DIMITRI USTINOV SE negó en redondo a acudir al rancho del productor de la serie galáctica que más aborrecía, no ya en el avión privado de su propietario, sino en cualquier medio de transporte posible e imaginario, y por lo tanto su agria respuesta fue clara y contundente:

—Aunque tu famosa nave espacial de los cojones funcionara realmente y me aseguraras que me iba a llevar a Montana en tres minutos te repetiría que no, puesto que imagino qué es lo que quieres.

—¿Y qué es lo que quiero, según tú? —inquirió sin poder contener una leve sonrisa Stanley Panocha Hoper.

—Ofrecerme una suma tan desorbitada que no pueda negarme para que te arregle una basura de guión —fue la respuesta—. Y como sé muy bien que si hay algo a lo que nunca he sabido resistirme es a la tentación de ganar dinero fácilmente, lo mejor que puedo hacer es no escuchar desde un principio tus asquerosos cantos de sirena.

—¿Y si te dijera que no se trata de arreglar ningún guión, y que el tema nada tiene que ver con Aurora Boreal, alienígenas, gorilas mutantes ni nada por el estilo?

—No te creería. Así que no insistas. Y ahora déjame en paz que tengo cosas más importantes que hacer que perder el tiempo con un sucio mercenario de los que corrompen nuestra hermosa profesión… ¡Chao, bambino!

—¡Espera un poco, cabeza hueca! —suplicó su interlocutor—. ¡No cuelgues! Te paso a Victor Gallagher.

Este se apoderó del auricular, pero lo primero que le llegó a los oídos fue una confusa sarta de insultos y maldiciones.

—¡Tampoco quiero hablar con él! —rugía el excitado guionista—. Ya me dejó plantado una vez y es un puerco desertor al que únicamente le interesa «forrarse el riñón» invirtiendo en bolsa.

—¡Venga, Dimitri, cálmate! —intentó apaciguarle el marido de Celeste Gallagher—. Te juro que lo que Stanley ha dicho es la pura verdad.

—¡Ese pelirrojo de mierda no ha dicho una sola verdad en su vida! —gritó el otro—. Y tú le haces el juego porque Celeste te presiona. ¡Te lo repito…! No pienso trabajar para él por ningún dinero. Que se vaya haciendo a la idea de que no todo el mundo está en venta.

—No trabajarías para él, Dimitri, te lo prometo… —insistió Victor Gallagher esforzándose por armarse de paciencia ya que conocía mejor que nadie el retorcido y poco conciliador carácter de su interlocutor—. Trabajarías para mí escribiendo con absoluta libertad un guión que significará mi vuelta a los platos.

—¿Hablas en serio? —quiso saber el otro bajando un tanto el tono de su agresividad—. ¿Piensas volver a dirigir?

—Si es Dimitri Ustinov quien escribe con total libertad el guión, sí. En caso contrario me quedo en casa para siempre. Esa es la única pero innegociable condición que he puesto.

—¡Anda la leche! —masculló el otro evidentemente orgulloso—. Eso sí que «mola». ¿Seguro que no me engañas?

—Seguro.

—¿Y de qué va la cosa?

—De denuncia.

—¿Qué clase de denuncia?

—Un fraude multimillonario. Probablemente el mayor del que se tenga conocimiento desde hace mucho tiempo… —El ex director que conocía a la perfección a quien se encontraba al otro extremo del hilo telefónico, hizo una corta pausa con el fin de darle tiempo a asimilar lo que acababa de decir e interesarle cada vez más en el tema, antes de insistir—: Es algo que nos afecta a todos, pero lo único que tenemos es eso: el conocimiento de la más descomunal estafa a la que nos están sometiendo a los ciudadanos de este país.

—¿De qué cifra estamos hablando?

—De miles de millones de dólares… —De nuevo hizo una de sus estudiadas pausas para concluir recalcando—: ¡Anuales!

—¡Miles de millones de dólares anuales! —se escandalizó quien se encontraba al otro lado del hilo telefónico—. ¡Tú estás chiflado! ¡Eso no es posible!

—Lo es. Y esa cifra se refiere tan solo a Estados Unidos, así que imagínate lo que se debe estar moviendo al respecto por el resto del mundo porque por desgracia hoy en día existen pocos países a los que no afecte el problema.

—¿Y de qué se trata?

—Esa es la pregunta clave, querido mío —replicó humorísticamente Victor Gallagher—. Si mueves tu gordo culo hasta aquí, te contaremos de qué se trata y a partir de ese momento el resto: trama, personajes, situaciones, diálogos…, ¡todo!, correrá de tu cuenta. Y te juro por lo más sagrado que lo rodaré sin cambiar una coma.

—¡Ya se encargaría Stanley de cambiarla!

—Le cortaría el brazo antes de permitirle que lo hiciera —fue la firme respuesta—. No te preocupes porque en este caso sé cómo manejar a este cretino. Al fin y al cabo tan solo va a poner menos de la mitad del dinero.

—¿Quién pone el resto?

—Celeste, Norman y yo.

—¿Norman Caine? —pareció sorprenderse el guionista—. Tenía entendido que también se había retirado.

—No. No se ha retirado. Volverá a trabajar cuando Lucia muera, y aquí entre nosotros te diré que me temo que le queda muy poco tiempo.

—¡Lo siento en el alma! —señaló Dimitri Ustinov en tono de absoluta sinceridad—. ¡Me fascinaba esa mujer! Hubiera sido la protagonista ideal de mi última película.

—Y de cualquier película, pero jamás aceptó ponerse ante una cámara.

—¡No me lo recuerdes! Pasé más de tres meses intentando convencerla sin el más mínimo éxito.

—Lo único que le interesaba en esta vida era Norman, y ahora él se va a quedar hecho polvo… —El tono de voz de Victor Gallagher se hizo casi suplicante al señalar—: ¡Escucha, Dimitri! Tú sabes muy bien que yo no me humillo ante nadie, pero este caso es tan especial que estoy dispuesto a arrodillarme si es necesario… ¡Ven y préstame cinco minutos de tu vida! Esos cinco minutos pueden cambiar la vida de infinidad de personas.

—¡Oye, tú! —protestó molesto el otro—. ¿A qué viene esa frase? Se supone que el guionista soy yo, y es a mí a quien se me tiene que ocurrir.

—En realidad no es mía. La cuenta un compositor mexicano al que una noche, estando en un restaurante con su mujer, se le acercó una negrita rogándole que la escuchara cantar. Él le contestó que no le molestara en un momento como aquel, pero la negrita insistió: «Solo un minuto, señor —dijo—, un minuto de su vida puede cambiar la mía». El aceptó, colocó su reloj sobre la mesa, la negra comenzó a cantar, y a los cuarenta segundos la interrumpió diciendo: «Te sobraron veinte segundos. De ahora en adelante estrenarás todas mis canciones». El compositor se llamaba Agustín Lara, su mujer la espectacular María Félix, con la que nunca conseguí rodar pese a que me entusiasmaba la idea, y la cantante, la que más tarde fuera famosísima, Toña, la Negra.

—Hermosa escena para una película.

—Te la cedo a cambio de que te subas a ese maldito avión y te plantes aquí esta misma tarde.

Se hizo un largo silencio por el que resultaba más que evidente que el hosco guionista estaba sopesando los pros y los contras de la propuesta, pero por último inquirió:

—¿Estás seguro de que se trata de miles de millones anuales?

—Totalmente.

—¿Y crees que con esa película podríamos evitar que quienquiera que sea nos continúe estafando?

—Por lo menos lo intentaremos, que es lo primero que tiene que hacer un hombre honrado.

—La tentación es grande.

—Lo sé.

—¡Vale! Dile a ese cerdo pelirrojo que me mande el avión.

Seis horas más tarde, Dimitri Ustinov, un hombre de mediana estatura pero tan robusto y con un cuello tan grueso que más parecía un bronco jugador de rugby que un intelectual de más que notoria sensibilidad, puso el pie en la pista de aterrizaje del rancho y se encaminó como si estuviera participando en una carga de caballería hacia el porche en el que cuatro personas le aguardaban.

Exhibía una larga y entrecana cola de caballo que le caía casi hasta media espalda y un agresivo mostacho cuyos extremos acostumbraba morder en cuanto se ponía nervioso, lo cual sucedía con harta frecuencia.

Saludó a todos agitando de un lado a otro la mano abierta como si se tratara de un indio comanche; sin más preámbulos, con una brusquedad que parecía constituir una parte esencial de su persona, señaló:

—Que alguien me sirva un ron y me cuente de qué va todo esto. Mi tiempo vale mucho y si dentro de cinco minutos no me interesa el tema, me subo a ese trasto y me vuelvo a casa.

A los cinco minutos, cuando andaba ya por el segundo ron y había escuchado con atención cuanto Victor Gallagher le contaba, hizo un leve gesto como si despidiera a alguien.

—Dile a tu piloto que por mí puede largarse —comentó dirigiéndose al dueño de la casa—. El asunto me interesa.

—¿Hasta el punto de entrar en participación por tu trabajo?

—¡Jodido Panocha! —exclamó fingiendo ofenderse—. Naciste productor y morirás discutiéndole el último centavo al último extra. ¡De acuerdo! Escribo el guión a cambio de un diez por ciento de los beneficios.

—Lo lógico sería el cinco, pero como nada de todo esto tiene lógica lo dejaremos en un ocho.

—¡Maldito usurero!

—¡Maldito mercader de las letras!

—¡Basta de estupideces y vayamos a lo que importa! —intervino en tono conciliador Celeste Gallagher—. ¿Cómo crees que se puede desarrollar una buena historia en torno a esos dichosos molinos de viento?

—¡No te precipites, querida! —replicó el dueño de la espectacular cola de caballo—. Aún no he tenido tiempo ni de que se me calienten las neuronas. Estoy seguro de que sabré construir un guión en el que tanto Norman como tú os luzcáis hasta el punto de aspirar a un Oscar, pero a primera vista advierto que corremos un grave peligro.

—¿Y es?

—Que nos pueden acusar de estar defendiendo los intereses de las compañías petroleras o de las centrales nucleares.

—¡No necesariamente…!

—¿Cómo puedes saberlo?

Norman Caine, que era quien había hecho tan rotunda afirmación, insistió convencido de lo que decía:

—Porque nadie se atreverá a atacarnos si al tiempo que denunciamos esa gigantesca estafa, ofrecemos una alternativa más ecológica y en verdad beneficiosa para todos…

—¿A qué clase de alternativa te refieres? —inquirió un sorprendido Victor Gallagher.

—A que tal como os he dicho en más de una ocasión, la energía producida por el viento tiene su lado bueno.

—¿Qué lado bueno?

—El que debemos potenciar porque de ese modo pondremos de nuestra parte a esas organizaciones ecologistas que tanto se empeñan en que se utilice una energía «limpia y no contaminante que contribuya a un desarrollo sostenido», sin caer en la cuenta de que en realidad le están haciendo el juego a una partida de canallas.

—¿Y cómo podemos conseguirlo?

—Demostrando que los molinos de viento pueden resultar prácticos y beneficiosos cuando se utilizan con el criterio apropiado y la suficiente honradez, porque creo haber explicado con suficiente claridad que el principal problema de la energía eléctrica es que no se puede almacenar. ¿O no?

—¡Hasta la saciedad! —admitió Stanley Hoper—. A veces te repites más que el ajo, pero te lo perdono porque Dimitri no está al corriente de ese detalle.

El actor se dirigió directamente a quien en esos momentos se mordisqueaba los extremos del bigote y cuya mirada iba de uno a otro como si aguardara impaciente a que alguien le aclarara la situación.

—Como iba diciendo, el principal problema de la energía, sea eólica o de cualquier otro tipo, estriba en que es necesario consumirla en el acto o se pierde. Sin embargo, existe un medio de conservarla.

—¿En qué coño quedamos?

—En que las compañías eléctricas suelen utilizar lo que se llama «centrales de bombeo», que en realidad no son más que grandes embalses a diferentes alturas.

—¿Y eso para qué diablos sirve?

—De día, a las horas en que la energía es más necesaria, se deja caer el agua y por medio de una turbina se genera electricidad que se envía a la red, recogiendo el agua abajo. Luego, de noche, cuando la energía sobra se ponen en marcha unas bombas que vuelven a subirla.

—¡Menudo ajetreo! —exclamó una confundida Celeste Gallagher.

—¡En efecto, querida! Un notable ajetreo, pero ese trasiego de agua es la única forma conocida que existe de conservar la energía con el fin de utilizarla en el momento más apropiado.

—Empiezo a sospechar qué pretendes con todo eso… —intervino Panocha Hoper.

—¡Pues yo todavía no me aclaro! —protestó el guionista—. ¡No te pases de listo y deja que continúe!

—La idea es sencilla… —insistió Norman Caine—. Se basa en utilizar los molinos de viento, no en producir una electricidad que se pierde, sino en elevar agua hasta una meseta que se encuentre a trescientos o cuatrocientos metros de altura. Una vez allí se almacena en grandes embalses a la espera de dejarla caer y generar energía en el momento más oportuno, cuando la red la necesita y el kilovatio es realmente útil.

—¿Y eso puede hacerse?

—¡Naturalmente! Los nuevos molinos que suben agua, tan grandes y modernos como los que producen electricidad, son, sin embargo, mucho más baratos porque no necesitan tener en lo alto un generador.

—¿Y eso por qué?

—Porque les basta con subir esa agua por medio de unas sencillas cazoletas, tal como han venido haciendo los viejos molinos de viento desde el comienzo de los siglos. Apenas se averían y da igual qué día o a qué hora trabajen porque lo único que tiene que hacer es llenar un depósito.

—Si no he entendido mal… —intervino Victor Gallagher que escuchaba con profunda atención—. De ese modo lo que se conseguiría es tener un potencial energético almacenado a una determinada altura.

—¡Exactamente!

—Y en ese caso la compañía eléctrica, al tener certeza de cuánta agua hay almacenada, y^qué altura tiene la caída, podría calcular de antemano qué cantidad de kilovatios tiene disponible a la hora de cubrir la demanda… —El ex director le miró directamente a los ojos al inquirir—: ¿Me equivoco?

—Sabes muy bien que no —le hizo notar el actor—. Buscando alturas en las que sople el viento cerca de un río, un lago, o mejor aún, del mar, se pueden convertir esos parques eólicos, ahora tan poco eficientes, en algo realmente útil, aprovechable y merecedor de ser subvencionados, porque en ese caso estará proporcionando una auténtica energía limpia, ecológica y sostenible.

—¿Y por qué principalmente cerca del mar? —quiso saber Celeste Gallagher que, pese a que las explicaciones se le antojaban un tanto confusas, se esforzaba por no perder detalle de cuanto allí se decía.

—Porque a la orilla del mar el aire es bastante más denso que tierra adentro, lo que hace que los molinos tengan un veinte por ciento más de rendimiento.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? —Dimitri Ustinov hizo un despectivo gesto con la mano rechazando su propia pregunta al suplicar—: ¡Olvídalo! El caso es que lo sabes, y no voy a ser yo quien lo discuta. Vistas así las cosas, el horizonte se presenta mucho más despejado puesto que lo que pretenderemos al hacer la película no es acabar con el viejo sueño de aprovechar la energía que nos brinda graciosamente la Madre Naturaleza, sino tan solo encarrilarla hacia un uso mucho más racional, más lógico, y menos oneroso para los bolsillos de los sufridos contribuyentes.

—Lo cual es de suponer que los contribuyentes nos agradecerán con toda su alma.

—Por lo menos hasta el día en que otros sinvergüenzas descubran la manera de robarles de otra forma… —Dimitri Ustinov extendió la mano y con un gesto impropio en él, pero que denotaba una absoluta sinceridad, la colocó sobre el brazo de Norman Caine para inquirir en un tono completamente distinto—: Y ahora dime, querido amigo: ¿cómo se encuentra la mujer más increíble del planeta?

El aludido hizo intención de responder, pero las palabras parecieron amontonársele en la garganta, dudó un instante y de improviso dio media vuelta y desapareció en el interior de la casa.

El hombre de la coleta permaneció unos instantes como desconcertado, observó uno tras otro a sus tres acompañantes, y por fin agitó la cabeza con gesto pesaroso.

—¡Lo siento! —musitó.

—No es culpa tuya —le tranquilizó Stanley Hoper—. No es culpa de nadie. Si existiera un culpable te juro que le pegaría tres tiros.