CELESTE GALLAGHER LE pidió a Bruno Barreto que ensillara a Balalaika y le acompañara a dar un tranquilo paseo hasta la orilla del río con el fin de mantener una de aquellas apacibles charlas que tanto bien solían hacerle.

—Han ocurrido muchas cosas últimamente… —le dijo poco después de haber dejado las cuadras a sus espaldas—. Demasiadas, y en ocasiones me asalta la impresión de que la cabeza va a estallarme.

—¿Y a qué lo atribuye?

—A que en estos días he descubierto que existen problemas que jamás imaginé que existieran, y he aprendido sobre temas que nunca antes me interesaron pero sobre los que ahora se diría que gira mi existencia.

—Aprender siempre es bueno.

—Pero me desconcierta.

—¿Y qué es lo que ha aprendido? —quiso saber el argentino.

—Cosas sobre la energía eólica o las mareas negras que nada tenían que ver conmigo, pero están acabando por obsesionarme.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—¿Qué tiene de bueno?

—Que la empuja a vivir de un modo diferente, lejos de la rutina.

—Me gusta la rutina… —le hizo notar ella—. Me gusta despertarme de mi cama, desayunar en mi jardín, ir a los estudios en mi coche, maquillarme en mi camerino, y rodar las escenas cuyos diálogos me he aprendido de antemano en mi salón.

—Y a mí me gusta despertarme en mi cama, desayunar en mi cocina, cuidar a mis animales y salir cada día a dar un largo paseo en mi caballo —fue la respuesta—. Sin embargo, cuando tenga mi edad comprenderá que cada día que se ha ido sin haber aprendido algo nuevo o haber experimentado una emoción desconocida, es un día que la vida nos ha robado impunemente. Y que cada vez nos quedan menos días.

—¿Cuándo empezó a tomar conciencia de que el tiempo se agotaba?

—A partir del momento en que dejé de estudiar. Supongo que cuando alguien tan apasionado de los libros como era yo pierde el interés por descubrir nuevos mundos o nuevas ideas, debe ser porque una especie de reloj interior le dicta que ya no vale la pena continuar llenando las alforjas, puesto que con lo que tienes te basta y sobra para llegar al final del camino… —El caballerizo lanzó un sonoro reniego para añadir malhumorado—: Malo es que te fallen las piernas o te falte la respiración al subir una escalera, pero mucho peor es que la cabeza te venga a decir que ya no le queda espacio.

—¡Debe de ser triste! —admitió ella.

—En efecto lo es. Por ello le aconsejo que no renuncie a nada de cuanto la vida le ofrezca por sorprendente o confuso que pueda parecerle. Admito que nada tiene que ver con esos molinos de viento ni con los vertidos de los petroleros, pero por su parte debe admitir que al interesarse por problemas tan alejados de su entorno en su mente se han abierto puertas y ventanas de las que ni siquiera sospechaba su existencia.

—Eso es muy cierto.

—Pues aférrese a ello. Viva cada experiencia como si fuera la última, puesto que nadie le garantiza que no lo sea. —Bruno Barreto detuvo un instante su montura, observó con fijeza a su acompañante, e inquirió con una amplia sonrisa—: ¿Qué más puede desear si tiene dinero y salud, espera un hijo, y su marido está a punto de empezar una película que puede ser muy importante puesto que denuncia un fraude que afecta a millones de personas?

—Desearía que mi mejor amiga continuara con vida, y que mi mejor amigo no estuviera sufriendo lo que sufre.

—Eso es tanto como desear que la vida deje de seguir su curso o que los ríos cambien de idea y fluyan en dirección a las montañas —señaló el caballerizo—. En la Patagonia aprendemos a sobrevivir con los que ya se han ido, pero al llegar aquí me asaltó la impresión de que por el hecho de ser un país tan rico, los norteamericanos consideran que morirse es casi como una arbitraria injusticia.

—¿Y no es así?

—¡En absoluto! Lo justo es morirse a tiempo, lo injusto sobrevivir en exceso convirtiéndote en una carga inútil.

—Lucia aún era muy joven.

—Lo sé, y acepto que su muerte fue prematura y cruel, pero así se nos antoja siempre la muerte: demasiado cruel y demasiado prematura…

Habían alcanzado las márgenes del ancho río y tras descabalgar y permitir que los animales bebieran o se dedicaran a pastar la fresca hierba de la orilla, fueron a tomar asiento sobre unos troncos caídos que parecían estar puestos allí a propósito —y quizá realmente lo estaban— con el fin de que el paseante pudiera disfrutar, bajo la sombra de un frondoso castaño, de la mejor vista sobre la pequeña isla del amplio recodo y las nevadas montañas que se recortaban contra el cielo.

Durante unos instantes permanecieron en silencio, admirando la serenidad y la belleza de un paisaje que no por más conocido podía considerarse menos hermoso, y al fin, tras arrojar una pequeña piedra al agua, Bruno Barreto, comentó:

—Todos sentíamos un profundo afecto y admiración por doña Lucia, y entiendo muy bien que le haya afectado tanto su desaparición, pero en mi opinión ya nadie puede hacer nada por ella, y es por mister Norman por quien tiene que preocuparse ahora.

—¿Y qué cree que hago? Mi marido empieza a pensar que me preocupo más por ordenar su vida que la nuestra.

—Pero, según tengo entendido, ya en la suya no hay excesivos problemas… ¿O sí?

—¡No! No los hay —admitió ella—. Desde que, siguiendo su consejo, renuncié para siempre a continuar interpretando papeles de «marimacho grasiento», dejando de vestir sudadas camisetas que me trasparentaban los pezones, las cosas han cambiado, para bien, y mucho.

—¡Me alegra! Y me enorgullece haber contribuido en algo.

—Sin embargo… —añadió ella sin mirarle—. No puedo negarle que el futuro de Norman me obsesiona. Es un hombre extraordinario y me dolería verle regresar a aquellos tiempos en los parecía vivir eternamente alcoholizado. Tuvimos que internarlo tres veces en centros especializados.

—No debe preocuparse tanto por él. En el fondo es más fuerte de lo que usted cree, y sabe que ahora tiene una responsabilidad para con sus hijos. —El buen hombre sonrió al tiempo que agitaba negativamente la cabeza—. Aunque me temo que en estos días va a recibir un varapalo difícil de asimilar.

—¿A qué se refiere?

—A que mister Hoper me ha contado que se ha ido a tratar de convencer a los españoles de que esa idea del cemento puede acabar de una vez por todas con el problema que tienen de ese barco hundido y las mareas negras.

—¿Y…?

—Que mi abuelo materno era español.

—¿Y qué pretende decir con eso?

—Que conozco a mi gente… —replicó el argentino con naturalidad—. He seguido a través de la televisión todo el proceso de ese petrolero y la catástrofe que ha provocado, y dudo mucho que las autoridades españolas acepten sin más ni más que de pronto aparezca un «gringo» que además de advenedizo es un famoso actor de cine por el que suspiran las mujeres, a decirles lo que tienen que hacer. Antes se cortarán un brazo que admitir que han estado haciendo el ridículo.

—Pero es que eso les va a costar mucho dinero.

—El dinero no es suyo, tan solo lo administran, y si se dedican a repartirlo a manos llenas, aunque sea a base de quitárselo a otros que también lo necesitan, tal vez recuperen parte de los votos que han perdido. Pero si se limitan a aceptar que son unos inútiles incapaces de encontrar una solución que de puro simple casi parece estúpida, estarán reconociendo públicamente su ineptitud.

—Eso es muy duro.

—Con los políticos, especialmente con los latinos, nunca se es lo suficientemente duro, créame. La prueba la tiene en mi propio país, uno de los más ricos del mundo, pero en el que los niños se mueren de hambre, o en Venezuela, el quinto exportador de petróleo del mundo, y en el que hoy en día ni siquiera tienen gasolina para sus coches… —Arrojó una nueva piedra al agua y al poco, añadió—: Recuerdo que siendo apenas un muchacho se desató una terrible epidemia allá en mi tierra. Los animales enfermaron y para la mayor parte de la gente constituyó una catástrofe de la que tardaron años en recuperarse… —Hizo una corta pausa para lanzar un hondo suspiro antes de concluir—: Pero hubo quien ganó mucho dinero.

—¿Quién?

—Los curtidores. Llegaron como buitres desde Buenos Aires comprando a precio de saldo el ganado moribundo, y ahí mismo le pegaban un tiro y lo despellejaban en caliente. A los tres meses habían inundado Europa de bolsos, zapatos y cinturones, mientras nosotros nos moríamos de hambre. —El argentino agitó la cabeza de un lado a otro como si estuviera recordando tiempos muy amargos—. Me temo que en Galicia puede ocurrir otro tanto porque la especie humana es esencialmente carroñera, y hay quien sabe sacar provecho de las desgracias ajenas.

—¿Cómo se puede sacar provecho de ese desastre? —quiso saber ella—. Que yo sepa, la marea negra resulta muy contaminante y no existe nada en ella que sirva más que para ensuciar.

—Se olvida de las donaciones.

—¿De qué?

—De las donaciones. Cada vez que ocurre algo que conmueve a las gentes de buena voluntad, se organizan colectas para los afectados, pero por desgracia la experiencia me ha enseñado que la mayor parte de ese dinero nunca va a parar a quien sufrió la desgracia. Pasaron seis años antes de que en la Patagonia nos enteráramos de que mucha gente había enviado ayuda pero nadie que yo conozca vio jamás un solo peso.

—¡Bueno! —admitió la actriz—. Imagino que algo parecido ocurrirá con toda esta historia que vamos a rodar de los parques eólicos. Se supone que el viento es de todos, pero ahora resulta que unos pocos se hacen ricos mientras que otros muchos tenemos que pagar por él.

—En mi país hay un dicho: «Este gobierno es capaz de cobrarte hasta el aire que respiras»… —El caballerizo dejó escapar una corta carcajada—. Siempre lo consideré una exageración, pero veo que se está convirtiendo en realidad: nos cobran hasta por ese aire aunque no lo respiremos.

Guardaron silencio unos instantes, observando el tranquilo fluir del río y las evoluciones de un grupo de ánades que jugueteaban más allá del castaño, y al fin, casi con miedo, la actriz inquirió:

—¿Cree usted que esa película servirá para algo?

—No.

—¿Por qué?

—Porque lo único que conseguirán, con mucha suerte, será que la gente se indigne al descubrir que les han estado engañando haciéndoles creer que la energía eólica era algo bueno para la conservación del planeta, cuando en realidad tan solo era bueno para el bolsillo de unos pocos.

—Es lo que pretendemos.

—¿Y de qué servirá? En torno a ese negocio continuará girando mucho dinero, y la gente no puede permanecer eternamente indignada, pero sí ha demostrado ser eternamente avariciosa. Yo no entiendo mucho de estas cosas, pero imagino que lo primero que harán será lanzar una virulenta campaña intentando desacreditar sus teorías, insistiendo en que realmente la energía eólica ahorra en el uso de combustibles fósiles y disminuye el envío de gases contaminantes a la atmósfera.

—Pero eso no es cierto. El ahorro es mínimo.

—No es algo que yo pueda discutirle, pero supongo que le pagarán muy bien a quien defienda lo contrario.

—¿Y con qué argumentos? —quiso saber Celeste Gallagher—. Bastaría con que se obligara a las fábricas a reducir en un dos por ciento la velocidad que pueden alcanzar sus automóviles para que ese ahorro en combustibles fósiles y en emisión de gases contaminantes fuera diez veces más importante que el de la energía eólica, pero nadie quiere ver reducida la velocidad de su coche porque le atañe personalmente, mientras que transige con el escandaloso gasto de la energía eólica porque esa se paga con los impuestos de todos.

—¿Y cómo es que se sorprende a estas alturas de la vida? —quiso saber el argentino—. El «bien común» es algo con lo que todos estamos de acuerdo mientras no nos afecte. Por eso en la eterna lucha entre el «bien común» y el «bien privado» siempre pierde el primero, ya que está constituido por una masa de traicioneros «bienes privados».

La actriz sonrió apenas, buscó a su vez una piedra que lanzó al agua y al cabo de un cierto tiempo, señaló:

—Hablar con usted suele tranquilizarme, pero debo admitir que también, en ocasiones, me desazona. ¿A qué lo atribuye?

—A que tengo la fea costumbre de decir lo que pienso.

—¿Y ahora piensa que perdemos el tiempo haciendo esa película?

—Más o menos.

—Sería una pena que la muerte de Lucia no hubiera servido de nada.

—De todos modos iba a morir, más bien pronto que tarde, y quizá lo que han conseguido es evitarle sufrimientos. —Bruno Barreto se despojó del ancho sombrero con el que se podía asegurar que incluso dormía, y tras observarlo largo rato como si esperara que su interior le inspirara, comentó—: Sin embargo, en mi opinión hay algo peor que hacer esa película.

—¿Yes?

—No hacerla. Cuando estamos convencidos de que tenemos razón, debemos luchar por nuestros ideales aun a sabiendas de que a la larga acabaremos perdiendo, porque de lo contrario habremos aceptado la derrota desde en el primer momento, y eso es algo de lo que nos arrepentiremos toda la vida. Por lo que sé, su amigo Norman ha viajado a España con un bien argumentado estudio destinado a evitar que ese petrolero continúe perdiendo fuel o que ese fuel llegue a la costa, y aunque estoy convencido de que no le harán el más mínimo caso y archivarán su informe sin leerlo, su frustración no deberá superar nunca la satisfacción que deberá sentir al comprender que hizo lo que tenía que hacer.

—¡Triste consuelo a fe mía!

—Cuando tenía quince años mi mejor potro se rompió una pata y tuve que sacrificarle en mitad del llano. Mi madre galopó más de una hora hasta llegar a mi lado para decirme: «No vengo a consolarte, sino a pedir que te resignes, porque un verdadero hombre tiene que resignarse ante la adversidad y no buscar un consuelo que le debilita. Y tú ya eres un hombre».

—Por lo visto su madre era una mujer de armas tomar.

—No lo sabe usted bien. Su padre había sido un emigrante que con mucho esfuerzo había pasado de ser un vaquero muerto de hambre en Asturias a un ganadero muerto de hambre en la Patagonia, pero entendió, siendo muy niña, que para llegar a algo tenía que aprender, y así, entre ordeño y ordeño, consiguió estudiar lo suficiente como para convertirse en maestra. Quería que también yo fuera maestro, pero en verdad lo que me tiraba eran los caballos.

—Hubiera sido un buen maestro.

—Tal vez, pero ninguno de mis alumnos habría ganado nunca tantos grandes premios como Patagón.

—¿Y conseguir que un caballo gane una carrera le parece más importante que conseguir que un niño aprenda a leer?

—¡Naturalmente que no! —fue la sincera respuesta—. Pero me consta que existe mucha gente capaz de «desasnar» niños mejor que yo, pero, modestia aparte, no creo que exista nadie capaz de hacer que un salvaje potrillo en el que nadie había reparado, acabe valiendo millones de dólares.

—¡Eso es muy cierto! —admitió su acompañante—. Cada cual debe dedicarse a aquello que sabe hacer y que le gusta hacer. Y usted entiende mucho de caballos, pero resulta evidente que también entiende de personas.

—Si lo dice porque he sabido darle algún que otro consejo, no debe fiarse mucho; los argentinos nos hemos especializado en dar consejos. Son tantos los que damos, que no nos hemos quedado con ninguno para uso propio. ¡Y así nos va como nos va!