DIMITRI USTINOV HABÍA pasado la mayor parte de su vida en Malibú.

Cuando las cosas le iban bien se compraba una gran mansión en primera línea de la playa y se sentía el rey del mundo escribiendo —siempre a mano— en la amplia terraza colgada sobre el mar, y cuando las cosas le iban mal, vendía la mansión para mudarse a su vieja casita, La Perrera, apenas algo más que una choza de la que jamás se desprendía, escribiendo —siempre a mano— en una diminuta terraza colgada de igual modo sobre el mar.

La economía del por lo general malhumorado guionista estaba por tanto directamente ligada al espacio habitable del que disponía, pero ello no parecía constituir un gran problema para un hombre de su temperamento, puesto que como solía decir cuando pasaba del noveno ron, que era su frontera entre la consciencia y la inconsciencia: «Mi polla y mi mente funcionan de igual modo: cuanto más apretadas estén y más rocen con las paredes, más rinden y más disfrutan».

Groserías aparte, lo cierto es que tal como le suele suceder a muchos genios, Dimitri Ustinov resultaba mucho más brillante cuando escribía bajo la presión de una economía en precario, que cuando lo hacía nadando en la abundancia, visto que los buenos restaurantes, las prostitutas de lujo y la molicie de largas jornadas tumbado en una hamaca caribeña contemplando una puesta de sol, que para él comenzaba a menudo a las Jos de la tarde, tenían la extraña virtud de embotarle el cerebro.

Debido a ello, y conociéndole tal como le conocía, Victor Gallagher se sentía en aquellos momentos razonablemente inquieto por la, a su modo de ver, «lamentable circunstancia», de que aquel a quien tanto admiraba estaba atravesando por uno de sus no demasiado frecuentes períodos de bonanza, lo cual ponía en tela de juicio su capacidad de construir una historia digna de su talento.

—Enciérrate un mes en La Perrera… —le suplicaba una y otra vez—. Escríbeme un guión de antología y vuelve luego a divertirte todo cuanto quieras.

—Si me encierro en aquel cuchitril, Ritza no aparecerá por allí ni un solo día y cuando vuelva me la encontraré liada con un especialista —replicó con absoluta naturalidad el hombre de la larga coleta y el espeso mostacho—. Ya sabes la debilidad que siente por cualquiera que sea capaz de tirarse de un coche en marcha, un tejado ardiendo o un caballo desbocado.

—Ritza no es más que un putón desorejado que siente debilidad por cualquier mentecato que se tire incluso del bordillo de una acera —fue la poco respetuosa respuesta de su director y amigo—. Y a mi modo de ver lo mejor que podría ocurrirte es que cualquiera de esos bestias la desnucara en una de sus desaforadas cabriolas.

—No me gusta que hables así de mi novia —se lamentó sinceramente dolido Dimitri Ustinov.

—No hablo así de tu novia, sino de la novia de una treintena de chiflados que han convertido las persecuciones de coches, los incendios y las explosiones en el argumento central de todas las películas —le hizo notar Victor Gallagher—. Cuando a un guionista no se le ocurre una idea brillante la sustituye por un aparatoso accidente, y cuando le falta una palabra, emplea un puñetazo.

—Es lo que pide el público.

—No estoy de acuerdo, y la prueba la tienes en que cada día aumenta el número de espectadores que se compran una vieja película en blanco y negro para verla tranquilamente en su casa disfrutando de los diálogos y las situaciones, a la par que disminuye el número de los que acuden a una sala a ver otro coche volando por los aires.

—Puede que tengas razón —admitió su interlocutor asintiendo una y otra vez con la cabeza—. Pero no me convences. Me quedaré aquí y te escribiré un guión de película en blanco y negro.

—¡Dios te oiga! ¿Cuándo tendrás el primer tratamiento?

—El lunes.

—Aquí estaré.

En cuanto Victor Gallagher desapareció de su vista Dimitri Ustinov se sirvió un nuevo ron, tomó asiento en la terraza, colocó ante él una docena de lápices cuidadosamente afilados, abrió un enorme bloc de hojas cuadriculadas e intercambiables, y cerró los ojos esforzándose por volar con la imaginación a un escenario inquietante en el que tres personajes de inofensiva apariencia se confabulaban con la intención de llevar a feliz término un crimen realmente horrendo.

—¿Quién va a morir en primer lugar? —se preguntó en voz alta como si alguien más pudiera darle la respuesta—. ¿Quién y por qué?

Sabía por experiencia que de ese arranque, de esa escena inicial que tenía que resultar ciertamente impactante, dependería en gran parte el éxito o el fracaso de la historia, puesto que ninguna historia resultaba nunca creíble si el espectador no se zambullía en ella desde el primer momento.

—¿Qué puede impulsar a tres honrados ciudadanos a convertirse de pronto en asesinos? —se preguntó de nuevo.

La respuesta tardó en llegar, pero llegó abriéndose paso a codazos por entre la avaricia, la venganza, el racismo o los celos.

¡El miedo!

El miedo a perder lo que era suyo.

El miedo a que les arrebataran un futuro que ya creían seguro.

El miedo a tener que recorrer una vez más el largo, desalentador y espinoso camino hacia la cima.

—¡Bien! —musitó de nuevo en voz alta—. Ya tengo los cimientos sobre los que levantar este edificio: gente que jamás ha sido capaz de hacerle daño a nadie, pero a la que el miedo a que les arrebaten lo que tienen los convierte de la noche a la mañana en desalmados. ¿Quiénes son y a qué se dedican?

Sonó, lejano, el timbre de la puerta, y al poco una sirvienta uniformada a la que la cofia parecía haberle caído de un quinto piso para quedar aferrada con uñas y dientes a una encrespada cabellera hizo su aparición para comentar en un inglés detestable:

—Un señor pregunta por el señor. —Su voz sonó casi como un sollozo al añadir—: Parece de inmigración.

—¡Tranquila, Laila! Tienes los papeles en regla. ¡Hazle pasar!

La buena mujer desapareció por donde había venido con el aire asustado de quien no las tiene todas consigo, y a los pocos instantes regresó seguida de un jovenzuelo que, en efecto, tenía todo el aspecto de pertenecer al inquisitivo y avinagrado gremio de los inspectores de inmigración.

—¿Dimitri Ustinov? —fue lo primero que dijo forzando mucho la voz con la aparente intención de que sonara profunda y autoritaria al tiempo que sacaba del bolsillo un carnet y lo depositaba sobre la mesa—. Me llamo Gordon Warlock y como ve pertenezco a la Acat.

—¿A la qué…? —inquirió su anfitrión tras echar una corta ojeada al documento que había quedado sobre la mesa.

—La Acat.

—¿Y eso qué diablos significa?

—Agencia Central Anti-Terrorista. ¿Nunca ha oído hablar de ella?

—¡Ni puñetera idea!

—Pues ya va siendo hora de que nos conozca. El presidente firmó no hace mucho un mandato que nos obliga a velar por la seguridad nacional de tal forma que jamás pueda volver a darse una catástrofe como la que se vivió en Nueva York aquel once de septiembre. ¿Puedo sentarme?

—¡Naturalmente! Pero dígame, ¿acaso se le ha pasado por la mente que la pobre Laila, que ni siquiera sabe leer y apenas hablar, puede tener algo que ver con las redes terroristas islámicas?

—¿Quién es Laila?

—La muchacha que le ha abierto la puerta.

—Creí que era mexicana —fue la desconcertante respuesta del recién llegado, que casi de inmediato añadió—: Y no estoy aquí por ella.

—¿Ah, no? —se sorprendió el guionista mordiéndose levemente la punta del mostacho—. ¿Entonces por quién?

—Por uno de sus colaboradores; un tal Brown, que últimamente se dedica a hacer infinidad de preguntas sobre temas de interés estratégico nacional.

—¿«Interés estratégico nacional»? —repitió visiblemente asombrado Dimitri Ustinov—. ¿Y eso qué significa? ¿A qué tipo de estrategia se refiere?

—A la capacidad de generar energía eléctrica de nuestro país, y al destino final de dicha energía —replicó en un tono aún más grave y profundo el apellidado Warlock.

—¡Ah, vaya por Dios! —resopló aliviado el guionista—. Por un momento me había asustado. Teddy está haciendo todas esas preguntas porque está recopilando información con destino a la película que estoy escribiendo en estos momentos.

—¡Ya!

El propietario de la mansión de Malibú inclinó ligeramente la cabeza con el fin de observar con mayor atención, y de medio lado, a su inesperado visitante.

—¿Acaso no me cree?

—¿Acaso tengo obligación de creerle? —fue la desconcertante respuesta a la pregunta.

—¡Naturalmente que tiene obligación de creerme…! —recalcó Dimitri Ustinov en tono agresivo—. Pago una pequeña fortuna en impuestos, soy un conocido escritor sin antecedentes penales y además soy veterano de la guerra del Vietnam, donde fui condecorado tras recibir un balazo que me destrozó el riñón izquierdo.

Y como creo que usted es demasiado joven como para haber estado allí, y tampoco tiene aspecto de haber estado en Irak, considero que desde el punto de vista del patriotismo le llevo una considerable ventaja que le obliga a respetarme.

—Y le respeto. Entre otras cosas porque he visto la mayor parte de las películas que ha escrito.

—¿Pero no me cree…?

—Preferiría creer que ese tal Brown actúa por su cuenta y de ese modo evitaríamos que un escritor de su prestigio y posición social se viera implicado en un asunto tan espinoso.

—¿Espinoso? —no pudo por menos que sorprenderse el propietario de la hermosa coleta entrecana—. ¿Qué tiene este jodido asunto de espinoso, si es que puede saberse?

—Que atenta contra la seguridad nacional, ya se lo he dicho.

—Pero ahora soy yo quien se niega a creerle, y perdone que se lo diga. Los datos que Teddy está buscando se pueden encontrar en cualquier biblioteca o unas oficinas gubernamentales que tienen la obligación de proporcionárselos a todo aquel que lo solicite. ¿Me quiere explicar cómo es posible que una ley federal pueda ir contra la seguridad nacional?

—Esa ley está a punto de cambiarse.

—¿Pero aún no se ha cambiado?

—En realidad no.

—En ese caso, y hasta que el Congreso y el Senado la anulen, dicha ley sigue en vigencia, y por lo tanto atenerse a ella no puede constituir en forma alguna un delito, a no ser que usted afirme que su maldita agencia, como quiera que se llame, esté por encima del Congreso y el Senado de los Estados Unidos de América… —Dimitri Ustinov inclinó apenas la cabeza para observar a su visitante con una leve sonrisa burlona al tiempo que inquiría—: ¿Acaso pretende convencerme de que su agencia lo está?

—¡No! —replicó de mala gana el jovenzuelo—. ¡Naturalmente que nadie está por encima de ellos. Ni siquiera el presidente!

—Me alegra oírlo puesto que de lo contrario me inclinaría a pensar que de golpe y porrazo nuestro bien amado presidente ha convertido nuestra vieja democracia en un régimen de claras tendencias fascistas.

—No se trata de fascismo —protestó Gordon Warlock—. Se trata de que hemos sido demasiado condescendientes con unos enemigos que han acabado por infiltrarse en el tejido social de nuestro país. Y ellos sí que son auténticos fanáticos enemigos de la libertad.

—Quien asegure combatir a los enemigos de la libertad privando de libertad, se convierte, de inmediato, en un enemigo de esa libertad que pretende defender.

—¿Me está acusando de atentar contra su libertad?

—¡Tómelo como quiera! —El guionista apuntó con el lápiz que aún tenía en la mano a su interlocutor, para añadir en tono desabrido—: A mí no me venga con monsergas, jovenzuelo. Soy perro viejo en estas lides, y me consta que si estuviera aquí representando oficialmente a esa puñetera agencia de mierda, a la que no dudo que pertenezca, tendría que haber venido acompañado de otro funcionario, porque de lo contrario todo cuanto yo pueda declarar no tiene validez legal ya que no puede ser corroborado.

—¿Entiende usted mucho de leyes?

—Un escritor tiene que entender un poco de todo, muchachito —fue la casi despectiva respuesta—. Y lo que sí puedo advertirle, es que a mi modo de ver se está usted metiendo en un buen lío que roza la ilegalidad, al presentarse en mi casa exhibiendo un carnet que aún huele a tinta fresca e intentando asustarme en lo que constituye un claro abuso de autoridad que puede costarle el empleo e incluso algo peor.

—Yo no he intentado asustarle.

—¡Sí que lo ha hecho al hacer mención a algo tan serio como la seguridad nacional! —Dimitri Ustinov lanzó un hondo suspiro y contempló a su interlocutor como si estuviera observando con una infinita pena a un condenado al insistir—: No sé quién le ha metido en este berenjenal convenciéndole de que ese flamante carnet le concede patente de corso y todo aquel que lo vea se va a cagar patas abajo, pero lo que sí le auguro es que como se dedique a ponerse al servicio de quien quiera pagar por ello va a acabar entre rejas.

—No se pase porque le advierto que las normas de agencia me permiten detenerle y mantenerle incomunicado una semana.

—¿Bajo qué acusación?

—«Conspiración para atentar contra la seguridad del Estado». Y si demuestro que usted ha escrito o está escribiendo un guión de cine en el que se desvelan secretos relacionados con algo tan importante como nuestras fuentes de energía y el uso que se hace de ellas, le garantizo que puede pasarse mucho tiempo entre rejas.

Dimitri Ustinov tardó en responder, jugueteó con el lápiz, mordió la goma de su parte posterior y al fin inquirió calmosamente:

—Dígame una cosa, amigo mío… ¿Por casualidad ha oído hablar de un tipo llamado Rod Kimberley?

—No. ¿Quién es?

—Nadie lo sabe. Los chicos que cobran los impuestos, que son mucho más listos que usted y tienen una gran experiencia a la hora de meter a la gente entre rejas, llevan años tras él puesto que ha firmado y cobrado más de cien guiones de cine. Pero como supuestamente vive en Montecarlo, San Marino, las Caimán o cualquiera de esos remotos lugares en los que no se pagan impuestos, no han encontrado el modo de echarle el guante.

—¿Y qué pretende decirme con eso? —inquirió un amoscado Gordon Warlock.

—Que el fantasmal Rod Kimberley es un querido amigo de ciertas gentes del cine, que suelen recurrir a sus buenos servicios y a su indiscutible discreción cuando no tiene interés en que su nombre aparezca, sea cual sea la razón, en los contratos o los títulos de crédito de una película. ¿Me sigue?

—Creo que sí.

—En ese caso comprenderá que si «alguien», y eso no quiere decir en absoluto que necesariamente tenga que ser yo, decidiera escribir una historia referente a los parques eólicos y al destino que se da a unas más que generosas subvenciones a la energía que producen, lo más probable es que lo firmara mi buen amigo Rod Kimberley, con lo que puede dar por seguro que usted, y toda la plantilla de su flamante y recién fundada agencia, se harían viejos intentando darle caza a través de medio mundo.

—Entre otras cosas, porque en realidad no existe, ¿me equivoco?

—Desde un punto de vista jurídico existe, se lo aseguro. Como persona física lo dudo, puesto que el primer guión que firmó fue allá por los años treinta. —Agitó la cabeza como si se le acabara de ocurrir una divertida idea—. Aunque muy bien pudiera darse el caso de que se tratara de su hijo… O de su nieto, ¡vaya usted a saber!

—¿Continúa intentando burlarse de mí?

Dimitri Ustinov inclinó el lápiz mostrando a las claras la puerta de salida al concluir en un tono que no admitía réplica.

—¡Tómelo como quiera! Y ahora, si me lo permite, me gustaría continuar trabajando; esta absurda conversación me ha dado una idea para una divertida escena de la película en la que estoy trabajando. Se trata de una nueva versión, admito que en cierto modo desvergonzada e irreverente, de Alicia en el país de las maravillas

El j oven miembro de la recién inaugurada agencia estatal de lucha contra el terrorismo se puso lentamente en pie esforzándose por mantener la compostura pese a que resultaba evidente que su ego había salido bastante maltrecho tras tan incómoda entrevista.

—¡Cómo quiera! —masculló—. Me marcho y puede tener la seguridad de que no volveré. Mi intención era hacerle comprender, a usted y a sus amigos, que el camino que han emprendido les lleva directamente al abismo puesto que aquellos a quienes pretenden perjudicar no están dispuestos, bajo ningún concepto, a que les destrocen la vida. Este ha sido su último intento de solucionar el problema de una forma…, digamos, «amistosa».

—Pues ya ve que no ha tenido el más mínimo éxito.

—Evidentemente. A partir de hoy se acabaron las negociaciones. Ya no habrá más palabras; ahora vendrán los hechos.

—¿Me está amenazando?

—Tal como usted acostumbra a decir… ¡Tómelo como quiera!