ANTE LA SORPRESA de todos, y el entusiasmo de Norman Caine, que llevaba casi una semana alimentándose de bocadillos y conservas, Carolina Salvatierra demostró ser capaz de preparar lo que casi parecía un banquete en la evidentemente no demasiado cómoda o espaciosa cocina del Celeste III.

—¡Esta chica es una joya! —no pudo por menos que exclamar el actor al descubrir que le ponía delante un grueso entrecot a la pimienta acompañado de un buen montón de patatas fritas—. ¡Mi plato favorito! Y poco hecho, como a mí me gusta.

Victor Gallagher fue a comentar algo mordaz al respecto, pero al advertir la severa mirada de advertencia de su esposa que le conminaba a guardar silencio, se limitó a alzar el dedo y señalar:

—¡Mi carne un poco más pasada, por favor…!

—No te preocupes… —le replicó la dominicana—. Ya lo sabía.

—¡Ah, claro, perdona! —fue la respuesta—. Me olvidaba que a ti basta con decirte las cosas una sola vez… —Sonrió con intención y cambió el tono de voz al añadir—: No como a otras, a las que te puedes pasar la vida recordándoles que te gusta el café muy caliente y siempre te lo traen frío.

—Eso ocurre porque en nuestra casa la cocina está en la planta baja y el dormitorio en la segunda, querido… —fue la respuesta en casi idéntico tono de Celeste—. Para esa carrera tendrías que contratar a Michel Jordán y apuesto a que se dejaría los dientes en la escalera.

Concluida la apetitosa cena, incluido el postre y un espeso café, muy caliente en lo que se refería al director de cine, este aceptó un habano que le ofrecía Stanley Hoper e inquirió dirigiéndose al dueño del barco:

—Hay algo que me preocupa con respecto a lo que has contado sobre el cemento y los hidrocarburos. Entiendo y admito que acabarán solidificándose e incluso convirtiéndose en esa roca que, por lo que he visto, se puede mantener estable hasta el fin de los siglos… —Hizo una corta pausa, aspiró profundo de su grueso cigarro, y al poco añadió—: Pero lo que no acabo de entender es que ese método se pueda utilizar en la lucha contra las mareas negras en alta mar.

—¿Por qué no?

—Porque el mar es muy grande y no existe tanto cemento.

—El mar es muy grande, en efecto… —admitió el actor—. Pero no se trata de solidificar el mar, sino tan solo los hidrocarburos que flotan sobre él, porque debes tener en cuenta que poseen un peso específico casi un diez por ciento inferior al del agua.

—Pero el cemento se mezclará de inmediato con el agua.

—No, si se usan cementos rápidos, de los llamados «hidráulicos» que se fraguan en menos de un minuto.

—¿Estás seguro de eso?

—Es lo que he estado haciendo estos días, y me he dado cuenta de que si al fuel que flota sobre el mar se le cubre con una fina capa de ese cemento, comienza de inmediato a atraer al fuel, compactándolo y endureciéndolo de tal modo que acaba por irse al fondo.

—¡Increíble!

—Pero cierto.

—¿Estás pretendiendo hacernos creer que has encontrado la forma de acabar definitivamente con las mareas negras? —quiso saber Celeste Gallagher.

—¡De ningún modo! —le hizo notar su amigo—. Lo que creo es que he encontrado una nueva ruta de investigación muy esperanzadora. También he descubierto que antiguamente algunos barcos solían llevar sacos de esos cementos rápidos por si se abría una vía de agua.

—No hace tanto de eso… —intervino con una cierta timidez el viejo Curro Méndez que no parecía perder detalle de cuanto allí se decía—. En mi juventud navegué en un carguero panameño que llevaba gran parte del interior del casco recubierto de ese cemento.

—Es una costumbre que por lo visto cayó en desuso —señaló el actor—. Pero he pensado que, si de ahora en adelante se obligara a los petroleros a llevar cemento hidráulico a bordo, en cuanto se presentase una fuga lo único que tendrían que hacer es arrojar ese cemento en el tanque afectado. De inmediato el fuel se convertiría en una pasta que taponaría la abertura del casco, minimizando la marea negra.

—¡Pero eso sería magnífico! —señaló una evidentemente fascinada Carolina Salvatierra—. Si eso fuera así no volverían a darse catástrofes como la del Exxon Valdez.

—Sin embargo, cuesta aceptar que alguien que no es un especialista en el tema descubra un método que parecer ser tan efectivo —señaló Stanley Hoper al que se le advertía un tanto escéptico.

—Lo supongo, pero el secreto debe estar en que con frecuencia los expertos buscan soluciones demasiado complejas, cuando las más efectivas las tienen delante de las narices. Como suele decirse, «a veces los árboles no dejan ver el bosque».

—¡De acuerdo! —replicó el productor—. Admitamos que tienes razón y que los hidrocarburos que flotan en el mar se hunden. ¿Qué ocurre entonces?

—Que si lo hacen en aguas profundas, fuera de la plataforma continental, se sumergirán en la capa de sedimentos que los cubrirán por el resto de la eternidad.

—¿O sea que lo que tú propones es evitar que las manchas de petróleo penetren en la plataforma continental?

—De momento no propongo nada —le hizo notar su interlocutor con absoluta sencillez—. Pero admito que en el fondo esa es la idea que persigo con las pruebas que estoy realizando. Si continúan siendo positivas, tengo la intención de viajar a España y plantearles esa opción.

—Te recuerdo que tenemos una película que rodar —le hizo notar Stanley Panocha Hoper—. Y que tú eres una parte esencial de esa película.

—Lo recuerdo —admitió Norman Caine con una leve sonrisa—. Pero quiero suponer que podréis prescindir de mí durante un par de semanas.

—¿Y por qué no se lo explicas al gobierno español por teléfono?

—Prefiero hacerlo personalmente. Es muy posible que por teléfono no me hicieran mucho caso.

—Pero al fin y al cabo ¿a ti qué te importan los españoles? —quiso saber el pelirrojo—. Se lo cuentas, y si no te escuchan, ¡allá ellos! Es su problema, no el tuyo.

—No es mi problema, en efecto —admitió Norman Caine—. Pero recuerdo cómo aquellas escenas de la gente llorando por cuanto había perdido conmovieron a Lucia, y cómo de algún modo me pidió que hiciera algo en su favor. Una película puede esperar. Ellos no.

—En eso estoy de acuerdo —señaló Celeste Gallagher.

—¡Y yo! —admitió su marido—. En el peor de los casos un par de semanas de retraso no significan nada.

—Cuando ya se tiene al equipo contratado significa dinero —puntualizó Stanley Hoper al que de inmediato le surgía la vena de eficiente productor—. ¡Mucho dinero!

—El dinero, querido amigo, incluso el tuyo que por lo visto vale más que el de los demás, no es más que dinero —intervino Dimitri Ustinov—. Y en este caso, y sin que sirva de precedente, coincido con Norman. Esa gente no puede esperar y nosotros podemos ir adelantando con el rodaje. Es cuestión de planificarlo bien desde un principio.

—¡De acuerdo! —admitió el otro a regañadientes—. Esperaremos dos semanas, pero ni un día más. Si este estúpido soñador nos falla le daré el papel a Jeremy Irons.

—Lo haría muy bien —reconoció el aludido—. Pero estoy seguro de que yo lo haría mejor. Y ahora tenéis que disculparme porque es la hora a la que mis hijos se despiertan en Sicilia, y quiero hablar con ellos antes de que se vayan al colegio. No me esperéis, porque luego debo poner a recargar de aire comprimido las botellas.

En cuanto amanezca me sumergiré por última vez con el fin de cerciorarme de que las «piedras de fuel» continúan en el fondo y no se han degradado.

—¿Puedo acompañarte en la inmersión? —quiso saber Victor Gallagher—. Tengo a bordo todo mi equipo.

—¡Si no te sientes ya demasiado viejo para estos trotes…! —fue la malintencionada respuesta.

—¡Fantasma…!

En cuanto el dueño del Acquaviva hubo abandonado la camareta, Victor Gallagher se volvió hacia Curro Méndez con el fin de inquirir:

—Usted que es hombre de mar, ¿qué opina de cuanto aquí se ha dicho?

—Que se trata de una locura. —El marinero hizo una corta pausa para añadir muy seriamente—: Pero es cosa sabida que a menudo los locos aciertan más que los cuerdos. A mi modo de ver, lo que está claro es que, hasta el día de hoy, nadie ha sabido dar con una solución satisfactoria para las mareas negras… ¿Por qué no podría ser esa?

—Demasiado simple, ¿no cree?

—Ya lo ha dicho él: a menudo no vemos lo evidente. Lo que usted tiene más cerca, sus gafas, no consigue verlas hasta que se las quita y las aparta un poco. Y hay algo que me obliga a pensar: los mayores edificios se asientan sobre cimientos que no son más que agua a la que se ha añadido cemento, y resulta evidente que se mantendrán en pie durante cientos de años.

—¿Pero cómo se va a poder extender ese cemento sobre manchas de fuel que flotan sobre un mar inmenso?

—Con barcos, con lanchas, con aviones fumigadores o con helicópteros. Y si a mí me afectara personalmente lo haría incluso con las manos y los dientes si fuera necesario.

—¡Difícil se me antoja!

—La experiencia me dicta que para el ser humano nada es demasiado difícil cuando sabe qué es lo que tiene que hacer —sentenció Stanley Hoper—. Si le muestran un camino lo sigue hasta el final por empinado y tortuoso que resulte. La verdadera dificultad nace cuando no sabe adónde ir.

—¿Y crees que ahora lo sabe?

—Por lo menos tiene a alguien que marca un rumbo, y tal como ha dicho Curro, si yo fuera uno de los pescadores afectados por semejante desastre y me encontrara tan perdido y desesperado como deben encontrarse ellos, no lo dudaría un instante y me haría a la mar armado de sacos de cemento o lo que diablos sirviera para hundir en el abismo una basura que me está arrebatando todo lo que tengo.

—Podrían hacer otra película sobre eso… —musitó apenas Carolina Salvatierra.

—¿Cómo has dicho, querida? —inquirió creyendo haber entendido mal una sorprendida Celeste Gallagher.

—Que esa titánica lucha que están librando cientos de voluntarios por salvar su mar y su tierra de un enemigo que en esta ocasión no es ni animal, ni humano, se me antoja una de las aventuras más épicas que hayan podido llevarse nunca a la pantalla —replicó la dominicana—. Es como aquella famosa «invasión de los ultracuerpos», pero real, y con unos monstruos que ni sienten ni padecen porque se trata de una negra masa sin alma que va aniquilando cuanto se pone en su camino.

—Una comparación bastante acertada —admitió Victor Gallagher, que de inmediato se volvió a Dimitri Ustinov para inquirir—: ¿Te atreverías a escribir un guión sobre ese tema?

—Tampoco es una historia que necesite guión —replicó el interrogado con absoluta naturalidad—. Lo único que necesita son unos personajes reales, que ya están allí en forma de miles de voluntarios luchando contra el frío, el viento y las olas… —Hizo una corta pausa para concluir—: Y un final feliz.

—¿Y por qué es necesario un final feliz «Made in Hollywood»?

—Porque si el sistema que Norman propone diera resultado y enviara a ese negro monstruo maloliente y sin alma a los abismos, se convertiría en una película de enorme éxito, pero si acabara siendo un fiasco y la marea negra no desapareciera, no sería más que un amargo documental sobre la ineptitud de unos políticos y el coraje de un pueblo.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Que a eso el espectador ya está acostumbrado y por desgracia ni siquiera le impresiona. Más bien, por el contrario, le deprime, porque el ciudadano medio se ha hecho, tal vez de un modo inconsciente, a la idea de que su aventura vital ha quedado reducida a una inútil lucha contra la corrupción, la dejadez o la ineficacia de unos políticos a los que considera, en cierto modo, sus peores enemigos. Sabe que a la larga todos, incluso aquellos en los que más confió, acabarán por traicionarle.

—¡Muy pesimista te veo!

—Desde la época de los griegos el hombre que piensa es siempre pesimista a ese respecto, puesto que ya los autores clásicos se referían a la avaricia y el ansia de poder como los peores pecados de las clases dirigentes.

En dos mil años de historia no hemos avanzado un paso en ese sentido; más bien por el contrario, hemos retrocedido y mucho.

Concluida la sobremesa, y tras ayudar a Carolina Salvatierra a recoger la cocina y fregar los platos, Celeste Gallagher decidió salir a cubierta a tomar un poco de aire y contemplar cómo la luna rielaba sobre la tranquila bahía.

Tardó unos minutos en descubrir que en el barco vecino Norman Caine se encontraba sentado en el escalón de popa, con los pies en el agua.

—Creí que ya estarías durmiendo —dijo.

—¡Qué más quisiera yo! —fue la respuesta—. Dormir se ha convertido casi en un lujo que no puedo pagarme. Y cuando de tanto en tanto lo consigo, sueño con ella, lo cual hace que el despertar sea aún más amargo.

—Me gustaría poder decir algo que te sirviera de consuelo, pero me consta que es inútil. Lo único que se me ocurre es la tan manida frase de que «el tiempo todo lo cura».

—El tiempo y Carolina Salvatierra.

Celeste Gallagher tardó en reaccionar y se le diría como desconcertada, puesto que ni remotamente podía esperar semejante respuesta. Por fin, y casi con un susurro, inquirió:

—¿Qué has querido decir con eso?

—¡Oh, vamos, querida, no te hagas la tonta! —protestó su amigo y compañero de profesión de tantos años—. ¿Acaso imaginas que ignoro lo que ocurre en mi propia casa? El mayordomo me contó que llevaste a esa chica a ver a Lucia, y conociéndola como la conocía, estoy convencido de que fue porque ella te lo pidió.

—La miró de frente, de un modo casi desafiante al inquirir—: ¿O no?

No obtuvo respuesta, y se diría que en realidad no la necesitaba puesto que al poco añadió:

—Si la situación hubiera sido a la inversa, me habría volado la tapa de los sesos antes de elegir personalmente al hombre que algún día se acostaría con Lucia, pero ella era como era y me consta que me amaba incluso más allá de la muerte. Por eso no tardé en comprender qué es lo que os traíais entre manos.

—Tampoco yo hubiera hecho lo que ella hizo, aunque no creo que seamos capaces de saber cómo vamos a reaccionar cuando estamos convencidos de que todo se acaba, el egoísmo ya no tiene razón de ser, y los que quedan pasan a ser más importantes que nosotros mismos. —Celeste Gallagher alargó una mano y la posó afectuosamente sobre el antebrazo de su interlocutor al añadir—: Respóndeme sinceramente a una pregunta: ¿hubieras dado tu vida por la de Lucia?

—¡Y mil que tuviera!

—En ese caso, si hubieras sido capaz de dar tu vida por ella, y estoy segura de que así es, ¿por qué no hubieras sido capaz de sacrificar tu estúpido orgullo machista? ¿Acaso ese orgullo es más importante para ti que la vida?

—Ese es un planteamiento que a mi modo de ver tiene muy mala leche.

—¡No! Es un planteamiento que únicamente tiene que ver con la diferencia que existe entre el amor y la posesión. Las mujeres solemos tener más arraigado el sentimiento de amor que el de posesión, pero los hombres no.

—¡Explícate!

—No creo que haga falta puesto que sabes muy bien que, en caso de haber muerto tú, no te hubiera importado que Lucia tuviera alguien en quien depositar toda su confianza, e incluso a quien amar, siempre que no se acostara con él. Pero sí te hubiera importado que se fuera a la cama con un tipo por el que no sentía nada. ¿Es cierto o me equivoco?

—Sospecho que estás pretendiendo hacerme quedar como una mierda.

—¡En absoluto! Simplemente pretendo hacerte comprender que los puntos de vista de un hombre y una mujer son diferentes. Por eso yo entiendo, aunque en cierto modo no comparta, lo que pretendió hacer.

—¿Y acaso imaginas que yo no lo entiendo? —protestó él—. ¡Naturalmente que lo entiendo! Lo que ocurre es que aceptarlo significa aceptar que Lucia conocía a la perfección mis debilidades y que murió consciente de que sin ella corría el riesgo de volver a convertirme en el estúpido engreído que fui en un tiempo. Y eso me duele, porque creo que durante años le demostré que aquel Norman Caine había muerto definitivamente.

—¿Y qué piensas hacer ahora?

—Aún no he tenido ocasión de pensar en ello, pero si tal como aseguras, «el tiempo lo cura todo», llega un momento en que el dolor que siento se calma aunque sea un ápice, y acabo por aceptar que ella se ha ido y jamás volverá, tendré que replantearme mi vida.

Y si Lucia decidió que Carolina Salvatierra era la mujer que más me convenía y que convenía a nuestros hijos, supongo que tendré que pensármelo muy seriamente.

—¿Te casarías con ella sin estar enamorado?

—Yo jamás podré volver a enamorarme, querida, de eso puedes estar segura. Pero sí me siento capaz de cuidar de una mujer, respetarla, e intentar que me quiera, me cuide y me respete.

—¿Tan solo porque se trata de la voluntad de Lucia? —Para mí, la voluntad de Lucia siempre fue una ley.