—HE TELEFONEADO A MI agente de bolsa con la disculpa de que se me había ocurrido la idea de invertir algún dinero en empresas especializadas en energía eólica, y me ha puesto al corriente de las cifras que se mueven en torno a ese curioso y poco conocido negocio…
—¿Conclusión…?
Stanley Panocha Hoper se volvió a quienes le escuchaban distribuidos por los sillones y sofás del gigantesco salón principal del rancho para concluir la frase de una forma en cierto modo espectacular, dirigiéndose directamente a Victor Gallagher que era quien le había hecho la pregunta.
—¡Qué se trata de miles de millones de dólares!
—¿Miles de millones? —repitió el otro un tanto incrédulo.
—¡Así como suena! —confirmó el productor de la serie Aurora Boreal—. ¡Miles de millones! Y lo peor no es eso; lo peor es que tras el congreso mundial que se celebró el año pasado en Johannesburgo, muchos países han tomado la decisión de duplicar la cantidad de energía generada por el viento.
—¿Significa eso que alguien ha conseguido engañar a todo el mundo, o que somos nosotros los equivocados y esa energía es realmente útil? —quiso saber Celeste Gallagher.
—¡No lo sé! —reconoció su anfitrión—. Pero he estado reflexionando sobre ese tema, y con todo el respeto que Norman me merece, no me parece lógico que nadie haya advertido antes que se trata de una gran mentira.
—Es que en realidad no se trata de una mentira… —le hizo notar desde el amplio sofá en que se encontraba tendido el aludido—. ¡En absoluto!
—¿Qué pretendes decir ahora con eso? —quiso saber Victor Gallagher inclinándose hacia delante para observarle con mayor atención.
—Que generar electricidad aprovechando la fuerza del viento es una buena idea, eficaz y ecológica —fue la tranquila respuesta.
—¿Entonces…? —protestó el ex director—. Si crees que es así, ¿de qué diablos hemos estado hablando hasta ahora?
—De que tal como suele ocurrir con la mayor parte de las buenas ideas, los especuladores se han apoderado de ella, retorciéndola y tergiversándola en su propio provecho.
—Aclárate por favor, porque lo cierto es que cuanto más hablamos del tema, más confundido me siento.
Norman Caine se puso en pie, acudió a la mesa del centro, se sirvió un gran vaso de limonada, y tras beber sin prisas, comentó:
—Lo que pretendo decir es que, en determinados casos, y correctamente aplicada, la energía eólica puede llegar a ser muy útil y cumplir una función específica.
—¿Cómo por ejemplo? —quiso saber la actriz.
Como por ejemplo en las casas particulares, pequeños núcleos de población aislados, o en aquellos casos, muy puntuales, en los que la energía eléctrica no se necesita a unas horas determinadas, ni de una forma constante y regular.
—¿Cómo por ejemplo? —insistió Stanley Hoper.
—Industrias que trabajen únicamente en función del viento, pero que si en un momento dado este deja de soplar puedan permanecer inactivas sin que la producción se resienta.
—¿Y eso a qué se debe?
—A que, como ya he dicho en más de una ocasión, la esencia del problema se centra en el hecho indiscutible de que la energía eléctrica no se puede acumular más que en muy pequeñas cantidades.
—¡Sí! ¡Eso ya lo sabemos! —reconoció con cierta sensación de hastío Victor Gallagher—. Es necesario consumirla en el momento en que se produce, o de lo contrario no sirve de nada.
—Por ello —insistió el actor sin inmutarse—, la esencia del fraude estriba en que el gobierno acepta que esa energía se envíe a la red eléctrica general subvencionando de modo harto generoso cada kilovatio producido.
—¡Más claro para las ignorantes, por favor!
—¡Lo intentaré, querida! El truco no está en la producción, sino en esa disparatada subvención… —El actor abrió las manos en un ademán que pretendía dar a entender que las cosas no tenían vuelta de hoja al insistir—: Si se estudia con detenimiento, se llega a la sorprendente y desmoralizadora conclusión de que estamos pagando cada kilovatio generado por energía eólica realmente «utilizado», a cuarenta veces el valor de un kilovatio generado por cualquier otro sistema, y eso, a mi modo de ver, resulta excesivo incluso para un gobierno tan rico y despilfarrador como el nuestro.
—¿Por qué cuarenta veces? —se sorprendió Celeste Gallagher que parecía continuar sin entender a qué se refería—. Creía que habías dicho que era únicamente siete u ocho veces más caro.
—¡Exactamente!
—¿Entonces?
—Si multiplicas las veinticuatro horas del día por los siete días de la semana, resulta que una semana consta de ciento sesenta y ocho horas, durante las cuales la mayor parte de los parques eólicos no paran de generar electricidad ni un solo minuto… ¿Me sigues?
—Hasta ahora no parece demasiado complicado incluso para una mente tan obtusa como la de esta pobre actriz.
—¡Menos guasa o te lo va a explicar tu abuela! Sigamos: los molinos de viento trabajan continuamente, pero sin embargo la energía que producen, que sigue siendo siempre imprevisible y aleatoria, tan solo valdría la pena aprovecharla, en el mejor de los casos y con el fin de evitar que las centrales hidroeléctricas se tuvieran que poner en marcha, durante seis horas al día, de lunes a viernes; es decir, durante treinta horas en total.
—Lo que tan solo significa la quinta parte.
—Eso sería casi un milagro. Lo normal suele ser la décima parte.
Victor Gallagher, que había escuchado con profunda atención, le apuntó con el dedo al comentar:
—Luego si solo se utiliza la quinta parte de algo que ha costado ocho veces su valor real, resulta evidente que, a la hora de la verdad, se está pagando cuarenta veces su precio.
—Bastante correcto, aunque incluso te diría que optimista.
—¡Qué barbaridad! —exclamó la actriz.
—¡Y tan barbaridad! —corroboró Stanley Hoper—. Con razón mi corredor de bolsa asegura que esa es la mejor inversión que se puede hacer hoy en día. Por lo visto está produciendo una tasa de interés superior al treinta por ciento en unos tiempos en los que los bancos no te ofrecen ni el tres.
—¿Superior al treinta por ciento? Eso debería ser ilegal.
—Cuando se mueve tanto dinero nada parece ser ilegal, y por lo visto es el único negocio para el que los bancos facilitan el capital sin pedir garantías. Saben muy bien que el propio parque es la mejor garantía. Si tienes las influencias necesarias como para que las autoridades te permitan levantar un parque eólico, el mundo es tuyo.
—Cada vez me gusta menos ese mundo —sentenció Celeste Gallagher sirviéndose un largo whisky pese a la mirada de reconvención que le dedicaba su marido—. Y ahora comprendo por qué Bruno Barreto asegura que en Estados Unidos lo tenemos todo para ser felices pero nunca conseguiremos serlo porque estamos desquiciados por la avaricia.
—¿Qué porcentaje de esa energía eólica se produce en estos momentos en todo el país? —quiso saber, volviendo casi obsesivamente sobre el tema el pelirrojo anfitrión.
—Calculo que casi un seis por ciento —replicó Norman Caine no del todo seguro de lo que decía—. Pero parece ser que el gobierno se ha propuesto que muy pronto se llegue al doce.
—Pues yo no es que entienda mucho de números… —señaló la actriz tras apurar de un solo trago su bebida sin atender a la silenciosa protesta de Victor— pero si eso es así, llegará un día en el que los consumidores tendremos que pagar mucho más por ese doce por ciento de energía, de la cual tan solo utilizaremos la quinta parte, que por toda la restante.
—Puedes jugarte tu hermoso cuello, querida —replicó el actor—. Pero consuélate sabiendo que mientras eso ocurre, un puñado de empresarios y políticos sin escrúpulos se habrán hecho muy, pero que muy ricos.
Ahora Celeste Gallagher lanzó un bufido, alargó la mano en dirección a la botella, y como su esposo intentara arrebatársela, la apartó con un gesto brusco al tiempo que mascullaba:
—Te niegas a hacer una película sobre un tema como este y además pretendes que ni siquiera me consuele echando un trago. Hazme un favor, Victor… ¡Vete a la porra!
—Prefiero irme a la porra que a la tumba —fue la seca respuesta que una vez más no admitía discusión posible—. Tengo muy claro que si se mueve tanto dinero en torno a este negocio, los que se benefician no van a permitir que se lo chafemos sin más ni más.
—¡Nunca hubiera esperado eso de ti!
—¿Y qué esperabas de mí? —quiso saber su oponente visiblemente molesto—. Se supone que querías un marido vivo, no un héroe muerto.
—No quiero un héroe muerto —respondió Celeste con sorprendente calma—. Te equivocas si crees que es eso lo que estoy buscando. Lo que busco desde hace ya mucho tiempo es al hombre que me convenció de que me casara con él hablándome de las grandes películas que pensaba rodar y con las que esperaba contribuir a que millones de personas abrieran los ojos hacia un mundo mejor y más justo. ¿Acaso tienes idea de dónde puede encontrarse?
—¡No! Lo cierto es que no tengo la menor idea de adónde fue a parar, pero te recuerdo que cuando me disponía a rodar una de esas películas con la que esperaba contribuir a que millones de personas abrieran los ojos hacia un mundo mejor y más justo, le suplicaste que la abandonara para hacerse cargo de una gran superproducción de la que eras protagonista casi absoluta, y que se llamaba, si la memoria no me falla, El regreso de la Aurora Boreal.
Celeste Gallagher tardó en responder. Se volvió alternativamente a Norman Caine y Stanley Hoper que parecían haber optado por mantenerse al margen de una discusión que no les concernía, y tras juguetear un rato con el vaso aún vacío obligándole a girar entre las palmas de las manos, acabó por asentir como si en verdad aceptara plenamente su culpa.
—En eso tienes razón —musitó—. ¿Para qué negarlo? Durante todos estos años me he arrepentido de haberte pedido aquel favor porque me consta que lo que deseabas más que nada en el mundo era dirigir África encadenada, con la que probablemente hubieras ganado un Oscar. —Dejó el vaso sobre la mesa, se inclinó a mirarle y por último inquirió—: ¿Pero hasta cuándo me vas a seguir castigando por ello?
—Yo nunca he pretendido castigarte, querida. Te juro que mi decisión nada tuvo que ver contigo pese a que admito que no me gustaba lo que estabas haciendo.
—¿Entonces por qué dejaste de dirigir?
—Tal vez porque al trabajar con gente de la talla de David me había acostumbrado a las grandes producciones con grandes presupuestos que proporcionaban grandes sumas de dinero. Luego las superproducciones que me ofrecieron se limitaron a violencia y efectos especiales, las rechacé, pero ya no me sentía con fuerzas ni capacidad para enfrentarme al reto de rodar en ocho semanas una historia en la que hubiera más ideas que balas.
—¿Y eso por qué?
—Porque llega un momento en que descubres que te resulta más sencillo rodar la escena de una batalla con tres mil extras que se descuartizan entre explosiones, que planificar una escena en la que dos o tres actores tienen que expresar con su forma de moverse y sin apenas palabras, la profundidad de sus sentimientos.
—¡Miedo! —sentenció Panocha Hoper decidiéndose a intervenir tras su largo silencio—. Lo que acabas de describir no es más que ese jodido terror que os invade a los directores cuando no tenéis ni puta idea de cómo encarar una escena diferente a las rodadas con anterioridad. Lo sufro a diario y me cuesta fortunas.
—¡Es muy posible! —admitió Victor Gallagher—. Pero como alguien dijo en alguna ocasión, el miedo es lo único que mata sin piedra ni palo. Miles de personas mueren cada año de puro miedo, y lo peor del caso es que la mayor parte de las veces ni siquiera saben qué es lo que les aterroriza hasta esos extremos.
—Se supone que debe ser el terror a un futuro incierto.
—El futuro, por pura definición, siempre es incierto, aunque parece ejercer sobre los seres humanos una mayor fascinación que el más hermoso y seguro de los presentes… —Victor Gallagher abandonó cansinamente su butaca como si con ello quisiera dar por concluida la charla—. Pero olvidémonos de la filosofía barata y vayamos a lo que realmente importa. En el mejor de los casos, ¿quién se arriesgaría a financiar una película que correría el peligro de no terminarse y que si se terminara lo más probable es que nunca se estrenase?
—Nosotros.
—¿Nosotros? —repitió incrédulo observando de arriba abajo a su mujer que era quien le había respondido como si la estuviera viendo por primera vez—. ¿Te refieres a los que estamos aquí? ¿A nosotros cuatro?
—¿Y por qué no? —replicó ella con absoluta naturalidad—. Por lo que a mí respecta estoy dispuesta a aportar mi trabajo y tres millones de dólares. —Alzó el dedo significativamente—. ¡De mi cuenta personal!
—¡Anda ya!
—Si tú lo haces yo colaboraré con otro tanto… —señaló Norman Caine—. Y con mi trabajo si tengo un buen papel.
—¡Estáis locos! —protestó Victor Gallagher negándose a escucharlo que decían—. ¡Completamente locos!
—¡Pues ya somos tres! —puntualizó Stanley Hoper.
—¡Por mí como si sois trescientos…! —fue la áspera respuesta del ex director—. Lo único que tenéis es una idea; una denuncia apropiada tal vez para una serie de reportajes escandalosos en la prensa, o todo lo más para un programa de televisión. Pero nada que sirva para una película, porque una auténtica película exige algo más.
—¿Cómo qué?
—Como una buena línea argumental, unos personajes que sean creíbles y una estrecha relación entre esos personajes que deben ser humanos y creíbles. En una palabra: una historia.
—Los guionistas saben cómo construir una historia de seres humanos creíbles en torno a un acto de barbarie, injusticia o, como en este caso, corrupción —le hizo notar Panocha Hoper—. Ese es su trabajo, para eso se les paga y con frecuencia lo hacen muy bien.
—¡No funcionaría!
—¿Por qué?
—Nos falta el toque humano.
—Tal vez, pero contamos con un tema de auténtica trascendencia internacional puesto que los parques eólicos proliferan por todo el mundo, dos magníficos actores, un excelente director, y perdón por la inmodestia, un productor cojonudo. Si Dalton Trumbo viviera con todo esto escribiría una historia que haría vibrar al espectador, pero conozco a otros muchos guionistas de primera línea.
—¿Cómo los que te escriben esa basura que produces normalmente?
—¡No! Como esos no. Pero sí como el que escribió tu adorada África encadenada por la que aún siguen llorando.
—¿Dimitri Ustinov…?
—¡Por ejemplo…!
—Él únicamente escribe sus propias historias.
—Eso depende.
—¿De qué?
—Del número de ceros que tenga el cheque, y sobre todo, de que se sienta identificado o no con el problema. Tú que has trabajado con él sabes mejor que nadie que desenmascarar a los canallas y a los políticos corruptos es de las pocas cosas que le gustan incluso más que el dinero, y que le proporcionan auténticas hemorragias de satisfacción.
Victor Gallagher se tomó más tiempo del acostumbrado para responder. Paseó de un lado a otro de la amplia estancia con las manos a la espalda, observó alternativamente a los presentes, fijó luego la vista en las lejanas montañas y por último resopló largamente permitiendo que los labios se movieran muy rápidamente emitiendo unos extraños sonidos.
—Si Dimitri opina que puede montar una historia sólida en torno a algo tan impersonal como unos molinos de viento que lo único que hacen es girar y girar sin meterse con nadie, y realmente escribe un guión que resulte creíble y que a la larga pudiera servir para que una pandilla de bastardos dejaran de robarnos tan impunemente, sería cuestión de pensárselo.
—¿Es eso un compromiso en firme? —quiso saber Norman Caine.
—¡En absoluto! —replicó el otro al tiempo que negaba con un decidido ademán de cabeza—. No es un compromiso; es dejar una puerta abierta a un improbable futuro, pero si me ponéis en las manos un buen guión os garantizo que os devolveré una magnífica película.