DON BERNARDO ACQUAVIVA observó con atención a los tres hombres que se sentaban al otro lado de la larga mesa y a los que se advertía ciertamente inquietos e incapaces de apartar la vista del patriarca y sus dos hijos que le flanqueaban; tras tomarse un tiempo comenzó, con voz pausada, su discurso.

—Hace muchos años que las grandes familias sicilianas no piden nada a sus parientes americanos —dijo—. Por el contrario, les hemos brindado apoyo económico, les hemos proporcionado refugio y protección cada vez que la han necesitado, y nuestra isla ha sido desde antiguo un santuario para todo aquel que tuviera algún tipo de problema, cualquiera que fuera y dondequiera que fuera.

—Eso es muy cierto —reconoció don Gaetano Caruso, que era el de más edad de los presentes, y el que se sentaba justo frente a él—. Lo sabemos muy bien, y siempre hemos estado sumamente agradecidos por ello.

—Me alegra que así se reconozca —admitió el anciano—. Y me alegra porque ha llegado el momento de la reciprocidad.

—No tiene más que decir qué es lo que quiere.

—Mi hija, Lucia, fue asesinada. Y mi yerno, Norman Caine, del que supongo que habrán oído hablar puesto que se trata de un famoso actor de cine, permaneció más de un día junto a su cadáver, en el fondo de un barranco, salvando la vida gracias a que es un hombre muy fuerte y dotado de una inquebrantable decisión.

—¡Lo lamentamos profundamente! —fue la respuesta casi idéntica de los tres hombres que se sentaban al otro lado de la mesa—. No teníamos ni idea de que las cosas hubieran ocurrido de ese modo y lo lamentamos.

—¡Gracias!

—Ni siquiera podemos imaginar lo que significará la pérdida de una criatura tan excepcional. ¡Todos la admirábamos!

—¡Gracias de nuevo! Ahora supongo que no hará falta que les explique el motivo por el que tanto mis hijos como yo nos encontramos aquí.

—¡Naturalmente! —se apresuró a replicar el hombre que se sentaba a la derecha de don Gaetano Caruso—. Y puede contar con nosotros.

—¡Nadie! —El tono voz de don Bernardo Acquaviva dejaba bien a las claras la profundidad de su convencimiento—. ¡Escúchenme bien…! Nadie de cuantos hayan tenido algo que ver, aunque sea lo más mínimo, con la muerte de mi hija, debe permanecer impune.

—¡Delo por hecho!

—Yo no doy nunca nada por hecho, pero tengo plena confianza en que pondrán de su parte todo lo que esté en su mano.

—¡Y más, puede jurarlo! A partir de este mismo instante cada uno de nuestros hombres, en cada una de las ciudades y hasta en el último pueblo, concederá prioridad absoluta al tema, y le garantizo, don Bernardo, que contamos con mucha gente y nuestro brazo es muy largo.

—Lo sé y cuento con ello.

—¿Por casualidad tiene alguna idea, por remota que sea, que pueda ayudarnos en un principio? —quiso saber don Gaetano Caruso—. Un hilo por el que podamos empezar a tirar del ovillo.

—¡Dos!

—Más que suficiente.

—El primero es un reportero de Los Ángeles, Marc Carpenter, especializado en escándalos de la gente de cine, que admitió, al parecer en nombre de otros, que algo grave podría ocurrirle a mi yerno o sus amigos, si insistía en rodar una determinada película. La segunda amenaza, mucho más directa, provino de un tal Gordon Warlock, que al parecer es miembro de la Agencia Central Anti-Terrorista, pero que sospechamos que no actuaba oficialmente, sino pagado por alguien.

—Marc Carpenter y Gordon Warlock… —anotó en una pequeña libreta el tercero de los personajes—. ¡Bien! Supongo que con eso bastará.

—¿De veras lo cree?

—A mi modo de ver es un magnífico principio. Si esos dos saben algo o conocen a quienes les contrataron, acabarán cantando, de eso no le debe caber la menor duda. ¿Me permite una pregunta?

—¡Naturalmente!

—¿Qué tiene de tan especial esa película que es capaz de provocar tantas amenazas e incluso muertes?

—Atenta contra enormes intereses de ciertas personas.

—¿Quiénes?

—Aquellos que viven del viento.

—¡Perdón! ¿Cómo ha dicho?

—He dicho que perjudica a quienes «viven del viento».

—¿Y eso qué significa?

Don Bernardo Acquaviva hizo un somero relato de cuanto había conseguido entender de las explicaciones que le diera su yerno, y aunque no fuera en verdad lo bastante técnico y explícito, consiguió, no obstante, captar la atención de sus interlocutores hasta el punto de que cuando hubo concluido, don Gaetano Caruso comentó levemente amoscado:

—¡Santa Madonna! Lo que acaba de decir me ofende, ya que demuestra que existen tipos mucho más listos que nosotros, visto que ganan fortunas sin ensuciarse las manos y sin correr el riesgo de acabar entre rejas.

—¡Acabarán peor! —sentenció secamente el menor de los Acquaviva—. Lo único que necesitamos es que nos proporcionen los nombres de quienes están detrás de todo esto. Nosotros nos ocuparemos del resto.

Don Gaetano Caruso alzó la mano con la palma hacia delante al tiempo que la agitaba en un gesto claramente negativo.

—¡Escucha, hijo! —comentó sin apenas alterarse—. Entiendo tu furia y tu frustración por haber perdido a un ser muy querido y al que recuerdo como una criatura casi celestial, pero en este caso, me parece justo que seas fiscal y juez, pero no verdugo.

—¿Por qué?

—Porque nosotros garantizamos que los culpables de tan abominable crimen recibirán el peor de los castigos, pero la más elemental norma de prudencia exige que a partir de este momento la familia Acquaviva se mantenga al margen y nos deje las manos libres a quienes conocemos bien este país y tenemos una larga experiencia en cómo hacer las cosas sin que acarreen nefastas consecuencias para mucha gente.

—¡Pero yo no me sentiré satisfecho hasta que…!

—¡Marco! —le atajó en tono brusco su padre—. Yo te comprendo y comparto tus sentimientos, pero también comparto el punto de vista de nuestros amigos. Confío en ellos y en que saben lo que hacen. La gente con la que se van a enfrentar es evidentemente poderosa por lo que debe tener grandes recursos económicos y relaciones al más alto nivel. Lo inteligente es que, cuando reciban los golpes, no tengan ni la menor idea de quién se los da, porque de lo contrario todos correríamos peligro.

—¿Quieres decir que no estaremos aquí para ver lo que ocurre? —se lamentó su hijo Salvatore al que se le advertía en verdad decepcionado.

—¡Si quieres espectáculo vete al circo! —fue la agria respuesta de su progenitor—. La venganza nunca debe ser un espectáculo; no debe ser más que lo que es en sí misma: la paz que se apodera de tu alma cuando comprendes que quien te causó un gran daño ha pagado por ello.

—¿Y qué pretendes que hagamos?

—Regresar a Sicilia con el fuego en el alma, continuar como buenamente podamos con nuestra vida cotidiana aceptando a los ojos del mundo que nuestra amada Lucia fue víctima de un trágico accidente, y cuando don Gaetano nos comunique, que me consta que lo hará, que hasta el último de esos canallas ha muerto, permitir que la paz anide de nuevo en nuestros corazones.

Sus hijos no respondieron, aceptando, aunque no de muy buena gana, la indiscutible autoridad del cabeza de familia, y don Gaetano Caruso, que era un hombre a cuya perspicacia escapaban pocos detalles, pareció comprenderlo así, puesto que señaló:

—Vuestro padre tiene razón. Cuando la venganza resulta evidente, atrae, como un imán, nuevas ansias de venganza por parte del afectado, lo que a la postre acaba por transformarse en una espiral de violencia imposible de frenar. Aún no he tenido tiempo de hacerme una clara idea sobre la situación, pero considero que si quienes la han instigado son «respetables hombres de negocios» que ven peligrar sus intereses, habrán puesto el problema en manos de pandilleros rusos, colombianos o albaneses, que son los grupos mejor organizados de cuantos venden sus servicios al mejor postor. Y una lucha abierta con individuos tan brutales nos perjudicaría de forma muy notable.

—Nada más lejos de nuestra intención que perjudicar a quienes nos brindan su ayuda —sentenció el patriarca de los Acquaviva—. Hace ya mucho tiempo que me retiré de los negocios, pero me consta que no conviene enfrentarse cara a cara a los «hombres decentes» que se sienten acosados y deciden dejar de serlo, porque suelen resultar imprevisibles. Los sicilianos nos hemos ganado a pulso una fama terrible, pero no imagino a ninguno de mis paisanos organizando el asesinato de una enferma terminal por defender sucios intereses económicos. Eso va mucho más allá de los límites de lo aceptable.

Don Gaetano Caruso alargó las manos a través de la mesa y aferró entre ellas, y con sincero afecto y respeto, la de su interlocutor al tiempo que musitaba:

—¡Quedamos en eso entonces! Esta será la primera y última vez que mantengamos un contacto directo. Ustedes se volverán a casa con —y cada semana les mantendremos informados de nuestros progresos a través de nuestro común amigo— don Anastasio Grissi.

—¿Cuánto tiempo calcula que necesitará para obtener algún resultado?

—Si tuviéramos la suerte de que la Triple S estuviera libre en estos momentos, no más de un mes, puede creerme.

—¿Y qué es eso de la Triple S? —quiso saber un siempre impulsivo Marco Acquaviva—. ¿De quién se trata?

—Querido amigo… —replicó el otro extrañamente serio—. Quien consiguiera averiguarlo, o se haría rico o estaría muerto.