I

Después de escaparme, había caminado a través de las tierras de Francia y Borgoña, hasta el Rin. Ya se había recogido el heno; en los campos, hombres sudorosos segaban cereales con sus hoces, vestidos sólo con unas rotas camisas, debido al calor. Las mujeres esquilaban ovejas. Yo estuve caminando bajo el signo de Leo.

Durante las horas oscuras de la noche había dormido en la ciudad, junto al muro del cementerio. Mis sueños se mezclaban con el canto de los ruiseñores, que se oía desde unos vetustos árboles. Al salir el sol, los gallos empezaron a cantar. Cuando me desperté, lo primero que vieron mis ojos fueron las imágenes de la muerte en el muro del cementerio, iluminadas por la rojiza luz del alba. Un esqueleto bailaba y llevaba a un obispo a su compás.

Al seguir caminando hacia el sur, donde estaban las montañas, vi la sombra de la muerte en cada persona con quien me crucé. A través del cuerpo de un segador se entreveían los contornos de un esqueleto. En la rosada sonrisa de una mujer encontré la amarilla mueca de una calavera. La muerte jugaba junto a los niños en la orilla del riachuelo. Todas y cada una de las personas que encontré debían morir un día. La muerte era el único y absoluto señor del hombre. También los edificios, incluso los más fuertes, envejecían y se derrumbaban al final. La risueña vida estival que me rodeaba era un espejismo tan frágil como el intranquilo sueño de mi noche, turbado por el canto del ruiseñor.

Caminaba en un mundo en vías de desaparición. Tenía diecisiete años. Era libre y feliz. Me sentía realmente contento. Al andar, cantaba.

Hacia el mediodía y sin poderlo sospechar, llegué a la Fuente de la Juventud y me detuve al lado de la valla para mirar, ya que nadie me ahuyentó. Allí había hermosos caballos que habían sido desenganchados de los carruajes y soltados en el prado para que pacieran. Los sirvientes habían levantado entoldados para utilizarlos como vestuarios y habían puesto mesas con comida. Ya desde lejos se oía la alegre música de trompetas y tambores que venía desde el estanque, entremezclada con los gritos y las risas de los bañistas.

El estanque era grande y espacioso y estaba bordeado de piedras talladas. Cabían en él decenas de personas. En el centro había un surtidor. En mis viajes había visto muchos balnearios, en los que la gente vieja, decrépita y coja, buscaba la curación de sus males mediante el barro caliente y las aguas milagrosas. Pero de la Fuente de la Juventud podía verse en seguida que no era para los enfermos, sino que era un lugar de diversión veraniega para gente rica y aristócrata. Unos perros mimados correteaban alrededor de la fuente, y de unos palos se habían colgado doradas jaulas que contenían pájaros de mil colores. Al lado del estanque, un par de saltimbanquis entretenían a los bañistas.

Y éstos no eran ni viejos ni feos, sino hombres en la plenitud de la edad y mujeres que, con sus redondos pechos y sus blancos cuerpos, no tenían que avergonzarse de nada. Entre risas, los hombres intentaban agarrar a las mujeres, que hacían ver que se escapaban de sus manos impúdicas o salpicaban con agua sus rostros enrojecidos por el vino. Algunos habían ordenado que se les sirviera comida, fruta y vino, en una mesa que flotaba entre ellos. Otros jugaban a los dados, y las mujeres soltaban gritos de alegría cuando lograban obtener una alta puntuación. La mayoría de los hombres, por pudor, habían rodeado su cintura con un paño, pero las mujeres, especialmente las más jóvenes y bellas, sólo se tapaban con sus cabelleras, lo cual podía observarse cuando, de buena gana y con asiduidad, salían de las revueltas aguas del estanque y, bajo cualquier pretexto, entraban un momento en la gran tienda que servía de vestuario cuyo dintel estaba cerrado con cortinajes de terciopelo.

El relucir de las desnudas extremidades en el agua y la abundancia de toda esa alegría y gozo de la vida, al son de la música de las trompetas y tambores, representaba una panorámica tan pagana que me imaginé que los que se bañaban eran ninfas y sátiros. Me quedé absorto por la visión; el tiempo iba pasando y el sol atravesaba como hilos de oro el follaje de los árboles. Me quedé, aunque tenía miedo de que los maliciosos sirvientes me ahuyentaran si me quedaba demasiado rato. Pero yo no quería seguir mi camino y ya no pensaba en la muerte. Pronto llamó mi atención una mujer que, con el agua hasta la cintura, apoyaba los codos en el borde del estanque y leía con atención un libro, sin participar en los juegos de los demás.

Su rostro, inclinado sobre el libro, era bello y orgulloso. No era muy joven, lo cual podía apreciarse por sus redondeados hombros y por la línea de la cintura, protegidos por mojados mechones de pelo rubio. Llevaba al cuello un fino collar de perlas, como si no hubiese querido renunciar a su vanidad ni aun durante el baño. En un momento determinado se le acercó por detrás un hombre fuerte, de negros ojos, que se apoyó en su espalda como para leer el libro por encima de sus hombros, pero que empezó a acariciarle un pezón por debajo del brazo. Sin ni siquiera volver la cabeza, la mujer cogió la mano que la acariciaba y la apartó con indiferencia, como si no hubiera considerado merecedores de la más mínima atención los intentos del hombre. Éste se sintió humillado y se fue, chapoteando en el agua. La mujer siguió leyendo, moviendo los labios según iba siguiendo las palabras del libro.

Supuse que era una mujer muy hermosa, por lo menos a los ojos de un hombre maduro, pero yo no miraba su belleza. Poseído de curiosidad y de pasión, sólo miraba el libro, una de cuyas hojas decoradas acariciaban distraídamente sus afilados dedos. Intentaba averiguar qué libro podría ser. No era probable que una mujer como ella hojease un libro de oraciones en esta fuente de la alegría de vivir. No creía que una mujer entendiese de filosofía. También resultaba difícil pensar que supiera latín. Por ello llegué a la conclusión de que se trataba seguramente de algún despreciable cuento de amor escrito en la lengua del vulgo, de los que los médicos recomendaban a los hombres ya mayores para vivificar su menguante virilidad.

Pero, al menos, era un libro. Hacía muchas semanas que no había leído nada porque, para poder escapar, me había visto obligado a vender los pocos y pobres libros que yo mismo había copiado en papel de desecho y encuadernado con tapas de madera. Al caminar, había tenido que contentarme con repetir solamente lo que sabía de memoria y recrear en forma de nuevas palabras los pensamientos cuyo texto exacto ya se me había olvidado. Tenía hambre, pero más que todos aquellos sabrosos platos de comida que los sirvientes llevaban al manantial casi rozándome, anhelaba el libro que una mujer regordeta y desnuda leía apoyando los codos en el borde del estanque. Desde el otro lado de la valla, yo sólo tenía ojos para el libro y me olvidaba de todo lo demás.

Se diría que la mujer advirtió mi intensa mirada, porque de repente levantó la vista del libro y me miró directamente. Sus ojos no reflejaban vergüenza, tenían un color azul oscuro y estaban muy separados entre sí. Eso la hacía parecer meditabunda. En aquel momento, uno de los hombres que estaban jugueteando detrás de ella logró rodear con un brazo el talle de la mujer, que se le escapaba, y la pareja se cayó al agua retorciéndose, salpicando los bordes del estanque y las hojas del libro. Instintivamente, hice un ademán desesperado como para evitar el daño, aunque ya era demasiado tarde, y se me escapó una exclamación de disgusto. La mujer seguía mirándome, se alejó de su pareja que chillaba en el agua, tomó el libro en sus manos y, descuidadamente, lo sacudió. De pronto sonrió y me quedé tan asombrado que miré hacia atrás, hasta que caí en la cuenta de que me sonreía a mí.

Me llevé un buen susto y el primer pensamiento que tuve fue seguir mi camino, pero el libro me había embrujado y, siendo así, le contesté con una sonrisa insegura, todo el tiempo preparado para huir si intentaba perjudicarme. La mujer seguía sacudiendo agua del libro sin apartar los ojos de mí, sin saber mucho de cómo hay que tratar los libros. Me sentí invadido por un auténtico pánico por el que ella tenía en las manos. Así, cuando la mujer me hizo un gesto con sus delicados dedos para que me acercase, a la vez que seguía sonriendo muy segura de sí misma, no dudé más y, dando una vuelta hasta la puerta de la valla, entré sin que nadie me lo impidiera y bajé hasta el estanque.

Lo primero que hice fue quitarle el libro de las manos y empezar a secar las hojas cuidadosamente con mi manga, a falta de mejor medio. Me dolió observar que la tinta ya se había corrido en algunos sitios, pero, al mismo tiempo, y ante mi gran asombro, me di cuenta de que el libro estaba escrito en latín, en forma de diálogo y copiado con bastante buena caligrafía, con las mayúsculas decoradas. A escondidas miré la hoja de la portada. Como autor figuraba Laurentius Valla y el nombre del primer diálogo era De voluptate.

—Es impío, incluso criminal —dije—, llevar un libro para que se manche en un sitio de diversión pagana. Estas páginas hay que plancharlas con un hierro caliente. A pesar de ello, siempre quedarán con una huella de su frívolo descuido.

Yo miraba preocupado el libro, no a la mujer, ardiendo de ansia de poder leer, ya que no conocía el autor ni la obra.

—Eres muy severo para con una mujer ignorante, hermoso joven —me dijo humildemente, pero su voz era alegre—. Tu mirada sombría y condenatoria me asusta. ¿Eres un fraile o un predicador? ¿Y qué actos de penitencia quieres que haga? Como ves, estoy ante ti indefensa y desnuda y, en todos los sentidos, a tu merced.

Le eché una mirada. Sus ojos estaban muy separados e hipócritamente serios. Fingiendo pudor, levantó las manos para cubrir sus redondos senos. Las uñas de los afilados dedos brillaban y eran de color de rosa. Aquellas suaves manos jamás se habían dedicado a ninguna labor decente. Los rubios cabellos se pegaban en mojados mechones a su blanca piel y el mentón era de suave forma. Para más de uno, seguro que era hermosa y seductora, pero yo sólo la miraba como la propietaria de un libro tentador, pensando cómo podría obtenerlo para mi lectura.

—Sé copiar y encuadernar libros —dije—. Si me deja éste, para complacerla haré todo cuanto pueda para reparar los daños que ha sufrido. No pido ningún sueldo por ello —añadí de inmediato, al notar su inquisitiva mirada fija en mi rostro.

Jugueteando con el collar de perlas que llevaba, me dijo en tono de reproche:

—Te he dicho «joven hermoso». Al contestarme, y aunque no hubiese sido más que por cortesía, podrías haberme dicho «hermosa dama». Pero parece que no soy especialmente hermosa a tus ojos, ya que te contentas con acariciar el libro en tus manos sin ni siquiera dirigirme una mirada. ¿O, quizás mi desnudez, pudorosa y natural por tratarse de un baño curativo, despierta vergüenza en ti?

—Hermosa dama, el Creador se alaba a sí mismo en sus criaturas —dije, y la miré lo suficiente que consideré necesario para satisfacer su vanidad. Luego dediqué de nuevo mi atención al libro.

¿De voluptate? —pregunté—. ¿Es un ensayo filosófico o teológico?

La mujer casi se echó a reír, pero hizo un esfuerzo, se puso seria y respondió:

—A decir verdad, aún no lo he averiguado. Debido a mi carácter débil y fácilmente variable, las cuestiones sobre la voluptuosidad siempre han despertado un profundo interés en mí. Pero seguramente mis conocimientos del latín son todavía poco consistentes, como es lo apropiado para una mujer bien educada, porque, a mi parecer, no entiendo lo suficiente los pensamientos de este sabio estudioso. A mí, débil mujer, me tientan y me aterran a la vez. Por esto necesitaría comentarios para aclarar las ideas que contiene este libro, a fin de que, por culpa de un malentendido, no expusiera mi alma a la perdición.

—Está escrito en un bello latín —dije, entusiasmado—. Si lo desea, señora, con mucho gusto se lo leeré en voz alta y le explicaré todo lo que con su débil razón de mujer no pueda comprender.

—¡Ay! —suspiró—, ¡ay!, ¡ay! ¡Qué propuesta más tentadora! Qué día de suerte, encontrarme con un hombre sabio y dispuesto a ayudar, entre todos estos blasfemos, bebedores y frívolos juerguistas. Has de saber que muchos de estos señores y aristócratas caballeros no conocen siquiera la diferencia entre una letra y otra.

»Pero no empecemos la lectura aquí —continuó después de haber echado un vistazo alrededor—. Sería sin duda echar perlas a los cerdos, de lo cual ya nos previene la Biblia. Mejor será que busquemos algún sitio tranquilo rodeado de arbustos, donde ningún ignorante oyente pueda estorbarnos y burlarse de nuestro sabio intercambio de ideas.

Me tendió una mano y me tomó del brazo. Apoyándose en mí, salió con pesadez del estanque produciendo un buen oleaje, y pude ver que su regordete cuerpo se parecía a la conocida imagen de las pinturas sagradas que representan a Betsabé bañándose. Para proteger su pudor, casi le di la espalda. La mujer se quedó pensativa, intentando esconder el vientre, y yo le dije apresuradamente:

—Si desea llevarme consigo entre los arbustos, preferiría que se vistiese primero.

—Tengo una propuesta todavía mejor —dijo con entusiasmo, escurriendo el agua de sus cabellos—. Sígueme a la ciudad para compartir conmigo una comida. Seguramente estarás hambriento como todos los jóvenes, y allí tengo otros libros que yo sola no puedo entender.

Una sirvienta se acercó para secarla y le dio una sábana en la que se envolvió.

—Sígueme a mi tienda —me dijo amablemente—. De ningún modo tu mirada me molestará cuando me vista, y no creas que te deje escapar antes de que me hayas enseñado tu sabiduría. Pero la curiosidad es el pecado principal de la mujer y, por lo tanto, dime cuántos años tienes, cómo te llamas y cómo se llama tu padre, de dónde eres y cuál es tu profesión.

Su pregunta me resultó molesta.

—Tengo exactamente los años que represento en sus ojos —le contesté—. Yo tampoco me muestro curioso sobre el nombre o el rango de usted, señora, porque un conocedor de las personas puede apreciar a su congénere sólo mirándolo. Si yo le otorgo mi confianza por sus buenas aficiones, usted seguramente puede confiar en mis mejores intenciones aunque no posea nombre, ni lugar de origen, ni siquiera patria de la misma manera que la tienen otros. Pero ya a los doce años estudiaba latín, conozco el alfabeto griego y, por un precio razonable, puedo hacerle su horóscopo en tinta roja, si así lo desea. Si necesita recomendaciones, que sirvan las de Virgilio y Cicerón, las de Horacio y Tácito, porque no tengo a otros que me recomienden y no necesito mejores recomendaciones que ésas.

Empecé a recitarle de memoria las primeras estrofas de La Eneida, pero se tapó los oídos y exclamó:

—¡Basta, basta, ya te creo!

La interrupción resultó muy conveniente, puesto que mi memoria no hubiera llegado mucho más allá. Se le soltó la sábana, la recogí del suelo y la ayudé a que volviera a cubrirse con ella. Mis manos rozaron su piel, fresca después del baño, y ella se estremeció como si hubiera tenido cosquillas.

—Su carne, señora, es suave, blanca e incluso bella —le dije—. Pero su carne es sólo tierra. Dentro de ella no hay escondidas otras cosas duraderas que sus huesos y sus dientes. Algún día, un peregrino como yo mirará dentro del depósito de huesos de cualquier cementerio y, desde una amarillenta calavera, le saludará la mueca de los blancos dientes de usted. Sobre su hermosura, nombre o familia no sabrá nada. Por esto, ¿no son irrelevantes el nombre y el lugar de origen entre los filósofos?

—Sin duda —contestó—. No obstante, llámame Dorotea, porque ése es mi nombre. A ti podría llamarte Moisés, puesto que te he encontrado a la orilla del estanque al igual que la hija del faraón encontró a Moisés entre las cañas. Pero supongo que ya no eres un niño. De ello es testimonio la suave barba que te está saliendo, y de lo mismo deseo tener otros testimonios una vez hayas vencido tu timidez, por otra parte comprensible.

Se me adelantó para entrar en un entoldado elegantemente decorado y la doncella empezó a peinarle los cabellos.

—Doña Dorotea —le pregunté, extrañado—, ¿no le asusta para nada la idea de la muerte?

—En absoluto —respondió—. Todo lo contrario, me produce un gran placer. Así que sigue hablándome de la muerte, hermoso desconocido.

Me puse, pues, a hablarle de la muerte, mientras la doncella la ayudaba a vestirse prenda tras prenda, hasta que me di cuenta de que, en vez de escucharme, sólo observaba con atención mi cara, mis mejillas, mis labios y mis manos. Su atrevida mirada me perturbaba hasta el punto de que empecé a tartamudear y casi quería irme. Pero empezó a servirme pastas aderezadas con pimienta y miel, en una bandeja de plata, y las comí porque tenía hambre. La señora habría dejado que la sirvienta me escanciase incluso vino, si yo no lo hubiera rechazado en seguida.

—No bebo vino —dije—. Odio la borrachera y a los borrachos.

La mujer se asombró y me preguntó, extrañada:

—¿No es el emborracharse uno de los goces más grandes de la vida, o te crees tú más sabio que los apóstoles y que el mismísimo Jesucristo? ¿No serás hereje, joven?

Le contesté que no deseaba discutir con ella. Y añadí:

—No quiero vivir para gozar, y el vino turba la claridad de mis pensamientos.

—¡Ay, ay! —me dijo melancólicamente—. ¿No son malos los pensamientos y no causan dolor a las personas o, lo que es aún peor, no dañan su alma si el pensamiento se desvía de los que ya se han pensado, comprobado y aprobado?

—No —le aseguré—. Antes causa dolor el goce, aparte de que hace volver triste al hombre. Hasta ahora, el pensar nunca me ha producido tristeza, aunque me hace sentirme pequeño. Pero en los mejores momentos, el pensar hace que me sienta grande, incluso parecido al Dios.

—¡Chitón, chitón! —me previno, y bebió por mí el vino que yo no quería.

Sus párpados estaban hinchados y sus gruesos labios temblaban cuando bebía.

—Odio el vino porque convierte al hombre en su esclavo —le dije—. Y no me agradan estas pastas dulces que me ofrece, sino que preferiría un pedazo de pan seco. Verá usted, no quiero acostumbrarme a cosas que después pudiera echar de menos para satisfacer mis sentidos. Cuantas menos necesidades tiene el hombre, tanto más libre es, y ante todo quiero ser libre para que no haya nada que ate mis pensamientos.

Doña Dorotea se quedó mirándome con aquellos ojos, curiosos y de color azul oscuro, tan separados entre sí que la hacían parecer erróneamente meditabunda. Supongo que se había imaginado que yo era otra cosa, porque me preguntó, asombrada de verdad:

—¿Es que me seguiste por aquel miserable libro y no por ninguna otra razón?

Yo también me enfadé y le contesté:

—¡Cómo puede llamar miserable a un libro, doña Dorotea! De verdad, no se merece usted poseer un libro y seguramente me equivoqué en cuanto a sus aficiones cuando la seguí.

Bebió más vino para sentirse más segura y dijo, intentando tranquilizarme:

—No te enfades, mi hermoso asceta. Si hubieras cometido cualquier gran pecado y, como penitencia, quisieras castigarte, te comprendería. Naturalmente, tal penitencia es comprensible y corriente, e incluso prescrita por la Iglesia. Pero tus ojos son claros como el agua y debajo de la incipiente barba se puede ver la redondez infantil de tus mejillas. Por eso dudo que ni tan siquiera supieras pecar, aunque quisieras. Entonces, ¿qué quieres de mí?

Le hice observar que de ninguna manera quería nada de ella ni me había entrometido en su compañía, sino que había sido ella misma quien me había hecho una señal para que me acercara. Exhaló un melancólico suspiro y siguió mirándome con suspicacia, como si quisiera averiguar si yo era carne o pescado.

—Supongo que no eres un ángel que ha bajado del cielo y se ha vestido de hombre a fin de prevenirme por mi vida pecaminosa —dijo—. Pero estas cosas no ocurren. Al menos, no a una mujer como yo. ¿Sabes? Tengo que confesarte que soy una mala mujer.

—Es lo que he empezado a sospechar —asentí.

Se echó a reír y su risa, sincera y abierta, la hizo más bella que todos los potingues con que la doncella estaba pintando sus mejillas y párpados.

—No soy capaz de definirte —dijo—. ¿Eres un simple o un sabio, o quizá sólo sigas siendo un niño a pesar de tu apariencia de hombre? Sin embargo, no puede parecer falto de sentido el que aparecieses ante mí cuando estuve en el agua curativa, invadida por la melancolía y por una terrible miseria física, después de llegar al borde de perder hasta mi belleza por causa de una borrachera de semanas y meses. Precisamente en este instante, tus ideas me atraen más que los pensamientos tortuosos y decadentes de Laurentius Valla, con los que intenté consolarme.

Por fin, la vistieron con su largo vestido de color azul celeste y se puso de pie ante mí. Como por arte de magia, el bello vestido hizo desaparecer de su figura los hinchados contornos de Betsabé y la convirtió en una mujer esbelta, medio palmo más alta que yo. Una redecilla de perlas le cubría el rubio pelo. Sus ojos tenían el mismo color que su vestido, y su cuello, descubierto, era asombrosamente blanco contra el azul de la tela. Seguramente también la penumbra de la estancia la favorecía en su edad, más que la inclemente luz del día.

—Vaya milagro —dije—. Podría creer que es usted una bruja al mirarla ahora, doña Dorotea. Hace un momento, cuando salía del agua, parecía una tosca vaca blanca con las ubres hinchadas, pero ahora está hermosa como la Santa Virgen en su capa azul, pintada en un libro por un artista.

Al oír mis sinceras palabras se enfadó hasta el punto de palidecer, y se le dilataron los ojos. Me aparté con cautela, temiendo que me pegase, pero recobró la compostura, soltó una tensa risita y exclamó:

—El chico está loco.

Con ambas manos, doña Dorotea colocó bruscamente en su cabeza un tocado adornado con plumas y, al poco rato, ya guiaba yo su caballo hacia la ciudad. Cabalgaba decentemente de lado e incluso se tapó los pies con los pliegues del vestido. El caballo era lo suficientemente grande para aguantar su peso sin cansarse y no se inmutó cuando tomé con cuidado las riendas para guiarlo.

—¿Tienes miedo a los caballos? —me preguntó con sorna.

Yo no quería contestar, porque ella todavía estaba enfadada. Se quedó absorta en sus propios pensamientos y yo, para mis adentros, me preguntaba el por qué seguía tan humildemente a esta mujer, vanidosa y corrupta, mientras guiaba el manso caballo por el polvo de la carretera.

En la ciudad, doña Dorotea me llevó a la posada donde se alojaban los bañistas ricos. Allí tenía ella una habitación bonita y fresca, y una adornada estufa. Mandó que nos sirvieran comida y me ordenó que al menos bebiera cerveza, en vez de vino, para que no manchara su reputación en la posada. Comí porque tenía hambre y bebí porque tenía sed, y en su compañía me puse de tan buen humor que empecé a soltar risitas.

Cuando ella hubo comido, separó los cortinajes de la cama, se quitó de un golpe los zapatos de los pies, se echó encima de los mullidos colchones y puso los brazos detrás de la nuca.

—He estado pensando en ti —me dijo.

—No deje que su bella cabeza se canse por mí, doña Dorotea —dije en tono protector, y estiré las piernas y me apoyé contra el incómodo respaldo de la silla.

—Tienes unas extremidades bonitas, un cuerpo bien formado y un rostro agradable, aunque demasiado tostado por el sol —dijo—. Muchos hombres nobles y ricos darían mucho por cambiar de apariencia contigo. ¿Por qué, chiquillo loco, no te has metido de escudero de algún conde o príncipe y has preferido el negro atuendo y los rotos zapatos de un tuno?

Su compasión despertó confianza en mí.

—Una vez solicité un empleo así —le conté—. Por broma, lo primero que hicieron fue mandarme a ensillar y sacar del establo el caballo de guerra de mi señor. Ya se puede imaginar, doña Dorotea, cómo se rieron cuando el semental, adiestrado para la guerra, me cogió del vientre con sus dientes y me hubiese matado con sus herrados cascos, si no hubiera tenido tiempo de echarme por debajo de la rampa del establo. Todavía llevo en el vientre las cicatrices de aquellos dientes. Después de ese incidente, no he deseado servir a los caballeros nobles, que son hombres brutos y sin corazón. Antes les cortaría el cuello que cabalgar con ellos molestando a la gente pobre, o corretear limpiando sus vómitos después de las fiestas.

Se lo dije en un tono frío, intentando endurecer mi corazón como si en mi mente ya hubiese vencido aquella humillación, la más horrible de mi infancia. A pesar de ello, me tembló la voz al acordarme del pánico mortal que sentí cuando estaba colgado de la boca llena de espuma de aquel corcel, y de las lágrimas de impotencia que me brotaron cuando estaba escondido bajo la apestosa rampa hasta el anochecer, cuando me atreví a escapar del castillo. Aún concediendo que fuera descabellada la idea de un chico pobre de ofrecerse al servicio de un caballero confiando en la nobleza de su carácter, el escarmiento recibido fue también muy cruel.

Para mejor defenderme, proseguí apresuradamente:

—De niño, vi también un campo de batalla después de un combate. Los cuervos picoteaban los cadáveres de los caídos y los restos de los pobres hombres colgados en las ramas de las encinas. Muerto de miedo y escondido detrás de unos arbustos, oí cómo un grupo de nobles pasaba cerca de mí a caballo, haciendo vibrar la tierra y resonar sus armaduras. Cuando pienso en el baile del esqueleto de la muerte aquí, en la Tierra, todavía puedo oír cómo cabalgaba delante de mí, revoloteando, la propia muerte. Por eso las heroicidades guerreras de los nobles no me atraen. Yo no envidio a los condes y a los príncipes, sino que los odio.

»Pero, para ser justo, debo reconocer que en mi fuero interno lo que más odiaba era mi loco sueño de niño, de que algún día yo también sería capaz de cabalgar en un espléndido corcel, con la coraza brillando al sol, y guiando a un grupo de guerreros. Por eso me odiaba más a mí mismo que a los caballeros.

Doña Dorotea retorció su magnífico cuerpo en la cama y dijo perezosamente:

—Tengas razón o no, debo confesarte que tampoco yo quiero especialmente las manoplas de hierro de los caballeros. Era joven y aún casi inmaculada cuando fui a recibir al noble caballero a quien amaba, que vino a caballo hasta el patio, con el pendón ondeando. A aquel hombre, cansado de la batalla y vestido con una pesada armadura, lo tuvieron que levantar de la silla con poleas. La orina había caído por sus piernas porque durante todo el día no había tenido ocasión de aliviarse de otra manera. Estaba salpicado de sangre y, cuando se acercó pesadamente hacia mí y me abrazó con sus brazos de hierro, apestaba a sangre y orina. Antes de que pudiera dar un solo grito, me había roto tres de mis delicadas costillas. A partir de entonces, he considerado con precaución y sin admiración alguna los abrazos de los caballeros, incluso los de los más victoriosos.

Cerró sus ojos, suspiró y añadió:

—El uso más hábil de la espada y la lanza no mejora de ninguna manera el arte de amar de un hombre. Por ello, los abrazos de hombres sabios e inteligentes siempre me han sido más gratos como mujer, que la pasión violenta y fugaz de los guerreros.

Levantó un poco los párpados, me echó una mirada y me exhortó:

—Ven a sentarte aquí en la cama, a mi lado. Ahí estás incómodo y me gustaría que me asieras una mano.

—No —dije—, porque dudo de la pureza de sus intenciones. Prefiero que empecemos a leer su libro e intercambiemos ideas como dos filósofos, pues, de no ser así, he de irme. Empiezo a tener calor y el ambiente de esa habitación me asfixia, ya que estoy acostumbrado a caminar bajo el cielo abierto.

—Yo no soy un filósofo, soy una mujer —dijo—. Por eso me es más fácil intercambiar ideas contigo si me tomas la mano. Tampoco serás un eunuco, ya que te está saliendo la barba. Demuéstrame que eres un hombre o me enfadaré contigo.

Así me estuvo tentando, hasta que logró que me sentara a su lado y le tomara una mano, tan suave. Con su afilada uña me hacía cosquillas en la palma de la mía e intentaba atraer mi mirada. Hice esfuerzos para ser paciente con ella, aunque su comportamiento me molestaba. Consideraba que se lo debía por la buena comida a la que me había invitado, e incluso consentí en besarla, esperando que se calmase y poder empezar a leer su libro. Su boca era tan húmeda que me parecía estar besando a una rana. Por esto me aparté bruscamente de ella y separé sus brazos, que intentaban rodearme el cuello y atraer mi cabeza contra su pecho.

Al darse cuenta que de verdad no quería yo lo mismo que ella, comenzó a suspirar, rompió a llorar y dijo:

—A decir verdad, tengo una amarga pena de amor, y es por ello que incesantemente me he bañado en la fuente y he ahuyentado a los hombres que buscaban mis favores. Estoy dispuesta a pagar bien al que me consuele de esta pena. No estoy falta de medios y asimismo tengo influencia, gracias a mis numerosas amistades de alto rango. Mi recomendación podría serle muy útil a un hombre joven, incluso si quiere seguir una carrera intelectual. Tú eres diferente de los demás, y tu juventud y tu virginidad me excitan hasta el punto de que, estoy segura de ello, podrías desviar mis pensamientos de mi sempiterna pena si quisieras ayudarme. Eres muy ingrato al no querer concederme, de la riqueza de tu juventud, una cosita que no te causaría mucha molestia y que incluso podría servirte de enseñanza.

Empezó a derramar lágrimas sinceras que le manchaban el rostro, y la compadecí. Pero ni se me ocurrió entregarme a ella como si fuera su joven amante; el solo pensamiento me producía una fuerte aversión.

—Deje que le pongan unas ventosas, doña Dorotea —dije—. Cuando le hayan sacado una medida de sangre, seguramente se calmará. Usted bebe demasiado vino y come manjares demasiado condimentados, lo cual hace que se le caliente el cuerpo y se le hinche de líquidos malignos, y la consecuencia son sus perturbados pensamientos, poco convenientes para una mujer decente.

Harto ya de ella y abandonando la esperanza de poder intercambiar ideas razonables con aquella mujer vanidosa y egoísta, me levanté amargado para seguir mi libre caminar. Pero en ese instante, doña Dorotea se secó las lágrimas, me agarró de un brazo con ambas manos y me previno:

—No te vayas o grito. A ver, ¿qué pasaría si comenzase a chillar y la gente entrase en la habitación y vieran que me has tumbado en la cama para violarme? ¡Si no puedes siquiera darme tu nombre ni tu lugar de origen y estás incubando pensamientos peligrosos! Cuando te interroguen, a lo mejor se descubre que eres un begardo hereje, y ante un juez mi palabra tiene mucho más peso que la tuya.

Su malicia me asustó de verdad. Pero el susto enfrió mi mente, la miré con igual malicia y dije:

—Seguro que si empezara a gritar me causaría grandes perjuicios. Pero si me van a colgar, prefiero que lo hagan con razón que sin ella. Por eso me cuidaré bien de que no grite. Si lo intenta, le cortaré el cuello con este afilado cuchillo, me llevaré sus joyas, su dinero y sus libros, cerraré con llave la puerta y pondré un buen trozo de terreno por medio antes de que su cadáver sea descubierto. Pronuncie una sola palabra y lo haré, ya que me amenaza de esta manera.

Doña Dorotea se apoyó en la cama sobre un codo y me miró, incrédula.

—¿De verdad eres tan severo contigo mismo —inquirió— que me cortarías el cuello y expondrías tu propia vida antes que yacer conmigo? Estos tiempos apocalípticos producen criaturas rarísimas. Todavía puedo comprender la falta de fe y la corrupción, pero no comprendo a un hombre joven que, sin ser monje ni penitente, prefiere beber agua en vez de vino, antepone el pan seco a un pollo asado y aborrece como tentación del diablo el yacer con una mujer aún relativamente bella. ¿Qué te pasa, amigo mío? ¿Qué locura se ha apoderado de ti?

Lo dijo tan amablemente y parecía tan preocupada por mí, que pareció que ya se había calmado. Por eso contesté en un tono ya más tierno:

—Con mucho gusto seré su amigo, porque tiene un libro y porque lee en latín, lo cual significa que no puede ser tan mala como podría suponerse por sus palabras y por su comportamiento. Si pudiera demostrarme, con los medios de la razón y el pensamiento, la superioridad de los goces carnales que tanto necesita sobre la del pensamiento, podría complacerla. Pero un libro me produce una alegría más intensa que la más exquisita comida. Oh, doña Dorotea, he recogido restos de velas de las mesas de los ricos para poder leer de noche las obras de los sabios y de los poetas; y sus pensamientos, al entenderlos, me han producido un goce más ardiente que el abrazo de la mujer más hermosa. Me hice copista de libros para poder leerlos a la vez y aprendérmelos de memoria, ya que, debido a mi pobreza, no podía poseerlos. No me tiente con lo que no me atrae. Por el contrario, sea una verdadera amiga y permítame leer sus libros. Déjeme conservar mi locura, porque mi locura es para mí una riqueza más grande que la que puedan ser para usted todos sus lujosos vestidos, sus joyas y su dinero. Y, por mí, puede conservar su propia locura, con tal de que no me incluya en ella.

Doña Dorotea se llevó ambas manos a la cabeza y suspiró:

—Cuanto más te miro, tanto más me atrae tu locura. Bueno, lee, pero no en voz alta. No me estorbes en mi desesperación y mi pena de amor, déjame descansar y no me mires con esos ojos tuyos, oscuros y acusadores.

Con un suspiro de alivio tomé el libro y me puse al lado de la ventana para ver mejor. Ella siguió exhalando pequeños quejidos en la cama, incluso sollozó un poquito sin que ello me enterneciera; luego soltó las cintas de su vestido y se durmió bajo los efectos del vino y de la abundante comida; no tardó en roncar ruidosamente. Me sentía agradecido hacia ella, pero el libro fue una decepción. Es cierto que el autor del diálogo escribía un latín muy bello, pero era un hombre frívolo y con sus pensamientos procuraba, en efecto, demostrar lo mismo que doña Dorotea con sus actos. Así, consideraba como una tontería antinatural la virginidad requerida por el cristianismo a los jóvenes de ambos sexos, y argüía que Dios no habría dado al hombre el don de la pasión si no hubiera querido que lo utilizara. Incluso habría sido demasiado fácil vencer al autor dialécticamente, y me indignaba el hecho de que hubiera creado un protagonista tan estúpido e inútil como su oponente en el diálogo. En mi propia mente surgían tal cantidad de argumentos contrarios, que el entusiasmo me invadía y habría comenzado a escribirlos si hubiera tenido papel. No me atreví a manchar las páginas del libro con mis comentarios.

Al cabo de una hora de sueño, doña Dorotea empezó a respirar entrecortadamente y a quejarse. Su cara estaba enrojecida y sus encantos asomaron de entre la ropa, puesto que llevaba las cintas sueltas. Mirándola, no necesité mejor testimonio de la tristeza y repugnancia de la pasión. El satisfacer la pasión de la manera que hacía ella o Laurentius Valla, rebajaba el ser humano al nivel de un animal. Pero los hombres se diferenciaban de los animales por el don de la sabiduría y de la comprensión. Aquello era el fuego de Dios en el hombre, y el satisfacer los sentidos solamente turbaba su límpido fulgor. Mirando dormir a doña Dorotea, me invadió una profunda compasión hacia ella, por lo que la desperté, percibiendo que tenía una pesadilla.

—Cariño, dame vino.

Éstas fueron las primeras palabras que pronunció al desvelarse. Luego se frotó los hinchados ojos, se arregló el vestido y dio un suspiro, diciendo:

—Soy una persona desgraciada. Soy esclava de mis pasiones, estoy destrozada por los vicios y en mi corazón no queda ni un solo punto que no esté atravesado por las espinas del deseo. Menos mal que, a primera vista, todavía no se me nota demasiado. Flagélame al menos, mi cruel ángel, si no quieres amarme. Saca las pasiones a latigazos de mi cuerpo y limpia mi corazón con lágrimas de dolor.

—Es usted una mujer incorregible, doña Dorotea —le dije en tono de reproche—. Incluso el dolor le haría gozar, si es que interpreto correctamente su mirada; y no tiene otro remedio que la vejez y la muerte.

—No, no —me respondió asustada—, no me hables de la vejez. Para una mujer como yo es peor que la muerte. Ya estoy convencida de que eres como eres y no quiero estorbarte. Cuando me miras con tus límpidos ojos es como si estuviera bañándome en agua clara y me siento mejor. Nada más te pido, pero que Dios se apiade de mí si de verdad he llegado a una edad en que me enamore de un chico joven sin tan siquiera pedirle que yazca conmigo. Soy demasiado mayor para ser tu hermana y tampoco tengo sentimientos maternales hacia ti. Entonces, ¿qué es este extraño sentimiento que me ha invadido y que me hace desear sólo tu bien, sin pedirte nada?

Se levantó para acariciarme tiernamente las mejillas, volvió a llorar un poco y me preguntó:

—¿Qué puedo hacer por ti? ¿Adónde vas, cuál es tu objetivo y qué es lo que más anhelas?

Yo no podía pensar otra cosa sino que seguía estando borracha. Por ello no quería aprovecharme de sus impulsos de generosidad, ya que después los borrachos se arrepienten de lo que han ofrecido, e incluso acusan de hurto a quienes aceptan en su estado de ebriedad su insinuante generosidad. Así pues, le dije:

—Doña Dorotea, mañana seguramente ni se acordará de lo que hoy ha dicho. Pero si yo hubiera tenido dinero, quizás en mayo habría dejado de vagabundear y me habría quedado en Estrasburgo como aprendiz de un tallador de madera y copista de libros. Era un hombre misterioso y tal vez un embustero, porque se jactaba de estar ensayando un arte mediante el cual se pueden copiar diez y cien y hasta mil libros a la vez. Seguro que era un estafador, ya que me pidió veinte monedas de oro por enseñarme su arte, sin que quisiera explicarme nada de él de antemano. Claro que yo no tenía las veinte monedas de oro; y aunque él lograse su propósito, ciertamente tendría que vérselas con la Justicia: sería un evidente fraude vender a hasta cien personas el mismo manuscrito a un alto precio, aun cuando la preparación de los ejemplares costase sólo lo mismo que la de uno. Salvo el papel, según me dijo.

Doña Dorotea suspiró y me preguntó:

—¿Volverías a Estrasburgo si te entregara veinte monedas de oro?

—De ninguna manera —le respondí con vehemencia—. No le aceptaría el dinero, porque mañana me acusaría de haberlo hurtado. Tampoco me fié de aquel maestro Johann[1], a pesar de que me aseguró que necesitaba el dinero para preparar una tinta adhesiva y comprar diferentes metales a fin de desarrollar su arte hasta un nivel tan alto que nadie podría notar la diferencia entre un manuscrito auténtico y una barata falsificación hecha por él. No, no volvería con él. Prefiero seguir mi camino.

—Pero ¿qué podría hacer por ti? —insistió.

—Nada, doña Dorotea —dije—. Ya he leído su libro y por ello le estoy agradecido, aunque yo le recomendaría otro tipo de lecturas. Es que no tengo mucha confianza en las buenas obras de la gente, sospecho que usted quiere esclavizarme con una deuda de gratitud, y no puedo soportar la esclavitud.

Así estuvimos discutiendo. Mi reluctancia excitaba tanto la caprichosa mente de doña Dorotea, que procuraba inventar cualquier cosa que ofrecerme. Incluso echó su bolsa de dinero en mi regazo, se ofreció a comprarme ropa nueva e intentó contratarme en calidad de secretario, como si tuviera muchas cosas que escribir. Empezó a parecerme que era como una sanguijuela que se pegaba a mí y que no podía sacarme de encima. Tampoco comprendía cuál era la fuerza que me mantenía a su lado, porque su insistencia sólo despertaba cierta aversión en mí.

—¿Qué es lo que tengo? —le pregunté al fin, desesperado—. ¿Qué hay en mí que provoca una simpatía tan poco merecida? Es que no es usted, doña Dorotea, la única mujer, sino que en el curso de mis viajes muchas mujeres se han mostrado complacientes conmigo, me han dado de comer, y sin pedirlo yo han llenado mi mochila de provisiones y me han deseado buen viaje con las lágrimas en los ojos. Pero, hasta ahora, nadie se ha portado conmigo de una manera tan impertinente e insistente como usted, doña Dorotea. ¡Si no pido otra cosa sino que me dejen en paz con mis pensamientos!

—¿Por qué te quedaste mirándome fijamente cuando estaba en el estanque, desnuda e indefensa? —me acusó doña Dorotea—. Hay hombres sagrados que pueden tomar en una de sus manos un trozo de carbón ardiendo sin hacerse daño. También hay hombres que nunca sufren heridas en las batallas y otros que siempre tienen suerte en el juego. Y Don Juan, el español, no necesitaba más que poner sus ojos en una mujer y ella empezaba a arder con un amor loco hacia él, aunque dicen que él mismo era incapaz de amar y se mantuvo frío sin poder sentir un amor duradero por nadie. Incluso cuentan que era tan helado que las mujeres temblaban de frío entre sus brazos; quizás era esto lo que las atraía de tal manera que ninguna lo pudo olvidar jamás. Muchas mujeres llegaron a matarse por su culpa y por el desesperado dolor del amor. Quizás tú seas igual, a pesar de que no lo sabes porque aún eres un chiquillo. No obstante, no debías haberme mirado tan fijamente en la fuente.

—Si no la miraba a usted, miraba su libro.

Doña Dorotea no aceptaba razonamientos. En tono de insulto empezó a llamarme Don Juan, ya que no quise darle mi verdadero nombre. Me previno, asimismo, de que el amor de una mujer se convierte en odio muy fácilmente.

—No diga tonterías, loca —le dije por fin, enfurecido—. No será capaz de imaginarse que la crea cuando me dice que se enamoró de mí a primera vista, cuando me vio en la fuente. Su pasión no es amor, sino celo animal y aunque fuese todavía más descabellada de lo que me parece, yo nunca podría quererla. Cuanto más insista, tanta más repugnancia empezaré a sentir hacia usted.

A lo que doña Dorotea respondió:

—Dale gracias a tu buena estrella de haber yo sido creada para amar, y de que por mi carácter no puedo buscar en el odio el sustitutivo del amor. Soy capaz de enfadarme, pero no puedo odiar si amo. Pero ten cuidado, Juan peregrino, muchas mujeres te amarán, pero también encontrarás a otras que te odiarán desde el primer momento, porque están faltadas de la capacidad de amar y se odian a sí mismas y a ti por ello. Si pueden, te humillarán, y yo no puedo imaginarme mejor venganza en nombre de todas las mujeres que el que tú un día te enamorases precisamente de una mujer así. Entonces, tu sufrimiento será inmensamente mayor que el de todas las que deberán sufrir por ti, lo quieras o no. Esta idea es el único consuelo que tengo, pues la razón ya me asegura que no puedo ganarme tu amor, haga lo que haga.

Sus palabras carecían de sentido para mí, porque yo no conocía el amor. En cuanto recobró la serenidad, ella también recobró la dignidad, se sentó a la mesa y comenzó a reírse de sí misma.

—Esto es una nueva experiencia para mí —dijo—. Hasta ahora, nunca he tenido que solicitar amor, todo lo contrario, me lo han ofrecido hasta la saciedad. Ahora, a mí también me parece que la pena de amor que padecía sólo fue una resaca después de todo el ajetreo amoroso que viví en Basilea. De verdad, Juan peregrino, de una manera asombrosa me has librado de mi pena de amor, a pesar de que me has producido otra, más espiritual y tan amarga que casi me hace gozar. No, seguramente nunca te habría perdonado si te hubieras acostado conmigo, lo cual me hubiese hundido aún más en las arenas movedizas de mi celo. Tal como eres, elevas mi alma a unas esferas más luminosas y transparentes. Así pues, puedo sentir una ternura desinteresada hacia tu juventud y tu pureza.

Meditó un rato y dijo con sensatez:

—Es posible que los baños curativos, por fin, empiecen a causar su efecto, y no quiero exagerar la pureza de mis sentimientos. Y no te figures que lo que quiero es causarte una deuda de gratitud; por el contrario, quiero castigarte ayudándote en tu carrera, que te llevará a tu propia perdición.

Me miraba contemplativa con sus meditabundos ojos azul oscuro y, una vez serena, me agradó mucho más que cuando estaba hundida en la turbulencia de los sentimientos impuros.

—Si el ejercicio de la inteligencia en las discusiones, el latín y los libros, son lo que más te atrae en este mundo —continuó—, ¿por qué no vas a Basilea? Como sabes, allí lleva reunido desde hace más de cinco años el gran concilio ecuménico de las naciones que, guiado por el Espíritu Santo, procura encontrar remedio a los fallos de la Iglesia e intenta renovarla por completo. Allí han ido los hombres más sabios de todos los países para discutir entre ellos. En las callejuelas de Basilea tropiezas a cada dos pasos con un obispo, y en cada esquina das un empujón a un cardenal, sin mencionar a los doctores en leyes canónicas y derecho romano, cuyas mangas rozas en todas partes entre la muchedumbre cuando llevan bajo el brazo montones de folios que contienen toda la sabiduría eclesiástica y terrenal y creen que, gracias a su mayoría a la hora de votar, son más poderosos que el mismísimo Papa. ¿Por qué no te vas a Basilea, mi Juan peregrino? Es precisamente allí donde un joven con estudios y ambición puede encontrar su futuro en estos tiempos de apocalipsis.

—No me interesa la carrera eclesiástica —le respondí con desdén.

—No seas infantil, Juan —insistió, como mujer que posee sabiduría y experiencia del mundo—. En Basilea apenas nadie piensa ya en la Iglesia y en lo que sería lo mejor para ella. Durante casi seis años, en aquella era se han trillado la fe en la mejora, la esperanza de una renovación y los ideales cristianos incluso del mejor hombre, y sólo quedan los residuos. El combate espiritual sólo concierne al poder. El concilio quiere seguir reunido y proclamarse como la máxima autoridad de la Iglesia superando al propio Papa, con el fin de repartir a sus seguidores los puestos que quedan libres. Allí se batalla por los grandes ingresos y por el poder de mando de los príncipes en los asuntos eclesiásticos, y los jóvenes con talento de ninguna manera buscan allí una recreación espiritual en las obras de los apóstoles, sino en los raídos manuscritos de los poetas romanos. Efectivamente, el encontrar uno de éstos en las olvidadas bibliotecas de algún monasterio, se considera más meritorio que el más brillante ensayo teológico.

Inevitablemente, esas palabras despertaron mi interés. Yo también había oído hablar de los manuscritos, antes desconocidos, de los griegos y de los romanos, que los sabios italianos habían encontrado y copiado. Quizás fuera precisamente el sueño de ellos el que me había guiado con tanta insistencia hacia el sur, a pesar de que, en mi pobreza y sin nadie que me recomendase, no tenía la más mínima posibilidad de poderlos ver jamás. Doña Dorotea sonrió irónicamente al ver mi interés.

—Cada pez tiene su anzuelo —dijo—. Desde todos los países del mundo, a Basilea han llegado también jóvenes como tú, cuya única propiedad es un buen conocimiento del latín y cuya máxima ambición es aprender a escribir como Cicerón. Ganan su escaso sueldo como escribanos, pero dependen sola y exclusivamente de su propia inteligencia, audacia y capacidad de intriga, la posición a que logren llegar una vez hayan obtenido el favor de sus señores. Tienen un idioma común y una común y ardiente ansia de reavivar el espíritu de Roma y de Grecia para que ilumine estos tiempos oscuros de violencia, guerras y decadencia. Estoy segura de que como escribano de algún cardenal, obispo o doctor, podrías conocerlos para ilustrarte con sus descubrimientos y para cambiar todos juntos el mundo, tal como se imaginan poder hacer los jóvenes ambiciosos.

—¡Por Dios, doña Dorotea! —exclamé—. ¿Por qué me tortura contándome todo esto? Como sabe, yo no tengo recomendaciones para entrar al servicio de un venerable obispo. Y, aún teniéndolas, necesitaría un traje limpio, zapatos nuevos y una camisa blanca, sin mencionar el tintero, las plumas y el papel. No, me está usted tentando con un sueño imposible para amargar mi libre vagabundeo.

Lágrimas de aflicción me asomaron a los ojos, porque aquella astuta mujer sí sabía cómo vengarse de mí. Si hasta ahora me había sentido orgulloso de mi falta de medios, había considerado la escasez de mis necesidades como una identificación con los filósofos y me había declarado hermano del espíritu libre, ahora la imagen de futuro que ella me exponía, con la compañía de hombres iguales a mí, de refinado intercambio de ideas con ellos, me resultaba demasiado tentadora como para que pudiera resignarme ya a mi pobreza sin rebelarme.

Doña Dorotea disfrutaba al verme humillado, me acarició una mejilla con ademán irónico y dijo:

—No te preocupes, Juan mío. Seguro que, en Basilea, alguna mujer benevolente te vestirá e incluso te dará de comer y un sitio donde dormir, a pesar de la actual falta de espacio y lugares de alojamiento que padece la ciudad. Pero la idea me irrita. Entonces, si te escribo una carta de recomendación para el hombre más bueno y con más talento que conozco en Basilea, un cardenal a quien el mismo Papa ha nombrado presidente del concilio, ¿accederías como contrapartida a aceptar que te regale un traje nuevo, zapatos y media docena de camisas?

—¡Por Dios! —exclamé—. Su lógica es inconsistente y no puedo aprovecharme de su error, sino que tengo que rectificarlo. ¿No ve que la recomendación que me ofrece sin conocerme para nada es ya un inmenso regalo? ¿Cómo, pues, puede considerarse como reciprocidad el recibir todavía otros regalos de usted? No puede ser.

Con ademán de reproche, doña Dorotea levantó un delicado dedo y observó:

—La lógica de la vida y la lógica de la ciencia son dos cosas diferentes. Por esto debes aprender que la lógica femenina está por encima de toda comprensión masculina. Por lo tanto, sigue humildemente mi lógica y, para empezar, saca de mi baúl mi pluma, tinta y papel.

De verdad, sabía escribir e incluso con una caligrafía bonita y fácilmente legible, aunque el expresarse con corrección le causó grandes esfuerzos y tuvo que pasar la pluma por sus labios en varias ocasiones hasta que terminó la carta. En la misma me daba el nombre de Juan el Peregrino, aseguraba que procedía de una buena familia, y añadía que la pobreza había interrumpido mis estudios, y hacía creer que, como escribano y lector, le había rendido muchos y buenos servicios, que le habían demostrado mi facilidad de aprender y mi talento. Por todos estos motivos, me recomendaba al servicio del reverendísimo cardenal Giulio Cesarini (conocido como el cardenal Juliano) y, para finalizar, hacía la observación de que cualquier favor que se me concediese sería como otro prestado a ella misma. Antes de derretir la cera y sellar la carta me la dejó leer. Luego la puso encima de la mesa, ante sí, y dijo:

—Como representante del Papa y presidente del concilio, el cardenal Cesarini está en una posición difícil. Dudo que me respete como mujer, pero sabe que tengo influencias sobre los señores de la oposición. Por este motivo evitará el dejar de complacerme y, por el contrario, se alegrará de poder hacerme un pequeño favor. Ahí tienes tu destino, bello Juan. Cógelo y precipítate a tu perdición.

No me atreví a tocar la carta, pues no sabía cómo agradecérsela.

—Tengo dos razones por las que te recomiendo precisamente a él —siguió diciendo ella—. Primero, le ha costado mucho poder estudiar, por lo que considera como una deuda de honor ayudar a jóvenes que quieran abrirse camino y que tengan talento. A muchos les ha entregado una bolsa para los estudios en la universidad. Hasta tal suerte podrías tener si te ganas su favor. Segundo, es el único representante de la Iglesia que yo conozca, que en este vil mundo de los pecados se ha mantenido éticamente puro y que sacrifica todas sus fuerzas y entusiasmo para evitar la escisión, renovar la Iglesia desde arriba y traer la paz en el mundo. Es un hombre de mundo perfectamente civilizado y brillante y no se hace el hipócrita ante la gente; sin embargo, cada día dedica parte de su tiempo a rezar en privado y hay insistentes rumores de que toda su vida se ha mantenido inmaculado.

Se dio cuenta de mi incrédula mirada y se apresuró a defenderse:

—Quizás te parezca una mujer llena de contrasentidos, al alabarle con tanta veneración. Pero en la misma Basilea ya hay bastante Babel para un hombre joven y no quiero que caigas en las tentaciones, por lo menos no si siguieras el ejemplo de algún otro señor. Tengo opiniones diferentes de las suyas y de las tuyas sobre la vida, el goce y la pasión, pero cuando veo a una persona verdaderamente pura, la respeto por su pureza, aunque de ninguna manera sienta envidia de ella.

—Pero —le dije— esta carta suya es la muestra de una gran confianza hacia mí. ¡Si no sabe nada de mí! Yo no puedo ocultarle por más tiempo que, de hecho, pertenezco a los hermanos del espíritu libre. Doña Dorotea, soy begardo, o sea, hereje. No busco la renovación en el seno de la Iglesia, sino que sirvo a Dios en mi propio corazón. Dios es el todo. Yo soy parte del todo. En consecuencia, Dios está en mí, también. Dios es tan grande y tan pequeño como soy yo.

Me tapó la boca con una mano y dijo bruscamente:

—No te he oído y no sigas diciendo tonterías. Guárdate tus ideas. No molestan a nadie si no hablas de ellas. Pero sí que eres un begardo extraño, porque yo creía que los vagabundos y los ladrones se convertían en begardos sólo debido a que éstos no se confiesan, sino que todo les está permitido e incluso la propiedad es común para ellos y comparten a sus mujeres entre sí.

—Los begardos que yo conozco —dije con voz tensa— son gente buena y pacífica. Trabajan con las manos y comparten lo suyo con sus hermanos. No es culpa suya si, por rencor de la gente y persecución de la Iglesia, deben reconocerse entre ellos sólo mediante señales secretas.

Doña Dorotea sacudió la cabeza y me miró:

—¿Adónde llegará este chiquillo? —suspiró para sí—. Tan joven y ya es hereje. Una persona sabia acepta las normas de la Iglesia, aunque en su corazón sea un perfecto pagano que no crea en nada. Es mucho más peligroso ser hereje y creer en algo. Pero, aunque fueras begardo, aprende a callarte y a tolerar en los demás su fe y su falta de ella.

No me permitió contradecirla más, sino que, amablemente, empezó a darme consejos sobre cómo tenía que comportarme y cómo debía tratar a los eclesiásticos de alto rango. Se hizo oscuro. Los bañistas regresaron a la posada. Se oían ruidos de puertas al cerrarse y, a través de las paredes, se oían también alegres gritos y risitas estridentes. Para mis adentros, temía que doña Dorotea, al caer la tarde, se volviese sentimental y comenzase a requerirme una compensación por sus favores. Pero me equivoqué. Me envió al henar que había encima del establo de la posada para que durmiera; y al día siguiente, me compró una chaqueta negra, pantalones de paño, una nueva mochila, los enseres para escribir y algunas camisas, tratándome con la ternura de una madre que prepara a su querido hijo para que emprenda un viaje.

Y no me puso trabas cuando vio que me moría de ganas de seguir viaje hacia Basilea. Me acompañó hasta el otro lado de las murallas de la ciudad y se paró a la sombra de un viejo tilo para despedirse de mí. Con su vestido azul, medio palmo más alta que yo y con la preciosa red de perlas cubriéndole la rubia cabellera, estaba muy guapa a la sombra del árbol, mirándome con sus inquisitivos ojos azul oscuro.

—No sé cómo agradecerle sus regalos —le dije.

—Hijo mío, querido mío, loco Juan —me dijo tiernamente—. Vete en paz. No te pido muestras de agradecimiento, con tal de que alguna vez te acuerdes de mí y no sientas rencor.

—Pero… —balbuceé indeciso, sin poder marcharme porque tenía la sensación de que le debía demasiado por sus inmerecidas bondad y generosidad.

—No permitas que caiga en la tentación —me dijo— una vez he decidido no tocarte, para demostrar que puedo amar sin pedir nada a cambio y sin sentir celo. Pero quizás yo sólo sea una mujer avara y quiero, al menos, una monedita en pago de mis molestias, ya que no puedo conseguir otra cosa. Sin embargo, quede esto como mi propia culpa.

Posó sus suaves manos en mis mejillas y me besó en la boca.

—¡Oh, tus fríos labios de mozo! —susurró, y cubrió mi cara con sus ardientes, voraces y húmedos besos.

—Ahora, vete —me espetó, con la cara colorada y respirando con dificultad.

Empecé a caminar pasándome la mano por la cara como si me la hubiera manchado, y después de este instante nunca más volví a ver a doña Dorotea. Al abrazarme, había introducido a escondidas una pequeña bolsa de monedas de plata en mi mochila. Dos años más tarde me enteré de que había muerto de peste y de que había dejado, como pago de sus pecados, toda su gran fortuna para los pobres de su ciudad natal.