SIMON Y SUSAN Spacey constituían un feliz y bien avenido matrimonio de fotógrafos profesionales que habían publicado ya una docena de preciosos libros y guías turísticas con sus mejores trabajos, por lo que rara era la revista de modas o viajes de cualquier país «civilizado» que no contara de tanto en tanto con su siempre bien recibida colaboración.

Su firma común, Simon & Susan, se había convertido con el paso del tiempo en una especie de signo de innegable prestigio, hasta el punto de que mujeres que no hubieran consentido que cualquier otro las fotografiara en ciertas actitudes, se avenían a hacerlo con ellos, conscientes de que el resultado sería siempre impecable y de buen gusto.

Y contaban además con una ventaja añadida: trabajaban por un precio bastante más razonable que el resto de sus competidores, lo cual había contribuido en forma notable a la hora de catapultarles con cierta rapidez hacia la cima en el siempre complejo y competitivo mundo de la fotografía artística o publicitaria.

Pero las auténticas razones por las que los Spacey cobraban muy por debajo de lo habitual no se debía, como la mayoría de sus clientes imaginaba, al hecho de que por estar casados conformaran un equipo homogéneo, ágil y económico, sino más bien a la realidad de que para ellos la fotografía no constituía más que una discreta pero segura tapadera que les servía para enmascarar su verdadera fuente de ingresos.

Y es que lo que en verdad les proporcionaba ingentes sumas de dinero libres de impuestos era su casi diabólica habilidad para «resolver espinosos problemas», sin que nadie hubiera conseguido sospechar ni tan siquiera remotamente que la peligrosa asociación de malhechores Triple S estaba conformada por personas tan aparentemente inofensivas como el admirado matrimonio de genios de la cámara compuesto por los siempre encantadores y divertidos Simón y Susan Spacey.

El número de un teléfono móvil que estaba a nombre de alguien que había desaparecido del mundo de los vivos años atrás, pero en cuya cuenta bancaria quedaba dinero suficiente como para pagar las llamadas de los próximos cinco años, constituía la única forma que tenían sus posibles «clientes» de ponerse en contacto con lo que probablemente imaginaban como un nutrido conjunto de mañosos de horrenda catadura, y una cuenta secreta en las islas Caimán, el único medio que tenían de abonar, siempre por adelantado, claro está, los peligrosos servicios prestados.

Por ello, cuando don Gaetano Caruso marcó dicho número desde una cabina pública, no le sorprendió que le respondiera la distorsionada voz que siempre lo hacía, y a la que puso minuciosamente al corriente de por qué razón solicitaba en este caso concreto sus servicios, aunque sin hacer desde luego la más mínima referencia a la implicación en tan delicado asunto de la familia Acquaviva.

Al concluir su relato, y tras lo que pareció ser una consulta con quien evidentemente se encontraba a su lado, la inquietante voz casi metálica replicó:

—¡De acuerdo! Aceptamos el contrato.

—Corre prisa.

—En estos casos las prisas son desaconsejables, pero le prometo que haremos cuanto esté en nuestras manos por acelerar lo más posible el tema —fue la respuesta—. En cuanto haya depositado trescientos mil dólares en la cuenta habitual nos pondremos en marcha. El precio final dependerá de «las circunstancias».

—No se preocupe por el precio. Pagaremos lo que haga falta, y dentro de dos horas tendrá el adelanto en su cuenta.

—En ese caso, y como le conozco bien y sé que siempre cumple lo que promete, empezaremos a trabajar desde ahora mismo.

—Llamaré cada dos días a esta misma hora.

—¡De acuerdo!

Con eso bastaba, y apenas hubo cerrado el teléfono Simón Spacey se volvió a su esposa para comentar con una leve sonrisa:

—¡Manos a la obra! Dentro de una hora salimos para Los Ángeles.

—¿Y el reportaje sobre Machu Picchu? —protestó ella—. Me hacía mucha ilusión viajar al Perú preincaico.

—¡Querida esposa…! —le replicó él besándola dulcemente en los labios—. Si Machu Picchu lleva dos mil años en el mismo sitio, supongo que puede esperar un par de semanas nuestra visita. Primero es la obligación y después la devoción.

Tres días más tarde, y en el momento en que Marc Carpenter abandonaba confiadamente su minúsculo apartamento y se encontraba ya casi en la esquina de Venice Boulevard, una mujer menuda pero de gesto decidido que vestía ropa barata, se cubría el negro cabello corto con una larga melena grisácea y ocultaba los ojos tras unas aparatosas gafas oscuras, se colocó a su lado, le clavó un impresionante revólver en los riñones y le ordenó, con voz suave pero firme, que subiera a la parte posterior de una furgoneta que lucía los distintivos de una paquetería, y que acababa de detenerse junto a la acera.

Obedeció sin oponer resistencia y en cuanto lo hizo un hombretón que se encontraba dentro y que se cubría con un pasamontañas negro, le propinó un seco golpe en la nuca que le dejó inconsciente durante varias horas.

Al despertar se percató, horrorizado, de que se encontraba amordazado, atado de pies y manos, y que el vehículo avanzaba a considerable velocidad por lo que debía ser una carretera poco transitada.

Comenzó a sudar frío.

Poco después no pudo contenerse por más tiempo y se orinó encima.

El cara de comadreja y sibilino Marc Carpenter podía ser cualquier cosa menos estúpido, y desde el momento mismo en que tuvo conocimiento de que Norman Caine había sufrido el extraño accidente que le costara la vida a su esposa, abrigó la firme sospecha de que lo acontecido acabaría por afectarle personalmente de un modo bastante desagradable.

Había pasado más de una semana maldiciéndose a sí mismo por haber aceptado el encargo de transmitir aquel insensato mensaje de contenido evidentemente amenazador, pero se lamentó aún más al recordar que el dinero que obtuvo a cambio de tan rastrera colaboración había desaparecido como por ensalmo a la tarde siguiente en los insondables bolsillos de un insaciable corredor de apuestas.

Su caballo había llegado el penúltimo.

Indefectiblemente, los caballos por los que solía apostar Marc Carpenter tenían la desagradable costumbre de entrar en la meta en el pelotón de cola, y ello se debía a que era de esas personas que pretenden ganar mucho de un solo golpe, lo cual le impelía a confiar su dinero a las patas de «pencos» a los que los expertos y las estadísticas condenaban, de antemano, al más sonoro y rotundo de los fracasos.

—¡Algún día esos expertos y esas estadísticas se equivocarán! —solía argumentar para sí mismo—. O algún día alguien habrá apañado una carrera de tal modo que al fin me beneficie.

Pero hacía ya más de ocho años que ni los expertos ni las estadísticas se equivocaban, o que los «apaños» se habían hecho sin contar con el perdedor por el que Marc Carpenter había apostado.

Cuando un hombre se arruina por culpa de las mujeres, sufre por la pérdida de su dinero y las mujeres, pero cuando un hombre se arruina por culpa de los caballos, sufre por la pérdida de su dinero y de su propia estima, ya que pronto o tarde llega a la dolorosa conclusión de que se ha comportado como el más animal de las bestias sobre las que depositó sus esperanzas.

Y en aquellos difíciles momentos, maniatado y dando saltos en la oscuridad, Marc Carpenter abrigó el convencimiento de que tan estúpido vicio le conducía directamente al abismo.

Su primera etapa no fue el abismo, sino el frío sótano de una cabaña donde le mantuvieron a oscuras hasta que el gigantón, que se cubría el rostro con un pasamontañas, le ató con los brazos y las piernas en cruz sobre una mesa, y tras enchufar una plancha a la corriente, le libró de la mordaza al tiempo que comentaba:

—No estoy especialmente interesado en hacerte daño, por lo que si colaboras y me das el nombre de quien te ordenó que amenazaras a ciertas personas, dentro de un par de semanas te pondré en libertad. ¿Qué me respondes?

—Que no sé de qué me habla.

—¡Escucha, imbécil! —le advirtió su secuestrador en tono impaciente—. Me consta que entraste un buen día en el restaurante del Beverly Wilshire, te sentaste en una mesa sin ser invitado, y advertiste a quienes la ocupaban que si seguían con la intención de hacer una determinada película, tus «poderosos amigos» tomarían duras represalias.

—¡Pero yo no podía imaginar que aquello iba en serio! —protestó el aterrorizado Marc Carpenter—. Me habían asegurado que tan solo se trataba de asustarles un poco con el fin de llegar a un acuerdo y que la puta película nunca se rodara.

—Pues resulta evidente que iba en serio, una persona inocente ha muerto, alguien se ha cabreado mucho y alguien debe pagar por ello. Procura no ser tú. O sea que, o me proporcionas esos nombres, o te quito las arrugas. —El gigante del pasamontañas le mostró la plancha que tenía en las manos al tiempo que comentaba—. Y te advierto que lo vas a pasar muy mal, porque si te plancho directamente la carne sufrirás terribles quemaduras que tardarán en cicatrizar, pero si te plancho con la ropa puesta, la tela se te incrustará en la herida e impedirá que cicatrice ya que los hilos se quedarán dentro. —Movió la cabeza de un lado a otro como si lo lamentara—. Todo el cuerpo se te convertirá en una llaga supurante y pasarás por todas las penas del infierno antes de tirarte de cabeza por una ventana incapaz de soportar los dolores. ¡Así que elige!

—No se atreverá a hacer semejante salvajada.

Por toda respuesta obtuvo que le aplicaran la plancha sobre el antebrazo y su verdugo puso en la acción tanta fuerza y tanto empeño que al poco lanzó un alarido de dolor para perder de inmediato el sentido.

Cuando horas más tarde abrió de nuevo los ojos lo primero que hizo fue descubrir que, en efecto, parte de los abrasados hilos de su camisa formaban una extraña mezcolanza con la enorme llaga de su antebrazo.

Al escuchar sus lamentos el autor de tan bárbaro desaguisado que se sentaba a sus espaldas abandonó la lectura en que al parecer estaba sumido, se colocó de nuevo el pasamontañas y enchufó una vez más la plancha al tiempo que inquiría:

—¿Te lo has pensado mejor o te plancho ahora una pierna?

—Me lo he pensado mejor.

—¿Quién te hizo el encargo?

—Peter Foster, delegado en California de las empresas Harrison & Harrison de Kansas, que por lo que tengo entendido se dedican a la fabricación de aerogeneradores. Al parecer les preocupaba que esa película pusiera en peligro sus intereses.

—¿Hasta el punto de asesinar por ello a una pobre moribunda? —quiso saber Simón Spacey.

—En eso no tengo nada que ver —casi sollozó su víctima—. Yo no soy más que un pobre infeliz que se gana la vida como buenamente puede.

—Pues en este caso, querido amigo, no te has ganado la vida. Más bien la has perdido.

Aquellas fueron las últimas palabras que Marc Carpenter habría de escuchar antes de que una pesada bala le atravesara el cerebro.

Peter Foster solía recorrer cada tarde los doscientos metros escasos que separaban las oficinas de Harrison & Harrison del fastuoso hotel Buenaventura, en cuyo agradable bar no resultaba en absoluto difícil entablar una a menudo jugosa charla con aburridas damas de mediana edad que por lo general no oponían excesiva resistencia a la idea de compartir durante un par de horas, o quizá toda la noche, la mullida cama de una de las amplias habitaciones de los últimos pisos.

Y aquel lluvioso día que invitaba a no poner los pies en la calle no fue una excepción.

Tomó asiento en su taburete predilecto, aguardó a que el barman le sirviera, sin necesidad de pedírselo, su primer Martini seco, y casi de inmediato su vista recayó en una «linda gatita» de cabello muy corto y enormes ojos azules que le obsequió al poco tiempo con una prometedora sonrisa.

Media hora más tarde estaba cenando en compañía de alguien que parecía haberse pasado la mitad de su vida viajando puesto que demostraba conocer medio mundo que al parecer había recorrido como «ojeadora» de una agencia especializada en organizar convenciones para empresas que podían permitirse el lujo de agasajar a sus mejores clientes y sus más altos ejecutivos con fabulosos viajes de los que conservarían sin duda un eterno recuerdo.

—¿Y les resulta rentable a las grandes empresas gastarse tanto dinero? —quiso saber.

—Naturalmente, puesto que alguien que se encuentra en Bali, Kenia o Tahití disfrutando de unas playas de ensueño en compañía de hermosas y complacientes señoritas, no se lo piensa mucho a la hora de estampar su firma al pie de un contrato. En Jamaica fui testigo de cómo un canadiense que se había puesto hasta las cejas de cocaína, se comprometía a comprar trescientos camiones de gran tonelaje que puta falta le hacían, mientras se descojonaba de risa porque en esos momentos una negra impresionante se la estaba mamando bajo la mesa.

—Caro sin duda por una simple mamada que en Hollywood Boulevard consigues por menos de cien pavos. ¡Ni que se hubiera tratado de la tal Lewinsky!

—En estos casos no importa el precio ni la calidad de quien la mama, sino el entorno en que se produce. Sobre todo cuando media hora antes el pardillo de turno ha sido testigo de cómo otro «supuesto cliente» ha firmado un contrato similar por doscientos camiones.

—¿«Supuesto cliente»?

—Falso cliente, más bien. Un «gancho» con la habilidad suficiente como para conseguir que algún pretencioso cretino sobrado de pasta y falto de personalidad, pretenda emularle e incluso superarle. ¡Esos estúpidos caen como moscas!

—¡Carajo! ¡Nunca se me hubiera ocurrido! Intentaré convencer a mis jefes para que la próxima convención sea en Jamaica.

—¿Qué es lo que venden?

—Aerogeneradores.

—¿Aero… qué?

—Aerogeneradores.

—¡Ah, ya! Molinillos de viento de esos que tanto se ven ahora y que parece que te están saludando por dondequiera que pasas…

—¡Más o menos…!

—¿Y producen tanta electricidad como se dice?

—Eso depende del viento.

—¡Lo supongo! Pero me parece estupendo que estés metido en un negocio que puede contribuir a que la polución no acabe con la vida sobre la faz de la Tierra. A mí me preocupa mucho todo eso de los gases contaminantes y el cambio climático. ¿A ti no?

—¡Naturalmente! —replicó un sonriente Peter Foster—. Pero si quieres que te sea sincero, lo que en estos momentos me preocupa es saber si te apetece o no que vaya a buscar la llave de una habitación del último piso, desde la que se divisa casi toda la ciudad.

—Desde mi apartamento también se divisa casi toda la ciudad —fue la provocativa respuesta—. Está a diez minutos de aquí y te aseguro que preparo unos desayunos infinitamente más apetitosos que los de cualquier hotel, incluido el Buenaventura.

Peter Foster jamás tuvo ocasión de comprobar si los desayunos que preparaba aquella «linda gatita» de enormes ojos y dulce sonrisa eran o no mejores que los del hotel Buenaventura o cualquier otro, puesto que a la hora en que solía desayunar ya había admitido que había sido su jefe Herman Harrison quien le había ordenado que buscara en Los Ángeles a alguien como Marc Carpenter.

Y al igual que Marc Carpenter, había recibido de inmediato un tiro en la sien.

Su cadáver jamás apareció.

El de Marc Carpenter, tampoco.

Y es que la Triple S solía hacer muy bien las cosas.

Aunque en este caso parecía estar haciéndolas bien hasta el momento en que, dos días más tarde, Susan Spacey penetró en el severo edificio de Harrison & Harrison en pleno corazón de Kansas City para descubrir, perpleja, que Mr. Herman Harrison hacía ya más de un mes que no figuraba como presidente de una compañía de la que siempre había sido el mayor accionista.

—¿Qué quieres decir con eso de que ya no es el presidente de la compañía? —repitió su desconcertado marido en cuanto corrió a comunicárselo a la habitación del discreto motel de las afueras en que se hospedaban—. ¿Por qué no la dirige?

—Porque por lo visto la ha vendido.

—¿Y eso a qué se debe?

—Tengo la impresión de que es algo que nadie entiende. El negocio marchaba viento en popa, y nunca mejor dicho lo del viento, estaba a punto de abrir dos nuevos parques eólicos y una fábrica de aerogeneradores en Arizona y de pronto, sin dar la más mínima explicación, malvende a toda prisa su paquete de acciones y se larga a Europa desapareciendo del mapa como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¿Y a quién ha vendido sus acciones?

—A un consorcio del que nadie parece saber gran cosa.

—¿Cuánto hace de eso?

—Más de un mes. —Susan Spacey hizo una significativa pausa para añadir remarcando las palabras—: Es decir, una semana antes del accidente que le costó la vida a la mujer de Norman Caine, lo cual me obliga a pensar que en esos momentos Herman Harrison ya estaba fuera del negocio del viento y por lo tanto resulta muy improbable que tenga nada que ver con el asunto.

—¡Mierda!

—Tú lo has dicho… ¡Mierda! Le he dado vueltas al tema mientras venía hacia aquí, y si las cosas son como parecen, me temo que nos hemos cargado a dos cretinos que lo único que habían hecho era lanzar unas cuantas amenazas que no pensaban cumplir.

—Caro me parece en ese caso el precio que han pagado.

—Muy caro, en efecto… —admitió ella—. Y a mi modo de ver, no se trata de que el tal Harrison se asustara tras conocer las consecuencias de su acción, sino que debió asustarse de lo que estaba a punto de suceder, por lo que decidió no participar en ello quitándose de en medio.

—¿Y qué fue lo que pudo asustarle tanto?

—Lo único que en verdad asusta a los empresarios: el miedo a la ruina. Aún no lo tengo muy claro… —admitió la mujer que asesinaba gente con la misma facilidad con que hacía fotos—. Pero si ese fulano se olió que por culpa de la película que se iba a rodar el negocio de los parques eólicos corría peligro de irse al garete, no resulta extraño que decidiera ponerse a salvo vendiendo sus acciones y saltando del barco antes de que se hundiera.

—¿Cómo las ratas? —quiso saber Simón Spacey.

—Alguien me contó en alguna ocasión que eso de que las ratas abandonan los barcos antes de que se hundan es un cuento chino —le hizo notar su esposa—. Si lo hicieran se ahogarían puesto que no pueden resistir nadando en aguas libres más que cuatro o cinco horas. Pero son lo bastante inteligentes como para comprender que su única esperanza de salvación se centra en subirse a los restos del naufragio, sobre los que pueden resistir semanas sin comer ni beber hasta llegar a tierra firme —negó convencida—. ¡No! Harrison no se lanzó al mar como las ratas; se limitó a desembarcar en el último puerto llevándose las suficientes pertenencias como para asegurarse el futuro.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Empezar de nuevo.

—¿Por dónde?

—Por el otro nombre que nos dieron. Tal vez ese tal Gordon Warlock sepa algo más de lo que sabían ese par de mentecatos.

—El Acquaviva no está en Marina del Rey.

El matrimonio Gallagher, Carolina Salvatierra y Stanley Hoper que tomaban tranquilamente el suave sol de la mañana en la piscina de la hermosa mansión de los primeros, alzaron al unísono el rostro hacia Dimitri Ustinov que había hecho su aparición en la gran puerta acristalada pronunciando la frase en tono de profunda preocupación y sin tan siquiera molestarse en saludar previamente.

—¿Cómo que no está en Marina del Rey? —se sorprendió el dueño de la casa—. Si no está en el puerto, ¿dónde diablos está?

—Eso es lo que me gustaría saber… —fue la respuesta del recién llegado—. He ido a recoger a Ritza que regresaba de una regata y me sorprendió no verlo en su pantalán. Pregunté a uno de los vigilantes y me comentó que Norman zarpó hace cuatro o cinco días y que desde entonces no saben nada de él.

—¿Iba solo?

—Creen que sí.

—¡No me gusta! —masculló una nerviosa Celeste Gallagher al tiempo que se ponía en pie y recorría el borde de la piscina como si se le hubiera perdido algo en el agua—. ¡No me gusta un pelo!

—¡Lo más probable es que no le ocurra nada! —intentó tranquilizarle Panocha Hoper—. Siempre se ha sentido feliz navegando, y en cierto modo me parece lógico que durante una temporada no quiera ver a nadie.

—¡Escucha…! —replicó ella en tono levemente agresivo—. Todos conocemos bien ese barco y sabemos que carga más whisky que agua. Un Norman perdido por esos mares de Dios, solo, triste y deprimido agarrará una de sus famosas borracheras en las que incluso pierde el sentido, y me juego un ovario a que acaba cayéndose por la borda.

—¡Mujer!

—¡Este año te llevas el Oscar al optimismo!

—¡Conozco a mi gente!

—La gente cambia.

—Norman cambió, pero las circunstancias que le hicieron cambiar también han cambiado, y me preocupa que vuelva a las andadas… —La actriz acudió junto a su marido para añadir en tono suplicante—: Tú, que juegas al golf con Tony Williams, pídele que se olvide de las reglas y localice al Acquaviva. No creo que se haya ido muy lejos.

—Sabes que el reglamento se lo impide. ¿Y qué harías si lo localizásemos? —quiso saber él—. ¿Ir en su busca?

—¡Naturalmente!

—¿Es que te has vuelto loca? ¡Deja en paz al pobre Norman que bastante tiene con todo lo que le ha ocurrido!

—¡Ni hablar! —replicó su mujer en tono furibundo—. ¡Imagínate la escena…! Un hombre desesperado y solo a bordo de un barco se dedica a beber tratando de olvidar, y cuanto más bebe, más ansias de beber le entran. El mar está en calma, pero poco a poco comienza a agitarse y él no se encuentra en condiciones de navegar porque además tampoco le importa ahogarse o no. Es nuestro mejor amigo… ¿Vamos a dejarle acabar así?

—¡No te jode con la guionista! —exclamó sin poder contenerse Dimitri Ustinov—. ¡Menuda historia te has inventado en un momento…! No sé por qué razón últimamente todo el mundo se empeña en hacerme la competencia, pero quizá tengas razón. —Se volvió a Victor Gallagher—. Pídele al relamido de Tony Williams que por una vez se salte las puñeteras normas de confidencialidad y averigüe dónde está el barco de Norman o tal vez nos tengamos que arrepentir toda la vida.

Un cuarto de hora más tarde el dueño de la casa regresaba con la noticia.

—Lo ha localizado por medio del GPS —dijo—. Se encuentra fondeado en el canal que separa la isla de Santa Cruz de la de Santa Rosa. Conozco el lugar y podemos ir, pero como Norman esté con una mujer a Tony le puede costar el puesto.

—¡Olvídate de Tony y avisa al puerto, por favor! —casi le ordenó, más que suplicarle, su esposa—. Que preparen el Celeste III.

—Ya lo he hecho. Cugo nos está esperando con los motores en marcha y provisiones para dos días.

—Cugo, no —le corrigió ella—. ¡Curro!

—Eso he dicho… Cugo.

—¡Si serás bruto! ¡Catorce años que trabaja para nosotros y aún no has aprendido a pronunciar su nombre! ¡Curro!

—¡Cuuugo!

—¡Curro!

—¿Queréis dejarlo? —se impacientó Stanley Hoper—. ¡Toda la vida con la misma matraca…! ¡El marinero y punto!

En el momento mismo en que todos estuvieron a bordo del Celeste III, el viejo marinero que podía ser tanto Curro como Cugo, según quien pronunciase su nombre, largó amarras y enfiló lentamente el canal de salida a mar abierto, pero apenas había cruzado frente a Venice Pier, puso rumbo al noroeste acelerando al máximo los dos potentes motores de seiscientos caballos de potencia cada uno.

El blanco, elegante, moderno y altivo navío pareció encabritarse y se diría que intentaba comerse el océano que le separaba de la punta más oriental de la isla de Santa Cruz.

A bordo nadie hablaba.

La inquietud parecía haberse apoderado de los cinco pasajeros.

Carolina Salvatierra se esforzaba por calmar a la cada vez más nerviosa Celeste Gallagher, pero esta no atendía a razonamientos convencida de que el hombre a quien su mejor amiga le había pedido que cuidara podría encontrarse en el fondo del mar.

Cuando tras bordear la costa norte de Santa Cruz superaron al fin la punta más occidental de la isla y la estilizada goleta de Norman Caine hizo su aparición, anclada en una pequeña ensenada protegida de los vientos del oeste por la mole de la isla de Santa Rosa, la angustia se había apoderado ya de todos los presentes.

Enfocaron los prismáticos pero no se advertía movimiento en cubierta.

Hicieron sonar por tres veces la potente sirena, pero no hubo respuesta.

Curro o Cugo aminoró la marcha para arbolearse por babor a la solitaria nave, y tanto Victor Gallagher como Dimitri Ustinov saltaron de inmediato al Acquaviva colocando las defensas y uniendo ambas bordas con fuertes cabos.

Casi de inmediato el primero descendió a toda prisa por la empinada escalerilla que conducían a la camareta al tiempo que llamaba repetidamente al actor, pero tampoco en esta ocasión obtuvo respuesta.

Al poco asomó de nuevo la cabeza para mascullar con el rostro desencajado:

—¡No está a bordo!

—¡Dios bendito!

Celeste Gallagher advirtió que le fallaban las piernas y se dejó caer sobre un banco ocultando el rostro entre las manos, incapaz de contener las lágrimas.

Carolina Salvatierra aparecía profundamente conmovida y como desconcertada.

Los cuatro hombres habían palidecido pero oteaban la costa con la esperanza de que el desaparecido se encontrara en la playa.

Pero la zona, en cuanto alcanzaba la vista del cuidado parque natural, aparecía desierta.

Dimitri Ustinov descendió de nuevo a la camareta registrando cada rincón con la vana esperanza de que el actor estuviera durmiendo la borrachera bajo una litera, pero cuando reapareció hizo un gesto con las manos que evidenciaba que allí no había nadie.

—¡Maldita sea! —exclamó un desolado Panocha Hoper—. ¿Cómo puede habernos hecho esto?

—¡Lo sabía! —se lamentaba una y otra vez Celeste Gallagher—. ¡Lo sabía! Nunca debimos dejarle solo…

—Es posible que haya bajado a tierra en el bote auxiliar.

—El bote auxiliar está amarrado por la banda de estribor… —hizo notar Victor Gallagher.

—En ese caso lo mejor es avisar a la Guardia Costera.

—¿Y qué diablos vamos a decirles?

—Lo que ha ocurrido.

—Pero es que no sabemos qué es lo que ha ocurrido.

—¡Ah, diantres! —se impacientó Stanley Hoper—. Invéntate lo que quieras pero procura que acudan cuanto antes.

—¿Qué coño hacéis vosotros aquí?

Los cuatro hombres y las dos mujeres se observaron, desconcertados, puesto que la inconfundible voz que acababa de hacer esa pregunta pertenecía sin lugar a dudas a Norman Caine, pero por más que buscaron a su alrededor no consiguieron distinguirle por parte alguna.

La voz insistió:

—¡He preguntado que qué coño hacéis a bordo de mi barco, pandilla de descerebrados!

Ahora sí que le distinguieron a unos doce metros de distancia donde acababa de emerger enfundado en un negro traje de buceador.

—¡La madre que te parió, maldito hijo de la gran puta! —no pudo por menos que exclamar un excitadísimo Panocha Hoper—. ¡Qué susto nos has dado!

—¿Susto…? —se sorprendió el actor—. ¿Por qué?

—Porque te creíamos muerto.

—¿Muerto? —inquirió el otro mientras se aproximaba al barco y tomaba asiento en el escalón de popa—. ¿Y porqué habría de estar muerto?

—Porque no había nadie a bordo.

—¡Lógico! Estaba buceando.

—¿Y por qué no has emergido en cuanto nos has oído llegar?

—Porque tenía que hacer descompresión —fue la tranquila respuesta del hombre que se había despojado de las botellas y las aletas para subir a bordo y comenzar a quitarse el traje de neopreno—. Llevo más de media hora a cincuenta metros de profundidad y si se me hubiera ocurrido salir de golpe me pega una embolia que me deja seco o paralítico… —se volvió a Victor Gallagher con aire acusador—. ¿Acaso no recuerdas que nos lo enseñaron en la escuela de buceo? Es lo primero que aprende un submarinista.

—¡Naturalmente! —fue la agria respuesta—. ¡Pero quién se iba a imaginar que te encontrabas ahí abajo! ¿Qué coño estabas haciendo tanto rato y a tanta profundidad?

El actor, que se había despojado ya de su engorrosa vestimenta, quedando tan solo con un minúsculo traje de baño que resaltaba que aún conservaba un fabuloso cuerpo de atleta, abrió una pequeña nevera, se apoderó de un refresco y antes de destaparlo replicó:

—Estudiar.

—¿Estudiar qué?

—Biología marina.

—¡Anda ya! —exclamó una incrédula Celeste Gallagher.

—¿Tan tonto me consideras como para que no me pueda interesar la biología marina?

—¡En absoluto! Me consta que eres un hombre muy inteligente y con gran curiosidad por todo, pero sinceramente dudo que en estos momentos te encuentres con ánimos como para estudiar biología. Aunque se trate de algo tan apasionante como la biología marina.

—En eso puede que tengas razón —admitió su oponente—. En las actuales circunstancias lo normal, y lo que probablemente todos esperabais que hiciera, es que me hubiera dedicado a beber hasta perder la noción de cuanto me ha ocurrido. Pero por suerte han concurrido ciertas circunstancias que cambian mucho las cosas.

—¿Y son?

—Esencialmente un sueño.

—¿Un sueño? —repitió ahora un desconcertado Dimitri Ustinov—. ¿Qué clase de sueño?

—Uno que tuvo Lucia poco antes de morir.

Todos cuantos le escuchaban se miraron sin comprender, o como si temieran que su amigo hubiera perdido el juicio y estuviera mucho más afectado aún de lo que imaginaban por la desaparición de su esposa, por lo que tras recorrer con la vista aquellos rostros expectantes, Norman Caine optó por tomar asiento en el sillón giratorio que se encontraba tras el timón, para señalar a continuación:

—Tres días antes de que ocurriera el accidente que le costó la vida, habíamos estado viendo en la televisión el desastre que ha ocurrido en España con ese petrolero que se ha hundido, y a Lucia le afectó profundamente ver a aquellos pobres pescadores luchando contra la marea negra y a sus mujeres llorando porque habían perdido una forma de subsistencia que se remontaba a cientos de años. Playas y costas antaño preciosas aparecían cubiertas por una pasta negra y viscosa mientras morían de una forma horrible cientos de peces e incluso de aves. Nos recordó la tragedia del Exxon Valdez en Alaska, pero resultaba evidente que ahora afectaba a muchísima más gente.

—¡Sí! —admitió Victor Gallagher—. Todos lo hemos visto y resulta impresionante el angustioso espectáculo de cientos de personas negras de grasa enfrentándose inútilmente a algo que no parece tener fin.

—Esa noche Lucia durmió inquieta… —continuó el actor—. Gemía y daba vueltas en la cama aunque por desgracia eso era algo a lo que ya estaba acostumbrado. En ocasiones sus dolores eran terribles. —Respiró muy hondo, como si le amargara rememorar aquellos momentos y bebió de nuevo de su refresco—. Sin embargo —añadió a continuación—, a la mañana siguiente me confesó que no había tenido dolores, sino que todo se debía a que había soñado con las escenas que habíamos visto, y que en un momento dado yo aparecía en su sueño llevando una urna en las manos.

—¿Una urna? —repitió una sorprendida Carolina Salvatierra.

—¡Exactamente!

—¿Qué clase de urna?

—Eso no lo sé. Tan solo me dijo que llevaba una urna, y que cuando la abría y derramaba su contenido sobre la marea negra, esta comenzaba a solidificarse y a hundirse hasta desaparecer en las profundidades, con lo cual el mar volvía a mostrarse limpio, azul y transparente.

Se hizo un largo silencio en el que quienes escuchaban aguardaron a que el dueño del Acquaviva continuara su relato, pero este parecía haberse ausentado, como si su mente se encontrara muy lejos de allí.

Al fin fue Celeste Gallagher quien se decidió a inquirir:

—¿Y qué significado tenía ese sueño?

Norman Caine se volvió a mirarla como si regresara de otro mundo, dudó unos instantes, pero al fin señaló:

—Aún no estoy seguro —admitió—. En un principio consideré que se trataba de los delirios de una persona enferma a la que todo afectaba en exceso. Sin embargo, días más tarde, al arrojar la urna con sus cenizas a la lava del Etna y advertir cómo se hundía en ella pasando a convertirse en un pedazo de roca, me asaltó la impresión de que no se trataba de una coincidencia, y de que tal vez Lucia, ya en las puertas de la muerte, había entrevisto un camino diferente por lo que me había proporcionado inconscientemente una señal: sus cenizas debían servir para algo relacionado con aquella inmensa tragedia que tanto le había afectado…

—¿En qué forma?

—Puede que os parezca una locura, pero mi modo de ver la urna y las cenizas tenía que ver con el problema que afectaba a los pescadores españoles, y empecé a preguntarme por qué razón Lucia me había dicho que en su sueño había visto que el petróleo que flotaba sobre el agua se convertía en una enorme piedra que se hundía.

—Pero eso no tiene ninguna lógica… —puntualizó Victor Gallagher—. El petróleo siempre flota.

—¡Lo sé! El petróleo flota y si el sueño de Lucia hubiera tenido lógica probablemente no hubiera pensado más en ello —replicó Norman Caine con absoluta naturalidad—. Fueron las coincidencias de la urna, las cenizas, la lava y lo absurdo del sueño, lo que me obligaron a reflexionar.

—¿Sobre qué?

—Sobre lo rematadamente mal que se estaban haciendo las cosas en Galicia, lo rematadamente mal que se habían hecho en Alaska, y lo rematadamente mal que suele hacerse cada vez que se produce una de esas malditas mareas negras que se están convirtiendo en una plaga que amenaza con convertir los océanos en auténticas cloacas.

—¿Por qué cree que se hace tan «rematadamente mal»? —quiso saber Carolina Salvatierra.

—Porque todo acaba siempre en catástrofe. Las aguas y las costas se ensucian, los peces y las aves mueren, y los seres humanos sufren porque a menudo pierden cuanto tienen.

—La culpa es de las compañías petroleras que cada vez construyen barcos más grandes e inseguros.

—No se trata ahora de decidir quién tiene la culpa en origen, ni quién tiene mucha más culpa por permitir que esos monstruos cargados de veneno circulen libremente por unos mares que nos pertenecen a todos, pero pertenecen especialmente a nuestros hijos y nuestros nietos. Se trata de solucionar el problema una vez que se ha producido.

—¿Cómo?

—Eso es lo que estoy intentando dilucidar… —El actor hizo una corta pausa para añadir en un extraño tono de voz—: Con ayuda de Lucia.

Más de uno se preguntó si estaba loco, aunque si lo estaba se expresaba como si supiera muy bien de qué hablaba.

Tras lanzar un profundo resoplido con el que parecía querer manifestar la magnitud de su desconcierto, el guionista inquirió con evidente suspicacia:

—Me gustaría poder seguir tus razonamientos, pero admito que no me resulta fácil. ¿Cómo imaginas que se puede resolver un problema para el que por lo visto hasta el presente nadie ha encontrado una solución mínimamente satisfactoria?

—Haciendo algo que no se ha hecho hasta ahora —fue la desconcertante respuesta.

—¿Y eso en qué consiste?

—En que si los expertos llevan años intentando diluir, disolver, disgregar o extraer del mar los vertidos de hidrocarburos, y resulta evidente que no han conseguido más que ensuciar las costas y envenenar las aguas poniendo en grave peligro las vidas de millones de peces y la salud de quienes se alimentan de ellos, no cabe duda de que sus métodos no son en absoluto correctos. ¡Es más, se equivocan de medio a medio!

—¡Pero son los únicos que existen! —intervino Victor Gallagher—. ¿Qué otra se cosa puede hacer?

—Lo contrario.

Nuevas miradas de desconcierto, nuevas consultas silenciosas y nuevo convencimiento de que Norman Caine había perdido el rumbo en sus razonamientos.

—¿Lo contrario?

—Eso he dicho.

—Y te hemos oído, pero qué coño significa eso de… «lo contrario».

—Que un lugar de diluir, disgregar, disolver e intentar extraer, lo que debe hacerse es concentrar, endurecer y sumergir.

—¿El petrolero?

—El petróleo, la gasolina, el fuel y todos los hidrocarburos o grasas que caigan al mar, porque el principal problema estriba en que su densidad les permite flotar, y por el simple hecho de flotar, los vientos y las corrientes los empujan a su antojo, al tiempo que poco a poco se van mezclando con las aguas inferiores hasta acabar contaminándolas.

—¿Y qué es lo que propones para evitarlo?

—Lo que Lucia me adelantó en su sueño.

—¿Lanzar sus cenizas sobre esas mareas negras? —inquirió un estupefacto Stanley Hoper—. ¿Es de eso de lo que nos estás hablando?

—¡No! ¡Sabes muy bien que no! —puntualizó el actor—. Lo que en el sueño contenía la urna no eran cenizas aunque en un principio yo así lo creyera. Era algo que conseguía el efecto deseado: cambiar la densidad de la marea negra.

—¿Y eso a qué conduce?

—A que deja de flotar puesto que se transforma en una piedra que se hunde hasta lo más profundo del océano. Y donde ya no molesta puesto que al mismo tiempo ha perdido su capacidad de contaminar.

—¡Pero eso suena a locura! —musitó apenas Carolina Salvatierra—. ¿Cómo se pueden cambiar las propiedades físicas y químicas de los hidrocarburos?

—Ocurre cada vez que los quemamos, con lo que pasan a convertirse en humo y energía. Pero como cuando flotan en el mar no se pueden quemar, lo que debemos hacer es lo contrario: en lugar de en humo, convertirlos en piedra.

—¿Y puede conseguirse?

—Para eso vine hasta aquí; para meditar sobre ello y hacer un montón de pruebas en un lugar aislado y protegido. Todo este tiempo me he dedicado a estudiar el tema, e incluso ahora, cuando estaba buceando, lo hacía.

—¿Y has tenido éxito?

—Creo que estoy en el buen camino. Un camino francamente prometedor, diría yo.

—¿Y podríamos unos tristes humanos, teniendo en cuenta que somos tus mejores amigos, compartir tus fastuosos conocimientos? —quiso saber con un tono marcadamente irónico Victor Gallagher.

—¡Podríais! —admitió el otro con una leve sonrisa—. Pero antes de mostraros cuál puede ser ese camino, me gustaría poner a prueba vuestra capacidad de deducción, aunque tan solo sea por ver si tengo unos amigos realmente inteligentes o no sois más que una cuadra de acémilas.

—¡Yo no sé ni una sola palabra de física! —se apresuró a señalar Celeste Gallagher—. Y mucho menos de química.

—¡Ni yo!

—¡Yo soy de letras!

—No se trata de saber física o química… —les tranquilizó de inmediato Norman Caine—. Se trata únicamente de pensar un poco y emplear el sentido común sin repetir una vez más esa estúpida frase de que es «el menos común de los sentidos».

—¡Si solo se trata de eso…!

—¡Solo eso…! —prometió solemnemente el dueño del barco—. ¡Veamos…! ¿Qué se debe hacer para transformar un hidrocarburo en una piedra inerte y no contaminante?

Celeste y Victor Gallagher, Carolina Salvatierra, Dimitri Ustinov, Stanley Hoper e incluso Curro o Cugo Méndez, se miraron una vez más en el transcurso de la tarde, se volvieron luego a mirar a quien les había hecho la pregunta, y uno tras otro se fueron encogiendo de hombros admitiendo en silencio que no se les ocurría nada.

—¡Acémilas!

—¡Un respeto! —protestó el propietario del rancho Aurora Boreal—. Tú has tenido varios días para pensarlo, mientras que a nosotros apenas nos has concedido un par de minutos.

—Pero os estoy dando pistas.

—¡Hasta ahora no he visto ninguna! —protestó Dimitri Ustinov.

—¡Pues aquí tienes otra…! ¿Qué harías si tuvieras que espesar agua?

—Supongo que echarle tierra, arena o cualquier otra cosa, como harina, leche en polvo o cacao…

—¿Y si en lugar de espesarla quisieras endurecerla hasta que se convirtiera en una piedra de enorme resistencia; es decir, los cimientos capaces de soportar el peso de un edificio?

—La mezclaría con cemento…

—¿Y qué diferencia existe entre un líquido como el agua o los hidrocarburos a la hora de mezclarlos con cemento u hormigón?

—¡No tengo ni idea!

Norman Caine sonrió abiertamente al tiempo que le apuntaba con el dedo índice y señalaba:

—¡Pues yo te lo diré! Solo hay una: que cambian ligeramente las proporciones de la mezcla. Si a cualquier líquido, sea el que sea, le añades suficiente cemento, a la larga se convierte en una roca que permanecerá inalterable aunque pasen mil años.

—¿Estás seguro de eso?

—¡Razonablemente seguro! Admito que quizá exista alguna pequeña excepción que se me escapa, pero lo que sí puedo afirmar, porque llevo todo este tiempo trabajando sobre ello, es que la mayor parte de los hidrocarburos se convierten en eso…

Abrió el armario en que solía guardar los prismáticos y extrajo una negra roca del tamaño de un puño y de forma irregular que mostró colocándola sobre la palma de su mano izquierda.

—¡No es posible!

—¡Te juro que lo es!