A mediados de agosto pudimos, por fin, salir de Venecia en las galeras de guerra alquiladas con el dinero del Papa. La mayor parte del tiempo el mar estaba en calma y navegábamos a remo a lo largo de las abruptas costas. A la puesta del sol, el mar tomaba un tono púrpura. Para mí, era el mar de Roma y de la Antigüedad. ¡Qué éxtasis me invadió cuando vi a lo lejos las costas de Grecia! Cuando desembarcamos en Patras quería abrazar a cada polvoriento árbol del laurel, a cada pilar roto y resquebrajado. Pero no podía desmentir la verdad. El calor del verano había quemado la tierra hasta darle un color pardo. Los antiguos templos estaban en ruinas. Los barbudos monjes, envueltos en sus negras capas, nos miraban a los latinos con la maldición puesta en sus ojos.
Ya en el barco, los venecianos me habían enseñado que el mar de Grecia era el mar del odio. Los turcos dominaban el Asia Menor en el este y a Bulgaria, Macedonia y Tesalia en el oeste. Como último residuo del poder de Bizancio, los hermanos del emperador reinaban como unos déspotas en Morea, discutiendo entre sí e incluso aliándose con los turcos para promover sus ansias de poder. El hermano del emperador, Demetrio, había estado al lado del sultán Murad en el sitio de Constantinopla. Venecia y Génova habían invadido islas y fundado en las mismas puestos de comercio, compitiendo entre sí y odiándose. El déspota de Serbia pagaba impuestos al sultán, al igual que el de Albania. Venecia había invadido las costas de Dalmacia en su guerra contra el emperador de Alemania. Como últimos residuos del imperio latino fundado por los cruzados, algunos descendientes de condes y barones galos intentaban conservar sus islas. Aquí reinaba el odio de todos contra todos. Los cristianos odiaban a los musulmanes y los musulmanes a los cristianos. Los cristianos católicos odiaban a los de la religión griega, y los ortodoxos, a los católicos. Los campesinos pobres odiaban a sus señores y los nobles se odiaban entre sí. Lo mejor que podía hacer un forastero era callarse si no quería ofender a nadie. Éste era el estado actual del imperio de Bizancio, tan poderoso en otros tiempos. Los ladrones de los tiempos del odio y de la división se peleaban entre sí por los restos del imperio. Parecía descabellada la idea de traer la reconciliación en nombre de Jesucristo a un país en el que el hermano del emperador era capaz de usar la ayuda de los infieles contra su propio hermano.
En Patras embarcó el déspota de Morea, Constantino, el mayor de los hermanos vivos del emperador Juan VII. Tenía que pasar revista a los trescientos arqueros que debían contratarse en Creta, que estaba bajo el dominio de Venecia, y luego navegar con nosotros hasta Constantinopla. El emperador pensaba nombrarle su sustituto mientras él viajara a Italia. Durante su ausencia, debía responder de la seguridad de Constantinopla. Se decía que era un buen soldado. Pero entre los venecianos se rumoreaba que había ido de Constantinopla a Morea sin permiso del emperador y que, con la ayuda de los turcos, había intentado desterrar de allí a su hermano.
A mí me resultaba difícil creerlo. Era un hombre hermoso, de unos treinta años, y tenía una rizada barba. En el rostro se veía la misma sombría melancolía que yo ya conocía en la cara de Dishypatus. Producía una impresión de confianza y amabilidad y no era nada orgulloso, a pesar de que pertenecía a la familia imperial. Los nobles y educados griegos de su séquito parecían mucho más aristocráticos que él. No tardé mucho en percatarme de que, a pesar de su formal cortesía, en su fuero interno nos consideraba unos bárbaros. Aun en su pobreza y decadencia, su reino era milenario, y por esta razón consideraba a los príncipes y a los reyes de los países occidentales como unos advenedizos.
Para ganar tiempo, nuestra embajada se dividió en dos partes. Una fue directamente a Constantinopla, para evitar que el grupo que representaba a Aviñón llegase antes que nosotros. El doctor Nicolás y yo seguimos al príncipe Constantino a Creta. Durante el viaje en barco conocí al hombre más próximo al príncipe, el noble y sabio Phrantzes, que le acompañaba como consejero suyo. Me contó que habían sido educados juntos y que eran inseparables.
En modo alguno imaginé que el interés de aquel aristócrata hacia mí fuera una amistad nacida a primera vista. Entendí que lo que quería era sonsacarme la información que le era necesaria sobre los miembros de nuestra embajada, sobre el concilio y sobre la situación en Italia. Me dejó entender que, una vez en Constantinopla, nos encontraríamos con suspicacias y oposición, pero que al menos el príncipe Constantino consideraba como un imperativo político el conseguir la unión, porque sin ella Constantinopla sería destruida más tarde o más temprano. Añadió que personalmente, por motivos de razón y de sentimiento, él era un entusiasta partidario de la unión.
—Veneramos al mismo Cristo —me dijo—. En tiempos civilizados, esto debería prevalecer sobre los prejuicios de los brutos monjes y sobre la guerra de los teólogos acerca de la redacción de los textos sagrados.
Hablaba muy mal el latín, y a mí me sirvió de mucho el que, a petición mía, me fuera traduciendo al griego lo que me iba diciendo, con lo cual, en mis estudios, no tuve que recurrir al vulgar dialecto de los sirvientes y de los cocineros. Él, por su parte, permitió gustoso que le corrigiera las frases que pronunciaba en latín e incluso me lo agradeció.
Su refinado comportamiento y su impecable cortesía me impresionaron mucho.
—Quizás exista la misma diferencia entre la Iglesia romana y la Iglesia griega que entre la lengua latina y la griega —me dijo—. El latín es el idioma de los gobernantes y de los abogados; el griego, el de los poetas y el de los filósofos. En los países occidentales, los que hicieron desarrollar la Iglesia fueron los eclesiásticos que habían recibido una educación en Derecho romano. En Bizancio, ha crecido con la base de la filosofía de Grecia. Vuestros conocimientos están dominados por la admirablemente estricta razón de Aristóteles, y los nuestros, por la profunda tradición de Platón. Para vosotros, lo más importante es la ley de la Iglesia y para nosotros, el espíritu. Si se logra la unión, nacerá como consecuencia un nuevo y fructífero intercambio entre dos Iglesias similares. Dadnos más orden, y nosotros os daremos un nuevo espíritu.
Sabía de memoria largos fragmentos de poesía griega, empezando por La Ilíada, y se tomó la molestia de recitármelos con su hermosa y educada voz. El príncipe Constantino inspeccionaba el barco y su armamento y conversaba sobre las tácticas de las guerras navales con el cardenal Condolmieri y con el capitán veneciano. El doctor Cusano no cesaba de dibujar figuras geométricas en el papel, y por las noches observaba las estrellas. El barco era su propio mundo, pequeño, pero ordenado. Como estábamos rodeados por el mar, quedaba lejos, inalcanzable, lo que ocurría en el tiempo. La paz invadía su mente. Habría deseado que el viaje por mar hubiera continuado indefinidamente.
En Candia, también llamada Creta, había una fortaleza de los venecianos, y su comandante ya había enrolado —en parte procedentes de su propia guarnición y en parte entre los temerarios indígenas de aquella montañosa isla— a los trescientos arqueros previstos en el contrato. Pero el déspota Constantino no se contentó con sólo pasar revista a los hombres formados en filas y contar su número. Les pasó revista a todos y a cada uno de ellos, armamento y equipos incluidos, rechazó a varios a causa de su edad o a su falta de preparación, y requirió que el armamento se completase con las existencias de los venecianos, para que cada soldado dispusiera por lo menos de un casco, de una coraza y de un buen arco. Los eclesiásticos consideraban desproporcionadas esas exigencias, y los venecianos pidieron precios exorbitantes por el armamento. Pero el príncipe Constantino dijo:
—Si los turcos atacan Constantinopla en ausencia del emperador, ningún fallo podrá ser reparado ya, ni con dinero, ni con lloriqueos, ni con rezos. Además, para prevenir desórdenes interiores en la ciudad, estos hombres deben ser soldados adiestrados y acostumbrados a la disciplina. Hace sólo unos años, los pescadores de Constantinopla organizaron una conspiración para conquistar la ciudad por sorpresa y entregarla a los turcos. Tuvimos que desalojar y destruir seiscientas casas, todo un barrio al lado de las murallas del puerto. Yo soy un soldado y no puedo regatear el contrato que el emperador ha firmado con el Papa.
Estas negociaciones nos llevaron algunos días, hasta que los mercenarios pudieron embarcar y seguimos viaje hacia el mar de Grecia, apretados y con un auténtico desorden a bordo. Cada isla que pasábamos estaba consagrada por las poesías y los cuentos de la antigua Grecia. Al acercarnos al estrecho del Helesponto deseé fervientemente que pasáramos por las ruinas de la ciudad de Troya, llamada también Ílion, a fin de poder ver, al menos en la azulada lejanía, la costa detrás de la cual se había erigido Ílion y en cuyas arenas los griegos habían varado sus barcos. El doctor Nicolás estaba interesado en los mapas y me aseguró que en los de Ptolomeo se había señalado el lugar de Ílion. Sentí un gran deseo de poder caminar, con La Ilíada en la mano, por los lugares donde habían tenido lugar las batallas inmortalizadas en los poemas. Pero la tierra estaba en manos de los turcos, y los venecianos me aseguraron que éstos mataban inmediatamente a todo cristiano al que hacían prisionero, si no llevaba un séquito armado y un salvoconducto de la cancillería del sultán o de sus gobernadores. Para las cercanías del Helesponto, los turcos no concedían tales salvoconductos, porque en las costas del estrecho tenían sus guarniciones y temían a los espías.
Después de haber pasado la isla de Mitilene, luego denominada Lesbos, se levantó una fuerte tormenta que desvió los barcos de su ruta. Intentamos alcanzar el buen puerto de la isla de Lemnos, pero, aunque llegamos a sotavento de la misma, el viento era tan fuerte que los remos no bastaron para gobernar las pesadas galeras. Tuvimos que navegar con el viento y, una vez hubo amainado, vimos que enfrente de nosotros, como si surgiera del mar, se alzaba un agreste y arbolado monte. En mi vida había visto un paisaje más salvaje e indómito, pero entre las rocas se veían edificios (que luego supe eran monasterios) y cúpulas de iglesias. La tormenta nos había llevado a las cercanías del monte Athos, el monte sagrado de los griegos. Incluso esta santa zona pertenecía ya a los turcos desde que conquistaron Tesalónica, pero los monasterios pagaban impuestos al sultán, y éste había dejado en paz a los mismos y les permitía practicar libremente su religión. Esta zona era tan sagrada que ni los turcos habían osado saquearla. Sólo una vez los piratas catalanes habían atacado a los monjes, atraídos por los tesoros de los monasterios.
Todos estábamos mareados y en un estado lamentable, los esclavos remeros, medio muertos y, además, uno de los navíos hacía agua. Tuvimos que procurar entrar en el puerto, comprar provisiones, renovar el agua de los toneles y reparar los daños sufridos por los barcos. Sólo el mandamiento del príncipe Constantino convenció a los monjes para que nos permitieran echar las anclas en el pequeño puerto de uno de los monasterios.
Me contaron que, durante mil años, no le había sido permitido a ninguna mujer pisar el santo recinto del monasterio. Phrantzes incluso me aseguró que, en el desolado silencio de estos bosques y montes, no se podía encontrar ni un animal hembra. En la biblioteca del monasterio principal había manuscritos que databan de los tiempos de la primera parroquia y de los primeros concilios. Pero los monjes de Athos, o los anacoretas que vivían en los montes, hacía siglos que no buscaban la sabiduría divina en los libros. Aseguraban que, con los ejercicios espirituales que habían desarrollado, llegaban a un contacto directo con Dios y que podían ver la luz divina.
Al doctor Nicolás le invadió una entusiasta excitación cuando se enteró de la existencia de los manuscritos.
—No sería justo que yo, un débil y escéptico hombre, dudara de la providencia de Dios —dijo—. Fue Él quien nos ha llevado a casi naufragar, y nunca he sentido un miedo más horrible, pero tuvo la intención de guiarnos aquí, al lugar más sagrado de la Iglesia griega, y debemos seguir la señal que nos ha dado.
—En el siglo pasado —explicó Phrantzes—, durante los años de la peste negra y de la muerte en general, la teoría palamídica, oriunda del monte Athos, venció a la teología racionalista y liberal del ermitaño Barlaam, y aquélla fue normalizada como la auténtica doctrina de nuestra Iglesia. Barlaam hasta se atrevió a recomendar una unión con la Iglesia occidental. Ésta es la razón por la cual no se puede esperar aquí ningún recibimiento amable.
Sin embargo, la influencia del príncipe Constantino como hermano del emperador y el propio orgullo de los monjes por sus reliquias religiosas y por su biblioteca, venció su natural animadversión hacia nosotros. La conquista de Tesalónica les había chocado también a ellos y se sentían inseguros bajo el dominio de los turcos, a pesar de que, ante mi gran sorpresa, los monjes sirvientes usaban ropas turcas. Seguramente tenían una fe tan firme en la superioridad de su doctrina, consagrada por el tiempo, en comparación con la doctrina occidental, que incluso esperaban poder convertir al Papa y a los embajadores del concilio. Nos enseñaron sus tesoros eclesiásticos, sus sagrados cálices, las pesadas casullas con adornos de oro, perlas y piedras preciosas, y sus iconos milagrosos, ennegrecidos por el humo de las velas. En el monasterio trabajaba toda una escuela de monjes artistas, que pintaban y doraban sus iconos según las minuciosas reglas de hacía siglos. Muchos de ellos eran de maravillosa belleza y causaban una auténtica veneración. Con su venta, el monasterio recibía buenos ingresos.
Ante nuestro asombro e incluso horror, encontramos entre los monjes a dos que sabían latín, que habían abandonado la Iglesia católica y se habían dejado crecer la barba. Con el entusiasmo de los apóstatas, nos hablaron de la ortodoxia de la Iglesia griega. La Iglesia católica había retorcido y añadido a las sagradas escrituras la doctrina de los apóstoles, el Papa era el Anticristo, y la Iglesia occidental una prostituta de Babel. El doctor Nicolás tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para no entregarse a una discusión con ellos. Parecía que los monjes interpretaron mal nuestro sumiso silencio y creyeron que con sus argumentaciones nos habían impresionado mucho y nos habían humillado, porque permitieron que el doctor Nicolás pasase jornadas enteras en la biblioteca del monasterio. Allí encontró los textos en griego de los concilios generales sexto, séptimo y octavo, y el escrito de san Basilio contra Eunomio, jefe de una secta arriana. También, para su inmensa alegría, encontró un escrito anteriormente desconocido de Dionisio el Areopagita, porque sobre todos los filósofos apreciaba más las escrituras de aquel sabio griego y discípulo de Pablo, muchas de las cuales se habían divulgado por el occidente en forma de copias y de traducciones.
Le temblaban las manos cuando hojeaba los pergaminos, amarillentos por el paso de los siglos, y de los que la tinta casi había desaparecido. Los monjes habrían preferido enseñarle sus libros de salmos y de los evangelios, cuyas hojas eran pesadas por culpa del oro y de la plata de las letras mayúsculas y de las viñetas con miniatura, y cuyas tapas estaban adornadas con relieves de marfil y de piedras preciosas. No comprendían el sabio entusiasmo de un humanista ante unos libros que tenían tapas de madera, un aspecto insignificante y que estaban gastados por el tiempo. No guardaban los escritos de los filósofos y poetas paganos, aunque suponían que algunos de ellos podían hallarse escondidos en los arcones de la biblioteca. Tampoco disponían de un catálogo completo de sus libros.
El doctor Nicolás logró comprarles copias de los textos de los concilios y de san Basilio, y utilizó el tiempo en compararlas con los originales para asegurarse de su exactitud. Retorcía las manos, suspiraba y faltaba poco para que no se le saltaran las lágrimas cuando pensaba en el poco tiempo que teníamos para dedicarlo a estos tesoros. Sus hallazgos fueron más bien por azar que producidos por una búsqueda sistemática. Eso habría requerido meses, años quizás. Tuvo que valerse de los indiferentes consejos de los encargados de la biblioteca.
No puedo negar que me impresionaron mucho la milenaria sociedad monacal, sus sagradas tradiciones, sus extraños oficios religiosos, el aroma a mirra de las iglesias y el adusto monte Athos. Esta impresión no hizo más que aumentar cuando hicimos una excursión a la ermita de un monje, a fin de conocer los actos de servicio a Dios según los ritos palamitas. En el bosque no se veía a ningún ser viviente, ni se oía el canto de los pájaros. En su ermita, construida con troncos de árbol, el santo monje, cubierto con harapos rígidos por la suciedad, con la barba y el cabello descuidados y desgreñados, parecía, a primera vista, un salvaje. Pero irradiaba una profunda e incondicional paz interior. Nuestra visita no le molestó, porque con sus ejercicios había alcanzado la capacidad de separarse del mundo cuando lo deseaba. A petición del monje que nos acompañaba, se sentó en el suelo, la espalda contra la pared, bajó la barbilla hasta el pecho, elevó la mirada hacia los párpados hasta poner al descubierto el blanco de los ojos en contraste con el oscuro rostro, detuvo la respiración y empezó a repetir en voz baja la frase griega:
—Señor nuestro, Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí.
Su murmullo se fue apagando hasta que no se podía oír, pareció que dejaba de respirar y su cuerpo comenzó a convulsionarse como si estuviera a punto de asfixiarse. Su barba se empapó de babas y entró en trance sin saber nada más de nosotros. Al cabo de cierto tiempo, el monje que nos acompañaba se espabiló y nos preguntó:
—¿Ven el halo de luz a su alrededor?
Ni el doctor Nicolás ni yo lo veíamos y tampoco Phrantzes. El monje se ofendió y dijo que aquello se debía al hecho de que éramos unos infieles. Él mismo veía claramente una débil luz alrededor del cuerpo del ermitaño, sobre todo en la zona del estómago, que era donde se alojaba el alma del ser humano. Nos aseguró que los monjes más santos, cuando entraban en el éxtasis más profundo y al ver con los ojos del alma la misma luz que Cristo en el monte Tabor, relucían como lámparas. Unos ojos agudizados por el ayuno y los ejercicios espirituales podían divisar en las noches oscuras, desde el monasterio, aquel halo de luz alrededor de las ermitas situadas en las lomas de los montes.
No tuvimos tiempo para quedarnos a esperar que el santo ermitaño despertara de su éxtasis. A mí sólo me asustaba verle en aquel estado parecido a la muerte, con el blanco de los ojos brillando en la penumbra de la cabaña. Al regresar, el monje intentó explicarnos lo mejor que pudo por qué, según su opinión, el hombre podía participar en su propio cuerpo de la luz de la iluminación divina. Las diferencias de idioma dificultaban sus explicaciones, y Phrantzes no nos podía ayudar mucho porque no era teólogo. Sería por ello que no comprendimos del todo sus razonamientos. Según lo que yo entendí, dijo:
—La luz de Tabor, la iluminación, significa la energía que irradia de Dios, un eterno movimiento divino que puede atravesar a sus criaturas sin menguar y sin perder nada. Esta irradiación de las fuerzas no creadas sobre los hombres creados, puede hacerles partícipes de las cualidades de aquellas fuerzas. Adiestrando su cuerpo con la meditación y ciertos ejercicios de respiración, el hombre puede experimentar en su propio cuerpo la indestructible, no creada y eternamente radiante energía de Dios y, de esta manera, recibir la luz divina.
Añadió que la iluminación y el llegar al contacto con Dios cuando el alma descansaba en Él, era el placer espiritual y físico más grande que el hombre podía sentir en la Tierra, como presagio de la gloria del cielo. Por ello, los anacoretas abandonaban el mundo alegres y cantando, y rechazaban todo cuanto no fuera imprescindible para mantener vivo el espíritu.
Todos estábamos bastante callados cuando volvimos a los barcos, como si hubiéramos regresado de un mundo extraño a la vida cotidiana y conocida. Tuvimos buen tiempo y un favorable viento de popa, de forma que en pocos días llegamos al estrecho del Helesponto y lo atravesamos con la ayuda de los remos. Los venecianos nos dijeron que en el estrecho había una fuerte corriente y que incluso una galera lo podía pasar con el viento en contra. Iluminado por el sol de septiembre, el mar de Mármara se nos presentó como lleno de brillantes y azules piedras preciosas. Luego, ante nuestros anhelantes ojos se alzaron la impresionante cúpula de la basílica de Santa Sofía y, al otro lado del puerto, la torre Galatea. Las invencibles murallas, con sus torreones, se levantaron del mar. Vimos los muros del viejo palacio imperial y del hipódromo en el acantilado y, con las banderas del Papa y de Venecia ondeando al viento, remamos hasta el puerto descargando salvas de alegría con los cañones.
Los venecianos dijeron que el puerto de Constantinopla era el mejor del mundo después del de Venecia. Al lado oriental de la bahía, que penetraba un buen trecho tierra adentro, más allá de las murallas, había una ciudad amurallada y gobernada por los genoveses, Pera. Al oeste de ella se hallaba la poderosa Constantinopla, rodeada de murallas y de innumerables torreones por mar y por tierra. Enfrente de Pera, el estrecho del Bósforo llevaba al mar Negro. Al lado oriental de este estrecho había también una pequeña ciudad gobernada por los turcos, que cobraban impuestos a los viajeros que cruzaban el estrecho para ir a Pera o a Constantinopla. De la misma manera, cobraban impuestos a los que atravesaban el Helesponto.
A ambos lados de la bahía del puerto, el agua era tan profunda que hasta el mayor de los buques podía atracar directamente en el muelle. En previsión de un sitio, el puerto se podía cerrar con una descomunal cadena de hierro que flotaba sobre troncos de madera y que podía ser fijada entre torre y torre, desde el lado de la ciudad al de Pera. Ésta era una ciudad completamente latina, aunque allí vivían también comerciantes griegos y judíos y, según me contaron los venecianos, no tenía otro defecto que el hecho de que era una ciudad de Génova y el conde de Milán era su señor. Añadieron que éste mantenía a un representante permanente ante la Puerta del sultán en Adrianópolis y que, en general, tampoco se podía confiar en los genoveses.
Nuestras galeras entraron en el puerto de Constantinopla cerca de la puerta de san Marcos, y me enteré de que este tramo de la orilla y sus casas pertenecían a los venecianos. El jefe de la bailía tenía poder judicial sobre los súbditos de Venecia. Los turcos tenían asimismo su propia zona para ejercer el comercio, allí podían también practicar su religión, y al emperador de Bizancio no le estaba permitido entrometerse en los asuntos de los turcos. No fue hasta este instante que me enteré de que el emperador de Bizancio pagaba impuestos a los turcos por su propia ciudad. Los venecianos hablaban incluso de diez mil ducados al año. Todos los pueblos, idiomas y colores de piel se mezclaban en este bullicioso y rico puerto, y el comercio unía, independientemente de los credos, a los griegos y a los latinos, a los turcos y a los armenios. Pero, según los venecianos, el dinero era intolerablemente caro en Constantinopla. La Iglesia griega permitía cobrar intereses por los préstamos, un diez por ciento al mes, aunque la Iglesia católica lo prohibía, de manera que los comerciantes los tenían que contabilizar en forma de ingresos en especie.
Desde su alojamiento, vinieron a recibirnos los obispos que se nos habían adelantado en el viaje, y con ellos estaban Dishypatus y el embajador del concilio, Juan de Ragusa. Abrazaron al doctor Cusano como si hubiera sido un hermano suyo perdido durante largo tiempo, enseñaron entusiasmados los barcos que ya se estaban preparando para el emperador Juan y el patriarca José, y aseguraron que las cosas no podían estar mejor de lo que estaban. Por parte del emperador y del patriarca sólo habían recibido desbordante amabilidad y comprensión. Incluso la población griega ortodoxa los veía con buenos ojos, porque se había difundido en la ciudad la idea de que la Iglesia católica quería corregir su herejía y ya no podía vivir sin la ayuda de la Iglesia ortodoxa. Juan de Ragusa no podía describir su indignación con palabras lo suficientemente duras, porque el concilio no le había hecho llegar información sobre el desarrollo de los acontecimientos. Era evidente que había descargado ya su ira innumerables veces sobre los embajadores que habían llegado antes, pero con el mismo fervor seguía explicando al doctor Nicolás las humillaciones que había sufrido.
—¡Me dejaron solo para que los griegos se burlasen de mí! —gritó—. En todo el invierno, no me atreví a salir de mi vivienda durante meses, porque la gente corría detrás de mí y me señalaba con el dedo. Me quedé sin dinero, no recibí información ni nuevos fondos para poder vivir, y tuve que recurrir a la benevolencia de los comerciantes piadosos, ya que, por mi conciencia, no pude aceptar el dinero que me ofreció el emperador. Luego me enteré de que, por fin, se había acordado que Florencia sería la sede del concilio para las conversaciones sobre la unión. Presenté el plan al emperador y éste lo aprobó. Pero a finales del verano oí rumores de que se había elegido a Padua o a Ancona. No sabía qué hacer. No he podido tranquilizarme hasta que llegaron estos buenos padres. Han reconocido que ustedes representan a la minoría numeraria del concilio, pero me han demostrado que esa minoría es la mayoría o al menos su parte más positiva; además, me han asegurado que, uno tras otro, los partidarios de la mayoría la abandonarán.
Al nuncio del Papa, que había viajado con nosotros, se le escapó una frase imprudente.
—Y aunque no fuera así —dijo—, la decisión del Papa es más vinculante que la del concilio.
Esto originó en seguida una ardiente disputa, dado que Juan de Ragusa no había abandonado el concilio, aunque había sido persuadido con lisonjas a que hablase en favor de nuestra causa al emperador y al patriarca. Para calmarle, hizo falta la capacidad conciliadora y los sabios argumentos del doctor Nicolás sobre la justificación de nuestra embajada.
—¿No he trabajado yo para el bien del concilio y para robustecer su autoridad? —preguntó el doctor Cusano—. ¿Defendería yo una causa errónea en contra de mi conciencia? No puede pensar tan mal de mí y de estos otros padres.
El doctor Juan se avergonzó y pidió perdón.
—Vamos a dejar las disputas para el concilio —dijo—. Dejemos que la buena causa prevalezca aquí sobre las diferencias de opinión, y demostremos nuestra unanimidad ante los griegos.
Dado el poco sitio que había habido en el barco, y unidos por las dificultades del viaje, yo había podido conversar con los reverendos padres como uno más, aunque con la debida deferencia. Ahora mi posición se convirtió de nuevo en la de un humilde escribano y sirviente, porque una vez en tierra firme, habiendo ya llegado a su meta, la importancia y el alto rango de los padres se acrecentaron a sus propios ojos. El recibimiento dado por el emperador Juan, marcado por un halagüeño respeto, sólo los aumentó. Pero Phrantzes se despidió de mí con una cortesía impecable, y el príncipe Constantino, al abandonar el barco, me dedicó unas amables palabras. Tenía la facultad de inspirar confianza y respeto hasta en los más humildes. De parte de los padres, en cambio, no tardé en recibir mordaces observaciones sobre mis intromisiones y sobre mi falta de respeto, y me dejaron entender que no era conveniente que, vestido con mis sencillas ropas, les siguiera como antes, porque el emperador les había designado un séquito con suntuosos uniformes y el patriarca había enviado, para su uso, unas mulas con bellos arneses.
Yo, por mi parte, sólo me alegré de poderlos dejar y vagar por mi cuenta para conocer la ciudad dorada de mis sueños. Pude probar mis conocimientos del griego e intenté comprender el embrutecido idioma vulgar que, para mí, difería tanto del de las viejas escrituras como el italiano del latín. Después de salir del bullicio políglota del puerto y haber pasado por la zona de las tabernas y de los prostíbulos, llegué a la ciudad griega propiamente dicha. Sus calles estaban desiertas y silenciosas; en muchos sitios, podían verse casas deshabitadas y en malas condiciones y palacios semiderruidos. En grandes espacios abiertos entre la ciudad y las murallas, había rebaños de ovejas y de cabras que pastaban. Y en los rostros de la gente vi la misma extraña melancolía que ensombrecía las caras de Dishypatus y del príncipe Constantino, y que también se reflejaba en las expresiones del rostro de un refinado hombre de mundo como era Phrantzes. Aquella triste melancolía los hacía hermosos, y su recogimiento en las iglesias era tan evidente y profundo que parecía que sólo vivieran para el más allá.
Sin embargo, aquella primera impresión era falsa, porque pronto me percaté de que los griegos de Constantinopla eran un pueblo fácilmente excitable, reñidor y dado a interminables discusiones. Engañaban todo lo que podían a los latinos, y fueron muchos los marineros que se quejaron amargamente de haber sido engañados en sus compras o de haber perdido su dinero en los prostíbulos. Decían que incluso los turcos eran más honrados que los griegos. Los turcos, callados y serios, a los que yo miraba con extrañeza, hacían como que ni siquiera vieran a los griegos o a los latinos. Pero un zapatero griego, que remendaba zapatos sentado en el umbral de su puerta, podía empezar a discutir con un verdulero que pasaba por allí sobre el número de alas de los serafines que custodiaban el trono de Dios, y excitarse enormemente con la disputa.
A pesar de su decadencia y pobreza, Constantinopla era una ciudad de maravillas. La basílica de Santa Sofía era la iglesia más grande del mundo, el mármol y el lapislázuli de sus paredes brillaban como un espejo, hasta que uno podía ver su cara reflejada en ellos. Las columnas que sostenían la inmensa cúpula eran las más grandes que había visto en mi vida, y la misma cúpula parecía erguirse hasta el cielo como una maravilla del arte de construir. Me contaron que esta cúpula había estado antes decorada con cinco círculos de oro del tamaño de ruedas de molino, pero que el emperador se había visto obligado a quitarlos y venderlos para pagar las guerras contra los turcos y los gastos originados por los frecuentes sitios de la ciudad.
Como en todas las iglesias griegas, el altar estaba separado del resto por un cerrado panel, del que colgaban los milagrosos iconos de Cristo y de la Madre de Dios. También me contaron que, como reliquias, la basílica poseía un vestido de Jesús, la punta de la lanza con que le habían herido el costado y un clavo que le había atravesado una mano. Con mis propios ojos pude ver en el coro la parrilla sobre la cual san Lorenzo había sufrido martirio hasta la muerte, y una gran piedra, en forma de lavabo, sobre la que Abraham había puesto comida para los ángeles cuando éstos iban a destruir Sodoma y Gomorra.
Además de la basílica de Santa Sofía, en Constantinopla había innumerables otras iglesias y monasterios, santificados por el tiempo. La misma basílica de Santa Sofía había estado en otros tiempos rodeada de monasterios. Sin embargo, ya no quedaban más que tres edificios construidos con mármol amarillento y decorados con columnas multicolores. Enfrente de Santa Sofía, a una cierta distancia, había el hipódromo, rodeado de muros de mármol parcialmente derrumbados, donde los griegos nobles practicaban la equitación y competían en el tiro con arco. Cerca de la basílica había también una columna extraordinariamente alta, coronada con una estatua ecuestre. El jinete llevaba un cetro y señalaba con su brazo la costa asiática dominada por los turcos. Los griegos decían que señalaba el camino a Jerusalén. El viejo palacio imperial, con sus murallas y grupos de edificios, ocupaba toda la colina costera al este del hipódromo y de la basílica de Santa Sofía. La mayor parte del palacio estaba deshabitada; sus salones sólo eran utilizados para ceremonias solemnes. El mismo emperador vivía al otro lado de la ciudad, en medio de los bellos jardines de Blachernai, cerca del puerto y las murallas de la ciudad.
La iglesia de los apóstoles se encontraba en una colina que se alzaba casi en el centro de la ciudad. Como su mayor atractivo me fue enseñado un trozo de columna, de la altura de un hombre, en la que ataron a nuestro Salvador para ser azotado por orden de Pilatos. Me aseguraron que en Jerusalén y en Roma había trozos de la misma columna, aunque mucho más pequeños. Los que los habían visto podían testimoniar que eran de la misma piedra, lo cual demostraba que procedían del mismo sitio. Este trozo de columna se hallaba a mano derecha nada más entrar en la iglesia, rodeado de una simple valla de madera. Cualquiera podía mirarlo y tocarlo. La abundancia de reliquias en Constantinopla era tal, que eran descuidadamente guardadas en arcones de madera en iglesias y monasterios. En uno de dichos arcones se custodiaba el cuerpo de un santo del que se había cortado la cabeza. Los monjes habían colocado en el mismo arcón la calavera de otro santo.
La reliquia más preciosa y maravillosa que vi estaba en la iglesia del monasterio del Pantocrátor. Era una mesa de piedra que Nicodemo había encargado tallar para su propia tumba y encima de la cual mandó colocar el cuerpo de nuestro Salvador cuando fue bajado de la cruz. Era de una piedra multicolor y, cuando la Santa Virgen lloraba al lado del cuerpo, parte de sus lágrimas cayeron sobre la piedra y aún podían verse. Al principio, creí que eran gotas de cera, pero el monje me permitió que las tocase con la mano y me exhortó a inclinarme y mirarlas de un lado, a contraluz. Mirándolas así, más parecían gotas de agua helada.
Pero, con todo lo que me enseñaban, cada guía se acordaba sin falta de hacerme observar que lo que veía era sólo un palidísimo recuerdo de lo que había sido antes Constantinopla, en los días de su grandeza y opulencia. Aún no hacía dos siglos y medio que los cruzados habían traicionado de una manera terrible el objetivo de su viaje y, con alevosidad, habían conquistado y saqueado Constantinopla. La ciudad de los emperadores ya nunca se recuperó de aquella destrucción. Como recuerdo de ello, existían aquellas zonas baldías donde las cabras y las ovejas pastaban, cabe las ruinas de antiguos palacios.
Los venecianos, por su parte, decían con desprecio que la única razón del saqueo de Constantinopla había sido la inconmensurable perfidia y traición de los emperadores de Bizancio, que se habían aliado incluso con los sarracenos para destruir a los cruzados. Me dijeron que fuese, sin decir nada a los griegos, a la puertecilla que daba al puerto interior y observase allí la colina que se había formado con los huesos de los cruzados. Después de la conquista de Jerusalén y de Acre, los cruzados regresaron por Constantinopla. Los griegos los trasladaron en balsas desde el lado asiático a la ciudad, cobrando un alto precio, y luego los asesinaron a todos en aquel lugar aislado y rodeado de murallas, y apilaron los cadáveres en un alto montón. Según ellos, las zonas sin construir de la ciudad sólo eran resultado de los grandes incendios allí registrados.
Los habitantes de Constantinopla vivían en el pasado. La melancolía de la decadencia los rodeaba. Ya no se reparaban ni los palacios de los nobles, a pesar de que sus esquinas y dinteles se estaban ajando. En cambio, el emperador había intentado reparar las poderosas murallas y los torreones de la ciudad, después del último sitio de los turcos. Muchos de los griegos decían que sólo las innumerables e insustituibles reliquias de su ciudad habían protegido a Constantinopla de ser invadida por los turcos.
Pero si la basílica de Santa Sofía, con toda su magnitud, era la maravilla de la cristiandad, también las murallas de Constantinopla lo eran de la arquitectura y de la voluntad defensiva, y el mejor testimonio de la incomparable y pasada riqueza de esta cosmopolita ciudad. En su totalidad, ésta tenía la forma de un triángulo. El mar de Mármara y el puerto formaban dos lados de ese triángulo, protegidos por una sencilla muralla fuerte y almenada, con sus torreones. Las murallas de tierra adentro formaban la base del triángulo. Como soporte de las fortificaciones había una muralla inmensamente gruesa que, a los ojos de quien la veía por primera vez, parecía llegar hasta el cielo. Delante de ella se hallaba otra muralla más baja, también provista de torreones, y ambas murallas estaban protegidas por un ancho y profundo foso, el cual, con la ayuda de unos inmensos depósitos, estaba siempre lleno de agua. Este foso llegaba hasta el palacio imperial de Blachernai, pero allí el terreno, que se precipitaba abruptamente hacia el mar, había impedido la construcción de foso alguno. En su lugar, aquí se protegía la esquina de la fortaleza con robustas torres y murallas muy altas. Al salir por la puerta y observar estas fortificaciones, me pareció que destruir las murallas de Constantinopla era una tarea imposible incluso para un ejército superior en fuerzas, a condición de que la ciudad dispusiera de suficiente guarnición y armamento. Los cruzados habían podido penetrar en la ciudad por el lado del mar desde sus altos barcos, los cuales, gracias a la profundidad del agua, pudieron ser arrimados a la sencilla muralla costera. Pero los turcos no tenían semejante flota. Unas pocas galeras occidentales habían sido capaces de ahuyentar a sus débiles embarcaciones.
A pesar de todo esto, la premonición de una destrucción cada vez más cercana llenaba la mente de los habitantes griegos de Constantinopla. Durante el corto tiempo de una vida humana, habían visto cómo los turcos ampliaban y fortalecían su poder en zonas que antiguamente les habían pertenecido, y hacía sólo cinco años habían vivido el temido sitio. Por este motivo, de vez en cuando se inclinaban a considerar que lo mejor era una unión entre el este y el oeste en forma de enlace entre las dos Iglesias. El orgullo enfermizo, hasta doloroso, que tenían los griegos por sus tradiciones y su ciudad, los llevaba fácilmente a imaginar que era precisamente el occidente el que, por todos los medios posibles, intentaba conseguir la unión para poder recuperar la espiritualidad y la fe incondicionales perdidas por la profanación, virtudes que en el este, en su opinión, se basaban en la congregación original. De buena gana permitían que se llevasen los cálices y los tesoros eclesiásticos más valiosos de su ciudad, asegurándose a sí mismos y a los demás que el sólo hecho de verlos haría que los bárbaros países occidentales comprendiesen mejor lo que ganarían si la sagrada Iglesia oriental se dignase firmar la unión. Sin embargo, no querían cambiar ni una letra de su fe ni de sus doctrinas y, con su orgullosa pusilanimidad, no lo consideraban ni tan siquiera necesario.
El emperador Juan, el patriarca José y los demás altos dignatarios de la Iglesia ortodoxa conocían mejor el fondo de la cuestión, pero ninguno de ellos osaba hablar del tema en voz alta. A cualquier precio había que mantener la calma entre la población. Sólo al regreso, si las negociaciones no fueran bien, sería la hora de enfrentar a la gente con los hechos consumados. Obedeciendo el mandato del emperador, que era la cabeza de la Iglesia oriental y nombraba el patriarca de Constantinopla, ninguno de los dirigentes eclesiásticos se atrevió a rechazar el ser miembro del grupo negociador. Pero en los preocupados rostros y en los inquietos ojos de estos hombres barbudos y piadosos podía verse un secreto sentido de culpabilidad y de remordimientos de conciencia, como si estuviesen a punto de ir a traicionar su fe, a regatear con sus principios y a vender a Cristo a la Iglesia occidental, por el bien del interés político terrenal.
Gracias a esta tortuosa y tranquilizadora manera de explicar públicamente el asunto de la unión, la población griega de Constantinopla me trató incluso a mí, cuando me movía por la ciudad, con tolerante benevolencia. Se sentían halagados por el respetuoso interés que yo mostraba hacia las maravillas de su ciudad y hacia sus costumbres. Me guiaban gustosamente y algunos hasta me invitaron a comer, como si hubiesen sentido compasión por mi juventud y mi falta de experiencia. La mayoría de los griegos de la ciudad eran muy pobres. Entre ellos había asimismo gente sin trabajo, que pasaba el tiempo en las tabernas y en las calles, en interminables conversaciones y discusiones.
Los comerciantes ricos y los miembros de las antiquísimas familias nobles pasaban el tiempo en sus palacios amurallados, aislándose totalmente de la población común. También mantenían a sus mujeres fuera de la vista de los desconocidos, y utilizaban a eunucos como guardianes de sus esposas e hijas. Sólo se las podía ver en los solemnes servicios religiosos, en los que participaba asimismo la familia imperial, e incluso entonces el pueblo llano sólo las podía ver desde lejos.
A fin de ver reunida a toda esta nobleza, el domingo acudí a la basílica de Santa Sofía y, realmente, pude ver desde lejos al emperador Juan y al príncipe Constantino. La madre, la emperatriz Irene, y María, la esposa del emperador Juan, asistieron al servicio desde un balcón adornado con rejas doradas. Me contaron que la esposa del emperador era de la familia Komnenos, o Comenius, e hija del emperador de Trebisonda. Se decía que era joven y hermosa. Me quedé esperando delante de la basílica, entre la multitud, para verla montar en su caballo, pero los eunucos que la acompañaban elevaron con sus brazos una amplia capa, de forma que nadie pudo verla. Sólo después de que hubo montado fue cuando colocaron la capa encima de sus hombros y, en la cabeza, el tocado imperial, adornado en ambos lados con tres plumas doradas. Miraba directamente al frente, como si no se diera cuenta de la silenciosa multitud que la rodeaba, y su joven rostro estaba cuidadosamente maquillado. Para mí era bella como un ensueño y no habría necesitado ni colorines en la cara ni sus ropas de gala, pesadas por el oro y las piedras preciosas, para aumentar su hermosura. Murió sólo dos años más tarde.
Hacía poco más de una semana que estábamos en la ciudad, cuando se divulgó por el puerto la noticia de que las galeras de la mayoría conciliar se acercaban, trayendo la segunda embajada. Esto causó tal confusión entre nosotros que Condolmieri, el comandante de nuestra flota nombrado por el Papa, mandó que sonaran los clarines llamando a la tripulación de los barcos a sus puestos, a fin de salir del puerto e impedir por la fuerza la entrada en el mismo de la embajada de la mayoría. Por suerte, el emperador Juan lo prohibió rotundamente. Permitió que las dos galeras pasaran a remo por delante de su palacio y le saludaran con estandartes y salvas de cañón, pero poco más pudieron hacer los embajadores recién llegados.
Pronto se supo en la ciudad que esta embajada había sufrido graves contratiempos durante su viaje. Los mercenarios enrolados en el sur de Francia se habían amotinado, y en el mar de Grecia los piratas catalanes habían atacado a los barcos y tomado una de las galeras, con lo cual ya no podían asegurar las condiciones del contrato, de asegurar la defensa de Constantinopla. Su consternación fue inmensa cuando se percataron de que la minoría hacía tiempo que había convencido a favor de su causa al emperador y al patriarca, hasta el punto de que ambos se preparaban ya para partir. Con acusaciones tanto más rabiosas atacaron a su propio embajador, Juan de Ragusa, le acusaron de haber traicionado al concilio, y poco faltó para que olvidasen su rango de obispos y llegasen a agredirle con golpes y patadas. Aquel pacífico hombre estaba desconsolado, vertió amargas lágrimas y acusó al doctor Nicolás y a los obispos del Papa de ser lobos con piel de cordero, ya que, con falsas argumentaciones, le habían hecho apoyar una causa incorrecta.
La virulencia de la disputa se contagió hasta a los hombres más humildes, de forma que, para su morboso regocijo, los griegos pudieron contemplar en el puerto cómo los marineros se peleaban entre sí por la autoridad del Papa y del concilio. No era recomendable para la tripulación de las galeras del concilio ir a tierra, al menos cuando oscurecía. Los embajadores del concilio, por su parte, indignados (según ellos, justificadamente) por la injusticia que habían sufrido, se dirigieron con palabras poco respetuosas al emperador cuando, por fin, fueron recibidos en solemne audiencia, que aquél consideró no poderles negar. El obispo de Lausana perdió la compostura hasta el extremo que levantó la voz delante del emperador y juró que, cuando llegase a Italia, el Papa Eugenio ya habría sido cesado y habría otro en su lugar.
Con calma, el emperador mandó contestarles que la mayoría conciliar ya no representaba al auténtico concilio y que ni siquiera deseaba la unión, sino que su único objetivo era trasladar la Santa Sede a Aviñón. Pensaba respetar el acuerdo hecho con el Papa en Bolonia por su embajador, y navegar a Italia con los barcos que el Papa le había enviado. La estancia de aquella embajada en Constantinopla se hizo tan incómoda que, al cabo de pocos días, volvió a embarcar llevándose a Juan de Ragusa, y éste se marchó profiriendo tales maldiciones al pasar por delante de nuestros barcos, que cualquiera habría pensado que éstos deberían hundirse como si fueran piedras. Por suerte, los obispos del Papa, para calmar a los supersticiosos marineros, fueron capaces de contestar con la misma, si no con mayor competencia, a estos insultos entre eclesiásticos. Además, eran superiores en número, de forma que, según los cálculos de los marineros, quedaron vencedores en esta guerra de palabrotas.
El doctor Cusano no participó en esta vergonzosa escena. Permaneció en la cubierta del barco, vertiendo lágrimas y suplicando con voz rota que los obispos se acordasen del amor a Jesucristo. Pero, como respuesta, sólo le gritaron «¡apóstata!», con voz tan estruendosa que hizo resonar las murallas del puerto, e incluso del lado de Pera los curiosos genoveses preguntaron, más tarde, quién era tan horrible apóstata de la cristiandad.
Nuestros ánimos no eran muy altos cuando los barcos se alejaron más allá del alcance de la voz. Llevábamos mucho tiempo de viaje y no podíamos saber cómo se había desarrollado el concilio después de nuestra partida. La egoísta confianza en su propia causa y las prisas que tenían estos padres de la Iglesia enviados por la mayoría de regresar para informar al concilio de lo ocurrido, eran propicias a despertar malos augurios. Nuestra posición era tanto más difícil cuanto que, ante los griegos, teníamos que fingir que poseíamos una sólida fe y seguridad en la causa del Papa, e intentar minimizar el vergonzoso incidente ocurrido, que de ninguna manera tenía que poder influir en las negociaciones sobre la unión.
A pesar de la evidente buena voluntad del emperador y del patriarca, nuestra salida se iba aplazando semana tras semana. Ya un año antes, el emperador había enviado embajadores a que convencieran también a los patriarcas de Alejandría, de Antioquía y de Jerusalén, para que participasen en las negociaciones sobre la unión. Como éstos, por su parte, dependían del poderoso sultán mameluco de Egipto, no se atrevían personalmente a emprender viaje, porque el sultán egipcio, al igual que el soberano turco, podía considerar las conversaciones como un acto hostil. En vez de ello, ofrecían sus poderes a eclesiásticos bizantinos de confianza, autorizándoles, como representantes suyos, a estar de acuerdo con todo lo que se decidiera, conforme a los anteriores concilios y con la Biblia, sin quitar ni cambiar nada. Claro está, unas autorizaciones como éstas no servían para nada y sólo en el último instante el emperador recibió de ellos unos poderes sin ninguna clase de condiciones. También tuvo que negociar con los emperadores de Moscú y de Valaquia y con su suegro, el emperador de Trebisonda, sobre la participación de éstos en las conversaciones de la unión. Como contraste del cisma entre la cristiandad occidental, por fuerza tuvimos que respetar la diplomacia bizantina cuando el emperador logró convencer a los representantes de su Iglesia, dispersados por varios países, para que se pusieran de acuerdo sobre la composición de su embajada. El emperador Juan quiso que el grupo representara tan ampliamente como fuera posible a todas las tendencias de su Iglesia. Invitó a participar también en el mismo a sabios griegos y a inteligentes cortesanos, que deseaban aumentar sus conocimientos y crear fructuosas relaciones en la futura asamblea internacional. Según nos dejaron entender, el solo hecho de aceptar su invitación y de acudir a las conversaciones, ya significaba buena voluntad y favorable disposición a que la unión se lograse. Pero, en sus corazones, todos aquellos hombres fanáticos de la fe no eran partidarios, ni mucho menos, de la unión de ambas Iglesias. Dentro de sí cultivaban la desconfianza y el odio ancestrales hacia los latinos. Hubo muchos detalles que nos permitieron sospechar que varios de los diez obispos más importantes que iban a participar en el viaje, sólo lo hacían para discutir e intentar evitar por todos los medios el que la unión naciera.
Según el contrato, el Papa había accedido a pagar el viaje y la estancia en los países occidentales de un total de setecientas personas. Era evidente que, con el lujo y el alto número de personas de su séquito, el emperador deseaba demostrar ante todos los pueblos el invencible honor de su milenario trono, al lado de los bárbaros príncipes occidentales. El patriarca y los obispos, por su parte, con sus valiosísimos atuendos eclesiásticos y con los preciosos cálices utilizados en la misa, sólo querían deslumbrar a la Iglesia católica, como si aquello fuese un testimonio de la superioridad de su fe. Los preparativos del viaje estuvieron marcados por unas enormes cantidades de egoísmo y de vanidad. Por ello se retrasó la salida, y ni el peligro de las tormentas de la peor época para la navegación que se avecinaba, asustaron al emperador ni al patriarca hasta el punto de hacer que acelerasen los preparativos.
Día tras día, el doctor Nicolás se ponía más sombrío y melancólico. Ayunaba y rezaba mucho, adelgazaba y empalidecía. La inquietud de sus pensamientos se reflejaba tan claramente en su frente y en sus ojos, que su sola presencia inquietaba también a los demás. Era verdad que seguía tratándome con amabilidad, pero en seguida se le notaba que prefería estar solo. Con las cosas así, con la luz del sol cada día más fría y con las hojas cayéndose de los árboles, cada vez me movía solo por la ciudad con más frecuencia.
Si yo hubiera sido frívolo o si hubiera tenido ganas de hacer algo malo, mi libertad me habría podido costar cara. A diario tenía que moverme por la zona portuaria, donde no faltaban tentaciones. Los marineros, al percatarse de mi soledad, me invitaban a ir con ellos a los prostíbulos y me ofrecían vino. Contaban obscenas anécdotas de las mujeres del puerto, de las que había de todos los pueblos de oriente y occidente, de todos los idiomas y de todos los colores de piel, que competían entre ellas para demostrar sus extrañas habilidades amorosas. Al rechazar sus invitaciones, empezaron a considerarme como una persona rara y a rehuirme. Yo mismo tenía la sensación de que, en medio de la bulliciosa variedad de los fenómenos de la vida, había pasado como un extraño, sin poder contactar con los demás seres vivos y sin hablar su idioma, a pesar de conocer sus palabras. No tenía ninguna razón para sentirme orgulloso de no caer en las tentaciones, ya que me faltaba el deseo. Sólo tenía la sensación de que el agua clara de mis pensamientos me rodeaba, límpida y fresca. Esto me causó una profunda satisfacción, pero a la vez notaba cómo me separaba de los demás, como si lo mirase todo igual que un pez a través del agua de su estanque.
Sin embargo, la mayor tentación que encontré fue la de dejarme llevar por la extraña sensación de eternidad que me invadía en esta ciudad olvidada por el occidente. La vida multicolor y el ajetreo del puerto sólo eran un disfraz para disimular la pasividad que se ocultaba debajo. Las desiertas y silenciosas calles, la inmovilidad de un pastorcillo cuidando sus cabras en las zonas baldías, la lenta charla carente de sentido que, de la mañana a la noche, mantenían los ociosos que se reunían en las tabernas, todo reflejaba un raro y contagioso letargo de la voluntad. Empecé a sospechar que la lentitud de los preparativos para el viaje era la expresión de la misma y extraña falta de decisión. Yo también me contagié de las ganas de dejar que pasaran los días, sin hacer nada, sin emprender nada.
Cerca de la basílica de Santa Sofía había encontrado una desvencijada casa de madera, en la que un viejo griego alquilaba libros de texto para colegiales y vendía manuscritos griegos en copias baratas. También en su casa parecía que el tiempo se había parado, y me permitió hojear sus libros y leerlos, en cuanto se hubo cerciorado de que llevaba las manos limpias. Tomé la costumbre de pasar por su casa todos los días después de mis paseos y leer una o dos páginas de La Ilíada. Me apunté algunas de las estrofas más bellas, aunque me molestaba la sensación de que era como si estuviera hurtando algo. El griego era un viejo dormilón y medio ciego a causa de su profesión. El hecho de que yo perteneciera a la embajada latina sólo despertó en él un vago asomo de interés.
—Nada sirve ya para nada —decía—. Las señales de los tiempos apuntan hacia el fin. Los monjes gobiernan y ya no se respeta a los poetas. Aparte de las capillas privadas, sólo nos quedan ocho iglesias públicas, pero en cambio hay doscientos monasterios en nuestra ciudad. En los momentos de apuro siempre se ha hablado de la unión, pero los monjes prefieren que nuestra nación se muera en su doctrina ortodoxa antes de regatear una sola letra de la misma. Por eso todo es inútil y una mera quimera. Nos esperan los últimos tiempos y reinará el Anticristo, pero, gracias a Dios, yo ya no tendré que verlo.
Un día lluvioso fui temprano a su tienda y mi confusión fue grande al ver que, en su lugar, estaba sentada una joven y pálida muchacha. La joven tenía un rostro de finos rasgos y sus ojos eran oscuros y brillantes. Me miró con igual confusión y dijo tímidamente:
—Mi padre ha salido, pero volverá pronto. ¿Le puedo atender yo en su lugar, señor?
Le contesté que sólo era un pobre escribano latino y que su padre me había permitido hojear sus libros, pero que, naturalmente, no quería estorbar. Levantó una mano para detenerme, y dijo:
—Mi padre me ha hablado de usted. Puede mirar tranquilamente lo que quiera.
Su presencia me turbaba y, mientras leía, sentía todo el tiempo su brillante mirada, fija en mi nuca, pero pronto me quedé absorto en la belleza de una poesía en lengua difícil y la olvidé del todo. Luego sentí el leve toque de una de sus manos en mi brazo y, cuando levanté la cabeza, asustado, me dijo con ternura:
—Su chaqueta está mojada. ¿Por qué se queda de pie? Acérquese al brasero y siéntese, para que sus ropas se sequen mientras lee.
Se había ruborizado y respiraba con agitación. Su intención era tan evidentemente buena, que fui incapaz de contestarle bruscamente. Me limité a decirle que la humedad de la chaqueta no me molestaba y que estaba acostumbrado a estar de pie. Pero su cara era limpia y luminosa como la de un ángel, y casi involuntariamente me vi obligado a obedecerla. Una vez sentado me sentí bien al calor del brasero y alguna vez levanté la vista del libro para mirarla. Su hermosura de muchacha era de una pálida luminosidad y tan lejos de todo lo terrenal que no sentía hacia ella el mismo rechazo que había sentido hacia otras mujeres intrusas. Todo lo contrario, ante su respetuoso silencio me entraron ganas de hablarle. Parecía como si hubiera intuido mis pensamientos y mi timidez, porque me dijo con voz temerosa:
—Debe de sentir amor por los libros, ya que sostiene en sus manos a Homero tan tierna y delicadamente.
Alguna estúpida y defensiva ocurrencia me hizo preguntarle secamente:
—¿Qué quiere decir con «amor»?
Una sonrisa le iluminó el rostro y respondió, como si hablara de memoria:
—El amor es el acercamiento al bien, el intento de poseerlo siempre.
Asombrado y encantado, exclamé:
—¿Ha leído usted a Platón?
La joven me respondió:
—Mi padre me ha enseñado retórica y me ha explicado el sistema de Aristóteles. Yo misma he leído diálogos de Platón, y ni la geometría, las matemáticas, la astronomía o la música me son totalmente desconocidas. No tengo motivos para vanagloriarme, pero bien puede conversar conmigo sin tener que despreciarme y sin poner en peligro su rango de sabio.
No la podía creer. Por ello le hice algunas preguntas, a las que contestó como una entendida. En mi interior tuve que reconocer que sus conocimientos estaban quizá mejor ordenados que mis propios y confusos pensamientos. Lleno de asombro, exclamé:
—¡Jamás he encontrado a una mujer como usted!
Se ruborizó de contento y respondió rápidamente:
—No, no, no soy una mujer sabia y ni siquiera amo los libros. Pero, por obligación, he de vivir entre ellos. Por esto muchas veces los libros me parecen como cárceles del alma. Para el conocimiento humano, basta conocer a Dios y la incomprensible gracia de la salvación. Todo lo que perturba este conocimiento es un saber superfluo y malo. Incluso la belleza de la poesía es sólo el reflejo de la belleza celestial.
—Seguramente se siente muy feliz creyendo saber lo que su fe le dicta —le dije—. Yo no puedo creer que el hombre viva en la tierra sólo para la vida del más allá.
—No, no —me contestó animada—. ¿Cómo podría sentirme feliz en un mundo lleno de fallos? En el cielo encontraremos respuesta a todas nuestras añoranzas. Sólo en el cielo podemos alcanzar la felicidad. Sólo la fe te lleva al cielo. De otra manera, ¿qué sentido tendrían el nacimiento, la vida y la muerte humanas?
Me invadió un deseo irresistible de decirle algo que jamás había osado decir a nadie.
—¡No creo en el cielo ni en el infierno! —exclamé—. Cuando una persona se muere, yace sin moverse y deja de existir. Es la palabra de la Biblia. Aunque yo no creo tampoco en la Biblia porque está escrita por hombres y, al disputar sobre su texto, los hombres se matan entre sí. No, sólo la fe puede convertir lo insensato en sensato y lo irracional en razonable. Y yo no tengo fe. Por esto, para mí todo es insensato e irracional.
Se asustó un poco al oír mis palabras, pero pronto volvió a sonreír con aquella expresión angelical, y me dijo:
—¿Por qué me lo dices tan bruscamente y te excitas como santo Tomás, que tuvo que meter su dedo en la llaga de Cristo para poder creer? ¿No adviertes tú mismo que tu falta de fe también es fe? Cuando yo creo que todo tiene su razón, tú crees que nada la tiene. Si yo no puedo demostrar mi fe, tú tampoco puedes demostrar la tuya. Tú sólo eres un hombre triste, testarudo y muy latino. Hace tiempo que, nosotros, los griegos, tenemos aclaradas todas estas inútiles ideas, y hemos ganado la paz para nuestras almas.
Sus palabras me chocaron como si hubiese abierto un abismo ante mí, ya que, al luchar solo en la arrogante luminosidad de mis pensamientos para superar todo lo que creían los demás y lo que consideraban como verdad, no había comprendido que, al fin y al cabo, para negarlo todo hacía falta una fe tan incondicional como para aceptarlo todo. Me quedé sin habla ante aquella chica joven que me miraba sonriendo tímidamente. Me dejó meditar y luego añadió en voz baja:
—El mundo de los sabios griegos fue un bello mundo, pero desconsolado. Para resolver las últimas preguntas se vieron obligados a concentrarse en misterios, a fin de lograr, mediante ritos secretos, una unión con la divinidad que no pudieron alcanzar basándose en sus conocimientos. Su gran matemático dijo: «Dadme un punto de apoyo en el universo y moveré el mundo». Jesucristo dijo: «Si tenéis fe por el peso de una semilla de mostaza, moveréis montañas». La fe no es debilidad. La fe es fuerza. Es una fuerza tanto mayor cuanto más profunda es la desesperación desde la que crece.
Yo volví a discrepar rotundamente y le dije:
—No estoy desesperado, en absoluto. ¿O es que lo parezco?
Soltó una risita tintineante como un cristal, me tocó una mano con sus delgados dedos y me preguntó, burlona:
—¿Te digo a qué te pareces?
Su encantadora amabilidad hizo desvanecer mi irritación, y me avergoncé de mi fanatismo y de mis grandilocuentes palabras. La joven, sin embargo, retiró de repente la mano, se puso seria y dijo:
—Si fueras griego, no podría hablar contigo tan sinceramente, porque me considerarías mal educada. En las calles, nosotras debemos tapar nuestras caras, mirar al suelo y contestar sólo si nos hacen una pregunta. Pero tú eres extranjero y no conoces nuestras costumbres. Además, pronto te irás de viaje y no volveré a verte. Entonces, ¿por qué no podría hablarte con toda sinceridad? Espero que, a pesar de todo, no pienses mal de mí.
Le contesté fervientemente que ni se me había ocurrido hacerlo.
—Tú eres diferente de las demás —le expliqué—. Por tu belleza y tu sabiduría podría creer que eres un ángel. De verdad, he encontrado a muchas clases de mujeres en mis viajes por diferentes países, y no las he tenido en mucha estima. La mayoría de ellas son unas charlatanas y su primer pensamiento es cazar al hombre en sus redes.
Se ruborizó, desvió de repente su mirada de mí y se fue rápidamente al otro lado de la estancia, donde empezó a remover algunos libros. Temí haberla ofendido con mis palabras y añadí apresuradamente:
—No, no, tú no eres así y nunca podría pensar nada malo de ti.
Sin querer volver a mirarme me dijo, al cabo de un rato y en voz baja:
—Mi padre está viejo y cansado de la vida, y no somos ricos. Cuando él haya muerto, pienso ingresar en un convento, para no tener que someterme a lo que las mujeres generalmente deben someterse. El toque de los hombres es brutal, sus caricias son crueles, y sus deseos solamente terrenales. Sólo una mirada ávida, unas palabras descaradas, me hacen sentir maculada.
Algo dentro de mí empezó a temblar deliciosamente, e incluso me tembló la voz cuando le dije:
—Lo he sentido en ti, en la luminosidad de tus ojos al mirarme. Nunca antes he experimentado una cosa semejante. Es como si ya te hubiera conocido antes. Es como si te hubiera encontrado en un sueño.
Me miró con los ojos asustados, pálida de emoción, apretó las manos contra el pecho y me rogó:
—Entonces, aléjate de mí, vete pronto.
Pero apenas tuve tiempo para volverme e irme, con la cara arrebolada, cuando exclamó como si experimentara una gran angustia:
—¡No, no te vayas!
En aquel instante entró su padre, medio ciego, tentando el camino y tocando las paredes según avanzaba. Llevaba en una cesta un pan, un queso y un manojo de verduras. Me reconoció y me saludó amablemente. Entregó la cesta a su hija y dijo:
—Ya te puedes ir, Ana. Espero que nadie te haya molestado durante mi ausencia.
Sin contestar palabra, la muchacha entró en la trastienda, separada por una cortina y, al irse, me dirigió una última y angustiada mirada. Se le habían llenado los ojos de lágrimas. Casi no la conocía, pero, en mi confusa mente, me pareció más conocida que ninguna otra persona en el mundo. Ya no podía mirar los libros, así que, al cabo de un rato, huí de la tienda. El rostro me ardía y no tenía ni un solo pensamiento razonable en la cabeza. Anduve bajo la lluvia, por las desiertas calles, y no pude comprender lo que me había pasado. Temía haberme puesto enfermo y me sentía mareado por la emoción.
A la mañana siguiente, cuando me desperté, el sueño se había llevado mi confusión y me sentía sano de nuevo. Pensé que sería mejor no ir más a la tienda para hojear libros, pero una fuerza independiente de mi voluntad me llevó a sus cercanías. Me quedé al lado del muro del hipódromo, mirando los arcos de los competidores y oyendo el sonido de las flechas en el aire y los gritos de los hombres, pero, en realidad, no oía ni veía nada. Luego vi cómo el hombre salía de la tienda, con la cesta en el brazo y tentando la calle con el bastón. Hacía un espléndido día de sol y desde el mar de Mármara entraba un viento fresco; pero, cuando entré en la tienda, en mi corazón había la misma angustia que hubiera podido tener un asesino.
La muchacha se levantó de un salto, apretó sus delicadas manos contra el pecho y me miró fijamente; tenía el rostro pálido. Me quedé al lado de la puerta sin atreverme a acercarme. Por fin, me preguntó con voz temblorosa:
—¿Por qué has vuelto, por qué?
—¿No me esperabas? —le contesté.
Volvió la cabeza y empezó a tambalearse, buscando el apoyo de la pared. Me acerqué rápidamente a ella y la rodeé con los brazos para sostenerla. Debajo de sus largas ropas era tan fina y delgada que parecía una niña entre mis brazos. Apretó las manos con fuerza contra mi pecho y susurró:
—No, no me toques.
Pero, al cabo de un instante, levantó las manos, me rozó ligeramente el cuello con los dedos y rompió a llorar. Yo también empecé a llorar. No pude evitarlo, me sentía demasiado triste y dolorido. Las lágrimas brotaban de mis ojos, y me rodaban por las mejillas y caían sobre la cara y manos de la muchacha. Ésta temblaba y se estremecía en mis brazos. Sentí que me invadía un inmenso y melancólico sentimiento de liberación. Me sentía dispuesto a todo. Quería protegerla contra todo lo malo. Por esto la apreté firme y cariñosamente contra mí.
—Ana —susurré, y no había podido haber nada tan delicioso como su nombre en mi boca.
Oprimió fuertemente una mejilla contra mi pecho, luego se apartó tiernamente, se secó las lágrimas con los nudillos, me miró y dijo:
—Esto es pecado.
—¡No, no! —le respondí—. ¿Cómo puede ser pecado? En mí no hay ni un mal pensamiento. Sólo quisiera ser bueno para ti, para todas las personas. Quisiera perdonar a mis enemigos y alabar a Dios porque tú existes. ¿Cómo podría esto ser pecado?
—Yo lo sé mejor —me respondió—. El temblor de mi corazón es terrenal cuando te miro a los ojos y toco con una de mis manos tus firmes mejillas. Seguramente mis ojos están nublados. Seguramente llevo un feo rubor en mis mejillas. Me avergonzaría de mí misma si me mirase en el espejo. Soy un ser despreciable y ni la más fervorosa oración me puede ya purificar.
Se sentó, y mis rodillas también estaban tan temblorosas que tuve que sentarme en una banqueta, enfrente de ella. Nos tomamos las manos y nos miramos a los ojos.
—Tus ojos son límpidos como el agua —me dijo.
Yo le contesté:
—Tú eres lo más hermoso que jamás he visto en el mundo.
Negó fervientemente con la cabeza y bajó la mirada. Luego preguntó, con un hilo de voz:
—¿Qué es lo que quieres de mí?
—No lo sé —le contesté con toda sinceridad, y mi cuerpo entero comenzó a temblar—. Sólo quiero mirarte y sentirte cerca de mí.
La muchacha también empezó a temblar. Luego, inclinó la cabeza hacia mí y mi boca encontró sus temblorosos, asustados labios. Estos labios suaves y tibios tocaron mi boca, y de repente me llenó una sensación de éxtasis que casi era un dolor, porque con este inocente beso sentí que la poseía de una manera más profunda y hermosa que jamás después, ocurriera lo que ocurriera. Su pureza se encontró con la mía, y después de este encuentro sólo podría venir la tristeza, el pecado y la muerte, pero nunca nada más luminoso. Por esto me dolía el corazón, como si la hubiese perdido en el momento en que se me entregó en aquel beso.
—Debes irte —me dijo luego—. Si quieres volver a verme, ven el domingo a preguntar a mi padre si puedes acompañarme a la iglesia. Quizá te lo permita, ya que piensa bien de ti. Yo también quiero pensar bien de ti, aunque de mí misma ya no pienso nada bueno. ¿Vendrás?
En consecuencia, a la mañana del domingo regresé para recogerla. Ella ya había hablado con su padre y se había vestido con sus mejores ropas, que la cubrían de la cabeza a los pies. Hasta se había tapado la cara con un velo y no pude ver ni siquiera sus manos. Experimenté la sensación de que no hubiera quedado de ella nada material para mi mirada.
—Tengo confianza en ti —me dijo su padre—. Acompáñala a la iglesia y tráemela sana y salva directamente a casa. Ella es lo único que tengo y no quisiera que le ocurriera nada malo.
En la iglesia, estando de pie o arrodillado al lado de Ana, participando en un servicio que era desconocido para mí, tuve la sensación de que me hubiera ausentado del mundo tangible y sentí un recogimiento más profundo que nunca había sentido. Los coros de ángeles que cantaban los desconocidos himnos sonaban en mis oídos, y me parecía que aquella música sobrenatural era la eterna canción de la antiquísima ciudad imperial, como contrapeso a la destrucción universal que se sentía acercarse y a la cansina apatía ante todo lo terrenal.
Al salir de la iglesia, le dije:
—Ésta es la ciudad de Cristo y nunca podrá destruirse. Esta ciudad es más que la derrumbada Roma y la amo más que a ninguna otra ciudad del mundo, porque es tu ciudad.
—Ha llegado el otoño —me respondió la muchacha—, las hojas están caducas y tú y yo hemos sido creados para vivir el otoño del tiempo. Todos los pensamientos ya han sido pensados, ya no puede ocurrir nada nuevo, los corazones están cansados del mundo. Quizá la gente pensaba de igual manera antes del diluvio.
Después de los días fríos y lluviosos, el sol de noviembre iluminaba Constantinopla tiñendo de oro las fachadas de mármol amarillento de los edificios públicos, y haciendo que las plomizas cúpulas de las iglesias reflejasen una luz plateada, que nos dejaba ver las transparentes costas asiáticas como un sueño allende las turbulentas aguas del mar de Mármara y el estrecho del Bósforo. Me invadió una embriaguez de belleza, a mí que no conocía la embriaguez. La luminosidad de mi éxtasis me hizo sentir tan ligero como si ya no fuera un mortal ligado a la tierra, sino que levitara en el aire. Tan ligero sentí mi cuerpo y tan obcecados estaban mis ojos.
Anduvimos muy lenta y discretamente uno al lado del otro, sin ni siquiera tocarnos con las manos, pero a paso tan moroso que parecía que ninguno de los dos quisiera que este paseo terminase jamás. Cuando, por fin, nos acercamos a su casa de madera, inclinada bajo el peso de los años, Ana sacó una mano de entre los pliegues de su vestido y, tímidamente, me tocó la manga para hacerme parar en el jardín donde los carcomidos tocones de ancestrales árboles todavía querían sacar nuevos brotes de sus raíces. Hacía tiempo que el estanque de mármol se había secado y estaba lleno de basura traída por el viento. La hierba crecía entre las rotas losas. Nos volvimos para mirarnos, y Ana descubrió su rostro de finos rasgos y sus luminosos ojos. Había una sombra azul de cansancio alrededor de ellos y sólo sus labios tenían un tenue color rosado.
—No podemos seguir así —me dijo—. Supongo que tú también lo comprendes.
No le pude contestar. La voz no me salió de la garganta. En vano intenté negar con la cabeza. Acariciando mi manga con las yemas de sus dedos, continuó:
—Supongo que esto tenía que ocurrir, porque era vanidosa y engreída y me imaginaba mejor que las demás mujeres. No quería ser de carne, sólo del cielo, pero creo que esto es imposible y por ello debiste venir tú a sorprenderme.
Las lágrimas asomaron a sus ojos, bajó la cabeza y me rogó:
—Sin embargo, no me consideres una mala mujer, aunque la primera vez que nos vimos caí en tus brazos. No lo hice queriendo y supongo que tú tampoco. Es inútil que me defienda acusándote de ser un forastero seductor, porque ni lo eres ni tienes malas intenciones para conmigo. No puedo cometer tan terrible equivocación, porque entonces todo perdería su valor y ya no podría seguir viviendo. Por esto te ruego, mi único amor, que renuncies a mí a tiempo, que te vayas y no vuelvas más a mi lado.
Al darse cuenta de mi consternación y de mi dolor, me tomó un brazo con ambas manos, me zarandeó levemente y dijo:
—Si sé por seguro que no te volveré a ver nunca más, quizá recobre la paz en mi corazón. Como comprenderás, no lo digo para herirte. Tú eres el único hombre que jamás ha despertado una añoranza en mí, nunca mientras viva amaré a ningún otro y jamás te olvidaré, sino que hasta los días de mi vejez en el convento rezaré por ti.
Mi juventud me hizo contestar:
—Ni tú ni yo llegaremos a viejos. En nuestros tiempos, ya no se vive hasta llegar a viejos.
La muchacha había agotado las fuerzas al hacer su sincero ruego y ya no podía hablar.
—En todo caso, pronto he de marcharme —le dije—. Quizá ya dentro de pocos días los barcos izarán las velas y el mar me devolverá a los países jóvenes. Quizá nunca podré volver, aunque quisiera, y no sé cómo será mi vida. De verdad, Ana, ¿me puedes negar estos pocos días que podemos pasar juntos?
Apreté sus frías manos entre las mías y añadí, ardiente y avergonzado:
—Yo tampoco he añorado todavía a ninguna mujer, ni he reconocido mi propio cuerpo. Pero cuando tu boca toca la mía ya no me conozco, y un solo roce de tu mano me hace sentir dolorosamente feliz. ¡No, no, yo no te puedo dejar así!
—Pero no podemos seguir de esta manera —dijo sin convicción. Luego añadió, tímida entre las tímidas y como una pregunta que no era mucho más que un suspiro:
—¿Verdad que no?
Al suplicarme de esta manera se entregó a mi poder y me dejó la elección a mí. Por aquel pequeño suspiro supe que ella también deseaba en su corazón, independientemente de su voluntad, que yo encontrase una solución para lo imposible. Esto representaba la debilidad femenina en ella y, no obstante mi juventud, mi instinto me previno que una sola palabra en este sentido produciría un seísmo capaz de hacer derribar todos los muros, destruir las defensas y exponer el tesoro al atacante. Pero yo no era un atacante. Era tan orgulloso y tímido como ella.
A pesar de todo, no podía renunciar a ella de esta manera. Sabía que ella tenía razón y ella también sabía que la tenía, pero con tanta más fuerza nuestras manos se entrelazaron y, confusos, sin saber lo que realmente deseábamos, regresamos a casa de su padre. El viejo suspiró de alivio al vernos, tocó con las dos manos las mejillas de Ana, la besó en la frente y me invitó a que compartiera su sencilla comida. En el mobiliario de la trastienda podían verse vestigios de pasadas riquezas, pero todo estaba ajado y descolorido. A la mesa, decorada con incrustaciones, le faltaban trozos, y la alfombra estaba raída. Ellos nunca comían carne, pero el viejo bendijo el pan antes de partirlo y nos dio un pedazo a cada uno de los dos. Comimos sopa de verduras, queso de cabra y fruta. También había comprado vino, probablemente pensando en mí, porque el viejo se sorprendió mucho cuando le dije que prefería el agua. Después de insistir en vano para que lo bebiera, se lo tomó él, alegrándose secretamente, y se puso de buen humor.
En cuanto Ana hubo recogido la mesa y abandonado la estancia, el viejo se dirigió a mí, titubeando, y dijo con cautela:
—Sin preguntarte nada, te confié a mi hija para que la acompañaras a la iglesia. Ahora has compartido una comida con nosotros. Creo que ya es hora de que me cuentes algo de ti. ¿De dónde eres? ¿Cómo es tu familia? ¿Viven tus padres? ¿De qué clase social son? ¿Tienen medios económicos o te ganas tú la vida, y qué planes tienes para el futuro?
La optimista confianza de sus preguntas me embarazó, pero a la vez enfriaron mi mente, como si hubiera encontrado una inesperada trampa en mi camino. Mi tardanza en contestar apagó su esperanza y dijo, desilusionado:
—La pobreza no es ninguna vergüenza, y tú mismo has podido observar que nosotros ya no somos ricos. No obstante, mi hija podría tener pretendientes incluso de importancia, pero no ha querido saber nada de ninguno. Además, es débil y delicada, así que supongo que es mejor que se compre un sitio en un convento cuando yo ya no exista para protegerla. Por favor, no confundas su mente, ya que es inexperta y demasiado buena para este mundo. Sin embargo, cuéntame qué planes tienes para el futuro. Me parece que me debes eso, porque te he tratado con amabilidad a pesar de que eres forastero y hereje entre nosotros.
Le contesté con sinceridad que no tenía planeado mi futuro de forma alguna. Carecía de dinero para estudiar en la universidad y no me quería atar supeditándome a conocimientos ya existentes.
—En general —le dije—, no he querido comprometerme con nada y acompaño al doctor Nicolás de Cusa como escribano sólo porque, de otra forma, no habría podido estudiar griego. Antes de esto, viajé por muchos países como hermano del espíritu libre y me gané la vida principalmente aceptando limosnas. No he querido atarme al dinero más de lo que es indispensable para poder vivir, y no tengo otros bienes que los que llevo encima, a fin de no atarme tampoco a lo material. No bebo vino y he evitado las tentaciones porque no me atraen, y el aumento de mis conocimientos ha producido más satisfacción y gusto a mis sentidos.
Suspiró muy decepcionado y dijo:
—Así que eres un cínico. Sólo te falta una piel de cabra que te cubra los hombros. Ya me lo temía, y un hombre viejo no debería creer en los sueños.
—Usted vende libros, usted también es un filósofo —le respondí—. ¿Por qué me desprecia, si intento contentarme con poco y practicar la filosofía en mi vida?
Con ánimo de tranquilizarme, me tocó una mano y dijo:
—Naturalmente que no te desprecio. Mientras el hombre es joven y libre puede hacer con su vida lo que quiera. Pero cuando una persona desea algo, simultáneamente se compromete. Por esto debes decidir qué quieres y si estás dispuesto a comprometerte por ello. Creo que lo entiendes.
Mi ser entero se rebeló contra él, ya que comprendí bien hacia donde iban dirigidas esas palabras. A pesar de ello, exclamé con vehemencia:
—¡Por Dios, no entiendo qué quiere decir!
En tono conciliador, me respondió:
—Hace tiempo estudió aquí un latino llamado Filelfo, de quien la gente se reía por su divertido acento. Pero él siguió estudiando con tesón la retórica y las escrituras de los antiguos, y se casó con una joven de una buena aunque empobrecida familia. He oído decir que ha tenido mucho éxito en Italia y se ha hecho famoso, y a su mujer no le falta nada.
Ante mi obstinado silencio, se inclinó hacia mí y me dijo casi suplicando:
—Nosotros, todas las antiguas familias, estamos empobrecidos. No tenemos ni hijos, y nuestras mujeres se mueren jóvenes porque ya no tienen fuerzas para dar a luz. Ya ves, yo también tengo solamente a mi hija, sólo a ella, y no tenemos futuro alguno en nuestra moribunda ciudad, que los turcos destruirán. Desearía lo mejor para mi hija. Quizás, en otro ambiente, podría empezar a florecer y a disfrutar de la vida como lo hace la gente joven. Aquí, sólo vivimos para el más allá. ¿Qué piensas, hijo mío?
Lleno de pánico, pensé que, verdaderamente, lo mejor hubiera sido seguir el consejo de Ana y huir de ella cuando estuvimos junto a la rota pila de mármol. También su tímida y titubeante «¿verdad?», adquirió un nuevo y terrible significado para mí. Sólo tenía la sensación de la total inutilidad de todo, al pensar que un fútil toque de labios y un roce de manos amenazaba mi libertad y me iba a llevar al matrimonio, en el cual nunca había pensado. Pero, susurrando de una manera conmovedora, como si temiera que Ana nos oyese, el viejo siguió diciendo:
—Tengo mi librería y tú podrías ayudarme a copiar libros. Al mismo tiempo, podrías aumentar tus conocimientos. La casa es de mi propiedad, y con muchos sacrificios he ahorrado dinero para la dote, a fin de que ella, a su elección, pudiera casarse con un hombre bueno o comprarse un sitio en un convento. Me ha hablado de ti con las mejillas ruborizadas y no desearía que sufriera una decepción. Y bien, ¿qué piensas, hijo mío?
—¿Es Ana quien me propone esto? —le pregunté consternado, y la purísima ternura que había sentido hacia ella se convirtió en un amargo odio.
—¡No, no! —negó el viejo apresuradamente—. No le digas que te he hablado así. Nunca me lo perdonaría. Pero Ana es infantil e inexperimentada y estoy preocupado por ella. Si eres un hombre de honor y tus intenciones son sinceras, debes comprenderme. Pero, si no estás dispuesto a casarte, he de prohibirte que la vuelvas a ver y a perturbar su mente. De otra manera, pondrás en peligro su reputación.
Me levanté y dije:
—Ha sido muy amable conmigo, pero necesito pensar en esto.
—Claro, claro —contestó el viejo en tono conciliador, poniendo una de sus manos en mi hombro—. Y no estés enfadado si te he explicado abiertamente la situación, porque seguramente tú tampoco no tienes todavía mucha experiencia, al igual que todos los jóvenes filósofos. Pero quiero pensar en ti como si fueses mi propio hijo, y créeme: después de la juventud, la libertad cobra un sabor amargo, y el matrimonio es lo que rápidamente hace sentar la cabeza al hombre. Los pensamientos no engordan a nadie, pero tienes delante de ti toda una vida y, si te las sabes arreglar bien, puedes alcanzar fama y riqueza. Quizá sea ésta tu oportunidad, y por ello la providencia te condujo a mi casa. Cualquiera no trataría tan bien a un joven de quien no se sabe nada y a quien, para ser sinceros, muchos sólo considerarían un vagabundo y un aventurero. Yo te puedo apreciar mejor y creo en tus posibilidades.
Supuse que el vino se le había subido a la cabeza. Sería por este motivo que parloteaba tanto y en un tono tan amable, sin mala intención alguna. Pero, en mi ya enfriada mente, él me hacía ver a mí mismo como me habría visto cualquier persona cabal, y mi libertad ya no me producía alegría, sino que en ella se mezclaba un desagradable sabor. Durante un fugaz momento estuve tentado de someterme a mi destino, sacar de él lo que se pudiera y contentarme con la felicidad sin sentido de una persona corriente. Sin embargo, la rebelión seguía viva en mí y no podía comprender que la meta y objetivo de mis viajes fueran tan simples. En consecuencia, repetí:
—Necesito pensar en esto.
Pero, al decirlo, ya sabía cuál sería mi decisión.
Ana volvió a la habitación. Sus ojos estaban oscurecidos por el espanto, como si hubiera intuido de lo que habíamos hablado.
—¿Ya te vas? —me preguntó, siguiéndome a través de la tienda y hasta la puerta.
Seguía pareciéndome hermosa, pero ya no la veía como un ángel. Su padre, al intentar atarme con sus tentaciones y empujarme hacia la cama nupcial junto con su hija, me había abierto los ojos y me había hecho comprender que, al acercarme a Ana, sólo había seguido las tentaciones de mis sentidos, por muy luminoso y celestial que todo me hubiera parecido. Ante mis ojos Ana descendió al nivel de todas las demás mujeres y, con un trasnochado desespero, sentí que sólo la deseaba de una manera carnal. La deseaba, pero, a la vez, sentía repugnancia hacia mi propio deseo. A pesar de todo, la abracé, la besé fervorosamente, le palpé el cuello y los pechos y la acaricié como pude, en mi ignorancia. Se apretó contra mí, casi desvanecida, sus mejillas se encendieron y me susurró una y otra vez:
—No me hagas daño.
De repente, la mordí en el cuello, ya que no se me ocurrió cosa mejor. Soltó un pequeño grito y se quedó inerte entre mis brazos.
En el instante en que más la deseaba supe que no la amaba, al menos no lo bastante. Había buscado en ella un sueño creado por mis sentidos, despiertos por vez primera. Al hablar con su mejor intención, su padre había derribado mis ilusiones y me había hecho ver desnuda la verdad en mí mismo y en Ana. El alma sólo crea carne, y la carne es sólo alma y no se les puede separar. En la tierra no había ángeles, sino sólo hombres y mujeres unidos por el deseo. Cuando la abrazaba y la acariciaba, lo mejor de mí se ausentaba de ella cada vez más. Al tocarla, la perdí para mí y seguramente lo hice adrede para liberarme de ella. Si la hubiera amado de verdad no habría dudado, habría aceptado la oferta de su padre.
Cuando puse una de mis manos en su pecho intentó débilmente apartarla, levantó su nublada vista hacia mí y dijo en un susurro:
—Me estás arrojando al infierno.
Entonces yo también me calmé, la solté y me quedé de pie ante ella, con las rodillas temblorosas y sin poder mirarla.
—Eres malo y cruel —dijo—. ¿Por qué no te fuiste cuando te lo pedí? ¡Si yo no te he hecho nada malo! ¿Por qué me odias?
Tocó la huella de mi mordedura en su cuello, empezó a sollozar y continuó:
—Te tengo miedo. Pero incluso mi miedo es dulce. Me haces daño. Pero hasta el daño es dulce. ¿Qué cosa más horrible me has hecho, que ya no soy lo que era y me avergüenzo de mí misma?
Desesperado, le pregunté:
—¿Es así todo esto, Ana?
—Supongo que sí —me contestó—. Así será, como lo es todo. Y nunca más tendré paz de ti, aunque te marches. Ya no soy pura. Mi cuerpo no es puro. Mis pensamientos no son puros. Con tu boca y con tus manos, me has arrojado al infierno para el resto de mi vida, aunque yo quería tu boca y tus manos. ¿Qué es lo que me pasa? Me haces enfermar. Me arde la cabeza, se me corta la respiración.
Le tendí una mano, pero la joven se retiró, asustada.
—Me he portado mal contigo, Ana —le dije—. ¿Me puedes perdonar si me voy y no vuelvo más?
—¡No, no! —exclamó, angustiada—. No te vayas, a pesar de todo. No. No te has portado mal. Es que no tengo experiencia y aún no entiendo mucho de la vida. Me puedes besar si quieres, pero no me abandones.
Entonces me invadió la tentación y pensé que, ya que no creía en nada, ahora tenía la ocasión de probar mi incredulidad. Si no crees en nada, la bondad y la maldad son sólo palabras, y el hombre realiza su objetivo tanto en lo malo como en lo bueno. ¿Por qué no intentar ser absolutamente malo y poseerla así en su debilidad? Dentro de unos días, seguramente ya nos iremos y nadie puede perseguirme, haga lo que haga. Al menos, ¡sé absolutamente malo ya que no has sabido ser absolutamente bueno!
Con voz ronca de dolor y de vergüenza, le pregunté:
—Por la noche, cuando tu padre se haya dormido, ¿me abrirás tu puerta si llamo?
—No —respondió, horrorizada— no, no puedes pedirme esto.
Su resistencia me hizo insistir. Odiándome a mí mismo, le dije:
—Si me quisieras de verdad, no dirías eso.
Me miró como puede mirar un animal herido y susurró:
—¿Quién eres tú, en realidad? ¿Por qué me tientas? Es un pecado.
—Eres tú quien me tienta a mí —le dije bruscamente—. Pero está bien. Sea como tú quieras. Me voy y no volveré.
Me separé de ella y, obcecado, salí dando un sonoro portazo. La joven me siguió corriendo y me alcanzó en la esquina de la calle.
—¡No me sigas! —le espeté—. ¿Qué más quieres de mí? Me estás molestando.
—Te odio —dijo—. Hasta Dios te castigará. Debería asestar una cuchillada en tu pecho y en el mío también. Pero ven por la noche, si lo deseas. Supongo que, después de esto, me dejarás en paz.
Volví al barco sintiéndome confuso como un borracho y odiándome tan amargamente que hubiera preferido estar muerto. Miraba hacia adelante sin ver, y pensaba en Ana cuando estaba arrodillada a mi lado en la iglesia, mientras sonaba el himno como un coro celestial. ¿Qué era la verdad, mi obcecada ternura y mi deseo de hacer el bien a todo el mundo, o el oscuro deseo en mi cuerpo y la tentación de romper su fragilidad para deshonrarla? Temblores fríos y calientes me atravesaban el cuerpo. Me sentía enfermo. Cayó la noche. Salió la luna, plateando las colinas y los edificios de la ciudad. Miré el agua oscura y pensé que sería peor que un asesino si me acercaba a ella con toda la sangre fría y sin sentir un amor verdadero. Pero sabía también que Ana me estaba esperando, igualmente llena de conflictos, igualmente angustiada y desolada como lo estaba yo.
La luna subió hacia su cénit. La noche avanzaba. El puerto se había sumido en el silencio. Estaba solo en el mundo. Dios estaba en mí. Pero, por vez primera, supe que el diablo también estaba en mí. Sintiendo un horrible orgullo y un éxtasis de conocimiento, advertí que en mí habitaba asimismo el príncipe de las tinieblas. El cielo y el infierno estaban en mi propio corazón. Yo tenía la posibilidad de elegir. Un hombre corriente hacía bien o mal por lo que le mandaban sus sentimientos, siempre vacilando entre ambos. Yo tenía el poder de hacer el mal a sangre fría y premeditadamente. Aquello era un pecado para el que en mi mente no cabía perdón, un absoluto e imperdonable pecado.
Me acordé de las palabras de doña Dorotea, de que yo tenía la facilidad de inspirar amor, sin poderlo sentir. Mis varias experiencias parecían confirmarlo, pero hasta ahora la molesta intrusión femenina sólo me había producido aversión, ya que ni yo mismo había sabido nada del amor. No fue hasta conocer a Ana que tuve la primera noción del terrible dolor de la pasión y de mi capacidad de dominar a otra persona con la fuerza del amor de ella. Era un horrible placer poder dominar a otro y obligarle a hacer algo que su educación, su religión y su conciencia condenaban como pecado. Pero, si de verdad había en mí una capacidad de inspirar amor, ¿por qué no adiestrarme en esta capacidad, al igual que algunos se adiestraban en el uso de la espada o del arco, otros desarrollaban su retórica para convencer a la gente, y otros estudiaban leyes para hacer justo lo injusto?
Así pensaba. Pero al mismo tiempo recordaba, abrumado por una desilusión sin consuelo, la inmensa alegría que había experimentado al besar por primera vez los labios de una muchacha inocente, y cuán rápidamente esta alegría se había convertido en una oscura pasión que no podía satisfacerse. No era culpa de Ana, sino mía, ya que yo no poseía la capacidad de conservar mi amor más allá del contacto corporal, lo cual sólo produjo en mí un sentimiento de vergüenza y de aversión. El despiadado requerimiento que le había hecho era únicamente producto de un amargo deseo de castigarla por algo que yo mismo era incapaz de sentir. Ana era mi presa y temblaba en mi poder. Aquello ya era bastante malo. ¿Por qué herirla más? Ahora que ya sentía mi poder sobre ella, yo no habría sacado ninguna satisfacción ni provecho.
Un frío deseo me hizo temblar al mirar las negras aguas. La noche pasó y no fui a llamar a su puerta. No quise atarme, ni a lo malo ni a lo bueno. Me quedé a medio camino, porque todavía era joven.
Un par de días después, el doctor Nicolás vino a buscarme al barco y me preguntó, irritado:
—¿Por dónde has vagado, cómo pasas el tiempo y quién te paga el sueldo? Debes acompañarme al palacio y estar de pie detrás de mí, porque me han elegido para que hable al emperador y haga acelerar los preparativos para emprender el viaje. De otra manera, nos vamos a ahogar todos en las tormentas de invierno o deberemos aplazar el viaje hasta la primavera, y entonces quizá ya no haya Papa que nos reciba. Cámbiate y ponte ropas mejores, péinate y pide prestado a alguien un sombrero decente.
Le aseguré que todas las mañanas le había esperado delante del edificio donde se alojaban los obispos para ofrecerle mis servicios, pero que, para mi disgusto, él había preferido prescindir de mí.
—Y no tengo otra ropa que la que llevo puesta —añadí—. Debería haberse dado cuenta de ello, si alguna vez dirigiera sus pensamientos a los asuntos terrenales y no pensase siempre en la emanación del espíritu y en los iones, en lo que no ha comenzado y en lo que no ha terminado, hasta que le duele la cabeza.
En seguida se arrepintió de sus bruscas palabras, porque era un hombre bueno y de carácter amable, me pidió perdón y dijo:
—Alrededor de la teología mística de los griegos aún cuelgan los restos de las herejías neoplatónicas, agnósticas y maniqueas, así que ya los árboles no me dejan ver el bosque. A decir verdad, Juan, el asno que han puesto a mi disposición, a pesar de sus arreos de plata, es un animal tan tozudo y de tan mal carácter que tendrás que venir a llevarlo de las riendas, para que no quede en ridículo ante los griegos. No es que me importe mi dignidad, prefiero andar a pie con la misma humildad que los santos apóstoles, pero debo mantener la dignidad de la Iglesia a la que yo, indignamente, represento. Los sirvientes griegos que han puesto a nuestra disposición no quieren guiar el asno a través de la ciudad, alegando que ello no forma parte de sus deberes. Tienen más orgullo que su emperador, y se burlan de nuestras costumbres, de tal manera que pronto no sabré cómo cortar la carne con el cuchillo ni cómo tener el pan en mi mano.
Su propuesta poco meditada me horrorizó.
—¿Es ésta la gratitud que me muestra después de todo? —le grité—. ¿Quiere rebajarme a la condición de un mozo de cuadra, aunque ya tengo bastantes penas para mantener su dignidad entre los secretarios de los obispos, que me tratan a codazos? ¿Qué cree que la gente pensaría de mí cuando me vieran guiando un burro por las calles? Su razón se ha turbado por pensar demasiado, ya que ni siquiera se da cuenta de ello.
Sus amables ojos se llenaron de lágrimas y retorció las manos con ademán inseguro, comprendiendo cuán desagradable era su propuesta para cualquier hombre joven que se apreciase.
—Pero, es que no me atrevo a montar aquel malicioso asno si alguien no lo guía —dijo, con voz plañidera—. Ya antes me caí de un caballo y tengo débil una pierna. Ten piedad de mí, Juan, y te lo recompensaré. Y nadie puede confundirse con tu rango, ya que puedes seguirme hasta dentro y estar de pie detrás de mí. Vamos a pedir prestada para ti una chaqueta con bordes dorados, unos pantalones rojos y, en la cabeza, te pondremos un sombrero también rojo. Además, tu amigo Phrantzes ha preguntado por ti y se ha extrañado de dónde te escondes, ya que no se te ha visto después del viaje. Quizá lo veas en Blachernai, y después de la audiencia puedes hacer lo que quieras, si de mí depende. Con mucho gusto regresaré a pie y abandonaré aquel maldito burro.
Intentaba convencerme así, con los ojos lacrimosos, y al sopesar los pros y los contras de una tarea tan desagradable, tuve que aceptar su solicitud. Pero mi orgullo no me permitió acicalarme con lujos prestados para competir en vano con los pajes y soldados del palacio imperial.
—No —le dije—, cómpreme tan sólo una chaqueta nueva, esto es, sólo lo justo. Usted tampoco lleva otra cosa que una capa negra y un birrete de doctor. En mi negro atuendo de escribano ya hay suficiente dignidad para mí. Vestidos de oro y terciopelo ya pueden vanagloriarse los que no tienen nada por dentro. Estemos en el palacio imperial como Diógenes, que dejó que su vanidad quedase a la vista por los rotos de su capa. De esta manera despertaremos más atención y más aprecio, en un ambiente que ya está harto del lujo de los vestidos.
En los jardines de Blachernai ya reinaba la desolación del otoño. Según tenía entendido, la audiencia se había concedido por voluntad del emperador, a fin de que pudiera demostrar a sus obispos, reunidos en la ciudad, que la embajada latina le presionaba para que fijase la fecha de salida. Aun en este último instante, entre los griegos más fanáticamente religiosos había nacido una duda sobre la unión. Los obispos llegados de las ciudades en poder de los turcos temían que éstos empezasen a presionar contra el libre ejercicio religioso de los griegos, ya que el soberano Murad había puesto bien claro que consideraba el comienzo de las negociaciones sobre la unión como un acto hostil, tanto por parte del emperador como de la Iglesia. Se había vuelto a sacar a la luz la escisión dentro de la Iglesia latina. Con las conversaciones sobre la unión sólo se irritaría a los turcos, sin lograr nada positivo, aunque lo hiciese el Papa y sus cardenales y obispos. Pero el emperador había dado a entender que si se le hablaba en un tono lo suficientemente convincente y rotundo sobre los peligros de los constantes retrasos, en su respuesta fijaría la fecha de salida y de esta manera, y de una vez por todas, haría acallar toda conversación inútil y acabaría con todas las intrigas.
En consecuencia, guié al doctor Nicolás a lomos del burro a través de Constantinopla, y, para mí gran alegría, la vanidad venció asimismo a los obispos, cuando vieron que el doctor Nicolás había decidido usar un medio de transporte tan digno. En el último momento, obligaron a sus escribanos a que guiaran sus asnos y, ruborizados por la humillación, estos orgullosos hombres anduvieron cabizbajos por las calles llevando los burros por el ronzal. Yo no tuve tiempo para observar si nuestro desfile producía hilaridad o respeto entre la población de Constantinopla, porque el asno del doctor Nicolás era en verdad un vil animal y bastante trabajo tuve arrastrándolo.
La audiencia en sí tuvo lugar en el edificio destinado a las ceremonias, y me sentí muy contento al poder dejar las riendas del burro a los demás secretarios y seguir al doctor Nicolás hacia dentro, pasando por delante de los espléndidamente uniformados guardias y llevando entre las manos, con mucho respeto, el texto del discurso. Las paredes de los salones y de los pasillos eran de mármol pulido, pórfido y lapislázuli. Los suelos estaban cubiertos de valiosas, aunque gastadas, alfombras. De los techos colgaban lujosísimas lámparas, pero para ahorrar aceite y velas la audiencia se celebró durante el día. El palacio estaba frío como una tumba, porque sólo se habían colocado braseros a ambos lados del trono imperial, decorado con oro y con la imagen de un águila bicéfala. No había muchas personas presentes en la audiencia, pero todas llevaban sus ropas de gala por las que podía conocerse su rango, y todas se hallaban de pie en unos puestos minuciosamente definidos. A nosotros, también nos indicaron nuestros puestos y pude ponerme detrás del doctor Nicolás. El príncipe Constantino entró en la sala acompañado de Phrantzes y se colocó a la derecha del trono. El último en entrar fue el emperador y su séquito. Con cara de enfadado, se sentó en el trono, se estremeció un poco, cambió de posición y mandó que el maestro de ceremonias recitara las sagradas letanías. El emperador calzaba botas de púrpura adornadas con águilas bicéfalas, como señal de que él era el Basileus, rey de reyes, emperador del eterno reino y encarnación de Dios en la tierra.
Era un hombre moreno y de rostro hermoso, en la mejor época de su vida. Llevaba una barba negra y corta. Sus ojos eran grandes y expresivos y su cara podía adquirir visos de una gran vivacidad. En seguida se veía que era muy consciente de su rango y que tenía mucho temperamento. Escuchó con atención el discurso del doctor Nicolás, y debo confesar que éste habló muy bien, tranquila y convincentemente. Una vez más, juró y aseguró que, en efecto, la minoría del concilio, era la mayoría, y que representaba a la verdadera Iglesia, ya que la apoyaba el Papa y los cardenales. Repitió todas las argumentaciones presentadas hasta el momento y resumió el contenido de su discurso en una frase final:
—La Sede Apostólica, el Papa y el colegio de los cardenales, no se han equivocado ni nunca se equivocarán en las cuestiones religiosas, ya que son las piedras sobre las que está construida la Iglesia.
Hasta este punto había llegado a renegar de los ideales de su juventud, habiendo él mismo demostrado la infalibilidad y la superioridad del concilio sobre el Papa. Delante del emperador de Bizancio, rodeado de los extraños atuendos de los griegos y del brillo del mármol y del oro, se reconoció a sí mismo como fiel servidor del Papa. Terminó rogando al emperador que fijase la fecha de salida, para hacer realidad el testamento de Jesucristo sobre el amor mutuo de sus servidores. Para convertir en realidad este testamento, él había sacrificado ahora, por la presión de su conciencia, su fama de sabio, su convicción personal y la fe de su juventud. Al terminar su discurso era un hombre muy pobre, porque acababa de renegar por completo de todas sus convicciones y se había despojado de su valor anterior.
Seguramente el resultado valió la pena de aquel sacrificio. El emperador mandó leer un manifiesto adornado con un sello de oro, fijando como día de salida el veintisiete de noviembre. Pareció como si en la sala se oyera un suspiro de alivio generalizado. Muchos de los griegos se miraron y sonrieron. Pero el mismo emperador estuvo muy serio, como si hubiera sentido el peso de su decisión. Después de varias solemnes ceremonias, que para mí carecieron de significado, se levantó del trono y los numerosos cortesanos le siguieron en un orden riguroso. La audiencia había terminado y Phrantzes se nos acercó desde el otro lado de la sala y dijo:
—Vamos a buscar un sitio más templado. Aquí, hace un frío de mil demonios.
Sintiéndonos liberados después de la rigurosidad de las ceremonias, le seguimos hablando animadamente. Phrantzes nos pidió perdón por la austeridad de la audiencia y por la falta de los coros que habitualmente cantaban himnos en loor del emperador.
—Pero con esto habríamos perdido todo el día —dijo—. Y el emperador ya ahora está enfadadísimo, porque su asiento no había sido calentado.
A través de los jardines, nos acompañó a un bien templado edificio de madera, donde todo el mundo pudo comer y beber lo que quiso, invitados por el emperador. En la casa había jaulas y en cada una, un pájaro inmóvil. De vez en cuando podía oírse un delicioso y cristalino canto. No me di cuenta de ello hasta que Phrantzes me explicó que los pájaros no estaban vivos, sino que eran unas máquinas cantadoras hábilmente construidas por los griegos. Es la maravilla más grande que vi en el palacio.
Después de conversar cortésmente con los obispos y con el doctor Nicolás, Phrantzes se dirigió a mí y dijo:
—No te hemos visto, pero sin embargo no has estado invisible. ¿Cómo van tus estudios? ¿Ya has avanzado desde La Ilíada hasta La Odisea? Hablas el griego con más soltura que antes y tienes un acento casi correcto. Supongo que no has encontrado tú mismo la mejor y más barata manera de que un hombre joven y bien parecido pueda aprender rápidamente un idioma extranjero. Sería una pena, porque yo te ofrecería una persona que te enseñaría.
Le pregunté a qué manera se refería y quién era la persona que estaba dispuesta a enseñarme. Me sonrió con aquella sonrisa suya de hombre de mundo y me contestó:
—Está claro que has encontrado una muchacha para que te enseñe las complicadas declinaciones del griego y otras habilidades, que en nuestra ciudad se parecen a los verbos irregulares en el sentido de que también están dominadas por la libertad y por el capricho.
Se dio buena cuenta de la confusión que me estaba produciendo con esas palabras, y prosiguió en tono despreocupado:
—Naturalmente, no te voy a preguntar por tus aventuras, y el callarse es la primera condición de éxito en este arte que vuestro Ovidio, al estilo latino, construyó en seguida en forma de sistema. Pero me gustaría saber tu opinión personal acerca de cuál es mejor, el arte de amar latino o el griego. ¿Prefieres la pesada rigurosidad de Roma o la frívola alegría y las inocentes travesuras de Grecia?
—¡Por Dios! —exclamé, escandalizado—. ¿De qué está hablando? ¿Qué sospecha de mí? ¿Cree que he pasado todo el tiempo que llevo aquí corriendo detrás de las mujeres? Aparte de que ello sería imposible porque tienen la costumbre de encerrarlas en jaulas e incluso las obligan a taparse la cara ante los extranjeros.
—No hay nada imposible en el arte de que hablo —me contestó—, y, sin duda, tenemos nuestras buenas razones para encerrar a nuestras mujeres en jaulas. Pero las dificultades sólo aumentan el encanto del arte, al igual que la dificultad del idioma griego aumenta su belleza, y cuando menos se ve de una mujer, tanto más tentadora es a los ojos de un hombre. Sea como sea, una mujer sabia y comprensiva es la mejor maestra de idiomas para un joven, el interés personal aumenta la capacidad de aprender y, dentro del marco de la amistad, ambos se producen placer, la maestra a su alumno y el alumno a su maestra. Realmente es una pena si debo entender, basándome en tus palabras, que no has encontrado una maestra así y que tus prejuicios te hayan impedido quizás utilizar un atajo tan bello para tus estudios.
—No tengo prejuicios —dije—. Pero los placeres de los sentidos no me han atraído, y no entiendo muy bien qué quiere decir. Y aunque lo entendiera ya es tarde, porque al final de la semana emprenderemos el viaje.
—¿Así que nadie ha logrado todavía seducirte en esta ciudad? —preguntó—. ¿No te han seguido muchachas riendo tontamente, no te ha llamado una blanca manita entre las cortinas de una litera, no te han echado una flor de entre las rejas del gineceo en las iglesias? ¿Es que tu castidad, es de verdad, tan inconmovible?
—Sí, búrlese de mí —dije—. Hace una semana, quizás hubiera sido inconmovible, pero ahora ya no estoy tan seguro de mí mismo.
—¿Quieres ponerte a prueba? —preguntó—. No le demos más vueltas. Entre gente civilizada el amor no es pecado. En Constantinopla, incluso en el palacio de Blachernai, hay mujeres avanzadas, liberales y hermosas, que no tienen nada en contra de una aventurilla, si tiene lugar en secreto y pueden estar seguras de un absoluto silencio. Si quieres, gustosamente te presentaré a una de estas mujeres.
—En los prostíbulos del puerto —contesté— también hay mujeres bellas y liberales. A través de los marineros, un par de ellas me han hecho entender que sería bienvenido a sus camas sin pagar nada, si yo quisiera. Pero sólo siento aversión hacia tales mujeres.
Se ruborizó un poco cuando comparé a sus frívolas amigas con las prostitutas del puerto. Sin embargo, no se enfadó sino que respondió:
—Sí que eres testarudo, pero es evidente que el hecho de que seas forastero y tan retraído atrae a las mujeres. En este asunto yo sólo soy un mensajero y, a decir verdad, no me tomaría el papel de proxeneta si no se tratara de una mujer que se merece todas las atenciones. Quiera lo que quiera de ti, puedo asegurarte que no tendrás que arrepentirte, y yo mismo estaría dispuesto a dar cualquier cosa por cambiar de lugar contigo. Pero si emprendes este asunto, te digo de antemano que te vas a jugar la vida. Si dices una sola palabra de ello, te encontrarás en el mar con el cuello cortado, y los peces se comerán este hermoso rostro que podría encaprichar incluso a un hombre.
Su tono de misterio me impresionó, puesto que percibí que hablaba en serio.
—¿Por qué precisamente yo, y quién es que quiere conocerme? —le pregunté.
—¿Cómo voy a saberlo yo? —me contestó—. Y no hagas preguntas. Ésta es la primera condición. No preguntes nada, no te asombres de nada y no demuestres ninguna clase de curiosidad. Y si, como amigo, puedo darte un consejo, cuanto más retraído te muestres mejor impresión causarás.
Tomó una bonita y redonda manzana de una fuente que le ofreció un sirviente, me la dio y dijo:
—Toma esta manzana y sigue al eunuco que te señalaré. Te llevará a una habitación en la que hay tres mujeres. Míralas bien y luego entrega la manzana a la que consideres la más hermosa. Si alguna de ellas intenta hacerte hablar, no digas nada ni contestes a ninguna pregunta. Pero no tengas prisa en tu elección porque, si te equivocas, insultarás profundamente a una dama de muy alto rango. No hay nada malo en esto, el juego divierte incluso al eunuco. Ellas quieren saber cuál es la más bella a los ojos de un latino, y te han elegido a ti como árbitro. En cuanto hayas entregado la manzana, volverás por el mismo camino y yo te esperaré aquí con mucha curiosidad.
Hizo una señal con la cabeza al eunuco, cuya cara era redonda e imberbe, y al que seguí, con la manzana en la mano, mientras él se reía. Me llevó a la parte trasera del edificio y, por unos paseos flanqueados de árboles, a un palacio que se hallaba cerca de las murallas de la ciudad y del palacio imperial, en cuya habitación de pórfido daban a luz las emperatrices. Pasamos una puerta lateral, y me llevó por unas escaleras a una bonita y cómodamente amueblada habitación, cuyas ventanas estaban protegidas por fuera con rejas doradas. En la habitación había tres hermosas mujeres. Una era morena, otra rubia y la tercera se había teñido el pelo de rojo. Al verme, soltaron una tintineante risa y se levantaron para pasar delante de mí, mirándome a los ojos con curiosidad. Las tres iban vestidas de igual manera con sencillas ropas blancas, pero la tela era de seda y llevaba bordados de plata. Los blancos brazos y cuellos estaban desnudos y los cabellos habían sido peinados con arte y fijados con cintas de plata y alfileres de adorno.
Intenté mirarlas con atención y vencer mi timidez, pero su risa y sus atrevidas miradas hicieron que se me calentasen las mejillas. La morena casi se apretó contra mí, me tiró de la manga como haciéndome una señal y acercó su rostro al mío hasta que pude sentir el fuerte aroma de sus perfumes. La pelirroja me hizo payasadas, con los ojos llenos de risa. Tenía la nariz respingona y gruesos los labios, lo que la hacía parecer temerariamente frívola. La más callada de ellas era la mujer rubia, que tenía delicadas extremidades y fina cara. Sus cabellos eran de un color tan dorado que sospeché que ella también se los había teñido. Me miraba con ojos meditabundos y curiosos y se ruborizó un poco cuando se encontró con mi mirada. Después de pasar delante de mí muy lentamente, se acercó a la ventana aparentando que miraba hacia fuera, pero yo me di cuenta de que respiraba con dificultad, como si estuviera muy tensa.
—Es mudo —dijo la morena, burlona.
—Di algo —me exhortó la pelirroja, y me guiñó un ojo como prometiéndome los placeres más maravillosos y tentadores.
Volví a mirar a las tres, sin sentir hacia ellas ninguna clase de atracción. Pero la rubia me parecía la más bella y la que se portaba con más decencia. En consecuencia, me acerqué a ella y le ofrecí la manzana. Su rostro se iluminó como ante una inesperada alegría, pero, sin embargo, negó con la cabeza fingiendo espanto, hizo como si echase una tímida mirada a las otras dos y no aceptó la manzana. Las mujeres que yo había rechazado intentaron asustarme con gritos y exclamando que me había equivocado. A pesar de todo, puse la manzana en la mano de la mujer rubia. El contacto con mi mano la hizo estremecer como si fuera tímida, pero cuando me miró a los ojos pude percatarme de que estaba lejos de serlo y que tampoco era tan decente como yo había pensado.
Al volverme para salir, la pelirroja me dio un doloroso pellizco y la morena me pegó un leve cachete, pero, sin regañarme más, dejaron que me fuera y el eunuco me llevó de regreso a la sala donde se celebraba la fiesta. El doctor Nicolás y los obispos seguían allí, comiendo, bebiendo y hablando animadamente con los cortesanos que les rodeaban. Tenían todos los motivos para celebrar este festejo, ya que la decisión del emperador significaba el final de una espera de casi dos meses y el feliz término de la tarea de la embajada. Phrantzes se me acercó y preguntó, curioso:
—¿Cómo te fue?
El eunuco contestó, riendo:
—Tuvo mucha vista.
—Elegí a la que me pareció la más hermosa —dije—. Pero el juego no me divirtió nada.
—¿Has visto mujeres más bellas en algún país occidental? —preguntó Phrantzes.
—He tenido cosas más importantes que hacer que mirar a las mujeres —le contesté, irritado—. Dime, ¿quién es ella?
Phrantzes se puso sombrío y respondió:
—No preguntes, es mejor para ti.
Luego me guió muy amablemente por el edificio, enseñándome las maravillas allí existentes y cuyo propósito era divertir a los embajadores que llegaban de los países bárbaros. Aburrido, pensaba ya en regresar al barco, pero él me entretuvo tercamente como si estuviera esperando algo. Intentando mantener mi interés, me presentó al bibliotecario superior, Balsamón, y le preguntó si me podía enseñar la biblioteca del emperador. Le contestó que, a un latino, le sería muy útil ver la apabullante colección de escrituras que había reunido con vistas al viaje, para demostrar que el Espíritu Santo no procedía del Padre y del Hijo, sino, como máximo, a través del Hijo. Phrantzes palideció de cólera y le recordó que el emperador había prohibido rotundamente toda argumentación previa con los latinos. El bibliotecario superior se asustó y dijo que había querido bromear. Phrantzes le espetó que no se podía bromear con las cosas sagradas.
—Quizá sea un hombre pecador y corrompido por el mundo —dijo—, pero sé mantener separados lo sagrado de lo que no lo es.
Me llevó al archivo y me quedé desalentado al ver los innumerables arcones en que se había metido toda la sabiduría teológica del oriente para el viaje.
—Dios tenga piedad de todos nosotros —dije—. A decir verdad, hará falta la presencia del Espíritu Santo y todo el amor cristiano antes de que se hayan solucionado todas las discrepancias. Hasta los Santos Apóstoles se horrorizarán al ver estos montones de libros, porque ellos fueron elegidos de entre los pobres y los ignorantes. Durante mil cuatrocientos años hemos sido capaces de enterrar la sencilla doctrina y la gracia de Jesucristo debajo de esta inmensa sabiduría terrenal.
—No te asustes —dijo Phrantzes—. Todo esto ya está solucionado de antemano. El emperador conseguirá la unión, porque políticamente es imprescindible. Aunque los debates durasen un año o dos, es obligado que la Iglesia latina y la griega lleguen, por fin, a un acuerdo sobre el origen del Espíritu Santo. Si los hombres más sabios de ambas Iglesias, en nuestros tiempos civilizados, no alcanzan la unanimidad o, al menos, un compromiso satisfactorio, quedaremos en ridículo ante los paganos y los mahometanos.
Hasta la caída de la tarde estuvimos viendo juntos los manuscritos más antiguos de Platón que había en la biblioteca. Phrantzes me enseñó asimismo algunos manuscritos alejandrinos muy frívolos, pero no me divirtieron.
—Está oscureciendo —me dijo por fin—. Te daré un acompañante que te iluminará el camino con su antorcha.
Le contesté que era un honor demasiado grande para mí, pero él insistió, me acompañó como medio distraídamente hasta la puerta del palacio y se quedó mirando a su alrededor, hasta que se nos acercó un hombre, sucio y con cara de imbécil, que me señaló con el dedo, y aquél le dijo:
—Lleva a este joven donde tiene que ir.
El hombre encendió su antorcha con la que había al lado de la puerta, soltando gruñidos incomprensibles.
—No sabe hablar —explicó Phrantzes—, pero puedes seguirle sin miedo. Sabe adónde vas. Yo no lo sé ni quiero saberlo, pero te deseo todos los éxitos en tus continuos estudios del griego.
Empecé a temer que me había metido en algo que no podría solucionar yo solo, porque después de guiarme durante algún rato por la calle principal, mi acompañante torció hacia una callejuela apartada y cuando intenté resistirme y explicarle que la misma iba hacia el puerto, se colocó delante de mí y, con insistentes golpecitos, me dio a entender que debía seguirle. Era fuerte y sus puños parecían duros, de manera que no quise empezar una pelea con él en la oscura calle. Le seguí y después de haber andado un poco me señaló una puertecita en el muro y me exhortó a entrar. La puerta no estaba cerrada con llave, entré, y el hombre se marchó y apagó la antorcha.
A la luz de la luna pude ver que había entrado en un jardincillo, en el centro del cual había una menuda casita de madera. Se veía luz en las rendijas de las contraventanas y de la puerta. Entré y miré a mi alrededor, pero no vi a nadie. Un par de lámparas iluminaban la estancia despidiendo un delicado perfume y en la gruesa alfombra había bordadas flores multicolores, de forma que me parecía como si estuviera andando por un florido jardín. Encima de una mesa baja había dispuesta fruta, dulces y vino. Detrás de un ligero cortinaje había otra habitación, con una ancha cama y un lavabo con tapa de pórfido y con valiosas jarras y toallas. Todo esto me pareció ominoso y me vino un deseo loco de salir corriendo, como si me hubieran tendido una trampa. Sobre un atril de madera negra había un libro encuadernado en piel y decorado en oro. Una de las lámparas había sido colocada cerca para iluminarlo. Me arrodillé sobre el cojín y abrí el libro al azar, pero volví a cerrarlo de golpe y me levanté de un salto. El libro sólo contenía dibujos persas coloreados, cuyo objetivo no podía equivocar ni al más inocente.
Salí apresuradamente al jardín. La luz de la luna plateaba los desnudos árboles. Las hojas secas de los plátanos crujieron bajo mis pies. La puertecita seguía abierta. La entreabrí, y miré a la sucia callejuela. No se veía a nadie. El ruido de la ciudad parecía haberse alejado, era como si me encontrase en otro mundo. La confusión de mis pensamientos se volvió a convertir en una temeraria paz. Pensé que ya no era un niño. Pensé que no actuaba obcecado por mis sentidos, sino fría y premeditadamente. Había estado dispuesto a cometer un terrible pecado por culpa de mi propia desilusión. Sólo me había detenido la reflexión de que habría hecho daño inútilmente a una muchacha inocente, destruyendo su vida. La persona que me había hecho llegar hasta aquí estaba lejos de ser inocente. Pasase lo que pasase, ella sabría responder de las consecuencias. Pero si me suponía una inexperta víctima suya y ello le causaba placer, se equivocaba. Mi frialdad me protegía. Ninguna mujer podía deslumbrarme con sus tentaciones. Al menos, esto es lo que creía. La elección quedaba en mis manos.
Vacilante, permanecí un rato al lado de la puerta, la volví a cerrar y regresé a la casita. Ya no me hallaba solo en la estancia. Completamente inmóvil, de pie en la penumbra de un rincón, estaba la mujer de los cabellos dorados. Al verme se movió, dejó caer su verde capa y se acercó a la mesa con armoniosos movimientos. Intentaba fingir una natural despreocupación, pero, ante mi asombro, noté que le temblaban los blancos dedos cuando eligió un dulce de la mesa y lo mordisqueó distraídamente. Por muy increíble que me pareciera, experimenté la sensación de que tenía tanto miedo de mí como yo de ella.
Sin mirarme, me preguntó en voz baja:
—Ibas a marcharte. ¿Por qué?
Llevaba el rostro ligeramente maquillado y, con su belleza, parecía una imagen. Se había pintado las cejas como delgadas líneas de azul oscuro y su boca estaba teñida de rojo. También llevaba algo de carmín en las mejillas y, alrededor de los ojos, una sombra azul.
—No me gusta esto —dije—. ¿Qué quiere de mí?
Me contestó preguntando:
—¿Por qué me diste la manzana precisamente a mí?
—Usted era la más hermosa de todas —contesté—. Supongo que es la mujer más bella que he visto jamás.
—¿Y no te basta esto? —preguntó. Y a continuación pidió—: Sírveme vino.
Le escancié vino en una bonita copa de cristal. La levantó con mano temblorosa y bebió. Estaba tan asustada que derramó un poco sobre la delgada y blanca seda de su vestido.
—¡Oh! —exclamó, tocando la mancha con sus dedos. Titubeando, me ofreció luego la copa y preguntó—: ¿No quieres beber conmigo?
—Nunca he bebido vino —le respondí.
—Lo hace todo más fácil —insistió.
—Precisamente por esto —dije.
—Sin embargo, bebe —me rogó—. Bebe para complacerme. Bebe tu primera vez conmigo, porque estoy muy asustada.
Tomé la copa de su mano. Al rozar nuestros dedos, la mujer se estremeció. Bebí un buen trago. El vino despedía un fuerte olor y su sabor amargo me llenó la boca. Le habían mezclado mirra. Mi cuerpo fue invadido por un tenue calor. La mujer se sentó, me hizo sentar a su lado y empezó a hablar:
—Te equivocas mucho si empiezas a despreciarme por mi comportamiento. A mí tampoco me gusta esto. Y no es mi costumbre ver en secreto a hombres desconocidos. Todo lo contrario, te tengo miedo y me arrepiento mucho de haber comenzado todo esto.
Miré a mi alrededor con aire sarcástico. Se encolerizó y exclamó:
—¡No, no, no me comprendes! Esta casa no la he arreglado yo. Hasta hoy ni siquiera sabía que existían tales casas. Tengo una frívola amiga que me ha venido asegurando que una mujer como yo tiene el derecho de hacer lo que quiera, aunque a los ojos de los demás sea un pecado. Cuando me contaba sus propias aventuras pensaba que bromeaba y se lo inventaba todo. En este instante, estoy muy confusa al ver que lo que me contaba es verdad. Lo único que quería era verte con toda inocencia para hablar contigo sin que nos molesten ojos ajenos, pero ahora estoy asustada.
—Nada nos impide hablar —dije—. Es verdad que está entrando la noche y estamos solos, pero no seré yo quien atente contra su inocencia y abuse de su falta de previsión.
Se mordió los labios, me echó una mirada y me dijo, un poco irritada:
—Por favor, bebe un poco más de vino.
Hice lo que me había pedido y me sentí agradablemente soñoliento. Me hacía mucha gracia hacerla rabiar.
Intentó otra vez convencerme y dijo:
—Debes comprenderme. Te vi en la basílica de Santa Sofía donde acompañé a las damas imperiales al servicio religioso. Desde entonces he querido volver a verte. Hasta he hablado demasiado de ti, porque mis amigas han empezado a bromear conmigo. No te burles también tú de mí, ya que me he arriesgado tanto y he puesto en peligro mi reputación para poder verte.
—¿Y no habría podido servir para lo mismo un fornido mozo de cuadra o un avispado cortesano? —pregunté.
Sollozó, y logró derramar una lágrima de sus hermosos ojos.
—Eres cruel y malicioso al decirme esto —me acusó—. Me has embrujado y no desearía otra cosa que poder dejar de pensar en ti, pero tu imagen me sigue día y noche y tus fríos ojos me llenan de angustia.
—No digas tonterías —le contesté, porque el vino me hacía sentir fuerte—. Tú sólo eres una prostituta, una frívola e indecente mujer, peor que las meretrices del puerto, si sólo haces por tu placer lo que ellas hacen por dinero y obligadas por la necesidad.
Se puso de pie de un salto, fuera de sí por el asombro y la rabia y, golpeando el suelo con el pie, exclamó:
—¿Cómo puedes, cómo te atreves a hablarme así, cuando estoy intentando vencer toda mi timidez femenina y confesarte que, sin querer, me he enamorado de ti?
La así de un brazo y la obligué a sentarse de nuevo a mi lado.
—No finjas —dije.
Sin intentar liberarse de mi mano se quedó mirando hacia el frente, mordiéndose los labios y con la cara convulsa como si estuviese a punto de llorar.
—No me crees —dijo luego—. Supongo que la culpa es mía. Me equivoqué y ahora tengo que pagar por ello. Puedes despreciarme. Estoy en tu poder. Haz conmigo lo que quieras. Como ves, ya no lo puedo impedir.
—Yo no quiero nada —contesté. Le solté el brazo y me recosté. El vino me hacía sonreír de placer—. Fuiste tú quien me hizo llegar aquí. Haz tú lo que quieras, yo no me opondré.
Me miró con sus ojos negros en el maquillado rostro y dijo:
—Si me quedase lo más mínimo de propia estimación, me iría y mandaría a alguien para que te matara.
—Por favor, hazlo —respondí, sin saber ya con seguridad si hablaba yo mismo o el vino mezclado con mirra que tenía dentro—. En efecto, me harás un gran favor si mandas que me maten. He llegado al final de mi camino y ya no sé qué hacer. No soy bueno y no sé ser lo suficientemente malo tampoco. A decir verdad, estoy desesperado. Sólo por esto seguí tu tentación. Si quieres saberlo, me siento completamente miserable.
»El vacío por encima, el vacío por abajo y, en medio, un puñado de tierra —continué, mientras empezaba a tener unas enormes ganas de llorar—. Incluso la belleza es tan sólo un espejismo y puedo ver la mueca de la calavera detrás de tu suave rostro. Y no hay nada más. Por esto sería lo más sencillo si mandases a alguien que me matara. Pero no lo harás. Me harás algo mucho peor. En tus brazos, me quieres llevar a la tristeza y a la vergüenza de la tierra de una tumba.
—¿De verdad eres infeliz? —me preguntó, interesada—. Yo también lo soy. Y no bebas más vino, no te conviene. Todo es mucho más agradable si no te emborrachas.
—No digas tonterías, loca —le solté, irritado—. Dame un trago de vino, porque soy como un tonel agrietado y hasta mis conocimientos se han escapado entre las resecas tablas. Después puedes entretenerme contándome tus penas, para que podamos ser infelices juntos y, pecho contra pecho, llorar las miserias de la vida. Luego cuéntame tu filosofía para que aprenda de ella.
Me miró apreciativamente y contestó:
—Te daré más vino si primero me besas. También comprenderás mi filosofía si quieres besarme.
—Muy bien, trato hecho —dije. La agarré y la besé. Ella se agarró a mí y contestó a mi beso de una manera que me sobrecogió. Parecía que se hubiera abierto un infierno lleno de llamas dentro de mi boca. Jadeante, se retorció entre mis brazos hasta que una buena parte de su cuerpo quedó expuesta, de cintura para arriba. Al relajarse, se cubrió los pechos con las manos y susurró:
—No, no, no debes hacer esto.
Me apartó de ella y, al cabo de un instante, se levantó sin molestarse en tapar su hermosa desnudez y me sirvió más vino, pero sólo media copa. Su vestido colgaba de uno solo de sus hombros. Por ello, le pregunté:
—¿No tienes frío?
—No, no tengo frío —contestó—. ¿Entendiste mi filosofía? —me preguntó.
—Quizás —contesté—, aunque parte de ella aún me queda por adivinar, pero tenemos toda la larga noche por delante. Como griega, eres una sofista y, según puedo observar por tu comportamiento, eres también por lo demás una mujer bien educada. Por esto me gustaría que me expliques asimismo con palabras tu filosofía, antes de demostrármela con hechos.
—¿Hablas en serio? —me preguntó, asombrada—. ¿Eres de madera o de hielo? Ten cuidado, porque tu frialdad pronto me haría enfadar.
—El gato también se queda a veces sin el ratón, si tiene demasiada prisa —le dije, bromeando, mientras una risa producida por el vino burbujeaba dentro de mí, hasta que me parecía que mi cuerpo entero estaba lleno de suave espuma. A decir verdad, a mis ojos era muy bella y yo la miraba experimentando un placer desapasionado, como si estuviera contemplando la escultura más hermosa.
—Soy mujer y pienso con mi cuerpo —dijo—. Ésta es mi filosofía. Los hombres más sabios se suben hasta el cielo y cuentan con números las medidas de las esferas. A los místicos se les revela la luz de la verdad cuando se hunden, rezando y ayunando, en las profundidades de sus meditaciones. Los hombres se imaginan que andan inmensas distancias en las alturas del universo y en las profundidades de su propia alma. Para mí, todo esto son tonterías. Durante el breve momento del éxtasis, experimento en un punto muy concreto de mi cuerpo una sensación ilimitada, que me da mucho más que lo que jamás pueda sentir toda la sabiduría y toda la filosofía masculinas. Ésta es mi filosofía. Para mí es la verdad que yo comprendo, pero como teoría es igualmente imposible de demostrar como las de los hombres cuando dicen que han encontrado la verdad.
—Tu verdad es un pecado y tus palabras, una blasfemia, mujer desvergonzada —dije.
La mujer me acarició levemente una rodilla, moviendo lentamente su mano por mi cuerpo hacia arriba, y dijo:
—Hay muchas clases de verdad, unas para los avanzados y otras para los que no lo son. A mí me han asegurado que, para una persona avanzada, ya nada es pecado. Incluso dentro de la Iglesia, ha habido doctrinas según las cuales el placer de los sentidos es deseable y no se debe prohibir, aunque estas doctrinas hayan sido consideradas como herejías. Sin embargo, mi razón de mujer no puede asimilar las doctrinas esotéricas. Sé solamente que la Iglesia gobierna los medios de la Gracia mediante una sabiduría teológica que no está al alcance de los legos. Fuera de la Iglesia no existe la salvación, se esté en pecado o sin él, pero a través de la Iglesia siempre tendré la Gracia a mi alcance, por muy pecadora que sea. Entonces, si mi verdad es pecado, siempre tendré ocasión de arrepentirme cuando sea vieja y fea y esté cansada de mi verdad.
Intentando calmarla, le así una mano y le pregunté, enfadado:
—¿Qué intentas hacerme?
—Sólo enseñarte mi filosofía —contestó, respirando aceleradamente—. Quítate estas molestas ropas y veremos qué filosofía es más fuerte, la tuya o la mía.
—Tendré frío —dije, resistiéndome.
Pero el vino apagaba mi sentido del pudor e hizo que la ropa empezase a molestarme.
—No temas, no tendrás frío —respondió, arrodillándose delante de mí y empezando a desabrochar las hebillas de mi traje. Y tenía razón. No tuve frío.
Pero sus expertas caricias demostraban que era verdad todo cuanto le había dicho de ella. No sentía amor hacia mí. Me manipulaba como a una máquina, cuya mecánica sus labios y sus dedos conocían hasta el último detalle. Todo me lo hizo fácil y mi inexperiencia sólo le produjo placer, hasta que el mío me hizo temblar como si sintiera un punzante dolor y mi fuerza de vida salió de mí a borbotones, igual que la sangre de una arteria cortada. Entonces ella se estremeció, abrió los ojos mirando a lo lejos, y sus pupilas quedaron inexpresivas como las de una muerta. Luego sonrió, me miró y volvió a empezar, continuando su horrible juego hasta que me sentí mareado y no pude más.
Entonces se puso muy tierna, me acarició levemente las mejillas y los costados, me dijo bellas y tiernas palabras y me susurró al oído:
—Todavía eres un niño. Eres un muchachito encantador. Pero, créeme, las personas están terriblemente solas en el mundo. Las palabras son sólo unas señales incompletas y te hacen equivocar. Nunca puede el hombre conocer a otro por las palabras. Únicamente en la cama dos personas pueden encontrarse y sentirse la una cerca de la otra. Cuando dos personas se encuentran en la cama sin querer hacerse daño, es la representación de la amistad sublime. Es una cosa de la que jamás tendrás que arrepentirte.
Así me habló después de haberme dejado completamente exhausto, de haberme utilizado para su propio placer y de haberme producido un inmenso placer a mí también. Así me enseñó, y esta filosofía suya me gustó más que la primera, así que caí en un profundo sueño sin tener ya miedo alguno de ella.
El sol ya había salido cuando me despertó por la mañana, vestida con su capa verde.
—Es hora de levantarse —dijo—. Lávate y come. Luego ven al jardín. Te quiero dar un recuerdo para que no me olvides. Pero después tendrás que irte y nunca más debes volver a verme.
Me levanté de la cama, y jamás había sentido el agua tan fresca y viva en mi tibia piel. Me vestí rápidamente y sentí mi cuerpo más ágil que antes; el mero hecho de moverme me producía como un encantamiento. Estaba muy hambriento y comí todo cuanto quedaba en la mesa. El comer me produjo placer. Sólo sentía la cabeza un poco pesada. Sin remordimientos, bebí un poco de vino. Un delicioso y acariciante temblor pasó por todo mi ser, como si hubiese renacido en una mañana paradisíaca.
Al salir al jardín, me quedé deslumbrado por un raro sol de noviembre. Encima de mi cabeza, el cielo tenía un intenso color azul. En el jardín, protegido por muros, no se sentía el viento y hacía calor como en verano. Vi a la mujer de pie al lado del estanque de agua bordeado de piedras verdes, y cuando me acerqué a ella vi un par de peces grandes que nadaban en el agua cristalina, moviendo lentamente las aletas. Al moverse, se podían ver los plateados costados moteados de púrpura.
La mujer fingía no verme. Con los ojos medio velados y soñadores, dejó caer la capa verde y quedó desnuda al borde del estanque. Con lentos movimientos, tomó una bandejita de plata y empezó distraídamente a tirar a los peces unas bolitas que parecían de cera. El agua se movía levemente cuando los peces se acercaban para comer. Con delicados movimientos, la cabeza baja como si meditase, daba de comer a los peces, consciente en todo momento de su belleza. A la luz del sol su cuerpo parecía de oro y de marfil. Sin mirarme ya, hizo un movimiento con la cabeza indicándome que tenía que marcharme. Lo entendí, al igual que entendí lo superfluas que hubieran sido las palabras en aquel instante.
Ya al lado de la puerta, miré su cuerpo tan bellamente redondeado y sus soñadores movimientos, sin sentir deseo, deslumbrado tan sólo por su hermosura. Luego me fui, sabiendo que no olvidaría jamás esta última visión. A pesar de que su belleza era sólo una cáscara vacía y sus pensamientos, lujuria premeditada, experimenté una gran gratitud hacia ella por separarse de mí de una manera tan bonita.
Me había enseñado a conocer mi cuerpo, el deseo y el placer, pero si se imaginaba que había logrado que yo asimilara su filosofía o la echase de menos, se equivocaba. Cuando aborrecía el placer, no sabía exactamente de qué huía en las mujeres. Ahora sí lo sabía y mi experiencia me hizo fuerte, porque supe que el placer no valía la pena de que jamás me entregase ciegamente como esclavo de mi propio cuerpo, siguiendo mis pasiones. En sus brazos, y a pesar de mi embriaguez, había conservado mi frialdad y mi capacidad de deliberar, y al mirar su rostro durante el fugaz momento de su éxtasis había visto en sus ojos que el placer era el hermano de la muerte. Yo era el señor, y la pasión era el esclavo que yo podía someter y poner a mi servicio, si quería. Esta seguridad me hacía fuerte.
Mientras me dirigía al puerto, mi seguridad creció y comprendí que aquella mujer, con su filosofía, sólo era una persona débil, falible y equivocada, que en su obcecación intentaba adornar la cárcel de su cuerpo con un delicioso nido de placeres. No se la podía condenar, sino únicamente compadecerla, porque sería castigada ya durante su vida. Después de perder su belleza, debería experimentar que lo único que quedaba era su deseo, que la torturaría hasta el final de sus días y la reduciría al nivel de los animales. Había elegido el camino del infierno carnal y un día, cuando procurase dejarlo, debería darse cuenta, horrorizada, de que ya era demasiado tarde.
Todo esto me imaginé que comprendía con la perspicacia de mi juventud y con mi crecida propia estimación. Un dulce fuego seguía correteando por mi cuerpo y no experimentaba arrepentimiento ni dolor por mi pecado y mi caída. Todo lo contrario, sentía que había crecido y que mis conocimientos habían aumentado. Externamente era pobre, pero me vanagloriaba de mi pobreza porque mi secreta seguridad me decía que dentro de mí había algo que el más rico me hubiera podido envidiar. Con la pasión como arma, el cuerpo humano podía hacerse sonar como cualquier instrumento de música y sacar de él todas las notas a voluntad, desde el éxtasis hasta la más honda desesperación. Eran las mujeres las que mejor sabían hacerlo, volviendo locos a los hombres más sabios y llevándoles a hacer tonterías, pero el hombre que aprendiera el mismo arte podía, fríamente, aprovecharse de las mujeres si lo deseaba, y ni el más protegido pudor, ni la más ferviente religiosidad, ni la mejor educación, protegían a la mujer del acoso de un seductor.
Un irresistible impulso me llevó a través de la ciudad hasta la basílica de Santa Sofía. Sus pilares no me cayeron encima, ni lloraron por mí las imágenes de los santos con sus doradas facciones. La cúpula de la sabiduría se elevaba a alturas vertiginosas sobre mi cabeza y no me sentía pecador, sino que mi mente estaba abierta y fríamente despejada. Se había escrito: «Pobre del que produce la tentación». Pero uno se podía salvar después de caer en la tentación, porque el mayor pecado era el de seducir premeditadamente a otra persona. Yo había encontrado la tentación, y la tentación estaba en mí en forma de posibilidad de usar mi poder sobre los demás para llegar a mis propios y egoístas objetivos. En el resplandor de pórfido y mármol pulido, oro y piedras preciosas, el Tentador, en forma de mi persona, paseaba por la iglesia más maravillosa de la cristiandad. Yo era el ángel caído, el sirviente del negro dios si quería someterme a servirle para ganar el mundo entero.
Pero yo no quería hacer tal cosa. Anhelaba sabiduría y más sabiduría. La riqueza y las joyas, las valiosas ropas y los placeres de la mesa sólo ataban al hombre y le esclavizaban. Como si hubiese tenido una aparición, de repente vi con claridad que este maravilloso templo, con todos sus tesoros, con sus pilares de pórfido originarios de templos paganos y con todo su lujo, era tan sólo un edificio erigido por manos humanas, en cuya fría penumbra se hallaba enterrada la fe viva. La basílica reflejaba tan sólo la ambición humana, el estúpido orgullo humano por vencer todas las anteriores maravillas de la arquitectura. Era una maravilla hecha por el hombre y no por Dios. La fe estaba muerta y enterrada. Usando los medios de la Gracia, los santos sacramentos, la Iglesia seguía adelante, pero vacía por dentro. Se podía encontrar a Dios más fácilmente en el más pobre corazón humano que en esta abominable y muerta maquinaria de costumbres, leyes y teología. Pero si alguien tuviera la valentía de elevar su voz para manifestarlo, sería lapidado, quemado en una hoguera o expulsado de entre los hombres como el peor hereje.
Asustado por mis propios pensamientos, regresé al puerto por una tortuosa callejuela y subí al barco, sin ni siquiera mirar la casa inclinada en la que me había imaginado conocer el amor celestial. Tan totalmente, como una sombra, se había alejado Ana de mi pensamiento.
Sin embargo, ella no me había olvidado. Al día siguiente un marinero vino a decirme, burlón, que alguien preguntaba por mí en el muelle.
—Una muchacha —dijo— delgada como una gallinita desplumada. Y está llorando. Espero que no la hayas seducido. En tu cara se puede ver la hipocresía. ¿Dónde estuviste hace dos noches?
Me dio un codazo en el costado, guiñó un ojo y propuso:
—Haz que entre en el barco y la compartiremos. Un pecado compartido es más llevadero.
Supongo que no tenía tanta malicia, sino que sólo se sentía curioso, ya que los marineros tienen la costumbre de jactarse de las cosas más terribles que dicen haber hecho o que están dispuestos a hacer, aunque, a la hora de la verdad, son buena gente y se muestran piadosos, sobre todo estando en peligro de naufragio. Al menos sabían rezar con igual fervor que con el que blasfeman en tierra firme. Por ello no presté atención a sus insinuaciones, salí al muelle y, experimentando gran irritación, encontré efectivamente a Ana, tapada hasta la cabeza con un velo barato; una cesta le colgaba del brazo. Algunos marineros se habían reunido a su alrededor y la molestaban, tirando de su velo para verle la cara, invitándola a embarcar para conocer la nave y explicando detalladamente lo que iban a hacerle en cuanto estuvieran bajo la cubierta. Cuando llegué, me hicieron sitio fingiendo respeto, dándose golpecitos entre risitas y señalándome con el dedo. Ana se agarró a mi brazo, temblando de miedo. La saqué rápidamente del muelle y la acompañé otra vez a la ciudad, preguntándole enfadado por qué había puesto en peligro su reputación viniendo al puerto, que, sin acompañante, sólo era visitado por las malas mujeres.
—Por Dios, Ana, ¿qué más quieres de mí después de haberte dejado en paz? —pregunté.
Me miró con los ojos llenos de lágrimas y su rostro era tan pequeño y estaba tan pálido que parecía todo ojos.
—Se ha fijado la fecha de tu salida —contestó—. Tenía que verte una vez más.
Su rostro tenía las facciones tan finas y era tan inocente como la imagen de la Virgen en la iglesia de los Apóstoles. Comprendí bien el esfuerzo que había tenido que hacer para acudir sin protección al sucio y bullicioso puerto. Creo que sentía como si algo se hubiera roto dentro de ella, al darse cuenta de que ningún orgullo ni pudor femeninos pudieron impedirle buscarme. Como era consciente de ello me sentí halagado. Cuando la miraba y la sentía temblar a mi lado, tuve un vago recuerdo del encantamiento de la primera vez que nos vimos. De nuevo era a mis ojos como un ángel que había tenido que bajar de la luminosidad del cielo a las tinieblas de la tierra. Tuve la sensación de que su cuerpo hubiera brillado bajo las sencillas ropas, como una lámpara de alabastro.
—Ven, te acompañaré a casa —dije.
Me siguió humildemente, pero no me dirigí colina arriba, sino que empezamos a caminar desde la puerta de San Marcos, entre la muralla y el borde del agua, hacia la iglesia de San Demetrio y el pilar gótico. Allí, en una empinada colina, había viejos árboles y trozos medio enterrados de los pilares de un antiguo templo pagano. Desde una terraza de aquella colina, podíamos ver las murallas de la costa y sus torreones, Pera con sus edificios al otro lado del puerto, el azul del Bósforo y las olas del mar de Mármara con sus chillonas aves.
—Aquí estamos a solas —dije, y me senté en el suelo. Ana extendió su capa y se sentó a mi lado, tapándose púdicamente los pies. Al mirarla, sentí de repente mucha hambre. Palpé la cesta que ella había traído, partí un trozo de pan y, con mi cuchillo, corté un pedazo de queso. Cuando me puse a comer todo volvió a ser natural y entonces pude sonreír de nuevo.
—Supongo que me alegro de volver a verte —dije—. Perdóname si me enfadé al principio. Seguramente fue por culpa de los marineros.
—Has cambiado —me dijo, mirándome fijamente a la cara, asustada—. Ya no eres el mismo de entonces.
Me encogí de hombros y mordí el pan, que me supo a maravilla ya que estaba hambriento. La tierra estaba fría debajo de mí, pero el contacto del suelo le supo a maravilla a mi cuerpo, el roce del viento en mi cara era también una maravilla y, con tantas cosas que me parecían maravillosas, aspiré el húmedo aroma de la hierba marchita.
—Me alegro al verte comer —dijo—. Me alegro al ver tus blancos dientes y cómo se mueven tus mejillas. Me alegran tus largas pestañas y la frialdad de tus ojos. Me alegran tu frente y tus cabellos. Eres muy bueno dejándome mirarte una vez más. Voy a encerrar en mi corazón cada rasgo tuyo para no olvidarte nunca.
—No digas tonterías —le interrumpí—. Tú eres la hermosa, y no yo.
Y era verdad. Al mirarme con sus brillantes ojos estaba tan etéreamente bella y tan lejos de mí, que no tuve ganas de tocarla.
—También fuiste bueno no viniendo la noche del domingo —continuó en voz baja y desviando la mirada.
—¿Me esperaste? —pregunté.
—Sí, te esperé —susurró—. Sí —dijo en voz más alta—. Te esperé detrás de la puerta hasta que se puso la luna. Mientras esperaba tuve frío y estuve llorando. Temía tu llegada. Pero, en mi corazón, supongo que sabía que no vendrías. Fuiste bueno no viniendo. Quizás a última hora no hubiera podido negarte lo que querías. Había decidido negártelo. Te esperé sólo para decirte esto. Sin embargo, fuiste bueno no viniendo.
—No era bondad —contesté, tomando una de sus manos lentamente—. Así que me esperaste sólo para decirme «no». ¿Es cierto?
Confusa, intentó retirar la mano.
—No lo sé —susurró—. Tu voluntad es más fuerte que la mía. Yo ya no tengo voluntad. Te amo demasiado. Te tengo miedo, pero a la vez te añoro. Te añoro demasiado.
—Ya se te pasará cuando me haya ido —le dije—. Los que tienen experiencia dicen que la añoranza pasa rápidamente.
Me miró con fijeza e hizo una mueca como si fuera a llorar.
—Has cambiado —repitió—. Ya no eres el mismo. ¿Qué te ha ocurrido?
—Adelante, llora —dije—. Tus lágrimas me producen placer. Tengo curiosidad por ver lo fuertes que son los sentimientos que puedo inspirar en ti, hablándote y tocando tu mano.
—¿Qué te ha ocurrido? —exclamó, en voz más alta—. ¿Alguien te ha hecho daño?
—De ninguna manera —contesté y, aun sin querer, mis labios empezaron a temblar—. Sólo me han hecho favores.
La tristeza me atravesó el cuerpo como un puñal, desde la cabeza hasta los pies.
—¿Por qué no me dejaste leer tranquilamente aquel día en tu casa? —le pregunté, en tono acusador—. ¿Por qué me despertaste para que te mirase a los ojos? Yo te creía un ángel, pero no pueden mezclarse el fuego y la tierra. Vence la tierra y apaga las brasas. Tú me condenaste y me ataste a un tiempo, un lugar y una red de circunstancias. Quizá no fue culpa tuya. Quizá fue sólo una quimera el que yo fuera libre antes de verte.
La muchacha meditó sobre lo que le había dicho y su razón griega me comprendió mejor de lo que esperaba.
—Pues seamos tierra juntos —me susurró—. Bebamos de la copa del tiempo y del lugar, ya que ambos sólo somos humanos. Ya no dudo. Bendigo la maldición del tiempo y del lugar, si tú los compartes conmigo.
—¿Para qué va a servir ya? —le pregunté, irritado.
Me miró, pálida por la decepción, y por vez primera experimenté la terrible capacidad femenina de saber más de lo que dicen la razón o los ojos. Cuando ama, hasta una niña es mujer, y una inocente sabe tanto como una persona experimentada. Era una niña y una mujer en el mismo cuerpo, la que me preguntó:
—Aquella otra, ¿era mucho más bonita que yo?
—Tonterías —contesté—. Su belleza era una belleza artificial. Era bella como uno de los pájaros mecánicos de las doradas jaulas de Blachernai. Como ellos, también sus plumas eran de seda multicolor y sabía cantar. Al juntarme con ella no hice daño a nadie. ¿Quién puede dañar a un pájaro sin vida? Tú eres un pájaro vivo. Todavía no estoy preparado para hacer daño a otra persona. Pero ya llegará la hora. Ahora ya lo sé.
Se echó al suelo, se cubrió la cara con las manos y se lamentó:
—¡Oh, si hubieras venido, a pesar de todo! ¡Si hubieras venido! Así me haces más daño que habiendo venido.
—Estás loca —dije, estúpidamente—. Estando las cosas como están, nada malo ha ocurrido entre nosotros.
Con un gesto brusco se levantó sobre las rodillas y, con un vivo rubor en el rostro, respirando entre sollozos, me agarró el pelo con ambas manos y me zarandeó hasta que temí que se me soltara la cabeza.
—¡Al menos podrías haberme mentido! —gritó—. ¡Podrías haberlo negado todo, podrías haberte reído y podrías haberme llamado tonta por pensar ni siquiera en semejante cosa! Incluso hubiera preferido esto. En seguida lo noté en ti, a primera vista. Pero, si me hubieras mentido, habría querido creerte y negar lo que vieron mis propios ojos. Eres un indecente y desvergonzado libertino, un seductor y un cínico y no te mereces ni tan siquiera una mirada de mi parte.
»Realmente, ¿es mucho más guapa que yo? —siguió diciendo—. ¿Cuántas veces la has visto y has venido viéndola todo este tiempo, mientras me tentabas a mí, que soy una pobre muchacha? ¿Qué sabes de mí? ¿Crees que yo no hubiera sabido amarte, si ni siquiera quieres tocarme? ¿Qué es lo que quieres de mí y por qué me torturas?
Su furia me asustó de verdad. Aguantando la cabeza con mis manos e intentando arreglarme el pelo con los dedos, le respondí:
—¡Estás como poseída, ya no te conozco! No soy yo el que te molesta, sino que tú eres la que vas detrás de mí, y no tengo por qué darte cuenta de mis actos.
—Sí que tienes —dijo—, y nunca podré perdonarte el que te hayas comportado conmigo de una manera tan falsa y engañosa.
Para defenderme, la cogí de las muñecas y la acusé:
—Te portas como si estuvieras endemoniada.
Se esforzó para liberar las manos, pero no con demasiado tesón.
—Quizás esté endemoniada —contestó—, pero eres tú quien me ha embrujado. Bien, adelante, usa tu fuerza física ya que estoy a tu merced y me has sacado de quicio. Supongo que fue por esto por lo que me trajiste a este apartado lugar, donde no hay nadie que nos pueda ver.
Asustado, la solté en el acto. Era evidente que a ella no le agradó mi gesto, pero bajó la cabeza y empezó a tirar nerviosamente de los tallos de hierba que tenía al alcance. Al rato, me miró con ojos melancólicos, levantó una mano para acariciarme el pelo y me preguntó en tono conciliador:
—Espero no haberte lastimado la cabeza.
El roce de su mano era tierno y delicioso y, por una razón desconocida para mí, me entraron ganas de llorar.
—Supongo que te quiero, Ana —dije—, pero no te amo lo suficiente y creo que no tengo capacidad de amar. Por esto, perdóname por haberme entrometido en tu vida y por haber turbado tu mente. Tú eras inocente y la culpa fue mía.
Me miró y reconoció con toda sinceridad:
—No soy tan inocente como te crees. Me avergüenzo de ello, pero yo quise atraparte. Ahora ya comprendo que no puede ser. Fue a petición mía que mi padre te hizo una oferta que algún otro hubiera aceptado encantado. Cuando vi que a ti te asustaba, me desesperé y pensé que si me seducías ya no podrías dar marcha atrás y te podría obligar a casarte conmigo. Por esto te esperé aquella noche, pero tú no viniste. Aún hace un momento pensé que podría seducirte. Hasta este punto me siento atraída por ti. Hubiera estado dispuesta a ponerlo todo en juego, porque existía la pequeñísima posibilidad de que, una vez te hubiera hecho violarme, tu conciencia no te hubiera permitido dejarme en un apuro. El demonio ha hablado en mí, pero ya pasó y sé que tú no eres para mí.
—No puedo, no quiero comprometerme —le contesté con humildad—. A ti sólo te traería desgracia. Intenta comprenderme un poco, también.
Pálida como la muerte, me dijo:
—Ya lo comprendo. Tú no me amas. Quien ama sólo soy yo.
No pude contestar a esto. Se levantó, sacudió la capa y se volvió a cubrir con ella. Hacía tanto frío que temblaba. El Bósforo estaba delante de nuestros ojos como una ruta a los países lejanos. Sin mirarme, sacó del fondo de su cesta un libro encuadernado con tapas de madera.
—Te interrumpí cuando estabas leyéndolo —dijo, entregándome el libro—. Por favor, continúa desde donde llegaste.
Confuso, tomé el libro de sus manos. Era aquel gastado ejemplar de La Ilíada que yo había estado leyendo en la tienda de su padre cuando ella se me acercó, tocando mi brazo y pidiendo que me sentara para secar mi ropa.
—¿Qué? ¿Me lo regalas? —le pregunté, incrédulo—. No lo puedo aceptar. Es un libro muy valioso.
Pero la tentación me venció y empecé a hojear con dedos anhelantes las páginas gastadas por las esquinas y, con ojos hambrientos, devoré las inmortales estrofas.
—Es un regalo mío para que, alguna vez, te acuerdes de una muchacha griega muy pobre y desdichada —me dijo Ana.
—Pero —dije, aún dudando y sintiendo que mi orgullo se rebelaba—, yo no tengo nada para darte.
—Ya me has dado bastante —respondió, misteriosa, intentando sonreír, aunque sólo una dolorosa mueca se le formó en los labios—. ¡Si yo amo estos dedos tuyos llenos de curiosidad y esta encantadora mirada de tus fríos ojos! Permíteme el placer de poderme imaginar alguna vez, pensando en ti, que soy un libro entre tus manos. Un libro que vas leyendo hasta que esté gastado y manchado, un libro que tocan tus dedos y miran tus ojos con más encantamiento que al tocarme y verme a mí. Como contrapartida, me basta con esto.
Desvió su cabeza sin poder contener las lágrimas de su amargura. Regalándome, en su pobreza, aquel valioso libro, me despedía como una princesa a un mendigo. Yo le debía el que se pudiera anotar esta victoria y ninguna vanidad ni orgullo herido pudieron detener mi exuberante alegría.
—¡Ana, querida, querida Ana! —exclamé—. ¿Cómo podré jamás agradecértelo bastante?
Por un imperativo de mis sentimientos, la abracé y besé cálidamente sus inertes labios, y con los míos enjugué las lágrimas que le brotaban de los ojos. Ella sólo exhaló un suspiro, sin responder a mis besos, se retiró de mis brazos, me miró con ojos centelleantes por el odio, y dijo, con desprecio hacia ella y hacia mí:
—Si algún día vuelves a Constantinopla, Juan el Peregrino, sabes que quizás aún queden otros libros importantes en la tienda de mi padre. Rezaré para que tengas buen viaje y para que no te ahogues en el mar abrazado a un libro.
La acompañé hasta la esquina de la casa de su padre y ya no intercambiamos muchas palabras. Bajo mi brazo, el pesado libro me producía una sensación de palpitante alegría, y en mi interior supe que nunca más en la vida recibiría un regalo que me produjera el mismo júbilo. Al caminar al lado de Ana, lo único que sentía era una impaciencia irrefrenable por retirarme a mi soledad para poder leer a Homero en un libro de mi propiedad. Aquel júbilo venció a todo sentimiento de culpabilidad en mi corazón y, para despedirme, le besé las manos y le sonreí como si estuviera embobado. Pero algo en Ana se había endurecido y cerrado para mí cuando me entregó su regalo, y yo lo acepté como si de esta manera ella se hubiera librado de mi poder.
Por el hecho de poseer un valioso ejemplar completo de La Ilíada era yo más rico que nunca en mi vida, pero pronto me percaté de que mi riqueza me ataba, porque tuve que tomarme muchas molestias para esconder el libro, temiendo sin cesar que alguien me lo robase. El doctor Nicolás me permitió que usara su diccionario para leerlo, pero mi euforia inicial se esfumó pronto y, en los momentos de cansancio, cuando se me nublaba la cabeza hasta que no entendía nada al hojear sus páginas, me invadía una terrible sensación de que Ana, al entregarme el libro, me había entregado también su cuerpo, de forma que era a ella a quien tocaba y a sus ojos a los que miraba al hojear las páginas del libro y al descifrar sus palabras.
Llegó el día de nuestra partida y, después de un indescriptible desorden y bullicio, el emperador embarcó por fin en su galera de tres remos y de proa dorada, una vez celebradas innumerables ceremonias consagradas por la tradición. Al caer la tarde, con la música de las trompetas y de los tambores, con cientos de estandartes ondeando en los mástiles, al ruido de las salvas de los cañones y con los habitantes de Constantinopla agitando banderas y trapos blancos desde las murallas y las colinas, nuestras galeras salieron del puerto desfilando solemnemente detrás de la galera imperial. Soplaba la brisa nocturna procedente del Bósforo, se izaron las velas y pronto desaparecieron en la penumbra las doradas cúpulas y las grises torres de las iglesias.
Sin embargo, no tuve tiempo para melancolías, porque el barco estaba lleno hasta los topes y el recogimiento de los rezos al partir cambió bruscamente en disputas, codazos, palabrotas y hostilidad entre los griegos y los latinos. A pesar de que, además de los barcos fletados por el Papa, el emperador había añadido al convoy sus dos grandes buques, se había visto obligado, por falta de espacio, a cargarnos con algunos de los miembros de menos rango de su séquito, a los que el patriarca José había añadido un numeroso grupo de monjes. El mismo emperador llevaba consigo su caballo, sus perros, y hasta su halcón de caza, de forma que los relinchos y los ladridos se oían por encima del agua. Yo tuve bastante trabajo para encontrar un rincón tranquilo donde dormir y para defenderlo con los puños, porque los griegos dieron por descontado que tenían el privilegio de escoger los mejores sitios. Poco faltó para que los marineros, hartos ya, no echasen a alguno de ellos al agua, la primera noche.
El viaje no comenzó con buenos augurios, pero lo peor quedaba todavía por venir.