EL EXTRAÑO VEHÍCULO avanzaba muy despacio, siempre pegado al arcén de la carretera, sin la más mínima maniobra brusca, sin acelerar ni aflojar la marcha, como si su conductor tuviera plena conciencia, y de hecho la tenía, de que transportaba la carga más frágil y valiosa que nadie pudiera imaginar; una carga por cuya seguridad se encontraba dispuesto a entregar incluso su propia vida si fuera necesario.
El viaje había comenzado pasada la medianoche, buscando evitar los atascos y la tensión de las horas de mayor tráfico, con el fin de enfilar sin agobios la autopista que se dirigía al norte atravesando el Valle de San Fernando, y la clara intención de que la primera luz del alba les sorprendiera, tal como había hecho, cuando ya el ajetreo de la gran ciudad no fuera más que un recuerdo.
Abandonaron al poco las vías rápidas en procura de aquellos hermosos paisajes solitarios que tanto les gustaban, y cuando al fin el sol hizo su aparición atisbando entre dos montañas y lanzando sus primeros rayos sobre el extenso bosque y la llanura, Norman Caine comentó a través del intercomunicador que siempre se encontraba abierto.
—¡Mira a tu derecha, querida! El sol ha venido a saludarte.
—Ya lo estoy viendo.
—¿Cómo te encuentras?
—¡Bien!
—¿Quieres que prepare el desayuno?
—Prefiero esperar a que alcancemos el mirador de la cima. ¡Me encanta la vista desde allí!
—¿Te apetece algo de música? ¿Algo suave?
—Ya sabes qué.
Verse obligado a escuchar una vez más una melodía que le transportaba a otro mundo y a otros tiempos de intensa felicidad le encogía el corazón y le obligaba a cerrar por un instante los ojos, pero aún así Norman Caine obedeció y al poco la balada central de Los cuentos de Hoffmann se superpuso al suave murmullo del motor.
¡Los cuentos de Hoffmann!
Aquella maravillosa noche, ¡siglos atrás!, aunque en ocasiones le asaltaba la sensación de que tan solo había transcurrido apenas un mes desde entonces, un sublime coro de voces lejanas los ensayaba en las ruinas del teatro griego en el mismo momento en que sus miradas se cruzaron teniendo por testigo la impresionante mole del Etna.
Ambos lo recordaban como si se tratara del momento en que realmente nacieron, puesto que en lo más íntimo de su ser estaban convencidos de que sus vidas se habían iniciado en ese justo instante, al descubrirse el uno al otro como si de pronto hubieran abierto los ojos a una nueva luz que no admitía comparación con cualquier otra.
El amor fulminante, la centella que atraviesa de improviso las tinieblas deslumbrando por una centésima de segundo a un hombre y una mujer, tiende con demasiada frecuencia a extinguirse con la misma rapidez con que aparece, pero en el sorprendente caso de Lucia Acquaviva y Norman Caine, su fulgor fue en aumento día tras día hasta alcanzar el tamaño de mil soles a los que tan solo el «agujero negro» de una diabólica enfermedad conseguiría engullir, pese a lo cual continuarían brillando en el confín del universo.
Las lágrimas comenzaron a surcar, como las gotas de rocío que se deslizan al amanecer por un cristal, el rostro de un hombre que jamás había llorado con anterioridad, pero que en los últimos tiempos había derrochado en demasía todo aquel llanto tan avariciosamente conservado.
«Hasta el hombre más rico puede agotar su dinero, pero las lágrimas del pobre nunca se agotan».
Y es que el actor a quien medio mundo aclamaba, aquel a quien tal vez nunca se le agotaría el dinero, se sentía, no obstante, en aquellos momentos el ser más miserable y abandonado de la mano de Dios de cuantos pisaban la Tierra, puesto que de nada le servían ni fama ni fortuna, consciente como estaba de que muy pronto le expulsarían del paraíso.
Aquel parecía estar destinado a ser su último viaje juntos; la postrer huida hacia ninguna parte de un hombre y una mujer que no concebían la idea de vivir el uno sin el otro, pero habían asumido tiempo atrás la evidencia de una traumática separación definitiva.
La mayor parte de las veces Norman Caine ni siquiera reparaba en lo que hacía, conduciendo el largo vehículo casi como un autómata, atento únicamente a avanzar muy pegado al bordillo, tratando de evitar los numerosos baches de las carreteras secundarias sin tener que realizar por ello maniobras bruscas.
Lucia a veces contemplaba el paisaje, pero otras muchas, y casi sin previo aviso, las fuerzas le abandonaban sumiéndola en una desasosegada duermevela en la que a ratos descansaba, pero como él nunca podía saber en qué estado se encontraba en un determinado momento, la mayoría de las veces prefería aguardar a que fuera ella quien hablara.
Mirar hacia delante como hipnotizado por la blanca raya pintada sobre el asfalto, cambiar una y otra vez de marchas, observar cómo todo su pasado en común aparecía una y otra vez sobre el cristal del parabrisas como si de una vieja película se tratara, y aguarda a escuchar la voz de aquella a quien tan desesperadamente amaba se había convertido ya en toda su vida.
A eso se había limitado la existencia de un hombre a quien la inmensa mayoría de los hombres envidiaban.
«Nunca pidas ser completamente feliz; pide que te permitan avanzar por el camino que conduce a la felicidad. Por grande y perfecta que llegue a ser la felicidad, siempre se acaba, pero el camino que conduce hacia ella suele ser infinito».
El anciano que le dijera aquella frase había muerto tiempo atrás, y pese a que Norman Caine nunca consiguió saber si había alcanzado o no la perfecta felicidad, lo que sí supo siempre es que disfrutó del placer de recorrer paso a paso aquel largo sendero.
Ahora, tantos años más tarde, el actor acertaba a captar en toda su magnitud el auténtico significado de aquella frase, puesto que siempre se hacía necesario haber alcanzado previamente la cima para poder estar en condiciones de descubrir la profundidad del vacío que se abría a sus pies.
Y aquel vacío carecía de fondo.
Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y prestó atención a la carretera que comenzaba a serpentear rumbo a la cima.
Un enorme camión le precedía.
Otro, cargado de vigas, había comenzado a adelantarle de modo harto imprudente puesto que no era aquel un lugar propicio para tan arriesgada maniobra.
Redujo aún más la marcha con intención de abrir espacio de modo que pudiera superarle sin problemas, pero se alarmó al descubrir que un tercer camión, de parecido porte y tamaño, le seguía a muy corta distancia.
Apenas tuvo tiempo de comprender qué estaba sucediendo.
Todo ocurrió con tanta rapidez y tan perfecta coordinación que ni siquiera le cruzó por la mente una sola idea destinada a evitarlo.
El camión que venía detrás le embistió con violencia para continuar empujándole con saña, mientras que el que comenzaba a adelantarle giraba poco a poco, cerrándole el paso y acabando por lanzarle directamente al abismo.
Las cadenciosas notas de Los cuentos de Hoffmann continuaron resonando hasta que el vehículo dio su primera vuelta de campana, rebotó contra unas rocas, y se precipitó al vacío.
Los tres monstruos mecánicos continuaron su marcha imperturbables.
Poco después no eran más que un recuerdo, y la apartada carretera se quedó más desierta que nunca.
Rezongaba pero continuaba pedaleando.
Mascullaba, pero continuaba pedaleando.
Maldecía, pero continuaba pedaleando.
Sudaba a chorros y le faltaba el aliento, pero continuó pedaleando hasta que la puerta se abrió y su esposa le dirigió una burlona mirada.
¡Vaya! —exclamó—. Veo que te lo estás tomando en serio.
Victor Gallagher cesó en su pedaleo, se tomó un tiempo para permitir que el aire llegara libremente a sus pulmones, aspiró profundo y al fin tuvo las suficientes fuerzas como para replicar:
—Tengo que ponerme en forma.
—¿Es que piensas participar en 1^ vuelta a Francia?
—Pienso dirigir, después de muchos años de inactividad, una película, y aunque muchos crean que todo lo que tengo que hacer es sentarme en una silla de tijera y gritar «Acción» o «Corten», es un trabajo muy duro y para el que tienes que estar física y psíquicamente preparado.
—Lo sé, querido… —fue la divertida respuesta de Celeste Gallagher, que había ido a tomar asiento en el largo banco que corría a todo lo largo del gimnasio contiguo a la sala de billar—. Por si lo has olvidado he participado en veintitantas películas en las que un director se murió de un infarto en pleno rodaje, otros dos tuvieron que ser sustituidos por agotamiento, y cuatro acabaron tan destrozados que tuvieron que pasar una larga temporada en una casa de reposo. Pero tú estás en plena forma. Anoche me lo demostraste.
—Una cosa es joderte una noche a tu mujer, y otra que te jodan a diario durante seis meses el director de fotografía, el decorador, los actores, los carpinteros, los maquilladores, los electricistas, el músico, el montador, y hasta el encargado de los efectos especiales. Eso sin contar al jefe de producción que cada día te arma una bronca porque te pasas del presupuesto.
—¡Gajes de un oficio que tú adoras! A mí tan solo me suele joder el director, y en este caso concreto el director será mi propio marido… —Cambió el tono de humor para ponerse súbitamente seria al añadir—: Tengo que hablar contigo.
—Y yo contigo.
—Yo lo dije primero.
—Es que lo que te tengo que decir es muy serio.
—Lo mío también.
Victor Gallagher descendió de la bicicleta estática, se secó el sudor con una toalla y tras estudiar con detenimiento el preocupado rostro de su esposa, se acomodó sobre un incómodo potro frente a ella, y admitió:
—¡De acuerdo! Dilo tú primero.
—No va a ser fácil.
—¿Problemas con el bebé?
—¡No! Gracias a Dios no se trata de eso…
—¡Entonces no hay problemas!
—Sí que los hay… —Celeste Gallagher hizo una pausa como si necesitara armarse de valor antes de continuar, pero al fin señaló—: Alguien intenta hacerme chantaje.
Su marido la observó largamente, se pasó de nuevo la toalla por el rostro, dudó, pero al fin esbozó una leve sonrisa de complicidad al tiempo que le guiñaba un ojo y replicaba:
—¡Curiosa coincidencia! A mí también.
La sorprendida mujer tardó en reaccionar, se apoyó en la pared, pestañeó repetidas veces, prueba inequívoca de que de pronto se le había ido el santo al cielo, y por último exclamó:
—¡No es posible!
—¿Y por qué no? —quiso saber su acompañante en un tono levemente humorístico—. ¿Acaso te consideras la única persona lo suficientemente importante en esta casa como para que alguien intente hacerte chantaje?
—¡No! Desde luego que no. Tú eres, sin duda, más importante.
—¿Entonces?
—¿Tienen razones para hacerte chantaje?
—¡En cierto modo…! ¿Y a ti?
—En cierto modo…
—¿Te preocuparía que se enterara la gente o que me enterara yo?
—La gente me toca los cojones. En caso de tenerlos, claro está.
—A mí también. Y yo sí que los tengo.
—Eso quiere decir que estamos en igualdad de condiciones.
Victor Gallagher cambió de sitio acomodándose junto a ella y extendiendo el brazo para atraerla y permitir que colocara la cabeza sobre su hombro antes de señalar:
—¡Querida mía! Te quiero mucho y te quiero tal como eres. No soy tan estúpido como para imaginar que todo lo que has hecho en la vida ha sido absolutamente correcto, de la misma manera que imagino que tú no serás tan estúpida como para imaginar que cuanto he hecho ha sido de igual modo correcto. Por lo tanto, si algún imbécil se hace la ilusión de que puede asustarnos revelando cualquiera de dichas «incorrecciones» tengo la ligera impresión de que está perdiendo el tiempo. ¿Me equivoco?
—¡En absoluto!
—En ese caso, olvídate del tema. Si recibimos una carta sospechosa, la quemaremos sin abrir, si nos llama algún desconocido no responderemos, y si se publica algo molesto en cualquier periodicucho de mierda, lo ignoraremos… ¿Trato hecho?
—¡Trato hecho!
—Lo único que ahora importa es que nuestro hijo nazca sano y el día de mañana sea un excelente director. Y que la película que vamos a rodar le abra los ojos al mundo sobre un fraude multimillonario y vergonzoso, Al resto que le den por culo.
—¿Y por qué en lugar de un excelente director no puede llegar a ser un excelente actor?
—Porque los que os pintáis la cara no sois más que una cuerda de engreídos que lo único que pretendéis en esta vida es salir muy guapos en un primer plano.
—Eso es muy cierto, pero los que miráis por el ojo de la cerradura no sois más que una partida de engreídos que lo único que pretendéis es que el resto del mundo os diga lo listos que sois.
—Eso también es cierto.
—¿Empate entonces?
—Empate.
—¡Así me gusta! Y en premio a tu buena voluntad te echo una partida y te doy tres tiradas de ventaja.
—No, porque si me ganas te pasas una semana descojonándote y eso me cabrea. Ahora lo que necesito es localizar a Norman. Hace dos días que no sabemos nada de él.
—¡Déjale en paz! Se fue de viaje con Lucia, y tal como ella se encuentra tal vez sea el último que hagan.
—¡Por cierto…! —Victor Gallagher apartó ligeramente a su esposa con el fin de conseguir verla mejor y girándole apenas la barbilla la obligó a que le mirara a los ojos, señaló—: ¡Hablando de Lucia! O yo no te conozco, que sí que te conozco, o tú traes algún lío con ella y con ese monumento a la belleza que acabas de contratar como «secretaria» cuando a ti maldita la falta que te hace una secretaria.
—¿Qué clase de lío?
—¡Explícamelo tú!
—¿Y qué hay que explicar? Todas las estrellas tienen un representante, un jefe de prensa y una secretaria. Y que yo sepa aún soy una estrella.
—¡A mí no me vengas con monsergas que te he visto cien veces sin maquillaje! Tú necesitas tanto una secretaria como yo un podólogo. ¿Qué pinta esa tal Carolina en esta casa?
—Será la nueva esposa de Norman.
—¿Quién lo ha dicho?
—Lucia… —Celeste Gallagher dudó apenas antes de añadir—: ¡Y yo!
—¡Vaya por Dios! —no pudo por menos que exclamar su marido—. No sé por qué me estaba imaginando algo así. ¿Te lo propuso Lucia? —Ante el mudo gesto de asentimiento, lanzó un leve resoplido de admiración—. ¡Qué mujer! Hasta después de muerta pretende cuidar de su marido, ¿no es eso?
—¿Te sorprende?
—¿De Lucia? ¡En absoluto!
—¿Te sorprendería de mí?
—Esa pregunta tiene muy mala leche, querida.
—Por eso mismo la hago, y porque se supone que este es un día en que estamos intentando mostrarnos sinceros el uno con el otro. —La actriz sonrió con malvada intención al insistir—: Repito… ¿Te sorprendería que yo en la situación de Lucia me comportara de igual modo?
—Sí, pero no por ti, sino por mí. Los dos sabemos que Norman es un gran tipo, pero que en el fondo es muy débil y corre el peligro de caer en la desesperación, lo que le llevaría de nuevo al alcohol o incluso a la drogadicción. Pero tú sabes muy bien que aunque me faltaras y me sintiera en verdad desolado, yo no recurriría a eso y que pronto o tarde me las arreglaría para salir adelante por mí mismo… ¿O no?
—En eso estoy de acuerdo… —admitió ella—. Me consta que eres fuerte.
—¡Lo soy! Lo cual no significa que si en un momento dado decides buscarme a alguien como tu amiga Carolina, que por cierto está como para comérsela, te lo agradecería eternamente.
—¡A que te doy una patada dónde más te duela!
—¿Y por qué en lugar de una patada no me das otra cosa…? Nunca lo hemos hecho aquí.
—¡Sí! Sudando como un pollo y oliendo a mono… ¡Estás tú listo! Cada cosa a su hora y en su sitio…
—Desde que estás embarazada ya no eres la misma… —se lamentó él—. Antes siempre estabas dispuesta.
—¡Tienes razón! Ya no soy la misma; ahora soy dos… —Celeste Gallagher le apartó con un suave gesto del brazo con el fin de ponerse en pie, consultar su reloj y encaminarse a la puerta al tiempo que señalaba—: Y hablando de dos, te recuerdo que Dimitri y Stanley llegarán dentro de diez minutos. Tienes el tiempo justo de darte una ducha. Te espero abajo.
Efectivamente, cuando diez minutos más tarde Victor Gallagher, ya aseado y vistiendo una elegante bata de seda roja, penetró en su luminoso despacho que parecía más propio de un capitán de transatlántico de lujo que de un director de cine, su esposa y sus dos amigos se encontraban ya instalados en el amplio sofá y los cómodos sillones de elegante cuero rojo.
—¿Y bien? —quiso saber con una abierta sonrisa un tanto irónica—. ¿A qué se debe el honor de tan urgente convocatoria? ¿Se habrá producido el milagro de que tengamos ya un primer tratamiento del guión?
—¡No! —fue la inmediata respuesta de Dimitri Ustinov que había colocado los pies sobre una hermosa mesa en la que un cristal cubría una carta marina dibujada a mano sobre un viejo pergamino—. No tengo ningún tratamiento. Es más, he roto la sinopsis que os di.
—¿Y eso? —se sorprendió Celeste Gallagher—. A mí me gustaba.
—¡Pero a mí no! —replicó el otro con naturalidad—. Y quedamos en que tenía absoluta libertad a la hora de escribir. ¿No fue ese el trato?
—Lo fue —admitió Stanley Panocha Hoper al que se advertía en cierto modo amoscado—. Pero eso no quiere decir que tengamos que tragar con todo lo que se te ocurra sin derecho a opinar. Al fin y al cabo nos vamos a jugar nuestro dinero.
—¡Dinero, dinero, dinero…! —masculló con su habitual tono de reproche el guionista—. No piensas más que en el dinero. Nunca en el arte.
—¡Qué el cielo me proteja! —se lamentó el pelirrojo levantando la vista hacia el techo—. En este maldito oficio cada vez que escucho la palabra «arte» me tiemblan las carnes. Al final la película se convierte en un pestiño infumable que me hace perder hasta la camisa.
—¡Tú tranquilo…! La idea es fantástica.
—Modestia aparte, claro está.
—Modestia aparte.
—¿Y tenemos derecho a compartir una pequeña parte de las migajas del festín de tu talento inimitable?
—Para eso estamos aquí.
—¡Pues desembucha de una puta vez y déjate de bobadas! —le espetó sin la más mínima consideración la actriz—. ¿De qué se trata?
—De que me habéis llamado para que escriba un guión en el que se denuncie un grandioso fraude a través de unas escenas y unas situaciones que permitan exponer el problema de tal modo que interese al espectador… —Le miró con una cierta sorna al concluir:
¿Es cierto o me equivoco?
—Sabes que es cierto.
—Mi misión se concreta, por tanto, en construir una historia y crear unos personajes procurando que hablen y actúen como si fueran de carne y hueso. En una palabra: creíbles. También es cierto, ¿o no?
—También lo es.
—Pues después de darle muchas vueltas a este privilegiado cerebro que Dios me ha dado, he llegado a una brillante conclusión.
—¡Alabado sea tu genio inimitable!
—¡Alabado sea!
—¿Y se puede saber de una puñetera vez qué absurda parida se te ha ocurrido ahora?
—Que para que unos personajes de ficción sean realmente creíbles, se tienen que basar en personajes que existan en la realidad.
—¡Ya!
—¡Brillante! —reconoció Stanley Hoper—. Tan brillante hasta el punto de que me deslumbra y no veo nada. ¿Se puede saber de una vez de qué diablos estás hablando?
—De que los personajes los tenemos al alcance de la mano, aquí mismo, en este asqueroso despacho en el que cada vez que entro siento náuseas puesto que siempre me mareo cuando piso la cubierta de un barco, y aquí apesta a barco.
—¿Quieres decir que esos personajes están basados en nosotros mismos?
—No es que estén basados —señaló el guionista al tiempo que le apuntaba con el dedo—. ¡Es que somos nosotros mismos! Lo único que Victor tendrá que hacer es plantar la cámara y rodar cada escena y cada diálogo de cuanto ha ocurrido hasta ahora, nos está ocurriendo en estos momentos, o nos ocurrirá en un futuro.
—¿Estás pretendiendo que hagamos un documental o una de esas ruinosas «películas realistas» rodadas cámara en mano y con sonido ambiental directo?
—¡En absoluto! Estoy pretendiendo que hagamos una auténtica película en la que los mejores actores interpreten nuestros respectivos papeles, excepto los de Celeste y Norman, claro está, que se interpretarán a sí mismos.
Sus tres acompañantes guardaron silencio puesto que la extraña propuesta resultaba tan novedosa y sorprendente que necesitaban un cierto tiempo para asimilarla en toda su magnitud.
Victor Gallagher fue el primero en reaccionar:
—¡Me gusta! —dijo.
—A mí también… —corroboró su esposa—. Nunca imaginé que tendría que interpretarme a mí misma, pero supongo que sabré hacerlo. Admito que me parece realmente una idea brillante… —Se volvió al desgarbado productor para inquirir—: ¿Qué opinas tú?
—Que le pediré a Robert Redford que interprete mi papel. Siempre me han dicho que en cierto modo nos parecemos.
—¿En serio?
—Supongo que sería en broma, pero lo haga él o no, lo cierto es que este cabrón de repugnante coleta ha conseguido sorprenderme. La idea parece hasta cierto punto lógica: ¿qué necesidad tenemos de inventarnos unos personajes que ya están inventados?
—Eso es lo que pensé… —admitió con absoluta naturalidad Dimitri Ustinov—. ¿Qué necesidad tengo de complicarme tontamente la vida si lo tengo muy fácil?
—¿Y hasta dónde has escrito? —quiso saber Celeste Gallagher.
—Hasta el momento justo en que el guionista se tumba en una butaca de cuero rojo y hace ver al resto del grupo que los personajes de la película ya están inventados… —El hombre que solía morderse el bigote lo hizo una vez más a la par que se golpeaba la sien con el dedo índice y añadía—: Todo lo tengo aquí, en el culo. Ahora no se trata más que de pasarlo a máquina.
—¡Bien! —puntualizó el que habría de dirigir la susodicha película al tiempo que asentía con la cabeza—. Ya no tienes más que pasar a máquina cuanto se refiere a nosotros. ¿Pero qué hay de los otros?
—¿Qué otros?
—Los que nos tienen que dar la réplica. Porque supongo que estarás de acuerdo conmigo en que en toda historia tienen que existir dos bandos: los que están a favor de algo o de alguien, y los que están en contra. ¿Cómo piensas hacer igualmente reales a quienes se nos oponen si no los conoces?
—¡Oh, no te preocupes! —le tranquilizó su interlocutor con sorprendente desparpajo—. Esos no ofrecen problemas.
—¿Por qué razón?
—Porque son gente normal; empresarios y ejecutivos a los que nos encontramos cada día en el ascensor o en cualquier restaurante. Hombres y mujeres con familia, con hijos, con amigos, y que en su trato diario son afables e incluso a menudo caritativos. Sin embargo, cuando de pronto ven peligrar su estatus se transforman en seres crueles y agresivos, dado que en casos como este no son capaces de aceptar que dicho estatus está cimentado sobre un fraude.
—Pero tontos no son y deben estar conscientes de que es así —señaló Celeste Gallagher convencida de lo que decía.
—Lo están y no lo están —replicó el guionista con naturalidad—. Saben que lo que hacen no es correcto, pero también saben que forman parte de una sociedad en lo que lo incorrecto es lo normal. Por lo tanto no se sienten diferentes y mucho menos culpables. La corrupción empapa de tal modo el tejido social en que nos desenvolvemos, que ha acabado por aceptarse con total naturalidad, y si ahora alguien pretende, como nosotros, arrojar a unos corruptos fuera del terreno de juego se limitarán a actuar en defensa propia sin detenerse a meditar que lo que están defendiendo es por completo indefendible.
—Cualquiera diría que lo que estás haciendo en este caso es disculparlos.
—No los disculpo, pero al igual que no se puede culpar a un caníbal por comerse a la gente, puesto que nació y se educó en una tribu de caníbales, no debemos culpar a un empresario por cometer un fraude sin achacar parte de la responsabilidad a una sociedad que se encuentra corrompida desde mucho antes de que él naciera.
—«El hombre y su circunstancia…» —puntualizó con una cierta ironía Victor Gallagher.
—Más bien la circunstancia que hace al hombre —replicó Dimitri Ustinov, quien tras una corta pausa, añadió—: No sé hasta dónde serán capaces de llegar aquellos a los que vamos a perjudicar con nuestra denuncia, pero debemos tener muy presente que si acaban convirtiéndose en auténticos villanos, gran parte de la culpa será nuestra.
—¿Y crees que esa villanía puede ir más allá de las amenazas y los intentos de chantaje? —quiso saber la dueña de la casa.
El hombre de la larga melena recogida en cola de caballo e hirsuto mostacho se limitó a encogerse de hombros antes de replicar:
—Supongo que eso dependerá de la intensidad de su miedo.
—Y del dinero que vayan a perder… —puntualizó Stanley Hoper—. O a dejar de ganar en un futuro.
—La cifra no depende tanto de la cantidad, como del significado que tenga para cada uno de ellos. Si se trata, por ejemplo, del presidente de una compañía de la que no sea más que un accionista minoritario, el perjuicio no lo medirá por los dividendos que va a dejar de percibir, sino por el fracaso personal que significaría para él dejar de ser presidente.
—Bueno es el dicho de que tira más pelo de coño que maroma de barco —sentenció en tono humorístico el pelirrojo productor—. Pero mejor sería decir, tira más sillón presidencial que pelo de coño o maroma de barco. Al que se acomoda en él se diría que se deja los cojones pegados al asiento cuando le obligan a abandonarlo.
—¡Resumiendo! —intervino Victor Gallagher que había ido a ocupar su lugar tras la amplia mesa de despacho—. Aún no podemos diseñar el perfil de nuestros enemigos puesto que aún no sabemos exactamente quiénes son…
—Pronto lo sabremos.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque es mucho lo que está en juego y nadie, por muy honrado que sea, va a permitir qué le arrebaten lo que está convencido de que es suyo.
—Lo bueno, para la película, sería identificar a los diferentes enemigos en un solo personaje —puntualizó Stanley Hoper—. Una cabeza visible a la que el espectador acabe odiando.
—No estamos haciendo una nueva entrega de Aurora Boreal —le recordó el guionista—. Aquí no hay monstruos a los que abatir con un rayo láser.
—No es más monstruo el más feo exteriormente, sino aquel que demuestra peores sentimientos, pero por desgracia, en el mundo del celuloide nos vemos obligados a encontrar la forma de mostrar visualmente la maldad que se oculta en lo más profundo del alma. Recuerda la escena en que Richard Widmark arrojaba por una escalera a una anciana paralítica.
—¡Querido mío! —fue la firme respuesta—. Para que en Vivir del viento salga una escalera por la que arrojan a una anciana paralítica tendrás que pasar por encima de mi cadáver.