EL ETNA LLEVABA ya casi medio siglo mostrando a cuantos a diario acudían a visitarlo su cara más amable.

Estaba siempre allí, como la parte más importante del paisaje de la isla, reclamo de turistas y orgullo de todos los sicilianos, resoplando a menudo o lanzando de tanto en tanto al cielo espectaculares fumatas de humo blanco y algún que otro erupto apestoso y malsonante, pero cabría asegurar que cuando hacía tales cosas era más por atraer la atención de los turistas ansiosos de vivir emociones fuertes, que con el fin de asustar a los confiados lugareños que escuchaban sus lamentos como quien escucha el eterno farfullar de un viejo malhumorado y ya caduco.

No obstante, podría creerse que el mismo día en que el perezoso volcán tuvo conocimiento de que la más hermosa de las criaturas nacidas bajo su manto protector había sido alevosamente asesinada en tierras muy lejanas, montó en cólera, rugió como hacía años que no rugía, se estremeció de punta a punta, y se dedicó a vomitar una incandescente lava que pronto amenazó con arrasarlo todo a su paso.

El humo y las cenizas se entremezclaron con una lluvia muy fina hasta el punto de que muchos llegaron a pensar que el Etna había decidido llorar lágrimas negras dado que las lágrimas humanas, las transparentes, no bastaban para expresar el dolor de quienes tanto amaban a Lucia Acquaviva.

La isla estaba de luto.

Su reina sin corona, aquella a la que había bastado un solo minuto y una larga mirada de sus inmensos ojos almendrados para conquistar el corazón del galán más famoso de su tiempo; aquella que había llevado el nombre de su lugar de nacimiento a lo más alto; aquella de la que hasta el último siciliano se sentía orgulloso, estaba muerta.

Y el Etna lo sabía.

El volcán sabía mucho más que cuantos habitaban a uno y otro lado de sus suaves laderas que a menudo llegaban hasta el mar, ya que él sabía, por que esas son cosas que tan solo los dioses y los volcanes saben, que tan prodigiosa criatura no había sido víctima de un desgraciado accidente, ni como todos imaginaban, de una espantosa enfermedad, sino que alguien, algún ser sin entrañas, había ordenado que la arrojaran alevosamente a un precipicio en compañía del padre de sus hijos.

Por eso el Etna llevaba más de un mes escupiendo lava y proclamando a gritos sus ansias de venganza.

Y por eso también, cuando un maltrecho, vencido y desesperado Norman Caine aterrizó al caer la tarde en el aeropuerto de Catania, observó la pista cubierta de ceniza, y alzó el rostro hacia la cercana montaña apenas visible por el humo de espesos bosques incendiados, cambió de idea.

Alquiló un coche, pero ya no lo hizo con la intención que traía de recorrer por una cómoda autopista los setenta kilómetros que le separaban de Taormina para arrojar sin testigos lo poco que quedaba de su esposa desde la terraza del hotel Timeo mientras resonaban una vez más las notas de los mil veces escuchados Cuentos de Hoffmann.

Ahora lo que hizo fue enfilar decidido la estrecha carretera que habría de conducirle a Nicolosi.

Al penetrar en el pequeño pueblo oscurecía y un amable carabinieri le impidió seguir adentrándose por tan peligrosos parajes, pero en cuanto el uniformado dio media vuelta continuó su viaje montaña arriba por una carretera sinuosa, maltrecha y cubierta de traicioneras cenizas, hasta que ya noche cerrada una gran roca a la que uno de los muchos temblores de tierra de los últimos días había hecho rodar ladera abajo, le cortó el paso.

A partir de ese momento marchó a pie, tropezando, cayendo, destrozándose los zapatos y las manos con las cortantes aristas de roca, y guiándose tan solo por el rojizo resplandor de un lejano río de lava.

Lo alcanzó dos horas más tarde, y cuando al fin lo vio correr justo bajo sus pies, lanzándole al rostro bocanadas de fuego, besó por última vez la urna y la arrojó al centro de la corriente de incandescente magma.

Observó cómo se hundía como se hubiera hundido en una masa de fango pastoso para desaparecer en el acto pasando a convertirse, cuando la furia del volcán se calmara y la lava se enfriara, en una roca más entre las incontables rocas de Sicilia.

Tal vez siglos más tarde, al excavar en busca de restos de pasadas civilizaciones, algún curioso arqueólogo encontraría, formando cuerpo con la lava, un pedazo de ánfora con una simple inscripción:

LUCIA ACQUAVIVA

1966-2002

Tomó asiento sobre una piedra sin importarle gran cosa que el caudal del río de fuego ganara en intensidad amenazando con engullirle o abrasarle, tan inmerso en su angustia y sus recuerdos que ni siquiera reparó, hasta horas más tarde, en el hecho de que el sol iluminaba ya el estrecho de Messina tratando inútilmente de abrirse paso a través de la espesa cortina de humo que ocultaba la montaña.

Al poco comenzó a nevar.

Y la nieve era negra.

Caía a sus espaldas pero no frente a él, porque en cuanto los gruesos copos se aproximaban al ardiente magma se transformaban en una ligera llovizna que casi de inmediato se evaporaba.

El fuego del volcán escupía hacia el cielo lo que el cielo le enviaba, transformando el ya de por sí sorprendente paisaje en una antesala del infierno en donde el frío y el fuego, la oscuridad y el viento, libraban sin más testigos que un hombre desolado, una cruel e incruenta batalla.

Mediada la mañana regresó muy despacio, descalzo, con los pies ensangrentados, sediento y agotado, al punto en que había dejado el vehículo y se vio obligado a morderse los labios para no gritar de dolor cada vez que tenía que pisar las palancas del freno o del embrague.

A media tarde, un sucio, destrozado y casi irreconocible Norman Caine se presentó en la extensa hacienda de sus suegros, en las afueras de la pequeña ciudad de Cammarata.

Abrazó a sus hijos y les explicó, con un nudo en la garganta, que su madre jamás regresaría puesto que había subido al cielo a hacerle una feroz competencia a los más hermosos ángeles.

Lloraron juntos, y tras maravillarse una vez más de hasta qué punto la pequeña Kyra le recordaba en belleza, gestos y forma de hablar a su difunta esposa, rogó a sus suegros y a sus cuñados que se reunieran con él en la amplia y severa biblioteca del viejo palacio cuidadosamente restaurado.

Cuando hubieron tomado asiento en los oscuros butacones, recorrió uno por uno los cuatro rostros en los que se advertía la huella del dolor que les habían producido los últimos acontecimientos, y al fin señaló:

—Estoy aquí porque necesito ayuda.

—Somos tu familia —replicó con la áspera voz que parecía surgir de una profunda caverna don Bernardo Acquaviva—. Eres el padre de mis nietos y el hombre al que tanto amó mi hija. ¿Qué es lo que quieres?

—Venganza.

—¿Venganza? —se sorprendió doña Claudia Acquaviva que por unos instantes dudó de haber entendido bien lo que había dicho, pese a que su yerno hablaba ya un aceptable italiano—. Venganza, ¿por qué?

—Porque, en contra de lo que hayan podido contarles, Lucia no fue víctima de un accidente, ni como algunos periodistas aseguran, de un intento de suicidio del que también yo formaba parte a sabiendas que no podría seguir viviendo sin ella. —El actor hizo una corta pausa, respiró profundo como si aquel aire le estuviera haciendo mucha falta, y al fin, casi con un susurro, añadió—: Su hija fue asesinada.

—¿Asesinada? —repitió en el colmo de la incredulidad Salvatore, el mayor de los hermanos—. ¡No es posible! ¿Quién podría tener interés en asesinar a una criatura indefensa de quién todos sabían, y tú mejor que nadie, que apenas le quedaban unos meses de vida?

—Supongo que alguien que en realidad quería acabar conmigo —le hizo notar su cuñado—. A veces me consuela el hecho de imaginar que al matarla le hicieron un favor evitándole sufrimientos, pero me privaron de su presencia, y para mí, una hora más pasada junto a Lucia, era una hora más de seguir respirando.

—¿Qué estás queriendo decir? —inquirió un tanto perplejo Marco, el menor de los hermanos—. No consigo entenderte.

—Tal vez suene egoísta por mi parte —fue la respuesta—. Y tal vez debí alegrarme al advertir que los infinitos padecimientos de tu hermana habían concluido para siempre, pero verla allí tendida entre las rocas, cara al cielo, con los ojos abiertos y una leve sonrisa en unos labios que eran ya toda mi vida, me hizo jurarme a mí mismo que no descansaría hasta ver muertos a quienes me la arrebataron.

—¿Y quiénes fueron? —quiso saber el dueño de la casa cuya expresión había cambiado como por arte de magia—. ¿Quién tuvo la insensata osadía de asesinar a la única hija de don Bernardo Acquaviva?

—Aún no lo sé —fue la honrada respuesta—. Aún no he tenido tiempo más que de arrojar sus cenizas a la lava del Etna, pero les juro sobre la cabeza de mis hijos que no pararé hasta averiguarlo. Y los culpables tendrán sobradas razones para maldecir el día en que nacieron.

—Lo maldecirán, puedes estar seguro… —musitó con voz quebrada la mujer que había traído al mundo a tan excepcional criatura—. Lo maldecirán, porque yo me ocuparé de que en esta casa nadie vuelva a comer, ni garganta, que su madre jamás regresaría puesto que había subido al cielo a hacerle una feroz competencia a los más hermosos ángeles.

Lloraron juntos, y tras maravillarse una vez más de hasta qué punto la pequeña Kyra le recordaba en belleza, gestos y forma de hablar a su difunta esposa, rogó a sus suegros y a sus cuñados que se reunieran con él en la amplia y severa biblioteca del viejo palacio cuidadosamente restaurado.

Cuando hubieron tomado asiento en los oscuros butacones, recorrió uno por uno los cuatro rostros en los que se advertía la huella del dolor que les habían producido los últimos acontecimientos, y al fin señaló:

—Estoy aquí porque necesito ayuda.

—Somos tu familia —replicó con la áspera voz que parecía surgir de una profunda caverna don Bernardo Acquaviva—. Eres el padre de mis nietos y el hombre al que tanto amó mi hija. ¿Qué es lo que quieres?

—Venganza.

—¿Venganza? —se sorprendió doña Claudia Acquaviva que por unos instantes dudó de haber entendido bien lo que había dicho, pese a que su yerno hablaba ya un aceptable italiano—. Venganza, ¿por qué?

—Porque, en contra de lo que hayan podido contarles, Lucia no fue víctima de un accidente, ni como algunos periodistas aseguran, de un intento de suicidio del que también yo formaba parte a sabiendas que no podría seguir viviendo sin ella. —El actor hizo una corta pausa, respiró profundo como si aquel aire le estuviera haciendo mucha falta, y al fin, casi con un susurro, añadió—: Su hija fue asesinada.

—¿Asesinada? —repitió en el colmo de la incredulidad Salvatore, el mayor de los hermanos—. ¡No es posible! ¿Quién podría tener interés en asesinar a una criatura indefensa de quién todos sabían, y tú mejor que nadie, que apenas le quedaban unos meses de vida?

—Supongo que alguien que en realidad quería acabar conmigo —le hizo notar su cuñado—. A veces me consuela el hecho de imaginar que al matarla le hicieron un favor evitándole sufrimientos, pero me privaron de su presencia, y para mí, una hora más pasada junto a Lucia, era una hora más de seguir respirando.

—¿Qué estás queriendo decir? —inquirió un tanto perplejo Marco, el menor de los hermanos—. No consigo entenderte.

—Tal vez suene egoísta por mi parte —fue la respuesta—. Y tal vez debí alegrarme al advertir que los infinitos padecimientos de tu hermana habían concluido para siempre, pero verla allí tendida entre las rocas, cara al cielo, con los ojos abiertos y una leve sonrisa en unos labios que eran ya toda mi vida, me hizo jurarme a mí mismo que no descansaría hasta ver muertos a quienes me la arrebataron.

—¿Y quiénes fueron? —quiso saber el dueño de la casa cuya expresión había cambiado como por arte de magia—. ¿Quién tuvo la insensata osadía de asesinar a la única hija de don Bernardo Acquaviva?

—Aún no lo sé —fue la honrada respuesta—. Aún no he tenido tiempo más que de arrojar sus cenizas a la lava del Etna, pero les juro sobre la cabeza de mis hijos que no pararé hasta averiguarlo. Y los culpables tendrán sobradas razones para maldecir el día en que nacieron.

—Lo maldecirán, puedes estar seguro… —musitó con voz quebrada la mujer que había traído al mundo a tan excepcional criatura—. Lo maldecirán, porque yo me ocuparé de que en esta casa nadie vuelva a comer, ni a dormir, ni a disfrutar ni un momento de paz, hasta que la sangre de mi hija sea vengada.

—¡Así sea! —masculló, con un rictus de furia en el rostro, su marido—. ¡Nadie! Nadie en este mundo, por poderoso que sea o muy profundo que se esconda, puede alzar la mano contra un miembro de la familia Acquaviva sin pagar, al más alto precio imaginable, su atrevimiento. ¡Así tiene que ser y que así sea!