A PRIMERA VISTA, el fabuloso cúmulo de información que se obtenía por medio del ordenador personal de Gordon Warlock cuando la clave secreta que había revelado a cambio de su vida permitía el acceso a los archivos centrales de la Acat, valía no solo esa vida, sino un centenar de que hubiera dispuesto el miserable miembro de tan miserable organización, por lo que Simón y Susan Spacey casi no podían dar crédito a su suerte.

Lo que se presentó en un principio como un contrato meramente rutinario había desembocado en el hallazgo de un auténtico tesoro de incalculable valor, puesto que para unos profesionales de su preparación y categoría, el sofisticado programa informático Centinelas de la Patria era como una llave maestra que abriera miles de puertas, muchas de ellas ocultas, en más de cincuenta países.

Asimilar la profusión de datos, con frecuencia muy comprometedores, no solo sobre personalidades públicas, sino incluso sobre grandes corporaciones o gobiernos, tanto enemigos como supuestamente amigos, hubiera exigido sin duda años de estudio, pero lo que en verdad importaba era que estaban allí esperando, por lo que en cualquier momento se podía acceder a ellos con el fin de utilizarlos con absoluta impunidad.

—El «apartado quince» más bien parece un manual del perfecto chantajista que un informe oficial —sentenció una desconcertada Susan Spacey—. Cualquier agente con pocos escrúpulos se puede hacer rico sin moverse de su casa.

—También nosotros, pero los chantajistas son la escoria más sucia y cobarde del planeta y me repugnan, así que olvídate del «apartado quince» y concéntrate en el «doce» porque tengo la impresión de que ofrece una línea de trabajo que nos puede llevar hasta nuestro buen amigo el Correcaminos.

No resultaba fácil, sin embargo, ni aun conociendo las claves, adentrarse por una ingente maraña informativa de primera calidad pero tan pésimamente ordenada por los programadores que cada ruta conducía una y otra vez a callejones sin salida, por lo que no resultaba extraño que cualquier agente de escasa paciencia acabara por arrojar tan sofisticada arma de trabajo por la ventana, ya que sobre todo en lo que se refería a nombres de supuestos terroristas árabes, chinos, japoneses o de cualquier otra raza o nacionalidad un tanto exótica, el galimatías alcanzaba cotas francamente dantescas.

El desconcierto llegaba en ocasiones a tal punto que podría creerse que aunque la dirección correcta, el teléfono particular e incluso el distrito postal del mismísimo Osama Bin Laden estuviese allí guardado, nadie en su sano juicio sería capaz de dar con él.

Con Teodomiro Cañadas, alias el Correcaminos, sucedía otro tanto.

Al fin, milagrosamente y más bien por casualidad que por inteligencia, apareció bajo el apelativo de Can-adas, debido al parecer a que un «astuto programador», al no disponer en su ordenador americano de la tecla «eñe» que correspondía a su apellido, había decidido poner el guión, no encima, sino a continuación de la «ene».

Figuraba en el apartado doce/tercero bajo la denominación de «asesor político para Iberoamérica» y sus informes constituían un auténtico alarde de desvergüenza y desfachatez.

—La verdad es que entran ganas de denunciar a la Administración por abuso de confianza y malversación de caudales públicos —refunfuñó un furibundo Simón Spacey—. Gastarse el dinero de los contribuyentes en semejante payasada clama al cielo. Estos Centinelas de la Patria son una pandilla de desvergonzados.

—Pero muy peligrosos. En el apartado tres figura una relación de «peligrosos terroristas», a los que por lo visto se pueden cargar sin previo aviso y sin pedir permiso a nadie.

—¡Pues habrá que estar atentos! Y ahora veamos si nos proporcionan alguna pista que pueda llevarnos al tal Can-adas.

No había alguna sino muchas, incluidas varias buenas fotografías tomadas con un potente teleobjetivo, una serie de nombres falsos y una detallada lista de sus campos de golf predilectos.

De entre todos destacaba uno en las afueras de Tucson al que al parecer solía acudir algunos fines de semana, lo cual obligaba a suponer que debía residir por las proximidades.

Aparcaron un automóvil en la explanada exterior de la casa club con una cámara de vídeo oculta en su interior y apuntando directamente hacia la entrada, y por medio de una pequeña y sofisticada estación emisora la pareja estaba al tanto, sin moverse del hotel, de cuantos llegaban o salían cargados con sus sacos de palos de golf.

El primer fin de semana no ocurrió nada, pero el sábado siguiente a primera hora hizo su aparición don Teodomiro Cañadas, alias el Correcaminos, escoltado por dos malencarados guardaespaldas, jugó sus dieciocho hoyos, almorzó opíparamente y regresó, con aire satisfecho y fumando un enorme habano, a su lujoso Mercedes blindado.

Pero en cuanto se hubo acomodado, se cerraron las puertas y el chófer introdujo la llave de contacto, se escuchó una pequeña y sorda explosión, el interior del vehículo se llenó de un humo blanco y espeso y en menos de quince segundos sus tres ocupantes se encontraban profundamente dormidos.

Dos de ellos, los guardaespaldas, jamás despertaron puesto que fueron degollados allí mismo, pero su jefe desapareció sin que nadie en el club de golf se hubiera percatado de que algo tan brutal, extraño y macabro hubiera ocurrido en el solitario parking.

Y es que tal como don Gaetano Caruso asegurara en su día a su buen amigo don Bernardo Acquaviva, se podía confiar ciegamente en que aquellos a quienes les encargaría el trabajo lo llevarían a término de una forma original, pulcra y eficaz.

Simón y Susan Spacey demostraban a todas horas que no eran tan solo unos auténticos artistas en su pacífica faceta de fotografiar gente; lo eran de igual modo en su algo menos pacífica faceta de deshacerse de esa gente.

También sabían ingeniárselas a la hora de conseguir que la gente les contara lo que deseaban saber.

Sin embargo, con don Teodomiro Cañadas, alias el Correcaminos, se encontraron con un hueso muy duro de roer puesto que aguantó, impertérrito, que le plancharan brazos, piernas y torso con la ropa puesta, sin pronunciar ni tan siquiera un lamento.

—¡Escuche! —le dijo Simón Spacey cuando comprendió que la tortura no era el sistema apropiado ante semejante personaje—. Sus amigos de la Acat le han traicionado ya que son ellos los que nos dijeron dónde podíamos encontrarle, sus guardaespaldas han muerto, y los tipos que envió a sabotear un avión al aeropuerto de Los Ángeles, también. Unos amables amigos italianos los estaban esperando y se los cargaron. Eso significa que se ha quedado solo, y que por lo tanto resulta absurdo que continúe sufriendo por no dar los nombres de quienes le contrataron.

—De algo hay que morir… —fue la escueta respuesta.

El agotado hombretón le dejó atado a la mesa y se retiró a la estancia vecina a comentar con su esposa la desconcertante tozudez de quien se negaba a dar aquellos nombres aun a sabiendas de que le iban a obligar a pasar por todas las penas del infierno.

—Tan solo se me ocurre una razón para que se empecine de ese modo en guardar silencio… —señaló al fin Susan Spacey.

—¿Y es?

—Que trata de proteger a alguien.

—¿A quién?

—No lo sé, pero imagino que está convencido de que si delata a quienes le pagan estos pueden tomar represalias.

—No nos consta que tenga familia —puntualizó su marido.

—¡No! —admitió ella—. No nos consta, en efecto, pero si no recuerdo mal, en dos las fotografías del archivo de la Acat aparecía una chica muy joven que no tenía pinta de puta. Es posible que se trate de su hija.

Se apresuraron a conectar el ordenador, recuperaron las fotografías de referencia y comprobaron que en efecto, y aunque habían sido tomadas con teleobjetivo, en una de ellas se distinguía, con bastante nitidez, a una agraciada jovencita de cabello muy corto y ensortijado que se mordía las uñas.

En la otra fotografía se la advertía bastante desenfocada.

—¿Crees que puede ser hija suya? —inquirió en un tono levemente dubitativo Simón Spacey.

—¡Pronto lo sabremos!

Su mujer demostró en menos de una hora que conocía todos los secretos de la composición fotográfica, puesto que con ayuda de su sofisticado ordenador recortó la imagen de la muchacha y la «colocó» sentada en la mesa de un restaurante al aire libre en compañía de un apuesto muchacho de poco más de veinte años cuya fotografía había escaneado de una revista de modas.

Cuando acabó su trabajo nadie hubiera dudado que la instantánea obtenida mostraba a dos despreocupados chicos compartiendo un par de refrescos en una hamburguesería.

En el momento en que Simón Spacey la colocó ante los ojos de su víctima, el hasta esos momentos impertérrito Correcaminos palideció a ojos vista.

—¡Hijo de puta! —farfulló casi echando espumarajos por la boca.

—Veo que conoce a la pareja —señaló su verdugo—. O al menos a la chica. ¿Sabe dónde están ahora…? —Como el otro negara con un ademán de cabeza, añadió—: En el cine, creo que viendo la segunda parte de El señor de los anillos.

—¡No la meta en esto!

—No quisiera meterla… —replicó el hombretón intentando que su voz sonara lo más sincera posible—. No tengo nada contra ella, pero si continúa sin darme esos nombres le pediré a Oscar, que al salir del cine la traiga directamente aquí. Y dudo que una muchacha tan joven soporte sin rechistar que la planchen dejándole cicatrices que le durarán mientras viva… ¡Si es que vive!

—¡Es usted un malnacido!

—¿Y quién lo dice? —inquirió un supuestamente indignado Simón Spacey—. ¿Quién aceptó asesinar por dinero a un infeliz que ningún daño le había hecho sin ni siquiera tener en cuenta que se iba a cargar al mismo tiempo a una pobre moribunda? ¿O quien ordenó que sabotearan un avión sin preocuparse de saber cuántos inocentes iban a morir en el accidente? ¡No me haga reír! Usted es uno de los mayores hijos de puta con que he tropezado en mi vida, y se merece todo lo que le ocurra. Incluido que nos carguemos a toda su familia.

Dejó la foto sobre la mesa, extrajo del bolsillo un teléfono móvil y comenzó a marcar un número al tiempo que advertía:

—Decídase de una vez, porque si doy esa orden, Oscar tendrá que traerla por la fuerza y eso complicaría definitivamente las cosas.

—¡Espere un momento! —rogó el otro con la voz quebrada por la angustia—. ¿Qué pasará si le doy esos nombres?

—Que ninguno tendrá la menor oportunidad de tomar represalias contra ella porque antes de cuarenta y ocho horas estarán muertos.

—¿Me da su palabra?

—No la necesita. Me pagan por ello y yo siempre cumplo con mi trabajo porque si no cumplo no suelo pasar factura.

—¿Y qué pasará con ese tal Oscar?

—Que no volverá a ver a la chica. De eso sí que le doy mi palabra. Lo necesito en Boston dentro de dos semanas.

—¿Me jura por sus hijos que Deborah no se enterará de nada?

—No tengo hijos —fue la tranquila respuesta—. Pero se lo juro por mi esposa que es lo que más quiero en este mundo.

—¡De acuerdo! Le creo.

—¿Quién le pagó para que matara a esa gente?

—Alguien a quien desde hacía muchos años le proporcionaba trabajadores ilegales para sus fábricas.