TRAS ABANDONAR, DECEPCIONADA, malhumorada y casi furibunda, el comedor en el que había mantenido por primera vez en su vida un enfrentamiento dialéctico con su esposo en presencia de testigos —pese a que estos fueran tan de confianza como Stanley Hoper y Norman Caine— Celeste le pidió a Bruno Barreto que ensillara un par de caballos y tuviera a bien acompañarla a dar un paseo hasta el remanso del río.
—¿Me necesita para eso…? —fingió sorprenderse el argentino—. Usted siempre ha sido una magnífica amazona y conoce a la perfección el camino que conduce a ese remanso.
—No… —fue la sincera respuesta—. No le necesito para eso. Le necesito para que malgaste conmigo un poco de un sentido común que por lo general le sobra. El sentido común es algo que no se puede comprar ni en la más lujosa boutique de Rodeo Drive y para una vez que tengo la posibilidad de conseguirlo gratis no pienso desperdiciar la oportunidad.
Ya a caballo, y mientras avanzaban sin prisas rumbo al este, el argentino comentó con cierta sorna:
—Me temo que ese «sentido común» que usted me pide no va a servirle de gran cosa, puesto que efectivamente aunque a mí me sobrara, cosa que dudo, estaría referido siempre al mundo en que nací y que realmente conozco, la Patagonia, donde las cosas funcionan con una lógica que no ha cambiado en el transcurso de los últimos doscientos años. Sin embargo, el mundo de Hollywood en el que usted se desenvuelva carece, a mi modo de ver, de toda lógica.
—Pero es que lo que pretendo no es que me aconseje con respecto al mundo de Hollywood, que entiendo que le resulte ajeno e incomprensible, sino sobre el mundo de las relaciones personales.
—¡Más difícil me lo pone a fe mía! —protestó el otro—. ¿Qué puede saber un criador de caballos del confín del universo sobre cómo se relaciona una famosa estrella de cine con un hombre de la inteligencia de su marido? Porque o yo soy muy estúpido, o esas «relaciones personales» a las que ha hecho mención tienen que ver con él.
—De estúpido no tiene un pelo y lo sabe —le hizo notar ella—. ¿Qué piensa usted de Victor?
—Que monta a caballo como una foca amaestrada.
—¿Y aparte de eso?
—Que debe ser un gran tipo, puesto que ha conseguido que una de las mujeres más admiradas y deseadas del planeta continúe enamorada de él después de tantos años de matrimonio, lo cual, en su ambiente, debe constituir un auténtico récord.
—Es un gran tipo, en efecto, aunque en ocasiones se esfuerce en dejar de serlo. Sobre todo en estos últimos tiempos.
Durante unos minutos continuaron su avance con la vista fija en una nutrida bandada de ánades que volaban muy altos, siempre hacia el norte, y cuando al fin se perdieron de vista entre las únicas nubes que manchaban el cielo, el caballerizo Bruno Barreto señaló:
—Con frecuencia las personas no dejan de ser perfectas, sino que de pronto se nos antojan imperfectas porque en un momento dado no se comportan tal como desearíamos que se comportaran.
—¿Está pretendiendo insinuar que la culpa es mía? —replicó ella visiblemente amoscada.
—Yo no insinúo nada —puntualizó su acompañante—. Yo tan solo digo que las cosas no siempre tienen por qué ser tal como nosotros queremos que sean y en esos casos resulta muy cómodo considerar que son otros los que se equivocan cuando no hacen aquello que desearíamos que hicieran sin detenernos a pensar en qué desearían ellos que hiciéramos nosotros… —Detuvo su montura y aguardó a que ella le imitara volviéndose a mirarle antes de añadir—: ¿Me sigue el rastro?
—No del todo.
—Pues intentaré ser más claro. A veces, cuando veo sus últimas películas, me pregunto si a su marido le agradará que una actriz de su belleza y su talento se haya encasillado en ese personaje de marimacho siempre sucio, desgreñado y grasiento, que no hace otra cosa que luchar contra increíbles monstruos «comegente» sin pronunciar ni una sola frase inteligible o inteligente durante las dos horas largas que permanece en la pantalla.
—¿Es eso lo que opina de mi trabajo? —inquirió Celeste Gallagher a todas luces molesta por lo que acababan de decirle—. ¿Qué me limito a luchar contra monstruos «comegente»?
—Le confieso que, de vez en cuando, a mí me entretienen esas películas sin pies ni cabeza —admitió su oponente—. E incluso me gusta verla con esa sucia camiseta casi siempre sudada o mojada luciendo los pezones y disparando una ametralladora que debe de ser de cartón porque si fuera de verdad estoy convencido que no conseguiría alzarla un palmo del suelo visto que incluso levantar la silla de montar le desriñona. Pero lo que importa no es lo que piense yo, sino lo que piense su marido.
—Hasta hoy nunca había protestado…
—¡No hace falta que me lo diga! Le conozco lo suficiente como para estar convencido de que acepta que ese es su trabajo y respeta sus decisiones a la hora de elegir los papeles.
—¿Entonces?
—El hecho de aceptar algo sin protestar no presupone necesariamente que nos guste —fue la aclaración—. Yo acepto sonriente a la mujer de mi hijo mayor, pero en mi fuero interno la considero una cursi y una pedante a la que arrancaría las tripas para hacer «chinchurrina». —El buen hombre arreó su montura para ponerse dé nuevo a la altura de su compañera de andadura al tiempo que señalaba—: Pero creo que nos estamos apartando del tema que nos ocupa. ¿Qué es lo que últimamente le molesta tanto de su marido?
—Que no quiere volver a dirigir.
—¿… porque se ha liado con otra…?
—¡No, que yo sepa! —se apresuró a protestar Celeste Gallagher escandalizada—. ¡No! Estoy segura de que no se trata de otra mujer.
—¿Entonces es que se ha vuelto marica…?
—¿Cómo se le ocurre? —fingió ofenderse su acompañante.
—¿O quizá lo atribuye a que ha dejado de desearla y ya no le apetece hacerle el amor…?
—Continuamos haciéndolo casi como el primer día… —replicó ella un tanto molesta—. ¿A qué viene todo eso?
—A que por lo que estoy viendo, el hecho de dirigir o no dirigir películas no tiene nada que ver con su relación como pareja, y por lo tanto es una decisión de tipo estrictamente profesional que usted debería respetar del mismo modo que él respeta las suyas.
Ahora fue la actriz la que detuvo su cabalgadura y aguardó de igual modo a que su acompañante se volviera a mirarla antes de preguntar:
—¿Realmente usted siempre ha sido criador de caballos en la Patagonia, o estudió psicología en Buenos Aires como la mayor parte de los argentinos que conozco?
—Siempre fui criador de caballos y gracias a Dios nunca estudié psicología en Buenos Aires.
—¡Quién lo diría!
—Lo diría alguien que supiera que al confín de la Patagonia no llega la televisión, pero sí llegan los libros. Y que durante las largas noches australes la lectura se convierte en la única compañía posible y deseable.
—Jamás lo hubiera imaginado…
—Pues le garantizo que yo he leído más libros arrebujado en un poncho y sobre la grupa de un caballo mientras arreaba el ganado por una llanura interminable, que la mayoría de quienes se consideran a sí mismos «intelectuales», en sus cómodas y cálidas bibliotecas.
—¡Curiosa forma de culturizarse! A caballo por la Patagonia.
—¿Y qué tiene de malo? Los conocimientos que pueda adquirir un ser humano no dependen tanto de su posición social como de su posicionamiento frente a la sociedad.
—¡Interesante teoría!
—Me la enseñó mi madre, que era maestra. El día que cumplí catorce años me dijo: «Si tanto te gustan los caballos, dedícate en cuerpo y alma a los caballos, pero ten presente que si tan solo te dedicas a ellos terminarás siendo tan cerril como ellos. Y en ese caso acabarán dominándote porque siempre serán mucho más fuertes. Para imponerte a esas bestias tienes que demostrarles que eres muy superior y de hecho lo eres porque tú puedes aprender cosas en los libros y los caballos no».
—Muy inteligente su madre.
—No es que lo fuera especialmente. Es que tenía mucho tiempo para pensar, y cuando los seres humanos se deciden a pensar, en ocasiones se les ocurren cosas inteligentes. Y a mi modo de ver lo más inteligente que hizo en esta vida fue inculcarme el amor a la lectura.
—¿Y qué le gusta leer?
—Todo aquello que contribuya a aumentar la distancia que separa mi mente de la de un caballo, pero sin tener que separar por ello mi culo de su grupa…
Celeste Gallagher no pudo por menos que echarse a reír ante tan gráfica definición, por lo que Bruno Barrete sonrió de una forma harto extraña, como si estuviera burlándose de sus propios pensamientos para añadir al poco:
—Probablemente usted no pueda comprenderlo, pero yo experimentaba una maravillosa sensación de orgullo cuando me descubría a mí mismo a lomos de mi yegua y a dos días de marcha del lugar habitado más cercano, cansado y tal vez muerto de frío, pero sabiéndome capaz de entender sin ayuda de nadie lo que pretendían decirme en un momento dado gentes que me hablaban de personas que vivían en lugares muy lejanos, de distintas costumbres, lenguas o religiones, pero que de igual modo parecían tener la necesidad de saber cosas de otras gentes que, como yo, tal vez vivían en la lejana Patagonia.
—¡Lo entiendo muy bien! —admitió su acompañante—. Sentía idéntico orgullo cuando descubría en la pantalla que había sido capaz de expresar, con una simple mirada, con un gesto o un silencio, lo que el guionista había pretendido que expresara.
—Ha dicho «sentía» —le hizo notar el caballerizo recalcando con especial énfasis la palabra—. Eso quiere decir que ya no lo siente.
—Supongo que no.
—¿Y a qué lo atribuye?
—Usted, que se fija en todo, lo debería saber, pero probablemente se debe a que no me van los papeles de eso que con bastante justicia ha llamado «marimacho gr asiento».
—En ese caso, y perdone que se lo diga, señora, antes de exigirle a su marido que vuelva a dirigir películas, dé usted el primer paso y deje de interpretar papeles de «marimacho grasiento».