DON ANASTASIO GRISSI se presentó a media tarde en el viejo palacio de la familia Acquaviva, en las afueras de Cammarata.
La plácida expresión de su rostro evidenciaba que traía noticias importantes, pero la más elemental educación y las ancestrales costumbres de la isla exigían que nadie se mostrara particularmente impaciente atosigando con preguntas improcedentes a quien diría lo que tenía que decir cuando tuviera a bien decirlo.
Debido a ello, don Anastasio Grissi aguardó a haber concluido su segunda taza de café acompañado de un gran pedazo de la exquisita tarta de arándanos que preparaba personalmente doña Claudia Acquaviva, y tan solo entonces sonrió levemente al matrimonio y sus dos hijos que habían sabido mostrarse tan circunspectos, pacientes y comprensivos.
—Me han llamado nuestros amigos americanos —dijo—. Son en verdad hombres de honor, que siempre cumplen lo que prometen.
—Esa noticia me alegra profundamente —replicó el dueño de la casa—. Aunque lo cierto es que nunca dudé de ellos.
—¡Lo sé! —puntualizó el anciano—. Y me han pedido que te comunique que agradecen en lo que vale tu confianza.
—Es de justicia.
—La justicia no siempre acierta, aunque en esta ocasión sí lo ha hecho. Todos cuantos causaron tan profundo dolor a tu familia han pagado por ello.
—¿Cuántos?
—Nueve en total, incluyendo a los conductores de los camiones, los intermediarios y quienes dieron las órdenes. —Don Anastasio Grissi permitió que el menor de los Acquaviva le encendiera el cigarrillo que se había colocado en la boca, y tras exhalar una bocanada de humo, añadió—: Por si le sirve de consuelo le aclararé que estos últimos, un hombre y una mujer, que al parecer se habían vuelto muy poderosos ya que entre ambos se habían hecho con el control de la totalidad de las fábricas, aparecieron ayer por la mañana ahorcados, colgando cada uno de ellos de las aspas de un aerogenerador de casi cien metros de altura. —El siciliano sonrió levemente al concluir—: Por lo que me han contado, resultaba un curioso espectáculo verlos girar y girar allá arriba contemplando el paisaje con los ojos desorbitados y la lengua fuera.
—Me hubiera gustado verlo —comentó Salvatore Acquaviva.
—Me han prometido enviar unas fotos del momento de la ejecución —replicó el anciano al tiempo que introducía la mano en el bolsillo superior de su negro chaleco con el fin de extraer un pequeño papel cuidadosamente doblado y señalar—: Aquí tengo sus nombres.
Don Bernardo Acquaviva rechazó lo que le ofrecía con un cansino gesto de la mano.
—No quiero saber unos nombres que no me dicen nada —musitó apenas—. Tampoco quiero que envíen esas fotos. Cuando sabes un nombre o conoces un rostro odias ese nombre o ese rostro, y yo no deseo que mi familia continúe odiando. Los asesinos no tienen cara ni nombre; son simplemente asesinos. Ahora están muertos y mi hija puede descansar en paz. Por mí esta historia ha acabado.