude describir como testigo visual. Al cabo de un rato, un secretario miembro del séquito del Papa en Bolonia me reconoció como el hombre que había ayudado a sellar en Basilea el decreto de la minoría, de manera que, según avanzaba la velada, empecé a sentirme más importante de lo que, en honor a la verdad, me merecía. No tuve razón alguna para disimular mis incrementados conocimientos del griego. Por eso, los secretarios de la cancillería del Papa, que se habían emborrachado conmigo, me llevaron del brazo y con mucho celo ante el notario, hablaron entusiásticamente de mis méritos hasta que él, agradecido, me apuntó en la lista de los intérpretes del concilio y me pagó tres monedas de oro como sueldo del primer mes. No parecía que el Papa estuviera falto de dinero en aquellos días y, por otra parte, era muy comprensible que quisiera contratar a todos los que supieran aunque fuese un poco de griego, porque no abundaban. Por otra parte, el contratarme a mí para evitar que me contratasen los griegos, fue un acto sensato, aunque en aquel momento no podía pensar tan lejos.
Empero, lo que con facilidad se obtiene, con facilidad se pierde, porque la misma noche perdí ya una de las monedas de oro. A fin de escapar de la severidad del Papa, los secretarios me llevaron a una posada para que pudiera regar mi nuevo oficio como era debido y, naturalmente, quise mostrarme merecedor de su amistad, aunque intenté no excederme en beber vino. Se nos juntaron también algunas mujeres que habían llegado a Ferrara desde diferentes ciudades italianas, incluso desde tan lejos como Florencia, y ellas sí que me habrían librado con mucho gusto de todo mi dinero si hubiera cedido a sus tentaciones. Por suerte, todavía estaban asustadas y no se atrevían a portarse con demasiado descaro, dado que, nada más llegar a Ferrara, el Papa había convocado en la capilla de su palacio a todos los eclesiásticos, sin importar su rango, y les había pronunciado un severo discurso avisándoles de que ahora debían dedicarse en serio a la renovación de la Iglesia, renovando antes que nada su propio comportamiento.
—Ya se ha hablado bastante —había dicho—. No nos hacen falta palabras, sino hechos y buen ejemplo.
Por este motivo, a muchas de las mujeres que acudieron a la ciudad se les había prohibido la entrada ya en las puertas de la misma, y éstas con las que yo estaba hablando habían podido entrar sólo a base de pagar a los centinelas para demostrar su buena reputación. Luego, el dueño de la posada las había contratado a toda prisa para desempeñar unas ficticias tareas de lavanderas, cocineras, mujeres de limpieza y planchadoras. Tuve más que suficiente trabajo para arrancar a mis nuevos amigos de sus manos y hacer que volviesen al palacio. Por suerte, aún no se habían cerrado las puertas, ya que el Papa y los cardenales seguían conversando sobre las medidas a tomar a raíz de la llegada de los griegos, así que pudimos entrar con todo sigilo y me prepararon una cama en el suelo de la sala de los secretarios.
Lleno de remordimientos, al día siguiente busqué al doctor Nicolás, pero pronto advertí de que no tenía mucho de qué arrepentirme, ya que, escuchando la conversación de los secretarios, en realidad me había enterado de muchos más asuntos prácticos del nuevo concilio que el doctor Nicolás al explicar el viaje de la embajada al Papa y a los cardenales. Para impedir las tentaciones de los venecianos, el Papa envió inmediatamente más dinero a Venecia y ordenó a Traversari que, para salir del paso, pagase al emperador Juan y al patriarca José incluso más de lo que habían solicitado. Hombre humilde y sin pretensiones, al doctor Nicolás no se le había ocurrido pedir dinero para sí mismo, y ni siquiera supo organizar su alojamiento en Ferrara, porque sólo le preocupaban el éxito del concilio y convencer a los griegos de que acudieran cuanto antes a Ferrara. Gracias a mis nuevos amigos pude arreglarlo todo de la mejor manera, ya que ellos sabían a quién debía dirigirme en cada asunto, así que no tuvimos pérdidas de tiempo correteando al azar por la ciudad. Y ya era hora de darse prisas, porque se estaban reservando los mejores edificios para uso de los griegos, y lo primero que hacía cada uno de los eclesiásticos que llegaba a la ciudad era pedir dinero para los gastos y una residencia acorde a su rango. El príncipe de Ferrara sólo había concedido alojamiento libre al Papa, a su Curia, a los cardenales y al emperador de los griegos, al tiempo que les hacía exentos del impuesto general de usos y consumos, aplicado a todas las compras. A los demás asistentes al concilio se les consideró como presas libres de los habitantes de la ciudad y como gordas vacas lecheras, de forma que, a fin de organizarse bien, se necesitaba dar muchas vueltas. Gracias a mis esfuerzos pudimos disponer gratis de hasta dos habitaciones y de un documento que nos eximía del impuesto de usos y consumos.
Antes, todas estas tortuosas maneras y buscar el propio interés a costa de los demás, me habría parecido desagradable y hasta innecesario, porque el aumentar los conocimientos y el crecimiento espiritual me importaban muchísimo más que el éxito externo. Sin embargo, y contra mi voluntad, había entrado en la senda del éxito y me producía placer saber ver más allá también en los asuntos externos. Asimismo era sabiduría el saber que debajo de las cosas y de las ideas más hermosas se escondían descaradamente egoísmo y avaricia. En toda intriga y rivalidad entre personas, las debidas relaciones eran las que más ayudaban a avanzar al hombre, y el valor de éste se calculaba según las relaciones que había logrado obtener. Al darse como segura la llegada de los griegos, se esperaba de mí que podría entablar relaciones con ellos y por este motivo podía ser útil. Al lado de esto, era igual si yo era un hombre puro o un libertino, un pecador o un ser inmaculado, mientras me declarase fiel partidario del Papa, respetase externamente los dictados de la Iglesia y reconociese las reglas del juego. Nadie en Ferrara preguntaría por los sentimientos que albergaba en mi corazón, si para lo demás era inteligente y astuto y, en consecuencia, útil. Observar esta circunstancia me excitó la curiosidad y me invadió la necesidad de demostrarles que podía salir airoso en su juego de sangre fría y descaro, sin comprometerme a nada y conservando mi libertad espiritual.
El doctor Cusano no comprendía esto. Debido a su buen corazón, a su buena voluntad y a su sincera piedad, quería pensar también lo mejor de todos los demás, explicarlo todo de la mejor manera, ser el reconciliador de todos y el constructor de la paz, sin interesarse nunca por su propio bien. No tenía ambición y no era avaro, aunque miraba mucho su dinero. En todo, y olvidándose de sí mismo, sólo deseaba la gloria de Dios y el bien de la Iglesia.
—En las redes de la Iglesia, también hay peces podridos —repetía una y otra vez—, pero ello no mengua la santidad de la Iglesia.
La mayoría del concilio de Basilea le había declarado apóstata y había interpretado mal sus móviles. Por esto quiso cuidarse aún más, para que nadie le pudiera acusar de haber buscado su propio éxito al elegir la parte que le pudiera proporcionar más ventajas personales. Y cuanto más dudaba y se examinaba a sí mismo, con tanta más firmeza se adhería al partido del Papa, como si, al trabajar por ese partido y por aumentar la autoridad del Pontífice, se demostrara al mismo tiempo a sí mismo que tenía razón cuando eligió al Papa en vez de a la mayoría.
Recibimos muchas visitas y, en el palacio del Papa, el doctor Nicolás tuvo cada día oportunidad de mostrar a cardenales y doctores los manuscritos y códigos que había comprado a los monjes de la Montaña Santa y en Constantinopla, porque, en espera de la llegada de los griegos, los futuros parlamentarios intentaban enterarse lo mejor que podían de las diferencias existentes entre las Iglesias griega y latina y recopilaban de las escrituras de los Padres de la Iglesia testimonios para defender su propia causa. El doctor Nicolás pudo anunciar ya de antemano que los griegos sólo tenían la intención de reconocer como objeto de compromiso las decisiones de los siete primeros concilios y de referirse tan sólo a los Padres de la Iglesia griegos. A san Agustín los griegos casi no lo conocían. Ante la indignación que esto levantó entre los presentes, el doctor Nicolás intentó, en tono conciliador, defender también la postura adoptada por los griegos y demostró, a base de sus códigos, que la añadidura latina al credo, filioque, desde el punto de vista griego bien podía ser heterodoxa, a pesar de que tal vez los griegos no pudieran negar que el Espíritu Santo no viniese del Padre y del Hijo.
Al cabo de unos días, los altos eclesiásticos empezaron a mirarse los unos a los otros y a sacudir la cabeza cuando hablaba el doctor Nicolás. Abiertamente no dijeron nada, pero yo entendí bien que le consideraban demasiado buena persona para debatir con los griegos, y que hasta sospechaban que en el transcurso del viaje se había contagiado de alguna intoxicación griega. Quizá tenían algo de razón en eso, porque semejante viaje no pasa sin dejar huellas en una persona que piense. Sólo que la ardiente devoción del pueblo y la luminosa dicha en sus rostros que habíamos visto en las iglesias de Constantinopla, diferían mucho de las de nuestra misa, que se había vuelto fría y durante la cual incluso altos eclesiásticos podían pasear por la iglesia conversando entre ellos y estorbando la ceremonia. Una persona que hubiera visitado Constantinopla no podía negar el hecho de que en la vieja Iglesia quedaba mucho más del Espíritu Santo y de la libertad que en la Iglesia latina católica, que se había vuelto más mundana. Era verdad, el doctor Nicolás tenía una intoxicación griega, en el sentido de que deseaba que la unión de ambas Iglesias aportase nuevo espíritu vigorizador a la Iglesia en su conjunto.
Al darme cuenta del rumbo que habían tomado los acontecimientos, consideré mi deber advertir al doctor Nicolás, y le dije:
—Usted habla de un modo imprudente, y pronto pondrá en peligro su fama de sabio y bajo sospecha su fe, si sigue así y defiende los desvíos de la Iglesia griega.
—La Iglesia griega es una Iglesia vieja, con espíritu vivo —me contestó.
—¿Y qué? —respondí—. No es esto lo que se le va a preguntar a usted. El objetivo de los futuros debates es vencer a los griegos y hacer que se convenzan de sus propios errores. Para ello debe encontrar testimonios y no para defenderles.
Sorprendido, me contestó:
—Pero Juan, te equivocas. El objetivo de los debates es, con espíritu de amor, encontrar la verdad y reconciliar las diferencias.
—Entre esta gente, la verdad será como un niño abandonado —dije con amargura—. Nadie le pedirá la verdad, porque la Iglesia católica tiene su propia verdad inamovible, con la que no regateará, al igual que la Iglesia griega. Tal vez en la coincidencia de esos puntos opuestos suyos, estas dos verdades se unen en armonía, pero en este mundo temporal perderá usted su reputación si, como latino, defiende la verdad de los griegos.
Pero él no me comprendió porque, con la sencilla sinceridad que anidaba en su corazón, se imaginaba que el verdadero objetivo de las negociaciones era solamente hallar la verdad. Me acusó de endurecido e incluso de falta de respeto para con el Papa y los cardenales, por dudar de que buscasen la verdad.
—¿Por qué iban a buscar nada, si ya tienen su verdad? —le contesté, impaciente—. Mejor sería que se callara. De otro modo, predigo que pronto le espera el viaje de salida de esta ciudad, y en el concilio no se echará de menos su sabiduría.
Aquellos días llegó también el cardenal Cesarini procedente de Basilea, después de haber intentado hasta el último instante conseguir una reconciliación y, por fin, y por orden papal, accedió a reconocer el concilio de Ferrara. Estaba sombrío y desalentado, pero el Papa le recibió con grandes honores y le dejó entender que también en el nuevo concilio conservaría su eminente posición. Casi a la fuerza se vio contagiado del general optimismo activo, porque todos esperábamos la llegada de los griegos como si de una fiesta se tratara. Yo no tenía muchas ganas de ver al cardenal y evitaba todo lo que podía encontrarme con él. Pero, un día, acudió inesperadamente a nuestra vivienda y, al encontrarme con su mirada, no pude hacer más que arrodillarme ante él y rogarle que me perdonase por haberle fallado en su confianza en el asunto de los sellos, aunque mis intenciones habían sido buenas. Mi mejor defensa fue el hecho de que no había aceptado dinero por lo que hice, y el doctor Cusano empezó a testimoniar mi sinceridad, explicando lo mucho que había hecho por él durante nuestro viaje. El cardenal Cesarini era lo suficientemente justo para reconocer que el arzobispo de Tarento fue el verdadero culpable y que era comprensible que yo, joven y poco experimentado, le creyese más a él que a mí mismo.
—Pero —dijo—, la causa de la Iglesia es tan grande y sagrada que no se la puede manchar con hechos innobles.
Me atreví a recordarle que el concilio de Constanza había mandado a la hoguera al doctor Huss, a pesar del salvoconducto del emperador. Si una causa buena y correcta podía liberar de su palabra hasta a un emperador, romper un arcón por el bien de la indestructible, eterna y única Iglesia, era un asunto carente de importancia. Con el rostro demacrado y lleno de surcos producidos por las luchas interiores, el cardenal Cesarini me miró y dijo:
—Que sea Dios quien decida sobre la justificación de lo que hiciste. Yo no quiero hablar más de ello. Sólo te pido que seas sincero contigo mismo y reconozcas si tu acto estuvo bien o mal.
Sus brillantes y dominantes ojos de idealista me miraron con fijeza. Me habría sido fácil negarlo, pero bajo su mirada comprendí que ya no hablábamos ante el mundo con las medidas convencionales de acusación y de castigo, sino que él me forzaba más allá de todo esto para que pasara cuentas conmigo mismo. Esta sensación no me gustó, pero involuntariamente le tuve que admirar y amar por ello, a pesar de mi reluctancia. Me estremecí, pero no rehuí su mirada.
—Como quiera, mi señor —dije—. Ante mis propios ojos no está justificado lo que hice, y no lo hacen más justificado las injusticias cometidas por personas más importantes que yo. Bien. Confieso. Entonces, castígueme, me lo he merecido.
El cardenal suspiró profundamente, se relajó y a continuación me dijo:
—Tu propia confesión es bastante castigo. No me preocupa mi reputación, que pusiste en peligro. Más temí que tu acto hubiera causado algún daño a tu alma. No ha sido así. Por ello, vamos a olvidar y a borrar todo el asunto. Pero no vuelvas a hacer cosas como ésta.
Sus palabras penetraron en mi endurecido corazón y me causaron tal dolor que mis ojos se llenaron de lágrimas y le besé la delgada mano con devoción. Él la retiró como si el contacto físico le fuera desagradable y dijo, más bien para sí mismo que dirigiéndose a mí:
—¡Oh, Dios! No me lleves nunca a la tentación de servirte de una manera que mi conciencia diga ser errónea.
Experimenté una amarga vergüenza, y se me reveló con toda su desnudez la falta de meditación y la frivolidad de mi acto. Comprendí que él se imaginaba, como era propio de su noble corazón, que yo había hecho lo que hice pensando en el bien de la Iglesia, ya que materialmente no me había producido gran provecho. Hasta más tarde no entendí que tal vez, a pesar de todo, él veía cuál era mi fuero interno y quiso darme una lección, al observar con qué vulnerable orgullo y con qué tristeza estuve vacilando entre lo bueno y lo malo. A ello se debía el que fingiera considerarme mejor de lo que era, a fin de obligarme a corregirme y así responder a la imagen que él quería tener de mí. Pero, al mismo tiempo, seguramente rezaba también por sí mismo, entre las tentaciones e intrigas espirituales de Ferrara y de nuestro tiempo.
En todo caso, mi arrepentimiento y mi vergüenza hicieron que volviera a despertarse en mí el anhelo por lo absoluto, aquella ardiente necesidad de mi corazón de mantenerse recto ante mí mismo. Ya había estado a punto de pensar que todo era vil. Mi encuentro con el cardenal me ayudó a marcar de nuevo las fronteras entre lo espiritual y lo mundano. Podía seguir la corriente hasta cierto límite, pero no debía comprometerme con nada. Esta seguridad hizo que me avergonzara asimismo de los consejos que había dado al doctor Cusano. ¿No era cierto que, como un tentador, le había susurrado al oído verdades que para él no tenían valor? En lo referente a la fama y el éxito externos, podía alcanzar una importante posición en la reunión de Ferrara, pero ello presuponía que negase parte de lo que él consideraba como verdad. Lo que ganaría en lo externo lo perdería en lo espiritual o, en caso contrario, se convertiría en alguien totalmente imposible para sí mismo. Por ello, lo mejor que se le podía desear era que le mandasen fuera de Ferrara, a pesar de que él, ya de antemano, se alegraba de su sabiduría y de los testimonios que había hallado para reconciliar las Iglesias mediante mutuas concesiones, en el espíritu de la verdad y el amor.
El impulso que el cardenal Cesarini me dio llegó en el momento oportuno, porque, de no haber sido así, todas las quisquillosas, insignificantes y terrenales intrigas relacionadas con la llegada de los griegos a Ferrara habrían podido obcecarme y hacer que también yo considerase todos estos aspectos externos como los principales. No pudimos enterarnos bien de lo que de verdad ocurría en Venecia entre los griegos, ya que éstos intentaron por todos los medios mantener en secreto sus disputas. Sin embargo, se tenía la impresión de que el viejo patriarca José y sus obispos estarían inclinados a quedarse en Venecia en espera de que se aclarase el cisma de la cristiandad. Él era viejo y estaba delicado de salud, había sufrido mucho durante el viaje marítimo y no le atraía seguir viajando. Aparte de ello, se negaba rotundamente a reconocer la superioridad del Papa y temía que, durante las ceremonias del recibimiento, el Pontífice le humillara. De ninguna forma quería besar el pie del Papa, sino que, según nos enteramos, repetía hasta la saciedad, con su temblorosa voz de viejo:
—Si el Papa es mayor que yo, le trataré como a mi padre. Si tiene mi edad, le consideraré como un hermano mío. Si es más joven que yo, seré benévolo con él como si fuera mi hijo.
Pero el emperador Juan, después de haber recibido del Papa más dinero del que había pedido y después de divertirse en Venecia hasta no poder más, se percató de la necesidad política y emprendió viaje a Ferrara acompañado de su séquito, obligando así al patriarca y a los eclesiásticos a seguirle, tanto si lo querían como si no. A principios de marzo, al mismo tiempo que la primavera llegaba con sus inundaciones, que las aves acuáticas llenando las embarradas lagunas y que las innumerables ranas croaban en los charcos, el emperador y su séquito llegaron a Ferrara. El marqués Niccoló le organizó un recibimiento de acuerdo con su rango, aunque no fue capaz de crear el mismo ambiente de lujo y brillantez que los venecianos. El emperador cabalgó directamente al palacio del Papa y éste le recibió rodeado de sus cardenales y de los altos representantes de la Iglesia. No tuvo que humillarse besando el pie del Papa, el cual le recibió como al eterno emperador de Bizancio, intentando satisfacer su vanidad en todo lo posible.
También el marqués Niccoló, vasallo del Papa, trató al emperador como a tal, mostrándole enorme respeto, pero deseando en sus adentros que el emperador, una vez celebradas las formales ceremonias inaugurales y como hombre más joven y forastero, se portase con él con la abierta amabilidad que correspondía a su anfitrión. Con razón se sentía orgulloso de su formidable castello, de las costumbres francesas de su corte, de los sabios que había reunido a su alrededor y en su universidad, de sus granjas de faisanes y de sus cotos de caza. Sin embargo, el emperador, que cuidaba con enfermizo celo su alta alcurnia, aceptó gustosamente desde el principio toda su hospitalidad, pero dio a entender que le consideraba de un rango infinitamente inferior a él. El emperador se alojó con su séquito en el palacio que el marqués había puesto a su disposición, instaló allí sus caballos, sus perros y sus halcones, y estableció su propia corte en la que se observaban minuciosamente todas las antiquísimas ceremonias bizantinas, para realzar su posición imperial. El marqués Niccoló pronto se dio cuenta de que las molestias causadas por un invitado tan ilustre eran mucho mayores que la honra que le había proporcionado.
Tres días más tarde, llegó el patriarca José con sus obispos y sus barcazas llenas de mercancías por el desbordado río, pero se negó a desembarcar antes de que se le asegurara que no tendría que humillarse a besar la zapatilla del Papa. Se quejaba de las incomodidades del viaje fluvial y de los peligros que habían corrido sus valiosos objetos sagrados y sus arcones de libros. El Papa Eugenio no tardó en hacerle saber que él y sus eclesiásticos podían elegir libremente la manera que desearan saludarle. Sobre este tema los griegos discutieron durante más de una hora, mientras los guardias de honor y el pueblo curioso esperaban impacientes a lo largo del trayecto que había que recorrer. Por fin se llegó a un acuerdo y se les acompañó al palacio papal. El Papa se levantó de su asiento para saludar de pie al patriarca José, que se tambaleaba debido a la edad y a la enfermedad, y éste le dio un beso hostil en la mejilla. Después de esta ceremonia, de la que todo amor cristiano estuvo ausente, el Papa sentóse rápidamente, y los obispos y demás personalidades griegas tuvieron el honor de acercarse a él y besarle, primero en una mano y luego en una mejilla.
Después del recibimiento, se acompañó a los griegos a las viviendas que se les tenía asignadas y el patriarca José se acostó inmediatamente. Casi acto seguido se empezaron a recibir en el palacio del Papa quejas sobre la inaptitud de las viviendas y sobre innumerables detalles más que, según los griegos, no estaban a la altura de su rango. Era innegable que Ferrara, llena de barro y humedad en la primavera, y a cuyos habitantes se les llamaba ranas en otras partes de Italia, no era el lugar más agradable para hombres de edad, aunque la exuberancia de la primavera, los remolinos de las aguas del deshielo y el ruido de las alas de las aves acuáticas encantasen a un joven como yo. Con su gran paciencia y con ánimo conciliador, el Papa Eugenio hizo cuanto pudo para evitar que los pequeños detalles alterasen el humor de los griegos. Así, y con cierto despego, les hizo saber que en Ferrara podían celebrar sus misas de la manera que desearan. Ello molestó a los griegos, que ya habían decidido celebrar los servicios religiosos a su propia manera y no consideraban necesitar para ello el permiso del Papa. A decir verdad, se enfadaron tanto, que por poco dejaron de celebrar dichos servicios, para demostrar que de forma alguna se acogían al permiso del Pontífice.
El Papa Eugenio les dejó solos durante unos días a fin de que tuviesen tiempo para tranquilizarse y familiarizarse con Ferrara. Después, les envió un mensaje en el que decía que deseaba poder empezar las conversaciones dentro de poco. Pero el patriarca José se limitó a mandar una contestación alegando enfermedad, y nadie pudo saber con certeza si esto era verdad o se trataba sólo de un pretexto para aplazar las negociaciones, o mero capricho de viejo, de lo cual resultó que la enfermedad del patriarca fue durante varios meses el secreto más comentado en Ferrara. El emperador Juan, por su parte, informó que su deseo era que se debía invitar asimismo a los príncipes de los países occidentales a que participasen en el concilio. Esto, naturalmente, era imposible, ya que en occidente había una total división, y las guerras devastaban Italia, Francia y Bohemia. Pero él no quiso escuchar las explicaciones y, para complacerle, el Papa Eugenio envió nuncios a los diferentes países, con cartas de invitación para sus príncipes. Una vez conseguido esto, el emperador Juan se dignó avisar que estaba dispuesto a comenzar las conversaciones. Sólo quería asegurarse de antemano de que se le reservara el primer puesto en el sínodo de la unión. En este caso, el Papa bien podía ocupar el segundo lugar. Una exigencia tan desorbitada llegó a producir enfado hasta en el Papa Eugenio.
—Si se tratara de mí como persona —dijo—, me colocaría aunque fuera al lado de la puerta con tal de hacer avanzar las cosas. Pero, ante los ojos de la cristiandad, el lugar del Papa es superior al del emperador.
Se tardó casi un mes en hacer las negociaciones para encontrar una solución de compromiso que satisficiera a todos los interesados en este importante asunto de protocolo. Yo me había acostumbrado a ir a la enorme cocina del palacio del Papa, donde tomaba muchas comidas en compañía de los escribanos y secretarios menos importantes, a fin de mantenerme al día sobre el desarrollo de los acontecimientos. Al cabo de un mes me impacienté y exclamé, furioso:
—¡De verdad, parece que el rango terrenal y la altura de los asientos sean más importantes para el emperador y el Papa que la unión de las Iglesias después de un cisma de siglos! Si se tarda un mes en resolver detalles tan insignificantes, todos peinaremos canas antes de que se pueda empezar a discutir la relación que hay entre los diferentes componentes de la Santísima Trinidad.
Un escribano, que a lo largo de sus años de servicio se había vuelto canoso y que solía explicar que el color de su roja e hinchada nariz era consecuencia de unos fríos y, de ninguna manera, del uso desmesurado del vino, me tranquilizó diciendo:
—El primer precepto de toda jurisprudencia es aprender a pedir aplazamiento en todas las causas. Dándose prisas no se pueden llevar a cabo unas conversaciones tan importantes como éstas. El quedar de acuerdo sobre el protocolo no es una cosa insignificante. De la misma manera que los generales envían a grupos de observadores a presenciar las refriegas en los puestos más avanzados a fin de conocer la fuerza del enemigo, igualmente en las negociaciones sobre el protocolo se tienta la decisión y la resistencia de la parte contraria. Una vez se haya conseguido el protocolo, las tropas han sido colocadas en sus puestos de lucha y los oponentes conocen las fuerzas de cada uno. En efecto, el decidir sobre el protocolo ya es un presagio sobre el resultado final de la lucha. Por ello, vayamos a la catedral para ver lo que se ha hecho allí, y así podré predecir cómo terminarán las conversaciones sobre la unión, duren lo que duren.
En consecuencia, fuimos todos a la catedral de tres puertas, donde un buen grupo de artesanos trabajaban, colocando asientos y bancos. Pudimos ver que para los griegos se había reservado el lado de la Epístola y para los latinos, el del Evangelio, lo cual demostraba que se reconocía que ambas partes eran iguales en las conversaciones. En el lado latino se había colocado un asiento para el Papa, que, a ojo, parecía un poco más alto que los demás. Junto a él, un pequeño peldaño más abajo, había un asiento de honor. A nuestra pregunta, el carpintero contestó que era la silla del emperador romano de Alemania. Le contamos que el emperador había muerto y que aún no se había elegido a uno nuevo, pero nos respondió que esto no era asunto de su incumbencia. Aún un peldaño más abajo se habían colocado los asientos de los cardenales, uno al lado del otro y, todavía más abajo, bancos con cojines para obispos y prelados.
El lado de los griegos había sido arreglado de la misma manera, con la excepción de que le faltaba el asiento correspondiente al Papa, pero al emperador Juan se le había reservado, enfrente del asiento del emperador romano que quedaría vacío, una silla exactamente igual de alta y decorada de la misma manera. El asiento del patriarca José era igual que el del Papa, sólo que estaba colocado un peldaño más abajo, y también era más bajo que el del emperador Juan. El experimentado escribano sacudió la cabeza y observó:
—Por todo esto puede verse que estas negociaciones las ha llevado a cabo el emperador de los griegos y no el patriarca. Yo sospecho que la enfermedad de éste nos hará una jugada en la inauguración del concilio. Pero supongo que el emperador podrá estar contento con un lugar que le reconoce igual en rango al emperador romano de Alemania, aunque no quede más que una sombra de su poder.
Espantados, empezamos a tirar de él, porque en aquel instante entraba en la catedral un vistoso grupo de griegos para examinar los preparativos. Los artesanos les hicieron sitio respetuosamente, y nosotros también nos retiramos a las sombras del templo. En el grupo divisé al médico y al astrólogo del emperador. El astrólogo, como matemático, llevaba un metro, y todo aquel distinguido grupo comenzó, inclinándose y arrodillándose, a medir la altura del asiento de su emperador y compararla con la del emperador de Roma. Para colmo, yendo a gatas por el suelo, apreciando a ojo y midiendo con el metro, se cercioraron de que ninguno de los asientos reservados a los griegos era más bajo que el de los latinos. Para mí, aquel panorama resultaba tan ridículo, que no pude evitar sonreír al pensar que el objetivo de los debates era reunir las Iglesias oriental y occidental en una sola Iglesia de Jesucristo. Pero el viejo escribano sacudió la cabeza airadamente y observó con la máxima seriedad el minucioso acto. Cuando los griegos, por fin, se fueron, se santiguó y dijo:
—Éstos son los presagios y los augurios. Externamente se hacen concesiones a los griegos, pero, en efecto, nuestra sagrada Iglesia vencerá a estos cismáticos. A decir verdad, no queda más que su cáscara si un hombre ha de demostrar con un metro su valía ante sí mismo. Pero alegrémonos, porque se gastará mucho tiempo en la tarea y se usará mucho papel, y para celebrarlo nos podemos permitir pagar una medida de vino cada uno, ya que durante todo este tiempo cobraremos nuestro sueldo.
Sin beber yo, le pagué su medida de vino al escribano en una taberna que se hallaba cerca de la catedral, taberna que desde el principio había sido su meta. En contrapartida, me contó bastantes chismes de la corte del marqués de Ferrara, y dijo:
—El marqués Niccoló es de la familia de Este, hombre piadoso y gran peregrino. Hasta ha visitado Tierra Santa a fin de purgar sus pecados, para lo que ya tiene razones porque, a pesar de que ha cumplido los cincuenta años, todavía es hombre vigoroso y se dice que ha tenido más de doscientas concubinas, de manera que, en la región de Ferrara, en esta competición no le vence nadie más que un abad de Pomposa, de quien se dice que ha manejado ya a mil mujeres. El marqués hizo cortar la cabeza a su segunda mujer, Parisina Malatesta, porque sedujo a su hijo mayor, y en cuanto a esto no puedo decir otra cosa en su defensa que, con toda ecuanimidad, también hizo cortar la cabeza a su hijo. Ahora está casado con su tercera esposa, pero igualmente tiene en estima a sus hijos ilegítimos, y hace tiempo que nombró a uno de ellos, Leonello, como sucesor suyo, para lo cual ha recibido la bendición del Papa. La más bella de sus hijas se llama Beatriz, y los hombres más jóvenes que yo dicen que han tenido una visión del paraíso al ver su cara, aunque yo, viejo y cansado de los deseos carnales, prefiero echar un vistazo al paraíso a través del fondo de una jarra de vino.
Una vez hubo echado su vistazo al paraíso de la manera mencionada, continuó su ameno parloteo:
—Es verdad que tiene tantos hijos, que la mala gente dice que en ambas orillas del río Po sólo hay marqueses correteando, pero yo creo que, aparte de los nacidos dentro del matrimonio, sólo ha reconocido legalmente a veintidós. En efecto, se dice que ha fundado la Universidad de Ferrara tan sólo para darles buena educación a todos ellos. Invitó al famoso Guarino como profesor de Leonello, y por eso hay ahora en Ferrara la mejor escuela para jóvenes nobles. Para su hijo Meliaduse pidió como profesor a Aurispa, que es el más perezoso de todos los humanistas y, por pura pereza, jamás devuelve los manuscritos que pide prestados, de forma que ha reunido una gran biblioteca. Dicen que incluso Filelfo lleva casi doce años exigiéndole desde Florencia algún libro que le prestó.
Le pregunté por qué, después de haber rehusado Filelfo, a ninguno de estos dos famosos sabios conocedores del griego se les había invitado como intérpretes del concilio, a pesar de que vivían en Ferrara, sino que se había elegido como intérprete principal a un tal doctor Nicolás Segundino, completamente desconocido para mí y a quien aún no se había visto, siquiera para poderle presentar mis deficientes conocimientos de griego. Mi amigo el escribano observó:
—Guarino tiene su escuela y Aurispa es demasiado perezoso y, además, ambos tienen que cuidar de su reputación, de modo que no quieren empezar a debatir las expresiones griegas con sabios de esta nacionalidad. Estoy seguro de que conocen bien a Homero, pero el doctor Segundino está más enterado del vocabulario teológico griego. No le tengas miedo alguno, ya que tu nombre figura en la lista y te pagan el sueldo.
Y siguió aconsejándome, tras una pausa:
—Eres un muchacho serio, pero no exageres esta seriedad mientras seas joven. Serás más prudente si eliges la doctrina de la moderación como lo he hecho yo, así que no soy muy pecador pero tampoco me imagino libre del pecado. En cuanto a tus conocimientos de griego, me importan muy poco. No te traerán el éxito; si algo te puede ayudar es tu buena presencia y tus refinados modales. En efecto, a juzgar por tu apariencia, más te valdría empezar a leer novelas francesas sobre Ginevra y Meliaduse y cultivar los círculos de la corte. Asimismo, y con la ayuda del doctor Cusano, podrías intentar meterte en la universidad y entablar amistad con aquellos sabios humanistas. Para ganarla, no hace falta más que una expresión de inteligente atención en la cara y un fuerte trasero para aguantar sentado escuchándoles. Solamente en caso de que te interese un oficio eclesiástico podrás sacar partido de tu trabajo de escribano durante el concilio. Pero, sea cual sea tu objetivo, tendrás que definírtelo a tiempo. De otra forma, sólo estás perdiendo el tiempo y no vas a ningún lado.
—Su consejo es bueno, pero a mí no me conviene —contesté, y me quedé meditabundo para aclarar mis propias e incipientes ideas—. No anhelo un éxito externo tal como usted lo entiende. La verdad es que ni yo mismo sé lo que quiero, pero Dios tenga piedad de mí, maese Mateo, si algo deseo es comprenderme a mí mismo y a Dios.
—Pobre chico —respondió—. ¿Te crees más sabio que la Iglesia? A mí no me basta con que la Iglesia sepa sobre Dios todo cuanto yo, con mis pocas luces, no puedo comprender, y si mi propio ser me empieza a molestar demasiado, me emborracho, y cuando me sereno, a mi edad ya tengo bastante quehacer con mi miseria física para que me preocupe mi espíritu.
—Seguramente seré ridículo, querido maestro —dije—, pero hace un momento, cuando vi en la catedral cómo los funcionarios del emperador medían con un metro la altura de su asiento, me invadió una repentina desesperación. La Iglesia no puede saberlo todo, ya que a este concilio se ha invitado a los más sabios eclesiásticos del occidente y del oriente a fin de reconciliar las diferencias de las doctrinas, y ambas partes creen tener la razón. Siento un terrible dolor cuando pienso que ellos también, tal vez, medirán con metros del espíritu algo que no se puede medir. Sí, sí, con suspicacia irán corriendo los unos a los otros a espiar los metros de cada uno, gritando: «¡Tu metro está falsificado!» o «¡Tú estiras tu metro!». Las medidas del Santo Dios de la Trinidad no se miden con un metro, como el asiento del emperador.
El viejo escribano hizo la señal de la cruz y dijo:
—Joven, no empieces a pensar demasiado en la unidad de las tres personas de Dios, porque con estos pensamientos han perdido la cordura hombres más inteligentes que tú. Lo que de ellos podamos saber a base del mensaje de la Biblia, las decisiones de los concilios y las explicaciones de los Padres de la Iglesia, lo veremos mejor y con más exactitud que nunca en las futuras conversaciones. Conténtate con eso y escucha lo que se ha pensado y escrito, y no le des vueltas en la cabeza a un asunto que un hombre corriente no puede comprender. Lo único que tienes que hacer, al igual que yo, es tener fe para que tu alma se salve.
No pude evitar irritarme, y le grité:
—¡A mí no me basta la fe! Yo también quiero comprender lo que podría creer, en la medida en que es posible para un ser humano.
—Cálmate —dijo—. Cuando pierde la calma, el hombre sólo demuestra que en su fuero interno no cree en su causa. Entonces, tú no crees, y eso te duele. Pero, querido hijo, ¿por qué no acatas el orden del mundo, que en todo caso no puedes cambiar? En nuestros tiempos, una verdadera fe es avis rarísima. ¡Si supieras cuántos eclesiásticos, incluso de alto rango, hace tiempo que han perdido la fe, si es que la han tenido alguna vez! Conténtate humildemente y al igual que los demás mortales, con el testimonio de la boca y con los signos externos de la Gracia. Por supuesto, cuando un hombre pierde la fe, al principio se siente triste, pero te aseguro que esto pasa rápidamente; y el hombre sensato empieza a sentir poco a poco cierta sensación de liberación.
Se quedó pensativo mirando su jarra de vino y luego siguió diciendo melancólicamente:
—Creo que para una persona que piense, la fe es algo como la virginidad para una joven. Una vez perdida, se siente triste de una manera indefinible, pero de forma asombrosamente rápida se percata de que aquella pérdida puede serle fuente de muchos placeres y diversiones. En última instancia, claro está, todo es mera vanidad, pero un hombre sabio puede encontrar en este mundo de vanidades bastante placer y entretenimiento, hasta que le llegue la hora y el polvo vuelva a ser polvo.
Le miré, incrédulo.
—Maese Mateo —le pregunté—. Entonces, ¿usted tampoco tiene fe?
—Ya no soy joven —contestó en voz baja.
Pero, de repente, él también se encolerizó, dejó de un golpe su jarra encima de la mesa y exclamó:
—¡Por Dios, hijo, llevo más de treinta años trabajando en la cancillería del Papa! Si después de ello aún tuviera fe, sería más que un ser humano, sería santo. O tal vez —se calló un momento para recobrar la calma— mi cólera demuestra que, a pesar de todo, todavía me queda algo de lo que he perdido. Y seguramente no te hablaría así si no hubiera en mí algo que sigue latiendo. Por esto me harías un gran favor, querido hijo, si me pidieras otra medida de vino para que pueda acallar un poco estos latidos. Me hacen recordar de manera desagradable los tres golpes de tierra que un día caerán sobre mi féretro.
Le pedí más vino y le seguí mirando sin poder creer lo que veía, intentando encontrar en su rostro, detrás de la hinchada nariz y los miopes ojos, al joven que había creído pero que había perdido la fe. Supongo que algo de ese joven aún perduraba en él, porque correspondió a mi mirada con tierna seriedad, sin cambiar nuestra conversación por una charla bromista.
—Así pues, no estoy solo con mis dudas —dije.
—Ni mucho menos —contestó rápidamente—. Somos muchos los que dudamos.
Llegó el vino y él tomó un buen trago.
—De mil personas, quizá sólo cien saben pensar de manera que merezcan la denominación de personas. De estas cien, tal vez una tiene verdadera fe y diez se quedan escépticas para toda la vida, lo cual también es señal de fe, aunque quizá no lo entiendas todavía. Algunos seres débiles pueden caer en la brujería y las ciencias ocultas, para así engañarse a sí mismos. Pero el resto elige el destino corriente del hombre y se calla. Para ellos, la Iglesia se convierte en una costumbre que siguen por mor de seguir un orden, y si en algo piensan después de perder la fe, quizá piensen que permaneciendo en la Iglesia no perderán nada, sino que, a lo mejor, ganarán la vida eterna, en caso de que fuera verdad lo más improbable y el alma personal de cada uno fuera realmente inmortal. Juegan con la nada para alcanzar un gran premio, pero creo que sólo podrán ganar la nada.
—¿Cómo hemos llegado a hablar de estas cosas? —le pregunté, y miré asustado a nuestro alrededor—. ¿Cómo nos atrevemos a hablar así?
Asintió con la cabeza y dijo:
—Exactamente. No se habla de estas cosas. Pero mira a tu alrededor. El mismo vacío por todas partes. La cristiandad está cansada y ha perdido la fe. Por ello se autodestroza con las guerras y se agobia con las conversaciones que ya no llevan a ninguna parte, porque falta la fe. Hijo mío, naciste en un tiempo extraño. Ya no podemos desear nada del futuro. Solamente tenemos el pasado, y su fuente se secará con nosotros.
»Hasta tal punto se ha secado —continuó diciendo, con amargo sarcasmo—, que lo que más divierte al príncipe y a su corte es leer novelas, cuentos escritos por ingeniosos novelistas sobre las maravillosas aventuras del rey Arturo y sus caballeros.
Esas palabras me causaron un gran impacto porque, al fin y al cabo, ¿qué otra cosa eran Virgilio y Homero, Cicerón y Aristóteles, que una desesperada huida del hombre de nuestro tiempo hacia el pasado, ya que el presente había dejado de producir pensamientos fructíferos y el hombre estaba obligado a mirar hacia atrás, no pudiendo ya desear nada del futuro? Otro pensamiento todavía más temible se despertó en mí. Quizá también el hecho de que los sabios de la Iglesia, tanto latinos como griegos, se apoyasen como doctrina en las explicaciones de los antiguos Padres de la Iglesia, era una huida similar hacia el pasado, porque nadie creía ya en la capacidad de pensar del hombre del presente.
—Qué sermón tan triste me ha echado, maestro —le dije, intentando sonreír—. Pronto me convencerá de que todo nuestro pensamiento es sólo una cáscara vacía, de la que el gusano del tiempo se ha comido toda la pulpa viva.
Asintió con la cabeza e, influido por el vino, rompió a llorar de repente y exclamó:
—¡Esto es lo que le ocurre al hombre que ha perdido la fe, pero me alivia hablar de ello con otra persona! Sí, sí, dicen «persona», y aquellos sabios humanistas creen que han encontrado a la nueva persona en la gramática y en las palabras griegas, y a ella le aseguran que tiene derecho de vivir su vida plenamente. No vivimos sólo para el cielo, dicen. En la belleza y en el inmaculado pragmatismo de la naturaleza dicen ver a Dios, y manifiestan que el hombre debe poner en práctica su propia razón de ser disfrutando de la vida de todas las maneras posibles. Al igual que el gran humanista Lorenzo Valla, al igual que el propio Guarino, muchos abandonan los ideales de los monjes y del estoicismo, y aseguran que lo importante no es negarse a la vida, sino decirle que sí.
Mientras le resbalaban las lágrimas de los ojos, se inclinó hacia mí, hinchado como un cadáver, respiró en mi cara el desagradable olor a vino, y se lamentó:
—Hijo mío, te voy a contar un secreto, mientras dispones de tiempo para elegir. La naturaleza es un monstruo. La naturaleza es un Saturno que devora a sus propios hijos. Les obedecí y realicé la naturaleza en mí mismo. Pero ¿qué soy yo? Un cascajo humano, experimentado en mi oficio y astuto, para quien ya nada es sagrado. Vivo carcomido por las pasiones, como un cadáver lleno de gusanos en su féretro, y así hasta el día en que me muera.
Intenté decir algo, pero él levantó una mano para hacerme callar y gritó:
—¡Ya sé, ya sé que soy débil y no tengo facultades! Hay muchos otros que se pueden realizar creando belleza a su alrededor, esculpiendo esculturas, construyendo maravillosos edificios, calculando las rutas de las estrellas, pero una persona que siga los dictados de la naturaleza, nunca tendrá paz. Según la despiadada lógica de la naturaleza, el más grande mata al más pequeño, el más fuerte, al más débil. Por ello el hombre que sólo reconoce a la naturaleza es un asesino en su corazón. El débil se mata a sí mismo, el fuerte canaliza su voluntad en hechos y asesina a los demás. No son los poetas ni los filósofos los que determinan la evolución de la historia, sino los asesinos, los gobernantes que obligan a la gente a matarse entre sí y, jubilosos por su victoria, citan a la historia como testigo de su éxito. Ya pueden tener en sus banderas a Cristo y a la cruz; ellos han perdido la fe y han elegido la naturaleza, y no puede haber para ellos ni gracia ni resurrección, aunque, con el temor a los tres puñados de tierra, se arrastrasen una vez más al pie de la cruz para besar las heridas de Jesucristo.
Ya hablaba de manera incongruente, pero comprendí lo que quería decir y sentí una profunda compasión por su impotente desconsuelo. Le exhorté a que se levantara y, tomándole de un brazo, le acompañé a su vivienda y le ayudé a acostarse. En medio de su embriaguez cruzó sus manos de escribano, deformadas por el reumatismo y manchadas de tinta, y gritó desesperadamente, mientras las lágrimas le mojaban las mejillas:
—¡Jesucristo, Hijo de Dios, que moriste por mis pecados, ten piedad de mí aunque no tenga fe!
Este comportamiento suyo me repugnó y me sonó a blasfemia, por lo cual me retiré con todo sigilo. La siguiente vez que nos vimos me dirigió miradas llenas de sospecha y me dijo que la vez anterior había estado tan borracho que no se acordaba de nada de lo que había dicho. Le contesté que yo tampoco me acordaba de mucho y que no pensaba mantener en mi mente parloteos de borrachos. Se tranquilizó visiblemente y me aseguró su amistad, pero de entonces en adelante empezó a huir de mí como si se avergonzara de sí mismo y me temiera.
El día nueve de abril se celebró en la catedral de Ferrara la ceremonia inaugural del concilio de la unión. El patriarca José estaba enfermo, y por lo tanto no tuvo que sentarse en un asiento más bajo que el del Papa, pero se leyó un comunicado suyo en el que se requería que todos los eclesiásticos occidentales, y especialmente los que todavía estuvieran en Basilea, acudieran al concilio, amenazándoles, en caso contrario, con la excomunión. El Papa, por su parte, comunicó en su bula a la cristiandad la llegada de los griegos y, después de ello, éstos y los latinos declararon unánimemente la reunión de Ferrara como la única verdadera para debatir la unión de ambas Iglesias.
Al mismo tiempo se informó desde Basilea que la mayoría del concilio, que había permanecido en aquella ciudad, había comenzado un proceso judicial contra el doctor Cusano y contra los otros dos miembros de nuestra embajada. Se habían congelado los haberes del doctor Cusano y las pertenencias y los libros que habían quedado en su vivienda habían sido robados y destruidos. Además, los padres del concilio amenazaban con airadas blasfemias a los reunidos en Ferrara, acusaban de traición al emperador de Bizancio y preparaban un proceso judicial contra el Papa para separarle de su oficio y para elegir a uno nuevo. Si parecía que en Ferrara brillaba el sol y la primavera adquiría toda su exuberancia, arriba en los Alpes se estaban formando negras nubes de tormenta, con rayos y truenos.
Pero en Ferrara los griegos celebraron la Pascua florida con fastuosas ceremonias; y al alba, el mismo emperador con su séquito fue a pie y con una vela encendida en la mano hasta la iglesia que se le había cedido para su uso, a fin de celebrar la resurrección de Cristo. Bastantes miembros de la corte de Ferrara y eclesiásticos occidentales estuvieron presentes para observar la extasiada alegría de su ceremonia religiosa. Cuando los griegos se besaron entre sí y a todos los que encontraban en su camino les saludaban jubilosos diciendo «Cristo ha resucitado», su entusiasmo se contagió al pueblo, y los habitantes de Ferrara, medio en broma, empezaron a saludarse de la misma manera. El lujo de los sagrados cálices de los griegos y sus pesados atuendos, bordados con perlas y piedras preciosas, causaron un gran impacto en todos los presentes. Pero las personas pensantes compararon la celebración de la Pascua en ambas Iglesias y estimaron que, aunque la nuestra, muy correctamente, ponía más énfasis en el calvario y en la muerte de Cristo, la concepción griega tenía también su justificación cuando celebraba, ante todo, su resurrección.
De la corte del príncipe Niccoló había acudido asimismo, en secreto, un grupo de gente para ver la ceremonia de los griegos. Por sus atuendos se les podía distinguir fácilmente del resto de los asistentes. Sonrientes, curiosos y susurrando entre sí, sostenían en sus manos las velas que los barbudos monjes con capas negras les habían ofrecido, como si estuvieran pecando al participar en la ceremonia de una Iglesia cismática. Mientras yo pensaba en el misterio de la resurrección, oliendo el incienso extraño para mí, a la temblorosa luz de innumerables velas y escuchando el coro que cantaba un jubiloso himno griego, mi mirada encontró entre la multitud a una mujer joven, cuyo rostro, de vivaz belleza, y cuyos ojos, llenos de brillantez y de destellos llenos de curiosidad, me llamaron la atención de tal manera que tuve que volver a mirarla una y otra vez. Su belleza terrenal, iluminada por el entusiasmo, se unió en mi mente con la celestial devoción de la ceremonia.
Cuando salimos de la iglesia a la deslumbrante luz primaveral de una mañana de Pascua, seguí a la multitud sin pensar qué hacía y por qué. Los griegos se besaban entre sí, y los demás se paraban, curiosos, a mirar al emperador Juan y a su séquito y, luego, imitando a los griegos, empezaron a darse besos, jugueteando y riéndose alegremente. Aquella muchacha, la más hermosa y encantadora de todas, se quitó el velo de la cabeza y por debajo del tocado de perlas le cayó sobre los hombros una avalancha de rubios rizos. Con una risa argentina, esquivó los brazos de sus acompañantes y, escapándose de ellos, corrió directamente hacia mis brazos, ya que yo me había detenido para mirar su juego. No sé lo que me ocurrió, pero el hecho es que, invadido de un indescriptible júbilo, la besé rápidamente en ambas mejillas y, mientras seguía sosteniéndola en mis brazos enfrente de mí, le dije solemnemente en griego:
—Cristo ha resucitado.
Dos hombres jóvenes pertenecientes a su séquito soltaron una exclamación de enfado y se acercaron a mí, mientras yo la seguía mirando a los ojos. La muchacha se había ruborizado y seguramente se enfadó en el primer momento, pero, mirando a su alrededor, empezó a sonreír con evidente alegría, se puso de puntillas para besarme con suaves labios en las dos mejillas y dijo, imitando a los griegos aunque con errores de dicción:
—Realmente, Cristo ha resucitado.
En aquel instante, sus acompañantes la arrancaron de mis brazos y uno de ellos se plantó delante de mí, protegiéndola con su cuerpo y buscando la daga en su cintura. Pero la joven le detuvo y dijo, riendo:
—No, no, si es griego.
Todos se quedaron parados mirándome fijamente, cuando en aquel momento pasó por delante de nosotros el arzobispo Besarión, acompañado de un par de monjes. Me junté a ellos con tanta naturalidad como si de verdad hubiera sido un griego más, pero eché todavía una mirada hacia atrás, sonriendo y saludando con la cabeza. La muchacha sonrió a su vez y levantó un brazo para saludarme. Luego todo el grupo empezó una vehemente discusión entre sí, y quizás aún me habría podido pasar algo malo si no hubieran creído de verdad que yo pertenecía al grupo de los griegos y, por otra parte, no debían querer llamar la atención, ya que posiblemente habían acudido sin permiso desde el castello a la ciudad.
Pensé que seguramente nunca más volvería a ver a la muchacha, ya que sus ropas y su séquito demostraban que pertenecía a los aristócratas, de la corte de los cuales me separaba el insalvable abismo de ser tan sólo un vulgar escribano latino. Este pensamiento me entristeció de manera inexplicable, mientras aún sentía en mis mejillas el roce de los suaves labios de la joven y conservaba en mi retina el brillo alegre, curioso y valiente de sus ojos. Con la cabeza vuelta hacia atrás, buscándola con la mirada, no me desperté de mis pensamientos hasta que el arzobispo Besarión me dirigió la palabra. Era evidente que había presenciado todo el incidente, porque me miró con una franca risa en sus grandes facciones y me dijo:
—Ahora entiendo por qué has olvidado a Suidas y a Homero. Vosotros los latinos decís: «Juventud es locura», pero hoy desearía que yo también fuera joven y la mitra no pesara en mi cabeza, porque la muchacha es como la misma primavera.
Le besé la mano con entusiasmo y contesté:
—Por suerte, creyó que yo era griego. De otra forma me hubiera podido ocurrir algo malo. ¿Me puede perdonar?
—¿No sabes quién es? —me preguntó.
—¡Qué me importa quién es! —contesté—. Jamás volveré a verla. En ella sólo besé a la primavera, a la juventud, a la fascinación de los sentidos, al sol, a las flores, a todo este mundo de Dios.
—No me extraña que la poesía te embriague —dijo—. Esta mañana de Pascua, en la escalinata de la iglesia, besaste a Beatriz, la hija del príncipe de Ferrara. Un recuerdo así cualquiera podría guardarlo con orgullo en su corazón.
—¿Era ella? —pregunté, asombrado y asustado—. ¿De quien se dice que es la mujer más hermosa de Ferrara? Pero es verdad; al mirarla yo también tuve una idea de lo que debe de ser una mañana en el paraíso. ¿Cómo pudo conocerla, señor?
—He visitado el castello para conversar con el sabio Ugo Benz —me explicó—. El propio marqués Niccoló se dignó enseñarme unas miniaturas modernas pintadas por sus artistas en unos libros. Mi barba y mi capa griegas despertaron la curiosidad de sus hijas. No me acuerdo de las demás, pero ni un eclesiástico olvida fácilmente el rostro de Beatriz.
Tuvo la amabilidad de invitarme a su vivienda, a comer las extrañas viandas de Pascua de los griegos, y mandó a un sirviente suyo que me prestara una chaqueta griega, puesto que él también temía que, si aquel día me volvía a encontrar con aquellos jóvenes cortesanos y se percataban de que yo era un latino, podía recibir una daga en el pecho por haber ofendido a la hija del príncipe, a pesar de que ella misma no había parecido considerarlo como una ofensa. La consecuencia de ello fue que, al andar por la calle, muchas de las chicas de oscuros ojos de Ferrara me pararon para besarme en ambas mejillas y para contarme que Cristo había resucitado. Pero a mí no me tentaron las promesas de sus ardientes mejillas y ojos. Me limité a corresponder educadamente a sus saludos, sin intentar entablar una amistad en la cual las dificultades de idioma no habrían molestado a ninguna de las partes, ya que ellas me creían un griego.
Aquella tarde, a la hora del crepúsculo, fui andando hasta el castello y miré sus agrestes murallas y torres. Al lado de la puerta, en el extremo de la viga de la horca, colgaba una pequeña jaula de hierro que aún contenía los restos de un ladrón, muerto de hambre y de sed, a la espera del siguiente ocupante de la jaula. La hermosa Beatriz era tan lejana e inalcanzable para mí como lo es el cielo desde la tierra. Quizá fuera precisamente debido a ello el que siguiera sintiendo con tanto ardor el roce de sus suaves labios en mis mejillas. En la amargura de mi juventud prefería anhelar y admirar lo inalcanzable, porque lo alcanzable no tenía ningún valor para mí. Pensé que quizá fuera este mi destino y mi maldición. El amor, la sabiduría y Dios, eran para mí igualmente inalcanzables, porque algo en mí me impedía contentarme sólo con lo que alcanzaban los demás. Pero este nuevo conocimiento sobre mí mismo no me hizo desgraciado, aunque tampoco me alegró. La indescriptible tristeza de lo inalcanzable me hizo temblar con temblores tan extrañamente deliciosos que me parecían un placer, un placer más refinado y ardiente que el que jamás me pudiera producir una brutal sensación carnal.
Como podía esperarse, la atención que llamó la ceremonia pascual de los griegos indignó al Papa Eugenio y a los cardenales, y en la cocina del palacio papal se repetían muchas frases mordaces sobre cómo incluso hombres sensatos podían dejarse seducir por lo raro y lo extraño, sin hablar de las mujeres, que se habían vuelto locas por todo lo griego, hasta el punto de que se vestían al estilo griego y requerían que sus maridos se dejasen una barba como los griegos. Con éstos, habían acudido a Ferrara numerosos comerciantes, y las joyas, telas e iconos que vendían tenían una gran aceptación. Pero todo ello sólo era una fiebre y una moda, que podía esperarse pasaría pronto.
En todo caso, el Papa quiso aprovecharse del buen humor de los griegos y poco después de la Pascua propuso que se iniciasen las negociaciones. Al cabo de muchos rodeos, los griegos eligieron entre ellos una comisión compuesta de diez hombres para preparar los debates, y el Papa nombró una comisión igual. Pero, cuando estas comisiones se reunieron, se puso en evidencia que el emperador había prohibido rotundamente que la suya tocara el tema de las diferencias entre las doctrinas de ambas Iglesias. Como es lógico, esto consternó a los latinos hasta el punto de que se empezó a decir que la conversación con los griegos equivalía a una conversación entre sordos.
Pasaron los días y las semanas hasta que, en la tercera reunión de las comisiones, el cardenal Cesarini consideró que lo mejor era definir en cuatro puntos las principales diferencias entre ambas Iglesias. La primera y más importante cuestión era la del origen del Espíritu Santo y la de la palabra filioque que los latinos habían añadido al Credo. La segunda era la cuestión sobre las obleas, ya que la Iglesia griega utilizaba pan fermentado y la católica, sin fermentar. La tercera diferencia la formaba la doctrina sobre el purgatorio, y la cuarta, la cuestión sobre el Papa como cabeza visible de la Iglesia. Marco Eugénico explicó de entrada que los griegos en ningún caso podrían ni siquiera discutir el primer punto, y después de muchos intentos de convencerle, el emperador accedió por fin a que las comisiones discutiesen sobre los dos últimos puntos.
Por fin, yo también tuve ocasión de conocer a mi superior, el doctor Nicolás Segundino. Oriundo de Negroponto —también llamada Eubea—, era un hombre alto y delgado, todavía joven, en cuyo rostro alargado y en cuyos ojos de color azul pálido había siempre una expresión de sufrimiento y de infinita melancolía. A primera vista, era un sabio distraído, pero no tardé en advertir que en sus pensamientos había brillantez y astucia. Como conocedor de idiomas, era un auténtico genio, de forma que era capaz de traducir simultáneamente y sin titubeos lo que se hablaba, del griego al latín y del latín al griego. Dio su total aprobación a mis conocimientos del latín y luego me hizo escribir al dictado un fragmento de texto griego. Después de corregirlo me lo hizo traducir al latín. Al final me dijo:
—Nadie es maestro al nacer, pero sabes hablar el griego mejor que muchos otros de los perezosos burros que se han contratado como si fueran mi cruz. También eres el primer hombre que reconoce honestamente los fallos de su conocimiento y se me presenta en busca de trabajo y no sólo para preguntar qué día se le paga el sueldo. Si quieres hacer un esfuerzo, pronto aprenderás a llevar las actas en las sesiones de las comisiones, lo cual no es difícil porque los textos de los discursos más importantes se nos entregan ya escritos, y en cuanto a los debates libres, sólo se apunta lo esencial, que tampoco es de mucha importancia, porque los griegos, después de hablar sin premeditación, posteriormente desmienten haber dicho nada parecido y, en todo caso, corrigen sus textos de la manera que mejor les parece. Escuchando, tomando notas y traduciendo los discursos griegos al latín y los latinos al griego, disfrutarás de una enseñanza imposible de mejorar, si de verdad deseas aprender algo. También podrás ejercer tu inteligencia apuntando sólo lo esencial de los discursos, ya que no tenemos la intención de tomar nota de todo lo que se les ocurra decir.
—¿De verdad me acepta como su ayudante? —le pregunté, sin poder creer a mis oídos y casi sin poder respirar de entusiasmo—. Me presenté ante usted tan sólo para confesarle que, bajo falsos pretextos, he venido cobrando un sueldo excesivo que me paga la cancillería, y para rogarle se dignase asignarme cualquier trabajo, por humilde que fuera, a fin de no sentirme como un inútil parásito.
Sonriendo levemente, me contestó:
—Creo que en esta casa hay parásitos más inútiles que tú, sin hablar de los griegos que, a juzgar por su comportamiento, parecen haber decidido quedarse aquí para siempre y ser mantenidos por la cristiandad.
Me atreví a preguntarle qué creía que los griegos buscaban con sus rodeos y tardanzas.
—Tú mismo estuviste en Constantinopla y los conoces mejor que yo —me contestó—. ¿Qué piensas?
Le contesté a mi vez:
—Algunos dicen que el emperador espera la llegada a Ferrara de los príncipes de los países occidentales y la de los Padres de la Iglesia que se han quedado en Basilea. Pero ni el emperador ni sus consejeros pueden ser tan estúpidos como para creer que acudirán todavía. Por otra parte, no se puede conseguir una unión entre las Iglesias sin alcanzar un acuerdo sobre las diferencias existentes. Y sin negociarlas no se puede llegar a ningún acuerdo.
—¿Crees que los griegos, de verdad, desean la unión? —preguntó en voz baja y con una expresión de infinita melancolía en su rostro, pero una astuta sonrisa le brillaba en los ojos, lo cual le dio un aspecto gracioso.
—Unos lo desean y otros no —dije—. El patriarca es un hombre viejo y enfermo, y obedece a su emperador. Estoy seguro de que Besarión desea la unión. Marco Eugénico, por su parte, odia todo lo latino. A decir verdad, parece que el emperador teme a sus propios obispos y que los conflictos se convertirán en irreconciliables si ellos comienzan a debatirlos. Por otro lado, la unión y la cruzada que la seguirá es la única esperanza que tiene el emperador para conservar a Constantinopla libre del poder de los turcos. ¡Si allí se vive como en una ciudad sitiada! Empero, supongo que el emperador no se imaginará que pueda alcanzar un acuerdo sobre la unión de las Iglesias así, por las buenas, sin tratar para nada las diferencias que existen entre las doctrinas. Un acuerdo de este tipo carecería de todo valor si los griegos, en su fuero interno, siguiesen siendo cismáticos.
—Sin embargo, esto es con toda evidencia lo que intenta conseguir —dijo el doctor Segundino, haciendo una amarga mueca—. Por eso, todo cuanto se habla son pretextos inútiles, y lo que nosotros apuntemos o traduzcamos carece de importancia. El tiempo actúa a su favor. Cada día le cuesta al Papa enormes cantidades de dinero y las exigencias de los griegos son ilimitadas. Como sabes, el Papa se ha comprometido a correr con los gastos de su manutención y a pagarles dietas, así que, permaneciendo aquí, no tienen nada que perder. Por otra parte, para el Papa es cuestión de autoridad el alcanzar un acuerdo tan pronto como sea posible. Sólo el lograr la unión puede demostrar a la cristiandad la justificación del concilio de Ferrara. En consecuencia, mi joven secretario Juan, tendrás mucho tiempo para aprender tu oficio y mejorar tus conocimientos del griego, escuchando inútiles parloteos.
Y, de verdad, me llevó consigo y junto con otros secretarios y traductores experimentados, a la siguiente reunión de las comisiones, en cuya ocasión tuve el gusto de escuchar cómo el cardenal Cesarini explicaba abierta y claramente lo que la Iglesia católica sabía del purgatorio. Marco Eugénico le contestó y después el cardenal Juan Torquemada, le rebatió. Finalizado esto, los griegos solicitaron un aplazamiento, a fin de buscar en las escrituras de los Padres de la Iglesia que ellos habían aceptado los pasajes que trataban del purgatorio y luego entregar una contestación por escrito, con los pertinentes anejos. Únicamente Besarión manifestó que también la Iglesia griega reconocía la existencia de un lugar de purificación de las almas después de la muerte, pero negó que fuera a través del fuego y presentó, en su lugar, la oscuridad o una tormenta como castigo. Según él, el único fuego era el fuego eterno del infierno. Marco Eugénico le contestó con igual enojo con que lo había hecho al cardenal Torquemada, de modo que pudimos comprender que ni los mismos griegos eran unánimes entre sí sobre lo que enseñaba la Iglesia.
Aquella noche, más tarde, cuando regresé a nuestra vivienda, el doctor Cusano estaba despierto esperándome entusiasmado y, para saludarme, exclamó:
—¡Hijo, hijo, no soy una piedra olvidada en el camino, sino que el Papa me ha asignado una importante misión! Empieza a preparar mi equipaje, porque mañana mismo emprendemos viaje a los países alemanes.
Desde hacía días estaba melancólico y había pasado el tiempo anotando su filosofía sobre la unidad de los puntos opuestos, porque en su corazón se sentía ofendido de que, a pesar de su sabiduría, no se le había elegido como miembro de la comisión para discutir con los griegos. Yo ya se lo había predicho y, naturalmente, me alegré por él de que ahora hubiera recibido una compensación a su desencanto. Pero no me contagié de su entusiasmo, ni mucho menos. Al contrario, me entristecí y me sentí decepcionado pensando que tendría que abandonar Ferrara a toda prisa, renunciar a mi nuevo oficio que acababa de obtener, dejar a los amigos y favorecedores que ya empezaba a tener en la ciudad y, además, tenía que reconocerlo, no quería perder la oportunidad de volver a ver a la hermosa Beatriz. Por todo ello le pregunté, con suspicacia:
—¿Qué clase de misión le han asignado?
Me contó que en los países alemanes había nacido el partido de los grises, que no quería definir su postura ante ninguno de los concilios, ni ante el de Basilea ni ante el de Ferrara. Su misión era la de convencer a estos grises para que se pusieran al lado del Papa, al tiempo que debía lograr que los príncipes se desentendieran del proceso judicial contra el Sumo Pontífice que iba a empezar en Basilea. Tal vez debiera también meter su cabeza en la boca del león viajando a Basilea. Pero no iba a estar solo, ya que el Papa había designado a sus hombres más astutos y competentes para desempeñar la misión. El doctor Cusano mencionó al cardenal Albergati, al doctor Parentucelli, al español Juan Carvajal y al tomista más famoso de nuestros tiempos, Juan Torquemada, como si cada uno de estos nombres le hiciera subir de valor y satisficieran su vanidad de sabio, dado que estos mismos nombres demostraban que el Papa le consideraba a él, hijo de un pescador de Cusa, igual a ellos.
—Es un trabajo de Hércules —le dije, sin entusiasmo.
—¡Es el trabajo de mi vida! —exclamó el doctor Cusano—. Si el mundo tiene que recordarme, lo hará como constructor de paz y como conciliador de conflictos. Ésta debe ser la intención de Dios, como si mi carácter y mi educación, todas mis experiencias y mi revelación cual aparición me hubieran ido preparando solamente para esta misión, para el bien de mi patria y para el de la unión de la Santa Iglesia. ¡Oh, Juan, volveremos a ver las abundantes aguas verde pálido del Rin y del Neckar, respiraremos el aire fresco de los altiplanos, mientras Ferrara se quedará en el sofocante calor del verano italiano!
Poco faltó para que no despertara en mí las ganas de viajar, al describirme con muchas y bonitas palabras los países sajones, como si hubiese echado de menos su tierra desde hacía tiempo. Sin embargo, yo ya había tomado demasiado gusto por las refinadas costumbres de Italia y por la erudita compañía, para que me entusiasmara el viaje a países cuyas costumbres eran brutales, el vino, agrio, y las mujeres, corpulentas y de movimientos torpes como vacas, y donde los aristócratas no sabían escribir ni aprendían a hablar un latín decente.
—No, doctor Nicolás —le dije—. Usted ha sido muy bueno para conmigo y yo le profeso un gran cariño y respeto, pero ya no puedo seguirle. ¿No se acuerda de que tengo mi oficio y de que mi sueldo viene de la cancillería del Papa? En los países sajones, como discípulo suyo, mis conocimientos de griego no me servirían para nada.
—Juan, la sabiduría y el conocimiento están en todas partes —me contestó, asombrado. Pero, entendiendo mal mis palabras, se rió de alegría y continuó diciendo—: Yo también puedo pagarte ya tu sueldo, porque el Papa, en su inmensa bondad, me ha compensado las pérdidas que sufrí en Basilea y me ha asignado la bolsa de viaje más generosa que jamás me hubiera atrevido a esperar. ¿No comprendes, Juan, que te estoy ofreciendo un futuro? Al final de mi camino, si consigo mi meta, se ve la mitra de obispo o quizá la capa de cardenal. Yo no emprendo este viaje para perseguir mi propia gloria, pero, en el transcurso de su audiencia, el Papa me dio a entender que también compensaría mis servicios.
Puso una mano en mi hombro con ternura y dijo, en tono conciliador:
—Me parece que te he tenido algo abandonado y seguramente habría tenido que pagarte por tu trabajo, aunque, ¿no es verdad que siempre te he dado lo que necesitabas? Bien es verdad, igualmente, que tal vez no haya caído en la cuenta de que eres un hombre joven y laico y necesitas tener dinero en tu bolsillo. ¿Por qué no me hablaste de tus necesidades? Tú conoces mejor que nadie cuán distraído soy y lo poco que significa para mí la feria de la vanidad del mundo cuando sumo valores en mi pensamiento.
La paternal ternura de su redonda cara y la alegría que se reflejaba en sus miopes ojos me desconcertaban.
—Queridísimo doctor, no le abandono por dinero —le contesté, tartamudeando—. Nunca piense eso. Seré yo quien tendré una deuda eterna con usted, por su bondad y sus enseñanzas. Sin embargo, tengo mis razones para quedarme aquí, y no pregunte cuáles son porque ni yo mismo las tengo lo bastante claras. Sólo sé que hay algo que me dice que mi destino está en este lado de las montañas y no en el otro.
Se puso serio y se inclinó para mirarme a los ojos. Me invadió una honda ternura al ver lo calvo que se había quedado y con cuánta profundidad se le habían grabado los surcos en el rostro y en la frente. Las lágrimas me asomaron a los ojos pensando en la difícil misión del doctor Nicolás, que me pareció igual a la de mandar a una indefensa oveja a la boca de los lobos. Su cabeza parecía demasiado pesada para ser soportada por el delgado cuello, y los tiesos y largos pelos de sus cejas le hacían parecer un búho, pero la seria preocupación y la constante inquietud de sus ojos verdosos me lo hacían diferente de todas las demás personas. Asimismo, había aprendido a amar sus tímidas manos de sabio que, cuando hablaba, siempre jugueteaba con algún objeto. Muchos aspectos en él me habían irritado, me había causado muchísimas molestias y, con el anhelo de la incondicionalidad propio de mi juventud, no siempre había podido apreciar suficientemente su infinita y paciente voluntad de paz y su constante intento de conciliación. No fue hasta el momento de la despedida cuando me percaté de lo mucho que significaba para mí. Ya cuando niño, debido a mis sufrimientos y humillaciones, había aprendido a hacer insensible mi corazón a todo tipo de ternura y a rechazar la amistad, hasta el punto de que quería borrar de mi mente todos los recuerdos de mi niñez como si no hubiera nacido como ser humano hasta haber oído el ruiseñor al lado del muro del cementerio. Pero ahora las barreras se habían roto dentro de mí, me puse de rodillas ante aquel hombrecillo, le besé las manos y le rogué:
—¡Oh, doctor Nicolás, cuídese mucho para que nada malo le ocurra! Aunque no seguirá mis consejos si considera justificada alguna causa, al igual que no escuchó a su padre cuando le pegó con el remo en la cabeza y le tiró los libros al agua.
—Hay que obedecer a Dios antes que al hombre —me respondió—. También Sócrates, en su Daimónides, sintió la voz de Dios a pesar de ser pagano. Aunque en el mundo de lo finito nuestras verdades son relativas, la voz del espíritu me dice lo que es justo y lo que no lo es. Al igual que a Sócrates, a mí también me hace parar a menudo en mitad de la frase, pero lo prefiero a hablar bien por pura retórica diciendo cosas que siento que no son justas. Esto es todo cuanto querría dejarte como herencia, mi querido y escéptico Juan. Lo único que me preocupa es si estás ya maduro para quedarte solo. Por lo demás, como es natural, harás lo que consideres mejor para ti. No te reprocharé por ello.
Me divirtió su amable preocupación porque me iba a quedar solo, ya que espiritualmente también había estado solo cuando viajaba con él y, en mi opinión, ni su compañía ni sus enseñanzas habían influido de manera alguna en mis actos.
—El hombre siempre está solo —le dije tiernamente, para no ofenderle.
—No, el hombre no está nunca solo —me contestó, convencido—. A la luz de la comprensión, el hombre puede sentir la eterna presencia de Dios y puede sentirse a sí mismo como una limitada parte de Él. Si llegas a esta comprensión, jamás estarás solo, como yo tampoco lo estoy. Esta intuición es más sublime que la razón o la inteligencia dentro de sus límites normales. A través de ella, también un hombre que piense puede alcanzar la fe.
—Es usted un hombre feliz, queridísimo doctor —le dije, sintiendo cierta amargura en el corazón.
—La única y verdadera felicidad del hombre está junto a Dios —dijo—. ¡Por todos los santos, por qué lucha más terrible he tenido que atravesar a fin de llegar a la inmensa felicidad del conocimiento y de la seguridad! Por eso creo que es demasiado pedir que, en la ebullición de tu juventud, los ojos de tu mente se abran y vean. Prefieres creer a tus ojos terrenales a pesar de que no existe nada más engañoso que los sentimientos humanos.
En medio de la melancolía de la despedida, sonrió levemente y siguió diciendo:
—Esto te lo puedo demostrar con una pequeñísima prueba. A ver, cruza tus dedos índice y medio y tócate la nariz con las yemas. Cierra los ojos y, luego, dime cuántas narices tienes según el testimonio de tus sentidos.
Hice lo que me pedía, y las yemas de mis dedos me dijeron que, sin lugar a dudas, tenía dos narices.
—Tan sólo es un truco infantil —continuó—. Pero mis estudios de matemáticas y de astronomía, y las demostraciones de mi amigo Toscanelli, me han convencido de que la Tierra tiene la forma de un globo a pesar de que nuestros ojos nos dicen otra cosa. Es más, la Tierra tampoco puede ser el centro del universo, ya que el infinito no puede tener ningún punto central, sino que cualquier punto en él puede ser su centro. Luego, hay que suponer que la Tierra se mueve en el universo de la misma manera como se mueven el Sol y las estrellas. Esta revelación, te la presento, asimismo, como conocimiento seguro y, ante esta enorme vista, podrás comprender que Dios es más infinito y más grande de lo que el hombre jamás podrá expresar con palabras. Debido a ello, con nuestras limitadas palabras humanas nunca podremos decir lo que es Dios, sino, a lo sumo, lo que no es.
—Oh, doctor Nicolás —le contesté—. Yo sólo sé que he nacido en este mundo, a esta vida, y que por eso debo realizarme dentro de los límites de la misma. Tal vez sea ciego, quizá sea joven y estúpido, pero su doctrina resulta infernal para mí. No existe el conocimiento seguro, ni lo bueno y lo malo se neutralizan. Esto es lo único que entiendo de su doctrina, porque yo no he tenido la mística revelación que tuvo usted. Y en cuanto a lo último que dijo, me convence aún más de la perfecta inutilidad de todo lo existente y de la insignificancia de la vida humana al lado del universo, así que, de verdad, no tiene ni la importancia de una mota de polvo.
Su benevolente rostro se tornó severo y me miró seriamente, diciendo:
—Te dejo una herencia de gran peso, Juan; pero algo en mí me dice que serás capaz de llevarla y crecerás para comprenderla hasta que se te abran los ojos. Seguramente te sería más fácil vivir sin la carga del conocimiento y, según las medidas terrenales, tal vez serías más feliz, pero esa felicidad no es la verdadera.
—Si al menos sintiera una ebullición dentro de mí —le repliqué—, pero mi juventud es fría, mi razón vigila cada paso que doy, y no creo en nada sin antes probarlo con mi propia experiencia. Además, sospecho que su revelación es producto de su propio carácter benévolo, a fin de darle la paz en sus conflictos interiores. Mi carácter es diferente del suyo y no espere que yo crezca hasta alcanzar su revelación. Se lo digo de antemano para que no espere demasiado de mí, ya que quiero serle tan honrado como pueda. Yo más bien creo que, de forma latente, lo único que me ha frenado ha sido su buen ejemplo, y quizás en mi corazón necesito separarme de usted para realizarme a mí mismo antes en lo malo que en lo bueno, porque mis conocimientos ya no me permiten valorar más lo bueno que lo malo, sino que pienso que ambos conceptos dependen de las costumbres de los diferentes países y pueblos. Lo que antes se consideraba malo se consiente ahora y al revés; así que, en realidad, todo es terriblemente relativo, hasta el extremo de que alguien, intentando hacer el bien a otro, le puede causar un mal irreparable.
—Tú no eres así —me contestó con ternura—. Es que aún no te conoces.
Ya no hablamos más. Empecé a preparar su equipaje y al día siguiente compramos para él un nuevo baúl y yo le encontré el sirviente alemán de un obispo, que estuvo dispuesto a acompañarle y a cuidarle durante el viaje. El alemán estaba tan harto de Ferrara y de todo lo italiano que dio gracias a Dios por poder regresar a su patria. Según me dijo, echaba de menos la cerveza y las salchichas de verdad, en vez del vino y de las ancas de rana. Le expliqué lo mejor que pude cómo debía cuidar al doctor Nicolás, mantenerle los pies secos y el estómago caliente, y estar alerta de que no cayese del caballo cuando se hallaba sumido en sus pensamientos, y que no quedase afectado por las dolorosas llagas como consecuencia de largas horas de cabalgar.
A la hora de nuestra despedida, el doctor Cusano, para mi gran consternación, me entregó quince monedas de oro en una bonita bolsa de cuero como remuneración por mis servicios. Cuando las rechacé horrorizado, alegando que él no se podía permitir semejante dispendio, me contestó:
—Me sobra dinero para mis pocas necesidades. Tú eres joven y necesitas ropa, papel y libros, y tal vez quieras obsequiar a tus amigos, porque, en mi opinión, la alegría de obsequiar es seguramente la más grande de las alegrías que el dinero puede proporcionar al hombre. Por ello, permíteme que tenga esta alegría.
Luego siguió diciendo:
—Soy un hombre poco práctico y no cuido de mi apariencia. Me basta con estar limpio y tener una capa que no esté rota. Sin embargo, exhibir ropas andrajosas puede demostrar igual vanidad y ganas de llamar la atención que el exceso de opulencia en el atuendo. En consecuencia, no sigas demostrando tu tendencia de filósofo con tus vestimentas; eso sólo es signo de juventud. Adquiere la mejor ropa correspondiente a tu condición y no temas al barbero. Y no prestes demasiada atención al dinero, sino que gástalo si temes que te empiece a pesar. Ahorra sólo un par de monedas de oro para el día de mañana. Gastar dinero produce un gran placer, como he podido comprobar durante los últimos días cuando me he estado equipando para el viaje, comprando objetos inútiles y lujosos. Es uno de los placeres de la riqueza, y tú también debes sentirte rico de una vez, como yo me he sentido durante estos días.
Escuchando sus placenteras palabras y consejos le acompañé un buen trecho hasta las afueras de la ciudad, andando al lado de su caballo, agarrado a la silla. Por fin me quedé de pie en el camino resecado por el verano y le estuve mirando hasta que los caballos desaparecieron al otro lado de la llanura. Toda su inmerecida bondad hacia mí me hacían escocer los ojos y dolerme el corazón. En apariencia era un hombrecito, pero espiritualmente era un gigante. Al separarme de él, me pareció que había perdido algo definitivamente. Además, me sentí más solo que jamás había creído que me podría sentir. Abandoné la carretera y empecé a caminar sin destino hacia la sombra de los árboles, hasta que llegué a la orilla de un río bordeado de cañas. Allí me eché al suelo, olí la hierba y la fangosa agua, y me pareció como si la tierra que había debajo de mí tuviera un movimiento de vaivén cuando miré la inmensidad del cielo azul.
Al rato de estar echado, una ligera brisa trajo a mi olfato un repugnante tufo dulzón, demasiado conocido por mí desde mi infancia. Asustado, me levanté y encontré en la orilla el putrefacto cadáver de un hombre, tapado con unos harapos. Los zorros habían roído aquellos restos y los escarabajos hurgaban en sus cavidades. Algo en mí me hizo hablarle al cadáver, y le dije:
—Ahí estás, tumbado, y nadie pregunta de dónde viniste ni adónde ibas. Ahora, ¿dónde están tu espíritu y tus pensamientos? Si te vieras en este instante, seguro que no creerías más en la resurrección de tu cuerpo el último día.
Pensé en el alma humana y pensé también que un golpe en la cabeza, que rompa el cráneo, podía convertir a un hombre alegre y vivaz en un pobre ser tembloroso y demente. También pensé en los faltos de inteligencia desde su nacimiento, a los que ningún destello de razón parecía diferenciar de un animal. Hasta me acordé de los viejos que, al avanzar en edad, perdían la memoria y chapurreaban tonterías como los niños. En ellos, ¿dónde se hallaba ese alma inmortal? ¿En qué rincón de la cabeza o en qué recodo del intestino se la podía encontrar? Con el olor del cadáver en mi nariz, pensé igual que la mañana de mi despertar: la muerte es la única verdad.
Sin embargo, ya no era igual que antes. Aunque sabía que sólo me esperarían molestias y dificultades si anunciaba mi hallazgo, me fui a buscar gente y, después de andar durante largo tiempo, encontré a un par de campesinos que cortaban heno, con sus mujeres que lo amontonaban, vestidos tan sólo con largas camisas, debido al calor. Tuve dificultades para hacerles entender lo que quería y ni siquiera mostraron curiosidad por lo que había encontrado. Cuando, por fin, logré que me siguieran, uno de los hombres se limitó a darle vuelta al cadáver con su horca para ver si debajo había algo de valor, pero de los descompuestos restos del cadáver únicamente salió un montón de escarabajos. Me dijeron que nada tenían que ver con el muerto. Seguramente era un criminal que se había escapado o un vagabundo. Se contentaron con santiguarse e intentaron irse, sin más.
Pero yo tenía dinero, y algo en mí exigía que enterrase aquel cadáver desconocido, del que nadie quería saber nada. Supongo que el hombre es el único hermano del hombre, pensé, y si no lo puedo amar, al menos puedo tener piedad de él. Por eso di dinero a los campesinos y los seguí hasta su miserable aldea, pude adquirir una especie de féretro, y alquilé una barca para que fuera a recoger el cadáver. Todo el mundo sentía aversión por la tarea y me miraban con suspicacia, sin entender el por qué yo, un forastero, insistía tanto en conseguir que aquel cadáver fuera sepultado en tierra bendita.
También, al principio, el cura se negó rotundamente a dar los santos sacramentos al cadáver de un desconocido, de forma que tuve que entregarle una moneda de oro antes de que accediera a cumplir con la obligación de su oficio. Al sepulturero le pagué igualmente e hice sonar las campanas de la iglesia antes del entierro. Mi locura llamó tanto la atención que, al fin, se reunió un buen número de gente alrededor de la tumba cuando el cadáver fue depositado en ella a la hora del crepúsculo. La gente parecía entender que era verdad que estaba enterrando a mi hermano, víctima de los bandoleros; me susurraron sus condolencias y muchas mujeres lloraron. A fin de completar mi extraña diversión, invité al cura y a los campesinos a la posada del pueblo y, en memoria de mi difunto hermano, les pagué un tonel de vino. Mientras se embriagaban, yo permanecía en el umbral de la puerta mirando la luz violeta y las negras siluetas de los cipreses, y de verdad tuve la sensación de que había enterrado a mi único hermano.
Pero el cura, a pesar de haber bebido vino, seguía siendo suspicaz, se quedó mirándome, y empezó a comentar que hay una ley de la naturaleza que siempre obliga al asesino a volver al lugar del crimen, e insistió en que nadie que estuviera en su sano juicio gastaba tanto dinero en un asunto que no le concernía. Sólo la expiación de un pecado podía justificar semejante comportamiento, dijo, y exigió que le diera mi nombre y mi dirección en la ciudad por si las autoridades querían intervenir en tan extraño asunto.
No presté mucha atención a lo que decía, bebí algo de vino yo también y, como recuerdo del difunto, conservé la hebilla de su cinturón, verde de moho. Cuando salió la roja luna sobre la llanura, les dejé sin despedirme y pasé la noche en un pajar, cerca de la ciudad. Cuando se abrieron las puertas, me fui directamente a misa, y luego a la cancillería del doctor Segundino a traducir discursos griegos al latín. No pensé más en el asunto. Sin embargo, limpié la hebilla del muerto y vi que estaba adornada con bonitas figuras, como si fuera obra de los árabes, pero desde luego no era un objeto de valor. A pesar de todo decidí guardarla como recuerdo, deseando que me aportara suerte, aunque en mi corazón no creía en los amuletos ni en los talismanes.
Por culpa de aquella hebilla me ocurrió algo tan increíble y extraño que, si hubiera tenido un mínimo de superstición, por fuerza habría tenido que creer en los fantasmas y en la brujería.