HERMAN HARRISON ESTUDIÓ uno por uno los rostros de los tres hombres y las dos mujeres que se acomodaban en torno a la larga mesa de su severa sala de juntas, y como resultaba evidente que ninguno de ellos le demostraba la más mínima simpatía y probablemente tan solo se estaban preguntando por los motivos de tan urgente e inusual convocatoria, decidió ahorrar tiempo y palabras exponiendo de la forma más breve y concisa el motivo por el que les había pedido que acudieran a verle con tanta presteza e inexcusable falta de protocolo.

—Todos somos competidores… —dijo al fin con el tono de voz, grave, monótona e impersonal que solía utilizar en tales casos—. Y resultaría estúpido pretender ignorar que en infinidad de ocasiones nos hemos perjudicado los unos a los otros, e incluso que a veces no hemos actuado con la equidad que cabría esperar en personas de nuestra posición social —carraspeó levemente antes de añadir—: Pero sabido es que los negocios son los negocios, y como suele decirse, «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra».

—No será usted el que la tire.

—Desde luego no seré yo, pueden estar seguros —admitió con una velada sonrisa.

—¡Faltaría más después de lo que nos ha hecho a algunos! —masculló Katty Johnson, una rubia muy mal teñida que ocupaba el extremo más alejado de la mesa—. Si por usted fuera la mitad de los que nos encontramos aquí habríamos desaparecido del negocio hace años.

—¡Muy cierto…! —admitió el anfitrión—. Y mentiría si le dijera que lo lamento. Si quieren que les sea sincero, lo que lamento es no haberlo conseguido, pero eso es algo que ahora no viene al caso.

—¡Vaya! Es una noticia que al menos nos tranquiliza.

—Pues no veo los motivos, porque lo que ahora me preocupa no es que alguno de ustedes llegue a desaparecer, sino que tal como se presentan las cosas corremos el riesgo de desaparecer todos.

—¡No empiece otra vez con sus viejos trucos! Los hemos sufrido durante demasiado tiempo y ya sabe aquello de que «el gato escaldado del agua fría huye».

Herman Harrison se volvió al baboso gordinflón que tenía a su izquierda, y que era quien había hecho tan desagradable comentario.

—Esta vez no se trata de ningún truco, Miller, se lo aseguro —replicó en tono de amargura—. ¡Qué más quisiera yo!

—¡Aclárese entonces y déjese de rodeos!

—Es lo que pretendo. Y la raíz del problema estriba en que he tenido conocimientos de que se está preparando una película con el inquietante y significativo título de Vivir del viento.

—¿Y eso en qué diablos nos afecta?

—En que por lo que he conseguido averiguar por medio de mis contactos en el mundo del cine, esa dichosa película trata de mostrar al gran público, a toda pantalla y sin ningún género de dudas ni tapujos, todo cuanto se relaciona con nuestro negocio.

—¡Mi negocio es perfectamente honrado! —sentenció en tono ofendido la rubia mal teñida—. Dirijo como puedo la fábrica que me dejó mi difunto esposo que en gloria esté, pago religiosamente mis impuestos y a mis obreros, y que yo sepa nunca he tenido nada que ocultar ni a la justicia ni a ese «gran público» que al parecer tanto le preocupa.

—Lo sé, Katty, lo sé. Ni usted ni ninguno de los aquí presentes tiene nada que ocultar —fue la sincera respuesta del convocante de la reunión—. Nosotros nos limitamos a fabricar aerogeneradores del mismo modo que otros fabrican coches, neveras o televisores. Competimos entre nosotros en calidad y precios, vendemos a quien elige nuestros productos, y actuamos siempre dentro de la más estricta legalidad. No es ese el problema.

—¿Cuál es entonces?

—Nuestros clientes.

—¿Y qué le ocurre a nuestros clientes?

—De momento, nada… —sentenció Herman Harrison como sin dar importancia a sus palabras.

—En ese caso, ¿a qué viene todo esto? —intervino de nuevo el gordo Miller al que la actitud del otro cada vez molestaba más.

—A que si esa dichosa película llegara a estrenarse y las autoridades o los contribuyentes tomaran plena conciencia de que están gastando su dinero en algo que apenas produce beneficio a la comunidad, lo más probable es que pronto o tarde decidieran dejar de subvencionar la energía eólica… —Alzó el dedo índice como si con ello le estuviera concediendo una incontestable validez a sus argumentos al concluir—: Y si dejan de subvencionarla pueden jurar que al día siguiente nos quedaremos sin un solo cliente.

—¿Por qué? —quiso saber ahora el neoyorquino Basil Donovan en un tono que rozaba la agresividad.

—¡Oh, vamos, Donovan, me sorprende que sea precisamente usted quién me haga esa pregunta!

—¡Acláreme la razón!

—¡Si insiste…!

—Insisto.

—¡De acuerdo…! —Quien llevaba la voz cantante desde el primer momento pareció armarse de paciencia al inquirir—: Dígame, Donovan, ¿cuánto le cuesta por término medio a uno de sus clientes instalar una máquina de un megavatio de potencia, comprendida no solo la torre y el generador que usted le vende, sino añadiendo la compra o el alquiler del terreno, el traslado de la máquina y el enganche a la red eléctrica general que en ocasiones puede encontrarse a bastantes millas de distancia?

—No estoy muy seguro… —reconoció el aludido—. Depende de muchos factores, pero supongo que podría estar en torno…

—¿A novecientos mil dólares todo incluido?

—Supongo que por término medio la cifra debe ser bastante aproximada —no pudo por menos que admitir el neoyorquino.

—Y siendo sincero, ¿cuántas horas trabajan al año, de promedio, y entienda bien que acentúo lo de «promedio», cada una de esas máquinas?

—Entre dos mil setecientas y tres mil quinientas… ¡Dicho así, grosso modo! Como usted muy bien sabe, no en todas las zonas el viento sopla con la misma intensidad o regularidad.

—Lo sé. Todos los que estamos aquí lo sabemos porque se trata de nuestro trabajo, y por eso insisto tanto en lo de «promedio»… —Herman Harrison se volvió a mirar uno por uno al resto de los presentes para añadir con desconcertante calma—: ¿Aceptan que tales cifras se ajustan a un patrón común en la mayoría de las máquinas que fabricamos los diferentes Estados, e incluso la mayoría de los países?

Uno tras otro los interrogados fueron haciendo diferentes y muy personales gestos de asentimiento puesto que al fin y al cabo aquellos eran números que manejaban casi a diario.

—¡Bien! —insistió por último quien ocupaba, por derecho propio, la cabecera de la mesa—. Aceptemos que cada máquina trabaja un «promedio» de tres mil horas anuales, y que recibe una subvención que varía de un modo considerable teniendo en cuenta las tarifas de los distintos estados, e incluso los distintos países a los que vendemos nuestros productos. —Abrió la carpeta que tenía ante él y le entregó un folio a cada uno de los presentes—. Como podrán comprobar por ese detallado informe y haciendo una media ponderada, dichas subvenciones proporcionan a nuestros clientes doscientos ochenta mil dólares anuales… ¿Alguna objeción?

—Ninguna.

—A mi modo de ver está dentro de lo normal.

—Eso quiere decir que, haciendo como todos sabemos que la mayoría hacen bastantes trampas «puenteando» conducciones y facturando kilovatios que compran a la red para volver a venderlos como si los hubieran producido con sus aerogeneradores, llegamos a la conclusión de que en menos de tres años han amortizado la inversión.

—A veces ni siquiera llega a dos.

—Eso quiere decir que los veinte o treinta años siguientes se limitan a embolsarse las ganancias, lo cual constituye a todas luces un negocio fabuloso.

—¡Visto de ese modo!

—Es un modo sencillo y realista. No estamos aquí para engañarnos sobre algo que todos sabemos. ¿O sí?

No obtuvo respuesta lo cual pareció satisfacerle porque tras sacar del bolsillo un pañuelo y sonarse sonoramente, volvió sobre el tema:

—Clientes contentos y proveedores contentos… ¡Qué más se puede pedir! Durante los últimos trece años nuestro negocio se ha multiplicado por mil, pero debemos admitir que, por mucho que digamos lo contrario, en ese tiempo la emisión de gases contaminantes y el uso de combustibles fósiles no se ha reducido ni en un dos por ciento.

—¿Se ha multiplicado por mil? ¿No cree que exagera?

—¡En absoluto! Y en algunos países europeos, por más. Desde el comienzo de los noventa en que empezó la fiebre esto ha sido una auténtica locura y cada día que pasa tenemos que ampliar nuestras instalaciones, puesto que cada día que pasa acuden a visitarnos más inversores interesados en participar de un suculento pastel que deja unos beneficios de casi el treinta por ciento.

—Pero lo que está pretendiendo decirnos es que si dichas subvenciones se suspendieran… —apuntó con manifiesta intención la rubia mal teñida.

—¡Veo que lo ha captado! Si dichas subvenciones se suspendieran, querida señora, el panorama cambiaría y mucho. En ese caso, los explotadores de parques eólicos tendrían que adaptar su producción a los precios del mercado energético, con lo que el mega vatio se les pagaría, con mucha suerte, a la cuarta parte por término medio.

—¡Y adiós negocio!

—Adiós, porque ello significaría únicamente una ganancia anual de unos cien mil dólares por máquina instalada.

—Y ello traería aparejado que la mayoría de esos entusiastas clientes perdieran casi de inmediato todo interés por nuestros productos… —masculló agriamente el gordo Miller.

—¡Me alegra comprobar que todos parecen haber entendido la magnitud del problema! —sentenció más severo que nunca Herman Harrison—. Fábricas que han costado auténticas fortunas, gigantescos stocks de máquinas ya terminadas e infinidad de piezas de repuesto, pasarían a convertirse en chatarra, al tiempo que centenares, por no decir miles, de operarios, empleados y ejecutivos acabarían en el paro.

—Eso sin contar las fabulosas sumas que hemos empleado en mejorar la tecnología y que irían a parar, lógicamente, a la basura —masculló en su tono de siempre el grasiento Miller.

—¡La ruina, para ser más exactos! —puntualizó el neoyorquino Basil Donovan, que había perdido parte de su aceitunado color en el transcurso de la poco estimulante conversación.

—¡Ni más ni menos!

—¿Y puede alguien destruir a tanta gente por el simple capricho de hacer una maldita película?

—Este es un país libre en el que al parecer cada cual tiene derecho a expresar lo que desea.

—¡Deberían existir leyes contra eso!

—Pero desgraciadamente no existen.

—¿Podríamos demandarles?

—Podríamos… —admitió de mala gana el convocante de la reunión—. Pero no debemos llamarnos a engaño, ya que somos conscientes de que nuestros clientes, aquellos que tienen los medios y los contactos necesarios como para conseguir que se les conceda el permiso para levantar un parque eólico, llevan años obteniendo escandalosos beneficios a costa de los contribuyentes. —Se encogió de hombros admitiendo su impotencia al respecto al concluir—: Dudo mucho que los miembros de un jurado, que también suelen ser contribuyentes y por lo tanto no les estarían en absoluto agradecidos, fallasen a favor de quienes les han estado esquilmando impunemente.

—¡Eso de «esquilmar impunemente» suena en exceso brutal! —se lamentó la segunda mujer, una estirada cincuentona que apenas había abierto la boca más que para mascullar por lo bajo—. Debería moderar su lenguaje.

—Sin duda suena brutal, miss Turner —fue la casi ofensiva respuesta—. Sobre todo para usted, que no es de las que únicamente fabrica aerogeneradores, sino que, si la memoria no me falla, es al propio tiempo quien explota personalmente una docena de parques eólicos entre Kansas y Arizona.

—Como la mayoría de los aquí presentes —admitió la aludida—. Todos sabemos lo que hacemos todos.

—¡En efecto! Como la mayoría de los aquí presentes, y que conste que no me excluyo —reconoció Herman Harrison—. Pero suene brutal o no, esa es una realidad que en estos momentos no estamos en condiciones de ocultarnos a nosotros mismos, sino a la que, por el contrario, debemos hacer frente con sinceridad, decisión y valentía.

—Nadie intenta ocultarla.

—En ese caso reconozcamos honradamente que hemos ganado mucho dinero, y hemos montado unas infraestructuras destinadas a ganar muchísimo más sin pararnos a pensar que algún día podían aparecer unos estúpidos «salvadores de la patria» que intentaran retorcerle el cuello a nuestra gallina de los huevos de oro con la disculpa de que sus huevos son de plomo.

—Entiendo… —admitió la por lo general poco expresiva miss Turner—. Creo que todos lo hemos entendido a la perfección. Pero ahora la pregunta clave es: ¿Cuánto va a costamos la broma?

—Ya me he encargado de hacer una primera tentativa de arreglo económico, pero al parecer esa gente no quiere dinero. Lo que quiere es hacer esa maldita película.

—Todo el mundo tiene un precio.

—Estos no.

—¿Quiénes son?

—Stanley Hoper, un productor que se ha hecho multimillonario con la famosa serie galáctica Aurora Boreal, Norman Caine, tres veces candidato al Oscar al mejor actor; Dimitri Ustinov, un archiconocido guionista, y el matrimonio formado por Celeste y Victor Gallagher.

—¡Gente importante, sin duda!

—Sin ningún género de dudas. Y es de suponer que con muy buenas relaciones al más alto nivel.

—También nosotros tenemos relaciones al más alto nivel —puntualizó Katty Johnson.

—¿Se refiere a las compañías eléctricas? —quiso saber Herman Harrison—. ¡Olvídese de ellas!

—¿Por qué? Se supone que deben ser nuestras mejores valedoras, dado que al fin y al cabo son las que se llevan la mejor parte del pastel.

—¡Se supone…! Y hacia ellas dirigí mis primeros pasos, pero muy pronto me di cuenta de que prefieren mantenerse al margen… —Hizo una significativa pausa destinada sin duda a dar más énfasis a sus palabras—. E incluso salirse del negocio a las primeras de cambio.

—¿Y eso a qué se debe?

—A que el escándalo de la Enron, con las nefastas consecuencias que ha traído aparejado, ha puesto a las eléctricas en el punto de mira del gobierno, la opinión pública, la bolsa y el mercado de valores. Lo que menos desean en estos momentos es verse involucradas en nuevos escándalos, no vaya a ser que acaben exigiéndoles que devuelvan todo cuanto han ganado a lo largo de los últimos años.

—¡No puedo creerlo! —exclamó cada vez más indignado el gordo Miller—. Me resulta inaceptable.

—Pues créaselo y acéptelo porque se da la curiosa circunstancia de que como fabricantes tenemos un negocio limpio y ecológico que beneficia y da trabajo a mucha gente, pero por desgracia el nuestro es un negocio que no puede sobrevivir sin el siguiente paso: y ese paso no es otro que la explotación, subvencionada o no, del producto.

—Lo cual lo convierte ya en un negocio más bien turbio sobre el que planea el fantasma de la corrupción.

—Ni más ni menos.

—Y lo cierto es que en este país la ciudadanía está hasta los huevos de tanta corrupción.

—En este y en todos.

—Empiezo a entender por qué razón la Gesmarck Power se ha desprendido de todos sus parques eólicos a tan bajo precio y con tanta precipitación —musitó la rubia teñida encendiendo nerviosamente un cigarrillo pese a la mirada de reconvención que le dedicó su vecino de mesa en el momento de llevárselo a los labios—. ¡Huyen de la quema!

—¿Imaginan lo que puede ocurrir si cunde el pánico y se produce una desbandada general? —quiso saber el abatido anfitrión.

—¡Por supuesto! —masculló miss Turner—. Si el simple hecho de que se murmure que alguien amenaza con levantar apenas la tapa del cubo de la basura provoca que una empresa tan poderosa y agresiva como la Gesmarck Power decida perder sus muy jugosos activos con tal de escapar por la tangente, debemos aceptar que si realmente ese cubo queda a la vista lo que nos viene encima es la debacle.

—¡De acuerdo! Puede ser en efecto, la debacle; el final de todas nuestras industrias —admitió Basil Donovan—. ¿Qué se le ocurre que podemos hacer al respecto?

—Evitar a toda costa que esa maldita película llegue a rodarse y ni siquiera trascienda que alguna vez pudo intentarse —puntualizó seguro de lo que decía Herman Harrison.

—Eso es más que evidente… —admitió el otro—. ¿Pero cómo imagina que podemos impedirlo, si tal como parece ser, y estoy de acuerdo con su apreciación, una demanda judicial no nos llevaría a ninguna parte?

—Para eso les he reunido —fue la respuesta—. Y eso es lo que tenemos que decidir aquí, y ahora.

—¡No se hagan ilusiones!

—¡Vaya! —exclamó en un tono de abierta ironía la falsa rubia—. ¡Al fin el señor Zemeckis se digna dirigir la palabra a estos pobres mortales…! Por un momento llegué a pensar que no era usted de carne y hueso, sino tan solo un muñeco de cera.

Al Zemeckis, tan impasible como un auténtico muñeco de cera, ni siquiera se rebajó a dirigirle una despectiva mirada, puesto que continuó, tal como había hecho hasta el presente, con la vista clavada en la pared frontal, ya que se diría que el cuadro de un paisaje flamenco que colgaba de ella le importaba mucho más que cuanto se pudiera haber estado discutiendo en aquella estancia.

Era un hombre extraordinariamente corpulento, de rala cabellera blanca, grandes gafas de concha y un rictus de continua amargura en los labios debido sin duda a que desde hacía más de veinte años sufría terribles dolores de espalda, lo que le obligaba a consumir ingentes cantidades de unos analgésicos que le destrozaban el estómago.

—No se hagan ilusiones —repitió con la misma voz áspera y cascada sin prestar la más mínima atención al agrio comentario que se había hecho sobre su persona—. Nada ni nadie evitará que se ruede esa película, a menos que recurramos a métodos auténticamente drásticos.

—¿Podría aclararnos qué entiende por «métodos auténticamente drásticos»? —quiso saber quien hasta ese momento había llevado la voz cantante.

—Drástico es todo aquello que no admite ningún tipo de componendas —fue la tranquila respuesta—. Ni ofertas de dinero, ni amenazas de juicios, ni oportunidad de que empiecen a airear un tema que pone en serio peligro el presente y el futuro de miles de personas, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo. Usted nos ha hablado de gente muy importante en el mundo del cine, gente admirada y respetada, pero la experiencia me dicta que incluso los más admirados y respetados tienen puntos débiles puesto que no existe armadura sin juntura.

—¿Me equivoco o estamos hablando de chantaje? —quiso saber una en cierto modo escandalizada miss Turner.

—Como primera medida, sí. Existe gente especializada en investigar el pasado de otra gente, sobre todo si se trata de personajes públicos inmersos en un mundo como el del espectáculo en el que es costumbre alcanzar la cumbre atajando por las cloacas. Lo primero que esos hijos de puta tienen que saber, es que, si se han propuesto hundirnos, tenemos perfecto derecho a intentar hundirlos a nuestra vez.

—¿Y si eso no da resultado?

—En ese caso se debe pasar rápidamente, y sin el menor reparo, a una segunda fase mucho más efectiva a mi modo de ver: la acción.

—¿Acción o violencia?

—¡Llámelo como le apetezca!

—Jamás he sido partidario de emplear la violencia… —protestó con una cierta timidez el gordo Miller.

—Quiero suponer que se debe a que jamás se ha enfrentado al hecho de que unos advenedizos se muestren decididos a arruinarle echando por tierra treinta años de trabajo. A mí me arruinaron en una ocasión y a punto estuve de volarme la tapa de los sesos, pero aún era joven y gozaba de buena salud por lo que fui capaz de evitar la tentación y rehacer mi fortuna. Pero a los sesenta y dos años, cansado y enfermo, no estoy dispuesto a pasar por lo mismo y les aseguro que si tengo que elegir entre la vida de otros, o la mía, no dudaré un segundo.

—¿Acaso alguien se ha detenido a meditar en el hecho de lo que aquí se está hablando es de una conspiración que puede desembocar en un delito que nos puede llevar directamente a la cárcel? —quiso saber Katty Johnson a la que se advertía en verdad horrorizada.

—La puerta no está abierta para el que todo el que quiera pueda marcharse, porque aquí se trata de defender los intereses de todos, no de unos cuantos —fue la seca respuesta del hombre del rictus de amargura en los labios—. Si no está dispuesta a salvar su empresa, yo me comprometo a comprársela, pero lo que no pienso hacer es correr riesgos por salvar la mía mientras otros se limitan a permanecer al margen beneficiándose de mis esfuerzos.

—¿Cuánto me ofrece?

—La mitad de su valor actual en el mercado, y tenga en cuenta que conozco muy bien cuál es dicho valor.

—¿La mitad? ¡Pero eso es un abuso!

—Se acercan tiempos de crisis, querida señora. La elección es bien sencilla: o salva la mitad y se lava las manos, o intenta salvar la totalidad y se las ensucia como todos.

—¡Esto es inaudito!

—Lo inaudito… —puntualizó quien sin duda se había adueñado del protagonismo de la reunión— es que cuatro imbéciles en busca de notoriedad puedan jugar impunemente con el futuro de miles de seres humanos que dependen de la energía eólica para subsistir. La mayoría de ustedes conoce perfectamente una frase que corre por ahí: «Quien vive del viento, vive del cuento». —Apuntó a la rubia directamente con el dedo para concluir—: Tenga por seguro que si permitimos que dicha frase se popularice, acabaremos pidiendo limosna en una esquina.

Un silencio tan pesado como la losa de una tumba cayó sobre las cabezas de todos los presentes que parecieron aceptar que los argumentos del amargado Al Zemeckis no admitían discusión.

Resultaba evidente que jamás se habían detenido a meditar a fondo en el hecho de que sus hasta ahora más que productivos negocios habían sido levantados sobre un frágil pedestal, por lo que su situación resultaba en exceso vulnerable. Había bastado con que alguien amenazase con lanzar una piedra sobre el techo de cristal de sus empresas, para que se corriera el peligro de que todo el edificio se viniera abajo arrastrándolos irremediablemente al abismo.

Al fin, Herman Harrison se decidió a señalar:

—Por lo que me han contado quienes están investigando el tema, lo que esa gente intenta proponer con su película es que sustituyamos el sistema actual de financiarnos casi exclusivamente con subvenciones estatales, por otro en el que los molinos no incluyan generadores, sino que se limiten a subir agua con el fin de almacenarla a cierta altura y disponer así de un potencial energético aprovechable en el momento en que se necesite.

—No es mala idea… —reconoció Basil Donovan—. Pero para nosotros continúa constituyendo una ruina. La esencia de nuestro negocio, al menos del mío, está en la fabricación del generador, no de las torres. Si se sustituye ese generador por un simple mecanismo de subir agua, por muy sofisticado que sea, cualquiera podrá hacernos la competencia y todo el dinero, la investigación y la maquinaria de la que disponemos y que tanto nos ha costado montar se irían al garete.

—Nosotros ni siquiera fabricamos esas torres —admitió miss Turner—. Se las encargamos a un proveedor al que conozco lo suficiente como para saber que al día siguiente me mandaría al infierno y se establecería por su cuenta.

—A mí me ocurre algo parecido.

—¿Y a quién no?

—¡Bien! —admitió un resignado Basil Donovan—. Resulta evidente que, independientemente de lo que opinen los explotadores de los parques eólicos, incluso aunque en algunos casos seamos, tal como ya se ha dicho, nosotros mismos, lo que no podemos negar es que como fabricantes dicha solución no nos soluciona nada, y valga la redundancia.

—Yo creo que, más bien por el contrario, nos perjudica —sentenció la falsa rubia Katty Johnson—. Ofrece una alternativa que algunos aceptarán a regañadientes y otros incluso aprovecharán para introducir en el mercado un nuevo producto mucho más económico y que a nosotros nos puede dejar, como suele decirse y perdonen el lenguaje, con el culo al aire.

—Al final puede resultar que seamos los únicos en pagar el pato… —masculló el cada vez más malhumorado Michael Miller secándose con el dorso de la mano el abundante sudor que comenzaba a resbalarle por la frente—. Y no estoy dispuesto a que me arruinen —concluyó furibundo—. ¡Por Dios que no!

—Tampoco yo.

—Sin embargo… —musitó con cierta timidez miss Turner—. Me sigue pareciendo una locura intentar resolver los problemas echando mano de la fuerza o del chantaje. Una cosa es beneficiarse, más o menos lícitamente, de un sistema de subvenciones evidentemente erróneo, y otra muy diferente adentrarse en el campo de la más total y absoluta ilegalidad.

—Si tantos escrúpulos siente, la solución la tiene al alcance de la mano… —le hizo notar con su inflexible tono de siempre Al Zemeckis—. Véndame su negocio y retírese a disfrutar de unas largas vacaciones en Miami.

—¿A mitad de su precio?

—¡Ni un centavo más…!

—¡Cerdo!

—¡Por favor! —intervino Basil Donovan extendiendo las manos como si suplicara paz—. ¡Mantengamos la educación y la compostura! —Se ha hecho una propuesta en firme y cada cual es libre de aceptarla o rechazarla, pero no por eso debemos llegar al terreno personal.

Herman Harrison pareció comprender que el ambiente empezaba a caldearse en exceso, por lo que, como dueño de la casa y convocante de la reunión decidió darla por concluida.

—¡De acuerdo! —masculló—. La cuestión ha quedado suficientemente clara como para que haya llegado el momento de definir posiciones. Aquellos que estén dispuestos a vender sus empresas a mitad de precio que levanten la mano.