—LUCIA QUIERE VERTE.
Celeste Gallagher advirtió que el corazón le daba un vuelco y se le formaba un nudo en la boca del estómago, puesto que aquella era una frase que estaba deseando —y temiendo— escuchar desde hacía ya más de cuarenta y ocho horas.
Enfrentarse cara a cara a Lucia Acquaviva, la más hermosa y extraordinaria criatura que hubiera conocido a lo largo de toda una vida de conocer a mujeres hermosas y personajes extraordinarios, y poder comprobar con sus propios ojos en qué la había convertido una injusta y cruel enfermedad, se le antojaba una difícil prueba que no sabía si se sentía capaz de superar con la más mínima probabilidad de éxito.
¿Qué se le podía decir a quién se encontraba desde hacía más de dos años en el umbral de la muerte?
¿Cómo se consolaba a quién se había precipitado de las cimas de una felicidad casi perfecta al insondable abismo de la desesperanza?
Tenía plena conciencia de que en cuanto la mirara a los ojos rompería a llorar, y no le parecía que fuera demasiado justo comenzar a llorar ante una moribunda a la que ya no le debían quedar apenas lágrimas.
Debido a ello penetró en el amplio vehículo en penumbras como quien sabe que se adentra en la guarida del dolor en su estado más puro, esforzándose por transformar su rostro en una máscara con el fin de que la infeliz mujer que le aguardaba no se percatara del horror que sin duda le produciría descubrir hasta qué punto se había deteriorado.
—¡Pasa, querida, pasa! —la saludó de inmediato la italiana—. No tengas miedo. Pasa y siéntate.
La voz sonaba fuerte, animosa, cristalina y llena de vida, impropia de quien se encontraba al parecer en el umbral de la muerte, e inesperada en semejante lugar y con semejantes antecedentes.
Celeste Gallagher lo hizo, cerró a sus espaldas y buscó con la vista a la propietaria de aquella conocida voz de leve acento extranjero, pero lo único que distinguió fue una mano que le hacía gestos desde detrás de un espeso mosquitero.
Lucia Acquaviva se encontraba acostada, o más bien recostada entre mullidos almohadones, en el interior de una ancha cama que ocupaba todo el fondo de la vivienda rodante, teniendo a su izquierda un amplio ventanal a través del cual conseguía admirar el paisaje sin moverse del lecho, y a su derecha un sutil velo lo suficientemente transparente como para que le permitiera distinguir a quien se encontraba al otro lado y la luz, pero lo suficientemente espeso como para mantener su figura en penumbras, casi como una sombra de la que por lo general no conseguían adivinarse más que ciertos contornos.
—Gracias por venir y perdona que te reciba de este modo, pero lo hago por tu bien —fue lo primero que dijo—. Así no te sentirás cohibida y tendrás la impresión de que estás hablando como la Lucia que siempre conociste. Y yo podré dirigirme a la Celeste que siempre he conocido sin tener que descubrir en tu rostro el horror y el rechazo que te produciría el hecho de verme.
—¿Cómo puedes decir algo así sabiendo como sabes cuánto te quiero? —le reprochó su visitante.
—Precisamente lo digo porque sé muy bien cuánto me quieres —fue la tranquila respuesta—. Si me odiaras o simplemente te resultara indiferente, mi aspecto no te impresionaría como me consta que te impresionaría si me vieras. —Alargó la mano para tomar la de su amiga y apretársela con fuerza al concluir—: De este modo las dos nos sentiremos como cuando nos sentábamos a charlar en tu camerino durante aquellas pesadas pausas de los rodajes. ¡Eran hermosos tiempos sin duda!
—Para mí inolvidables.
—Extraño se me antoja que algo tan simple como aquellas largas charlas sin trascendencia se puedan transformar, vistas desde la distancia, en momentos que ahora consideramos de intensa felicidad y que ya nunca volverán. En realidad… —musitó al poco la italiana— a medida que avanzo por este sendero que me conduce inexorablemente hacia el final; cada vez que vuelvo la mirada al pasado, sea cualquiera que sea el tiempo al que mire, se me aparece casi perfecto, y añoro cada minuto de mi vida anterior como jamás creí que pudiera añorarse nada en este mundo.
—Es que estoy convencida de que cada minuto de tu vida era perfecto, no porque lo fuera en sí mismo, sino porque tú sabías cómo transformarlo en una auténtica obra de arte.
—Gracias por el cumplido, pero la realidad no es esa; la realidad es que el destino se complació en concederme cuanto un ser humano pueda desear durante treinta y seis años, para regodearse luego en arrebatármelo todo de la forma más horrenda posible… —La amada esposa de Norman Caine hizo una corta pausa, como si tuviera necesidad de tomar aliento, ocultó de nuevo la mano, se acomodó los almohadones y por último señaló—: ¡Pero dejemos eso! Llevo demasiado tiempo intentando analizar por qué razón me eligieron para sufrir semejante calvario y he llegado a la conclusión de que jamás obtendré una respuesta. Ahora, lo que necesito es que me ayudes.
—¡Sabes muy bien que haré cuanto esté en mi mano!
—Por eso estás aquí.
—¿Y qué puedo hacer por ti?
—Buscar a una mujer.
—¿De quién se trata?
—De la mejor.
—¿La mejor? —repitió una cada vez más desconcertada Celeste Gallagher—. ¿La mejor en qué?
—La mejor en todo. La mejor madre, la mejor esposa, la mejor compañera, la más tierna, la más comprensiva. En una palabra, aquella que pueda llenar un espacio que muy pronto se va a quedar vacío.
—¿Acaso me estás pidiendo…? —quiso saber la actriz sin atreverse a concluir la frase.
—… una madre para mis hijos y una esposa para mi marido —fue la tranquila respuesta.
—¿Es que te has vuelto loca?
—¡En absoluto!
—En ese caso, ¿cómo puedes pedirme una estupidez semejante?
—No es ninguna estupidez. Conozco a Norman y me consta que cuando yo falte se hundirá en el desaliento, y lo que es peor, alimentará la absurda idea de que reemplazarme significaría tanto como traicionarme, y tú y yo sabemos muy bien que eso no es cierto. El día que nos casamos juró serme fiel hasta la muerte, estoy convencida de que lo ha sido, pero no quiero que ese juramento se prolongue ni un minuto más de lo acordado.
—¿Por qué? Creo que tiene derecho a echarte de menos cuanto le venga en gana puesto que ha demostrado quererte hasta la locura.
—Pero mis hijos tienen mucho más derecho a que alguien los cuide y Norman necesitará trabajar e iniciar una nueva vida. Por eso te suplico que, como mi mejor amiga que eres, hagas lo que sé que él nunca haría: buscar a alguien que le ayude, no a olvidarme, que confío en que eso no ocurra, pero sí al menos a sentirse menos solo de lo que le voy a dejar.
—Me pides algo muy difícil.
—Para pedir cosas fáciles tengo criados y conocidos. Como comprenderás, mi madre, tan madre y tan siciliana ella, se negaría en redondo a mi petición, porque me consta que en el fondo de su alma desearía que el esposo de su hija, aquel que se la arrebató llevándosela al otro extremo del mundo, se pasara el resto de su vida llorándola, quizá porque en su desesperación se ha hecho a la idea de que si yo me hubiera quedado en Cammarata nunca hubiera enfermado.
—¡Pero eso es absurdo!
—Nada es absurdo a los ojos de quien se plantea que un infausto día entregó a una hermosa muchacha sana y llena de alegría y sabe que le van a devolver una urna con cenizas.
—No es culpa de nadie.
—Yo lo sé. Tú lo sabes. Pero para mi madre el cáncer no es algo que yo llevara en los genes que me había transmitido, sino algo que me contagiaron en la ciudad del cine, que es casi tanto como decir la nueva Sodoma.
—¡No puede ser tan ignorante!
—Y normalmente no lo es, pero nada de cuanto aconteció desde que Norman me pidió que me casara con él, le ha parecido normal. Y desde luego, lo que no le parece en absoluto normal es que su niñita mimada se esté muriendo. Mi madre puede aceptar que un mafioso asesine a un chico de veinte años por una «cuestión de honor», pero no que una muchacha de treinta y seis enferme de cáncer. Admito que te cueste trabajo entenderlo cuando no has nacido y te has criado en el mismísimo corazón de Sicilia.
—¿Y qué dirá tu madre cuando descubra que yo me dedico a intentar llenar el hueco que va a dejar su adorada hija?
—Nada, puesto que ya le he escrito sobre ello. Le he advertido que esa es mi voluntad, y que la maldeciré desde donde quiera que me encuentre como se le ocurra criticarla u oponerse a ella. Soy su hija y me consta que lo que pretenderá es que los niños se queden en Sicilia, sin importarle poco ni mucho que Norman acabe alcohólico o pasando de cama en cama de aspirantes a estrellas. Pero yo amo a mi marido, sé lo feliz que se siente con sus hijos y a lo único que ya aspiro es a saber que volverá a jugar con ellos en el jardín o bañarse riendo en la piscina a la espera de que una mujer dulce y cariñosa les llame para comer tal como yo lo hacía.
—¡No me hagas llorar…! —rogó Celeste Gallagher—. ¡Por Dios, Lucia! Al venir hacia aquí me prometí a mí misma que no lo haría.
—Nunca prometas aquello que sabes que no vas a cumplir. Eso tan solo lo hacen los políticos. Una persona decente que se dispone a visitar a una amiga moribunda tiene muy claro que acabará llorando por muchas promesas que se haga… —Alargó de nuevo la mano bajo el velo, la colocó sobre la rodilla de su amiga y recuperando el tono animoso y casi alegre de un principio, inquirió—: ¿Tienes alguna idea acerca de quién podría ser la mujer que el día de mañana cuide de mi familia?
—¡Ni la más mínima!
—¿Cómo te la imaginas?
—Para cuidar de Norman y los niños no puedo imaginarte más que a ti, pero para mi desgracia, todo el mundo sabe que solo existe una Lucia Acquaviva, y que en el momento de crearte el mismísimo Dios se empeñó en romper cuidadosamente el molde.
—Si así fuera hizo bien en romper el molde puesto que a la vista está que la pieza tenía un grave defecto de fabricación. A veces, aquí sentada durante horas he llegado a pensar que en realidad soy como un inmenso y llamativo globo de colores que atrae todas las miradas y ocupa mucho espacio, pero que cuando reviente pasará de inmediato al olvido.
—¿Cómo puedes decir eso? —le recriminó su amiga—. A ti todo el mundo te quiere nada más conocerte y habla de ti con afecto y admiración aunque tan solo te hayan visto una vez en la vida. Lo que le ocurrió a Norman, que se enamoró de ti en el momento mismo en que pusiste el pie en aquel restaurante de Taormina, le ocurre a la mayoría.
—¿Te lo ha contado?
Celeste Gallagher asintió con un leve ademán de cabeza.
—¡Es una historia preciosa! —dijo—. Un amor que surge así, a primera vista. Esa especie de cursilería que suelen llamar «flechazo», pero que en esta ocasión se hizo realidad.
—En mi caso no fue un «flechazo»… —le hizo notar la enferma.
—¿Cómo que no? —se sorprendió su visitante.
—¡Cómo que no…! —repitió en un extraño tono la voz que surgía de detrás del velo—. No fue un «flechazo» puesto que yo estaba enamorada de Norman desde los catorce años. Todos mis cuadernos del colegio tenían su foto, y en las paredes de mi habitación no había un solo hueco que no lo ocupara el cartel de alguna de sus películas. En muchas de ellas tú eras su pareja y te confieso que te odiaba por ello.
—¿Y yo qué culpa tenía?
—Ninguna, pero cada vez que te besaba en la pantalla me entraban ganas de arañarte. —Lucia Acquaviva dejó escapar una tímida risita al añadir—: Si me guardas el secreto te diré que la primera vez que me masturbé fue recordando la escena de Quinta sinfonía en la que Norman te hace el amor mientras estás sentada sobre el teclado de un gran piano de cola, y a medida que os vais apasionando la música suena con más fuerza.
—¡La recuerdo bien! —admitió la actriz—. Es una de las escenas más eróticas que he rodado nunca. Yo llevaba una enorme capa roja que se extendía sobre el piano y caía luego hasta el suelo…
—El único problema estuvo en que en mi casa no teníamos piano y me tuve que sentar sobre una vieja gramola.
—Ahora entiendo por qué diablos Norman se empeñó en comprarte aquel gigantesco piano si no tienes ni la menor idea de cómo se toca.
—Como suele decirse, querida, yo el piano lo toco con el culo, pero te garantizo que me suena a gloria…
Y ahora háblame de ella.
—¿De quién?
—De la que muy pronto tendrá que tocar ese piano.
—¡Oh, vamos, Lucia! —fue la amarga queja—. ¡No me fastidies más! ¡Olvida de una vez tamaña tontería!
—Para mí no es ninguna tontería, Celeste. Para mí es lo más importante que puedo hacer por el único hombre que he amado desde que me hice mujer, y al que pienso seguir amando incluso cuando me haya convertido en un montón de cenizas que muy pronto arrojarán al mar en Taormina… —Le tomó de nuevo la mano que acarició con dulzura al inquirir—: ¿Dónde la buscarás?
—No lo sé, querida… —replicó segura de lo que decía una mujer a la que cada vez le resultaba más difícil mantener la compostura—. No tengo ni la menor idea de dónde buscar a una mujer digna de ocupar tu lugar, o que se te parezca ni tan siquiera remotamente, pero de lo que sí puedes estar segura, es de que si existe en algún rincón de este injusto mundo, sea el que sea, yo la encontraré para ti.
—¿Es una promesa en firme a una moribunda?
—Es una promesa en firme a mi mejor amiga.
—¡Con eso me basta!
La partida iba ya más que mediada y tanto el dueño de la casa como Victor Gallagher se mostraban encantados, puesto que lo tradicional era que fueran perdiendo por más de veinte puntos de ventaja, pero aquella calurosa noche de verano «la mejor tocabolas de Hollywood» aparecía como descentrada y ausente, fallando jugadas que en cualquier otra circunstancia hubiera llevado a feliz término con una mano atada a la espalda.
Celeste Gallagher había nacido y había crecido en los altos del mítico salón Bolas de Colores, que regentaba su padre, el tres veces campeón estatal Red Green, y que anteriormente había regentado su también campeón abuelo, en Amarillo, Texas, por lo que casi desde el mismo día en que sus ojos alcanzaron la altura de una mesa y pudo observar de cerca cómo rebotaban dichas bolas contra las bandas elásticas comenzó a aprender los más recónditos misterios de un difícil juego que con el paso del tiempo le proporcionó incontables satisfacciones.
Cuando cumplió los catorce años llegó a la conclusión de que no quedaba nadie en la ciudad capaz de ganarle una sola partida, y a los diecisiete su bien merecida fama alcanzaba desde la frontera de México a Las Vegas.
Jugadores de gran prestigio solían acudir a retarla, aunque resultaba casi imposible determinar si en realidad lo hacían por observar con cuánta suavidad y precisión acariciaba el taco de madera, extasiarse por la agresividad de su prodigioso trasero cuando se inclinaba sobre la mesa, o permanecer con la vista clavada en sus rotundos pechos que destacaban como dos perfectas manzanas que de tanto en tanto amenazaban con escapar de su escondite aunque nunca llegaran a hacerlo.
Contaban las malas lenguas que un millonario de Dallas le ofreció cincuenta mil dólares si le permitía bajarle muy lentamente los ajustados vaqueros mientras ensayaba una complicada carambola inclinada sobre la mesa, y peores lenguas afirmaban que fue con esos mismos cincuenta mil dólares con los que decidió irse a probar fortuna a la meca del cine.
Si aceptó o no la inmoral propuesta nadie más que ella —y en todo caso el millonario de Dallas— llegó a saberlo nunca, pero lo cierto es que Celeste Gallagher —que por aquel entonces lógicamente aún continuaba llamándose Celeste Green— no hubiera necesitado ese dinero para viajar a Los Ángeles, puesto que a lo largo de su productiva carrera como semiprofesional había conseguido despojar a los incautos que la retaban casi a diario los dólares suficientes como para permitirle vivir holgadamente sin necesidad de tener que rebajarse a conceder otro tipo de prestaciones mucho menos gratificantes para ella.
Solía ganar con indiscutible autoridad y una encantadora sonrisa con la que parecía pretender hacer comprender a sus abatidas víctimas que no era culpa suya el haber echado los dientes con un taco en la mano.
Para aquellos a los que realmente gustaba el billar constituía un auténtico placer contemplar cómo su espesa melena negra caía en cascada sobre la verde mesa y cómo abría levemente las aletas de la nariz conteniendo la respiración y frunciendo los labios antes de permitir que sus largas y bien cuidadas manos se movieran apenas con el fin de que una brillante bola numerada se desplazara de una banda a otra y acabara golpeando, muy suavemente, a la compañera previamente elegida.
Acostumbrados a los sudorosos camioneros, a los ruidosos bebedores de cerveza, o a los ojerosos buscavidas que mascullaban entre dientes cada vez que erraban el tiro, tan atractiva, educada y amable rival constituía una especie de remanso de femenina paz en un mundo tradicionalmente dominado por los hombres.
Incluso una vez alcanzada la cima de su carrera cinematográfica, Celeste Gallagher continuó sintiéndose muy ligada al juego que la vio crecer, por lo que en ocasiones, cuando necesitaba meditar sobre algún complejo problema personal o decidir si aceptaba o no un determinado papel, solía ascender hasta la amplia buhardilla de su hermosa mansión de Santa Mónica en la que había hecho instalar una mesa reglamentaria con el fin de relajarse y permitir que las ideas le fluyeran con la misma cadencia que sabía imprimir a sus casi increíbles golpes.
Su vapuleado marido tan solo había conseguido ganarle en una ocasión y vivía con la eterna sospecha de que dicha victoria no se debió a sus propios méritos sino a una especie de regalo bastante especial puesto que había coincidido, muy sospechosamente, con el día en que cumplió los cuarenta años.
Por lo tanto, aquella bendita noche el par de desgraciados a los que tenía por costumbre zurrar sin la menor consideración, se frotaban las manos ante la remota posibilidad de haberla cogido «en el día tonto», y en especial el dueño de la casa, que era el que por el momento le iba ganando, se mordía las uñas tan nervioso como un niño que esperara ver aparecer de un momento a otro a un Papá Noel cargado de regalos.
—¡Ya eres mía…! —repetía en el colmo de la excitación cada vez que le llegaba el turno de jugar—. ¡Ya te tengo en el saco!
—¡Nunca vendas la piel de un oso que aún respira! —solía ser la humorística respuesta de «la mejor toca-bolas de Hollywood»—. La número siete se te va a escapar por la derecha. ¡Tómalo con calma!
—¡No intentes ponerme nervioso!
—Intentar ponerte nervioso a ti sería tanto como intentar ponerle cuernos a un alce —fue la malintencionada respuesta—. Ya no le queda espacio en la frente. ¿Ves lo que te dije? Se te escapó por la derecha. Y ahora me toca a mí.
Se dispuso a jugar pero le interrumpió el repicar de un teléfono que Stanley Panocha Hoper se apresuró a descolgar para inquirir en tono evidentemente malhumorado:
—¿Qué coño pasa ahora? —Casi al instante cambió el tono de voz para añadir amablemente—: ¡Ah! ¿Eres tú, Bob? ¡Me alegra oírte! No, no me pasa nada; es que estoy a punto de ganarle una partida a Celeste. —Se interrumpió unos instantes pero de inmediato recalcó con más fuerza—: ¡De verdad! Te lo juro por mi madre. ¿Averiguaste algo?
Aguardó escuchando con atención al tiempo que su rostro denotaba incredulidad y se entretenía en sacudir una y otra vez la mano libre como pretendiendo hacer comprender a quienes le observaban un tanto sorprendidos, la importancia de lo que le estaban comunicando.
Cuando por último dio las gracias y se decidió a colgar el aparato se volvió con el fin de señalar:
Era Bob Morrison desde Nueva York.
—¿Ocurre algo malo?
—No, pero le ordené que hiciera algunas averiguaciones con nuestros amigos allí, y me asegura que existen cuatro o cinco compañías que tienen la curiosa costumbre de montar en las proximidades de sus parques eólicos industrias que suelen trabajar sobre todo durante la noche.
—¿Con qué fin? —quiso saber Victor Gallagher.
—Con el de contratar un alto número de kilovatios a la red eléctrica a su precio más bajo.
—¿Por alguna razón «especial»?
—Una muy clara. Por lo visto no utilizan la mayor parte de esa energía, sino que desvían al parque eólico y a continuación se reenvían a la red general como si hubiera sido producida por molinos de viento.
—¿Facturándolos a precio de kilovatio subvencionado? —quiso saber una escandalizada Celeste Gallagher.
—¡Por supuesto!
—¡Pero eso es una estafa en toda regla…! —protestó ella a todas luces indignada—. ¡La estafa del siglo!
—Tú lo has dicho, querida: la estafa del siglo. Pero resulta casi imposible demostrarlo, porque nadie puede determinar qué cantidad de energía están generando un montón de molinos de viento en un determinado momento. Sobre todo si se trata de una oscura noche.
—¡Puta madre!
—¡Y tan puta! Resulta sorprendente que a menudo, y en noches de calma chicha, esos «milagrosos» generadores, incluidos los que se encuentran averiados, trabajen como si estuviera soplando un huracán.
—¿Y a nadie le llama la atención el hecho de que esas «industrias fantasma» no produzcan nada pese a la gran cantidad de energía que consumen? —quiso saber el ex director de cine.
—Es que aparentemente sí producen.
—¿Cómo se explica si la energía que necesita se está desviando a los parques eólicos?
—Porque las mercancías les llegan de industrias similares de la misma empresa.
—¿Y para qué hacen eso?
—Registran esas mercancías como propias y las exportan como si verdaderamente hubieran sido fabricadas con la energía que supuestamente han utilizado.
—¡Qué ladrones!
—Los que más.
—¡Eso ya es demasiado! —protestó Victor Gallagher.
—¿Demasiado incluso para alguien que, como tú, no quiere meterse en líos? —quiso saber su mujer.
—Me temo que sí, querida…
Celeste dejó a un lado el taco para girar en torno a la mesa, inclinarse sobre él y besarle.
—¿Quiere eso decir que estás dispuesto a dirigir una película en la que se denuncie ese fraude?
—¿Y qué remedio me queda, pequeña…? Esto es algo que un hombre decente no puede dejar pasar sin implicarse.
—¡Me encanta oírtelo decir!
—Pero te juro que tengo un mal presentimiento.
—Tú siempre andas a vueltas con los presentimientos.
—Pero es que este es especialmente feo, y lo que más me preocupa es que mis presentimientos siempre acaban convirtiéndose en realidad… —les apuntó con gesto amenazador—. ¡Os lo advierto! —dijo—. Si decidimos hacer esa película vamos a salir malparados.
—Peor parados van a salir esa partida de estafadores.
El ex director se puso en pie, jugueteó unos instantes con una de las bolas de la mesa, la lanzó con la mano con el fin de que golpeara tres bandas y luego fuera a chocar con la que lucía el número ocho, y por último señaló:
—Lo cierto es que empiezo a ver la película… —Alargó los brazos extendiendo los dedos como si tratara de enmarcar una enorme pantalla para añadir—: Se llamará Vivir del viento, y abrirá con un plano general de un gigantesco parque eólico con cientos de molinos girando. A lo lejos, llegando por la carretera que corre por el centro, hará su aparición un coche descapotable. En él vienes tú. Un hombre, Norman, que puede ser tu marido, tu amante o un amigo, no importa quién, conduce… De pronto, revienta una rueda. El coche hace un extraño, pero se detiene sin problemas. Norman maldice, se quita la chaqueta y se pone a la tarea de cambiar la rueda. Tú te apeas. Llevas un precioso vestido blanco, muy vaporoso, tomas asiento sobre un muro cercano y observas el paisaje. Al poco tu vista va a detenerse en el ensangrentado cadáver de un águila que aparece al pie del molino más cercano en una de cuyas aspas aún se distingue una mancha roja. Piensas, meditas largamente y por último te vuelves a tu atareado acompañante e inquieres: «¿Para qué sirve todo esto?». Norman no te oye bien por culpa del estruendo de los molinos y hace un gesto como preguntando qué quieres. Alzas la voz e insistes gritando: «¿Para qué sirve todo esto?».
—¡Magnífico comienzo!
—¡Magnífico en efecto! Pero no es más que un comienzo.
—El resto corre de mi cuenta —señaló Stanley Hoper—. Contrataré a los mejores guionistas.
—No quiero a los mejores guionistas… —le atajó de inmediato Victor Gallagher—. Quiero a Dimitri Ustinov. Si decidimos meternos en un problema que probablemente nos cueste la cabeza vamos a hacerlo bien. —Lanzó de nuevo la bola, esta vez con mucha más fuerza al concluir—. ¡Y que Dios nos coja confesados!