EL DÍA EN que Stanley Hoper decidió establecer definitivamente su residencia en un rancho de Montana, decidió de igual modo deshacerse de su casa de Los Ángeles, optando por establecer su cuartel general en un enorme apartamento del último piso del fabuloso hotel Beverly Hills Wishire, el mismo en que se rodó la exitosa película Pretty Woman y del que conservaba fabulosos recuerdos visto que había sido en él donde celebró muchos años atrás y en compañía de la estrella más famosa de su tiempo, la concesión de su primer Oscar.

Le bastaba con cruzar la calle para adentrarse en el corazón de Rodeo Drive con su continuo ir y venir de hermosas muchachas entrando y saliendo de las boutiques más lujosas del mundo, todo cuanto le interesaba le quedaba cerca, y en menos de quince minutos se encontraba a las puertas de los estudios en los que solía rodar casi todas sus películas.

Por ello, en cuanto tuvo conocimiento de que Norman Caine había regresado a la ciudad con el fin de someter a Lucia a un nuevo, aunque al parecer del todo inútil reconocimiento médico, le telefoneó rogándole que acudiera a almorzar en compañía de los Gallagher.

Apenas lo tuvo sentado frente a él, le tendió tres hojas de papel mecanografiadas al tiempo que señalaba:

—Te he citado un poco antes porque quiero que leas la primera sinopsis que ha escrito Dimitri y me digas qué te parece. Celeste y Victor ya la conocen y ahora me interesa oír lo que tengas que decir.

Por toda respuesta el actor se limitó a apartar las hojas todo lo que le daba de sí el brazo puesto que resultaba evidente que la vista comenzaba a fallarle, y al concluir se tomó un cierto tiempo antes de señalar:

—Tú eres el productor, sabes mejor que nadie lo que hay que hacer, la decisión es tuya y la respetaré…

—Eso quiere decir que no te gusta.

—Te equivocas —fue la firme respuesta—. Me gusta cómo está planteado, pero como simple espectador te confieso que lo que jamás me ha gustado es que los protagonistas de una historia acaben mal.

Stanley Panocha Hoper agitó muy despacio la aceituna clavada en un palillo y sumergida en el transparente líquido, se extasió con el estudiado contoneo de una joven aspirante a estrella que se encaminaba a los lavabos del amplio y luminoso restaurante y que evidentemente tenía plena conciencia de que estaba siendo observada por uno de los hombres más influyentes de la industria del cine, y encaró por último la mirada de su viejo amigo.

—Pero es que aquí no se trata de una simple «historia» para simples espectadores, sino de denunciar a una pandilla de especuladores que están saqueando al país, y a centenares de otros países, al tiempo que se burlan de la gente a base de convencerla de que le están haciendo un inmenso favor… —Apuntó a su compañero de mesa con la aceituna que aún continuaba al extremo del palillo con intención de conferir más énfasis a sus palabras al añadir—: Recuerda que fuiste tú quien me abrió los ojos al respecto, y cuando se aborda un tema de esta envergadura hay que estar dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias.

—En eso estoy de acuerdo… —admitió sin la menor sombra de duda Norman Caine—. Quiero llegar hasta el final cueste lo que cueste.

—En ese caso debes entender que lo realmente importante no es el hecho de que los personajes principales mueran o no en la ficción; lo importante es que ninguno de nosotros muera en la realidad… —El pelirrojo dejó la aceituna en la copa, extrajo del bolsillo interior de su chaqueta un recorte de periódico, y añadió al tiempo que se ajustaba unas diminutas gafas de montura de oro—: Escucha lo que cuenta la prensa: «Timothy Belden, ex intermediario de la compañía Enron, se declaró ayer culpable de conspiración y manipulación del suministro y los precios de la electricidad durante la crisis energética que vivió California en el año 2000, y que provocó innumerables apagones motivando ingentes pérdidas económicas a gran cantidad de empresas de muy diversa índole. Belden decidió colaborar con la justicia que investiga el caso Enron puesto que con ello espera lograr una reducción de su condena…». Belden era el jefe de intermediarios del mercado eléctrico de Enron en Oregón, y ha reconocido que en nombre de su compañía creaba excesos de demanda o congestiones artificiales cuya solución les reportaba beneficios millonarios. Las autoridades sospechaban que Enron manipulaba dolosamente la crisis energética, cuando los precios de la electricidad se dispararon mientras se producían cortes y restricciones de suministros. El ex intermediario confirmó algunas de las estrategias utilizadas por los altos ejecutivos de Enron quienes compraban electricidad en California al precio máximo en aquel tiempo —doscientos cincuenta dólares el megavatio/hora— y la vendían fuera a cinco veces su valor de mercado. Otras veces se adquiría electricidad, se vendía fuera y se volvía a adquirir y revender en California como procedente del exterior y a precios muy superiores al tope fijado para la electricidad producida en el Estado. Todo ello provocó una aguda crisis energética, y a la larga, con la estrepitosa caída de Enron, una crisis financiera a nivel nacional que estuvo a punto de arrastrar al país a un crack bursátil comparable al del año veintinueve que nos llevó al borde de la ruina… —Stanley Hoper se guardó el recorte de periódico, dobló y depositó sobre el mantel las gafas, y le guiñó un ojo a la aspirante a actriz que en esos momentos cruzaba en dirección contraria luciendo la más arrebatadora y provocativa de las sonrisas imaginables al tiempo que inquiría—: ¿Qué opinas de eso?

—Que en el fondo es lo que sabíamos… —señaló su interlocutor—. El tráfico de drogas y de armas, así como cuanto se relaciona con el petróleo y la electricidad, son los negocios que más dinero mueven hoy en día, y por lo tanto los más corruptos que existen.

—Pero lo que también sabemos es que la humanidad viviría mucho mejor sin drogas y sin armas, pero mucho peor sin energía… —sentenció el pelirrojo—. Y a quienes trafican con drogas o con armas se les considera delincuentes, pero a quienes trafican con petróleo o energía se les considera altos ejecutivos o «magnates de la industria».

—Eso es muy cierto.

—¡Y tanto que lo es! Por eso, si nos proponemos denunciar que existen en el mundo infinidad de empresas como Enron, que manipulan los precios de la electricidad estafando a los gobiernos y a la ciudadanía, Dimitri tiene razón al insistir en que no podemos concluir nuestro relato como si los protagonistas fueran una especie de «agentes 007» que derrotan inexorablemente a los malvados, sino como unas vulnerables criaturas que acaban siendo destruidas —aunque quizá no por ello vencidas— por un implacable «sistema» que siempre prevalece, puesto que aunque sus dirigentes envejezcan o mueran, de inmediato nacen otros igualmente manipuladores y carentes de escrúpulos que saber seguir sus pasos.

—¡Un mensaje asquerosamente pesimista, vive Dios! —se lamentó el esposo de Lucia Acquaviva—. Creo que deberíamos concederle al menos un pequeño margen a la esperanza.

—El mero hecho de rodar una película sobre el tema ya confiere un margen a la esperanza… —puntualizó el productor—. Significa que hay gente dispuesta a asumir riesgos aunque les pueda costar la vida…

—Todo eso estaría muy bien y no dudaría e n aplaudirlo calurosamente si no fuera porque las vidas que se ponen en peligro son las nuestras —comentó con una leve sonrisa burlona Norman Caine—. Mi padre siempre decía: «Cuanto más viejo, más se ama el pellejo». Y el mío empieza a estar lo suficientemente viejo como para que lo ame sobre todas las cosas.

—Sin embargo, tu principal problema en estos momentos, es que no amas lo suficiente el pellejo, y me consta que si te inquieta algo no es por ti, sino por nosotros, lo cual es muy de agradecer. Pero te recuerdo que todos nos hemos metido en esto con total libertad y sabiendo lo que hacíamos.

—No puedo olvidar que fui yo quien levantó la liebre.

—Ni yo tampoco, pero la decisión de cazarla se tomó de común acuerdo y a partir de ese momento concluye tu responsabilidad… —le hizo notar el pelirrojo al tiempo que se alzaba en su asiento y en su rostro se dibujaba una ancha sonrisa de satisfacción—. ¡Aquí vienen!

Norman Caine se volvió para sonreír a su vez al observar cómo por entre las mesas avanza una Celeste Gallagher más esplendorosa que nunca, llevando de la mano a su marido.

Se saludaron con el afecto acostumbrado y Stanley Hoper señaló con un leve ademán de cabeza el vientre de la hermosa mujer.

—Ya Victor me ha dado la feliz noticia, por lo que tendremos que apresurarnos y comenzar a rodar antes de que se te note que después de tantos años te has dejado embarazar por este cretino al que la sola idea de volver a dirigir cine se la pone dura, cosa que por lo visto hace años que no le sucedía.

—Un respeto hacia tu director favorito…

—¡Y un cuerno! ¡A quién se le ocurre a vuestra edad! Aunque la verdad es que te sienta muy bien querida… ¡Estás radiante!

—¡Es cosa de la felicidad…!

—Me parece magnífico, pero te recuerdo que en esta ocasión tu papel no va a ser el de una mujer embarazada y feliz, sino el de una mujer inquieta, asustada y en cierto modo atormentada.

—¿Acaso dudas de mi capacidad interpretativa?

—¡Dios me libre! Sin embargo, el jodido Dimitri, que es más listo que el hambre, tal vez tenga razón al insinuar que lo que realmente tendríamos que hacer es recalcar el hecho de que tu personaje espera un hijo y luchas para que nazca en un mundo menos corrupto.

—Pero si tal como está planteada la sinopsis del guión, al final la asesinan y además resulta que está embarazada, la historia se vuelve melodramática —señaló Victor Gallagher—. Y no me gustan los melodramas. Nunca he sabido cómo rodarlos sin caer en el exceso, aparte de que ni Celeste es Lana Turner, ni yo soy Douglas Sirk…

Se interrumpió puesto que un hombrecillo de cara de comadreja que compensaba su absoluta calvicie luciendo una espesa barba muy negra, se había detenido ante la mesa y tras ensayar una forzada sonrisa, comentó:

—¡Hola a todos! ¿Puedo hablar un momento con vosotros? —Alzó la mano como pidiendo paciencia—. Os aseguro que se trata de algo muy serio.

Los cuatro le dedicaron sendas miradas de desagrado y fue el propio Victor Gallagher el encargado de señalar:

—¿Qué tripa se te ha roto ahora, Marc? Se trata de una agradable comida entre «amigos»… —Recalcó mucho la palabra «amigos»—. No es momento de incordiar al personal con chismes y habladurías.

—Es que es verdaderamente importante… —El molesto intruso se apoderó de una silla sin tan siquiera pedir permiso a quienes ocupaban la mesa a la que pertenecía, con el fin acomodarse en ella y añadir—: ¡Os lo juro! Y este es el momento justo puesto que estáis reunidos los cuatro.

—¡Pues ve al grano y lárgate!

—¡De acuerdo! —El repelente personaje carraspeó repetidas veces, lanzó una ojeada a su alrededor y bajó un tanto la voz al comentar—: A unos conocidos míos, gente muy poderosa y con gran peso económico en la industria del cine, así como en otras muchas industrias, les ha llegado el rumor de que tenéis la intención de empezar una película. —Dudó a propósito—. Aunque su argumento se mantiene en secreto, algo han oído con respecto a su temática… —El conocido correveidile, Marc Carpenter, esbozó lo que pretendía ser una sonrisa y no era más que una mueca al concluir—: Y parece ser que dicha temática no les agrada en absoluto puesto que la consideran difamatoria, falaz, tendenciosa y claramente perjudicial para sus intereses.

—Sugiéreles que nos demanden… —señaló con desconcertante calma Stanley Hoper—. Aunque dudo que ningún juez acepte tramitar una demanda judicial sobre una película que aún no se ha rodado y sobre cuyo contenido no se conocen más que rumores. Que yo sepa el rumor, sobre todo si no son los acusados quienes lo han propagado, no constituye delito en ningún país civilizado.

—No van por ahí los tiros y lo sabes.

—¡Ah…! ¿Es que va a haber tiros? —inquirió burlón Norman Caine—. Bueno es estar prevenidos.

El calvo le dirigió una larga mirada en la que podría leerse un cierto temor, pero de inmediato se apresuró a hacer un gesto de rechazo con la mano al tiempo que aclaraba:

—¡Esa no es más que una forma de hablar!

—Pues como el tema es delicado te aconsejo que de ahora en adelante escojas mejor tus palabras para no dar lugar a malentendidos de los que algún día pudieras arrepentirte —puntualizó el actor con marcada intención.

—Que quede bien claro que yo no soy más que un simple mensajero… —le hizo notar el llamado Marc—. Y justo es recordar aquello de que nada se soluciona matando al mensajero.

—La verdad es que matarte a ti no serviría más que para darle una pequeña alegría a un montón de gente de esta ciudad —comentó con manifiesta mala intención Celeste Gallagher—. Si de algo estoy convencida, es de que el día que tu esquela aparezca en el Variety se multiplicará por veinte el consumo de champán en todo Hollywood.

—¡Muy graciosa! —masculló el otro—. Siempre tan ocurrente. Pero yo lo único que pretendo es servir de intermediario evitando problemas de uno y otro lado. La propuesta es seria y concreta: mis amigos se muestran dispuestos a financiar la película que queráis, sin límite de presupuesto y con total libertad de acción y argumento, siempre que no se refiera al tema que nos ocupa. Creo que se trata de un arreglo de lo más generoso —concluyó.

—Siempre he desconfiado de la generosidad gratuita —comentó Victor Gallagher como si estuviera hablando con cualquier otro de los presentes.

—En especial si viene de gente que puede ser amiga de las ratas de cloaca —corroboró Panocha Hoper—. La respuesta es no.

—¡Piénsatelo…! —insistió con molesta machaconería el correveidile—. Ten en cuenta que arriesgas tu dinero en una película que nunca podrás estrenar.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que no voy a estrenarla?

—Porque por suerte o por desgracia los cines funcionan con electricidad. Y si a un multicine se la cortan porque en una de sus salas se esté exhibiendo tu película, quince o veinte más, que ninguna culpa tienen, pagarán las consecuencias. Y como comprenderás a la tercera ocasión el dueño del negocio querrá evitarse problemas.

—Eso suena a chantaje.

—No es chantaje. En todo caso represalia… «Tú intentas joder mi negocio, yo intento joder el tuyo». Donde las dan las toman.

—¡Lógico! Pero recuerda que hoy en día existe un canal de distribución que llega hasta el último rincón del mundo, y contra el que ninguna compañía eléctrica puede tomar represalias sin provocar un apagón general.

—Lo dudo.

—No lo dudes. Se llama internet, y gracias a Dios o a Bill Gates, lo que hoy por hoy casi viene a ser lo mismo, a través de él es posible informar de lo que ocurre hasta en el último rincón del planeta aunque sea de forma gratuita.

—¿Pretendes hacerme creer que vais a gastar vuestro dinero en algo que no podréis distribuir más que de forma gratuita? —se escandalizó el otro—. ¡No me hagas reír!

—¡Ríete lo que quieras, pero lejos de aquí! —fue la áspera respuesta de Stanley Hoper—. Y eres lo suficientemente listo como para comprender que si lo que contamos en internet interesa al público, pronto o tarde docenas de salas del mundo perderán el culo por exhibir nuestra película… —Señaló directamente la salida—. O sea que vete al infierno o llamo a César para pedirle que te echen. Nos estás molestando.

El hombrecillo de la gran calva y la cara de comadreja se levantó con estudiada parsimonia, se encogió de hombros con fingida indiferencia y se dispuso a marcharse.

—Yo ya he cumplido con lo que me pidieron —dijo con una sonrisa que más parecía una mueca—. Ateneos a las consecuencias.

Abandonó el local esforzándose por demostrar una dignidad y una entereza que se hallaba muy lejos de sentir, y cuando al fin se perdió de vista, cuantos se sentaban en torno a la mesa se observaron con gesto de evidente preocupación y tardando unos minutos en reaccionar.

—Era de esperar… —señaló por fin el pelirrojo—. En este negocio resulta casi imposible mantener un secreto, y no me extraña que unos hijos de puta que nunca se atreverían a dar la cara hayan utilizado a esa sabandija para llevar a cabo un trabajo tan sucio.

—No existe un periodista más rastrero en todo Hollywood.

—¡No confundamos los términos! —intervino Norman Caine—. Marc no es periodista; no es más que una sabandija especializada en rebuscar entre la basura y chantajear a la gente en una ciudad y una profesión en la que sabemos mejor que nadie que hay demasiada basura.

—Conozco un par de tipos capaces de hacerle confesar quién le ha encargado que nos amenace —apuntó Panocha Hoper—. Me bastaría con hacer una simple llamada.

—¿Y qué sacaríamos con eso? —masculló una malhumorada Celeste Gallagher—. ¿Unos cuantos nombres?

—¿Por qué no? —quiso saber su productor—. Si ellos amenazan también nosotros podemos amenazar. Este sigue siendo un país libre.

—No necesitamos romperle la cara a ese gusano para saber quién mueve los hilos de esta estúpida conjura —comentó seguro de sí mismo Victor Gallagher—. Basta con consultar unos cuantos directorios comerciales y comprobar quiénes dirigen las principales compañías especializadas en energía eólica.

—Lo que tendríamos que hacer, en lugar de pensar en pegarles cuatro tiros, cosa que nunca haríamos y aunque lo hiciéramos no resolvería nada, es ponernos en contacto con ellos —señaló su mujer.

—¿Y qué conseguiríamos con eso?

—Tal vez podríamos convencerles para que cambiasen el sistema actual y se decidiesen a utilizar ese otro que propone Norman en el que el viento únicamente sirve para subir agua con el fin de producir más tarde energía.

—¡Ilusa!

—¿Por qué?

—Por muchas razones —señaló Norman Caine mostrando los dedos tal como tenía por costumbre—. Primera, a quienes fabrican esos molinos les interesa que resulten muy costosos, puesto que cuanto más complejos y sofisticados sean, más ganan con su venta.

—¿Y cuánto suele costar un aparato de esos?

—Por lo que he podido averiguar, un molino capaz de producir un megavatio/hora sale por unos novecientos mil dólares, y a ello hay que añadirle los gastos de transporte e instalación. Lo que más lo encarece es el delicado generador que lleva en la parte alta, pero si se sustituye dicho generador por un sencillo sistema de cazoletas que aproveche exactamente la misma energía en subir agua, el precio se reduciría a la tercera parte y las ganancias se reducirían, por tanto, en idéntica proporción.

—¿O sea que los fabricantes de esos trastos jamás aceptarán el sistema que intentamos proponerles? —comentó Victor Gallagher.

—Yo en su caso tampoco lo aceptaría.

—Entendido… —reconoció sin el menor empacho la actriz—. Por ahí vamos mal. ¿Segunda razón?

—La empresa propietaria de un parque eólico, y sin ni siquiera necesidad de hacer trampas, es decir, limitándose tan solo a cobrar el precio al que el gobierno le subvenciona el kilovatio, amortiza ese molino en poco más de un año, lo cual quiere decir que durante los restantes veintitantos que dura una de esas máquinas lo que obtiene son puros beneficios.

—Entendido también. Cada vez vamos peor… ¿Hay una tercera razón?

—¡Naturalmente! —reconoció el actor con una leve sonrisa—. Si se utilizaran los molinos en subir agua a un depósito y almacenarla allí, las autoridades podrían controlar la cantidad de energía que se produce y a qué horas se produce, evitando de ese modo los fraudes.

—¿Cómo?

—Muy sencillo… Si por ejemplo un determinado embalse se encuentra a trescientos metros de altura y contiene en un momento dado un millón de metros cúbicos de agua, la cuenta que se tienen que hacer es muy simple: cada metro cúbico al ser turbinado en una caída de trescientos metros, produce un kilovatio.

—O sea… —intervino de nuevo Victor Gallagher—. Un millón de metros cúbicos a trescientos metros de altura equivalen a un millón de kilovatios. Resulta evidente que con ese sistema no hay modo de hacer trampas y nadie podría meter gato por liebre vendiendo a precio subvencionado la energía producida por una central convencional.

—¡Veo que una vez más lo has entendido! —reconoció Norman Caine—. Trabajando con agua en lugar de con electricidad, los negocios de compra y venta fraudulenta como los de Enron y tantos otros se irían al traste. Por el simple procedimiento de comprobar diariamente el nivel de cada embalse, las autoridades tendrían absoluta garantía de cuánto compran realmente y a qué hora útil lo compran. Y como comprenderás, eso, para el vendedor, constituiría un pésimo negocio.

—Lo cual significa que de igual modo ninguna compañía distribuidora de energía implicada en el tema aceptaría el cambio… —comentó Panocha Hoper feliz por haber captado el problema en toda su dimensión—. ¿No es eso lo que has querido decir?

—Te repito lo de antes… ¿Lo aceptarías tú?

—Únicamente si fuera muy honrado, y me temo que no es el caso… —se interrumpió al advertir que una atractiva morena de larga melena azabache y grandes ojos verdes avanzaba hacia ellos, se alisó su alborotada cabellera rojiza ilusionado con la idea de que se tratara de otra aspirante a actriz, pero pareció quedar un tanto descentrado cuando la recién llegada se dirigió directamente a su compañera de mesa.

—¡Perdone que la moleste, miss Gallagher! —musitó con cierta timidez—. Pero la agencia Forrester me ha dejado un mensaje en el contestador diciéndome que estaría usted aquí y que necesitaba verme con urgencia. —Aventuró una tímida pero deslumbrante sonrisa—. Como comienzo a trabajar a las tres y no saldré hasta pasada la medianoche, me he tomado el atrevimiento de venir a ver en qué puedo servirle.

—¡Has hecho bien, querida! —replicó una al parecer encantada Celeste—. ¡Muy bien! ¿Has almorzado ya?

—No. Aún no.

—¡Pues almorzaremos juntas!

—¿Aquí…? —pareció sorprenderse la dueña de los impresionantes ojos verdes, a la que sin duda el hecho de encontrarse en el restaurante del hotel de moda entre las estrellas de Hollywood se le antojaba una especie de sueño.

—¡Naturalmente, querida! Dejaremos a estos vejestorios hablando de sus cosas, y tú y yo nos trasladaremos a aquella mesa del rincón… —Se volvió a sus sorprendidos acompañantes que apenas acertaban a reaccionar ante tan insólita propuesta—. Si nos disculpáis, la señorita y yo tenemos asuntos muy importantes que tratar…

Se apoderó de su bolso, tomó a la muchacha por el brazo, la condujo hasta el lugar indicado haciéndole una simpática invitación para que se acomodara y alzó un tanto la voz con el fin de dirigirse al maître:

—¡César…! —suplicó—. Mi amiga tiene prisa. ¿Podría atendernos cuanto antes, por favor?

El estirado y circunspecto, pero no por ello menos afable César, acudió de inmediato al reclamo de una de sus mejores y más famosas clientes.

—¡No faltaría más, miss Gallagher! ¿Qué les apetecería tomar? —quiso saber.

—¿Qué nos recomienda?

—Esta semana tenemos un estupendo menú de degustación. Se lo puedo servir con rapidez, y como usted sabe, Alain, el chef, suele preparar sorpresas realmente exquisitas…

Como Celeste Gallagher advirtiera que su compañera de mesa continuaba dejándose llevar por la situación, alzó el rostro hacia el hombre que esperaba para ordenar con una leve sonrisa:

—¡De acuerdo, querido! Dos menús de degustación y una botella del vino que consideres más apropiado al caso, por favor.

—¡Al instante!

En cuanto el solícito maître se hubo alejado, Celeste Gallagher giró la vista a su alrededor como para cerciorarse de que se encontraban lo suficientemente alejadas del resto de los comensales como para que nadie pudiera oírles, y escudriñando directamente los increíbles verdes ojos inquirió:

—¿Sorprendida?

—Mucho.

—No me extraña, pero antes de que hagas falsas conjeturas te aclaré que ni soy lesbiana, ni nunca lo seré. —Sonrió de oreja a oreja—. No obstante, debo admitir que cuando te conocí durante el rodaje de Una galaxia demasiado lejana me impresionó sobremanera tu extraordinaria belleza.

—¡Pues fue una lástima que al director no le impresionara de igual modo, puesto que cortó la mayoría de las escenas en que tomaba parte!

—Lo sé, y me dolió por ti. Pero la culpa no fue del director y ni tan siquiera del productor, que es aquel pelirrojo que nunca llegó a conocerte en persona y que ahora casi se desmaya al verte.

—¿Entonces de quién fue?

—De la cámara.

—¿De la cámara? —se sorprendió la otra.

—Exactamente, querida… ¡Y es una lástima! A mi modo de ver eres una de las mujeres más extraordinariamente atractivas que ha pisado un plato desde que yo los frecuento, y te garantizo que hace años que estoy en este negocio, pero por desgracia la cámara no te quiere.

—¿Qué pretende decir con eso?

—Que en el mundo del cine existe un misterio que nadie ha conseguido aclarar, y que se llama fotogenia. Nunca he podido averiguar si se debe a los ángulos de la cara, la altura de los pómulos o la forma de la nariz, pero lo cierto es que bellezas tan excepcionales como la tuya resultan vulgares en la pantalla, mientras que algunas de las cacatúas más feas e impresentables que puedas imaginar aparecen como auténticas diosas.

—Ya me había dado cuenta.

—Por ahí anda ahora, en la cumbre de la fama y acaparando las portadas de todas las revistas, un adefesio latino de metro y medio a la que yo no contrataría ni de cocinera, pero que los tiene a todos embobados mientras que alguien con tu cara y tu cuerpo no se come una rosca. ¡Es injusto!

—A usted le ha ido muy bien.

—¿Acaso me estás llamando «adefesio latino»? —Celeste Gallagher dejó escapar una divertida carcajada al tiempo que sacudía la mano como desechando la idea—. ¡No! Sé que no ha sido esa tu intención. Tú también eres latina, ¿no es cierto?

—De padres dominicanos pero nacida en Tampa… —Hizo una corta pausa, pareció arrepentirse de lo que había dicho, y casi de inmediato rectificó para señalar—: Lo cierto es que nací en Santo Domingo, pero como emigramos a Tampa cuando apenas tenía seis años me gusta decir que soy de allí para evitar que me llamen «sudaca».

—Entiendo. Si no recuerdo mal, tu nombre artístico es Carol Saltkim, pero ¿cómo te llamas realmente?

—Carolina Salvatierra.

—¡Muy apropiado para el caso! —comentó su interlocutora evidentemente divertida—. Y dime Carolina Salvatierra, ¿a qué te dedicas cuando no estás intentando conseguir un papelito en alguna película?

—Soy cajera en un supermercado de Palos Verdes.

—Con esos ojos, ese pelo, esa boca y ese cuerpo ganarías mucho dinero haciendo otras cosas, y si aceptaras irte a la cama con unos cuantos ayudantes de producción conseguirías infinidad de papelitos en películas de segunda fila.

—Nunca he creído que ese sea el mejor camino para llegar a convertirte en una buena actriz.

—Pero sí suele serlo para convertirse en una estrella. —Celeste Gallagher lanzó un corto suspiro como si estuviera evocando tiempos pasados y al poco añadió—: Tu representante, al que conozco hace un montón de años porque al principio también lo fue mío, me ha asegurado que aparte de la falta de fotogenia, tienes un gran defecto a la hora de triunfar en esta difícil profesión: por lo visto eres bastante decente.

—Nunca he creído que eso sea un defecto. Ni en esta profesión, ni en ninguna —replicó casi molesta Carolina Salvatierra.

—Siento contradecirte, querida. Para quienes nos dedicamos al deleznable oficio de pintarnos la cara, lo es. Te lo dice alguien que años atrás se vio obligada a visitar alguna que otra cama poco recomendable si no quería pasarse el resto de la vida jugando al billar.

—Nunca lo hubiera creído de usted.

—En esta hedionda ciudad créete siempre lo peor de todo el mundo —fue la descarada respuesta—. Y ahora dime: ¿Tienes novio?

—En estos momento, no.

—¿Algún amigo especial?

—Tampoco.

Celeste Gallagher aguardó a que un servicial camarero les colocara delante los dos primeros y apetitosos platos, y tras pinchar con delicadeza un gran trozo de bogavante a los aromas del azafrán y llevárselo a la boca, cerró los ojos con gesto de profunda delectación, pero al poco volvió a la carga.

—¿Nunca te has casado? —inquirió.

—¡Nunca!

—¿Te sueles llevar bien con los niños?

—¡Qué remedio! Tuve que ayudar a mi madre a sacar adelante a cinco hermanos que no me dejaban en paz ni un minuto. A veces creo que fue por ello por lo que decidí venirme a Los Ángeles, pero lo cierto es que me gustan y les echo de menos.

—¡Bien! ¡Muy bien! En el caso de que la cámara siga sin aceptarte, y la experiencia me dicta que raramente cambia de opinión, ¿qué planes tienes para el futuro?

—Aún no lo he pensado.

—Pero tengo entendido que has cumplido treinta y cuatro años, y esa es una edad a la que las mujeres empezamos a pensar que pronto llegará un día en que los pechos se rindan a la fuerza de la gravedad, las nalgas se agrieten, y las primeras arrugas hagan su aparición en el maldito espejo —le hizo notar la actriz que de inmediato inquirió—: ¿Qué harás ese día?

—Supongo que seguir trabajando.

—¿De cajera en un supermercado en Palos Verdes?

—Puede que a esas alturas ya me hayan ascendido a supervisora —fue la tranquila respuesta no exenta de una cierta ironía, pero casi de inmediato la dominicana señaló—: Lo que no acabo de entender es por qué razón una de las reinas de Hollywood, que asegura que no es lesbiana, y yo me lo creo, se interesa tanto por una aspirante a actriz a la que no ha visto más que en un par de ocasiones y con la que no ha cruzado más de diez palabras.

Su compañera de mesa bebió despacio paladeando el excelente vino californiano que César había sabido elegir, aguardó a que el camarero que permanecía atento a cada detalle le llenara de nuevo la copa, se admiró una vez más de la perfección del rostro que tenía enfrente, y al fin lanzó un hondo suspiro al tiempo que asentía una y otra vez con la cabeza:

—¡Mierda…! —exclamó—. La verdad es que resulta mucho más complicado de lo que esperaba, porque si quieres que te sea sincera, ni yo mismo tengo muy claro qué es lo que tendría que decirte, y qué parte de esta absurda historia es la que tendría que reservar para mejor ocasión.

—Supongo que no se presentará ninguna ocasión mejor que estar sentadas la una frente a la otra en un rincón apartado de un restaurante fabuloso, por lo que le sugiero que no se reserve nada de esa «absurda historia». De ese modo podremos llegar cuanto antes al fondo de la cuestión.

—¡De acuerdo! Creo que visto lo complejo de la situación cualquier tipo de tapujo resultaría contraproducente… —Celeste Gallagher frunció el ceño mientras parecía no estar dispuesta a perder detalle de cuanto cruzara por el rostro de su interlocutora a medida que fuera escuchando cuanto tenía que decir—. Respóndeme sinceramente a una pregunta —suplicó—: ¿Te gustaría vivir en una enorme mansión de Beverly Hills?

—Esa es una pregunta estúpida para la que no hace falta ser sincera —replicó Carolina Salvatierra con absoluto desparpajo—. ¡Naturalmente que sí! Eso le gustaría a todo el mundo, especialmente a aquellas personas que se ven obligadas a compartir un minúsculo apartamento con una gorda camarera que fuma, ronca y cuelga las bragas en la ducha.

—¿Y te gustaría tener un coche deportivo, un velero de veinte metros, una casa en la playa, y todas las tarjetas de crédito que puedas desear sin límite de gastos?

—La respuesta es la misma, pero ni siquiera las llamadas «señoritas de compañía» mejor pagadas de la ciudad alcanzan dicho estatus por muchas camas que visiten cada semana.

—Supongo que no, porque de lo contrario creo que habría estado perdiendo mi tiempo jugando al billar. —La actriz sonrió apenas e hizo un casi imperceptible gesto con la cabeza hacia la mesa que acababa de abandonar al inquirir—: ¿Conoces al hombre que se sentaba a mi derecha?

—¡Desde luego…! Es su marido, Victor Gallagher.

Celeste Gallagher pareció desconcertarse, entrecerró los ojos, se volvió por completo hacia la mesa, movió ambas manos como si estuviera tratando de decidir cuál era la izquierda y cuál la derecha, y al poco exclamó:

—¡Si seré cretina! Siempre me pasa lo mismo. ¡Perdona! Me refería al que se sentaba a mi izquierda.

—Ese es Norman Caine… El actor.

—¿Qué opinas de él?

—Que era bastante bueno, pero en sus últimas películas malgastó su talento en papeles que no le iban.

—¡No me refería a eso…! —protestó la otra—. No estamos aquí para hablar de cine, aunque me encanta hacerlo, sino para hablar de personas… ¿Qué opinas de él como hombre?

—Que está como un tren. Y que, por lo que tengo oído, es una gran persona, que adora a su mujer y a sus hijos.

—¡Completamente de acuerdo! Está como un tren, se trata de una bellísima persona, buen padre, buen marido, te garantizo que buen amante, y además es culto e inteligente, lo que le convierte en casi una pieza de museo dentro del colectivo de los que «nos pintamos la cara»… —Celeste Gallagher hizo un corto paréntesis, se inclinó hacia delante, y casi con un susurro añadió—: ¿Te gustaría casarte con él?

—¿Cómo ha dicho? —inquirió una estupefacta Carolina Salvatierra que temía no haber oído bien.

—Te he preguntado que si te gustaría casarte con Norman Caine y cuidar de sus hijos.

—¿Pero qué tonterías está diciendo? —protestó la otra comenzando a ponerse nerviosa—. Todo el mundo sabe que Norman Caine está casado y adora a su mujer.

—En efecto. Está casado y adora a su mujer, Lucia Acquaviva que, casualmente, es mi mejor amiga. —Hizo una corta pausa para que lo que iba a decir sonara más contundente al puntualizar—: Pero por desgracia Lucia se está muriendo.

La dominicana se quedó muy quieta, con el tenedor a medio levantar y la boca entreabierta, más por la sorpresa que por el hecho de que se dispusiera a comer, y al fin balbuceó apenas:

—¡No fastidie…! ¡No puedo creerlo!

—Lamentablemente, y aunque te cueste creerlo es la verdad. Nadie sabe cuánto le queda de vida, pero al parecer no es mucho.

—¡Lo siento! Solo la vi una vez en los estudios, pero me dio la impresión de que se trata de una mujer fuera de serie.

—¡Lo es! —le confirmó su anfitriona—. Tan fuera de serie, que hace una semana me suplicó que buscara a alguien capaz de llenar el hueco que sabía que muy pronto iba a dejar.

—¿De qué diablos me está hablando?

—De que una gran mujer que sabe que se muere ha sido lo suficientemente generosa como para aceptar que su marido y sus hijos no pueden quedar de pronto desasistidos, por lo que me ha encargado la difícil tarea de seleccionar a la persona que deba sustituirla.

—¡Pero eso es absurdo…! —fue la inmediata protesta—. ¿Dónde se ha visto que…?

—… en Polinesia —replicó Celeste Gallagher sin permitirle completar la frase—. Según he podido averiguar, en algunas tribus de las islas del Pacífico Sur quienes sabían que iban a morir se encargaban personalmente, o encargaban a alguien de su absoluta confianza, de elegir a quien habría de sucederle como cabeza de familia, de la misma manera que se elegía al sucesor de un cacique o un jefe de la tribu.

—Pero estamos en California, no en el Pacífico Sur.

—Eso es muy cierto, y de igual modo es cierto que aquí en California, en la mil veces corrupta ciudad de Los Ángeles, las posibilidades de que una familia que ha quedado súbitamente mutilada y desconcertada por una terrible pérdida, caiga en manos de desaprensivos capaces de aprovecharse de la situación, son un millón de veces mayores de las que puedan darse en una pequeña isla de la Polinesia… ¿Estás entendiendo algo de lo que pretendo decirte?

—Me esfuerzo en ello.

—En cuanto su esposa desaparezca, Norman se convertirá en una apetitosa presa acosada por cientos de «lagartas» que sueñan con hacer carrera en el mundo del cine, o con hacer fortuna exprimiendo un limón maduro. Eso es lo que Lucia pretende evitar y es en eso en lo que yo voy a ayudarla porque los dos son como de mi familia y me consta que ella haría lo mismo por mí.

—Esa parte la he entendido perfectamente… —le hizo notar Carolina Salvatierra tras aguardar a que el camarero les cambiara los platos—. Lo que no acabo de entender, o de creer, es que haya pensado en mí, si es eso lo que tiene en mente.

—Es lo que tengo en mente.

—¿Y por qué yo?

—Porque cuando te conocí me impresionaste como belleza y como persona hasta el punto de que en un determinado momento me dije a mí misma que eras el tipo de mujer que me hubiera gustado como cuñada, en caso de haber tenido hermanos, claro está… Hermosa, dulce, discreta, y por lo que me han contado durante estos últimos días, afectuosa y decente… ¡Qué más se puede pedir!

—¡Conseguirá que me sonroje!

—Y me gustará que lo hagas. ¿Sabes cocinar?

—Únicamente los platos dominicanos que me enseñó mi madre y algo de cocina oriental.

—Nadie es perfecto, pero eso es algo que se puede aprender. ¿Te gusta el cine?

—Es mi mayor pasión.

—¡Veamos…! ¿Quién dirigió la primera versión, la que se rodó en mil novecientos treinta y cinco, de Rebelión a bordo?

—¿La de Clark Gable y Charles Laughton? No estoy muy segura, pero puede que fuera Frank Lloyd.

—¡Lo fue! ¿Y la segunda?

—¿La de Marión Brando y Tarita? Lewis Milestone.

—¡Magnífico!

—No tiene mérito porque durante dos años asistí a clases nocturnas en una academia preparatoria para aspirantes a actrices. Aunque en ella no me advirtieron sobre mi falta de fotogenia.

—Todo lo que se aprende es importante, y si me lo permites voy a darte una primera lección: a los ingenieros les gusta hablar de ingeniería y de cine. A los abogados les gusta hablar de derecho y de cine. A los políticos les gusta hablar de política y de cine, y a las amas de casa les gusta hablar de recetas de cocina y de cine, pero a la gente del cine solo nos gusta hablar de cine.