II

El otoño y el invierno que pasé en Basilea representaron el purgatorio de mi vida. De los escribanos del cardenal Cesarini, yo era el que menos sabía y el más joven de todos, lo cual me hicieron sentir de amarga manera. En la sala de los escribanos me asignaron un puesto al lado de la puerta y me encargaron las tareas más desagradables. Aquellos secretarios mayores que, en ausencia de su superior, eran unos descarados y unos charlatanes, me acechaban como lobos. A mi llegada, sólo vieron en mí a un rival en los favores del cardenal, e hicieron todo cuanto estaba en sus manos para impedir que se me encargasen trabajos que me hubiera merecido y, en general, evitar que el cardenal me viera para que yo pudiera demostrarle mi buena disposición en servirle. Sólo me tenían en consideración cuando, para sobornarlos y evitar que me molestasen, iba corriendo a la taberna a buscarles una jarra de vino. Y aún entonces se burlaban de mí porque yo no bebía.

Yo tenía una buena caligrafía y no me equivocaba al copiar cartas en latín. Era ésa una cosa que no podían perdonarme, porque un par de ellos habían estudiado en la universidad. Para disimular su propia estupidez, se aprovechaban de mi ignorancia de la teología y del Derecho canónico y debatían entre ellos las conclusiones y decretos del Santo Concilio, como si fueran los estudiosos más ilustres. Yo opinaba que estaban malgastando su tiempo en cuestiones estúpidas e irrelevantes, hasta el punto de que ya no entendían qué era un concilio y qué ocurría en él.

Porque yo opinaba que de ninguna de las maneras el concilio era santo, aunque partía de la base de que el Espíritu Santo decidía los resultados de las votaciones y, en consecuencia, esta reunión representaba el máximo poder decisorio de la Iglesia, al que el mismísimo Papa tenía que someterse. Si la ciudad de Basilea se enriquecía al tener como huéspedes a los cardenales, obispos, prelados, abogados y sacerdotes del concilio, en mi opinión la mayor riqueza la traía el desorbitado consumo de vino e igualmente desorbitado gasto de papel. Con amargura pensé que si hubiera querido hacerme rico, debería haber fundado una fábrica de papel o me hubiera tenido que emplear como conserje de un prostíbulo. Aquellos hombres, seguramente reunidos en principio con buenas intenciones y propósitos de mejorar la Santa Iglesia mediante la guía del Espíritu Santo, hacía tiempo que habían abandonado la idea de corregirse primero a sí mismos. Se habían contagiado de una peste intelectual, en una ardua competencia por el éxito, el rango y los puestos de honor. Si, después de en su propio bien, pensaban en algo más, era en el bien de su nación, su rey o su príncipe. Entre aquellos quinientos o seiscientos representantes había igual número de opiniones, y el voto de un humilde sacerdote o abogado laico pesaba lo mismo que el de un obispo o el de un cardenal. Ni la razón, ni la sabiduría, ni siquiera la argumentación más brillante causaban ya efecto sobre ellos, sino que quien obtenía la mayoría a su favor era el que con más vehemencia gritaba. Me parecía ver los sofocantes miasmas de odio y de blasfemia rondar las callejuelas de Basilea durante los neblinosos días de invierno.

Pero —pensé— en Basilea se reunían asimismo los hombres más sabios de su tiempo, los estudiosos de Virgilio y de Cicerón, que podían dispersar la niebla dejando que saliera el sol, el sol de los poetas de Grecia y de Roma. Era la compañía de aquéllos la que yo anhelaba, y era por ellos que yo había acudido a Basilea. Y el más famoso de todos era Eneas Silvio, un dialéctico y un poeta alrededor del cual se había congregado la pequeña academia de Basilea, que es como se autodenominaba aquel grupo. Según me contaron, en sus tertulias, Silvio hacía brillar su inteligencia. Empero, aunque sólo tenía el rango de secretario del cardenal de la Santa Cruz, yo no me podía imaginar cómo acercarme a él para escucharle, siendo sólo el más humilde de los secretarios de Cesarini. Tanto como temía y respetaba a los cardenales y obispos, muchísimo más, casi con veneración, respetaba yo a aquel Eneas Silvio.

Muchas fueron las veces que rondé su casa e incluso lo vi, rodeado de alegre compañía, sin atreverme a dirigirme a él, debido a mi juventud y timidez. En la sala de los escribanos se hablaba mal de él, pero yo no podía ni quería creer nada malo de un poeta. Consideraba las críticas como mera malicia por parte de unas sotanas negras, ahorcadas en los nudos de la teología.

—Lleva contigo una jarra de vino y una muchacha hermosa —me aconsejaron sarcásticamente—, y ya puedes estar seguro de su favor, mientras dure el vino. Y, en cuanto a la moza, pronto inventará para ella un nombre en latín.

Si yo hubiera sido mayor y más rico, quizás habría considerado seriamente este consejo, dado que, durante el concilio, no faltaban en Basilea muchachas bonitas y ligeras de cascos, pero en mi ignorancia pensaba que me habían dado aquel consejo sólo como una broma más. Por fin, la suerte acudió en mi ayuda. Me enviaron a llevarle una invitación del cardenal para cenar, ya que, en todo caso, yo tenía que hacer tareas de recadero. Él disponía de una habitación propia en una casa burguesa, lo cual era un gran lujo en Basilea, que se había quedado pequeña ante la avalancha de los innumerables visitantes. Llamé a la puerta con los nudillos y una voz cansina me exhortó a entrar. Hacía rato que era de día, pero el poeta aún no había logrado despegarse de las sábanas.

—Cierra la puerta con cuidado —dijo con voz quebrada—, no hagas ruido y habla en voz baja, porque mi cabeza está a punto de estallar.

La habitación estaba llena de papeles y de libros, esparcidos por todas partes. En la mesa había copas vacías, y en el suelo, una hoja de papel llena de escritura, manchada con la huella de un zapato embarrado. Incluso en su lamentable estado, Eneas Silvio era un hombre hermoso. Sus ojos eran grandes y brillantes, sus labios, carnosos, y su nariz, recta.

—¿Estás enfermo? —pregunté, angustiado.

—Estoy aquejado de un fuerte reumatismo —respondió—. Si en este mundo de bestias y traidores quedase un alma misericordiosa que tuviese una chispita de amor cristiano, sacaría mi bolsa de debajo de mi almohada, tomaría dinero y se iría corriendo a la taberna para comprarme una medida pequeña de vino italiano. Está casi ahí enfrente y encima de la puerta tiene una gavilla de paja.

Alcancé la bolsa de debajo de su almohada, pero estaba vacía. Él se mostró muy sorprendido y dijo:

—¿Es así de raquítico el agradecimiento de la gente? ¿Es ésta una manera de tratar a un poeta? ¡Yo que, en un momento, puedo escribir una elegía al estilo de Tibulo, una larga epístola según Horacio, o una sátira más brillante que las de Juvenal! Al menos, inclina la jarra que hay en la mesa por si quedase un poquito, aunque lo dudo, porque conozco a mis invitados. Con alegría comparten mi vino hasta la última gota, pero nadie se queda para compartir la tristeza de mis mañanas.

Por respeto hacia él, le dije que con mucho gusto le buscaría incluso una medida grande de vino, pagándola yo, si no desaprobaba tal atrevimiento. Se le iluminó el semblante, y todavía más cuando se enteró de que por la noche le esperaba una cena en la mesa del cardenal Cesarini.

—El talento brilla en tus ojos —dijo—. No puedo por menos que felicitar al gran cardenal por haber tenido la suerte de encontrar a un sirviente tan listo. Captas al vuelo mis propios pensamientos. Así que no dudes más, sino que date prisa antes no te arrepientas.

Fui a buscarle una medida grande de vino y, mientras tanto, él se levantó y, cuando yo llegué, había logrado enfundarse unos pantalones y se había peinado. Después de tomarse un trago, suspiró y me preguntó:

—¿Qué quieres de mí? Una amarga experiencia me ha enseñado que en esta ciudad nada se obtiene gratis. Hay que corresponder a un regalo con otro regalo, a un favor con otro. Así pues, desembucha ya.

Le contesté humildemente que consideraría un gran honor si quisiera leerme sus poesías. Me miró con suspicacia e inquirió:

—¿No te estás burlando de mí? Si fuera de noche y estuvieras borracho, podría comprender tu solicitud, pero ¡si tú ni siquiera pruebas el vino! ¿O es que quieres halagarme?

Rechacé rotundamente esas sospechas, y él empezó a hojear los papeles que había en la mesa, bebió más vino y leyó algunas poesías cortas, soltando mientras tanto risitas como para sí mismo y mirándome de vez en cuando, como si pidiera alabanzas.

—También tengo un poema de dos mil versos, titulado Nymphileis —dijo—. ¿Prefieres que te lea algo de él? ¿Por qué estás tan callado? ¿Por qué no dices nada?

—¿No ha escrito poesías sobre nada más que el vino y las mujeres? —pregunté.

—No —contestó—. No conozco temas mejores. ¿Y tú? Al menos, reconoce que he escrito con belleza y soltura sobre la alegría del vino y el goce del amor.

—Pero las ideas contenidas en sus poesías son indecentes y obscenas, y no me atraen —le dije.

Se sorprendió enormemente y dijo:

—Hasta ahora, a todo el mundo le han hecho gracia. ¿Crees quizás ser un predicador? ¿Qué importa la obscenidad, si es inteligente? ¿Y qué importa la indecencia, si está ennoblecida por la hermosa forma de una poesía? Incluso los caballeros más nobles y los eclesiásticos de más alto rango se han divertido mucho con mis poemas. En verdad, ¿quién crees que eres tú para criticarme al precio de una miserable jarra de vino?

—Lejos de criticarle —le aseguré apresuradamente—. Pero pensaba que era usted diferente. Me imaginaba que, en su corazón, había encontrado a Dios y escribía sobre ello. Me imaginaba que usted buscaba la verdad en los libros de los antiguos, porque nuestro tiempo ha ahogado la verdad en los laberintos jurídicos y en las elucubraciones escolásticas.

Se le ensombreció el rostro y me espetó:

—¡Qué sabes tú de mi verdad!

Plantándose delante de mí con su enfado, quizá me hubiera puesto de patitas en la calle, pero, profiriendo un quejido, se vio obligado a pararse y a sostener su doliente espalda con una mano. De repente, volvió a reírse.

—Me sorprendiste en mi estado más mísero e indefenso, predicador —dijo—. Si fuese de noche y hubiera muchachas coronadas de flores soltando sus risitas a mi alrededor, y la reacción del vino elevase mi espíritu a tan altos vuelos como en los festines de los romanos, entonces mi verdad estaría tan clara como el agua; tanto, que ni siquiera me molestaría en contestarte. Pero la luz natural es gris, me duele la cabeza y tengo la espalda dolorida y, a pesar de tu vino, en mi boca hay sabor a cenizas. Por eso no puedo más que aceptar sumisamente la discusión contigo, para, de esta guisa, discutir conmigo mismo también. Entonces, ¿qué buscas tú en la vida? Primero, contéstame a esto.

Pensé con detenimiento y le respondí:

—No bebo vino, las mujeres para mí son seres frívolos y no deseo exponerme a las tentaciones, para que éstas no me esclavicen. No deseo dinero ni propiedades, si no me sirven como medio para poder leer y comprarme libros a fin de buscar la verdad en ellos. No quiero mandar sobre los demás ni obligarles a que piensen como yo. Luego, ¿qué deseo? Me parece que, sencillamente, llegarme a conocer a mí mismo y, así, saber lo que deseo de verdad en lo más profundo de mi ser.

Sacudió la cabeza y me dijo:

—No, contigo no se puede discutir, porque lo que dices es demasiado bueno para ser verdad. Sólo con tu juventud puedes explicarte tus quimeras, pero me gustaría ver cómo eres dentro de diez años.

Se rió y prosiguió:

—Incluso bastarían cinco años, puesto que, con tus serios ojos, tu firme voluntad de avanzar hacia el bien y tu infantil anhelo de alcanzar la verdad, eres como un retrato de los que llegamos aquí para resolver los dilemas de la fe con la ayuda del Espíritu Santo, para conciliar a los príncipes entre sí, para terminar con las devastadoras guerras y para renovar la Santa Iglesia. Y no te rías, porque entonces también nosotros éramos jóvenes. ¡Si yo acabo de cumplir los treinta años! Es posible que, en una medida razonable, también queríamos promocionar nuestros propios intereses y satisfacer nuestra ambición. Sin embargo, guardamos el sueño de una cristiandad en la que los pueblos convivan como hermanos, los pleitos se resuelvan según los mandamientos del amor cristiano y a los hombres se les haga justicia basándose sólo en sus propios méritos.

»¿Y qué hemos conseguido? —preguntó—. Yo he alcanzado fama como poeta, la prebenda de párroco aunque ni me han ordenado sacerdote, y tengo un voto y un puesto en el Santo Concilio a pesar de que, para darme a conocer, empecé escribiendo una elocuente descripción de Basilea y de sus lugares de interés. Pero ¿qué importancia tiene todo esto, si los mismos votos y puestos los obtienen ya hasta los curas separados del servicio religioso, los cocineros y los mozos de caballerizas, con tal de que voten contra el Papa? No es de extrañar que me haya convertido en un borracho y en un libertino y ahora sólo persiga mi propio interés.

»¿O me he equivocado? —continuó—. La verdad, la justicia y el amor cristiano nunca podrán encontrar sitio en el mundo de los hechos. Por eso, un refinado sibaritismo ennoblecido por la poesía es la mejor manera de vivir para un hombre que tiene talento. Pero, en la resaca de una mañana desapacible, incluso eso sólo es una mentira entre otras, y no basta la más hermosa corona de palabras para convertir a una prostituta en una musa. Ya ahora, a la edad de treinta años, achacoso y aquejado de reumatismo, empiezo el camino por el sendero del arrepentimiento. No porque huya de Venus, sino porque Venus ha empezado a huir de mí.

»No —dijo con rechazo—, los goces del amor y del vino no han estropeado mi cuerpo, sino todo lo contrario. La culpable es una santa y sagrada promesa. Ahí tienes sobre qué meditar. En las costas de Escocia, mi barco naufragó cuando llevaba a cabo una secreta misión para la Iglesia. Juré que caminaría descalzo hasta el altar de la Santa Virgen y que pasaría un día y una noche ante él, ayunando y rezando, si me salvaba la vida. Al llegar a tierra, cumplí con mi promesa; entre nieve y frío anduve hasta la iglesia más cercana, y de sus heladas losas los sacristanes me recogieron medio muerto. De ello me viene el reumatismo, y de ninguna manera del libertinaje y de la mala vida. Después de aquello, juré prudentemente que jamás pondría el pie en un barco.

Hablaba sarcástica y desesperadamente, como si se estuviera despreciando a sí mismo y, por esta causa, quisiera burlarse del mundo entero. Mi decepción fue tan grande que se me saltaron las lágrimas. ¡Me lo había imaginado tan diferente! Mi dolor le enterneció y, tratando de consolarme, me tocó un hombro y me dijo:

—Tú eres joven, y para un joven representa un sufrimiento ver que la vida no es como uno se la imaginaba. Si quieres tener éxito, sólo debes perseguir con uñas y dientes tu propio bien, porque nadie más te lo defenderá. Empero, todo hombre que alcanza el éxito daña su alma. Por otra parte, a un hombre con talento le resulta difícil pensar tan sólo en la salvación de su alma como única recompensa, sino que quisiera recibir, ya aquí en la Tierra, el premio que le corresponda. Visto esto, lo más razonable es encontrar un plausible camino medio entre el éxito y el perjuicio del alma. Sin ser el peor entre los malos, el más virtuoso entre los virtuosos, ni demasiado altivo entre los altivos ni demasiado humilde entre los humildes. Toda exageración es perniciosa, y la intransigencia daña tanto a la persona como la inmoderación.

Yo le respondí:

—Si pensara que el diablo me estuviera tentando precisamente a mí, creo que me hablaría con palabras igualmente tiernas y reconciliadoras como las suyas, poeta Eneas Silvio.

Éste se enfadó:

—Humildemente confieso que soy un hombre con defectos y que me equivoco a menudo, y no pienso que sea mejor que los demás. Si, con estos fríos y claros ojos tuyos, anhelas lo absoluto, sé pues, entonces, absolutamente malo o absolutamente bueno, si es que sabes cómo. Venera a Dios o al diablo. Pero recuerda que incluso los santos se han descubierto a sí mismos; la infalibilidad es contraria a la naturaleza humana.

—Ahora sus palabras me interesan más que las de hace un rato —le dije—. Si de verdad pudiera convencerme de que en este mundo de deficiencias y muerte se puede ganar más siendo absolutamente egoísta, absolutamente frío y absolutamente malo, entonces puede ser que empezara a venerar el mal. Intentar alcanzar la absoluta bondad requeriría una fe más fuerte que la que yo poseo y, según creo, sólo satisfaría la vanidad del hombre al concederle el placer de sentirse superior a los demás. No, usted no comprende lo que quiero decir y lo que busco con mis pensamientos y, a decir verdad, bien difícil es que lo comprenda si ni yo mismo lo tengo claro. Contentémonos, pues, con menos. Enséñeme cómo puedo aprender a leer a Homero en la lengua griega y se lo agradeceré toda mi vida.

Se echó a reír y exclamó:

—¿Era necesario que nos elevásemos a las alturas del cielo y que nos sumergiéramos en las profundidades del infierno para que consiguieras decirme una cosa tan sencilla? Pero quizás obraste con astucia, porque has despertado mi interés. Además, si quieres aprender el griego, es que tienes vista. Para mí, en mi juventud, mi mayor pesar fue no haber tenido ocasión de hacerlo, e incluso en este concilio puedes contar con los dedos de una mano a los que sepan griego. En toda Italia no hay más que un hombre, el gran Filelfo, que domine realmente el griego. Pero estudio seis años en Constantinopla y, por sus conocimientos, se ha hinchado como un pavo real. Tengo que decirlo, a pesar de que seamos amigos.

—Mas —dije—, ¿por qué me halaga diciendo que tengo vista si quiero aprender el griego para leer a Homero?

Con su dedo índice me dio un golpecito en el pecho y, medio entornando los ojos, me dijo astutamente:

—¡Bribón! No finjas ante mí. Está claro que tú piensas que, después de todo los retrasos, las negociaciones sobre la unión de la Iglesia se van a poner por fin en marcha y que, en aquel instante, cada hombre que sepa griego valdrá su peso en oro. En verdad, no es un esquema tan malo. Y no finjas más, porque veo tus propósitos.

Le contesté, indignado, que la idea de que la Iglesia ortodoxa bizantina se uniese a la católica romana después de una escisión que duraba cuatro siglos era una quimera descabellada en aquel momento, en que la misma Iglesia estaba amenazada por un nuevo cisma, visto el duelo por el poder entre el concilio y el Papa. Pero él seguidamente me argumentó:

—No seas tonto. Cercado por los turcos por doquier, el emperador de Bizancio vive como si estuviera en las fauces de un león. Por si no lo sabes, del viejo Bizancio no queda más que la parte correspondiente a Constantinopla, una parte de la antigua Grecia y algunas islas del archipiélago. La unión es la única posibilidad que le queda al emperador si quiere salvar a Bizancio. Sólo unido a los países occidentales puede soñar con ahuyentar a los turcos. Pero esta disputa eclesiástica ha separado a los países occidentales de Bizancio, hasta el punto que, para nosotros, ha quedado como un mundo aparte. Gracias a la unión, y como heredero de la poesía y de la filosofía de Grecia, puede convertirse en una fuente de nueva vida para toda Europa. Si el Santo Concilio logra esta unión, representará una victoria moral tan grande para nuestra autoridad que el Papa deberá someterse a ella. Primero la unión, después una cruzada contra los turcos, y a continuación devolver los antiguos tesoros espirituales de Grecia al conocimiento occidental. Ahí tienes un programa que debería entusiasmar a todas las mentes. Si yo fuera más joven y tuviera tiempo, también empezaría a estudiar griego.

Me relató entonces, ampliamente, las negociaciones que el Concilio en su propio nombre, y el Papa en el suyo, habían celebrado con el emperador de Bizancio y con el patriarca de Constantinopla. Según él, ahora ya se discutía acerca de la ciudad donde deberían celebrarse las negociaciones para conseguir la unión. Por la influencia de los franceses, el concilio defendía a Aviñón, mientras que los griegos requerían como sede de las negociaciones alguna ciudad costera de Italia, y el emperador de Alemania no aprobaba ninguna, sino que prefería Viena o Budapest. Estas disputas y el hecho de que el Papa se hubiera entrometido con sus propias propuestas, habían prolongado el asunto año tras año.

—¿No es mezquino —dije— discutir sobre el lugar donde deben celebrarse las negociaciones, cuando se trata de una causa tan importante?

Estuvo de acuerdo conmigo:

—Claro que es mezquino, y sólo demuestra el bajo carácter y las tortuosas ganas de disputar del Papa Eugenio. Hubiese accedido incluso a que las negociaciones se celebrasen en Constantinopla, porque entonces los griegos habrían pagado todos los gastos. Pero ¿cuál podría haber sido el resultado de unas negociaciones en las que, en contra de unos pocos eclesiásticos occidentales, se hubiesen presentado todos los mandatarios de la iglesia griega, desde el primero hasta el último? Incluso pudiera producirse tal malentendido, que se empezase a considerar esa reunión de los griegos como ecuménica y empezase a competir en autoridad con nuestro Santo Concilio. No. Las negociaciones deben celebrarse en un lugar decidido por el concilio, de manera que el Papa, con su alevosía, no pueda llenarlo con sus propios partidarios y, por fin, tendrá que someterse, por el bien de nuestro santo y grande objetivo común.

Se frotó la cabeza y continuó diciendo:

—Ésta es una cuestión complicada, y no es muy conveniente que la influencia del partido francés crezca demasiado a expensas de Italia. Por eso yo, con ánimo de conciliación, he propuesto Pavía como sede de las negociaciones, a fin de apoyar a mi protector, el conde de Milán, cuyo súbdito soy y, claro está, tengo que pensar también en el sueldo de párroco que recibo desde Milán. Pero tú empieza a estudiar griego y no te preocupes por mí. Una causa tan santa y tan grande no puede perderse sólo por las testarudas intrigas del Papa.

Le expliqué humildemente que, para estudiar griego, no tenía otras posibilidades que mi ferviente deseo, mi tiempo y mi entusiasmo. Pero ¿quién me enseñaría, si el conocimiento del griego era tan raro y no se podía aprender con la facilidad del latín con la ayuda de Donato, y yo no disponía de dinero para pagar a un profesor?

Él me contestó:

—Desde luego, quien mejor sabe sobre el griego es el embajador del emperador de Bizancio, Juan Dishypatus. Pero los griegos son hombres sombríos y codiciosos, y no sería recomendable para ti que, para pagarte las clases, debieras convertirte en su mensajero y divulgar sus opiniones. Entonces, sospecharían que eras partidario de los griegos y ya no podrías ni soñar en obtener el puesto que te interesa para las negociaciones de la unión. No, el mejor hombre que conozco para que sea tu profesor es el doctor en Derecho canónico Nicolás de Cusa. Aún es relativamente joven, no mucho mayor que yo. Demostró su sabiduría escribiendo un libro sobre la unanimidad católica, en el que se establece, con argumentos indiscutibles, la superioridad de la autoridad del Concilio sobre la del Papa. Es uno de los pocos de aquí que saben por lo menos un poco de griego, y nadie puede dudar de su lealtad hacia el concilio.

Su entusiasmo aumentó, y añadió:

—Y este instante es muy conveniente, porque ha tenido adversidades y ha perdido un gran pleito, por lo que tendrá tiempo libre. Sus orígenes son humildes, es hijo de un pescador de las orillas del río Mosela, de la ciudad de Cusa y, lo que es aún mejor, en la Universidad de Padua fue uno de los alumnos más destacados de tu señor, el cardenal Cesarini. Además, es más bien un filósofo que un abogado, y por eso no ha tenido demasiado éxito como representante de aquella despreciable profesión. Como filósofo, ama más la verdad que una hermosa forma, por lo cual no somos muy amigos, pero si lograses que tu señor te diera una recomendación para él, quizás accediese a enseñarte gratis. Por lo tanto, no pidas que yo te ayude, sino que dirígete a tu señor. Ya sabes que es un hombre noble y justo, igual de amable para con los más humildes que con los aristócratas, y a decir verdad, no tiene otro fallo que ése: como idealista que es, es demasiado bueno para vivir en este vil mundo de falsedades e intrigas.

Desanimado, le expliqué que no tenía valor para molestar al cardenal con un asunto tan insignificante, ya que debido a mi baja posición y a la persecución por parte de los demás escribanos, no había tenido ocasión para demostrarme merecedor de su favor, y él ya tenía demasiados e importantes problemas.

Con buen talante y amablemente, me dijo:

—Si se me presenta la oportunidad, esta noche le hablaré de ti.

Su amabilidad me pareció un sueño. Por ello le pregunté, con cierta suspicacia:

—¿Por qué hace usted esto por mí? ¡Si no va a sacar ningún provecho! Usted mismo me dijo que en esta ciudad nada se obtiene gratis. Entonces, ¿qué quiere de mí?

Soltó una alegre carcajada y respondió:

—De verdad, eres inteligente y aprendes rápidamente; ya empiezas a conocer las reglas del juego. En contrapartida, no te pido otro favor que el que hables bien de mí siempre que tengas ocasión, que alabes mi elocuencia, mi piedad y mi lealtad hacia el Santo Concilio, de cuya parte estoy, aún reconociendo la alta posición del Papa dentro de la Iglesia. Y, si puedo obtener la palabra en favor de Pavía en la sesión plenaria de la Catedral, según espero (no porque crea que con ello logre nada, sino a fin de demostrar mis dotes oratorias y para complacer al conde de Milán), debes acudir a la iglesia con los demás secretarios, ocuparte de que ninguno golpee su banco, y unirte a los aplausos con más vehemencia que nadie. Es un favor pequeño, ¿verdad? Con él, no perjudicas a nadie ni haces peligrar tu alma.

Sus condiciones me parecieron razonables y le di las gracias lo mejor que supe. Pero él me detuvo un poco más y exclamó:

—¡Oh, juventud, tienes todas las posibilidades! ¿Por qué te quedas aquí, en un nido de odio, intrigas y mentiras, que te helará el corazón? ¿Por qué no sigues tu camino para beber en cada copa, conocer todos los países y gozar de la vida mientras te dure la juventud? Yo también estuve levantado y quemando mi vela hasta altas horas de la noche muchas veces, hasta que mi compañero de habitación se hartaba y me gritaba:

»¡Eneas! ¡Eneas! ¿Por qué te torturas? Un hombre igual puede encontrar la felicidad sin estudios que con ellos.

—Ya he caminado bastante —le confesé—. La muerte está en todas partes. Por lejos que viajase, en cada lugar me encontraría a mi persona. No puedo huir de mí mismo. Por eso me extasío más al vencer, con las armas del espíritu, todo un mundo nuevo, el mundo de Grecia, y al ganar como guías y amigos a los poetas y sabios del pasado. Esta posibilidad no la cambiaría por todo un reino, y le agradeceré, Eneas Silvio, que me ayude a emprender el camino de Grecia.

Para demostrarle mi inexpresable gratitud le besé una mano. Él me abrazó emocionado y un poco borracho por el vino que le había traído, me acompañó hasta la puerta y se despidió diciendo:

—Menos sufrirás en el futuro si te emborrachas y compartes tus noches con una mujer. Pero te deseo suerte en tu sombrío viaje, austero joven.

Había más en aquel hombre de lo que decían sus palabras, y el dolor espiritual ya se había despertado en él después de sus años de frivolidad. Pero entonces no podía soñar ni remotamente que un día iba a ocupar el más alto puesto de la Iglesia y que se convertiría en el Papa Pío II. Y es que, en aquel momento, ni el mejor clarividente se lo habría podido imaginar.

Debido a su posición como miembro de la presidencia del concilio, a quien el Papa había ordenado que lo inaugurase, y por haberse convertido, después de ello, en uno de los personajes más importantes del congreso, el cardenal Cesarini tenía el deber de celebrar muchas cenas en su casa. En cuanto a sus propias costumbres era muy sencillo, pero para sus invitados disponía de un excelente cocinero italiano y de una inmejorable bodega. Tenía la costumbre de invitar a menudo a alguno de sus secretarios a que participase en la cena desde una mesa colocada algo aparte, a fin de ofrecerle la oportunidad de que se acostumbrase a los buenos modales de la mesa y a la conversación inteligente y educada, salvo en el caso de que los asuntos a tratar durante la velada fuesen demasiado secretos o delicados para que los oyera un secretario. Yo también había servido a la mesa en una de estas ocasiones y, por las conversaciones que oí, comprendí que durante las comidas se hacían más proyectos y se tomaban más decisiones que en las reuniones de los comités del concilio. Además, y como mediador entre las diferentes tendencias, el cardenal tenía que ausentarse casi todas las noches de su casa, a la que regresaba tarde acompañado por sus portadores de antorchas.

Esta noche no tenía muchos invitados y casi inmediatamente después de la llegada de Eneas Silvio, el cardenal me hizo llamar desde la sala de los escribanos en la que me encontraba para que participase en la cena. Ello causó mucha indignación, puesto que los secretarios más antiguos ya se habían vestido y preparado por si alguno de ellos tenía el honor de sentarse a la mesa de los invitados. A mí no me importaban sus ironías y sus burlas, que presagiaban que me comería toda la salsa y escogería los trozos más blancos del ave asada que figuraba en el menú.

El cardenal me esperaba en su despacho, acompañado de Eneas Silvio. La estancia tenía el delicioso aroma de la piel de los libros, de papel nuevo y de lacre. En un rincón, en el sitio de honor, había un cofre con tres cerraduras fuertemente herrado, en el que se conservaba el sello del Santo Concilio. Cada uno de los tres presidentes tenía una llave, de forma que ninguno de ellos lo podía abrir solo. Así de escasa era la confianza que se tenían estos hombres guiados por el Espíritu Santo.

El cardenal me miró con ojos inquisitivos y preocupados. Se veían surcos en su hermosa frente y, en su delgada cara, unas arrugas de decepción se habían dibujado, ya para siempre, a ambos lados de la boca. Una vez hube besado con reverencia el borde de su capa, me dijo:

—Te llamas Juan el Peregrino, ¿verdad? Siento mucho que, por mis múltiples obligaciones, no haya podido seguir tu evolución con el detenimiento que hubiera deseado. Eres un joven callado, aprendes rápidamente, y has cumplido a la perfección las tareas que se te han encomendado. Al menos, no he oído decir nada malo de ti. Ahora que te he tomado a mi servicio, soy responsable de que, de la forma que te has merecido, puedas desarrollar tus talentos. Por ello me entristece que una tercera persona deba recordarme mis obligaciones. Parece que la misma Divina Providencia me hubiera hecho acordar de ti precisamente esta noche, ya que también el sabio doctor Nicolás está entre mis invitados. Así pues, siéntate a la mesa, estate callado y, durante la velada, te presentaré a él y le contaré cuáles son tus objetivos.

Puso sus largos dedos en mi hombro, me miró a la cara y continuó:

—Estás más pálido y delgado de lo que recordaba, y tus ojos están hambrientos. Supongo que en mi casa te dan bastante de comer y la justa proporción de las tareas por las que se te paga.

Le contesté que no tenía queja alguna. Me invitó a comer cuanto deseara y sin timidez, y Eneas Silvio me pellizcó un brazo mientras entrábamos en la sala donde se había puesto la mesa. Lógicamente, yo fui el último a quien se sirvió y tuve cuidado en no comer demasiado, porque los sirvientes y los secretarios no me habrían perdonado nunca si no hubieran sobrado suficientes buenos bocados para ellos. En vez de comer, estuve mirando a los invitados y especialmente al doctor Nicolás de Cusa, llamado Cusano, que aún no tenía ni idea de lo que se estaba tramando con relación a nosotros.

No era un hombre corpulento. Su cabeza era grande, tenía las mejillas redondas y los ojos tiernos y de un color verdoso. Me llamaron la atención sus inseguras manos. Sus dedos no paraban de moverse y con ellos tocaba ahora una cosa, ahora otra, como si se sintiera incómodo en compañía de la gente. Cuando hablaba, se quedaba a menudo mirando el techo o a su copa, como si le resultase difícil concentrarse. Daba la impresión de ser un hombre amante de la paz y de la tranquilidad. Yo imaginaba que, en su despacho, rodeado de libros y de papeles, quizás era como un héroe, pero que por lo demás no debía de ser hombre difícil de convencer. Aunque todavía no había cumplido los cuarenta años, ya empezaba a quedarse calvo. Pero era el hombre que había escrito el libro De concordia catholica, y había encontrado las perdidas obras teatrales de Plauto. Seguramente siendo consciente de ello, sus titubeantes y conciliadoras palabras habían adquirido aquel tono de tierna autoridad. El cardenal Cesarini le escuchó atentamente, pero a Eneas Silvio le resultó fácil brillar a su lado, porque Eneas sólo hablaba por hablar, aunque intentaba sinceramente enterarse de lo que era lo mejor y lo más verdadero.

No tardó mucho en ponerse en evidencia cuál era el motivo de la invitación del cardenal. Quería sostener una conversación preliminar con estos sabios humanistas y otros eclesiásticos, sobre si existía en Europa algún conocedor del idioma griego lo bastante competente para que actuase como intérprete-jefe en las negociaciones con los griegos sobre la futura unión.

—La unión no puede ser impedida por ninguna cuestión que sea en sí misma tan decisiva que no se pueda llegar a un acuerdo sobre la misma con buena voluntad y amor cristiano —dijo—. Pero la misión de un intérprete es de lo más difícil y de lo más responsable. La diferencia en una sola letra llevó a la herejía y al lado de otras diferencias producidas a lo largo del tiempo, el sufijo que significaba «y» en la palabra «filioque» en el credo católico, nos ha separado decisivamente de la Iglesia griega. Sobre esta única palabra y sobre su aclaración se celebrarán los debates más vehementes, porque los griegos deben reconocer que el Espíritu Santo nació del Padre y del Hijo. Sería fatal si, por culpa de un intérprete mal preparado, se produjera un malentendido que después causase interminables disputas. El texto final de la unión, en sus versiones en latín y en griego, debe ser tan claro e indiscutible que no se preste a interpretación errónea alguna. Por ello, el concilio necesita a su servicio, cuando llegue el momento, al más completo conocedor del griego que exista en nuestro tiempo.

Eneas Silvio empezó a hablar con entusiasmo:

—La única persona a la que se puede considerar es Francisco Filelfo. Si las piedras de Florencia pudieran hablar, incluso ellas alabarían su fama. Mientras los mejores sabios intentan laboriosamente comprender los viejos textos con la ayuda de diccionarios y de comentarios entre ellos, Filelfo domina el griego tanto hablado como escrito. Niccoli, Arezzo, Traversari e incluso Leonardo Bruno le reconocen como maestro suyo. Hombres tales como Aurispa y Guarino no paran de alabarle, y esto lo sé muy bien, puesto que una carta de recomendación de Filelfo me ayudó en su día a conocerles. Yo, Eneas Silvio, personalmente, me he sentado a los pies de Filelfo y he escuchado sus lecciones de dialéctica y de ética.

Nicolás de Cusa dijo, con voz tranquila, que Silvio había aprovechado hasta la última gota las lecciones de dialéctica, pero que cuestión aparte era hasta qué punto se había concentrado en el estudio de la ética. Por su parte, no tenía nada en contra de Filelfo, cuya fama era verdaderamente incomparable y envidiable.

Pero aquí alguno de los invitados empezó a hablar airadamente y dijo que no se podía tener en cuenta a un ciudadano de Florencia. Como florentino, Filelfo era partidario del Papa. Cesarini intervino:

—Un trabajo confiado por el Santo Concilio representaría un honor tan grande que, estoy seguro, haría que Filelfo abandonase Florencia, y no podemos dudar del sincero y desinteresado entusiasmo de nadie al tratarse de una causa tan importante. ¡Si el bien de la Santa Iglesia es el objetivo que perseguimos todos nosotros!

Eneas dijo que sería muy comprensible que Filelfo, como súbdito de Florencia, quisiera recomendar esta ciudad como sede de las negociaciones sobre la unión. Pero no parecía probable que quisiera salir de Italia y, siendo así, Eneas estaba dispuesto, sin regatear esfuerzos, a hablar al plenario en defensa de Pavía, porque la elección de esta ciudad era, en su opinión, el compromiso más razonable.

—Pavía no está bajo la influencia francesa como la ciudad de Aviñón o las de Saboya, a las que el Papa jamás querrá entrar, como requieren los griegos. Por otra parte, no es una ciudad costera, con lo que no demostraríamos una disposición excesivamente favorable a los requerimientos de los griegos. No pertenece a los dominios del Papa, de forma que los franceses podrían perfectamente acudir allí. Permítanme que hable de ello en la reunión plenaria.

A Cesarini le complacía esta propuesta, a condición de que Eneas escribiera a Filelfo preguntándole si aceptaba el puesto de primer intérprete de griego. Después de esto, Cesarini llevó la conversación a los estudios en general, a todas las dificultades que tenían los jóvenes con talento para poder estudiar y a la obligación moral que requería que, quien hubiera bebido en la fuente de la sabiduría, debía ayudar a los demás a que también pudieran beber en aquella fuente. Cada uno de los invitados tenía anécdotas que contar sobre la pobreza de sus tiempos estudiantiles, y empezaron a competir entre sí para explicar las enormes dificultades que habían tenido que vencer durante su pobre juventud.

Al ver que Nicolás de Cusa empezaba a palpar la mesa y a sonreír para sus adentros con intención de tomar la palabra, el cardenal Cesarini hizo callar con su mirada a los demás y se la concedió.

—Siendo todavía un niño, yo también amaba los libros por encima de todo —dijo—. Cuando mi padre me obligaba a ayudarle en la pesca, yo me sentaba en la proa de la barca y me ponía a leer un libro. Ello le enfurecía tanto que no podía aguantarlo por mucho tiempo. Una vez, al ver que ni siquiera oía sus gritos, se enfadó y me pegó con el remo, así que me caí al agua con libro y todo.

Se rió de todo corazón, y los demás se rieron con él por cortesía. El cardenal Cesarini intervino:

—Pronto necesitaremos hombres conocedores del griego como copistas y escribanos y, quizá, para realizar tareas más importantes. Tengo a mi servicio a un joven que, más que nada en el mundo, quisiera aprender griego. Doctor Nicolás, ¿querría usted enseñarle? Como compensación, podría usted utilizarlo como escribano y copista de libros, pero él podría seguir comiendo y durmiendo en mi casa, de modo que a usted no le causaría gasto alguno.

Levantó su mano como señal de que me pusiera de pie. Así lo hice y, temblando de entusiasmo y de miedo por si me rechazaba, dediqué una reverencia al doctor Nicolás. A éste la propuesta no le gustaba. Todo lo contrario, hizo una mueca como si hubiese tragado un bocado amargo, y se apresuró a decir:

—Incluso mis propios conocimientos del griego son deficientes, y estoy acostumbrado a copiar yo mismo los libros que necesito para evitar que se deslicen errores. Sólo representaría una perturbación para mis pensamientos el tener a un joven correteando por todas partes, pero, claro está, no puedo rechazar la solicitud de mi querido profesor. Lo único que me pregunto es si el chico puede sacar partido de ello y si puede aprovecharse de mis enseñanzas a una edad tan temprana.

—Esto lo debe determinar usted mismo —puntualizó Cesarini—. Dele una oportunidad y despídalo si le molesta o no aprende con suficiente rapidez.

El doctor Nicolás, de mala gana, se dirigió a mí y me dijo sin mirarme:

—Ven a verme mañana después de la misa matutina.

Fue para mí una suerte extraordinaria que, cuando se iba a casa aquella noche, el doctor se torciera un tobillo al tropezar con los restos de un gato muerto. El tobillo era su punto flaco, ya que hacía un año que se lo había lesionado al caerse de un caballo que montaba. No era un hombre práctico, sino que, cuando se sumía en sus pensamientos, fácilmente se olvidaba de lo que le rodeaba. De manera que, a la mañana siguiente, le encontré incapaz de moverse y muy necesitado de mi ayuda, ya que no se podía permitir el lujo de tener un sirviente propio. Le di masajes en el tobillo, le puse cataplasmas de vinagre y le fui a buscar comida a la casa del cardenal, con lo cual se sintió muy agradecido. Cuando comenzó a enseñarme, se sorprendió al principio al percatarse de que yo ya conocía el alfabeto griego y muchas palabras de ese idioma. La lesión del tobillo le mantuvo en cama más de una semana y casi todo el tiempo le hice compañía, escribí cartas a su dictado y me hice tan imprescindible que empezó a echarme de menos cuando yo no estaba por allí.

El discurso que, con permiso de Cesarini, pronunció Eneas Silvio en el pleno del concilio a favor de Pavía, fue como una señal del principio del fin. Para cumplir con mi promesa, yo había acudido a la catedral y nadie me cerró el paso, ya que todos los demás obispos y prelados se habían acostumbrado a llevar consigo a sus escribanos y secretarios para que golpeasen los bancos y gritasen insultos contra los oradores que les resultaban desagradables. Sólo Cesarini había tenido, hasta entonces, demasiado orgullo para recurrir a medios tan bajos. Aquella primavera se había llegado tan lejos, que la negra chaqueta de un escribano bastaba para obtener la entrada y una sotana era suficiente para poder votar. Esto fue culpa del propio Cesarini, ya que, con su carácter noble y creyendo en la bondad de la gente, había considerado desde el principio como único requerimiento para ser miembro del concilio el entusiasmo y el interés por las causas comunes de la Iglesia. El sacerdote más humilde e incluso el sacerdote separado de su oficio por el Papa tenían un sitio en el concilio. El jurado compuesto por diez miembros había cambiado tanto, que el entusiasmo contra el Papa garantizaba el voto a cualquiera que se molestase en acudir a Basilea, si no era un notorio criminal.

Para gran alegría suya, Eneas Silvio obtuvo una numerosa audiencia, porque el concilio ya estaba harto de los pesados discursos, de horas de duración, que pronunciaban los eclesiásticos de la vieja escuela, en los cuales había una cita de la sabiduría teológica o canónica para apoyar cada frase. Ahora se deseaba escuchar a un alumno de Cicerón y de Quintiliano, y Eneas no decepcionó:

—Es tan verdad como que Dios es Dios —empezó— que siempre he tenido en la más alta estima al concilio, siempre lo he considerado imprescindible para el bien de los cristianos, siempre he mostrado mi gran amor hacia él, siempre me he dedicado a él tan plenamente, que estoy dispuesto a sacrificar por él mi propio cuerpo y todo cuanto poseo además del cuerpo.

Los partidarios del cardenal de Arles asintieron con la cabeza para demostrar su acuerdo entusiasta; pero, a fin de dar también al Papa lo que era del Papa, en otro párrafo de su discurso Eneas se desgañitó gritando:

—¡De ningún modo pueden despreciar a la Santísima Sede, al más auténtico sucesor de Pedro y al sustituto de Cristo! Sencillamente, él es nuestra cabeza, y no se puede separar la cabeza del cuerpo, porque el cuerpo sin la cabeza es incompleto. Es el novio de la Iglesia, el timonel del barco, a quien Jesucristo nuestro salvador, a través de Pedro y de los sucesores de Pedro, entregó las llaves del Reino del Cielo. Con esto no niego que no las haya entregado también a la Iglesia. El Papa posee tal autoridad, tal poder, se le ha concedido tal conocimiento de los divinos secretos, que se merece todo el honor y todo el respeto.

Aquí casi le interrumpieron, pero Eneas alzó ambos brazos en un gesto tranquilizador y se apresuró a proseguir:

—Tan grande es el respeto que se le debe al Papa, que nuestra obligación es respetar y estimar incluso a un mal Papa. Nadie puede despreciar a un Papa, por muy ultrajante que resulte su libertinaje y su injusticia, si la propia Iglesia no le ha condenado primero.

Con esto se ganó fervientes aplausos, ya que dejó entender con la suficiente claridad que aceptaba el poder del concilio para incluso deponer al Papa. Como si se hubiera percibido de que había hablado demasiado, a continuación pronunció unas palabras conciliadoras sobre la piedad y las características positivas del actual Papa. Pero mi repugnancia llegó al punto culminante cuando aquel hombre, que sólo hablaba para el bien del conde de Milán y para realzar su propia fama, empezó a criticar a los demás miembros del concilio por obedecer con excesiva esclavitud los deseos de los príncipes:

—Si me permiten que se lo diga, tienen demasiado en cuenta las opiniones de los príncipes y no osan hacer nada que no les complazca a ellos. Realmente, no puedo alabar tal debilidad, porque no lo hicieron así nuestros antecesores, no lo hicieron así los apóstoles. A pesar de tener a todo el mundo en contra suyo, predicaban la verdad por doquier y, por la causa de la verdad, no huían de las amenazas, ni de la muerte, ni de las torturas más horribles. Empero, cuando el ansia de riquezas y el miedo a la muerte se entremezclan con la causa, la verdad se queda abandonada a la puerta y no se conoce a la justicia.

—¡No! —gritó, y sus luminosos ojos brillaron—. ¡No nos reconozcamos súbditos de ninguna nación! ¡Tomemos nuestras decisiones sólo como miembros del Santo Concilio o, como dijo Sócrates, como ciudadanos del mundo!

Todo aquello me hubiera parecido hermoso y verdadero, si no fuera porque lo dijo precisamente Eneas Silvio. Y cuando, para colmo, empezó a pronunciar verdaderas aleluyas en honor y gloria del conde de Milán, mucha gente bajó la cabeza para disimular su sonrisa, puesto que aquel Felipe María tenía fama de ser un tirano terrible.

Pero los padres de la Iglesia escucharon atentamente durante dos horas la elocuencia de Eneas Silvio, le dedicaron entusiastas aplausos, e incluso pidieron en el acto copias de su discurso. Sólo que éste no logró ni un solo voto más a favor de Pavía. La conversación acerca del mismo cesó en un instante. La mayoría se puso a gritar ¡Aviñón!, ¡Aviñón!, y ese grito contenía el secreto deseo de que, si se pudiera atraer de nuevo al Papa a esa ciudad francesa, el cautiverio de Babel continuaría y el concilio quedaría rigiendo a la Santa Iglesia y, a través de ella, al mundo entero, por encima de la autoridad del Papa.

Del discurso de Eneas Silvio sólo unas palabras quedaron incrustadas en mi corazón: ciudadano del mundo. Si la Iglesia se elevaba por encima de los países, de las disputas entre los príncipes y de los intereses nacionales para traer la paz al mundo, entonces la lengua materna de todos los hombres sabios sería el latín e, independientemente de las fronteras creadas por una ciudadanía, podrían sentirse todos como hermanos entre sí y tendrían como único objetivo el desinteresado deseo de alcanzar una sabiduría cada vez mayor. Yo quería ser un ciudadano del mundo como ellos, sólo para respetar libremente y sin miedo alguno la sabiduría y perseguir la verdad.

Ya dije que el discurso de Eneas Silvio significó el comienzo del fin. En abril, se celebró una sesión en la que una muchedumbre rabiosa, golpeando los bancos y profiriendo gritos de protesta, interrumpió el discurso del cardenal Cesarini. El cardenal de Arles llegó a la iglesia rodeado de guardias armados, y en las tabernas cercanas a la catedral se dio de beber gratuitamente a los eclesiásticos más pobres, que desde las cercanías de Basilea habían sido llamados para que asistieran al concilio. El obispo de Tours dijo claramente que, o se quitaba la Santa Sede a los italianos para devolverla a Aviñón, o, de lo contrario, debía quitársele toda la autoridad hasta que quedase desprovista de significación alguna.

Pero esta vez había acudido al concilio, como representante del Papa, el arzobispo de Tarento. Callado y con gesto de desprecio, miró a la vociferante multitud mientras el cardenal Cesarini se retiraba de la tribuna, pálido, desesperado y con el rostro perlado de sudor. Si Cesarini representaba la buena voluntad y una ferviente fe en que todo el mundo deseaba tan sólo el bien de la Iglesia, el arzobispo de Tarento representaba una voluntad férrea, una voluntad fría y carente de otro ideal que no fuera el actuar únicamente a favor del Papa.

Aquella noche hubo peleas en las calles de Basilea. Enfrente de la catedral, me partieron la boca sólo porque pertenecía al séquito del cardenal Cesarini. En las casas, las luces estuvieron encendidas hasta la madrugada y ya no quedaba duda de que la mayoría del concilio, bajo la dirección del cardenal de Arles, estaba dispuesta a conseguir, aunque fuese a la fuerza, que Aviñón fuera la sede de las negociaciones que debían celebrarse sobre la unión. La voluntad de Cesarini, elevada, llena de reproche y fervientemente buena, había perdido la batalla final. Aquella noche penó y rezó en su habitación, sin permitir que nadie se le acercara. Quizás era el último que todavía guardaba la fe en Jesucristo y en el Espíritu Santo. El arzobispo de Tarento hizo llamar a su presencia a los obispos y a los prelados de más alto rango partidarios del Papa, y les mandó armar a sus sirvientes y secretarios.

Para el doctor Nicolás de Cusa estos días representaron una temporada de honda pena, lo cual estorbó en gran medida nuestras clases de griego. La primavera ya había sembrado la tierra de flores, las aguas del gran Rin bajaban formando remolinos y los vientos cantaban encima de Basilea. El intranquilo curso de los acontecimientos me hizo temblar, aunque andaba en el mundo de los pensamientos y de las letras griegos. Pero el doctor Nicolás se retorcía las manos y me decía:

—Ya empiezo a pensar que el Santo Concilio no es la Iglesia de Jesucristo, sino la sinagoga del diablo. El Papa Eugenio jamás irá a Aviñón, y Dishypatus ha dicho claramente en su protesta que los griegos tampoco acudirán allí. Es verdad que se rumorea que Venecia le ha sobornado y que, más tarde, se puede convencer al emperador y al patriarca mediante negociaciones. Pero elegir a Aviñón significa la disolución de la Iglesia. Y aunque se deponga al Papa (¡qué idea más terrible!) y se elija a otro, el tiempo del cautiverio de los Papas en Babel debería prevenirnos de las consecuencias. ¡No más cismas, no más cismas! Me horrorizaría la idea de que mi libro sobre la unanimidad católica hubiese contribuido a llevarnos a un cisma, puesto que en él aseguré y demostré que el concilio estaba por encima del Papa.

Angustiado, exclamó:

—La Iglesia es el cuerpo de Jesucristo, pero esta multitud endiablada y vociferante sólo la ve como una institución que produce dinero a base de los Santos Sacramentos, monedas que corren por tuberías grandes y pequeñas. No desean otra cosa que tapar la tubería mayor, la que lleva a Roma, creyendo que así saldrá más dinero de las tuberías más pequeñas, las que les llevarán más dinero a sus propios bolsillos.

Con suma cautela, le pregunté:

—En este caso, ¿no lucha también el Papa para conservar esta tubería más grande y para poder decidir en qué bolsillos va a parar el dinero de las demás tuberías?

El doctor me contestó:

—¡No!, ¡no! A pesar de todo, el Papa es la cabeza de la Iglesia, y el cuerpo no puede vivir sin la cabeza. Es asimismo horrible y antinatural un cuerpo del que salgan dos o tres cabezas, como ocurrió durante el gran cisma. ¡No!, ¡no! La Iglesia es como un cuerpo agonizante al que ya picotean los cuervos, y nosotros mismos somos los culpables de ello, por nuestro egoísmo y por nuestra mala voluntad.

—Realmente —le dije—, no les tengo envidia a los padres del concilio, porque estos días todos deben decidir lo que quieren, y a los conciliadores y a los defensores de la paz se nos parte la boca.

En vano se negociaba en las comisiones para alcanzar un acuerdo de compromiso. En el siguiente plenario, el cardenal Cesarini intentó, una vez más, hacer uso de la palabra y recobrar la autoridad como legado del Papa, pero el vocerío creció a tales volúmenes en la iglesia, llena a rebosar, que sólo se podían oír las blasfemias de los que tenían los pulmones más fuertes, blasfemias más obscenas y vulgares que las que se podían escuchar en cualquier pelea tabernaria. Entonces, el cardenal perdió asimismo la compostura y empezó a gritar con rabia. Ello sólo empeoró las cosas, y seguro que el cardenal habría resultado herido si no hubiera sido porque la multitud estaba tan apretujada que le resultaba imposible sacar las armas o levantar las manos. Temiendo por su propia vida, el arzobispo de Tarento llamó al alcalde de Basilea, que acudió a la catedral acompañado de tropas municipales armadas. El concilio había perdido tan completamente su autoridad, que el alcalde se pudo permitir dirigirse a los obispos y a los prelados en un tono despectivo.

—¡Vaya, qué ridículos son ustedes! —gritó—. Se han reunido para traer la paz al mundo entero. Se han golpeado el pecho y han asegurado que reconciliarían a los laicos entre sí. Y ahora, tienen que recurrir a ésos para que traigan la paz entre ustedes.

El cardenal de Arles y el partido mayoritario no se molestaron en intentar llevar a su bando al doctor Nicolás, porque daban por supuesto que estaba ya con ellos. Todos sabían que había conseguido su posición actual demostrando que las decisiones del Santo Concilio obligaban también al Papa. Entonces, ¿cómo podría no someterse a una decisión mayoritaria dictada por el Espíritu Santo? Además, su fracaso como abogado en un pleito eclesiástico había contribuido a que no se le considerase como un recomendable orador en una situación tan tensa, ya que todos sus esfuerzos se dirigían a lograr la paz y la reconciliación. Por ello, nadie le tuvo en cuenta y seguramente se pensó que era mejor que se mantuviera callado.

En cambio, el arzobispo de Tarento mostró hacia él, aunque en secreto, halagüeñas atenciones. Le invitaba a comer y a beber y, en todas las formas posibles, demostraba su respeto hacia su sabia ecuanimidad. Durante los ratos libres del doctor, intentábamos seguir estudiando el griego, pero él se mostraba más preocupado que antes y me decía, suspirando:

—Juan, hijo mío. Se trata de mi honor y de mi conciencia. ¿Qué debo hacer? ¿De qué lado tengo que ponerme? ¿Cómo puedo renunciar al concilio cuya autoridad he ayudado a construir, aunque él ahora me rechace? Ya no les comprendo. Aun tratándose del corazón más frío, ¿cómo no se enternecería ante la posibilidad de una unión entre las Iglesias romana y griega después de siglos? Lo están estropeando a sabiendas. El Papa no irá a Aviñón, ahora lo sé de fuentes fidedignas, y los griegos no acudirán a una reunión en la que no esté presente el Papa, esto lo sé con igual certeza. ¡Oh, siglo de tinieblas! ¡Oh, corazones endurecidos! ¡Qué desorden hemos causado nosotros que, con nuestra mejor voluntad, nos hemos reunido para traer la paz al mundo!

Yo entendía muy bien que, íntimamente, había adquirido más simpatías para con la minoría, pero lo que no comprendía era qué habría podido hacer aquella minoría para mejorar las cosas. El doctor Nicolás me explicó:

—Quizá no sea justo que el número de votos sea el que decida, ya que la mayoría de los cardenales y obispos están de parte del Papa, y si se contasen los votos según el rango eclesiástico de cada uno, aquel partido sería la auténtica mayoría.

Lleno de curiosidad, le pregunté:

—¿Es que ya no cree que el Espíritu Santo asiste a las votaciones e interviene en las decisiones?

Suspiró, se apretó las manos, y con los ojos muy abiertos y angustiados, respondió:

—Ya no sé en qué creer. No, no creo que nos acompañe ya el Espíritu Santo, cuando se empiezan a contar votos con puños y armas.

El día siete de mayo de 1437 se celebró la decisiva sesión pública. Tengo mis razones para acordarme de esa fecha, porque, al dispersar a la Iglesia, también fue decisiva para mi futuro. Ya con anterioridad, ambos partidos habían luchado por la posesión del altar mayor de la catedral, como si el que lograse celebrar allí la misa pudiera decidir asimismo lo que debía acontecer en el concilio. La vez anterior, el arzobispo de Tarento había madrugado más. Ahora, el cardenal de Arles estuvo velando desde el anochecer y se fue a la catedral ya a la cuarta hora de la noche, vestido con un pesado sobrepelliz y tocado con la mitra, a fin de mantener su puesto ante el altar. Sus partidarios y sirvientes le rodeaban, y el ayuntamiento de Basilea había mandado tropas municipales para custodiar las calles.

Con prisa se hizo llegar al arzobispo de Tarento un mensaje sobre los planes del cardenal. Inmediatamente envió a un fornido monje para que ocupara, por lo menos, el púlpito, desde donde se leían las decisiones. Pero incluso el púlpito estaba ya ocupado. El monje hizo entonces uso de su fuerza física, pero los demás sacaron sus espadas antes de que las tropas municipales hubieran tenido tiempo de intervenir. Si no hubiera llevado una coraza debajo del hábito, seguro que le habrían matado. Al comenzar la sexta hora, era fácil notar que todos los eclesiásticos que acudían a la reunión llevaban escondida un arma bajo el atuendo. Se podía oír el ruido de las armaduras de hierro bajo las espléndidas capas de los cardenales y de los obispos, cuando andaban por los pasillos de la catedral para sentarse en sus asientos. Pero, esta vez, no se llegó a las manos para conseguir una plaza. Cada partido se agrupó alrededor de sus respectivos dirigentes a diferentes lados de la catedral, de manera que, por primera vez, se formó un espacio libre en el centro del coro. Todas las caras estaban pálidas por la tensión y la falta de sueño. Aquella mañana no se veían en el templo rostros hinchados por la bebida ni ojos turbios por la borrachera. La ocasión era demasiado seria. El odio mutuo había crecido tanto, que muchos de los eclesiásticos creían que iban a entrar en el templo a costa de su propia vida, a pesar de las palabras tranquilizadoras de sus superiores.

Yo me mantuve con el séquito de mi señor, el cardenal Cesarini. El doctor Nicolás llegó tarde y cabizbajo, con su bondadosa cara literalmente gris. Había estado rezando toda la noche. Después de santiguarse, levantó la mirada y se estremeció visiblemente al advertir que los partidos estaban incluso físicamente separados. Luego agachó la cabeza y, sin mirar a nadie, se acercó a nuestro lado, cerca del séquito del arzobispo de Tarento. Se oyó un rumor en las filas del partido contrario, pero aquel día nadie se atrevió a levantar la voz. La lucha armada estaba demasiado cerca. La misma mañana también me habían entregado una daga para llevar en el cinturón. Mi cardenal Cesarini me hizo una señal para que me situase detrás del Cusano a fin de protegerle, ya que no se había traído a ningún sirviente con tal objeto.

El doctor Nicolás empezó a sollozar en voz alta cuando sonó el hermoso salmo Vetii creator spiritus, con el que se empezaban todas las reuniones públicas. Con él se había empezado también hacía cinco años, cuando estos hombres se reunieron por primera vez procedentes de todos los países para renovar la Iglesia y traer la paz a la humanidad. Había muchos más que lloraban abiertamente. La gente estaba emocionada y, como de mutuo acuerdo, los dirigentes de ambos partidos se acercaron a través del espacio vacío y, delante del altar y por última vez, empezaron a negociar sobre una posibilidad de reconciliación. Los demás se sentaron en sus bancos, rezando y sollozando. El corazón más endurecido no hubiera podido resistir insensiblemente el patético ambiente de esta reunión. En vano se prolongaron las últimas negociaciones hasta el mediodía. Ningún partido quiso ceder. Ambos habían ya escrito en secreto su comunicación final.

El obispo francés subió al púlpito para leer la decisión de la mayoría, por la que se designaba como sede de las negociaciones de unión la ciudad de Basilea o —en caso de que los griegos no la aceptasen de ninguna manera— Aviñón o alguna ciudad de Saboya. Para cubrir los gastos del congreso, todos los eclesiásticos, incluyendo el Papa y los cardenales, los monasterios y las órdenes religiosas, debían entregar una décima parte de sus ingresos. Cuando empezó a leer, el obispo de Lisboa se subió a una tarima al otro lado del templo y empezó a leer, a su vez, el comunicado final de la minoría. Según éste, el congreso de la unión debía escoger como sede Florencia, Udine u otra ciudad que fuese aprobada tanto por los griegos como por el Papa. Como puerto de desembarco de los griegos se recomendaba Venecia, Ravena o Rímini. Sólo después de que hubiesen llegado a uno de estos puertos se reclamaría a los eclesiásticos los diezmos para cubrir los gastos.

En el templo, tan sólo se oían las potentes voces de ambos lectores. Por lo demás, reinaba un absoluto silencio. El decreto de la minoría fue más corto. En cuanto el obispo de Lisboa hubo terminado su lectura, empezamos a cantar el Te deum laudamus. Durante el salmo terminó también el obispo francés, y la mayoría empezó el mismo salmo desde el principio. De ninguna otra manera los partidos se molestaron mutuamente. Por el contrario, incluso los que más habían insultado en anteriores sesiones estaban ahora quietos y dignamente callados. Había algo estremecedor en esta imperturbada tranquilidad. Yo hubiera preferido ver que los muros de la catedral reventaban por la fuerza de los lamentos, porque estábamos todos presenciando la escisión de la Iglesia en dos y el comienzo de un nuevo cisma.

Acto seguido, la mayoría eligió a sus delegados que sin demora debían ir a Aviñón, hacerse cargo del préstamo prometido por la ciudad —para cuya garantía hubo que recaudar los diezmos— y embarcar para Constantinopla. Pero el cardenal Cesarini anunció enérgicamente que no pensaba certificar la decisión de la mayoría con el sello del concilio si no se sellaba asimismo la decisión de la minoría. Sobre este tema quedaron discutiendo los dirigentes, mientras los demás se ausentaban con la misma fría y estremecedora calma.

En la puerta de salida, y debido a la falta de espacio, la mayoría y la minoría se vieron obligados a mezclarse, a pesar de que cada uno intentaba evitar el roce con un representante contrario, recogiendo incluso los pliegues de sus capas para que ni siquiera la tela tocase al oponente maldecido por Dios. Yo estaba convencido de que, con igual sinceridad, cada partido creía que justamente el contrario había causado la escisión de la Iglesia. Pero una multitud es caprichosa, y esta vez el odio no iba dirigido contra el arzobispo de Tarento, aunque todos sabían y comprendían que la escisión había tenido lugar por voluntad suya y por mandato del Papa Eugenio. No, por alguna extraña razón, el doctor Nicolás, al salir de la catedral, se convirtió en el blanco de las miradas más acusadoras. Al acompañarlo, oí a alguien, con la voz ronca por el odio, llamarle:

—¡Apóstata!

Y en seguida, en un tono bajo y siseante que iba in crescendo, se oyó por todas partes la misma y horrible palabra:

—¡Apóstata! ¡Apóstata!

Este vehemente siseo fue peor que los insultos y las blasfemias gritados en voz alta. Al pasar por el umbral, desde la penumbra del templo a la luz del día, el doctor Nicolás se paró un instante mirando a su alrededor con ojos miopes y moviendo torpemente las manos, como si quisiera rechazar la despiadada acusación y asegurar que, por obligación de su propia conciencia, se había unido a la minoría. En aquel momento fue rodeado por los eclesiásticos del partido opuesto y siendo separado del séquito del arzobispo de Tarento. Los insultos le llovían por doquier, alguien le quitó el birrete de doctor y otro lo pisoteó. Sólo sacando mi daga y amenazando con ella a los más cercanos pude contener a la multitud. Estoy casi seguro de que no intentaban dañarle físicamente, porque todos seguían aún bajo los efectos de la estremecedora solemnidad de la reunión.

Pero, al sentir a su alrededor el odio y el desprecio de la gente, el doctor Nicolás levantó la cabeza, enderezó la espalda y movió la cabeza como para mirar a los ojos a todos y a cada uno. Parecía que aquella avalancha de odio y el propio hecho de que le hubieran elegido a él como cabeza de turco, representase la gota que colmaba el vaso y le separase definitivamente de la mayoría, convenciéndole de cuán justificada había sido su difícil decisión. Nada dijo. En su corazón era conciliador y constructor de la paz, pero la imperiosidad de tomar una decisión definitiva hizo que la fuerza de voluntad se despertase en él. Yo sentía que, a partir de aquel momento, el susurro «apóstata» no pararía de sonar en sus oídos y le obligaría, aún con más insistencia, a seguir el camino elegido. Allí, delante de la catedral de Basilea, el Papa Eugenio se ganó su lealtad con más facilidad que con todas las maniobras y los razonamientos del arzobispo de Tarento.

Un desapacible silencio reinaba en la ciudad; la gente miraba con rostros asustados a los eclesiásticos que regresaban a sus casas, y los guardias armados del municipio seguían custodiando las calles. Toda la ciudad estaba invadida por un ambiente fúnebre, como si aquel día la cristiandad entera hubiera perdido algo insustituible. Ya no se gritaba ni se peleaba en las calles. Las inútiles palabras y las acusaciones habían quedado encerradas dentro de las cuatro paredes de la catedral.

Acompañé al doctor Cusano a su habitación y me quedé sentado al lado de la puerta, ya que él no me había despedido. Durante mucho rato permaneció sentado con la cabeza apoyada en ambas manos, como un hombre que ha tomado una decisión y ya no la puede revocar. Pero en sus oídos y en los míos, en el silencio de la habitación, seguía resonando la despiadada acusación:

—¡Apóstata! ¡Apóstata!

Con un intento de hacer acallar aquel siseo interior, dijo por fin:

—En mi corazón, yo no lo quería. Hasta el último instante esperé que ocurriese un milagro. Pero en estos tiempos duros y sin piedad no ocurren milagros. Lo que domina es el odio, las disputas y las opiniones opuestas. Entonces, ¿no hay nada que pueda reconciliar los contrastes para que formen un todo razonable? Tú, Juan, sé mi conciencia. ¿Qué otra cosa hubiera podido hacer?

Yo hubiera querido mantenerme ajeno, frío e imparcial en los asuntos del concilio, pero el alud de los acontecimientos me había llevado consigo.

—¡Dios tenga piedad de todos nosotros, doctor Nicolás! —exclamé—. ¿Cómo van a escuchar los griegos la llamada de la unión, si nuestra propia Iglesia se ha dividido en dos? ¿A qué lado escucharán? ¿Cómo se puede reconciliar un viejo cisma con otro nuevo y todavía más grave? ¿Se ha vuelto loco nuestro mundo? ¿En qué se puede creer ya, a quién escuchar?

—Me han asegurado —contestó él— que los griegos tienen la necesidad de lograr el apoyo de los países occidentales y acudirán a donde les diga el Papa. Una unión bien alcanzada devolverá a éste su autoridad. A partir de este momento, debemos hacer todo lo posible para reconciliar entre sí las Iglesias oriental y occidental, aunque el esfuerzo requiera nuestros oficios y nuestros bienes, nuestro honor e incluso nuestra vida. Por esto creo que tú y yo nos tendremos que separar pronto. Quizá tenga que emprender un largo viaje, lo cual me entristece, porque has avanzado en tus estudios de griego y, además, me has ayudado y consolado en muchas ocasiones, ya que yo no soy un hombre práctico y de acción, sino sólo un inútil pensador.

En el transcurso de los meses de invierno yo le había tomado cariño al doctor Nicolás por su carácter bueno y justo y por sus amplios conocimientos. La idea de la separación me chocó, y también pensé en mis estudios de griego, en los que ya nadie me podría ayudar. De todo corazón, me hubiera convertido en su sirviente aun sin sueldo, pero sabía que él no tenía dinero y yo no consideraba justo empezar a vivir a su costa. Por consiguiente, aquella noche nos separamos muy tristes los dos.

La tenacidad del cardenal Cesarini retrasó una semana el acto de sellar el decreto de la mayoría. Después de numerosas disputas y argumentaciones, se pudo reunir una comisión de tres personas para decidir sobre la cuestión de si se podía acompañar la bula del concilio con ambos documentos, o sólo el de la mayoría. El tercer miembro de la comisión, imparcial, fue de la opinión de que sólo se sellara la decisión de la mayoría. El notario le estampó su firma, se abrió el cofre que contenía el sello y, en el despacho de Cesarini, la decisión fue solemnemente sancionada con la bula. El mismo Cesarini no quiso presenciar este acto. En esta situación parecía que la causa de la minoría estaba perdida, y, acompañada de los gritos de alegría del partido mayoritario, la decisión se mandó a toda prisa a Aviñón. El cardenal Cesarini se encerró en su habitación y no quiso hablar con nadie. Aquella misma noche vino a nuestro patio un monje, me hizo señas con la mano y, con mucho secreto, me pidió que le acompañase.

Sin que nadie nos viera, el monje me llevó a la vivienda del arzobispo de Tarento. Éste, de facciones firmes y fuerte cuello, me saludó con la misma amabilidad con que hubiera saludado a un hijo perdido durante largo tiempo.

—El doctor Nicolás de Cusa me ha hablado de tu inteligencia, de tu diligencia y de tu interés por el idioma griego —dijo—. La Iglesia de Jesucristo te necesita, hijo mío, y tú, por tu parte, no tendrás que arrepentirte si la ayudas en un momento de apuro.

En la estancia había también un hombre pálido y nervioso, a quien reconocí como el notario del concilio.

—No hacen falta largas peroratas —prosiguió el arzobispo, mirándome fijamente—. Ya sabes lo que ha ocurrido. Sabes cómo una multitud de hombres rabiosos, muchos de los cuales ni siquiera saben latín, intentan dividir la Santa Iglesia y convertirla en un campo de batalla del vulgo. Una decisión equivocada, injusta y contraria a los intereses de la Iglesia ha impedido sellar la decisión de la minoría, que sólo perseguía el bien de la misma. Este buen hombre —señaló al notario—, por obligación de su propia conciencia, ha querido poner en peligro su oficio y su prosperidad en la tierra ratificando con su firma el sello, si podemos ponerlo en el decreto minoritario. Y hace falta un sello para convencer a los griegos. ¿Nos quieres ayudar en una causa tan buena?

Tomó de la mesa una bolsa de dinero y distraídamente la hizo sonar.

—¿Y qué podría yo hacer que no hayan conseguido los cardenales, ni los reverendos obispos, ni los sabios doctores? —le pregunté, asombrado.

—El cofre del sello está en el despacho de tu señor, cerrado con llaves —me explicó—. Cuando todos en la casa estén durmiendo, debes dejar entrar a los hombres que yo envíe. Hay que romper el fondo del cofre, pues de otra forma no se puede coger el sello.

—¡Pero yo no puedo engañar a mi señor el cardenal! —exclamé.

—No, no —se apresuró a decir el arzobispo—. Lo que ocurre es que no debe enterarse. A él hay que presentarle un hecho consumado, que ya no pueda remediar. En su corazón, reconocerá que era justificado y no te odiará por ello. Tampoco es necesario que se entere de antemano tu profesor, el doctor Nicolás, aunque esto se hace asimismo para su bien, ya que le hemos elegido para que viaje a Constantinopla gracias a las valientes palabras que ha pronunciado, al igual que hemos elegido al obispo de Lisboa, que tuvo el valor de leer en voz alta nuestra decisión.

—Pero esto es un delito —objeté.

—¿Y no es un delito aún más grande el dividir la Iglesia? —me preguntó—. Una vez se ha dado el paso decisivo, romper el cofre ya es un asunto sin importancia. Y no temas. Yo respondo de los hechos y te protegeré. Recibirás mucho dinero. Si tienes miedo, puedes huir de la ciudad y ponerte bajo la custodia del Papa. Yo me quedo aquí para responder de lo ocurrido.

Su firme seguridad y su intransigencia me impresionaron. A su lado, tanto el cardenal Cesarini como el doctor Cusano eran hombres débiles, con su idealismo justicialista. Él sabía lo que quería y se atrevía a responder de lo que hacía.

—No pido dinero —dije—. Si lo hago, ¿me promete que puedo acompañar al doctor Nicolás a Constantinopla como escribano suyo?

El arzobispo puso una de sus manos sobre mi cabeza y me bendijo. Me prometió encontrar a un buen artesano para que rompiera el cofre, y yo le hice observar que necesitábamos también a un segundo secretario para llevar a cabo el plan, porque yo sólo no podía hacerme con las llaves de la casa. Mi rapidez mental le impresionó mucho. Después de quedar de acuerdo sobre todas las medidas de precaución que había que tomar, me dijo:

—Ante los ojos del mundo, lo que haremos no está bien, pero nosotros mismos sabemos que está justificado. A pesar de tu juventud, puedes distinguir entre lo justo y lo injusto mejor que el cardenal Cesarini y que tu profesor, el doctor Nicolás. Dejemos que ellos conserven su tranquilidad de conciencia. Con mucho gusto te emplearé como secretario del doctor Nicolás durante un largo y peligroso viaje. Tú debes animarle con tu fuerza de voluntad, si empieza a dudar. Y si los embajadores de la mayoría llegan a Constantinopla antes que vosotros —lo que no creo—, entonces recuerda que no existe acto injustificado si sirve a la unidad de la Iglesia y a la autoridad del Papa. Eres el hombre adecuado para ser su acompañante y, a partir de ahora, no te faltarán amigos poderosos.

Me aseguró la absolución de todo cuanto hiciera para servir a la causa de la minoría, pero en mi corazón yo pensaba:

—¿Qué sabes de mí, buey del Papa? Una vez la Iglesia esté escindida, lo peor ya habrá ocurrido. Todo lo demás pierde importancia ante ello, y yo no creo en nadie. Entonces, ¿por qué no irme a Constantinopla para aprender el griego y para encontrar, quizás, escrituras de los antiguos? Si puedo comprar un viaje tan maravilloso cometiendo un delito tan insignificante comparado con todo lo demás, ¿por qué titubear?

Me sentía asombrosamente libre y valiente al tomar así, con los ojos abiertos, una decisión sobre mi propia vida. No me atraían ni el dinero, ni el favor del partido del Papa, ni un éxito notorio. Lo que me atraía era Bizancio, heredera de la cultura de la antigua Grecia. No pensaba en los peligros del viaje.

Tampoco temía ser descubierto. La casa de Cesarini era tranquila y la servidumbre dormía profundamente en sus aposentos. Además, los guardias de noche estaban acostumbrados a que se viera luz hasta la madrugada en las ventanas de las habitaciones de los eclesiásticos. Yo ya sabía a quién podía sobornar con el dinero que me había dado el arzobispo, para que fuese mi ayudante. Era el más astuto y charlatán de los secretarios. Con su falsa humildad y su facilidad de palabra, se había ganado el favor del cardenal, que era hombre de buena fe. Yo sabía que había abusado de las llaves en otras ocasiones, para robar y vender botellas de vino del cardenal. Por dinero y un trago estaba dispuesto a hacer lo que fuera, si su pellejo no corría demasiado peligro. Le ofrecí vino y le convencí fácilmente de que serviría mejor el interés del cardenal atreviéndose a esta aventura, sin que lo supiera aquél. Necesitaba esta argumentación para, más tarde, poder fingir que sólo había deseado lo mejor para su señor y para obtener el perdón del cardenal. En cuanto al asunto en sí, lo más elocuente fueron las monedas de oro del arzobispo de Tarento.

Por consiguiente, hurtó las llaves, y a la noche siguiente, cuando dormía toda la casa, nos fuimos al despacho del cardenal. El notario tenía mucho miedo y sudaba copiosamente. Con todo descaro, encendí las velas. Dimos la vuelta al cofre. El carpintero celebraba ya de antemano la absolución total y la buena recompensa. Como profesional que era, alabó la resistencia y la buena hechura del cofre, e incluso perdió excesivo tiempo en causarle el menor daño posible, primero haciendo un agujero en el fondo y, luego, quitando con un serrucho un buen trozo de madera. Mientras tanto, el secretario charlatán y el sudoroso notario, reforzaban mutuamente sus ánimos con el vino.

En cuanto hubimos conseguido sacar el sello, el notario recobró la confianza en sí mismo y empezó sus tareas profesionales. Con mucho esmero selló el decreto de la minoría y, con una bellísima caligrafía, certificó el sello con la firma de su nombre. Luego volvimos a colocar el sello en su sitio, y el carpintero fijó con cola el trozo de madera que había quitado a fin de que no se notaran las huellas, al menos a simple vista. Yo limpié el suelo y, al salir, cerramos de nuevo la puerta con llave. En el patio, en una noche de mayo, nos aseguramos una vez más de que habíamos obrado bien y que ninguno tenía nada que temer. Al relajarse después de la tensión, el notario y el secretario charlatán necesitaron más vino y decidieron irse a un prostíbulo, porque las tabernas ya estaban cerradas. El precioso documento quedó en mis manos y lo llevé al arzobispo de Tarento. Estaba en la cama, despierto, abrió el papel y dejó reposar en una de sus manos el hermoso sello que colgaba del mismo.

—Ya no puedo dudar —dijo piadosamente—. El Espíritu Santo está con nosotros. Nuestra causa es justa e inamovible. De otra manera, los ángeles seguramente no te habrían guardado de ser descubierto durante tu peligroso trabajo.

Al día siguiente asistió a la salida de los embajadores de la minoría. Además del doctor Cusano formaban parte de la embajada un obispo francés que se había unido a la minoría y el obispo de Lisboa. Nicolás de Cusa era el más erudito de los tres y sabía griego. Pero era igualmente importante demostrar al emperador de Bizancio, ya en la persona de los componentes de la embajada, el hecho de que la minoría del concilio representaba a todos los pueblos y de ninguna manera solamente a Italia. Por ello no se había elegido como miembro de la embajada a ningún italiano. El grupo debía viajar primero a Bolonia para recibir del Papa la confirmación de la decisión de la minoría, luego pedir prestado dinero en Florencia y, a continuación, seguir camino por mar hasta Constantinopla. Después de dudarlo mucho tiempo, también el embajador griego en el concilio, Juan Dishypatus, accedió a viajar con el grupo, para atestiguar con sus propios ojos que el Papa defendía de verdad la decisión de la minoría y la aprobaba.

El doctor Nicolás se sorprendió y se asustó al ver que el santo sello del concilio estaba colgando del papel del cual se le había nombrado portador. Renegó de su legalidad, dijo que el hecho sería descubierto más tarde o más temprano y manifestó su temor de que ello llevaría una mala fama a toda la minoría y a él mismo. Pero ya era tarde para arrepentirse. Aunque, de una parte, comprendía que el partido del Papa se aprovechaba fríamente de él por su fama de erudito, justo y ecuánime, de la otra su conciencia estaba tranquila, ya que creía haber tomado su decisión para el bien de la Iglesia. El arzobispo de Tarento le venció con su fuerza de voluntad, prometiéndole responder de todas las consecuencias.

En cambio, el doctor Nicolás se alegró mucho cuando se enteró de que yo le acompañaría como su escribano, y no pudo dejar de expresar sus muestras de gratitud al arzobispo de Tarento por su generosidad. Es cierto que él no era un hombre vanidoso, pero, al lado del numeroso séquito de ambos obispos, habría parecido pobre si no hubiera llevado consigo ni siquiera a un sirviente. Juan Dishypatus se hallaba casi en la misma situación. Su emperador no podía permitirse pagarle un séquito y, como hombre de honor, no había querido aceptar la ayuda que le había ofrecido el concilio. Al ver su sencillo equipaje, creí en seguida que eran verdad las habladurías de que había sido sobornado por Venecia. Incluso el caballo se lo había prestado el arzobispo de Tarento.

No pude abandonar Basilea sin el permiso del cardenal Cesarini, ya que estaba a su servicio y escaparme sin despedirme de él hubiera levantado sospechas. Sin tener todavía la más remota idea de que la decisión de la minoría había sido sellada en secreto (lo que también ponía en peligro su propia reputación, dado que el cofre se guardaba en su casa y dos de sus sirvientes habían ayudado a romperlo), aquel hombre noble y de buena fe escribió, en su propio nombre y como miembro de la presidencia del concilio, una carta al emperador de Bizancio y otra al patriarca de Constantinopla explicándoles por qué, en su opinión, la minoría tenía la razón. A mí me dio su bendición para el viaje y hasta dinero, porque conocía bien la pobreza del doctor Cusano. Seguramente hubiese yo debido sentir remordimientos cuando se despidió de mí con tanta amabilidad, y me bendijo aunque yo le había defraudado de una manera tan grave. En lugar de ello le compadecí, pensando que eran precisamente los hombres puros, desinteresados y de buena voluntad como él de quienes se burlaban los miembros, decididos y duros, de su propio partido. Igualmente burlado fue también el doctor Cusano. Hasta yo, un hombre joven e insignificante al lado de ellos, sabía lo que hacía. Ellos, no.

Salimos cabalgando de Basilea al esplendor del incipiente verano, como si saliésemos de una casa de muerte y desesperación a la luminosidad de la vida. La despreocupada alegría de andar me llenó la mente. Como meta del viaje y como sueño dorado estaba el Bizancio milenario y lleno de misterios. Aun después de haber perdido sus riquezas, seguía conservando la sabiduría griega. Asediada por los bárbaros como la última fortaleza europea en el este, extendía sus brazos hacia occidente, dispuesto por fin a reconciliarse después de siglos de suspicacias y cismas. Invitaba a los países occidentales que guerreaban y peleaban entre sí a emprender una cruzada conjunta para salvar los tesoros de su cultura de una mortal avalancha.

Invadidos por la alegre excitación de empezar el viaje, ambos obispos no paraban de hacer innumerables preguntas a Dishypatus y al Cusano. Una sonrisa iluminaba el melancólico y barbudo rostro griego de Dishypatus. En su dificultoso latín describía todos los peligros y contratiempos que había encontrado en el transcurso de su viaje a Basilea. Cambiaba su habla al griego, intentando utilizar palabras sencillas como si se dirigiese a gente simple o a niños, pero, aun así, el doctor Cusano era el único que entendía lo que decía, al menos en parte.

Los obispos le trataban con respeto, a él y al doctor Cusano. En las paradas que hacíamos para descansar o para pernoctar, con mucho tacto se turnaban en invitar a estos sabios hombres a que compartieran la mesa que habían mandado preparar, para que no tuvieran que notar su propia pobreza. Los gastos de las posadas se pagaban de una bolsa común. Yo dormía junto al doctor Cusano, y muchas veces tuve que compartir incluso su cama, por falta de más sitio. El andar a caballo y las incomodidades del viaje cansaban a los obispos, y el doctor Cusano no cesaba de pedir que no cabalgásemos demasiado aprisa, ya que tenía miedo de caerse del caballo. En cambio yo, con mi juventud, consideraba el viaje como una fiesta interminable. Estaba acostumbrado a otras condiciones cuando viajaba solo. Al cabo de unos días ya intentaba hablar en griego con Dishypatus. De mi boca, el idioma salía más fluido que cuando hablaba el doctor Cusano, mayor que yo. Dishypatus empezó a mirarme con buenos ojos y a explicarme en griego cuestiones teológicas, para demostrarme por qué tenía toda la razón al considerarme un hereje.

Después de nuestra partida, en Basilea se produjo un gran escándalo cuando se descubrió que se había abusado del sello. Había demasiada gente enterada, y los partidarios de la minoría no pudieron resistir la tentación de dedicar pequeñas y burlonas observaciones a la alegría de triunfo de sus adversarios, hasta que a éstos les picó la curiosidad. Al final, y bajo promesa de guardar el secreto, uno de los amigos de Eneas Silvio, se enteró del asunto y, naturalmente, le faltó tiempo para hacerlo público. En el plenario se acusó al cardenal Cesarini con rabiosas blasfemias, aunque resultaba evidente que no sabía nada del hecho. Se levantó el arzobispo de Tarento, relató todo lo ocurrido y manifestó que sólo él era el responsable. Sólo su alto rango eclesiástico impidió que la airada multitud le atacase. Cuando su abogado intentó tomar la palabra para defenderle, el arzobispo de Aquilea le asió por los pelos y, con sus propias manos, empezó a pegarle. Se declaró prisionero al arzobispo de Tarento y se le llevó a su vivienda, custodiado por los guardianes. El cardenal Cesarini lloró de pura desesperación, manifestó su protesta por la violencia y juró que todo había ocurrido sin su conocimiento. Su fama estaba tan bien establecida que la mayoría le creyeron. El arzobispo de Tarento consideró que lo mejor era escapar de su cautiverio formal en Basilea y se marchó a Bolonia, donde estaba el Papa. La mayoría del concilio votó para que le fueran retirados todos los oficios de la Iglesia y la mitra de arzobispo. El Papa, en su propio nombre, anuló esta decisión y le elevó al rango de cardenal.

Pero, mucho antes que él, llegó a Bolonia nuestra embajada. Nos enteramos de que Florencia ya estaba equipando los barcos para el viaje. Esta era la ciudad que el Papa prefería para celebrar el concilio de la unión. La república de Florencia se había mostrado como su más leal aliada en las guerras en que se había mezclado en Italia. Pero el poderoso conde de Milán presentó una protesta tan airada contra esta idea, que parecía que el asunto se encontraba en un callejón sin salida. En Bolonia, y según su costumbre, el Papa Eugenio llevaba una vida austera y solitaria y pasaba su tiempo en negociaciones para hallar una propuesta de compromiso que no molestase demasiado a los príncipes de Italia ni al emperador de Alemania. De nuevo, este último había hecho saber que no aceptaba ninguna ciudad italiana, sino que prefería como sede a Budapest o a Viena.

En consecuencia, y hasta nueva orden, nuestra embajada se hospedó en Bolonia y el Papa nos pagó una estancia bastante buena. Pero pasaban los días, éstos se convirtieron en semanas, el suave y fresco clima de principio de verano cambió al asfixiante calor del estío italiano, y el doctor Cusano estaba cada día más nervioso, sin entender la demora impuesta por el Papa, puesto que, en su opinión, la cuestión más decisiva era la de saber cuál de las embajadas llegaría antes a Constantinopla para empezar las negociaciones relativas a traer a Italia al emperador y al patriarca.

Si yo hubiera sido mayor, más desarrollado intelectualmente y más interesado en la política, en el transcurso de estas calurosas semanas estivales, llenas de nerviosismo, habría podido obtener en Bolonia una excelente visión de las controversias europeas y del diabólico enredo en el que se veía implicado sin remedio el Papa. Sin hablar de los reyes, cada príncipe un poco importante tenía en Bolonia a sus embajadores, agentes e informadores. Todos competían entre sí para estropear los planes de los demás, se compraban y se vendían noticias y se movía el dinero para sobornar a los consejeros del Papa. Éste, sintiéndose acorralado, había llegado ya a un estado en que no podía confiar en nadie. La mayoría del concilio le había amenazado con destituirle y con elegir un nuevo pontífice si aprobaba el decreto de la minoría. Los príncipes le atemorizaban. Y, ante todo, le faltaba dinero.

Como escribano del doctor Nicolás de Cusa, yo tenía libre entrada en el patio y en el jardín del palacio papal. Tomé la costumbre de tumbarme bajo un árbol, junto a un surtidor de agua, para pasar las horas más calurosas del día. Al rumor del agua procuraba leer palabras griegas en una enciclopedia adquirida por el doctor Nicolás. Pero invariablemente me invadía la somnolencia. Durante varios días observé cómo una muchacha italiana muy bella, de ojos negros, intentaba acercarse a mí. Se inventaba algún pretexto, me hablaba y me sonreía tentadoramente. Yo creía que pertenecía a la servidumbre del palacio o al séquito de algún cardenal. Ésta no era la primera vez que las mujeres se me habían acercado hasta molestarme. Pero ninguna me había atacado con igual descaro, porque un día que me había dormido se me acercó de puntillas, agachó la cabeza y me besó en la boca.

Me incorporé de un salto, escupí y me froté la boca con la mano.

—¡Fuera de aquí, loca! —le grité, enfadado.

La muchacha se sentó a mi lado, suspiró, retorció sus dedos tostados por el sol y me preguntó:

—¿Por qué eres tan frío que ni siquiera quieres mirarme?

De buena gana le hubiera dado un empujón, pero sospeché que esto era justamente lo que ella esperaba para poderme agarrar y empezar conmigo una lucha fingida sobre el césped. Así pues, me levanté para irme. Pero la muchacha se angustió y se agarró a mi manga, diciendo:

—No, no, no te vayas. ¿No querrías ganar dinero?

Interpreté mal sus palabras y exclamé, desesperado:

—¿Qué diablos os pasa a las mujeres, que no me dejáis leer en paz? ¡Si aquí hay soldados e incluso nobles caballeros que estarían encantados de yacer, aun sin pagar, con una muchacha tan hermosa! Son ellos los que tendrían que pagarte a ti, pero a mí no me interesan estas cosas.

La muchacha también se mostró entonces airada, me pegó en la boca con la palma de la mano y me dijo entre dientes:

—Pagases lo que pagases no yacería contigo. ¿Qué te has creído? Todo lo contrario, siento una profunda aversión hacia los chicos pálidos como tú. Sólo pensaba que, seduciéndote, sería más fácil llevarte conmigo, porque este medio no me ha fallado nunca. No ha habido hombre que no me haya seguido sin hacer demasiadas preguntas, incluso los monjes. No han sacado ningún partido de mí, pero han regresado contentos, bien comidos, bien bebidos, y con dinero en los bolsillos. Si no lo crees, sígueme y recibe lo que se te ofrece.

No parecía peligrosa y yo no pensaba que llevara conmigo nada que valiera la pena de ser robado, lo cual, en caso contrario, hubiera justificado toda esa situación. Por eso me entró la curiosidad y le pregunté:

—¿Estás segura de que no te equivocas de persona? Soy Juan el Peregrino, escribano del sabio doctor Nicolás de Cusa.

La chica me contestó con entusiasmo:

—Exactamente. Es a ti a quien me han mandado buscar. Dame una mano y salgamos de aquí como suelen hacer los amantes, para que nuestra partida no llame la atención. Pero si intentas hacer algo más conmigo te morderé, porque de verdad eres un joven repugnante y mal educado.

Le di una mano y, charlando animadamente, me condujo a través de la puerta, levantando su cara amorosamente hacia mí y mirándome con sus brillantes ojos negros. Me llevó a una callejuela, y pasamos ante numerosas tiendas en las que se vendían telas de seda y alfombras, llamó a una puerta herrada y me guió hacia arriba por una oscura escalera. En una habitación bellamente decorada, me recibió un hombre joven, de brillantes ojos y hermosas facciones, cuya amarillenta tez denotaba su origen oriental. A su alrededor, había en la habitación una selección de objetos decorativos, alfombras orientales y piezas de brocado bordado con hilos de oro.

—Aquí está —dijo la muchacha—. Es inútil ofrecerle vino y tampoco le interesa demasiado el dinero, pero es un joven curioso. Ésa es su debilidad.

El hombre sacó un par de monedas de plata y, sonriendo, las entregó a la muchacha. Ésta me sacó la lengua y se fue con aire orgulloso. Riendo alegremente, el hombre se dirigió a mí y pude ver sus blancos e impecables dientes.

—A mí tampoco me gusta beber, si no me veo obligado a ello —dijo—. Y poco me importa el dinero; me gusta repartirlo a mi alrededor cuando encuentro a un compañero agradable. En cambio, soy un hombre que quiere aprender, al igual que tú. Como ves, soy comerciante y me veo obligado a hacer largos viajes. No cuento con muchas amistades en esta ciudad, y en las tabernas y posadas sólo encuentro a borrachos jactanciosos. Por ello no te sientas molesto si utilizo medios como éste, para atraer hacia mí a hombres de los cuales espero obtener información útil.

Me invitó a sentarme y me ofreció dulces como si hubiera sido un niño. Hablando animada y agradablemente, me preguntó sobre las posibilidades de un vendedor de objetos decorativos en Basilea, sobre las tarifas aduaneras y sobre muchas cosas más de las que yo no tenía idea alguna.

—Soy un escribano, no un comerciante —dije.

—Si pronto vas a viajar a Constantinopla con tu señor —me respondió—, es útil recordar también informaciones de este tipo. No hay mucha gente que haga un viaje tan largo.

Con amargura, le contesté que nuestro viaje a Constantinopla parecía aplazarse hasta el infinito. Asintió con la cabeza, se puso serio y dijo:

—Sí, sí, he oído tales rumores. El concilio ha secado las mejores fuentes de ingresos del Papa, al prohibir los pagos por los nombramientos a diferentes puestos. Lo que aún queda por pagar debe liquidarse en Basilea y no en Roma. Además, el concilio ha decidido que, para los puestos que queden vacantes, sus propios miembros tendrán el privilegio, así que ni de ellos puede esperar el Papa obtener ingresos complementarios. Entonces, ¿cómo podrá pagar las negociaciones sobre la unión? ¡Si no hay lugar donde le dejen dinero prestado para preparar las cuatro galeras pesadas y para enrolar a los trescientos arqueros que protejan a Constantinopla! Ya sabes que ésa es la primera condición del emperador de Bizancio, antes de que se atreva a emprender el viaje. ¿Y, qué van a costar las negociaciones en sí? Cantidades de dinero que asustan a cualquier banquero un poco razonable.

Le conté que, en Aviñón, los embajadores de la mayoría se habían encontrado con las mismas dificultades.

—Pero parece que ya no se puede creer en casi nada —dije—, si el dinero puede hacer naufragar una causa tan grande y tan buena.

Sonrió y observó:

—Ya se ve que todavía no conoces mucho el mundo. En nuestros tiempos, es el dinero lo que más importa. Pero, a fin de demostrar mi confianza hacia ti y para que tú también confíes en mí, te puedo contar que he oído, de fuente fidedigna, que, a pesar de todo, el Papa obtendrá prestado desde Florencia el dinero que necesita para comenzar. La operación se llevará a cabo en secreto, y el Papa se comprometerá a trasladar las negociaciones más tarde o más temprano a dicha ciudad, para que la república pueda recobrar el dinero prestado, aunque, para calmar los ánimos, es necesario empezar las conversaciones en alguna otra ciudad italiana más imparcial.

Lleno de alegría, exclamé:

—¡Benditas noticias! ¡Por fin podremos emprender el viaje!

Pero el rostro del hombre se puso sombrío, y me dijo:

—Me parece que aquí nadie tiene una idea correcta de la imposibilidad de todo este asunto. Soy un hombre que ha viajado mucho por el mundo. Conozco Constantinopla y sé bastante de los asuntos de los turcos porque he tenido que comerciar con ellos. A decir verdad, me horroriza con qué poca preparación y con cuánta ignorancia se envía a vuestra embajada a un peligroso viaje. Una sincera preocupación por el bien de la cristiandad me hace pensar que alguien debería prevenirles. Mira: la unión entre las Iglesias griega y católica es simplemente imposible y nunca podrá hacerse realidad. El comenzar una empresa descabellada sólo llevará al Papa a malgastar su dinero, expondrá a los embajadores a unos peligros insospechados y destruirá definitivamente la autoridad del Papa a los ojos de los países europeos cuando fracase el intento.

—¿Cómo puede hablar así? —le pregunté, disgustado.

—No conocéis a la Iglesia griega —respondió con tono de seguridad—. Ella se considera como la única heredera ortodoxa de la fe cristiana. Como un solo hombre, los habitantes religiosamente fanáticos de Constantinopla, bajo la dirección de los piadosos monjes, se levantarían en contra del emperador y del patriarca si en las negociaciones se regatease una sola letra del texto de su credo o de sus tradiciones. Por lo tanto, en caso de que se lograse empezar las conversaciones, éstas sólo llevarían a unas inútiles argumentaciones, porque ninguna de las partes estaría dispuesta a ceder. El emperador y el patriarca no pueden regatear por cuenta de su pueblo. Por otra parte, el Papa y los obispos no quieren ceder, porque, desde el punto de vista del pontífice, su reconocimiento como jefe de ambas Iglesias es el único objetivo de las negociaciones.

Me miró con fijeza y continuó diciendo:

—Créeme. Cada una de mis palabras es verdad. Como hombre sensato, tú mismo ya te has percatado de que en el concilio de Basilea sólo se ha discutido de dinero. Y es por el dinero por lo que el Papa quiere seguir estas conversaciones, esperando que la rica Iglesia oriental le proporcione inmensos ingresos suplementarios. En realidad, nadie piensa en la fe ni en la gloria, salvo los estúpidos sabios y teólogos, a los que se ha hecho mensajeros de sus superiores. Ésta es la única verdad sobre todo el asunto.

Triste, sacudió la cabeza esperando mis protestas. Como yo me callaba, continuó:

—Los apuros en que se encuentra el emperador de Bizancio le llevan a probar este último remedio. Pero el pacífico rey de los turcos, Murad, y su prudente visir mayor han dejado bien claro que, en cuanto a Bizancio, se contentan con las conquistas obtenidas hasta ahora. Con mucho gusto permitirán que Bizancio conserve la posición que tiene ahora, ya que el imperio, en la debilitada situación en que se encuentra, no representa peligro para el reino otomano, ya bastante ampliado y fuerte. Pero, forzosamente, el sultán debe considerar como acto hostil el comienzo de unas negociaciones con los países occidentales. ¿Crees que se quedaría a esperar el resultado de estas negociaciones y a la organización de una posible cruzada? Aunque, conociendo la población griega de Constantinopla, considerase como imposible la unión de ambas Iglesias, debe tener en cuenta el latente peligro. Bizancio estará perdido si, una vez se ausente el emperador para irse a Italia, el sultán concentra sus tropas contra Constantinopla y la conquista. Por esa razón el emperador y el patriarca, a la hora de la verdad, no se atreven a abandonar su país y a empezar negociaciones que no aprueban ni su propio pueblo ni los turcos. Como comprenderás, su sola existencia depende de una paz duradera ton los turcos.

Se calló y quedó mirándome con expectación.

—¿Por qué me explica todo esto? —pregunté.

Abrió las manos, se encogió de hombros y me respondió:

—Si piensan emprender un viaje tan largo, creo que lo mejor que pueden hacer es partir con los ojos abiertos y sabiendo de qué se trata. Ello sería también bueno para tu señor y para aquellos dos obispos, que van a sacrificar su comodidad y harán peligrar sus puestos e incluso sus vidas por una causa perdida ya de antemano. ¿No sería mejor para todas las partes abandonar una idea sin esperanzas y devolver la concordia dentro de la Iglesia?

—De verdad, es usted un hombre desinteresado y sincero, al pensar así en lo que sería lo mejor para nosotros —dije—. Pero yo sería muy estúpido si me imaginara que el Papa y los cardenales no saben ya todo esto. Estoy seguro de que el emperador de Bizancio y el patriarca conocen a su pueblo mejor que nosotros. Además, los turcos ya habrían conquistado Constantinopla hace tiempo, si hubieran podido. Voluntad no les falta, ya que el sultán Murad la asedió en vano hace algunos años. Aun en su estado de pobreza y debilidad, aquella admirable ciudad pudo rechazar los ataques de los infieles. El intento les costó caro a los turcos y no creo que lo olviden fácilmente.

Medité lo mejor que pude y continué diciendo:

—Quizá la idea sea imposible. Quizá sólo desemboque en negociaciones inútiles y la unión no se haga nunca realidad. Quizás el Papa haya utilizado todo este asunto de la unión y de su sede tan sólo para ganar para su causa a los hombres de buena fe y para hendir una cuña que divida al Santo Concilio que, si hubiese sido unánime, le habría destituido de su posición como cabeza de la Iglesia y le habría sometido a sus decisiones. Quizá sea verdad el que se hayan convertido en meros mensajeros a un estúpido sabio y a unos piadosos obispos para llevar a cabo una gestión inútil, pero para ser tan sincero y honesto con usted como usted lo ha sido conmigo, le puedo confesar desde ahora mismo una cosa: a mí, todo este asunto no me importa en lo más mínimo. Se logre la unión o no se logre, yo tendré la oportunidad de viajar a Constantinopla y conocer la civilización griega. Ése es el único objetivo que busco por mi propio interés.

—¡Sí que eres un joven impío, al hablar de una manera tan descarada! Dios te castigará y te convertirás en esclavo de los turcos, defendiendo una causa que traerá la desgracia a todos los interesados sólo para satisfacer tus propios caprichos.

—No finja —le respondí—. Prefiero que sea igualmente sincero y me confiese por cuenta de quién me habla y qué es lo que quiere de mí.

Se apaciguó como una oveja e insistió:

—Como ves, sólo soy un tranquilo comerciante. La base de todo comercio fructífero es la paz. Por ello es fácil de comprender que desee saber cosas e intente prevenir a la gente de los conflictos que puedan interferir en mis negocios. A ti no te he preguntado nada que no supiera cualquiera. Tampoco te he descubierto nada de lo que no estuviera enterado cualquier hombre interesado en la política. No se me puede acusar de nada malo y llevo conmigo un salvoconducto comprado con dinero auténtico.

»Pero —continuó con énfasis y mirándome seriamente— servirías de una hermosa manera la causa de la paz, si presentaras mi mensaje a tu señor, el doctor Cusano, como una prevención muy seria, y le pidieras que lo tratase con los demás miembros de la embajada antes de empezar un viaje cuyo final desconocen. Y, otra advertencia: al viaje a Constantinopla no le faltan peligros aunque se vaya en un convoy de cuatro fuertes galeras. Aunque los caballeros de Rodas y los barcos de guerra venecianos protejan las rutas, los piratas tienen sus trucos. Incluso se podría pensar en la posibilidad de que el sultán enviara a los piratas catalanes, que viven bajo su protección, a acechar expresamente a vuestra embajada, a fin de cortar desde el principio el intento de lograr la unión.

—Comprendo su buena disposición —respondí—. Quizá pueda hablar de estas cosas con el doctor Cusano.

Se alegró y tomó su bolsa de dinero.

—Claro está, te pagaré por tus molestias —dijo—. Adviértele, demuéstrale la imposibilidad de la unión, pregúntale si de verdad quiere que los turcos empiecen una guerra y destruyan Bizancio, amenázale con los peligros de la mar y de los piratas, y no tendrás que arrepentirte.

Empezó a contar las monedas, formando pequeñas pilas ante sí y mirándome intencionadamente. Sacudí la cabeza.

—A mí no se me soborna —dije—. No me emborracho. Ninguna mujer me ha seducido todavía. Si hago lo que usted me pide es sólo porque me parece justo que mi señor sepa lo que va a hacer. Sin embargo, no hay advertencia que pueda impedir ya que ocurra lo que tiene que ocurrir. Pero si alguna vez alguien me quisiera tentar, si de verdad se intentase seducirme, entonces quizás algún amigo de usted podría ofrecerme como regalo en Constantinopla el manuscrito de La Ilíada. En ese caso, seguramente me lo pensaría varias veces antes de rechazar un regalo tan valioso.

—Cada uno tiene su locura —respondió—, pero tú sí que estás loco si pierdes tu juventud y la vista de tus ojos deletreando viejas escrituras. Tienes madera para más.

—¿Qué es más? —pregunté.

Abrió las manos, pero no supo contestar. El mismo día le conté al doctor Cusano todo lo relativo a aquel sospechoso encuentro y el aviso que se nos había dado. Inesperadamente, no se asustó, sino que se alegró y dijo:

—Éstas son buenas noticias. Si hasta hoy he dudado en mi corazón del éxito de la unión y me he preocupado por todos los contratiempos que va a encontrar, ahora la esperanza se despierta en mí de nuevo. Venga la advertencia de donde venga, demuestra que los que se oponen a la unión están seriamente preocupados. Si incluso ellos piensan que lograr la unión está dentro de lo posible, nosotros, que la queremos fomentar, podemos esperar lo mejor.

Un par de días más tarde, cuando regresábamos de la iglesia de oír la misa vespertina, en el crepúsculo y entre la multitud alguien intentó clavarme un cuchillo en el costado. Noté un golpe en las costillas, pero no fue hasta después de que hubimos podido dejar atrás a la muchedumbre, al tentar con la mano mi chaqueta, que noté un corte en la tela y, en la tapa de piel del libro que llevaba debajo, una fea raya que había dejado evidentemente un afilado cuchillo. Enseñé la huella al doctor Cusano, y lo primero que hizo fue reprocharme por haber llevado a la iglesia un libro terrenal para leerlo durante la misa. Pero incluso él tuvo que reconocer que mi mala acción me había traído suerte, ya que, si el cuchillo no hubiera tropezado con el libro, me hubieran podido herir de gravedad.

—¿No es ésta también una señal de la irracionalidad de todo lo existente? —le pregunté—. Lo malo recibe un premio, pero lo bueno es castigado.

Me contestó que, como filósofo, no podía creer que ni la providencia ni el diablo se entrometiesen de forma tan concreta en el curso de los acontecimientos como creía la gente inculta. Como tampoco podía demostrar que, por una rara coincidencia, lo que ocurría fuese razonable.

—En la inmensa variedad de lo que ocurre —dijo—, hay sitio para coincidencias todavía más extrañas, pero si intentas relacionar a la providencia con el pago que acabas de recibir por el endurecimiento de tu corazón, eres tan inculto como la vieja que echa la culpa al diablo cuando el gato le vuelca el cántaro de leche que tenía encima de la mesa. No podemos obtener un conocimiento cierto mediante experiencias como ésta, por muchas coincidencias que tuviéramos en que apoyarnos.

Yo le argumenté que él, como escéptico, era peor que yo, que me había llevado un libro pagano a la iglesia para incrementar mis conocimientos. A lo que me respondió:

—Muchas veces me has hablado de la sabiduría, de la incondicionalidad y de la verdad, y no he querido contradecirte porque eres joven y no deseo desanimarte en tus sinceros esfuerzos. Pero aquí, en Bolonia, metido en una red de extrañas intrigas y de inseguridad, he alcanzado, por fin, en mi interior, la incondicional seguridad de que a nosotros, los humanos, no nos está permitido tener conocimiento absoluto sobre nada.

Me quedé atónito y le pregunté cómo podía demostrar una conclusión tan desconsoladora. Apoyó las yemas de los dedos en sus sienes para concentrarse entre el bullicio de la calle y me dijo:

—Observando las criaturas de la naturaleza, he llegado a la conclusión de que, al igual que cada criatura de Dios intenta realizar lo que su propia naturaleza le exige, de la misma forma ha recibido los medios para alcanzar su meta. El ansia más íntima de los humanos es alcanzar la sabiduría y la comprensión; por lo tanto, podemos suponer que también ha recibido las facultades para llegar a ellas. Pero si investigamos la esencia de la sabiduría humana, pronto nos damos cuenta de que todo conocimiento nace de la comparación de lo ya sabido con lo desconocido. Por este camino podemos llegar lejos, pero nunca alcanzaremos lo infinito. El hombre no puede alcanzar la absoluta verdad, ni el conocimiento absoluto. Lo comprenderás mejor si defino a Dios como la verdad absoluta. Nunca podremos entender la esencia de Dios. En consecuencia, todas nuestras verdades quedarán limitadas para siempre, y en proporción con lo que ya sabemos. La absoluta verdad es infinita como lo es Dios, y por ello no la podemos entender.

»Tú no comprendes esto —añadió— porque estás acostumbrado a mirar todo lo que hay a tu alrededor como seres tangibles. Sin embargo, mis estudios de matemáticas me han llevado a comprender que el único conocimiento definitivo que el hombre puede alcanzar es la comprensión de que el definitivo conocimiento no es alcanzable para él porque, si así fuera, él mismo se convertiría en Dios. A esto lo llamo la ignorancia sabia como contraste de la ignorancia ignorante, ya que nos ofrece la única base firme en que podemos fundar nuestro pensamiento razonable, sin caer en fantasías.

—¿Y los sabios de Grecia? —pregunté—. ¿Y todos los grandes filósofos? ¿Sabe usted más que ellos?

Humildemente, respondió:

—De ninguna manera me imagino más sabio que cualquier otra persona, sino que confieso mi ignorancia. Pero una meditación detenida y lógica demuestra que todo cuanto rebasa lo que acabo de decir y se presenta con los requerimientos del conocimiento, son sólo fantasías, imaginaciones y suposiciones sin demostrar. Esta afirmación la mantengo rotundamente, porque he llegado a ella con grandes esfuerzos y tras haber pensado mucho. Te lo explico con una alegoría matemática: ¿puede una recta ser una curva?

—No —contesté—. La curva es lo contrario de la recta.

—Exactamente —dijo, alegrándose—. Pero piensa en una recta que toque tangencialmente a un círculo, e imagínate que este círculo es infinitamente grande. Entonces, la recta que lo toca, la tangente, se une forzosamente a él. En el mundo de lo infinito, los contrastes se encuentran y la recta y la curva son iguales. Después imagina que en el círculo, y tocándolo por dentro, se dibuja un polígono. Por muy pequeño que dibujemos sus lados, nunca podrá unirse a la circunferencia. La cuadratura del círculo es imposible. Pero si nos imaginamos que el número de ángulos del polígono crece hasta el infinito, entonces, en partículas minúsculas, se unirá a la circunferencia. Ésta es la única solución a la cuadratura del círculo. Asimismo, en lo infinitamente pequeño los contrastes se encuentran y se convierten en iguales. En consecuencia, encontramos a Dios tanto en lo infinitamente pequeño como en lo infinitamente grande. Pero en el mundo de la existencia y de los acontecimientos, el denominador común para todo es la finitud y la posibilidad de medición. Así, también el conocimiento humano se caracteriza por su limitabilidad. Sólo podemos decir y comprender los fenómenos en su relación con otros fenómenos finitos. Nada podemos comprender sobre su relación con lo infinitamente grande y con lo infinitamente pequeño. Por eso Dios tuvo que venir al mundo en forma de hombre. En Jesucristo se igualaron el hombre y Dios, lo finito y lo infinito.

—En el transcurso de mis viajes me enseñaron —dije— que Dios es tan grande y tan pequeño como el hombre. Yo creía como única verdad incondicional que Dios está en mi corazón. Si es verdad lo que usted dice, estoy inclinado a creer que en el ser humano se unen lo finito y lo infinito.

Mis palabras hirieron al doctor Nicolás.

—¡Esto son fantasías, imaginaciones, misticismos y herejías! —exclamó, excitándose—. El solo hecho de pensar es ya la demostración de la existencia del pecado original en el hombre. El pecado original no es, de ninguna de las maneras, la ciega obediencia a los bajos instintos carnales. Como sabes, los santos y los ascetas, incluso monjes sin educación, han demostrado que el hombre puede rechazar las tentaciones carnales. Tampoco puede ser el pecado original una debilidad derivada de las limitaciones del hombre, como lo son el orgullo, la vanidad, la envidia y la malevolencia, sino que mi meditación demuestra que el único pecado original del hombre es la falsa idea de que pueda alcanzar la absoluta verdad y el absoluto conocimiento. Esto es lo que yo entiendo como el pecado original, pero no puedo desarrollar más este pensamiento hasta que sea capaz de armonizarlo con la doctrina de la Iglesia y, por consiguiente, hasta que haya aclarado por completo, en mi fuero interno, la cuestión sobre la limitación del conocimiento.

Me exhortó a que ejerciera mi capacidad meditativa sobre la esencia de lo infinito, dado que no era nada fácil comprenderlo, sino que requería unos profundos ejercicios de meditación. El llevar el pensamiento a lo infinitamente pequeño y a lo infinitamente grande era sólo una alegoría, ya que de ambos conceptos había que eliminar todavía la idea de la grandeza y de la pequeñez, que pertenecían al mundo de lo finito. Lo infinito era Dios y, al igual que a lo infinito, tampoco a Dios se le podía atribuir un adjetivo de grandeza o de pequeñez. Además, no se podía pensar que lo infinito era existente ni que fuera inexistente, porque lo existente y lo inexistente lo relacionaríamos con el mundo de lo finito. Por todo ello, uno se podía acercar a lo infinito en los pensamientos y en la razón lógica mediante alegorías, pero la inteligencia humana jamás lo podría alcanzar ni captar.

Le había escuchado con tal ansia de comprensión, que había olvidado por completo que un cuchillo había querido herir mi costado. No fue hasta llegar al patio que volví a acordarme y le dije:

—Probablemente, nunca sabré quién me quiso herir y por qué, pero me entristece la idea de que un pequeño y limitado trozo de hierro pudiera, en un instante, dejar mi cuerpo sin vida y apagar mis pensamientos para siempre. Por ello, seamos prudentes en nuestra propia y limitada manera y evitemos la muerte, aunque la verdad de la muerte sólo sea relativa en comparación con todas las demás verdades limitadas.

Al día siguiente, el arzobispo de Tarento llegó a caballo al patio del palacio que ocupaba el Papa. Saltó de los lomos de su poderosa montura, produciendo ruido de armadura bajo su capa y tintineo de espuelas, y entró a paso de soldado. Con él, volvieron la voluntad y la decisión. Por fin, el Papa sancionó con su firma el decreto de la minoría, y Dishypatus accedió a que se fijase la sede definitiva de la reunión una vez el emperador de Bizancio y el patriarca hubieran llegado al puerto italiano de su elección. Aquel sombrío y melancólico sabio griego estaba tan angustiado por todas las demoras como nosotros. Ya no se podía dudar. En cuanto vio que el Papa aprobaba a la minoría, él reconoció asimismo por escrito y en nombre de su emperador y de su patriarca, como delegado suyo, que consideraba como el auténtico concilio a los presidentes nombrados por el Papa y a los obispos que se habían puesto de su parte. Hasta se atrevió a asegurar que el emperador y el patriarca emprenderían el viaje hacia Italia dentro de un mes a partir de la llegada a Constantinopla de los representantes del concilio legalizados por el Papa. Envió de antemano a Venecia a su primo, el arzobispo Condolmieri, para que alquilase allí las galeras de guerra previstas en el contrato, y le nombró comandante de las mismas. En Constantinopla, la embajada debía llevar a cabo las negociaciones en concordia con su delegado, Juan de Ragusa, y como refuerzo de la embajada envió con nosotros a dos obispos.

Incluso yo pude ver al Papa en el solemne acto de despedida. Por ello debía sentirme más agradecido al arzobispo de Tarento que al modesto doctor Nicolás. El arzobispo no se había olvidado de mí. Todo lo contrario, por su comportamiento y benevolencia comprendí que me consideraba como uno de los más fieles partidarios del Papa. Hasta llegó a insinuarme la posibilidad de obtener una prebenda razonable, que podría recibir, como excepción de las normas, después de regresar de Constantinopla. Yo le dije que no pensaba dedicarme a servir a la Iglesia, sino que me contentaba con estudiar a los poetas, porque mis conversaciones con el doctor Cusano me habían demostrado sobradamente que no servía como filósofo. Pero el arzobispo me contestó que ello no era ningún impedimento. Podría disfrutar de los ingresos de alguna sencilla parroquia y contratar a un vicario coadjutor para que se hiciera cargo de ella, a pesar de que yo no recibiera la tonsura. Supongo que me consideró algo raro e incluso un poco loco cuando le dije que no quería comprometerme a nada.

La bendición del Papa no me emocionó mucho, aunque tuve el honor de besarle una zapatilla. Le estuve observando atentamente mientras hablaba a la embajada. Era un hombre de bellas facciones, delgado y sombrío, y de ninguna manera un orador hábil y convincente como lo era el cardenal Cesarini. Yo sabía que era hijo de un comerciante nuevo rico de Venecia que, obedeciendo el mandamiento de Cristo, había repartido su herencia entre los pobres y se había convertido en monje. Junto con otro monje que mantenía los mismos principios, y después de que un pariente de éste fuera elevado al rango de Papa, él había sido destinado al servicio de la Curia. El motivo por el cual se le había elegido precisamente a él como Papa en el cónclave de cardenales, no se podía explicar de otra forma que porque éstos lo consideraban fácilmente influible. No había estudiado teología ni Derecho canónico y no le interesaba la literatura; sólo obedecía las duras reglas religiosas de su orden y, éticamente, era irreprochable. Desde el principio se había visto en conflictos con el concilio, conflictos que, a lo largo de los años, se habían convertido en un abismo que dividía a la Iglesia. Los habitantes de Roma se habían rebelado contra él y habían reinstaurado la república, por cuyo motivo había tenido que huir por el río Tíber en una barca de pescadores, acompañado de un solo sirviente fiel. Únicamente una racha de viento que se levantó de golpe le había salvado de las lanzas y de las flechas cuando estaba tumbado en el fondo de la embarcación, protegido por un escudo. Se había visto envuelto en guerras con los príncipes italianos. Según toda lógica humana, debía haberse sometido y buscado apoyo en el concilio. En vez de ello, con toda tozudez y descaro, había dividido al concilio con la cuestión de la unión, y la mayoría se había rebelado abiertamente contra él.

Por todos estos motivos observaba yo a aquel severo hombre con una mezcla de horror y de curiosidad. No podía dudar de su voluntad de seguir a Cristo y, al mirarle, no podía acusarle de ambición personal. Por el contrario, me convencí de que no buscaba su propia gloria, sino que creía ciegamente que luchaba por la herencia de San Pedro, para la restitución del poder al trono del apóstol, y para el bien de la Iglesia y el de sus sucesores. Había nacido en tiempos sombríos y tristes, tiempos de la escisión definitiva, a los que muchos consideraban como la señal del fin del mundo. La amargura, los desengaños y el ayuno le habían dejado surcos en el rostro. Era la cabeza de la Iglesia, y el cuerpo no podía vivir sin la cabeza. Pero no pude entender por qué se le confiaron, precisamente a él, las llaves del reino de los cielos. Él creía tener la razón, pero la mayoría del concilio, seguramente, también creía tenerla, y los abusos, la avaricia y la vida impía de la Iglesia visible hacían comprensible la convicción de la mayoría.

Habló de la importancia que tenía la misión de la embajada, prohibió a sus miembros expresar en Constantinopla opinión alguna sobre las cuestiones en disputa entre las Iglesias oriental y occidental para cuya reconciliación se convocaba la asamblea de la unión, les prohibió entrar en discusiones y les autorizó para amenazar con la excomunión a los embajadores de la mayoría del concilio, caso de que intentasen persuadir al emperador de Bizancio y al patriarca a que rechazasen la invitación presentada por la minoría y aprobada por el Papa. Sin entrar en discusiones dogmáticas, debían intentar hacer amistad con los sabios de la Iglesia ortodoxa y recoger material que pudiera servir para la causa de la Iglesia católica en las futuras conversaciones sobre cuestiones religiosas. Sin embargo, todo esto debía quedar en segundo lugar. Lo que importaba era no olvidarse ni por un momento de que la única y primera misión era lograr que el emperador y el patriarca, con sus respectivos séquitos, viajasen lo más pronto posible a Italia. El resto se podía solucionar en el transcurso de las conversaciones.

—Háganles comprender nuestra fe y confianza incondicionales —dijo— en que el hecho de alcanzar la unión despertará a la cristiandad y la unirá después de la división. Gracias a ello, el peligro que amenaza a Constantinopla por parte de los turcos despertará las conciencias de los príncipes y encenderá en ellos la misma llama sagrada de entusiasmo que llevó a los países de occidente a las cruzadas, para recuperar el Santo Sepulcro. Si las noticias de nuestras guerras y disputas les hacen dudar, disminúyanlas y quítenles importancia con sus palabras.

Pero todos estos consejos y recomendaciones los pronunció secamente y sin entusiasmo, como si estuviese cumpliendo un desagradable deber. Eludía las multitudes y la compañía de la gente, por lo que le molestaba esta forzosa aparición en público. La severa soledad de la celda monacal había dejado huella en él. El arzobispo de Tarento, vestido con todo el lujo que correspondía a su nuevo rango de cardenal, se mantuvo de pie, en posición firme como una roca; su cabeza parecía hecha de hierro. Yo sospechaba que pensaba para sus adentros lo diferente que todo hubiera sido si el Papa y jefe de la Iglesia hubiera sido él. Esta idea me hizo respetar más al Papa Eugenio como hombre, precisamente porque le faltaba esa firmeza de roca. En su corazón, tenía que luchar por cada decisión que tomaba y debía estar siempre inseguro de la justicia de lo que decidía. Por eso yo tenía más confianza en sus decisiones.

En el patio, cuando cargaba a los lomos del caballo las pertenencias del doctor Cusano, la muchacha italiana de ojos negros se me acercó. Me sonrió y tocó intencionadamente el desgarro que tenía en mi chaqueta y que yo mismo había remendado.

—¡Fuera de aquí! —le dije.

Se le encendieron los ojos. Apretó los labios hasta que se quedaron blancos, y el odio la hizo fea.

—Sabes leer libros, escribano Juan —dijo—, pero nada sabes de la vida. Este roto en tu traje debería enseñarte a ser más cortés con las mujeres y a no ofenderlas sin motivo. Sufrirás por tu brusquedad y por tu falta de modales.

—No te preocupes, jovencita, ya tengo bastante sufrimiento con la sabiduría, aunque tú no lo entiendas —respondí. Pero luego me invadió la curiosidad y le pregunté—: ¿Fuiste tú quien me quiso herir con el cuchillo?

Soltó una carcajada y me dio un empujón con la mano.

—Los hombres son bobos —dijo—. Salías de la misa vespertina con los ojos tan fríos y la cabeza tan erguida, que ni siquiera me viste entre la gente, paseando con un tonto que busca mis favores. Por capricho, le prometí un beso si te clavaba el cuchillo en un costado. Lo hizo sin titubear y se ganó el beso, a pesar de que no pudo herirte. Y no sé cuál de los dos es más tonto, él o tú.

—¡Y tienes la desfachatez de confesármelo! —exclamé, pensando cómo podía castigarla. En el patio se oía el ruido de los cascos de los caballos, los hombres armados ya estaban montando, y me invadía la alegría de partir. La abracé y la besé en la boca todo lo bien que supe. Ella cerró los ojos y, entre mis brazos, palideció. Luego, de repente, se soltó, me escupió y me pegó en la cara, rompió a llorar y se alejó corriendo.

Mi venganza no me produjo alegría. Todo lo contrario, me puso triste. Al salir a caballo de la ciudad estuve pensando que, realmente, no sabía mucho de la vida. Sin embargo, me rebelé pensando: «No quiero turbar mi cabeza y la claridad de mis pensamientos con la embriaguez de la tierra y de los sentidos. Quizá sea tierra, pero el brillo de los pensamientos en mí no puede ser sólo tierra».

También el doctor Cusano cabalgaba cabizbajo y ensimismado en sus pensamientos. Teníamos ante nosotros un largo viaje. Pensaba que él estaba rezando para sus adentros, considerando todas las dificultades del viaje y los contratiempos que nos esperaban. Pero cuando, por fin, levantó su redonda cabeza y sus inquietos ojos de niño para mirarme, dijo:

—La verdad es simple. Debe ser lo más simple del mundo. Entre la diversidad de todo lo existente y en la impenetrable red de mil nudos del pensamiento humano, forzosamente la definitiva verdad ha de ser tan simple que puedas encontrarla y verla en el destello de un solo instante. ¿Para qué molestarse, cuando los pensamientos de los más sabios y todos los libros que he leído sólo forman un muro a mi alrededor y me separan de la verdad más simple?

—La única verdad es la muerte —le contesté—. Esto lo comprendí ya cuando, en mis andanzas, me desperté al lado de un cementerio con el canto de un ruiseñor. Creo que la vida es como ese canto, igualmente desprovista de razón y de propósito.

Suspiró y me respondió:

—Así pensaban ya los discípulos de Zenón y de Epicuro, y no hay doctrina más triste. Por esto la palabra tuvo que hacerse hombre, para que pudiésemos ganar la vida eterna. Para un hombre que piensa, el umbral de la fe es alto, pero no inalcanzable. Y a un hombre razonable no le conviene gritar solamente: ¡creo porque es irracional! Para los judíos, la verdad es el pecado, para los griegos, la locura; pero, a pesar de todo, la verdad es tan simple que un niño la podría entender.

—¿Por qué se lo sigue asegurando a sí mismo tan insistentemente? —le pregunté—. Si creyese, no necesitaría tantas seguridades para armonizar su fe con los requerimientos de su razón y de su inteligencia. Doctor Nicolás, en su corazón usted es un escéptico. Por ello no me puede acusar o condenar si busco otra verdad que la de usted.

El Cusano exclamó:

—¡Soy un escéptico, soy apóstata de mi juventud, estoy sirviendo a una causa en la que no creo! Pero ¡Dios, Dios!, si me diste el don de pensar, quisiste que lo usase también. ¡Déjame ver la luz de tu verdad! Aunque sea una vez, una sola vez en mi vida, me contentaría.

—Que sea el Papa la cabeza de la Iglesia —dije, intentando consolarle—. Y que sea usted la angustiada y escéptica conciencia de la Iglesia. Seguramente por esto le enviaron a usted a llevar a cabo la misión más grande de nuestro tiempo, a reconciliar el oriente y el occidente. Pero todo el mundo le pega en la cara al reconciliador y al constructor de la paz en estos oscuros tiempos. Por eso le acompaño y le protejo, a fin de satisfacer mi curiosidad de ver cómo cumple su misión.

Pero mientras él rezaba pidiendo una revelación, comprendí que la mía ya la había tenido bajo un árbol, al lado del muro del cementerio, cuando me despertó el canto del ruiseñor.