LA GRAN PARED frontal del dormitorio no era otra cosa que una inmensa fotografía, de seis metros de largo por dos de alto, que reproducía con asombrosa precisión el fastuoso paisaje que se alcanzaba a distinguir desde el balcón principal de la suite nupcial del hotel Timeo.

Al fondo, el majestuoso cono nevado del Etna lanzando al cielo un chorro de lava y humo, y en primer término las casas alzadas como nidos de águila de la incomparable Taormina, dejando a la izquierda dos inmensas bahías, de aguas tan verdes, tranquilas y transparentes, que más parecían pertenecer a un protegido lago que al mar abierto.

Lucia Acquaviva y Norman Caine habían elegido tan sorprendente decoración para el dormitorio de su fastuosa mansión de Beverly Hills porque aquel y no otro era el paisaje que tenían ante sí la primera vez que se entregaron el uno al otro tras una colorida y multitudinaria boda en una diminuta capilla de Cammarata.

Si en aquel hotel y frente a aquel volcán se conocieron, y si en aquel hotel y frente a aquel volcán, disfrutaron de su noche de bodas, justo les parecía que cuanto había quedado en sus retinas como el cénit de sus vidas, fuera de igual modo testigo de las miles de ocasiones en que se amaron con el mismo amor e idéntica pasión.

Y es que aunque hubiera pasado los últimos años de su corta vida en California, Sicilia continuaba corriendo por las venas de Lucia Acquaviva hasta el punto de haberle suplicado a su marido que el día de su muerte llevara sus cenizas a su adorada isla y las arrojaran al viento desde la terraza del hotel en que se habían visto por primera vez, y que tan presente seguía estando en sus pensamientos.

Ahora, tendida en el lecho en que había concebido a sus dos hijos y en el que había sido tan feliz como una mujer pudiera soñar con ser en este mundo, la amada y amante esposa de Norman Caine permanecía muy quieta con la vista clavada en la gigantesca fotografía que tenía la virtud de devolverle a sus ya para siempre perdidos días de dicha.

No era aquella, no obstante, una de las amargas mañanas en las que se rebelaba contra su injusto futuro, sino de las que por el contrario se resignaba a su suerte consciente de que, pese a estar condenada a morir joven, el destino le había concedido infinitamente más felicidad de la que se le solía conceder a la mayor parte de los seres humanos.

«Me consuela la idea… —le había escrito recientemente a su madre— de que al desaparecer en este momento, el amor que Norman siente por mí permanecerá intacto pese al paso de los años. Nada ha cambiado entre nosotros desde el bendito día en que me entregué a él, la huella del tiempo no me había marcado hasta el día en que enfermé, y estoy convencida de que en su memoria continuaré siendo la misma muchacha que se sentó frente a él aquella primera noche en Taormina».

Cuando a veces lloraba, Lucia Acquaviva no lo hacía por el hecho de saber que pronto se convertiría en cenizas y ya no sentiría en su cintura las fuertes manos de Norman, ni en sus pechos los cálidos labios de su amado, sino por el hecho de saber que los labios de su amado jamás podría volver a complacerse besando sus pechos, ni las manos de Norman disfrutarían alzándola en el aire por la cintura.

—De los dos, el más muerto será él, porque a mí la muerte tan solo me arrebatará un cuerpo ya maltrecho, mientras que a él le destrozará un alma que aún permanece intacta. Su única esperanza estriba en que puede resucitar algún día. Pero yo nunca resucitaré.

Por eso, porque amaba tanto a Norman que le dolía más su dolor que el dolor propio, Lucia Acquaviva había decidido que la eventual resurrección de su esposo debía producirse lo más pronto posible, y en el momento en que su entrañable amiga Celeste Gallagher se sentó frente a ella, aferrando de la mano como si se tratara de una niña asustada a una bellísima muchacha de ojos color esmeralda y mirar tan profundo que recordaban a un tigre acechando entre la espesura, sonrió con dulzura aún consciente como estaba de que el espeso velo que colgaba del baldaquín de su enorme cama en penumbras hacía imposible que las recién llegadas pudieran advertirlo.

—Si el contenido se corresponde, aunque sea en una mínima proporción, con el continente, me daré por satisfecha —musitó apenas—. Permite que esta pobre infeliz, que ya no puede sentir ni tan siquiera envidia, te confiese que eres una de las criaturas más hermosas que he visto en mi vida. ¡Y que Celeste me perdone…!

—Celeste te perdona porque comparte tu punto de vista e incluso va más allá porque conoce parte del contenido… —señaló la actriz—. Te garantizo que Carolina no es tan solo el brillante papel y el lazo de colores que envuelve una caja vacía. En sí misma es una joya que de igual modo resultaría valiosa si la envolvieras en papel de periódico.

—¡Por favor…!

—¡Lo digo sinceramente! Hace casi una semana que hablamos como cotorras de todo lo imaginable, y estoy convencida de que nadie podría fingir durante tanto tiempo sin que yo lo advirtiera… —Celeste Gallagher hizo una corta pausa y se volvió ahora hacia el velo que ocultaba a su amiga, consciente de que esta la escuchaba con atención—. Llevo veinte años viviendo y trabajando en Hollywood, que es tanto como decir que vivo y trabajo en el corazón del mundo de la simulación y la mentira, he conseguido triunfar donde tanta gente de talento se ha estrellado, y creo que eso me confiere una innegable autoridad a la hora de juzgar a quienes han hecho del fingimiento su razón de existir. —Sonrió con ternura al tiempo que apretaba con fuerza la mano de la muchacha y añadía—: Ni la Garbo hubiera conseguido interpretar tan perfectamente y durante tanto tiempo un papel para el que no estaba preparada.

—No sé si eso me halaga o me molesta… —replicó con un cómico mohín la dominicana—. Tomé clases nocturnas. ¡Y me costaron muy caras!

—De poco podrían servirte frente a alguien que estudió en la misma academia… —La actriz se volvió hacia donde sabía que se encontraba Lucia para inquirir—: ¿Qué quieres saber de ella exactamente?

—En primer lugar quiero que me diga qué piensa de Norman.

Carolina Salvatierra se tomó un largo tiempo para responder. Recorrió con la vista una vez más la hermosa habitación, su mirada se detuvo en la gigantesca fotografía del sereno atardecer de Taormina, y por último, con voz clara y tranquila, replicó:

—Pienso que es su marido, y que seguirá siéndolo durante muchos años, aun en el caso de que lo que pretende saliera bien y yo acabara por ocupar su lugar. Pienso que si es como Celeste asegura, y consigo quererle tal como al parecer se merece, llegaré a odiarla porque su recuerdo siempre se interpondrá entre nosotros, pero considero que si las cosas ocurren de ese modo seré lo suficientemente inteligente como para no culparle por ello, puesto que al fin y al cabo si al fin acepto formar parte de esta extraña locura, lo haré teniendo plena conciencia del riesgo que corro.

—¿Eso quiere decir que aún no estás decidida? —quiso saber un tanto desconcertada Lucia Acquaviva, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: ¿Por qué?

—Porque aún ni siquiera he cruzado una palabra con su marido, y porque antes de hacerlo quiero abrigar la absoluta certeza de que usted está convencida de lo que hace.

—¿Y qué harías tú en mi lugar?

—No tengo ni la menor idea.

—¿Serías tan egoísta como para condenarle a sufrir por tu ausencia, corriendo con ello el peligro de convertirlo en un alcohólico? —quiso saber la enferma—. Cuando conocí a Norman se acostaba con una docena de golfas y se bebía botella y media de whisky al día. Conducía como un loco, había tenido ya dos accidentes, perdía fortunas jugando a todo lo imaginable allá en Las Vegas, y era lo que se suele decir un auténtico crápula. Yo le convertí en un marido y un padre perfectos, en un hombre realmente extraordinario, y si en verdad creyera que con mi muerte mi obra acabaría destruyéndose consideraría que me había muerto dos veces.

—Entiendo.

—Confío en que lo entiendas. Para mí, el hecho de que Norman continúe siendo un buen padre y un buen hombre es mucho más importante que el hecho de que se acueste contigo, porque al fin y al cabo, si el día de mañana no lo hace contigo lo hará con cualquier otra, para mí desconocida, y que quizá acabe apartándole de mis hijos.

—También yo puedo acabar por apartarle de sus hijos.

—¡También, desde luego! —admitió en tono de resignación la enferma—. Pero existe una pequeña diferencia; a ti puedo pedirte ahora y personalmente que no lo hagas con la esperanza de que si algún día te asalta esa tentación recordarás que fue una moribunda quien te lo suplicó.

—No le niego que se trata de un argumento de peso, pero aun así me resulta difícil verlo desde su punto de vista.

—Quizá se deba a que a ti no te han asegurado una docena de doctores muy sabios que tienes ya los dos pies en la tumba.

—¡Por favor, Lucia…! —le reconvino la actriz—. No soporto oírte hablar de ese modo.

—¿Y cómo quieres que hable a estas alturas? —fue la desabrida pregunta—. Desde el momento que aceptas que la muerte se encuentra ahí, a los pies de la cama, y eso es algo que te pongas como te pongas no tiene vuelta de hoja, tu visión del mundo cambia.

Se hizo un largo, pesado y doloroso silencio que al fin rompió Celeste Gallagher musitando al oído de Carolina Salvatierra:

—¿Te importaría esperarme fuera?

La muchacha se irguió de inmediato, dedicó una embarazosa sonrisa a quien se encontraba tras el pesado velo, y se apresuró a salir de la estancia cerrando con sumo cuidado la puerta a sus espaldas.

El silencio continuó hasta que la actriz inquirió:

—¿Qué opinas?

—Que aborrezco su juventud y su belleza —fue la respuesta—. Que odio verla tan sana y tan rebosante de vida mientras yo me consumo aquí escondida, pero admito que si en verdad pretendo lo que creo que pretendo, tiene que ser como es mal que me pese.

—¿Es que aún no estás segura?

—Lo estaba hasta el momento de verla y de imaginarla desnuda en esta misma cama y en los brazos de Norman.

—¡Dios, cómo te martirizas! Nunca será sobre esa misma cama.

—¿Qué importa la cama siempre que se trate del cuerpo de aquel a quién he amado desde que tengo memoria? ¡Acércate por favor y estréchame la mano! —suplicó—. Por primera vez en mi vida los celos me consumen y me aborrezco por ello. ¡Es tan hermosa!

—¡Ni la mitad que tú!

—¡No digas tonterías! Observa esta mano, apenas piel y huesos. Recuerda cómo eran mis manos, que tanto te admiraban, e imagínate el resto. Ya no soy más que una caricatura de lo que fui en un tiempo. Apenas un cadáver viviente.

—Con el alma más grande que nadie tuvo nunca.

—En estos momentos, querida, cambiaría esa alma porque Norman me volviera a hacer el amor como me lo hizo aquella primera noche en Taormina.

Al poco de abandonar la casa Celeste Gallagher detuvo su flamante Rolls-Royce descapotable en un recodo desde donde se dominaba gran parte de la ciudad de Los Ángeles, e inquirió volviéndose a quien se diría que ni siquiera había pestañeado durante los quince últimos minutos.

—¿A qué viene ese silencio?

Carolina Salvatierra se alisó muy despacio la larga melena azabache ligeramente revuelta por el viento al tiempo que se encogía de hombros.

—¿Y qué quieres que diga? —quiso saber—. Estoy intentando imaginar qué haría yo en una situación semejante.

—Pues no pierdas tu tiempo —le aconsejó—. Cuando la muerte está aún demasiado lejos nadie es capaz de imaginar cómo reaccionará cuando esté ya demasiado cerca.

—¿Por qué?

—Porque la muerte es un concepto impalpable hasta que llega el día en que es ella la que nos toca. De Lucia he aprendido que en ese momento todo cambia, como si de pronto nos fuera concedido ver en las tinieblas ciertas cosas que ni siquiera sospechábamos que existían.

—¿Y ocurre siempre?

—No lo sé, pero quiero suponer que eso tan solo ocurre cuando la asquerosa vieja de la guadaña decide acompañarnos dando un largo paseo hasta el final del camino. Si por el contrario decide presentarse de improbo, apenas nos queda tiempo de ver nada.

—¿Siempre has pensado así, o únicamente lo haces desde que has comprobado cómo tu mejor amiga va recorriendo muy despacio ese camino? —quiso saber la dominicana.

—Únicamente ahora… —fue la sincera respuesta—. En estos últimos días la muerte me ronda aunque no sea yo la víctima que ha elegido, y al notar su presencia a mi alrededor me siento tan sensible como cuando está a punto de bajarme la regla… —Lanzó un hondo suspiro al añadir—: Estoy esperando a mi primer hijo, y cada vez que me asalta la idea de que podría faltarle cuando más me necesitase me estremezco y siento ganas de llorar o de rogar a Dios que no le permita venir a Un mundo en el que no esté yo para cuidarle.

—¿Por eso te sientes tan identificada con Lucia?

Celeste Gallagher no respondió limitándose a abandonar el automóvil con el fin de aproximarse al muro que protegía el final del recodo tras el que se abría un pequeño barranco, y una vez allí se apoyó en un poste de la luz para contemplar largo rato, como ausente, la ciudad que se perdía en el horizonte.

Su vista recayó en un enorme avión que se dirigía a la pista de aterrizaje y lo señaló sin volverse:

—Ese debe estar pasando ahora justo sobre tu casa, en Palos Verdes.

Carolina Salvatierra se aproximó hasta colocarse a su lado, observó el avión y negó con la cabeza:

—¡No! —replicó—. No está pasando sobre mi casa, está pasando sobre el supermercado. Yo vivo en San Pedro.

—Ya es hora de que te mudes.

—¿Adónde?

—A mi casa —fue la tranquila respuesta—. Ha llegado el momento de que me confirmes que estás dispuesta a intentarlo, puesto que de lo contrario tendré que empezar a buscar a otra.

—¿Tanta prisa te corre?

—Necesito que Lucia me dé el visto bueno a la candidata que elija, y como supongo que has podido comprobar, le queda poco tiempo.

—Me sorprende que me exijas que tome una decisión tan precipitada —se lamentó la muchacha.

—No es esa mi intención —aclaró la actriz en un tono que no admitía dudas en cuanto a su sinceridad—. Para tomar una decisión definitiva dispones de mucho tiempo. Primero es necesario esperar a que Lucia desaparezca, luego concederle a Norman un tiempo prudencial para que eche fuera todo su dolor y comience a entender que la vida continúa, y por último tenemos que conseguir que acabe pidiéndote en matrimonio. El que digas que sí o que no dependerá de ti, pero hasta ese momento lo único que pretendo es que me confirmes que quieres intentarlo.

—¿Y si después de tanto esfuerzo digo que no?

—¡Será que no! No estoy buscando una esclava, sino una buena esposa para un gran hombre y una buena madre para unos chiquillos encantadores. Lucia me pide un esfuerzo, no un milagro.

—¿En verdad consideras que hace falta un milagro para que esta extraña propuesta salga bien?

—¡Y yo qué sé! Desde que Lucia me mandó llamar vivo obsesionada con el tema, no dejo de pensar en él, y en ocasiones lo encuentro de una lógica aplastante mientras que en otras se me antoja una aberrante insensatez.

—¿Te has preguntado qué harías en su lugar?

—Ya te he dicho que no creo que nadie que esté sano puede ponerse en el lugar de una moribunda. Es tanto como pedirle a un ciego que describa los colores, o a un vidente que acepte la oscuridad eterna.

—¡Entiendo! —admitió la dominicana—. Y también entiendo que continuar hablando del tema no conduce a nada. ¿Cuál es tu plan?

—Contratarte como secretaria personal escudándome en el hecho de que al estar embarazada necesito ayuda para estudiar los guiones, sobre todo ahora que tengo que enfrentarme a uno de los papeles más difíciles de mi carrera.

—¿Y eso para qué servirá?

—Para que estés cerca de mí, y de ese modo te iré enseñando todo aquello que considere que te puede ser de utilidad a la hora de atraer la atención de Norman sin que se dé cuenta, porque lo que debemos procurar, ante todo, es que te muestres siempre lejana, respetuosa y en cierto modo indiferente.

—Se me antoja inmoral —le hizo notar Carolina Salvatierra—. Me da la desagradable impresión de estar organizando una traicionera cacería del hombre, y no soy de las que…

—¡Escucha, pequeña…! —la interrumpió su interlocutora—. Desde que el mundo es mundo las mujeres hemos dedicado la mayor parte de nuestros esfuerzos a la cacería del hombre.

—¡No es mi caso! Al menos que yo recuerde.

—Eso explica que, con ese cuerpo y esa cara, continúes soltera y trabajando en un supermercado.

—Siempre he creído que cuando aparezca el hombre que me está destinado, ambos lo sabremos de inmediato.

—¡Te equivocas, querida! —replicó su interlocutora dejando escapar una divertida carcajada—. ¡Te equivocas de medio a medio! lo sabrás, pero él nunca lo sabrá a no ser que sepas hacerle comprender que eres la mujer que el destino le tenía reservada.

—¿Cómo?

—Utilizando todos los trucos que seas capaz de imaginar —fue la sincera y en cierto modo descarada respuesta.

—Me sigue pareciendo inmoral.

—Pero es que aquí no estamos hablando de moralidad, sino de felicidad, que suelen ser cosas distintas.

—Me cuesta aceptar que alguien se pueda sentir sinceramente feliz sabiéndose inmoral.

—¡Joder pequeña, vives en otro mundo! —protestó Celeste Gallagher—. Cuando conocí a Victor, yo no era más que una estrellita que empezaba a despuntar mientras que a él se le consideraba ya el director de más talento de su generación. Pasé semanas planeando cómo «llevarle al huerto» y ningún método se me antojó injusto e inmoral, puesto que competía con una larga fila de pelanduscas dispuestas a ganarme la batalla empleando métodos mucho más injustos e inmorales. Casi siempre es así, y así seguirá siendo hasta el fin de los siglos.

—¡Es triste!

—Es ley de vida… Cada cual quiere para sí mismo lo que considera que más le conviene, y para ello pone en juego todas las armas a su alcance… —Extendió la mano con el fin de pellizcar cariñosamente la barbilla de su acompañante al añadir—: Yo no puedo garantizarte que Norman sea el hombre que más te conviene, pero sí puedo garantizarte que se hace querer, sexualmente es muy activo, y siempre se comporta de una forma cariñosa y educada.

—¿Y crees que con eso basta?

—No lo sé, querida mía. No sé qué más puedes pedirle a un hombre, pero sí sé que es mucho más de lo que ofrecen actualmente la mayoría, pues como suele decir mi peluquera: «Hoy en día la inmensa mayoría de Jos hombres guapos son homosexuales o están casados. Y lo peor del caso, es que en una gran proporción son homosexuales… y además están casados».