LA TRÁGICA MUERTE de su amiga Lucia, no por esperada menos dolorosa, sumió a Celeste Gallagher en una profunda depresión, no solo porque hubiera desaparecido una maravillosa criatura por la que experimentaba un increíble aprecio y a la que en cierto modo llegó a considerar casi como a una hermana, sino porque al marcharse tan bruscamente ponía en sus manos, antes de tiempo, la responsabilidad de consolar y «proteger» a un hombre al que imaginaba inconsolable y claramente desprotegido frente a una adversidad a la que no tenía la menor idea de cómo enfrentarse.

Norman Caine, sin Lucia Acquaviva, era como una compacta barra de pan a la que de improviso se arroja a un lago, y que en muy poco tiempo comienza a humedecerse, reblandecerse y disgregarse hasta acabar por convertirse en un puñado de migajas que, o se diluyen, o acaban siendo devoradas por los peces.

A sus amigos les preocupaba que la desesperación condujera al actor a refugiarse una vez más en el alcohol, ese alcohol le llevara a la cocaína, y la cocaína a un abismo sin fondo en el que años atrás estuvo a punto de hundirse y del que ahora no tenía ya quien le salvara.

Al igual que el esqueleto mantiene en su lugar cada parte del cuerpo humano, ciertas mujeres acaban por convertirse en el armazón que mantiene en su lugar cada parte del espíritu de un hombre, y cuando dicho armazón se desmorona, ese espíritu se transforma en una masa gelatinosa, informe y anodina que en muchas ocasiones nadie consigue volver a levantar.

—Las mujeres… —había asegurado en cierta ocasión la propia Lucia Acquaviva— debemos comportarnos como un mástil que soporta el peso de la vela mayor, que es el hombre, y la menor, que somos nosotras mismas. Cuando nos arrebatan la vela mayor continuamos navegando a duras penas y sin alegría, pero cuando ellos pierden ese palo mayor, a menudo pasan a convertirse en un arrugado trozo de lona que flamea como una inútil bandera.

Ahora Celeste Gallagher consideraba a su amigo como un «arrugado trozo de lona» al que no le importaba poco ni mucho por dónde le diera el viento, puesto que de nada servía más que para restallar de tanto en tanto como si emitiera muy sonoros lamentos.

Carecía de horizontes hacia los que enfilar el rumbo.

Carecía de deseos de continuar navegando.

Carecía de todo puesto que ese todo siempre se había llamado Lucia Acquaviva.

Su alma había rodado junto a su extraño vehículo por una inclinada pendiente, se había golpeado contra las paredes, los techos y las rocas, y había quedado al fin, despedazada, en el fondo de un barranco y junto al inerte cuerpo de la mujer a la que amaba desesperadamente.

Sus labios buscaban en el aire los labios de Lucia.

Sus manos buscaban en el aire el cuerpo de Lucia.

Sus oídos buscaban en cada voz la voz de Lucia.

Y su olfato buscaba en cada olor el olor de Lucia.

Pero los labios, el cuerpo, la voz y el olor de Lucia estaban encerrados en una pequeña urna que había pasado a formar parte de los ríos de lava de un volcán de una isla harto lejana.

Demasiado a menudo las cenizas del cuerpo de los seres queridos se transforman en las cenizas del alma de aquellos que tanto les amaron.

Demasiado a menudo la muerte mata a un amante a la par que hiere de muerte al otro.

Y lo peor es que con frecuencia se complace en tardar mucho tiempo en regresar a rematar su pieza.

Celeste Gallagher sabía todo eso y por lo tanto maldecía su impotencia al comprender que no estaba en su mano devolverle la vida a un moribundo.

A menudo se sorprendía a sí misma observando a Carolina Salvatierra al tiempo que admitía de forma inconsciente, que por hermosa y dulce que pudiera parecer, resultaba en cierto modo ridículo imaginar siquiera que estaba en condiciones de ocupar la vacante que la difunta había dejado.

Tan ridículo como el absurdo intento de llenar el gigantesco hueco que habían dejado en Nueva York las Torres Gemelas, con un inmenso haz de luz que se perdiera en el cielo.

Por brillante que fuera esa luz cualquier murciélago podría atravesarla sin sufrir daño.

La dominicana era una muchacha muy hermosa y ciertamente encantadora, de eso no cabía la menor duda y cada día que pasaba se reafirmaba más en su apreciación, pero la actriz se veía en la obligación de admitir que continuaba existiendo un abismo entre ella y la siciliana, de igual modo que existía entre la siciliana y cualquier otra mujer de este mundo.

Quedaba mucho trabajo por hacer.

Demasiado sobre todo al comprobar cómo Norman Caine parecía haber desaparecido de la faz del planeta con el fin de regodearse en su dolor allí donde nadie pudiera verle.

¿Adónde había ido al abandonar Cammarata?

—Se encuentre dondequiera que se encuentre, resulta evidente que lo único que pretende es estar solo, y eso es algo que debemos respetar sobre todas las cosas —le hizo notar Victor Gallagher—. A menudo llama interesándose por sus hijos, y eso debe tranquilizarnos sobre su estado de ánimo. Puede que haga alguna tontería, pero como sabe que los niños le necesitan no creo que se trate de ninguna tontería irremediable.

—Si empieza a beber la cosa va a estar muy jodida —replicó ella—. Sabes muy bien que suele perder el control de lo que hace.

—Eso era antes, cuando no tenía responsabilidades. Confío en que estos años le hayan cambiado lo suficiente como para comprender que la solución a sus problemas no esté en el fondo de una botella.

—Está en el trabajo, tú lo has dicho, pero o empezamos de una vez esa dichosa película, o no hay trabajo que valga. ¿Cuándo estarás listo?

—En cuanto Dimitri me entregue el guión.

—¿Y no habíamos quedado en que el guión era esto mismo? ¡Empieza a rodar de una puta vez y que sea lo que Dios quiera!

—¿Sin guión y sin saber dónde anda el actor principal? —se escandalizó su marido—. ¡No me jodas!

Casablanca se rodó sin guión, y ahí quedó para la historia del cine.

—Pero tenían a Bogart y a la Bergman y con ese par de monstruos bastaba para hacer una película.

—Ni yo soy la Bergman, ni Norman es Bogart, pero si empiezas con las escenas en que él no esté, ya rodaremos el resto en su momento.

Stanley Hoper dudaba mucho de que tal planteamiento resultara factible, pero se mostró de acuerdo en que había que tomar una decisión.

—Un buen equipo cuesta una fortuna, pero creo que en este caso podríamos reducirlo al mínimo, y siempre me queda el recurso de firmarles por anticipado la nueva entrega de Aurora Boreal. La mayor parte de las escenas podemos rodarlas en el rancho y adelantar lo más posible a la espera de que Norman se digne aparecer.

—¿Y si no aparece? —quiso saber Victor Gallagher.

—En ese caso, cuando ya no nos quede ni una sola escena que rodar sin él, y con todo el dolor de mi corazón, lo sustituiremos por otro. Creo que puedo convencer a Richard Gere o a Jeremy Irons.

—Prefiero al segundo.

—Yo también.

—Lo que tenemos que hacer es avisar a los padres de Lucia… —puntualizó Celeste Gallagher—. Si, como parece ser, suele llamar preguntando por los niños, le advertirán que lo necesitamos, y conociéndole como lo conozco estoy convencida de que aparecerá por muy triste que esté. Al fin y al cabo si nos hemos metido en este lío es por él, y no es hombre que haya eludido nunca sus responsabilidades.

—¡Dios te oiga!

—No es cuestión de que nos oiga Dios, sino de que nos oiga Norman a base de forzar la situación.

—¡De acuerdo entonces! —sentenció Panocha Hoper—. Mi padre me enseñó que en este oficio no se debe empezar ninguna película sin tenerla planificada previamente sobre el papel hasta en sus más nimios detalles, pero por primera vez en mi vida no voy a hacerle caso a quien me enseñó el oficio aun a riesgo de estrellarme en el intento.

—Por si te sirve de consuelo te recordaré que en este caso nos estrellaremos todos —puntualizó Victor Gallagher—. Y al fin y al cabo, como eres el más rico, eres el que menos tiene que perder. Si la aventura nos sale mal, yo no volveré a dirigir, no porque no me apetezca, sino porque nadie volverá a darme otra oportunidad.

—Siempre te quedará la sexta entrega de Aurora Boreal.

—¡Eso es lo que tú quisieras!

—Hay algo que me gustaría saber… —intervino la actriz en un tono que denotaba su profunda preocupación—. ¿Podemos meter en la película la historia de Lucia y Carolina?

—¿Es que te has vuelto loca? —le recriminó su marido—. ¿Cómo crees que reaccionaría Norman si descubriera que estás conspirando con el fin de casarle con alguien que no ha visto más que una vez en su vida?

—Puede que mal —fue la respuesta—. Pero también puede darse el caso de que al comprender que eso era lo que deseaba Lucia, y queriéndola como sabemos que la quería, aceptase que esa sería la mejor solución.

—Los hombres no pensamos así.

—Los hombres no soléis pensar de ninguna manera en cuanto se refiere al matrimonio o a una relación estable. Os dejáis llevar por lo que os dicta la entrepierna, no la cabeza, mientras que las mujeres solemos sopesar qué es lo que más conviene a la familia, sobre todo si hay niños por medio. Norman debería tomar conciencia de que sus hijos estarán mucho mejor aquí, junto a él, y cuidados por una mujer tan dulce y cariñosa como Carolina, que en un perdido pueblucho del interior de Sicilia, bajo la influencia de una familia que por lo que tengo entendido mantiene oscuras relaciones con la mafia.

—¡Haz lo que quieras, pero a mí no me mezcles en eso! —le advirtió su marido un tanto molesto.

—¡Ni a mí! —se apresuró a añadir Stanley Hoper—. Ni a la película. Vivir del viento tiene que ser un filme de denuncia, no un melodrama, entre otras cosas porque tu queridísimo esposo admite que no sabe cómo coño se rueda un melodrama.

—Con una cámara y unos actores.

—Pero no con unos actores que se vean obligados a interpretar su propio drama —sentenció Victor Gallagher—. No dudo que tú fueras capaz de hacerlo sin grandes problemas, pero estimo que obligar a Norman a revivir en la ficción lo que le ha ocurrido en la realidad sería de una crueldad inadmisible.

—En eso puede que tengas razón, ya ves tú —reconoció su esposa.

—¡Alabado sea Dios! Apuntaré con letras de oro la fecha en que al fin me diste la razón a las primeras de cambio.

—¡Menos guasa!

—No es guasa, querida. Es que debes entender que puedo aceptar que intentes tenderle una trampa a uno de nuestros mejores amigos puesto que lo haces con la mejor intención del mundo, pero de igual modo debes entender que a ningún hombre le agrada la idea de caer en esa trampa aunque esté convencido de que es lo que más le conviene… —Se volvió al pelirrojo para inquirir—: ¿Tengo razón o no tengo razón?

—Toda la razón del mundo —admitió el otro sin reservas—. Los tres queremos a Norman y a los tres nos gustaría salvarle de sí mismo, pero por estupenda que esté la tal Carolina, que a mi modo de ver lo está y mucho, se necesita una gran habilidad a la hora de ponerle un cascabel a un gato que no está para cascabeles.

—De todos modos lo intentaré.

—Y me parece justo. Las mujeres sabéis cómo hacer esas cosas puesto que de lo contrario la mayoría de los hombres continuarían solteros, pero sin ánimo de desilusionarte te recordaré que en este caso no se trata de cazar a un marido más o menos apetecible, sino de convencer a un hombre profundamente enamorado y dolorido de que tiene que sobreponerse a ese dolor y no acabar odiando a la persona que tenga entre los brazos porque cada una de sus palabras, sus gestos o sus caricias le traerá el recuerdo de las palabras, los gestos y las caricias de la persona a la que adoraba. Te va a resultar difícil, querida —concluyó seguro de sí mismo—. ¡Muy, muy difícil!