RESULTABA EVIDENTE QUE Gordon Warlock tenía que saber mucho más que los malogrados Marc Carpenter o Peter Foster sobre el accidente que le había costado la vida a Lucia Acquaviva, aunque tan solo fuera por el hecho de que los dos infelices a los que Simón y Susan Spacey habían enterrado a medianoche en un perdido rincón del desierto de Nevada nunca habían sabido absolutamente nada respecto al tema.
Y de igual modo resultaba bastante evidente que no debía existir relación alguna entre los difuntos y el joven agente de la Acat, puesto que Gordon Warlock se había presentado en casa de Dimitri Ustinov dos semanas después de que Herman Harrison vendiera su fábrica de aerogeneradores y viajara a Europa, señal inequívoca de que quienes habían comprado la empresa y ahora daban las órdenes habían optado por encargar el trabajo a individuos mucho más eficaces y agresivos que un reportero correveidile o un ejecutivo obsesionado por ligar en el bar del hotel Buenaventura.
Al parecer el asunto había quedado por tanto en manos de auténticos profesionales dispuestos a pasar de las inicuas amenazas a la acción violenta, y la mejor prueba estaba en que habían planeado con todo lujo de detalles y derroche de medios un atentado del que sin embargo no debían sentirse especialmente orgullosos puesto que el resultado no había sido el apetecido.
Si pretendían acabar con la vida de un famoso actor de cine que tenía la intención de rodar una comprometedora película, lo único que habían conseguido era acelerar el final de una pobre desahuciada que ningún daño podía causar a nadie.
O al menos eso creían.
Gordon Warlock aún no conseguía explicárselo.
Desde la cima del mirador había ido transmitiendo precisas instrucciones a los conductores de los camiones por medio de su teléfono móvil, había observado cómo obligaban a la caravana a salirse de la carretera y rodar por la pendiente golpeando contra las rocas, y había visto muy de cerca, con ayuda de unos potentes prismáticos, cómo dos cuerpos saltaban por los aires para quedar tendidos, rotos y desmadejados, en el fondo de la inaccesible quebrada.
Convencido de que pasaría mucho tiempo antes de que nadie descubriera aquellos destrozados cadáveres, había subido a su potente Harley y se había perdido de vista en la distancia antes de que el primero de los camiones que habían provocado semejante desaguisado llegara al mirador de la cima de la colina.
Se sentía orgulloso de sí mismo.
El trabajo había sido perfecto.
Por ello, cuando dos días más tarde se desayunó con la noticia de que el famoso actor Norman Caine había sobrevivido milagrosamente a un espectacular accidente que le había costado la vida a su esposa, casi no podía dar crédito a sus ojos.
A su modo de ver, nadie que no fuera de acero o de goma, podía haber salido con bien de tan aparatosa caída en la que un pesado vehículo había quedado convertido en un informe montón de humeante chatarra.
¡Nadie!
Lanzó una sarta de maldiciones, arrojó el periódico a una papelera y sin ni siquiera concluir su desayuno trepó a su adorada motocicleta con la intención de dar un largo paseo por la autopista que se dirigía al norte.
Y es que conducir a una velocidad casi suicida era la mejor forma que Gordon Warlock había encontrado nunca de dar rienda suelta a su furia o sus frustraciones.
El aire en el rostro le despejaba.
La sensación de peligro le permitía echar fuera el exceso de adrenalina que se agolpaba en su interior.
La sensación de libertad absoluta le estimulaba.
El ronroneo típico y exclusivo de su espectacular montura negra y brillante le transportaba a un mundo en el que todo era perfecto y no se cometían errores.
Pero cometió un nuevo error.
Su velocidad era excesiva.
Simón y Susan Spacey, que llevaban casi una semana intentando inútilmente localizar al joven agente a todo lo largo y lo ancho de California, acabaron por introducirse clandestinamente en los ordenadores de la policía estatal, y tras un minucioso y aburrido rastreo acabaron por descubrir, alborozados, que un tal Gordon Warlock, que conducía una motocicleta con matrícula de Nuevo México, había sido multado cuando, más que correr, volaba por la autopista que conducía a Palmdale.
Aunque la dirección que había proporcionado a las autoridades resultara por desgracia completamente falsa, existía un detalle que el hombre a quien pretendían localizar no había conseguido ocultar: conducía una Harley último modelo de gran cilindrada.
Para unos profesionales de la experiencia de los miembros de la Triple S aquel sencillo detalle significaba tanto como haber recibido por correo la dirección y el teléfono de la persona a la que andaban buscando.
Cuarenta y ocho horas más tarde, el encargado de un taller de Pasadena se guardaba en el bolsillo un billete de cien dólares tras admitir que en un par de ocasiones había puesto a punto la soberbia máquina de un tipo bastante presuntuoso y que al parecer vivía por los alrededores puesto que siempre se marchaba o regresaba a recoger su adorada montura a pie.
Con eso bastaba.
La noche del viernes siguiente, y como solía hacer casi cada fin de semana Gordon Warlock abandonó el bar en el que una docena de preciosas muchachas se desnudaban «artísticamente» al son de pegadizas musiquillas, se encaminó al parking subterráneo en el que le esperaba una joya mecánica que jamás hubiera dejado aparcada al aire libre, trepó a ella y la puso en marcha, aunque de inmediato descubrió, perplejo, que parecía haber pasado a formar parte del sofisticado conjunto mecánico.
Los pantalones se le habían quedado pegados al asiento y las manos al manillar hasta el punto de que por más esfuerzos que hacía no conseguía librarse ni aun a riesgo de dejarse la piel en el intento.
Cuando comenzaba a maldecir a gritos al maldito hijo de la gran puta que le había gastado la estúpida broma de untar de pegamento especial ultrarrápido su preciosa Harley, un hombretón que se cubría con un pasamontañas surgió de detrás del coche que se encontraba más próximo, le introdujo un pañuelo en la boca y se la selló con cinta aislante.
A continuación le despojó del revólver que le colgaba de la sobaquera, le cacheteó cariñosamente la mejilla, y ayudado por una mujer de corta estatura que había salido de nadie sabía dónde, colocó una pequeña rampa portátil y le subió, con montura y todo, al interior de una camioneta roja que aparecía apartada a unos diez metros de distancia.
Cuando a los pocos instantes sus captores cerraron la puerta trasera dejándole a oscuras, abandonaron el parking y comenzaron a circular por las avenidas de la gran ciudad, el joven agente de la Acat llegó a la dolorosa conclusión de que su madre tenía toda la razón cuando le advirtió que si no cambiaba su agresiva actitud acabaría muriendo sobre una motocicleta.
Aunque estaba claro que su madre debió hacer tal vaticinio imaginando que su destino era estrellarse contra un muro a gran velocidad, no que moriría sobre una máquina que ni siquiera se movía.
En el momento en que la camioneta se detuvo, lo primero que escuchó el secuestrado fue el rugir de las olas rompiendo contra un acantilado.
Se abrió la puerta trasera, la extraña pareja colocó de nuevo la rampa, le bajaron y le colocaron de cara a un mar que apenas se distinguía en la oscuridad de la noche.
A su izquierda lanzaba destellos el faro de Punta Fermín y allá a lo lejos parpadeaban las luces de la isla de Santa Catalina. Los coches que pasaban iluminaban de tanto en tanto la calle Veinticinco, pero el lugar elegido por sus secuestradores se encontraba lo suficientemente apartado de la autopista como para que nadie pudiera molestarles.
Poco después la mujer regresó a la camioneta mientras el gigante del pasamontañas se colocaba frente a él y sin más preámbulos comentaba en tono abiertamente amenazador:
—¡Escúchame bien, porque tengo prisa y no me gusta repetir las cosas! Si me proporcionas los nombres de quienes te contrataron y de quienes participaron en el atentado que le costó la vida a la mujer de Norman Caine, tienes una posibilidad de que me sienta magnánimo y me limite a dejarte sentado en tu máquina hasta que alguien pase por estos andurriales y te despegue el culo, porque en verdad me parece que puede ser una escena de lo más divertida. —Le apretó la punta de la nariz con el dedo índice hasta casi hacerle daño mientras continuaba—. Pero si empiezas a protestar alegando que no sabes de qué diablos te estoy hablando, admitiré a mi pesar que te has creído que soy idiota, y en ese caso dentro de cinco minutos tu hermosa Harley se estará deslizando por esa pendiente, al llegar al final volará por los aires y acabará en el fondo del océano. —El gigante sonrió de oreja a oreja aunque su víctima no pudiera verle, al añadir—: Y como imagino cuánto la quieres, imagino también que serás incapaz de «despegarte» de ella optando por acompañarla en ese último viaje. ¿Está claro?
Como el otro asintiera una y otra vez con la cabeza, le arrancó bruscamente y sin el más mínimo miramiento la cinta aislante, extrajo el pañuelo de la boca, y por último le cacheteó por tres veces la mejilla con aquel curioso gesto de fingido afecto.
—¡Buen chico! —exclamó—. Creo que empezamos a entendernos. Y ahora dime: ¿quién te contrató?
—El Correcaminos.
—¡El Correcaminos! —repitió Simón Spacey como si le costara un gran esfuerzo aceptar tan curiosa y desconcertante respuesta—. ¿Y quién diablos es ese tal Correcaminos?
—Un coyote —replicó con toda naturalidad su cautivo.
—¿Un coyote? —fingió asombrarse su oponente—. No intentes tomarme el pelo, querido. En la serie de dibujos animados que veía de pequeño, el coyote perseguía al correcaminos intentando comérselo, pero nunca imaginé que pudieran ser la misma persona.
—¡Bueno…! —aclaró el joven miembro de la Acat al que se advertía ansioso por colaborar como única esperanza de salvación—. En realidad, el Correcaminos es el cabecilla de una banda de coyotes especializados en introducir inmigrantes ilegales a través de la frontera sirviéndoles de guía en el desierto, pero como siempre anda de un lado a otro y aparece de improviso donde menos se le espera, le llaman el Correcaminos.
—¡Entiendo! Todo el mundo conoce las actividades de esos malditos coyotes, pero lo que no acabo de asimilar es qué demonios tiene que ver esa partida de bastardos con todo este lío.
—¡Tampoco yo! —admitió el servicial Gordon Warlock que evidentemente buscaba a toda costa congraciarse con su posible verdugo—. Lo único que sé es que mi agencia le paga mucho dinero a ese escurridizo Correcaminos para que proporcione información sobre aquellos ilegales que cruzan la frontera que pueden tener algún tipo de relación con organizaciones terroristas extranjeras.
—Suena ridículo.
—Y de hecho lo es porque nos consta que la mayor parte de lo que nos vende es pura basura que no sirve para nada, pero es de esa clase de personajes con los que conviene estar en buena relación puesto que en un momento dado pueden ser de gran utilidad.
—¿A la hora de asesinar inocentes?
El otro se limitó a encogerse de hombros torciendo el cuello visto que no podía elevar unos brazos que continuaban sujetos al manillar.
—Usted parece un profesional, y por lo tanto sabe muy bien que en este oficio no hay culpables o inocentes —dijo—. Hay unos que están de un lado, y otros del otro. Y al que le toca, le toca.
—Pues me da la impresión de que en estos momentos llevas todas las papeletas para que te toque —fue la respuesta—. ¿Cómo se llama realmente tu famoso Correcaminos?
—De muchas maneras. Yo le conozco al menos ocho identidades, pero estoy casi seguro de que su verdadero nombre es Teodomiro Cañadas, y aunque asegura que nació en Cuernavaca, estoy convencido de que debe ser colombiano.
—¡Mala cosa esa! No me gusta tratar con colombianos —masculló Simón Spacey—. Son gente bronca y extremadamente peligrosa.
—El Correcaminos sería igual de bronco y peligroso aunque hubiera nacido en Disneylandia —fue la respuesta.
—¿Cómo puedo dar con él?
—Dejándome vivir —replicó el otro con rapidez—. Creo que soy el único que puede localizarle.
—¿Y por qué diablos tendría que fiarme de ti?
—Porque lo que ahora pretendo es no ir a parar al fondo del mar, y además le puedo proporcionar mucha información.
—¿Qué clase de información?
—En el maletero de la moto guardo un ordenador portátil que se conecta a la central de la Acat. Si le doy mi clave de apertura tendrá acceso al mejor banco de datos del mundo por lo que sabrá tanto como el mismísimo gobierno de los Estados Unidos de América.
—¿Intentas hacerme creer que estás dispuesto a traicionar a tu país proporcionándome todos los datos de sus archivos? —se asombró su interlocutor—. ¡Pues vaya un agente!
—¡Escuche, amigo! —masculló el secuestrado con acritud—. Todo esto de la Ley de la Patria que se ha creado tras los atentados del Once de Septiembre no es más que una patraña destinada a concederle al gobierno mucho dinero y unos poderes anticonstitucionales. Nadie cree en que vaya a servir para nada, yo menos que nadie, y me consta que muchos de mis compañeros están vendiendo esos datos a gobiernos extranjeros por mucho dinero. —Se sorbió los mocos sonoramente antes de añadir—: ¿Qué cree que es más importante para mí en estos momentos: el jodido dinero o salvar el pellejo?
—Supongo que salvar el pellejo.
—En ese caso piense un poco. Si acepta el trato siempre me tendrá en sus manos, puesto que en caso de que se me ocurriera traicionarle le bastaría con conectarse directamente con la Acat y comunicarles que fui yo quien le proporcionó el ordenador y la clave de acceso, lo cual quiere decir que me ejecutarían en el acto donde quiera que me encontrase. Como comprenderá, a mí todo eso del patriotismo y la lucha contra el terrorismo internacional me traerá sin cuidado desde el momento mismo en que los peces empiecen a comerme los ojos.
—Por lo menos eres sincero —reconoció su secuestrador—. Puñeteramente sincero.
—Hay momentos en los que conviene mentir, y momentos en los que conviene decir la verdad —sentenció el otro—. ¡No lo dude! Le soy más útil vivo que muerto.
—¿Y cómo explicarías la pérdida del ordenador?
—¡Un simple accidente! Diré que me caí de la moto, se incendió y del dichoso aparato no quedaron más que hierros calcinados. Como lo único que sobra en la «casa» es dinero, antes de una semana me proporcionarán otro puesto que en buena lógica no se entiende un agente sin su principal herramienta de trabajo.
Simón Spacey meditó largamente, al fin hizo un gesto a su víctima para que le esperara allí aunque estaba claro que con el culo pegado a la moto no tenía oportunidad de ir a parte alguna, se encaminó a la furgoneta en la que aguardaba su esposa y en pocas palabras le puso al corriente de la larga conversación.
—¿Qué opinas? —inquirió al concluir.
—Que yo en su lugar haría lo mismo —replicó ella en tono de absoluto convencimiento—. ¿De qué sirven unos ideales tan estúpidos cuando estás muerto, si la mayor parte de las veces ni siquiera te sirven cuando estás vivo?
—La verdad es que ver ese abismo sentado en una moto de la que no te puedes despegar e imaginar que dentro de unos minutos vas a precipitarte por él, debe acojonar al más bragado —admitió su marido—. Entiendo su posición pero me preocupa que nos la pueda jugar si le dejamos en libertad.
—¡Pídele una prueba de su buena fe!
—¿Qué clase de prueba?
—El sabrá. Que nos diga algo que no sepamos y que nos pueda convencer de que está de nuestra parte.
Gordon Warlock no necesitó ni un par de segundos a la hora de responder a la demanda.
—¡De acuerdo! —dijo—. ¿Quiere una prueba de mi buena fe? ¡Ahí va! Tres hombres del Correcaminos, los mismos que conducían los camiones que provocaron el accidente, pero esta vez disfrazados de mecánicos, introducirán bolsas de plástico llenas de azúcar y con un pequeño agujero, en cada uno de los depósitos de gasolina del avión particular de Stanley Hoper poco antes de que despegue.
—¿Otro atentado?
—¡Naturalmente! Cuando el aparato lleve aproximadamente una hora volando, la gasolina que se habrá ido introduciendo poco a poco por el agujero de las bolsas, disolverá el azúcar y cuando esa mezcla se queme formará una pasta parecida al caramelo que reventará los motores.
—Con lo que el avión se vendrá abajo… ¡Tremenda putada!
—Es un viejo truco de la Acat. Mucha gente ha muerto en accidentes de aviación sin necesidad de utilizar bombas. —Sonrió con intención al añadir—: ¿Le basta o no le basta como prueba de mi buena fe?
—Me basta para convencerme de que eres un hijo de mala madre al que conviene atar muy corto.
—Más vale estar vivo y atado corto, que muerto pegado a una moto.
—¡En eso estoy de acuerdo! Y creo que por esta vez podrías salvar el pellejo si me aclaras cómo y dónde puedo encontrar a tu famoso Correcaminos.
—Ya le dije que es un pajarraco muy escurridizo que nunca está donde se supone que debe estar y siempre aparece allí donde menos se le espera.
—Pero algo fijo debe tener: una familia, una amante, una ciudad o una especie de cuartel general al que vaya con cierta frecuencia.
—¡No! —negó el otro en tono de voz que sonaba sincero—. Que yo sepa no tiene nada de eso, y si lo tiene lo guarda muy en secreto. Pero tiene un vicio.
—¿Un vicio? —inquirió de inmediato Simón Spacey evidentemente esperanzado—. ¿Qué clase de vicio?
—El golf.
El pasamontañas no permitía distinguir la magnitud de la estupefacción de quien no pudo por menos que repetir:
—¿El golf?
—¡Exactamente!
—¡Qué estupidez! Y además el golf no es un vicio. Es un deporte, o todo lo más un juego.
—En el caso del Correcaminos, no. En su caso es una pasión que está por encima de casi todas las cosas, y si no juega al menos tres veces por semana se pone de una mala leche inaguantable.
—¿Y juega mucho dinero?
—Ni un céntimo.
—¿Entonces?
—¿Y a mí qué me cuenta? Por lo visto eso de meter una pelotita en un agujerito debe ser el cagarse, porque todos los ricos y poderosos que conozco pierden el culo por agarrar un palo y echarse al campo.
—Entiendo que a mucha gente le guste —admitió el hombretón—. ¡Pero de ahí a aceptar que un coyote traficante de inmigrantes clandestinos y asesino de moribundas se apasione por él, hay mucha distancia!
—¡Escuche, amigo…! —le hizo notar su cautivo—. No estoy en posición más que de mearme encima, puesto que ni siquiera puedo rascarme la nariz, y no creo que sea lugar ni momento para impartir cursos de criminología, pero lo que sí puedo asegurarle es que hoy en día se organizan muchos más asesinatos, extorsiones, estafas a gran escala, guerras e incluso genocidios, sobre el verde césped de un luminoso campo de golf, que en los tradicionales sótanos de los viejos conspiradores. Los tiempos cambian, y ahora hacen mucho más daño y causan más dolor un especulador o un político que empuñan un inocente hierro 3 con el que le atizan a la pobre pelota, pero que al propio tiempo ordenan que se invada un país, se compre una multinacional, o se arruine a una determinada empresa, que el loco terrorista que empuña una metralleta y no puede matar más que lo que le den de sí las balas.
—Nunca se me hubiera ocurrido verlo de ese modo —admitió con absoluta sinceridad Simón Spacey.
—¡Pues así es! Nuestra agencia ha elaborado un informe muy interesante sobre los cambios de comportamiento de las diferentes personalidades en un campo de golf, y su incidencia sobre la política o los negocios.
—¡Pero qué bobada es esa!
—¡Ninguna bobada! Es algo muy serio. ¡Piense…! Algunas, ¡no todas, claro está!, de esas personas muy importantes que llegan a un club de lujo y salen a jugar al golf con tres compañeros igualmente importantes, acaban por sentirse una especie de dueño del mundo. Hierba muy cuidada, lagunas, flores, árboles…, todo está dispuesto para que esos tarados que se consideran a sí mismos triunfadores de la vida puedan disfrutar de una jornada maravillosa y eso acaba por hacer que se consideren, tal vez de un modo inconsciente, «los elegidos de Dios». La experiencia indica que en esos momentos, sobre todo si están satisfechos de cómo ha rodado la pelota, los más estúpidos se muestren dispuestos a tomar decisiones que jamás se atreverían a tomar en la sobriedad de sus despachos… —Gordon Warlock se interrumpió al tiempo que inclinaba la cabeza a un lado para suplicar—: ¡Por favor, rásqueme la nariz que ya no lo soporto! Un poco más abajo… ¡Ahí! ¡Muchas gracias!
—Yo en ocasiones juego al golf —admitió su interlocutor—. Y reconozco que a veces es cierto ese dicho de que «Un hombre empieza el primer hoyo, y otro muy diferente termina el dieciocho», pero me cuesta aceptar que se compare a la historia del doctor Jekyll y Mr. Hyde. La verdadera personalidad nunca cambia.
—No es que cambie, es que se potencia, tal como ocurre con el alcohol, puesto que cuando nos emborrachamos nos mostramos como en realidad somos: tímidos, agresivos, simpáticos o francamente insoportables. Según los estudios de la Acat, la práctica del golf resalta las características positivas o negativas más ocultas de cada individuo.
—Pues a mi modo de ver, por ese camino, los retrasados mentales de la Acat lo único que conseguirán es gastar tontamente el dinero de los contribuyentes, porque dudo que un integrista islámico o un terrorista del IRA decida volar un edificio o asesinar a un policía mientras está «pateando» tranquilamente en el green del hoyo cuatro.
—A no ser que la puta pelota se resista a entrar por tres veces en el puto agujero, lo cual por lo visto provoca una descarga de adrenalina que saca a la gente de sus casillas.
—¡Eso sí que es cierto, mira tú por dónde! Te entra una ira y una frustración de todos los demonios.
—Pues imagínese a un viejo político o un viejo magnate de las finanzas en idéntica situación, y que además eso le recuerda que la noche anterior no fue capaz de meter su lindo «palito» en un apetitoso agujerito. En ese mismo instante su modo de ver la vida cambia.
—¡Todo es posible! Pero lo que resulta absurdo es disertar sobre ese tema en mitad de la noche y junto a un acantilado. Admito que has conseguido lo que pretendías, salvar el pellejo, pero recuerda: nosotros sabemos quién eres, cómo encontrarte, o cómo joderte denunciándote a tus jefes, mientras que tú no sabes nada de nosotros. Si quieres llegar a viejo, no intentes hacerte el listo conmigo.
—Lo primero que aprendí en este oficio es que los héroes y los listos suelen vivir mucho menos que los cobardes y los tontos —fue la segura respuesta.